miércoles, 23 de julio de 2014

El pacto fundacional de la iglesia española

La conversión de Recaredo. (Cuadro de Antonio Muñoz Degrain)

Tras la conversión masiva de la sociedad romana al cristianismo, que tuvo lugar a lo largo del siglo IV de nuestra era, este credo entraría en un proceso de depuración del dogma, para ajustarlo a su nueva función de religión oficial del estado. Y durante el mismo serán expulsados del seno de la Iglesia muchos miles de fieles que no estaban dispuestos a amoldar su fe a las necesidades ideológicas del Imperio.

El más numeroso de los grupos disidentes fue, sin duda, el de los seguidores de Arrio (256-336), Los arrianos, que no aceptaban la divinización de Cristo ni, en consecuencia, el dogma de la Santísima Trinidad. El enfrentamiento entre trinitarios y arrianos llevó a estos últimos a sufrir una nueva persecución religiosa que los devolvería a las viejas catacumbas de los cristianos primitivos y al exilio.

Y fue en el exilio donde los arrianos prosperaron y se multiplicaron. Más allá de los límites del Imperio sus misioneros difundirán este credo por las tierras de los bárbaros. Cuando los germanos hacen saltar el limes renano y avanzan por las galias, por Bretaña, Hispania o Italia, se consideraban a sí mismos más cristianos, si cabe (es decir, más fieles a la tradición del cristianismo primitivo), que los invadidos. Los nuevos señores se reúnen ante la cruz de Cristo, en sus correspondientes iglesias, de la misma manera que lo hacen sus súbditos. Lo que les diferencia es el dogma de la Santísima Trinidad y, por tanto, la creencia de los viejos romanos en la divinidad de Cristo.

Por todo el Occidente europeo se reproduce un esquema parecido: una aristocracia arriana, minoritaria desde el punto de vista demográfico, pero muy guerrera, ha sometido a un pueblo trinitario, mucho más pacífico, que acepta la autoridad de los nuevos señores. Los súbditos de las nuevas monarquías germánicas son doblemente dóciles, no sólo por la vieja tradición pacifista del cristianismo sino, también, por la disposición que habían demostrado, durante el siglo previo a la invasión, a plegarse ante la voluntad de la autoridad política.

La fe arriana, que se había extendido primero entre las capas de la población romana menos propensas a obedecer a una autoridad a la que consideraban que había traicionado al verdadero cristianismo y, después, entre los pueblos más guerreros que había más allá del limes septentrional, se había terminado identificando con lo más indómito y rebelde que había en esa nueva Europa en ciernes que se estaba forjando entre las ruinas del viejo orden imperial.

Pero cuando los guerreros se convierten en señores y se adueñan de las riquezas que venían administrando los antiguos patricios romanos, se dejan subyugar por lo que queda de aquel viejo mundo de la antigüedad tardía y de sus ecos, que resuenan desde los púlpitos de las iglesias del cristianismo trinitario a través de aquel clero que, no hacía tanto, había sabido pactar con el poder romano y que vuelve a repetir la jugada doscientos años después.

O, al menos, ese sería el resumen de la historia que nos vienen contando desde hace siglos: El cristianismo, igual que supo doblegar en la antigüedad el poder de los césares, supo después ganarse el respeto de las nuevas aristocracias germánicas en los reinos de la Alta Edad Media en el Occidente europeo. Así ocurrió por toda nuestra ecúmene. España incluida:

“Pero el momento cumbre de los seguidores de San Leandro lo constituyó el III Concilio de Toledo (589), en el que éste desempeñaría un papel estelar y en el que, según nos cuentan, abjuró del arrianismo el rey visigodo Recaredo (586-601). En este acontecimiento se convirtieron oficialmente al catolicismo, además del rey, ocho obispos arrianos, así como numerosos nobles, y el estado visigodo adoptó formalmente la fe romana.”[1]

Parece una historia con final feliz. Los arrianos, que se alejan del cristianismo trinitario en el Concilio de Nicea (año 325), vuelven al redil de la Santa Madre Iglesia, en lo que a España respecta, con la conversión de Recaredo (589) y, de nuevo, todos los cristianos vuelven a aceptar la autoridad del Papa (en el resto de países de Europa Occidental tuvieron lugar “conversiones” parecidas, más o menos, por la misma época).

