viernes, 7 de diciembre de 2018

El corazón del Mundo Occidental



En nuestro anterior artículo vimos el proceso evolutivo de la Unión Europea desde su primera ampliación (1973) hasta la actualidad. Es decir, desde la entrada hasta la salida del Reino Unido, 46 años después. Una vez realizado su trabajo, el Reino Unido se retira.

Hace años que vengo comparando en mi blog a la diplomacia británica con la vaticana. Ambas son las que históricamente han tenido un horizonte estratégico trazado a más largo plazo.
El proyecto franco-alemán de los Estados Unidos de Europa fue interpretado por el Foreign Office, ya en los años 50, como un intento de resucitar los viejos proyectos hegemonistas de ambos, como una alianza temporal indefinida, para intentar neutralizar, pacíficamente, la hegemonía anglosajona surgida tras la Segunda Guerra Mundial. E inmediatamente se puso en marcha para neutralizarlo.
No obstante, desde el punto de vista inglés, tenía algunos aspectos positivos: adecuadamente descafeinado podía servir para que sus socios del otro lado del Atlántico se tomaran más en serio su flanco europeo y, de esta manera, el Reino Unido podría convertirse en algo así como el gendarme anglosajón en Europa, lo que lo convertía en un socio privilegiado de los norteamericanos.
Por otro lado, en el mundo de la Guerra Fría, con el enemigo soviético enfrente, una Europa cohesionada, organizada, rica e integrada en la estructura política y militar atlántica era una poderosa baza disuasoria frente al expansionismo soviético por su flanco occidental.
De lo que se trataba por tanto era, más que de destruir ese proyecto, de canalizarlo en la dirección adecuada.
En ese momento histórico tanto alemanes como franceses necesitaban también el apoyo anglosajón para neutralizar, por su parte, la amenaza soviética. Entre el proyecto de los Estados Unidos de Europa y el modelo atlantista había diferencias estratégicas importantes, centradas en el medio y el largo plazo, pero también significativas líneas de colaboración frente al enemigo común: El Bloque Oriental. De esta manera echaron a andar las dos organizaciones económicas supranacionales del Occidente europeo en los años 50: La CEE y la EFTA. La primera de ellas buscaba crear, a medio plazo, una unión política europea, la segunda, articular una estructura de colaboración que se apoyara en sus socios trasatlánticos pero que no debía superar el marco político de los estados/nación.
Desde la primera ampliación de la CEE, en 1973, comenzó un proceso de fusión parcial de ambos proyectos que pretendía, del lado anglosajón, canalizar en la dirección adecuada el proceso unificador europeo. Esta dirección era el desarme arancelario interior y el mantenimiento de esta estructura dentro del ámbito de colaboración atlántica. Europa Occidental debía afirmar su identidad frente al COMECON y el Pacto de Varsovia, pero no frente al universo anglosajón.
Y había también una línea roja: La unión política. Había que impedir la culminación del proyecto de los Estados Unidos de Europa.
Los británicos, desde el minuto uno, se pusieron trabajar en esa dirección. A trazar una política de contrapesos en Europa que impidiera que la alianza franco-alemana cumpliera sus objetivos. Ya vimos como la llegada a “Downing Street” de Margaret Thatcher en 1979 elevó la tensión con sus socios más europeístas en la década de los 80, con Jacques Delors en la presidencia de la Comisión Europea, François Mitterrand en la francesa, Felipe González en la española y Helmut Kohl en la cancillería alemana.
El hundimiento del bloque oriental, la disolución del COMECON y del Pacto de Varsovia, la caída del Muro de Berlín, la reunificación alemana y las guerras yugoslavas, hechos que tuvieron lugar -casi todos- en la década de los 90 del siglo XX, cambiaron por completo el paisaje europeo y las reglas del juego.
Las ampliaciones hacia el este de la Unión Europea, ya en el siglo XXI, incorporaron a la misma a 13 países, 11 de ellos procedentes de la antigua Europa comunista, que tenían entre todos más de 150 millones de habitantes. Fue un salto de gigante que cambió para siempre la naturaleza del proyecto europeo. La Unión Europea de la segunda década del siglo XXI es un magma heterogéneo, donde conviven visiones del mundo que son antagónicas entre sí. Europa ya no converge, diverge. Por tanto el tiempo juega en su contra.
El Reino Unido, que entró en el club para dinamitar el proyecto, considera que su presencia ya no es necesaria y se retira. Dentro quedan fuerzas disgregadoras con suficiente entidad como para poder culminar ese proceso. Los británicos, ahora, se dedicarán a preparar un escenario alternativo con la ayuda de sus socios trasatlánticos. Se están construyendo los proyectos geoestratégicos del siglo XXI.
Ya he expresado en otros artículos de este blog que estamos entrando en una nueva fase histórica que denominé “El Sistema del Equilibrio Mundial”, por su analogía con el que se dio en Europa entre 1648 y 1789 y que la historiografía conoce como El Sistema del Equilibrio Europeo”. Se trata de un mundo en el que hay cuatro o cinco potencias de primer nivel y diez o doce de segundo, que se vigilan las unas a las otras para que ninguna de ellas pueda culminar un proyecto hegemonista.
Es evidente desde hace tiempo la emergencia de varias nuevas grandes potencias en Asia Oriental (China en este momento, La India muy pronto) y otras tantas de segundo nivel (Japón, Indonesia, Pakistán, Corea, Rusia, Irán...) que preparan un escenario mundial multipolar.
El hegemonismo anglosajón se bate en retirada, pero pretende minimizar los daños, mantener su hegemonía en la mitad occidental de nuestro planeta, administrar su propia decadencia de una manera ordenada y sin sobresaltos. Y en el universo anglo el Reino Unido es, sin lugar a dudas, el país con mayor visión estratégica.
Pero en este nuevo escenario que se abre, el mundo ibérico, en general, y España, en particular, tienen mucho que decir, porque lo que está en juego en este momento es el modelo de articulación política entre América, Europa y África durante los próximos doscientos o trescientos años. Y España ocupa una posición geográfica privilegiada en esa articulación y posee, además, una proyección atlántica superior, incluso, a la británica. Por eso es importantísimo que enfrentemos la coyuntura con una visión estratégica que sea congruente con lo que somos y con lo que representamos.
En el corazón de Europa hay voces ya pidiendo que, tras el Brexit, se redefina la posición de España dentro de la Unión Europea y se la refuerce, pues es el país con mayor influencia en el continente americano de entre los que quedan y, además, vigila desde las Canarias la evolución política de toda el África noroccidental. Somos el núcleo duro del flanco occidental de la nueva Unión Europea.
Todos los estrategas del planeta observan con interés, en este momento, lo que ocurre en España. A alemanes y franceses nuestro país puede seguir suministrándoles el oxígeno necesario para seguir practicando el juego de las grandes potencias. Una firme apuesta española por la Unión, en esta precisa coyuntura política, es fundamental para que estos dos países puedan proyectarse sobre Iberoamérica. Necesitan una España fuerte que apueste, además, por el proyecto europeo, para minimizar el impacto de la deserción británica, para reforzar la política exterior francesa en el norte de África, para poder intervenir en la evolución de los flujos comerciales que se mueven por el Atlántico y por el Estrecho de Gibraltar.
Hay dos modelos de referencia históricos que pueden servir de patrón para ese despliegue político mundial desde el continente europeo a través de España. Para los alemanes el Imperio de Carlos V, que les permitió ejercer cierta influencia, hace quinientos años, sobre acontecimientos que estaban ocurriendo a miles de kilómetros de su país en los que ellos no podían, ni de lejos, intervenir. Para los franceses, la alianza política que tuvieron con España en el siglo XVIII, cuando la Casa de Borbón mandaba en los dos países y estos se coordinaban en política exterior. En ambos casos España fue instrumentalizada desde el corazón de Europa, para defender intereses que le resultaban ajenos. Las dos alianzas hicieron daño a nuestro país. En ambas España era vista como un país periférico que debía trabajar para hacer posible la culminación de los proyectos políticos de otros.
Los anglosajones también nos observan atentamente, por las razones contrarias. Pretenden evitar esa proyección atlántica franco-alemana a través de España. Para ellos, igual que para los rusos e, incluso, los chinos, somos los guardianes del Estrecho de Gibraltar y, también, un país con un gran prestigio en Iberoamérica y con alguna influencia en el mundo árabe. Son bazas que pretenden  utilizar, de una o de otra manera, en su propio provecho.
Toda esa vigilancia se traduce en presiones políticas contrapuestas que ahogan la expresión de nuestros verdaderos intereses, de nuestras necesidades, que condicionan nuestra política exterior. Si los dirigentes que están al mando en nuestro país no poseen una visión estratégica lo suficientemente amplia, si no tienen meridianamente claro cuáles son los intereses de nuestro país en el ámbito geopolítico a largo plazo nos convertiremos, una vez más, en los brazos ejecutores de proyectos políticos ajenos.
Pero con buenos pilotos al frente de la nave España puede aprovechar esas pugnas de las fuerzas exteriores en su propio provecho, convertirse en el centro de gravedad de un nuevo proyecto supranacional que aproveche nuestra posición estratégica para articular nuevas alianzas que nuestro país puede vertebrar. Podemos ser la bisagra que articule Iberoamérica con la Europa mediterránea y el noroeste de África. Es un reto ilusionante, gigantesco, con un horizonte de despliegue por delante de doscientos o trescientos años. Es el momento de empezar a trabajar para convertir a nuestro país en el corazón del Mundo Occidental.

