Los liberales españoles del siglo XIX han tenido una gran
influencia en el desarrollo de los procesos históricos del mundo contemporáneo,
aunque sólo sea porque fueron los precursores ideológicos de la mayoría de las
fuerzas políticas hispanoamericanas del siglo XIX y de muchas de las del XX.
La reacción popular que se desencadenó contra la penetración de
los ejércitos napoleónicos en nuestro país a partir de 1808 no tardó en
articular una respuesta ideológica que fue concretándose durante los cuatro primeros años de la resistencia gaditana.
El liberalismo español, como el resto de expresiones ideológicas
que nuestro país ha ido desarrollando a lo largo del tiempo, toma prestados
conceptos e identidades nacidos en otros espacios geográficos, pero después los
reelabora y adapta a nuestras condiciones ecológicas y geográficas, de tal
manera que lo que termina saliendo posee unas características muy específicas,
que tiene una lógica interna muy diferente a la del modelo al que se supone que
replica.
La
primera fuerza política española contemporánea
Los liberales heredan buena parte de los contenidos de los
revolucionarios franceses de 1789. También se hacen eco del discurso de los
ilustrados del siglo XVIII, que en 1808 se vieron obligados a elegir entre la
revolución desde arriba que encarnaban “los afrancesados” o la
revolución desde abajo que defendían los liberales.
Si sumáramos los efectivos de todos los afrancesados y liberales,
juntos, seguían siendo una ínfima minoría dentro del conjunto de la población
española de principios del XIX. Pero… ¡Qué minoría! En sus filas militaban los
más activos, los más cultos, los más comprometidos con el cambio social. Eran
la vanguardia política, intelectual, cultural… trabajando para crear una nueva
sociedad en medio de los escombros de la guerra.
Cuando la Grande Armée napoleónica arrincona en el bastión
gaditano a lo que seguía en pie del ejército español, el conservador Consejo
de Regencia será desbordado por la población que se había refugiado allí,
como pasó en Madrid el 2 de mayo de 1808 y en Zaragoza el 25 de ese mismo mes.
La gestión de un vacío político
La aparición de los liberales en el panorama político español es
la consecuencia de la quiebra del Antiguo Régimen en nuestro país. Cuando
hablamos del Imperio Romano vimos como las invasiones bárbaras no eran la
causa, sino la consecuencia, de la involución social que se produjo en el Bajo
Imperio. Los bárbaros siempre estuvieron al otro lado de los correspondientes “limes”.
Los que cambiaron no fueron ellos, sino los que tenían que defender las
fronteras exteriores del mundo romano.
Pues algo parecido ocurrió con el Antiguo Régimen: ¡se suicidó!
No lo mataron sus adversarios políticos. Éstos se limitaron a cubrir, de
manera paulatina, el vacío que los residuos de aquél estaban dejando.
Por debajo de la superestructura del Antiguo Régimen español
seguía estando la España diversa, la España de siempre, plural, llena de
contradicciones entre lo más conservador y lo más progresista de su tiempo
político. Con un municipalismo poderoso, heredero de los “concejos” medievales.
Las fuerzas liberales se encargan, por todas partes, de recoger
los restos del naufragio de la estructura imperial, intentando resolver los
problemas creados por su colapso político.
Hemos venido diciendo que el impulso primigenio que dio origen a
la aparición del Imperio Español en América no vino del estado, sino de la
vanguardia militar de la sociedad española, que actuó por cuenta propia. El
estado se limitó, en sus fases iniciales, a canalizar ese impulso en su propio
provecho, ordenarlo, reglarlo…
También vimos como en 1517 se produjo un “golpe de estado” en
nuestro país, cuando coronaron rey a Carlos I, un rey extranjero, que
vino rodeado de extranjeros y que traía en mente un proyecto político
extranjero para implantar en nuestro país, el de Carlos el Temerario,
que fue convenientemente adaptado al “ecosistema ibérico” por Adriano de
Utrecht.
Para los flamencos que vinieron con los Habsburgo, al menos,
nuestro país era la tabla de salvación de su proyecto político. Necesitaban que
saliera bien, que éste mantuviera su posición de primera potencia europea que
ya tenía cuando ellos llegaron. Necesitaban que España fuera grande y poderosa,
aunque por razones muy diferentes a las que pudieran tener sus súbditos.