Pero esta historia deja demasiados hilos sueltos, demasiadas preguntas sin responder. Y el desarrollo ulterior de los acontecimientos nos hace sospechar que estamos ante una verdad a medias, cocinada a posteriori para presentarnos un pasado sin fisuras, monolítico, para que así puedan justificarse los discursos de la Iglesia de siglos posteriores en la que se presenta a sí misma como portadora de la única tradición cristiana medieval del Occidente europeo.

Cuando analizamos con cierto nivel de detalle este discurso, vemos que hace aguas por diferentes puntos y sospechamos, además, que lo que hemos averiguado no es más que la punta del iceberg. Debemos tener en cuenta que la historia que ha llegado hasta nosotros está bastante filtrada:

“Hacer descansar buena parte de nuestros conocimientos históricos sobre la base de los documentos que han llegado hasta nosotros tiene el inconveniente de que nos estamos haciendo eco de la propaganda de los poderosos del pasado, que se han encargado de filtrar esos documentos para que su versión se impusiera sobre las tradiciones alternativas. Y como los imperios y las ideologías se han ido turnando entre sí a través de los tiempos, imagínense qué porcentaje del reflejo documental que originalmente existió (que sólo recogía una parte de la realidad de su tiempo) ha llegado hasta nosotros. ¿Cuántos libros, de los que circulaban en tiempos de Roma, pudieron pasar los filtros de los invasores germanos, más los musulmanes, más los medievales cristianos, más los del Antiguo Régimen europeo, más los de la Ilustración, más los contemporáneos? En cada una de estas fases se perdió un tipo de libros determinado. ¿Qué es lo que ha podido sobrevivir a todos estos filtros? Obviamente lo más inofensivo, trivial e insípido, lo menos polémico, lo más conformista. Y la visión que lo que sobrevivió nos aporta del pasado se simplifica notablemente, se homogeniza, desaparecen buena parte de las minorías que existieron realmente y que tuvieron cierta incidencia histórica. Desaparecen grandes escuelas de pensamiento, como por ejemplo la potente tradición arriana española [...] que el discurso oficial lleva un milenio sepultando.”

[...]

“En realidad muy pocas de las obras escritas por los antiguos ha llegado directamente hasta nosotros. La inmensa mayoría lo ha hecho a través de copias de copias. La labor de los copistas medievales ha sido imprescindible para garantizar la supervivencia de las mismas. Pero claro, esos copistas eran monjes, es decir, los individuos más ideologizados de su tiempo. Ellos tuvieron que tomar decenas de miles de decisiones acerca de qué libro merecía ser copiado y difundido y cual no. Y en la siguiente generación volvía a plantearse de nuevo el asunto. Así un siglo detrás de otro. Es imposible que una obra que no cumpliera los estrictos criterios de moralidad que los monjes tenían pasara el filtro de ese milenio medieval y llegara hasta nosotros.”[2]

¿Cuáles son los elementos que nos hacen sospechar que la historia que nos han venido contando está bastante cocinada y nos oculta una parte importante de lo que pasó? Veamos: acabamos de ver como Recaredo se convirtió oficialmente al trinitarismo en el III Concilio de Toledo junto con ocho obispos arrianos y un grupo numeroso de nobles (¿?). Un concilio que, por cierto, ¡¡estuvo presidido por el propio Recaredo!! y sentaría el precedente para el resto de concilios celebrados por la iglesia visigoda desde entonces.

Como verá, Recaredo parece que se había convertido en el alumno más aventajado de la escuela de Constantino. Desde luego supo aplicar sus tácticas como nadie lo había hecho antes ni –tampoco- después, hasta los tiempos de Enrique VIII de Inglaterra. ¿Hay alguien tan ingenuo que pueda creer que cuando un jefe de estado, en pleno ejercicio de su cargo, se convierte a una religión diferente a la que tenía hasta entonces y arrastra con él a toda su corte, se está moviendo por razones religiosas? Está claro que la conversión de Recaredo fue tan política como lo había sido la de Constantino, 250 años antes, o las de Enrique VIII de Inglaterra (1509-1547) y Enrique IV de Francia (1589-1610) mil años después (la frase más recordada de éste último es bastante ilustrativa al respecto: “París bien vale una misa”).