martes, 16 de octubre de 2018

El punto de inflexión de la Unión Europea


La primera fisura del proyecto europeo

En nuestro anterior artículo vimos someramente cómo se puso en marcha el proyecto europeo. Cómo el núcleo duro impulsor del mismo era el eje franco-alemán, como este proyecto venía de lejos; cómo, para llevarlo a cabo, se puso en marcha toda la experiencia que franceses, alemanes e italianos habían acumulado en ese sentido desde principios del siglo XIX y cómo el objetivo político estratégico perseguido a largo plazo era la creación de los Estados Unidos de Europa.
También vimos como éste tuvo que abrirse paso, en la Europa de la postguerra y de la Guerra Fría, compitiendo con otras estructuras de coordinación económica supranacionales como la EFTA y el COMECON, que perseguían unos objetivos estratégicos diferentes e incompatibles con él. Y que la posible creación de una unión política entre los europeos no era, ni mucho menos, bien recibida en la Unión Soviética, ni menos aún en los Estados Unidos de Norteamérica. También vimos la dureza de los enfrentamientos de todo tipo que tuvieron lugar en el mundo a lo largo de los 50 y los 60 y como, pese a que los actores principales durante esa época fueron los ya citados norteamericanos y soviéticos, los estados europeos de primer nivel (Francia, Alemania Occidental y el Reino Unido), desempeñaron un importante papel.
“El crecimiento económico que tuvo lugar en los países del Mercado Común Europeo entre 1957 y 1973 fue extraordinario y superó ampliamente al de sus competidores. A principios de los setenta la CEE era una potencia económica que rivalizaba, a escala mundial, con los Estados Unidos de Norteamérica y que amenazaba, además, con materializar el proyecto de los Estados Unidos de Europa. Europa había hecho su propia travesía del desierto en la época de la postguerra y se preparaba, de nuevo, a convertirse en uno de los protagonistas del futuro.”[1]
Con la llegada al poder en Estados Unidos del Complejo Militar-Industrial con el presidente Richard Nixon, se pone en marcha un poderoso plan de involución social a escala planetaria que descansaba sobre tres paradigmas teóricos complementarios:
El Neoliberalismo, en economía, el Neomalthusianismo, en demografía y el Neofeudalismo como modelo de intervención política en los países de la periferia del Sistema.”[2]
La puesta en marcha, en Europa Occidental, de los planes del Complejo Militar-Industrial fue facilitada por la desaparición del presidente francés Charles de Gaulle, como consecuencia del mayo francés de 1968:
“De Gaulle era un verdadero estorbo para los planes políticos del Complejo Militar-Industrial. Recordemos que cuando estalló la crisis del petróleo en 1973 Francia era el único país del mundo que producía más de la mitad de su electricidad con centrales nucleares y, en consecuencia, el que menos sufrió con los brutales incrementos de precios del petróleo  que tuvieron lugar entonces. A esa situación no se había llegado por casualidad. Alcanzar ese nivel de autosuficiencia energética era fruto de una planificación que venía de lejos. Charles de Gaulle se había adelantado a esa jugada, que sorprendió al resto del mundo, en más de una década.[3]
En cuanto De Gaulle desapareció de la escena, comenzó el proceso de negociación de la primera ampliación de la CEE, que abrió la puerta de la misma a tres nuevos países; Reino Unido, Dinamarca e Irlanda, los dos primeros procedentes del bloque rival de la EFTA:
“La EFTA estaba compuesta entonces por siete países (Reino Unido, Dinamarca, Noruega, Suecia, Suiza, Austria y Portugal). Su objetivo era crear una zona europea de libre comercio, sin ninguna pretensión adicional de avanzar hacia la unidad política.”[4]
El Reino Unido y Dinamarca, hasta entonces, habían sido defensores del libre comercio, dentro del viejo modelo político de los estados-nación europeos, en un contexto atlantista en el que la Europa Occidental debía actuar como fuerza subordinada, dentro del bloque del Gran Occidente, encarnado en el plano militar por la OTAN, y liderado por los Estados Unidos de Norteamérica, moviéndose en el contexto más amplio del mundo bipolar de la Guerra Fría.
Había dos modelos de Europa, claramente explicitados, compitiendo entre sí en el Occidente europeo: el de los Estados Unidos de Europa, liderados por el eje franco-alemán, que pretendía crear un nuevo proyecto político que devolviera a Europa el liderazgo y la centralidad que había perdido como consecuencia de las dos guerras mundiales y el atlantista que concebía, como hemos dicho más arriba, a Europa como un elemento subordinado del Gran Occidente. Ambos modelos compitieron apoyándose, inicialmente, en las dos asociaciones rivales de la CEE y la EFTA. Desde finales de los 60 empieza a desplegarse el modelo de integración de las dos, una vez desaparecidas de la escena las personalidades que habían defendido de manera más contundente la identidad europea frente al hegemonismo norteamericano.
La crisis económica de 1973 creó un nuevo escenario político de ámbito mundial. En economía, el expansivo paradigma keynesiano es reemplazado por el neoliberal, claramente involutivo. Al cerrar el grifo de la energía los poderes fácticos planetarios nos reorientan a todos hacia la economía de la escasez y cortan las alas a los proyectos expansionistas emergentes que estaban surgiendo por todo el mundo y que tenían a los países de la CEE y a Japón como sus puntas de lanza más destacadas.
La entrada del Reino Unido y de Dinamarca en la CEE frena el proceso de integración política de la misma desde el primer momento. Entre el librecambismo de los antiguos países de la EFTA y el proyecto de los Estados Unidos de Europa franco-alemán se sitúan los países del Benelux, actuando como fulcro de la balanza. La llegada al gobierno en el Reino Unido de Margaret Thatcher (1979) elevará aún más la tensión dentro del bloque, ya que ella era en ese momento histórico la punta de lanza más destacada, a nivel mundial, tanto del neoliberalismo como del atlantismo.