En 1701 se produce otro “golpe de estado”, otro cambio de rumbo.
Esta vez lo protagonizan los borbones. Los borbones eran tan extranjeros y tan
oligárquicos como los austrias, pero poseen una diferencia cualitativa con
ellos que empeora aún más la situación: No necesitan que su proyecto salga
bien, les basta con neutralizar el poder histórico del Imperio Español. Su
objetivo es convertirlo en un “gregario de lujo” (usando terminología
ciclista), absorber, en la medida en la que pudiera ser posible, las energías
de la estructura política ibérica y ponerla al servicio de la francesa. Todo su
comportamiento, a lo largo del siglo XVIII, es compatible con esta
interpretación. Y el desenlace, que tuvo lugar a principios del XIX, es su
consecuencia.
Los representantes de la “nación española”
Desde el último reducto de la resistencia contra el invasor… ¡se
convocan elecciones!… ¡en todo el Imperio español!… ¡en medio de la guerra!… En
las Cortes de Cádiz hay... ¡29 representantes de las Indias Occidentales y de
Filipinas!… También los hay de la España ocupada por los franceses. Una de las muchas tareas que abordan las “Cortes Generales y
Extraordinarias” es preparar la primera Constitución Española de la
Historia, la de 1812. Una constitución que dice que “La nación española es
la reunión de los españoles de ambos hemisferios”. Toda una declaración de intenciones…
Esta constitución es la partida de nacimiento del liberalismo
español. Un movimiento político que tendrá sus luces y sus sombras, que
cometerá muchos errores, pero que representa el comienzo de un nuevo tiempo, un
replanteamiento general de la estructura política de todo el Imperio.
Hasta 1814 la mayor parte de los esfuerzos de las instituciones
gaditanas se concentran en expulsar de España a los franceses. Una vez cumplido
ese objetivo había que volver a la normalidad, instaurar la institucionalidad
de la postguerra. La capitalidad debía volver a Madrid. El sistema político
definido por la Constitución de 1812 era una Monarquía Constitucional. Todo el
mundo esperaba la vuelta a casa de un monarca que se suponía había sido hecho
prisionero contra su voluntad y que también se presumía que era un patriota que
compartía los anhelos y los proyectos que su pueblo había estado defendiendo
con las armas durante la guerra.
El retorno del absolutismo
Pero el Fernando VII de 1814 era tan absolutista, tan autócrata y
estaba tan fuera de la realidad como el Carlos IV de 1808. Nunca se le había
pasado por la cabeza compartir el poder con ninguna institución representativa
del país. Esa era, para él, una idea propia de los “revolucionarios” franceses
que acababan de ser derrotados en el campo de batalla.
“Mi real ánimo es no solamente no jurar ni acceder a dicha
Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes [...] sino el de declarar
aquella Constitución y aquellos decretos nulos y de ningún valor ni efecto,
ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen
de en medio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y súbditos de
cualquiera clase y condición a cumplirlos ni guardarlos.”
Modesto Lafuente (1869),
Historia general de España, tomo XXVI, 2.ª ed.[1]
Las autoridades de la postguerra se niegan a aceptar las
decisiones que habían tomado las que, de facto, habían asumido el mando durante
la guerra y expulsado del país a los invasores. Como comprenderá fue una
pésima decisión porque, por más legitimidad dinástica que tuvieran los
borbones, habían ido haciendo dejación de ella durante los años previos a la
agresión francesa y, desde luego, durante la misma. Y las Cortes de Cádiz se
habían ido ganando a pulso la legitimidad que da el ejercicio del poder y el
cumplimiento exitoso de su programa político. Podían reivindicar legítimamente
la representación de una nación que se había volcado en la tarea de defender su
soberanía. Ese choque de legitimidades no podía dejar de tener consecuencias
históricas.
El
residuo fósil del Antiguo Régimen
Fernando VII formaba parte del mundo decadente, del residuo fósil
que intentaba salvar, en el resto de Europa, La Santa Alianza.
