Alrededor del descubrimiento de América se han ido asentando en los últimos quinientos años una serie de ideas preconcebidas y de lugares comunes que, más que explicar lo que pasó, en realidad lo que buscan es ocultarlo.
Desde el principio la historia se ha focalizado sobre los grandes personajes, obviando que una empresa de esa magnitud necesitaba, para que pudiera llegar a buen puerto, una potente maquinaria estatal que la sostuviera y un pueblo unido que la respaldara.
Atribuir todo el mérito a Colón forma parte de ese sesgo oligárquico que arrastra la historiografía tradicional y del que les hablé la semana pasada. Pero es que, incluso pasando por alto la teoría del predescubrimiento, aunque a nadie se le hubiera ocurrido antes navegar hacia el oeste con la intención de buscar un camino hacia Asia, aunque a través de una revelación divina, de un toque de genialidad o de un arranque de locura Colón hubiera sido el primer humano que hubiera concebido esa idea y tuviera el mérito añadido de haber sabido venderla a los reyes españoles. A pesar de todo eso imaginemos por un momento que todo hubiera sucedido tal y como nos han contado justo hasta el momento de su muerte, pero que después la empresa no se hubiera rematado con la conquista de los imperios azteca e inca, ni tampoco de las tierras mayas, que nunca hubieran fluido hacia Europa el oro y la plata americanos, que los europeos se hubieran extendido por América de una manera mucho más lenta y pausada, dando tiempo a los imperios indígenas a fabricar anticuerpos culturales y tecnológicos frente a los habitantes del Viejo Mundo como hicieron en Asia los chinos y los japoneses. Es obvio que, en ese supuesto hipotético, la idea que hoy tendríamos de Colón sería muy diferente a la que tenemos. Porque le estamos atribuyendo el mérito -de manera implícita- no sólo del descubrimiento sino, también, de todas sus consecuencias, de toda una serie de acontecimientos que él no podía controlar y ni siquiera imaginar. Colón, sin Cortés, sin Pizarro, sin Magallanes, sin Juan Sebastián Elcano, sin los centenares de descubridores y de conquistadores que vinieron después, no sería Colón, sino un oscuro navegante perdido en los textos de libros escritos por y para los especialistas.
Cuando desde la atalaya del siglo XXI valoramos al personaje, en realidad lo estamos usando como espejo para juzgarnos a nosotros mismos. Nos estamos sublimando a través suya. Colón representa la ruptura entre el ayer y el hoy, entre el mundo indígena precolombino y el Occidente cristiano que lo sepultó, incluso –si me apuran- el capitalismo que vino después.
Todo está desfigurado. En realidad los españoles no son tales, sino pre-norteamericanos. Los motivos que les impulsaron a cruzar el océano no son los que corresponden a las mentalidades de los peninsulares del siglo XV, sino a los de los blancos del siglo XX ó XXI disfrazados de medievales, que habían sido enviados por el Dios del Antiguo Testamento para castigar a las razas inferiores y fundar en América la Nueva Jerusalén.
Con demasiada frecuencia cuando se juzga a Colón se le está imputando, para bien o para mal, todo lo que sucedió en América desde 1492 y, al hacerlo, se le está convirtiendo simultáneamente en un dios y en un chivo expiatorio. El dios creador de la modernidad y el chivo expiatorio que exculpa al resto de europeos que vino después.
Ese es un mecanismo psicológico típico de las mentes monoteístas. El modelo es el propio Cristo que, una vez divinizado se convierte en el cordero del sacrificio judaico sobre el que se proyectan todos nuestros pecados. Porque es Dios puede cargar con todas las culpas de los hombres y, al hacerlo, nos libera, nos des-responsabiliza. Es un mecanismo de retorno a la infancia, de poner a cero el contador de nuestra conciencia derivando hacia el exterior nuestras culpas individuales.
Es bueno que haya una figura a la que, con toda nitidez, se le pueda imputar todo lo bueno y todo lo malo de la empresa americana. No hay ningún peligro de que se envanezca y exija un peaje por ello porque murió hace ya bastante tiempo y los herederos de los que se adueñaron de las riquezas de América y/o de los americanos pueden desviar la ira de sus víctimas hacia el icono colombino, responsabilizándolo de todo. Jugada perfecta. Por eso a todo aquél que venga a complicar el asunto se le condena al anatema.
Ya dije la semana pasada que el descubrimiento de América es la consecuencia lógica del fin de la “Reconquista” en la Península Ibérica. Es el resultado de una dinámica histórica previa. Después de releer la historiografía oficial sobre el asunto es obvio que sobre ese evento subyacen algunas ideas preconcebidas que son, sencillamente, falsas.