Luego vendrán la Segunda (Grecia, 1981) y la Tercera Ampliación (España y Portugal, 1986). La España de Felipe González se alineará, claramente, con el eje franco-alemán desde el primer momento. Portugal y Grecia también son partidarias, aunque no de una forma tan militante, del modelo de integración política. Las tensiones entre las dos “sensibilidades” se agudizan en la década de los ochenta y los enfrentamientos fueron bastante agrios, sobre todo en la época en la que Jacques Delors fue presidente de la Comisión Europea (1985-1995). Es en ese momento cuando se empieza a hablar de la “Europa de las dos velocidades”. La posibilidad de un abandono del Reino Unido (donde el número de los euroescépticos no deja de crecer) de la Unión Europea empieza a visualizarse. 
También empezó a hablarse de la creación de un ejército específicamente europeo, que se percibe como necesario por parte de los partidarios de la integración política. Con ese objetivo se intentó revitalizar una vieja organización militar europea (La Unión Europea Occidental), puramente testimonial, que integraba a los seis socios fundadores de la CEE más el Reino Unido desde los años 50 y en la que ingresaron España y Portugal en 1990. La citada organización se disolverá, formalmente, en 2011.
En 1979 se puso en marcha la “Unidad de Cuenta Europea” (ECU, por sus siglas en inglés), una moneda virtual, utilizada en la contabilidad comunitaria, que pretendía ser el embrión de una futura moneda europea. 
Y mientras tanto, fuera de la Unión Europea estaban teniendo lugar acontecimientos políticos de gran calado que tuvieron una repercusión inmediata en el equilibrio de poder comunitario. La caída del Muro de Berlín, en 1989, la desintegración de la Unión Soviética, la desaparición de la organización militar del Pacto de Varsovia y económica del COMECON, así como el estallido de las guerras yugoslavas, lo cambiaron todo y rompieron todos los equilibrios internos.
Como consecuencia de la caída del Muro de Berlín se produjo un vertiginoso proceso de unificación alemana que convirtió, de facto, a ésta en la Cuarta Ampliación Comunitaria. La “reunificación” alemana fue una absorción de la segunda por parte de la primera. Desde el principio se dio por supuesto que la Constitución de la Alemania unificada era la de la RFA, que la capital seguía estando, de momento, en Bonn, que la moneda era la de la RFA y que el país se seguía llamando República Federal Alemana. Los alemanes orientales, un día determinado, se levantaron como ciudadanos de la RFA.
Y como la RDA era un país “comunista”, en el que la economía estaba estatalizada, de un día para otro toda la economía del país pasó a manos de su nuevo poder político: el estado capitalista de la RFA, que diseñó una transición ad hoc para esos territorios que terminó subastando al mejor postor todo el tejido industrial de la Alemania comunista.
La absorción de la RDA por la RFA fue una ampliación de la CEE por la puerta de atrás. Entraba en el club un país de 15 millones de habitantes (más poblado que Holanda, Bélgica, Portugal, Grecia, Dinamarca, Irlanda o Luxemburgo) ¡¡sin negociación alguna!! con los 12 miembros de la CEE, sin mecanismos de compensación, sin períodos transitorios de adaptación, como se había hecho en el resto de ampliaciones que habían tenido lugar hasta entonces. Sin tiempo para adaptar legislaciones que amortiguaran sus brutales efectos.
La Alemania Federal puso al resto de países de la CEE ante hechos consumados. Les impuso una ampliación de facto y, como consecuencia, esto produjo desajustes en la distribución de los diferentes fondos estructurales de la Unión, dado que la media del PIB europeo bajó como consecuencia de la incorporación de los landers de la antigua RDA, que éstos pasaron a situarse entre las regiones beneficiarias de los mismos y que su cuantía económica no se incrementó de manera significativa. En conclusión, el mismo dinero para repartir entre más y las condiciones para optar a ellos se endurecieron. ¿Qué país europeo salió más perjudicado por esto? ¡España! Algunas regiones españolas que hasta entonces se situaban ligeramente por debajo del umbral que las convertía en beneficiarias de esos fondos subieron por encima del mismo y los perdieron, ya que la media en base a la cual se hacían los cálculos había bajado. Y las que seguían teniendo acceso a los mismos vieron reducirse su importe, ya que ese dinero había que repartirlo entre más gente. Eso significó que una parte de la factura de la reunificación alemana la pagamos los españoles en términos de reducción de subvenciones europeas.
Y la absorción de la Alemania Oriental fue solo el comienzo. La disolución del COMECON fue haciendo que la mayor parte de sus antiguos miembros pidieran el ingreso en la CEE que, a partir de 1993, pasó a llamarse Unión Europea. Como éstos sí iban a negociar su ingreso, tal y como habían hecho antes españoles, portugueses y griegos, había gran interés en formar parte de la mesa negociadora, ya que estaba en juego la posible participación de centenares de grandes empresas occidentales en los procesos de privatización pendientes en todos los países del este. Como consecuencia nuevos países de la EFTA llamaron a la puerta (Suecia, Noruega, Finlandia y Austria). En 1995 se produjo la quinta ampliación, de la que Noruega, fiel a sus viejas tradiciones, se descolgará en el último momento, como consecuencia de un nuevo referéndum, repitiendo así la jugada 22 años después.
En paralelo a este proceso tendrán lugar las guerras yugoslavas que se irán sucediendo a lo largo de la década de los 90 (guerras de Eslovenia (1991), de Croacia (1991-1995), de Bosnia-Herzegovina (1992-1995) y de Kosovo (1998-1999)) y que tendrán una gran repercusión en las relaciones de poder dentro de la Unión Europea. Durante las primeras fases de las mismas se produjo un claro enfrentamiento estratégico entre alemanes, por un lado, que apostaron desde el primer momento por la desintegración del estado yugoslavo y franceses y británicos que, inicialmente, intentaron frenar ese proceso. Los norteamericanos respaldaron abiertamente las posiciones alemanas, lo que llevará a los franco-británicos a terminar aceptando los hechos consumados que se estaban produciendo sobre el terreno.
