Por fin, ahora que deja el “convento”, Jean-Claude Trichet se ha atrevido a reconocer la terrible verdad que todos ya sabemos, pero que los dirigentes de la Unión Europea se niegan a admitir. Y el pasado día 11 confesó que “Europa es el epicentro de una crisis sistémica de alcance general”. Ahora que se va tiene la desfachatez de decir:
“la ‘sequía crediticia’ ha agravado además el acceso a la financiación en los mercados y la interconexión de los sistemas financieros en la UE ‘ha aumentado el riesgo de contagio’. Esta crisis daña a la llamada economía real dentro y fuera de Europa”.[1]
Cuando es evidente que una parte importante de la culpa de que esto sea así la tiene él, personalmente y, desde luego, la institución que todavía preside (el Banco Central Europeo). Sin ir más lejos la última reunión de su comité directivo –el pasado día 6- no tuvieron a bien sus señorías bajar los tipos de interés hasta el 1% (algo que todo el mundo esperaba y pedía desde hace ya varios meses), supongo que para no contrariar a la Señora Merkel y para que nadie diga que no combate adecuadamente la inflación (sólo lo dicen los alemanes, pero ya sabemos que los deseos alemanes son órdenes para el BCE).
Traducido al cristiano sus palabras significan que la crisis de verdad empieza ahora, que lo que hemos tenido desde 2008 era una especie de entrenamiento para lo que está por venir, que en esta fase de la crisis -en la que estamos entrando- la peor parte se la van a llevar los países de la Unión Europea, especialmente los de la zona euro, y que esta vez no la ha provocado ninguna burbuja, ni la corrupción política, ni la mala gestión económica sino, por el contrario, las políticas de recortes presupuestarios practicadas por todos los gobiernos europeos, siguiendo las directrices emanadas del tándem franco-alemán, con el entusiasta apoyo del Banco Central Europeo y el visto bueno de los 25 presidentes de gobierno restantes, así como de la Comisión Europea (que preside Durão Barroso) y del Consejo Europeo (que preside Van Rompuy).
Hace años que lo vienen advirtiendo ya varios premios nobel de economía (con Krugman a la cabeza), y desde hace un mes lo gritan hasta los americanos (llevan varios meses pidiéndolo en voz baja, pero como no les hacen ni puñetero caso se han atrevido ya a vocearlo a los cuatro vientos, aunque eso signifique enfrentarse públicamente con los europeos) para que todo el mundo sepa que -esta vez- la culpa no la tienen ellos, sino los cabezas cuadradas de este lado del Atlántico.
Como bien dice el señor Trichet, la crisis ya es sistémica, es decir, que no será posible salir de ella sin profundos cambios que afecten al núcleo duro esencial de la estructura social y política en la que vivimos. Es el fin del modelo capitalista que ha regido el mundo occidental, por lo menos, desde los tiempos de Reagan (yo me remontaría, incluso, hasta los de Nixon)[2]. El fin del modelo neoliberal. Una ideología que surgió para combatir el modelo keynesiano, sin apoyarse en ninguna evidencia empírica. Un modelo metafísico creado como coartada para justificar la apropiación privada de los bienes públicos.
Todo empezó a finales de los cincuenta, cuando los grandes magnates del imperio americano llegaron a la conclusión de que si la prosperidad económica mundial continuaba durante mucho tiempo iban a tener, muy pronto, que compartir su poder con los países emergentes de entonces (los miembros del Mercado Común Europeo –que eran sólo seis, capitaneados por Francia- y Japón fundamentalmente), además de los soviéticos, pero en retaguardia esperaban otros (los emergentes de ahora, básicamente, es decir: China, Brasil, India, Indonesia, etc.). En el mundo que se presentía, a Iberoamérica parecía que le iba a tocar desempeñar un importante papel, amenazando por tanto el rol que ha venido ejerciendo durante el siglo XX (el famoso “patio trasero” americano) y el mundo del año 2000 (si no lo impedía una guerra nuclear o un golpe de estado planetario) estaría liderado por cuatro o cinco potencias (entre las cuales también se iban a encontrar los propios Estados Unidos, obviamente).
Ese futuro en ciernes, que intuían, no les hacía demasiada gracia. Ellos querían seguir manteniendo su hegemonía planetaria todo el tiempo que fuera posible, aunque para ello fuera preciso pisar el freno del desarrollo económico y provocar un empobrecimiento general de la población mundial. El propio presidente norteamericano de la época –Dwight Eisenhower- se dio cuenta del asunto, aunque no compartía en absoluto la citada estrategia, y no encontró otra manera de alertar a los americanos de los peligros que les acechaban que aprovechar su discurso de despedida como presidente de los EEUU para hacerlo, en él dijo estas palabras:
“En los consejos de gobierno, debemos guardarnos de la obtención de influencia no justificada, ya sea por activa o por pasiva, por parte del complejo industrial militar. El potencial para la perniciosa acumulación de poder en manos ilegítimas existe y no cesará de existir. No debemos permitir jamás que el peso de esta influencia ponga en peligro nuestras libertades ni nuestros procesos democráticos. No debemos dar nada por sentado. Una ciudadanía bien informada y vigilante es la única manera de inducir el correcto engranaje de la inmensa maquinaria de defensa industrial y militar con nuestros métodos y objetivos pacíficos, con el fin de que la seguridad y la libertad puedan prosperar a la vez.”