En 1815 se celebrará el Congreso de Viena, que sentará las
bases del orden político de la Europa post-napoleónica y que repondrá en el
trono a la mayor parte de los reyes que habían sido depuestos por los
revolucionarios y los bonapartistas, entre ellos las diferentes ramas de los
borbones que reinaban antes de 1789, las más importantes de las cuales eran,
indudablemente, la francesa (en la persona de Luis XVIII) y la española
(Fernando VII).
La cúspide del poder europeo de la época decretó que en nuestra
ecúmene... ¡no había pasado nada! Que los 26 años transcurridos entre
1789 y 1815 sólo habían sido un mal sueño, una pesadilla. Que había que volver
a dejar las cosas tal y como estaban antes del estallido de la revolución.
“Toda realidad ignorada prepara su venganza”, dijo Ortega y Gasset. Era obvio que los absolutistas del
Congreso de Viena y de la Santa Alianza estaban intentando poner puertas al
campo. Pero la Revolución Francesa había abierto la Caja de Pandora y
liberado las cadenas que habían estado frenando el cambio social durante siglos.
Después de ella, ya nunca nada será igual. Todos los pueblos europeos habían vivido,
de una o de otra manera, una nueva experiencia política que significaba el principio
del fin del “Antiguo Régimen”.
El
fortalecimiento de los poderes locales
Ya he dicho en otros artículos que la reacción política de la
población española ante la penetración de las fuerzas napoleónicas fue la
contraria a la que se dio en el resto de países europeos que sufrieron un
ataque semejante. En Alemania, en Italia, en Rusia… la agresión francesa
provocó un reforzamiento de las estructuras del estado. Dio más poder a las
instituciones. En España, en cambio, fortaleció a los poderes locales, abrió la
puerta a nuevos actores que hasta entonces no habían tenido mucho que decir en
el ámbito político. Este fenómeno, al otro lado del mar, en Hispanoamérica, se amplificó
mucho más, como consecuencia de la transversalidad del Imperio español de la
que hemos venido hablando en varios de nuestros artículos.
Desde 1808 se fueron constituyendo las diferentes juntas en
las capitales de toda España para articular la resistencia contra el invasor,
pero también en el resto de Hispanoamérica. “La nación española es la
reunión de los españoles de ambos hemisferios” ¿recuerda? Y en América
estas juntas ejercían el mando efectivo sobre ejércitos que controlaban
territorios inmensos. Como consecuencia, la guerra se extenderá por buena parte
de ella.
Ya describí en su día, a grandes rasgos, la evolución de los
acontecimientos militares en el Hemisferio Occidental del Imperio Español
durante la década 1810-1820[2].
El descontento contra el absolutismo borbónico fue creciendo en todas partes, incluida
la metrópoli. Buena parte de los militares y de los milicianos que habían sostenido
la resistencia contra el invasor durante la guerra se sentían traicionados, y
los conspiradores se extendían por doquier.
El
pronunciamiento de Riego
Y será el coronel Rafael de Riego el que encabece el primer
“pronunciamiento” militar de la Historia de España. Fernando VII ordenó formar
un ejército expedicionario que debía partir hacia América para combatir a las
fuerzas independentistas. Pero el 1 de enero de 1820, Riego, que estaba
al mando del segundo batallón asturiano de ese ejército, se alzó en Las
Cabezas de San Juan (Sevilla), “pronunciando” una arenga ante los suyos que
dará comienzo al periodo conocido como el “Trienio Liberal” (1820-1823):
“España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto,
ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación. El Rey,
que debe su trono a cuantos lucharon en la Guerra de la Independencia, no ha jurado,
sin embargo, la Constitución, pacto entre el Monarca y el pueblo, cimiento y
encarnación de toda Nación moderna. La Constitución española, justa y liberal,
ha sido elaborada en Cádiz, entre sangre y sufrimiento. Mas el Rey no la ha
jurado y es necesario, para que España se salve, que el Rey jure y respete esa
Constitución de 1812, afirmación legítima y civil de los derechos y deberes de
los españoles, de todos los españoles, desde el Rey al último labrador (...)