Mientras tanto las empresas occidentales se extienden por los países del Este de Europa y se adueñan de las joyas más preciadas de su industria (la Skoda checa es absorbida por la Volkswagen alemana, la Dacia rumana por la Renault francesa, etc.)
Es en este contexto político en el que aparece la moneda de la Unión Europea (el Euro), fruto de un acuerdo que tuvo lugar en Madrid el 16 de diciembre de 1995. En 1999 sustituirá a la Unidad de Cuenta Europea (ECU) y en 2002 entrará en circulación, reemplazando a 12 monedas nacionales previas. Hoy es la moneda oficial de 19 países de la Unión. 
El euro será puesto en circulación por el Banco Central Europeo, una institución que había nacido a imagen y semejanza del Bundesbank alemán. Como éste, será independiente de los poderes comunitarios. En la nueva Europa que se está creando, al modelo del equilibrio de poderes de Montesquieu (ejecutivo, legislativo y judicial) se le añade una nueva pata: la entidad emisora de moneda. Los estados que se incorporan a la eurozona han perdido la capacidad de dar instrucciones al banco emisor, que hasta ese momento tenían. El viejo recurso a la emisión de papel moneda (del que tanto la España de Franco como la de Suárez usaron para capear la crisis económica de 1973) se había perdido. La siguiente gran crisis (la de 2008) será enfrentada sin esa capacidad de maniobra por parte de los estados o del “nuevo estado” emergente llamado Unión Europea. Esto puso a los diferentes gobiernos, en especial a los de los países periféricos, al pie de los caballos, dejándolos a merced de los bancos privados.
El sistema de financiación que el Banco Central Europeo diseñó es un mecanismo que convierte a los bancos privados en los intermediarios entre éste y los gobiernos a los que debiera respaldar. El BCE presta a los bancos el dinero y estos, a su vez, se lo prestan a los gobiernos, con un pequeño margen de beneficio. Está prohibida la financiación directa del BCE a los estados de la Unión. Esto refuerza el papel de las élites financieras europeas, puesto que son capaces de administrarles a sus respectivos gobiernos el flujo del dinero.
Con esta estructura fue con la que la Unión Europea se enfrentó con la sexta ampliación (2004) en la que entrarán en la Unión ocho países de la antigua Europa comunista (Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría y Eslovenia) y los dos más pobres de la EFTA (Malta y Chipre). Diez nuevas absorciones que nos recuerdan en parte a la germano-oriental, aunque ya lo hacen a través de un mecanismo más reglado y previo pacto entre todas las partes. Después de 2004 ya no queda en la Unión nada del espíritu de los que pretendían crear los Estados Unidos de Europa. Está surgiendo un modelo jerárquico, con países de primera clase  (Alemania), de segunda (Francia, el Benelux, Austria, Reino Unido y los escandinavos) y de tercera (los demás), regido por un modelo atlantista que se coordina con la OTAN y que está actuando de una manera cada vez más agresiva fuera de sus propias fronteras. 
Poco después se producirá la séptima (Rumanía y Bulgaria en 2007) y octava (Croacia en 2013) ampliaciones siguieron profundizando en ese modelo. Antes de estas tres últimas ampliaciones se propondrá la Constitución Europea, aprobada en junio de 2003,  firmado por los jefes de gobierno en octubre de 2004 y por el Parlamento Europeo en enero de 2005. Durante el proceso de ratificación por los diferentes estados, a lo largo de 2005 y 2006, será rechazada en referéndum en Francia y en Holanda (bastaba que un sólo estado lo hiciera para que no entrara en vigor, por la famosa regla de la unanimidad). España estaba en la lista de los países que la ratificaron, con un 76,7% de votos a favor, pero con una participación del 42,33%. Es decir, que sólo el 32,46% del electorado votó a favor... ¡la tercera parte del censo! La Constitución que no se aprobó será, finalmente, reemplazada por el Tratado de Lisboa (diciembre de 2007). 
El complicado sistema de toma de decisiones instaurado en la Unión Europea, que facilita los bloqueos en las decisiones importantes y que eterniza las negociaciones, el poder de los grandes lobbies empresariales, el escaso poder de los órganos centrales de decisión de la Unión, el dumping social practicado por algunos de los estados que componen la Unión, la subasta a la baja de los impuestos empresariales, la inexistencia de un ejército europeo o de una política exterior común, la asimetría del peso relativo entre los diferentes estados que la componen en el sistema de toma de decisiones y la propia heterogeneidad de los 28 en términos culturales, históricos, económicos y políticos, apuntan de manera cada vez más clara hacia una dinámica de disgregación.
Y es en este contexto político en el que el Reino Unido, el estado que lideró la EFTA en los años 50 y 60, planteó el referéndum para la salida de la Unión Europea, que se llevó a cabo en 2016, popularmente conocido como “Brexit”. El Brexit fue un torpedo que impactó bajo la línea de flotación de una maltrecha Unión Europea que cada vez ilusiona a menos gente, es el pistoletazo de salida del proceso de desintegración europea cuyo efecto los poderes financieros comunitarios están intentando ralentizar. La previsible salida del Reino Unido de la Unión Europea en 2019 marcará un precedente que otros usarán después. Cuando el Reino Unido salga –dentro de unos meses- de la Unión Europea todo el mundo observará con lupa ese proceso. Y si la jugada le sale medianamente bien, seguro que tendrá emuladores.
Nigel Farage, líder del Partido del Brexit