La primera falsa idea preconcebida es que Colón abrió una puerta que nadie sospechaba que existía y que, una vez abierta era inevitable que transformara nuestras vidas. Parece como si todos estuvieran esperando a que aparecieran nuevos espacios geográficos (estuvieran donde estuvieran) para precipitarse sobre ellos y poblarlos porque había grandes excedentes de población en Europa deseando encontrar esos nuevos lugares sobre los que proyectarse. Esa idea es falsa porque en España había muchas regiones vacías que siguieron repoblándose mucho tiempo después del descubrimiento americano (todavía se estaban organizando repartos de tierras en Andalucía a finales del siglo XVIII entre colonos de origen extranjero). Por los mares que rodeaban Europa había también muchas islas deshabitadas o muy poco pobladas (en esa misma época se estaban colonizando la Azores, Madeira, Cabo Verde, etc.). Cuando las noticias del descubrimiento se fueron difundiendo nadie trazó un plan de conquista y colonización, salvo los españoles (que ya hemos dicho que tenían muchas tierras vacías en su propio país). Las primeras colonias francesas, holandesas o inglesas aún tardarían varias generaciones en fundarse, las portuguesas fueron creciendo con cuentagotas y lo hicieron para impedir que los españoles se apoderaran de los espacios que el tratado de Tordesillas les había asignado (crecieron mucho más las colonias africanas y asiáticas, porque sentaban las bases del poderoso comercio de las especias, el oro africano y los esclavos, por lo que eran mucho más rentables económicamente) y en las españolas aparecieron muchos más guerreros, comerciantes y profesionales urbanos que campesinos. La poderosa expansión que los españoles protagonizaron durante el siglo XVI en el continente americano -que sentó las bases del Imperio ultramarino español- se hizo por conquista, no por colonización. Hubo una avalancha de hidalgos, buscando alguna forma de ennoblecerse, de establecer algún tipo de lazos de vasallaje o de encomiendas. América se llenó de guerreros y de monjes españoles porque era lo único que sobraba aquí. Sobraban guerreros porque España salía de una época guerrera y tenía exceso de “anticuerpos” que había ido creando a lo largo de un milenio para hacer frente a las formidables agresiones a las que estuvo sometida a lo largo de los tiempos medievales. Y había exceso de monjes exactamente por lo mismo, porque las guerras que se libraron en la Edad Media española no sólo tuvieron lugar en los campos de batalla sino, también, en los púlpitos de las iglesias. Esa no era la puerta que quería abrir Colón, que no era monje ni guerreo, sino un oscuro comerciante cuya personalidad encajaba mucho mejor en un país como Portugal que en España.
La segunda idea preconcebida es que, como todo el mundo estaba deseando encontrar nuevos espacios sobre los que proyectarse, en cuanto llegó la noticia del descubrimiento colombino hubo algo así como una movilización general para entrar en competencia por los espacios americanos, que había una especie de carrera europea por ver quién descubría qué y lo anunciaba al mundo para atribuirse su paternidad y, de alguna manera, reclamar la patente.
Dudo mucho que la noticia del descubrimiento de América fuera acogida con entusiasmo en ninguna corte que no fuera la española. En realidad para portugueses, franceses, ingleses, etc. lo que se abría era un nuevo frente que atender, a sumar a los que ya tenían, porque si la jugada les salía bien a los españoles les reportaría grandes beneficios económicos con los que aumentar su poder en Europa. Nadie pensaba en hipotéticos imperios ultramarinos ¿Quién va a crear un imperio tan lejos de casa? ¿Quién va a controlar a los señores feudales a miles de kilómetros de distancia? A este respecto es muy ilustrativa de la mentalidad de la época una frase que algunos atribuyen a Hernán Cortés: “Dios está en el cielo, el rey en la corte y aquí estoy yo”.
El peligro que veían los adversarios de España, a la altura de 1500, era que nuestro país se enriqueciera gracias al comercio ultramarino y sumara a su ya acreditada fuerza militar un nuevo poder económico que se tradujera en la creación de un imperio… ¡europeo! Nadie consideró seriamente la posibilidad de que surgiera un imperio americano. Y la verdad es que tampoco les preocupaba el asunto más allá de las posibles repercusiones que este hecho pudiera tener de rebote en Europa, en la medida en que España repatriara capitales creados en el Nuevo Mundo y los usara después en sus conflictos europeos. Esa era la preocupación que se instaló en las cortes de nuestro entorno y también las ambiciones que se desataron entre los potenciales aliados españoles. Cuando los metales preciosos empezaron a llegar desde América todos los comerciantes de Europa empezaron a ver qué tipo de relación podían llegar a establecer con la corona española, para apoderarse de algún trozo de la inmensa tarta que estaba empezando a repartirse.