Sí, sí, soldados; la Constitución. ¡Viva la Constitución!”[3]
El
trienio Liberal (1820-1823):
El alzamiento de las fuerzas de Riego no obtuvo el apoyo que los
sublevados esperaban. Éstas se fueron dispersando por el territorio, en
previsión de un conflicto largo y correoso, parecía que se iniciaba una nueva
guerra de guerrillas, al estilo de la que había tenido lugar en la década
anterior. Pero cuando la noticia se extendió por el resto del país fueron
produciéndose nuevos levantamientos militares y el 7 de marzo la población
madrileña rodea el Palacio Real, exigiendo al rey jurar la Constitución. El día
10 el monarca publica el Manifiesto del rey a la Nación española, en el
que declara su acatamiento a la misma.
A continuación se formará un gobierno de liberales moderados, que
convocará elecciones.
“El país se vio envuelto en un largo periodo de inestabilidad
política causada por la latente desafección del monarca al régimen
constitucional y por los conflictos causados por la rivalidad entre liberales
doceañistas o moderados, partidarios del equilibrio de poderes entre Cortes y
Rey previsto en la Constitución de 1812; y veintenos, veinteañistas o
exaltados, partidarios de redactar una nueva constitución (que sería de 1820)
que dejara clara la sumisión del ejecutivo al legislativo, y del rey a la
soberanía nacional, además de propugnar una apertura mayor de las libertades y reformas
sociales (algunos de ellos, minoritarios, eran declaradamente republicanos).
[...]
Tras las segundas elecciones, que tuvieron lugar en marzo de 1822,
las nuevas Cortes, presididas por Riego, estaban claramente dominadas por los
exaltados. En julio de ese mismo año, se produce una maniobra del rey para
reconducir la situación política a su favor, utilizando el descontento de un
cuerpo militar afín (sublevación de la Guardia Real), que es neutralizado por
la Milicia Nacional en un enfrentamiento en la Plaza Mayor de Madrid (7 de
julio). Se forma entonces un gobierno exaltado encabezado por Evaristo
Fernández de San Miguel (6 de agosto).”[4]
Los
Cien Mil Hijos de San Luis
“Francia intervino militarmente en España el 7 de abril de 1823
para apoyar a Fernando frente a los liberales y restablecer el absolutismo, en virtud
de los acuerdos de la Santa Alianza. El ejército francés, denominado con el
nombre de los Cien Mil Hijos de San Luis, fue encabezado por el duque de
Angulema, hijo del futuro Carlos X de Francia. […] El ejército lo formaban
95.062 soldados, formados en cuatro cuerpos y uno de reserva. […] El
objetivo fundamental de la intervención francesa era terminar con los liberales
en el gobierno desde hacía tres años. Las fuerzas españolas leales se
enfrentaron con los franceses en Cataluña al mando de Espoz y Mina, pero no
hubo apenas reacción popular de apoyo y debieron retirarse.”[5]
Como consecuencia, el absolutismo será restaurado en España, la
mayoría de los liberales y buena parte de la intelectualidad del país tuvo que
marchar al exilio, en su mayor parte a Inglaterra. Rafael de Riego será
ahorcado el 7 de noviembre de 1823 en Madrid.
Serenos, alegres, valientes, osados...
Serenos y alegres, valientes y osados
¡Cantemos, soldados, el himno a la lid!
(Himno de Riego)
Con estas estrofas empieza el “Himno de Riego”, un líder
que se convirtió, a partir de 1820, en un símbolo y, desde 1823, en un mártir
de la lucha por la libertad en nuestro país. Este himno, con su multitud de
variantes, será cantado por todos los liberales revolucionarios del siglo XIX y
por los republicanos del XIX y del XX.
El liberalismo español tendrá que abrirse paso luchando, con las
armas en la mano, contra un absolutismo que se resiste a reconocer que su
tiempo ya había pasado y que está dispuesto a morir matando. Las guerras,
guerrillas y escaramuzas entre absolutistas y liberales, que a
partir de 1833 serán llamados respectivamente “carlistas” e “isabelinos”,
atraviesan todo el siglo XIX y proyectarán su herencia sombría sobre la España
del siglo XX.