2019 será un año decisivo. Marcará, con toda probabilidad, un punto de inflexión en la historia de la Unión Europea. La evolución de los acontecimientos que ya están programados hará que el devenir futuro de la misma se oriente en una o en otra dirección. Las fuerzas disgregadoras que la Unión lleva dentro podrán acelerar su marcha (si el Brexit sale bien) o la frenarán (si sale mal). Pero la utopía de una futura unión política europea ya está, desde luego, muerta y enterrada.

miércoles, 1 de agosto de 2018

El proyecto de los Estados Unidos de Europa


“Los Tratados de Roma, firmados el 25 de marzo de 1957, son dos de los tratados que dieron origen a la Unión Europea. Fueron firmados por Alemania Federal, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo, y los Países Bajos.

El primero estableció la Comunidad Económica Europea (CEE) y el segundo la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA o Euratom). Ambos tratados junto con el de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), dieron origen posteriormente a las Comunidades Europeas.”[1]

La puesta en marcha de la Comunidad Económica Europea, en 1957, marca el punto de arranque del último de los proyectos eurípetos, tal y como hemos estado viendo en nuestros últimos artículos.
Hace seis años dijimos:

“La vieja Europa, como los pueblos del Oriente Medio, tiene una larga historia detrás. Estamos viviendo un nuevo espejismo europeísta, como el de Carlomagno, como el de los otones, como el de Carlos V, Napoleón o Hitler. El actual es el enésimo intento de unificar nuestro continente. Ninguno de los anteriores fue capaz de sobrevivir a la generación que lo intentó. Ahora me gustaría que contemplaran dos mapas. El primero de ellos es el del Imperio de Carlomagno, a principios del siglo IX:


Imperio Carolingio. Los territorios sometidos a su autoridad son los representados en color rosa y en color verde. Los amarillos son estados aliados, pero independientes.

Ahora contemplen los países fundadores del Mercado Común Europeo:


Conclusión: 1150 años después, los mismos están intentando lo mismo.

¿Cuál será el resultado final de este nuevo intento unificador? Quisiera ser optimista, pero lo que es obvio es que los modos cada vez son más autoritarios. Como todos los intentos anteriores. La deriva autoritaria cada vez nos recuerda más a la Europa de Carlos V o, incluso, a la de Napoleón. Y ya sabemos cómo acabaron esas historias.”[2]