¿Qué buscaba Recaredo con su conversión? Pues lo mismo que Constantino, que Enrique VIII y que Enrique IV: la unidad política del país y el reforzamiento de la autoridad real. Recaredo, que había sido el brazo derecho de su padre, el gran Leovigildo (572-586) que, como recordaremos, fue el primer rey de la historia que gobernó sobre toda la Península Ibérica y, además, desde ella. El primer rey de la España unificada, desde el punto de vista político, legó a su hijo un país que seguía dividido, no obstante, desde el punto de vista religioso. Y éste, por tanto, lo que hizo fue terminar el trabajo que había iniciado su padre.

Pero para poder entender el verdadero significado histórico que tuvo el III Concilio de Toledo necesitamos contextualizarlo adecuadamente. Debemos recordar que durante el reinado del emperador Justiniano (527-565) tuvo lugar la formidable ofensiva militar bizantina que les hizo conquistar Italia, el Magreb, todas las islas del Mediterráneo Occidental (incluidas, por supuesto, las Baleares) y los territorios del sur de Hispania comprendidos entre las ciudades de Sevilla y Cartagena. Fue el último y supremo intento de restaurar el Imperio Romano desde la corte de Constantinopla (Desde la ciudad de Constantino). Del antiguo imperio unificado sólo habían sobrevivido a la ofensiva de las tropas de Justiniano el resto de la Península Ibérica, Francia e Inglaterra. Parecía que Roma resucitaba de nuevo en pleno siglo VI y volvía a doblegar a los reinos germánicos del Occidente europeo. Pero aquel espejismo murió con el propio Justiniano. Sus sucesores se limitaron a defender como pudieron las líneas de un frente extenso y heterogéneo que no paró de encogerse desde entonces, ante la multitud de adversarios que le combatían desde todos los rincones de sus fronteras europeas, asiáticas y africanas. No obstante, la ciudad de Roma fue una provincia bizantina durante varios siglos y los ejércitos imperiales los garantes de la integridad física de su obispo frente a los lombardos, que llegaron casi a rodearla. La autoridad del Papa durante ese tiempo era más testimonial que real. Si a duras penas podía hacerse obedecer en su propia ciudad ¿cómo podría imponerse en medio de aquella Europa dónde multitudes de facciones de germanos se disputaban el poder político?

Y fue durante esa época cuando se fueron produciendo las diversas “conversiones” de los monarcas arrianos al catolicismo. Era una manera de hacer valer su autoridad dentro de las estructuras de la iglesia trinitaria y, de esta manera, consolidar sus precarios liderazgos en medio de aquella selva anarco-feudal. Ese fue, claramente, el caso de Recaredo. Recordemos que había sido capaz de suceder en el trono a su propio padre, algo muy difícil de conseguir en la España visigoda (dónde los reyes eran elegidos en el seno de la nobleza de ese origen) y, además, transmitir el cargo a su propio hijo. La Iglesia trinitaria, tanto en la España visigoda como en el Bajo Imperio Romano, era una organización muy potente, omnipresente por todo el país, y podía convertirse perfectamente en el sistema nervioso del embrionario estado visigodo. El monarca capaz de ganársela para su causa recibía un plus de legitimidad política absolutamente necesario en medio de aquella lucha de facciones rivales.

Recordemos también que Leovigildo había expulsado a los bizantinos de la Península Ibérica (donde habían estado ocupando, hasta entonces, la mayor parte de la actual Andalucía y la provincia de Murcia). En esta región, y en ese preciso momento histórico, estaba lo más lúcido que tenía dicho imperio al oeste del Estrecho de Mesina. La Iglesia católica española del siglo VI era, de entre todas las iglesias nacionales de los reinos germánicos europeos, la de mayor nivel intelectual:

“Desde la ciudad de Sevilla la visión del catolicismo que lideraría San Leandro transformaría, desde dentro, al arrianismo visigodo, y en el eje que formaron las ciudades de Sevilla y Cartagena –los dos extremos de la Hispania bizantina- en el tránsito del siglo VI al VII de nuestra era, se producirá una verdadera eclosión cultural y religiosa, cuyos referentes más destacados serán San Leandro, San Isidoro, San Fulgencio, Santa Florentina y San Hermenegildo; una masa crítica que transformó el cristianismo medieval de manera irreversible.”