El gordo de la lotería tocó en la corte flamenca que acertaron a casar a su príncipe heredero –Felipe el Hermoso- con la que, tras el fallecimiento de sus hermanos mejor situados en la línea sucesoria, acabó siendo depositaria de los derechos a la corona, propiciando de esta manera un golpe de estado de fuerzas extranjeras en nuestro país que había sido minuciosamente planificado y que, a la postre, convertirá a los conquistadores españoles en América en el brazo armado ultramarino de un proyecto imperial europeo. De la parte europea de esta trama nos ocuparemos otro día. Ahora seguiremos con el análisis del descubrimiento colombino. Aunque de lo que hemos explicado hasta aquí podemos concluir que, a partir de la llegada de los Habsburgo al poder en España (en 1517) Colón ya no es un personaje de la Historia de España, sino que su figura pasa a ser patrimonializada por toda la intelectualidad europea, que se la apropia -des-hispanizándola- y a través suya se roba la “patente” del descubrimiento al pueblo que lo estaba gestionando. Colón se eleva a la categoría de dios para que escape a la crítica de los que lo conocieron e hicieron posible su empresa y, de esta manera, se consagra su descubrimiento a un proyecto multinacional, convirtiendo la epopeya americana en la construcción del “Gran Occidente”, primero cristiano y después capitalista.
Los españoles sufrieron entonces una variante de lo que algunos autores contemporáneos llaman “la maldición de las materias primas”: Cuando en un país modesto se descubre algún importante yacimiento de un mineral muy cotizado en los mercados mundiales, aterrizan en él todos los buitres del planeta que, con la complicidad de los avaros locales, lo terminan privatizando (si no lo estaba ya desde el principio) y apropiándose de esas riquezas, que después usan para adueñarse de las otras (las que no tienen ninguna relación con los yacimientos pero se compran con el mismo dinero). La acumulación de riquezas por parte de una minoría termina empobreciendo a las mayorías. El resultado final es que las clases populares de los países con importantes materias primas terminan siendo mucho más pobres de lo que eran antes de que se descubrieran las mismas.
En España no se habían descubierto nuevas materias primas, pero nuestro país se había convertido en la puerta de entrada del oro y la plata americanos, lo que para el caso vino a ser lo mismo. El asunto ha sido bastante estudiado y en la historiografía se lo conoce como “la revolución de los precios”. Ya en el mismo siglo XVI fue acertadamente descrito por Martín de Azpilicueta (1492-1586) –el más destacado miembro de la escuela económica de Salamanca- que desarrolló la primera versión de lo que después se conocería como “teoría cuantitativa del dinero” (Ya ven como, para sorpresa de algunos, había economistas en España doscientos años antes de Adam Smith).
“Considerado a la vez como teólogo, jurisconsulto y economista. Autor de numerosos ensayos. Perteneció a la llamada Escuela de Salamanca junto con otros jesuitas, dominicos y franciscanos, muy anteriores a los fundadores de la Economía Clásica (Gran Bretaña, siglo XVIII, Adam Smith y sus seguidores, entre otros), que se tienen generalmente como iniciadores de la economía moderna, sin serlo.
Se ocupó de los efectos económicos de la llegada de metales preciosos de América, siendo precursor de la teoría cuantitativa del dinero; hizo notar la diferencia existente entre la capacidad adquisitiva del dinero en los distintos países según la abundancia o escasez de metales preciosos que hubiera en ellos. Define lo que se llamó la teoría del valor-escasez en los siguientes términos: "Toda mercancía se hace más cara cuando su demanda es más fuerte y su oferta escasea" [La ley de la oferta y la demanda de toda la vida, que creíamos que habían descubierto los ingleses].
También hizo una de las primeras exposiciones del concepto de la preferencia temporal, es decir, que a igualdad de circunstancias, los bienes presentes siempre se valorarán más que los bienes futuros. Esta idea está en la base del concepto de interés de la Escuela Austríaca, que lo considera uno de sus precursores. Defendió la licitud del cobro de intereses en préstamos, contra el criterio de la iglesia católica de entonces.”[1]
Hace ya tiempo que se dio a conocer la famosa saga vikinga de Erik el Rojo, uno de cuyos hijos, Leif Eriksson, parece que estuvo en América –en el año 1001-, a la que llamó Vinland. En algún lugar de la costa noreste de Norteamérica hubo, durante algunos años a principios del siglo XI, una colonia vikinga. Recientemente se ha publicado una obra que habla de un hipotético descubrimiento chino del continente americano en 1421. Hay, además otros muchos libros que hablan de otros posibles descubrimientos de América con una base argumental mucho más endeble, internándose algunas claramente en el terreno de la ficción más o menos literaria.