También venimos diciendo desde hace tiempo que la Historia se mueve en espiral y que hay una serie de procesos recurrentes que se repiten una y otra vez en cada uno de los diferentes espacios geográficos de nuestro planeta y que, en el caso europeo, renueva cada cierto tiempo este intento de crear una unión continental partiendo de ese eje franco-alemán, intento que no suele durar más de dos o tres generaciones, rompiéndose después.
En el anterior artículo volvimos a mostrar el esquema de la estructura de poder europea surgida tras la Guerra de los Treinta Años y en la que, como recordará, dijimos que cada uno de los países que forman parte del sistema representa, dentro de él, un rol diferente.
Si nos centramos en los seis países fundacionales de la CEE vemos que tanto Francia como Alemania han desempeñado históricamente el papel que hemos dado en llamar “potencias continentales”, desde donde han ido surgiendo, de manera alternativa, los diferentes intentos de crear imperios eurípetos.
Los países del Benelux (Bélgica, Holanda, Luxemburgo), en cambio, han formado parte del cordón separador que las “potencias diplomáticas” (particularmente Inglaterra) han utilizado para romper la unidad continental, heredando así lo que en su día llamamos “función borgoñona”. Recordemos como los duques de Borgoña fueron capaces, a lo largo de la Edad Media, de sostener una poderosa estructura política que aisló, durante casi un milenio, de manera bastante eficaz, a franceses de alemanes, y que en el sostenimiento de esa estructura fue determinante la intervención diplomática del Papado, que usó al Ducado de Borgoña como brazo armado durante siglos, y desde dónde surgieron tanto el proceso de renovación ideológica que encarnó la orden cluniacense (los “ingenieros sociales” del Medievo, como dijo Américo Castro) como el germen de las órdenes de caballería que permitirían al Papa intentar la magna operación político-militar que conocemos como “las cruzadas” y que, en última instancia, pretendía crear un estado teocrático europeo, al poner a los militares bajo la influencia directa de la Iglesia.
También recordarán que los duques de Borgoña heredaron, a su vez, la  función desempeñada por un efímero estado anterior (La Lotaringia), que a su vez se montará sobre el viejo “Limes Renano”, es decir, el tramo de la frontera que los romanos fortificaron en el margen occidental  del Rhin.
El declive evidente que el Papado va sufriendo desde el Cisma de Occidente y la emergencia, en paralelo, de Inglaterra al norte del Canal de la Mancha, han hecho que bascule hacia el norte la “función borgoñona” y se sitúe en la actualidad sobre la cuña que forman los tres países del Benelux, dentro de los cuales Holanda es el más activo de todos, ya que en el pasado fue el núcleo de uno de los imperios eurífugos y ejerce su función separadora entre las dos potencias continentales por propia convicción.
El papel que desempeña Italia en este conjunto es más complejo y, también, más ambiguo. Ya expusimos lo que pensábamos acerca de ella en “La debilidad estructural italiana”[3]. En ese artículo dijimos que dicho país, en realidad, está compuesto por tres espacios políticos diferentes: El norte, heredero político de las repúblicas independientes septentrionales, con una clara vocación europea, que estuvo vinculado hace siglos tanto con el reino de la Lotaringia como con el Sacro Imperio, y que desempeñó un papel, igualmente, en el proyecto hegemonista de Carlos V. En pricipio pretende actuar de fulcro de la balanza entre alemanes y franceses aunque, cuando llegue su momento, se alineará con el cordón separador, como ha venido haciendo tradicionalmente.
El centro de Italia, históricamente encuadrado en los territorios pontificios jugó, en su momento, el papel de potencia diplomática, y utilizó la preeminencia moral que le dio ser la sede del Papado, para desempeñar un papel parecido al que hoy pueda estar ejerciendo Inglaterra.
Y en el sur, el viejo reino de las Dos Sicilias, más Cerdeña, han estado muy vinculados históricamente con el mundo mediterráneo y con las dinámicas surgidas en ese ámbito.
Esta pluralidad de funciones que los italianos desempeñan tensiona su estructura y la convierte en uno de los eslabones más débiles del proyecto europeo. La Comunidad Económica Europea pretendía en sus orígenes replicar, en el ámbito europeo, el proceso histórico que dio lugar al Imperio Alemán. Como recordará la Unión Aduanera Alemana (fundada en 1834), creó “un mercado interno unitario para la mayoría de los estados alemanes”[4]. Esa unión económica se convertirá en una unión política en 1867 cuando se transformó en la Confederación Alemana del Norte, “un verdadero estado ya, breve preámbulo de lo que en 1871 se convertiría en el Imperio Alemán[5]. El objetivo era que, a medio plazo, la CEE terminara dando lugar a los Estados Unidos de Europa, lo que podía ser el preludio de la aparición de una de grandes potencias del siglo XXI.
Desde 1957 empieza su andadura este proyecto, que se enfrenta, desde sus orígenes, con el modelo rival alternativo que encarna la EFTA (La “Asociación Europea de Libre Comercio”), liderada por Inglaterra.
La EFTA estaba compuesta entonces por siete países (Reino Unido, Dinamarca, Noruega, Suecia, Suiza, Austria y Portugal). Su objetivo era crear una zona europea de libre comercio, sin ninguna pretensión adicional de avanzar hacia la unidad política. Salvo Suiza y Austria, son estados periféricos en el ámbito europeo desde el punto de vista geográfico, que sabían que en unos hipotéticos Estados Unidos de Europa tendrían un menor peso político que el que desempeñaban en la Europa de los estados-nación. Algo semejante ocurre en el caso suizo, país muy remiso a colaborar con ningún tipo de estructura supranacional que pudiera poner coto a sus secretos bancarios (entró en la ONU...  ¡¡en 2002!!. Concedieron el derecho de voto a las mujeres... ¡¡en 1971!! Sí. Fue el último país de Europa en hacer ambas cosas. A los suizos nunca les gustó que los supervisaran desde fuera) y también en el Austria de la postguerra, que fue dividida en 1945 en trozos entre los vencedores de la guerra, como Alemania, pero que consiguió reintegrar después todas sus partes (incluida la soviética) a cambio de comprometerse a mantener una estricta neutralidad política y a no formar parte de ninguno de los bloques que se estaban formando en ese momento.
Detrás de la idea de los Estados Unidos de Europa estaban, obviamente, tanto los nacionalistas franceses como los alemanes, que habían sufrido un duro golpe en sus mutuas ambiciones hegemonistas como consecuencia de las dos guerras mundiales. Ambas partes hicieron autocrítica y llegaron a la conclusión de que en el mundo de la postguerra la rivalidad franco-alemana resultaba suicida y los colocaba en el centro de un futuro campo de batalla entre soviéticos y norteamericanos.
A los países del Benelux y a Italia les interesaba el proyecto porque sabían que su alternativa (la rivalidad franco-alemana) les convertía a ellos, a su vez, en el espacio de confrontación entre ambos actores, como había sucedido en las dos guerras anteriores. El Occidente de la Europa continental decidió que la mejor manera de dejar atrás los fantasmas del pasado reciente era olvidar sus viejas rivalidades nacionales y ponerse a colaborar.