[…]

“Las Etimologías –de San Isidoro- se convirtieron muy pronto en el libro de texto por antonomasia en las escuelas europeas de la Alta Edad Media. Durante siglos fue considerada la gran obra que recogía todo el saber de su tiempo. Fue la base que se utilizó para enseñar el Trivium (Retórica, Gramática y Dialéctica) y el Quatrivium (Geometría, Astronomía, Aritmética y Música). Este texto tuvo, igualmente, una gran difusión durante el Renacimiento, a partir de la invención de la imprenta, pues hay constancia de la existencia de, al menos, diez ediciones de él entre 1470 y 1530.”[3]

Al frente de la Iglesia católica española estaba, en ese momento, una verdadera élite intelectual que poseía, además, un amplio margen de autonomía. Pero a la cabeza del estado visigodo también había una élite política excepcional. En torno a Leovigildo se había agrupado lo más lúcido del universo godo. Un núcleo dirigente con una extraordinaria visión de futuro. Las dos élites se reconocieron mutuamente como interlocutores válidos para establecer una gran alianza estratégica, mutuamente beneficiosa. La ya secular tradición pactista del cristianismo trinitario, la decadencia bizantina, la debilidad estructural del papado del siglo VI, el gran empuje militar de la España visigoda y el claro liderazgo de su monarca sobre la aristocracia que lo reconocía como el primero de entre los suyos facilitaron el entendimiento entre los dos núcleos dirigentes del mundo ibérico en aquella excepcional coyuntura histórica.

Lo que nos han vendido como una absorción de la iglesia arriana por parte de la católica fue, en realidad, un congreso de unificación entre dos tradiciones ideológicas diferentes. Un pacto entre iguales para crear una iglesia nacional española que superara el enfrentamiento histórico entre trinitarios y arrianos.

La nueva iglesia era nacional porque había sido capaz de integrar en su seno a visigodos e hispanorromanos, abriendo así el camino de la superación de los enfrentamientos que en el pasado había separado a ambos colectivos. Nacional porque la "conversión" de los grupos sociales más poderosos del reino los llevaría también a los centros de decisión religiosa, convirtiendo a la iglesia en un apéndice del estado (recordemos la presencia sistemática de los reyes en todos los concilios celebrados en España entre el reinado de Recaredo y la invasión musulmana). Nacional porque la nobleza visigoda, con su tradición arriana y con el control que ejercía sobre todos los resortes del poder estaba muy poco dispuesta a tolerar injerencias extranjeras, por muy espirituales que fueran, en un territorio que controlaba de manera exclusiva.
De esta manera, la iglesia visigoda impondría, de facto, una gran autonomía a esa nueva iglesia que la fue distanciado paulatinamente del resto de la cristiandad europea. La especificidad del cristianismo hispánico en la época de los visigodos era patente incluso en el plano litúrgico, que se regía por el “rito visigodo” y en el temporal, pues el calendario lo hacía por la “Era Hispánica”, que empezaba a contar el tiempo a partir del año 38 A. C.
Había, por tanto, un distanciamiento anímico muy significativo entre la cristiandad peninsular y la del resto del continente que era reflejo, en parte, de las características propias de una época que se regía por unas relaciones económicas de carácter autárquico, pero que -en el caso español- venía reforzado además por la distancia y por la complicada orografía del país. No olvidemos que con la monarquía visigoda el centro de decisión política peninsular se había desplazado, por primera vez en la historia, hacia el corazón de la meseta central.

Un poco más arriba comparé la conversión de Recaredo con las de otros monarcas de momentos históricos diferentes y, entre ellos, cité a Enrique VIII de Inglaterra, el fundador de la Iglesia anglicana. Pues bien, la iglesia unificada española, que surge en el III Concilio de Toledo tiene una gran cantidad de elementos comunes con el anglicanismo moderno y contemporáneo. En ambos casos el rey aparece liderando claramente una iglesia nacional que había sabido integrar en su seno a dos tradiciones religiosas enfrentadas en el resto de la Europa de su tiempo (arrianos y trinitarios en la España visigoda, católicos y protestantes en la Inglaterra del siglo XVI). En ambos casos esa solución de compromiso se abre paso como una tercera vía que busca superar ese enfrentamiento para construir una realidad nacional que se sitúe por encima de las facciones enfrentadas y obvie aquellos elementos que lo están provocando.

La pervivencia de buena parte de las creencias de la tradición arriana en la España de los siglos posteriores y la extraña reacción de la nobleza visigoda ante la invasión musulmana durante el siglo VIII nos hace pensar que el “catolicismo” de la España visigoda del siglo VII era más nominal que real. Pero de ese tema nos ocuparemos más adelante.