Eisenhower no compartía esa estrategia, pero su vicepresidente sí, y fue él (Richard Nixon) el candidato, por el Partido Republicano, a las elecciones presidenciales de 1960. En ellas, sin embargo, ganaron los demócratas, con John F. Kennedy a la cabeza. Este contratiempo inesperado obligó a retrasar todos los planes durante ocho largos años, hasta que por fin Richard Nixon pudo ganar unas elecciones presidenciales (las de 1968).
A partir de ese momento comienza a ponerse en marcha un detallado plan, que comenzó con la eliminación del patrón oro y con la estimulación de gobiernos de corte autoritario por todo el mundo, pero cuyos dos principios estratégicos básicos eran frenar el crecimiento económico -cerrando el grifo de la energía- y frenar –igualmente- el crecimiento demográfico. Las dos estrategias apuntan hacia una involución social que busca, junto con otras complementarias, marcar un punto de inflexión que cree un nueva dinámica histórica que lleve hacia una nueva re-señorialización, es decir, un proceso que vuelva más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, convirtiendo las clases sociales en castas o estamentos, al estilo de la Europa del siglo XVII.
Para que todo esto pudiera llegar a buen puerto hacía falta construir una nueva ideología, porque el paradigma dominante en todo el mundo occidental desde mediados de los años 30 -a nivel económico- era el keynesiano, un modelo que lo que busca es el desarrollo económico, lo que para ellos resultaba contraproducente. Y, puesto que de lo que se trataba era de volver hacia atrás, se recuperaron las tesis dominantes antes de la llegada de Keynes, esas tesis cuyas limitaciones él señaló.
¿Y qué ha pasado? Pues lo que tenía que pasar. Si la teoría económica que surgió para evitar las crisis cíclicas del capitalismo la tiramos al cubo de la basura pues, lógicamente, volvimos a las viejas crisis del viejo capitalismo decimonónico. Pero el asunto va mucho más allá, porque el resto del mundo no se ha quedado cruzado de brazos, los frenazos económicos dirigidos desde los centros de poder planetario no han afectado a todos los países por igual, y hay algunos –como China, por ejemplo- que lo han aprovechado para acortar el abismo que les separaba de las superpotencias que dirigían el mundo a finales de los sesenta, y hoy hay que contar con ellos necesariamente. Recordemos que en China todavía dirige el gobierno el “Partido Comunista”, que no se ha tragado los cuentos que inventaron los “chicos de Chicago”, pero que ha decidido jugar -en parte- a ese juego porque le venía bien en términos estratégicos (mientras el paradigma siguiera siendo el neoliberal ellos podrían seguir acortando distancias, ya que este modelo estaba frenando a todos sus competidores).
A principios de los setenta el Sistema consiguió frenar a los emergentes de entonces (El Mercado Común Europeo y Japón), pero a principios del siglo XX China le pisa los talones al Imperio Americano y hay una nueva generación de países emergentes que parece poco probable que estén dispuestos a dejarse embaucar. La estrategia “neoliberal” que han seguido los países occidentales durante los últimos 40 años nos está mostrando ahora sus frutos, que no son otros que su “suicidio” estratégico.
Estamos pues en el principio del fin del mundo occidental, tal y como lo hemos conocido hasta ahora. Como el Imperio Romano, no va a caer por culpa de los bárbaros de este tiempo (aunque alguno vendrá, en algún momento del futuro, a rellenar su certificado de defunción) sino a causa de sus propios errores y de sus propias contradicciones.
El mundo sigue adelante, con o sin nosotros, y si no queremos acabar en el cubo de la basura de la Historia haríamos bien en desembarazarnos pronto de esta camisa de fuerza que llevamos puesta encima desde hace 40 años.
[1] “Trichet alerta de que la crisis financiera ya es ‘sistémica’". EL PAÍS 12/10/2011.
[2] Véanse los artículos “O el capitalismo acaba con la crisis o la crisis acaba con el capitalismo” (27/8/2011), “El futuro que nos tienen reservado” (5/9/2011), “La camisa de fuerza de la Unión Europea” (12/9/2011), “Por una Europa democrática” (19/9/2011) o “El suicidio de la Unión Europea” (26/9/2011), en este mismo Blog.
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