Más hacia el este se encontraban los países que al término de la Segunda Guerra Mundial habían quedado en el área de influencia soviética y que crearon, a su vez, otra organización semejante: El COMECON (“Consejo de Ayuda Mutua Económica”, 1949), formada por la Unión Soviética, Polonia, Alemania Oriental, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria. Tenemos, por tanto, tres organizaciones supranacionales de coordinación económica compitiendo en Europa. Una en el Este y las otras dos en el Oeste. Estas organizaciones económicas coexistían con las dos alianzas militares que se habían formado en la Europa de la postguerra: La OTAN (“Organización del Tratado del Atlántico Norte”, 1949) y el Pacto de Varsovia (“Tratado de Amistad, Colaboración y Asistencia Mutua”, 1955). En el Este ambos espacios de actuación (el económico y el militar) se superponían, es decir, estaban compuestos por los mismos estados. El liderazgo de la Unión Soviética se ejercía de la misma manera en los dos. En el Oeste había unidad aparente en el plano militar (casi todos estaban encuadrados en la OTAN), pero diferentes estrategias en el ámbito económico. La Europa Occidental, como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, había quedado subordinada, en el plano militar, a la hegemonía norteamericana. La espada de Damocles que pendía sobre todos los europeos (la posibilidad del estallido de la Tercera Guerra Mundial entre soviéticos y norteamericanos sobre suelo europeo en la que se emplearían, además, armas atómicas) y el recuerdo reciente de la Segunda, les había quitado las ganas a sus habitantes de poner en discusión el modelo de la Guerra Fría.
Sin embargo, el hegemonismo norteamericano no resultaba tan indiscutido en el ámbito económico. Recordemos que Alemania, aunque derrotada en el campo de batalla, seguía teniendo un inmenso capital humano que le podía permitir recuperar una parte de su viejo poder económico. No debemos olvidar que antes de la Segunda Guerra Mundial este país era el más avanzado del mundo desde el punto de vista tecnológico (buena parte de los inventos, tanto norteamericanos como soviéticos, de la postguerra fueron posibles gracias al encuadramiento de los científicos alemanes en sus respectivos equipos de trabajo). Además, en Europa seguían estando las metrópolis de varios imperios ultramarinos (Reino Unido, Francia, Holanda, Bélgica, Portugal). Era obvio que, todavía, los europeos tenían importantes bazas que jugar para intentar recuperar, gradualmente, el poder perdido.
Así pues, desde principios de los cincuenta se vienen librando, en el occidente europeo, un sordo enfrentamiento entre dos proyectos de desarrollo económicos alternativos: uno más atlántico, liderado por Inglaterra, encarnado por la EFTA, que se articula mejor con el hegemonismo norteamericano imperante en el mundo occidental pero que en el ámbito europeo es periférico, y otro continental, la Comunidad Económica Europea, dirigido por el eje franco-alemán, que se dispone a iniciar una carrera de resistencia que pueda permitirle a sus estados fundadores recuperar el protagonismo político que las dos guerras mundiales les había arrebatado y para la cual empiezan a desplegar toda la experiencia histórica acumulada desde principios del siglo XIX en los procesos unificadores alemán e italiano, así como en el fallido proyecto francés del II Imperio.
El crecimiento económico que tuvo lugar en los países del Mercado Común Europeo entre 1957 y 1973 fue extraordinario y superó ampliamente al de sus competidores. A principios de los setenta la CEE era una potencia económica que rivalizaba, a escala mundial, con los Estados Unidos de Norteamérica y que amenazaba, además, con materializar el proyecto de los Estados Unidos de Europa. Europa había hecho su propia travesía del desierto en la época de la postguerra y se preparaba, de nuevo, para convertirse en uno de los protagonistas del futuro. Por el camino se habían quedado los imperios ultramarinos. Todas la antiguas colonias europeas se habían independizado, muchas de ellas de manera pacífica, pero otras de forma violenta de la mano de varias decenas de movimientos de liberación nacional en diversos países de África y de Asia, que habían recibido ayuda y asesoramiento de soviéticos o de norteamericanos. No obstante, los países europeos asumieron con rapidez la naturaleza del nuevo modelo económico internacional que permitía a sus viejas colonias independizarse políticamente pero las mantenía subordinadas económicamente, y en la mayoría de las francesas, inglesas o belgas serán las propias metrópolis las que organicen la independencia política, pero asegurándose de crear, en el proceso, mecanismos de dependencia económica que les permitiera seguir ejerciendo sus viejos papeles de potencias coloniales aunque con nuevas formas más acordes con los nuevos tiempos.
1973 fue un año decisivo en la Historia de la Humanidad. Ese año marcó el punto de inflexión en el que mundo pasó de los modelos de desarrollo expansivos de la postguerra a los involutivos de finales del siglo XX, que vendrán determinados por la implantación de tres paradigmas teóricos: el Neoliberalismo, en economía, el Neomalthusianismo, en demografía y el Neofeudalismo como modelo de intervención política en los países de la periferia del Sistema.
A lo largo de la década de los sesenta la lucha entre las diversas facciones que competían por el poder mundial se recrudeció y la tensión que esto provocó estuvo a punto de llevar a la Humanidad hacia un nuevo holocausto. Hubo momentos en los que pareció que el estallido de la Tercera Guerra Mundial era inminente, como la Crisis de los misiles cubanos (octubre de 1962) o la Crisis de Berlín (1961). Las guerras de Indochina (1946-1954), Corea (1950-1953), Argelia (1954-1962), Katanga (1960-1963), Vietnam (1955-1975) o las de los “Seis días” (1967) y Yom Kipur (1973) entre árabes e israelíes tensaron al límite el equilibrio de poder de la Guerra Fría.
Pero, aunque la rivalidad entre soviéticos y norteamericanos siempre aparecía en la escena como la causa de fondo principal de todos estos enfrentamientos, en un segundo plano, larvados, los antiguos nazis se habían transmutado y seguían actuando en la sombra por todo el mundo. Los nacionalistas franceses (con Charles de Gaulle al frente), tampoco se quedaban atrás, y los poderosos servicios de inteligencia británicos, por un lado, e israelíes, por el otro, completaban el cuadro.
Siempre hubo antiguos nazis moviendo los hilos en el Oriente Medio, frente al Mosad israelí. Estaban en Egipto, en Siria, en Libia y en Irak. También en la Guerra de Katanga y en todos los proyectos que tuvieran que ver con la carrera espacial (recordemos que el director del Centro Marshall de Vuelo Espacial de la NASA desde 1960, Wernher von Braun, era un antiguo nazi, de las SS, que trabajó en la famosa base alemana de Peenemünde), con la aeronáutica, la balística o con las armas atómicas (tanto los oficiales como los “fallidos”, que hubo varios). También había antiguos nazis en cualquier lugar del mundo donde hubiera fuerzas mercenarias combatiendo, al menos entre 1950 y 1980. Si no tenemos estos datos en cuenta hay determinados episodios de esa época que resultan incomprensibles.