[1] “La Ultraperiferia”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/01/la-ultraperiferia.html

domingo, 6 de julio de 2014

La religión del imperio

Arco de Constantino. Roma (all-free-photos)

En el artículo anterior[1] estuvimos viendo cómo el proceso de institucionalización del cristianismo en el Bajo Imperio Romano significó un cambio global en la ética colectiva que regía a su sociedad, pero también representó una transformación importante del discurso de los cristianos, que se alejó significativamente de su mensaje evangélico original para asumir su nuevo rol de religión oficial del estado. La religión de los esclavos fue abrazada por buena parte de los segmentos más poderosos del establishment romano sin que ello significara, por su parte, la más mínima renuncia a los bienes materiales que disfrutaban ni produjera una redistribución en el reparto de la riqueza.

En el cristianismo post-constantiniano confluyeron varias tradiciones ideológicas previas diferentes que evolucionaban -por separado- hacia el monoteísmo: El mitraísmo, el estoicismo y la propia tradición judeo-cristiana. Y el resultado final fue lo que llamamos “la religión pactada”. Una solución de compromiso entre todas esas diferentes facciones preexistentes que se reagruparon alrededor de la figura eminente de Constantino el Grande.

En dicha reagrupación los cristianos genuinos eran los que, paradójicamente, habían evolucionado menos hacia el monoteísmo. Y, desde luego, el carro que tiraba con más fuerza en esa dirección era el propio emperador, que se había empeñado a fondo en una operación de rediseño de la nueva religión del estado que sirviera a las necesidades de la estructura imperial de éste, proyectando sobre el cielo las realidades sociales de la tierra.

Conforme se fortalecía la figura del emperador, también lo hacía la del Dios padre omnipotente, la del principio de autoridad, la del gobernante universal que ordena y manda, el principio de todo, el alfa y el omega, el dios guerrero del Antiguo Testamento: «Cantad al señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria».

En ese proceso de fortalecimiento del Dios padre poderoso, señor absoluto de todas las cosas, el crucificado se convierte en una rémora, cada vez desentona más. La humildad evangélica no casa, en absoluto, con las necesidades ideológicas del nuevo tiempo:

“Ahora que al obispo de Roma se le había dado el palacio de Letrán, incluso a Cristo se le podía ver luciendo ricas vestiduras y viviendo en «casas de reyes».” […] “Tarde o temprano a los que viven en palacios se les acaba llamando «príncipes de la Iglesia» y la gente les rinde homenaje a la manera de los «reyes de las naciones». ¿Por qué? Porque el modelo no es cristiano sino imperial. Cuando recordamos la humillación de Jesús por parte de los soldados de las autoridades, resulta incomprensible que sus seguidores llevaran coronas simbólicas y se adornasen con los colores reales. Sería incomprensible si no fuera porque la Iglesia, en su calidad de brazo religioso del Estado reproducía ahora los símbolos de la autoridad del propio Estado.”[2]

La Iglesia, como vemos, había sido fagocitada por el estado y se había puesto a su servicio. A partir de ese momento el dogma religioso se adapta a su nueva función de reforzar el statu quo del modelo social preexistente. Esta situación le da al emperador un margen de maniobra formidable, mucho mayor que el que pudo tener ninguno de sus predecesores, que veían su poder “temporal” limitado por las tradiciones religiosas -o ideológicas, en un sentido más amplio- de la sociedad en la que vivían. Pero Constantino tuvo el privilegio de diseñar -él personalmente- una nueva tradición, que adaptó a sus propias necesidades. Eso lo convirtió en el emperador más poderoso de todos los que gobernaron desde Roma o desde Constantinopla (ciudad que, por cierto, lleva su nombre). Constantino es a Roma lo que Akenatón fue a Egipto, con la diferencia de que las reformas religiosas introducidas por éste murieron con él y las que el romano desarrolló están vivas todavía y han regido las vidas de miles de millones de personas desde entonces. Constantino es el gran triunfador:

“En virtud del gran cambio, lo que se dice de Constantino informa ahora lo que se dice de Cristo. Cristo permanece en el centro del cristianismo, pero los valores del Jesús histórico son sustituidos ahora por los de Constantino. En ninguna parte se ve esto con mayor claridad que en el arte bizantino, en el cual se presenta a Cristo sentado en un cielo que se parece sospechosamente a la corte de Constantino en Bizancio [o, mejor, en Constantinopla, es decir, en la ciudad de Constantino]. Por lo tanto, en el presente capítulo tenemos que examinar el proceso por medio del cual Constantino transformó el cristianismo en su propio culto imperial.”[3]

Y claro, dentro de ese culto imperial, la humildad del crucificado adquiere un carácter subversivo que amenaza la integridad del modelo. Su apuesta por los pobres y los desposeídos debe ser neutralizada ideológicamente, y de eso se encargarán los nuevos funcionarios eclesiásticos, que ofician ahora como sacerdotes y, también, echan una mano los miembros de las antiguas religiones mistéricas -como el mitraísmo- que aportan su experiencia en ese campo.

Y se inventan el “Misterio” de la Santísima Trinidad (tres personas distintas y un sólo Dios verdadero), que convierte al crucificado en un avatar del Dios Padre omnipotente. Al final resulta que el que renunció a todos los bienes materiales y le dijo a sus discípulos que dejaran cuanto tenían y lo siguiesen sólo estaba representando un papel, según los predicadores de la nueva religión constantiniana. Hay que abandonarlo todo... durante un tiempo. Después marcharemos a la casa del padre, que es algo así como el “emperador del cielo” y nos sentaremos a su mesa. Nuestra fe ya no sirve para cambiar la forma en la que nos relacionamos con nuestros hermanos sino que, simplemente, nos ayuda a sobrellevar las penurias de la tierra con la esperanza de las compensaciones futuras que recibiremos en el cielo. Se ha desactivado el potencial revolucionario del mensaje evangélico.

Cuando los dogmas de la nueva religión mistérica se van difundiendo por todo el Imperio, el debate ideológico entra en ebullición por todas las asambleas de los fieles. En Egipto, un presbítero llamado Arrio (256-336), articula una respuesta que cuenta con un amplio consenso. Y el arrianismo se extiende con rapidez por todo el Oriente. Lo que hace Arrio es concretar la réplica a las propuestas mistéricas que vienen desde Roma, utilizando argumentos procedentes de la tradición del cristianismo primitivo y que habían utilizado otros autores anteriores, como Pablo de Samosata, TertulianoJustino Mártir, Orígenes, etc. en la que viene a decir que Cristo es un ser excepcional, un enviado de Dios... pero que no es Dios. Es una de las muchas criaturas, todo lo especial que se quiera, que forman parte de la obra del creador.

Cristo, para desempeñar su función de mensajero de la divinidad, no necesita prescindir de su condición humana. Es un caso semejante al de los profetas del Antiguo Testamento. La divinización de Cristo no casa ni con la tradición del cristianismo primitivo ni, en un sentido más amplio, con la judeo-cristiana. Sí forma parte, en cambio, de la lógica imperial de los césares, que venían intentando divinizarse a sí mismos desde el siglo I. Y ésta lógica imperial (no cristiana), se concreta a través del enunciado del “Misterio” de la Santísima Trinidad (que utiliza argumentos propios de las religiones mistéricas, ajenas –igualmente- al cristianismo).

El arrianismo prende en las regiones más cultas y populosas de la periferia imperial, aquellas en las que la influencia ideológica del emperador y sus adláteres es menor y dónde pesa más la tradición cristiana primitiva en la que el Cristo histórico, el que conocieron en Judea los discípulos que compartieron con él el pan y escucharon su palabra, está en el centro del mensaje cristiano y su humilde existencia lo convirtió en un referente para los que no tenían nada más que su fe.

“A partir de Alejandro Magno existió una tradición de culto imperial en la cual el emperador era divino. A pocos emperadores les interesaba ser divinos. Lo importante para ellos era si a su política se le podía conferir la categoría de divina, es decir, si podía reclamar una fuerza absoluta. Éste es el propósito que subyace en el culto imperial; [...] Constantino pudo alcanzar su objetivo. Por medio del gran cambio, su política pasó a ser considerada la voluntad del logos. [...] cuando Constantino reconstruyó el culto imperial, en virtud del cual la sabiduría del mundo y la ambición de un solo hombre recibieron el estatuto absoluto de ley divina, ¡la Iglesia proclamó, de hecho, que este culto era el cristianismo!
[... El cristianismo] se transformó en la religión del Estado. De hecho, fue el comienzo de la historia del cristianismo tal como lo conocemos. Estableció las nuevas normas para interpretar el cristianismo. Lo que fue de peor agüero: proporcionó la perspectiva desde la cual se interpreta ahora la forma anterior del cristianismo.”[4]