Admitamos, por un momento, la posibilidad de que todas y cada una de estas propuestas fueran ciertas y que América haya sido un continente bastante visitado por todo tipo de “turistas” a lo largo de la Edad Media e, incluso, la Edad Antigua. ¿Qué diferencia al descubrimiento español de los demás? ¿Qué es lo que hace que sigamos hablando del “Descubrimiento”, con mayúsculas, cuando nos referimos al de 1492 y releguemos los demás a la categoría de “curiosidades”? Pues, sencillamente, que éste fue el único que tuvo verdaderas consecuencias históricas. Colón, cuando volvió, hizo exactamente lo mismo que Leif Eriksson y que el general chino que comandaba la flota descubridora: contar lo que había visto y decir donde estaba. La diferencia la marcaron los que escucharon esa noticia. Los españoles fueron los únicos que se pusieron inmediatamente en marcha. Las dos naves supervivientes del primer viaje colombino regresaron en marzo de 1493, en abril sería recibido Colón en audiencia por los reyes en la ciudad de Barcelona y el 25 de septiembre partía de nuevo, con 17 naves y el mandato de “explorar, colonizar y predicar la fe católica por los territorios que habían sido descubiertos en el primer viaje”[2]. La diferencia no la marcó Colón, la marcó España.
Es bastante probable que el rey portugués enviara inmediatamente después del regreso de Colón alguna expedición hacia el oeste para hacer sus propias comprobaciones. Este hecho parece deducirse de su propia estrategia negociadora previa a la firma del Tratado de Tordesillas:
“Se especula sobre si Brasil ya era conocido por los portugueses por lo menos desde 1494 (en otro viaje de Duarte Pacheco Pereira), porque en el Tratado de Tordesillas el rey portugués João II insistió en que la línea originalmente a 100 leguas de Cabo Verde se trasladase a 370 leguas. La única explicación llegó en 1500 cuando Cabral reivindicó Brasil para Portugal, dentro de esa línea divisoria de 370 leguas. Si la línea hubiese sido de 100 leguas Brasil hubiera sido español. Esto se esgrime como una prueba más de que Portugal habría conocido América del Sur, al menos, 6 años antes de que Cabral hubiera arribado allí.”[3]
En cualquier caso ese viaje, que hubiera significado seguramente el descubrimiento de las costas del actual Brasil, fue mantenido en secreto para no entorpecer el proceso negociador con los españoles. Un tipo de jugada típica de la “política de sigilo” portuguesa. Portugal se aseguró en las mesas de negociación la soberanía sobre el actual Brasil para mantener alejados a los españoles de la “Volta do mar”, es decir, la maniobra que tenían que hacer las naves portuguesas en tránsito hacia el sur de África o hacia la India, que les obligaba a pasar muy cerca de las costas de Suramérica como consecuencia del “8” atlántico del que les hablé la semana pasada. En caso de conflicto los españoles habrían tenido muy fácil estrangular el comercio ultramarino portugués desde unas hipotéticas bases militares brasileñas. Por tanto su interés por el Brasil no buscaba, en esa época, crear un imperio portugués en América sino impedir a los españoles usar esos territorios contra ellos.
Cuando se difundió por Francia la noticia del descubrimiento colombino algunos particulares organizarían expediciones hacia zonas de América donde los españoles no estuvieran ya presentes. Algunos enclaves de refugiados hugonotes franceses obligarían a los portugueses a tomarse más en serio el asunto brasileño y trazar un plan que los alejara de sus costas. También hubo un intento de fundar una colonia en Florida (Fort Caroline, 1564), que sería inmediatamente localizada y destruida por los españoles. El primer asentamiento oficial y estable de los franceses en América será la ciudad de Quebec (1608). A partir de esa fecha comenzará su despliegue americano.
La primera colonia americana de los británicos (Jamestown, en Virginia) es de 1607. Los holandeses, por su parte aparecerán en 1625 (Nueva Ámsterdam, actual Nueva York). Es decir, que los ingleses tardarán 114 años en reaccionar, los franceses 115 y los holandeses 132. Como podrán ver durante más de cien años América fue, prácticamente, monopolio de los españoles, por la ausencia de competidores que merecieran tal nombre. Mientras tanto las noticias procedentes del Nuevo Mundo no paraban de llegar a las cortes europeas. Está claro que por falta de estímulos no era.
Cuando los primeros descubridores-colonizadores ultra pirenaicos aparecen por el Nuevo Mundo el Imperio ultramarino español era una realidad tan consolidada y tan poderosa que sólo cabía arañar un poco en su capa más externa. Quien quisiera competir con España con alguna posibilidad de éxito tenía que adoptar buena parte de su modelo. España marcó el camino y, también, las reglas del juego. Es altamente probable que, sin el poderoso impulso que los españoles imprimieron a la expansión ultramarina en el continente americano durante el siglo XVI, el modelo de expansión marítima de los europeos hubiera sido radicalmente diferente y, desde luego, mucho más lento, más pausado. Pero de eso nos ocuparemos otro día.
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