Escenas de la vida de Wernher von Braun: La primera foto está tomada en la base alemana de Peenemünde, en 1941. La segunda cuando se entregó al ejército estadounidense el 3 de mayo de 1945. La tercera hablando con el presidente Kennedy en Redstone Arsenal (1963). Y la cuarta en su despacho del Marshall Space Flight Center, en Huntsville (Alabama), en mayo de 1964 con varios modelos de sus cohetes (Fuente Wikipedia).

Foto de familia de los científicos que participaron en la “Operación Paperclip”, el operativo de los servicios de inteligencia norteamericanos que reclutó a todos los científicos alemanes que estuvieron dispuestos a trabajar para los Estados Unidos después de la II Guerra Mundial a cambio de blanquearle el currículum. No están todos (eran más de 700). He remarcado a Wernher von Braun. Los soviéticos también montaron una operación equivalente (Fuente Wikipedia).

Hay una clara percepción de que entre 1960 y 1973 se produjo un potente ajuste de cuentas entre los poderes fácticos de nuestro mundo. Ya puse el foco en la trama norteamericana en el artículo “El complejo militar-industrial”[6]. Esta fue la época de los grandes magnicidios políticos (John F. Kennedy (1963), Malcolm X (1965), Robert F. Kennedy (1968), Martin Luther King (1968), Gamal Abdel Nasser (1970), Salvador Allende (1973)... ).Ya hemos hablado de las crisis de Berlín y la de los misiles cubanos. En 1968 los tanques rusos invaden Checoslovaquia. También en 1968 tiene lugar el mayo francés, que tendrá como consecuencia la muerte política de Charles de Gaulle, el que sacó a Francia de la estructura militar de la OTAN, el que exigió la conversión en oro de las reservas francesas de dólares, el que dijo que el Reino Unido no entraría en la Comunidad Económica Europea mientras él pudiera impedirlo, el que hablaba de una Europa unida “desde el Atlántico hasta los Urales” (una frase que causaba escalofríos en los Estados Unidos).
De Gaulle era un verdadero estorbo para los planes políticos del Complejo Militar-Industrial. Recordemos que cuando estalló la crisis del petróleo en 1973 Francia era el único país del mundo que producía más de la mitad de su electricidad con centrales nucleares y, en consecuencia, el que menos sufrió con los brutales incrementos de precios del petróleo  que tuvieron lugar entonces. A esa situación no se había llegado por casualidad. Alcanzar ese nivel de autosuficiencia energética era fruto de una planificación que venía de lejos. Charles de Gaulle se había adelantado a esa jugada, que sorprendió al resto del mundo, en más de una década.


Charles de Gaulle
En 1972 será elegido Secretario General de la ONU Kurt Waldheim, otro antiguo nazi, en este caso austriaco, que permanecerá en el cargo hasta 1981. Ya vimos como Richard Nixon, el primer presidente norteamericano que podemos alinear inequívocamente con la facción que Eisenhower llamó “El Complejo Militar-Industrial”[7] tomará posesión de su cargo el 20 de enero de 1969. Con él se inicia la transición desde los modelos de desarrollo expansivos de la postguerra hasta los involutivos de los neoliberales, los neomaltusianos y los neofeudales. 1969 también fue el año de la llegada del hombre a La Luna, la culminación de uno de los sueños de la postguerra. La cuerda se estaba tensando al límite, pero no entre los soviéticos y los norteamericanos, como nos presentaban los medios de comunicación de masas, sino entre las diversas maneras de entender el mundo que se manejaban en la cúpula dirigente mundial.
1973, como dijimos más arriba, fue el año decisivo. En él sucedieron una serie de acontecimientos que, si los conectamos entre sí, veremos que cambiarán para siempre el curso de la historia.
Ya dijimos que en 1972 vio la luz el libro “Los límites del crecimiento”[8], que viene a ser algo así como un manifiesto, un aviso de lo que venía. ¿Cómo iba nadie a imaginar que tres años después de llegar a La Luna se iba cancelar el programa Apolo? ¿Que en el momento cumbre del mayor nivel de desarrollo económico que la Humanidad había conocido un puñado de jeques árabes, aliados de los norteamericanos, iban a desencadenar una crisis que diera al traste con él sin que nadie hiciera nada para impedirlo? ¿Que los grandes artífices del proyecto de los Estados Unidos de Europa desaparecieran todos de la escena política en unos pocos años? ¿Que los países más destacados de la EFTA entrarían en el Mercado Común Europeo y pusieran en marcha desde dentro potentes mecanismos de desactivación del proyecto de unión política europea? ¿Que una Iberoamérica próspera y democrática se convertiría, en sólo una década, en un bloque de estados autoritarios regidos por dictaduras, desde las selvas de Guatemala hasta la Tierra del Fuego? ¿Que se iban a poner en marcha proyectos de control de la población en todas las áreas geográficas de nuestro mundo, adaptándose en todas partes a la idiosincrasia local, en el mismo periodo de tiempo? ¿Que los contendientes en las diferentes guerras civiles libradas en los países de la periferia del Sistema, a partir de los años 80 dejaron de buscar, de facto, la derrota del bando enemigo y se dedicaron a provocar la desintegración política de su propio país, cuyos trozos se repartían entre los “señores de la guerra”, como sucedió en Líbano en los 80, y en Somalia, Irak, Yugoslavia, Afganistán, Libia, Siria, Yemen...?
Estábamos hablando de Europa. Aunque siempre que se aborda cualquier escenario histórico hay que ponerlo en relación con el resto de acontecimientos que están teniendo lugar en ese momento. Hay que contextualizar los procesos históricos para poder entenderlos.
La primera ampliación del Mercado Común Europeo se empieza a negociar una vez defenestrado Charles de Gaulle. En ella debían entrar tres países de la EFTA (Reino Unido, Dinamarca y Noruega. Al final Noruega se descolgó, cuando ya había sido admitida en el club, como consecuencia de un referéndum popular, que tumbó el acuerdo), además de Irlanda.
El 1 de enero de 1973, el principal adalid del libre comercio, El principal enemigo de los Estados Unidos de Europa, el “Caballo de Troya” antieuropeo como lo llamó Charles de Gaulle, el Reino Unido de la Gran Bretaña y Norte de Irlanda, entrará como miembro de pleno derecho en la CEE, con un escudero llamado Dinamarca. Dentro les estaba esperando Holanda. Comienza el proceso de desactivación de un proyecto político que venía de lejos y que amenazaba con cambiar la historia del siglo XXI. Pero de eso hablaremos en nuestro próximo artículo.