martes, 2 de diciembre de 2014

Un proceso milenario


A principios de 2012 comencé a desarrollar en este blog la serie de artículos que llevan la etiqueta genérica de “Dinámica Histórica”. Con ellos pretendía explicar mi particular visión de los procesos históricos que han ido teniendo lugar en el mundo como consecuencia del despliegue histórico de la Civilización Hispana.

Estoy convencido de que el impacto que la acción de los pueblos ibéricos ha tenido en la Historia Universal durante los últimos quinientos años ha sido tan poderoso que si a lo largo del siglo XV se hubiera producido una involución política en España que nos hubiera mantenido encerrados en nuestra península, peleándonos entre nosotros durante los siguientes doscientos años, el resultado final, a escala planetaria, hubiera sido que durante el último medio milenio nos hubiéramos ido enterando poco a poco de la existencia de los pueblos de América, pero que los europeos seguirían encerrados en Europa, dónde tres o cuatro imperios se disputarían el poder entre sí, y desde el punto de vista tecnológico y científico no andaríamos muy lejos del nivel que teníamos entonces, o del que pudieron llegar a desplegar, en su día, los romanos o los griegos. El modo de producción más extendido por el mundo hoy día sería el que denomino “señorial”, que es el que se corresponde con la fase de desarrollo político de las estructuras imperiales que el Viejo Mundo conoce desde hace miles de años (persas, egipcios, chinos, romanos, árabes, etc.)

La clave de la mutación que se ha producido en nuestro mundo desde entonces hay que buscarla en España durante la profunda Edad Media. En este lugar y durante ese tiempo se estuvo incubando la criatura que, una vez que rompió el cascarón peninsular, arrastró al resto del mundo hacia la modernidad.

Como el asunto no parece, ni mucho menos, evidente, llevo casi tres años explicando, paso a paso, mis razones, a través de las cuales intento demostrar por qué esto es así.

La afirmación teórica básica de partida es que las sociedades humanas son un subsistema de los ecosistemas naturales, y tienen que ser analizadas -dinámicamente- en relación con ellos. Los procesos históricos humanos actúan en un medio natural que los canaliza y que, también, reacciona frente a ellos. Si la acción del hombre provoca un agotamiento de los recursos naturales, el hambre hará acto de presencia y, con él, la agudización de los enfrentamientos entre los distintos grupos humanos. La violencia se extenderá y, finalmente, se producirá una resolución de tales conflictos de dos maneras alternativas posibles: o bien de forma involutiva o, por el contrario, de manera evolutiva. Es decir, o avanzamos o retrocedemos. Así de simple.

Para seguir avanzando es preciso, necesariamente, dar un salto tecnológico que nos permita obtener un mayor rendimiento a los recursos disponibles. Como consecuencia de esto el hombre volverá a reajustar su relación con el medio y las sociedades entrarán en una nueva fase expansiva que durará hasta que se produzca un nuevo agotamiento de los recursos en el nuevo estadio tecnológico en el que los humanos se embarcaron.

Si no es posible dar ese salto, por el contrario, la población disminuirá y asistiremos a un proceso de involución social con todas sus consecuencias: El estado se debilitará y se fragmentará, los señores ganarán preeminencia social, aumentará la delincuencia, disminuirán los flujos comerciales, la población abandonará las ciudades y retornará hacia el campo, aumentará la proporción de personas que se gana la vida en el sector primario de la economía, disminuyendo la que lo hace en el terciario, etc. etc. Es lo que los historiadores constatan que ocurrió a lo largo del Bajo Imperio Romano y la Alta Edad Media, y justo lo contrario de lo que viene sucediendo durante los últimos mil años.

A cada nivel tecnológico le corresponde una determinada estructura social, una forma de organizar el estado, un sistema de explicaciones del Universo que nos envuelve y de nuestros propios orígenes, una moral asociada a ese sistema de explicaciones, unas densidades de población determinadas, una trama urbana congruente con ellas, una red logística y comercial que garantice los suministros necesarios para su sistema de ciudades y un nivel de integración de ecosistemas naturales dentro de su sistema económico. Todas esas facetas son complementarias, se integrarán dentro del sistema social del que forman parte y, a través suya, de los ecosistemas naturales (varios) con los que se encuentran vinculados. De tal manera que un avance -o bien un retroceso- en cada una de estas facetas, termina teniendo consecuencias (aunque no necesariamente de manera simultánea) en todas las demás.

Los dos artículos de esta serie más leídos hasta el día de hoy son “El Imperio Transversal”[1] y “Las otras transversalidades”[2]. En los dos me entretuve explicando cómo el Imperio español se ha singularizado históricamente, frente al resto de imperios de nuestro planeta -anteriores a él- por una característica que usé para definirlo desde el punto de vista funcional: la transversalidad, a la que definí, en el primero de ellos, como:

“Una forma de organización de las sociedades humanas que se abstrae del paisaje concreto y busca articular una relación dinámica entre el hombre y su medio que preserve los elementos esenciales de la ética que deben regir las relaciones entre los hombres, liberándolos de las formalidades que sólo sirven para adaptarse a una franja climática concreta y que constituyen una rémora fuera de ella. Aquí la adaptación que vale no es la biológica –que convertirían al hombre que se desplaza por esa franja en un blanco fácil fuera de su hábitat- sino la cultural. Es decir: la característica que, en el proceso de evolución biológica, distingue de manera más nítida a los humanos del resto de las especies vivas de nuestro planeta. El imperio “transversal” está más evolucionado desde el punto de vista estructural [que su opuesto, el imperio horizontal] y es más “humano”, en el sentido de más identificado con las características que distinguen a los humanos del resto de las especies que pueblan nuestro planeta.