“El movimiento insurreccional absolutista [en
1821] llegó a reunir un ejército de 30.000 hombres al que se denominó Ejército
de la Fe. En él había personas de diversa índole. Desde guerrilleros que
habían luchado contra el francés, pasando por curas armados, caudillos
populares y militares retirados. La insurrección tuvo un desarrollo irregular,
con combates más intensos en Navarra y Cataluña, y se constituyeron juntas por
España en apoyo a la causa realista entre las que destaca la Junta Apostólica
de Santiago de Compostela.
La insurrección ya estaba casi totalmente controlada por el
gobierno cuando se produjo la entrada en España de las tropas del duque de Angulema
y el movimiento realista casi derrotado acabó como auxiliar de las tropas francesas.”[6]
“El mismo día en que Fernando VII fue liberado por los Cien Mil
Hijos de San Luis promulgó un decreto por el que anulaba todo lo legislado
durante el Trienio. El monarca trataba de nuevo de volver al absolutismo y
al Antiguo Régimen
Inmediatamente se inició la represión contra los liberales Riego
fue ahorcado en Madrid en noviembre y, aunque la Inquisición llegó a ser restablecida,
se crearon Juntas de Fe que ejercieron la función inquisitorial y represiva. El
maestro valenciano Cayetano Ripoll fue la última víctima legal del fanatismo
religioso.
Pese a la represión, las conspiraciones militares liberales
continuaron. El peligro de nuevos pronunciamientos llevó a Fernando VII a
tomar una medida extrema, la disolución del ejército. El monarca pidió a
Francia que se mantuvieron los Cien Mil Hijos de San Luis mientras se
reorganizaban las fuerzas armadas. En torno a 22.000 soldados franceses se
mantuvieron en nuestro país hasta 1828.
Paralelamente, el régimen absolutista abordó la depuración de
la administración, lo que llevó a la expulsión de miles de funcionarios, especialmente
docentes.”[7]
La
Ley Sálica
Uno de los inventos “modernos” de los borbones y de los ilustrados
a la francesa en España fue la Ley Sálica, que no sólo prohibía a
las mujeres reinar sino, incluso, transmitir ese derecho a su descendencia. Ya
dije en otro artículo que si el monarca que implantó esa ley (Felipe V) la
hubiera aplicado con efectos retroactivos no debía haber sido coronado tan
siquiera, ya que el derecho al trono de nuestro país le venía por su línea
materna.
El absolutista Fernando VII sólo tuvo hijas, lo que convertía a su
hermano Carlos en su legítimo heredero, según esa ley borbónica:
“En 1830 y después de un cuarto matrimonio se plantea el problema sucesorio.
Ante la eventualidad de una descendencia femenina el monarca promulga la
Pragmática Sanción que ponía en vigor el acuerdo de las Cortes de 1789 anulando
la ley sálica que estableciera Felipe V. [...] A partir de ese momento el rey
se ve en la necesidad de proceder al desmantelamiento de las instituciones que
habían sido creadas para combatir la revolución, se descubren favorables a las
pretensiones de don Carlos, por ver en él al defensor más caracterizado del
Antiguo Régimen. Los voluntarios realistas, cuyos efectivos ascendían a 120.000
hombres y duplicaban los del ejército, y cuyos mandos estaban en manos de caracterizados
absolutistas, se convirtieron en el peligro más grave y, por consiguiente, se
tomó contra ellos las medidas más radicales.
En estas circunstancias el grupo de los isabelinos
o cristinos, formados por los elementos moderados de la situación, se vieron
en la necesidad de crear un partido a la infanta, ganando para su causa a los
liberales, excluidos desde 1823 de toda participación en el sistema político.”[8]
La Pragmática Sanción derogaba, como hemos visto, la Ley
Sálica, para garantizarle la sucesión a Isabel, la hija mayor de Fernando VII.
Este hecho, que tuvo lugar durante la última etapa de su reinado, provocará un
realineamiento de todas las fuerzas políticas en España y tendrá como
consecuencia la entrada en el gobierno de algunos de los miembros del ala más
moderada de los liberales, mientras que los absolutistas más recalcitrantes
tomaban partido por el príncipe don Carlos.
Fernando VII, al final de su vida, abrirá la puerta a los que
habían sido sus grandes adversarios políticos, preparando así el escenario para
el advenimiento de una nueva época en la historia de nuestro país.