El mecanismo ideológico desarrollado resultó demasiado sutil para buena parte de los fieles: Se inventaron un “misterio” (los misterios, por definición, no se pueden comprender, superan la capacidad de entendimiento del ser humano, como nos vendría a decir San Agustín, el obispo de Hipona), según el cual el enviado del Padre era el Padre mismo, que se presentaba con un avatar creado ex profeso para poder conectar con las clases más humildes de la sociedad. El Cristo histórico dijo: “el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará.”[5] ¿Se imaginan una sociedad cristiana, que crea de verdad ese mensaje y lo aplique? La sociedad de clases saltaría por los aires. Había que desactivar esa peligrosa bomba de relojería.

“La historia de la Iglesia hasta el siglo IV fue una historia de persecución fortuita y a menudo intensa. Siempre que el emperador o las tradiciones del imperio parecieran amenazadas, se levantaba la veda y se perseguía a los cristianos. Y a pesar de ello, esta minoría pequeña, insignificante, débil e indefensa no sólo sobrevivió, sino que creció. El aforismo de Tertuliano es tan aterrador como memorable: «Nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros; la sangre de los cristianos es semilla».”[6]

A la altura del siglo IV era evidente que la represión contra los cristianos no paraba de cosechar un fracaso detrás de otro. Se imponía un cambio de táctica. Se necesitaba una mente superior que se pusiera al frente y parara, desde dentro, aquél alud antes de que sepultara el viejo orden social.

El enviado de Dios es Dios. La Iglesia es su mensajera, y el emperador de la tierra (el portador del lábaro sagrado) su brazo armado. Si el crucificado fue un avatar del “emperador del cielo” y volvió a su naturaleza divina después de su muerte terrenal, entonces nuestra vida presente es un avatar de la verdadera vida, que disfrutaremos después de nuestra propia muerte.

Nada tenemos que hacer en la tierra pues, más que sobrellevar las penurias que nos encontremos en ella, pues son una prueba a la que nos somete el altísimo para purificarnos y prepararnos espiritualmente para aceptar el orden que nos encontraremos en el cielo. La religión que debía liberar a los hombres con la instauración de un nuevo orden social basado en el respeto hacia nuestro prójimo (“no le hagáis a los demás lo que no queráis que os hagan a vosotros”) y en la paz (“el que a hierro mata, a hierro muere”) se transforma así en la de la sumisión al orden establecido, que acepta la perpetuación de las injusticias terrenales para ganarnos, a través del sufrimiento, el derecho a vivir en la Jerusalén celeste.

¿Qué fue del Cristo que expulsó a los mercaderes del templo? ¿Qué fue de aquellos cristianos militantes contra la injusticia que no dudaron en poner su vida al servicio de sus hermanos más necesitados, de los enfermos y los marginados de la sociedad? ¿Cómo fue posible transformar en unas pocas generaciones a la religión más subversiva de cuántas habían existido en una de las más conservadoras?

En el año 325 se celebrará el Concilio de Nicea, dónde se estableció como dogma la naturaleza divina de Cristo, que condujo –poco después- al establecimiento del “Misterio” de la Santísima Trinidad y se condenó como herejes a los seguidores de Arrio, es decir, a los defensores de la condición humana de Cristo. Un concilio que estuvo presidido por el mismísimo emperador, pese a que aún no se había bautizado y seguía siendo, por tanto, formalmente pagano.

La resistencia contra la nueva religión imperial continuará (aún durará siglos). Los arrianos serán expulsados de la Iglesia y volverá de nuevo a perseguirse a los hombres por motivos religiosos. Pero ahora los perseguidores se esconden detrás de la Cruz de Cristo y del Lábaro sagrado de Constantino.





[1] “La religión pactada”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2014/05/la-religion-pactada.html
[2] ALISTAIR KEE: Constantino contra Cristo. Ediciones Martínez Roca. Barcelona. 1990. p 186.
[3] Ibíd. p. 175.
[4] Ibíd. pp. 181-182.
[5] San Marcos. 8:35.
[6] Ibíd. p. 177.