Y también es más dinámico que sus alternativas porque ese hombre que se está desplazando por las diversas latitudes de nuestro mundo está obligado a reformularse a cada paso su relación con el medio y a mezclar lo aprendido en los distintos hábitats que ha conocido a lo largo de su vida, acelerando así el proceso de evolución cultural.

¿Comprende ahora por qué a partir de 1492 ya nunca nada sería igual? ¿Por qué en ese momento se puso en marcha el mecanismo de relojería que nos ha traído hasta aquí? ¿Por qué durante los últimos quinientos años la aceleración de los procesos históricos no ha parado de incrementarse?”

Como dije más arriba, las sociedades humanas evolucionan o involucionan, pero nunca se detienen, y en ese proceso dinámico, aunque actúen de forma primigenia y/o prioritaria sobre una faceta concreta de ese cambio social, terminan ejerciendo un efecto de arrastre sobre el resto de ellas que lo complementan.

Los españoles, al construir el primer gran imperio transversal de la Historia de la Humanidad, rompieron el corsé que hasta entonces venía limitando el desarrollo político del resto de formaciones que le precedieron en el tiempo (las horizontales), que no habían sido capaces de extenderse de una manera eficiente y/o competitiva fuera de su hábitat natural de procedencia. Y al hacerlo pusieron en marcha un mecanismo de relojería que traería como consecuencia, a medio plazo, la vinculación económica del resto de pueblos de la Tierra.

Al poner en contacto a sociedades que vivían en varios ecosistemas naturales diferentes provocaron un incremento formidable de los intercambios económicos, porque había centenares de mercancías exóticas que transportar desde un punto hacia otro, dónde eran muy demandadas y no podían producirse. Ese aumento del comercio fue un acicate para el desarrollo de las economías de escala, la explotación de las ventajas comparativas que cada cual tenía, para profundizar en los procesos de especialización económica de las diferentes regiones integradas dentro del sistema, para la innovación tecnológica y científica...

La Revolución Industrial ¡¡es una consecuencia!! del desarrollo de la transversalidad político-social. La primera es hija de la segunda o -al revés- la segunda ha actuado históricamente como desencadenante de la primera.

Es posible que haciendo un análisis puramente histórico no acabe de percibirse esto con claridad debido a que, aunque desde que los españoles pusieron su pie sobre el continente americano propiamente dicho (lo que llamaron entonces “Tierra firme”) fueran avanzando por ecosistemas cada vez más variados, abriendo nuevas rutas comerciales e incorporando una gran cantidad de productos nuevos a las redes preexistentes, eran muy pocos y, en consecuencia, no podían generar un gran volumen de intercambios. Aunque desde el punto de vista cuantitativo el impacto se fue produciendo con una cierta gradualidad, desde el cualitativo, sin embargo, tuvo consecuencias inmediatas, cambiando desde el primer momento las reglas del juego. La globalización no es ningún invento contemporáneo, es una consecuencia directa de los descubrimientos geográficos realizados por vía marítima a partir del siglo XV, especialmente del descubrimiento y conquista de América por parte de los españoles.

¿Por qué pongo el énfasis en la acción de los españoles? Veamos:

“Hace ya tiempo que se dio a conocer la famosa saga vikinga de Erik el Rojo, uno de cuyos hijos, Leif Eriksson, parece que estuvo en América –en el año 1001-, a la que llamó Vinland. En algún lugar de la costa noreste de Norteamérica hubo, durante algunos años a principios del siglo XI, una colonia vikinga. Recientemente se ha publicado una obra que habla de un hipotético descubrimiento chino del continente americano en 1421. Hay además otros muchos libros que hablan de otros posibles descubrimientos de América con una base argumental mucho más endeble, internándose algunas claramente en el terreno de la ficción más o menos literaria.

Admitamos, por un momento, la posibilidad de que todas y cada una de estas propuestas fueran ciertas y que América haya sido un continente bastante visitado por todo tipo de “turistas” a lo largo de la Edad Media e, incluso, la Edad Antigua. ¿Qué diferencia al descubrimiento español de los demás? ¿Qué es lo que hace que sigamos hablando del “Descubrimiento”, con mayúsculas, cuando nos referimos al de 1492 y releguemos los demás a la categoría de “curiosidades”? Pues, sencillamente, que éste fue el único que tuvo verdaderas consecuencias históricas. Colón, cuando volvió, hizo exactamente lo mismo que Leif Eriksson y que el general chino que comandaba la flota descubridora: contar lo que había visto y decir donde estaba. La diferencia la marcaron los que escucharon esa noticia. Los españoles fueron los únicos que se pusieron inmediatamente en marcha. Las dos naves supervivientes del primer viaje colombino regresaron en marzo de 1493, en abril sería recibido Colón en audiencia por los reyes en la ciudad de Barcelona y el 25 de septiembre partía de nuevo, con 17 naves y el mandato de “explorar, colonizar y predicar la fe católica por los territorios que habían sido descubiertos en el primer viaje”[3]. La diferencia no la marcó Colón, la marcó España..”

[…]

“durante más de cien años América fue, prácticamente, monopolio de los españoles, por la ausencia de competidores que merecieran tal nombre. Mientras tanto las noticias procedentes del Nuevo Mundo no paraban de llegar a las cortes europeas. Está claro que por falta de estímulos no era.

Cuando los primeros descubridores-colonizadores ultra pirenaicos aparecen por el Nuevo Mundo el Imperio ultramarino español era una realidad tan consolidada y tan poderosa que sólo cabía arañar un poco en su capa más externa. Quien quisiera competir con España con alguna posibilidad de éxito tenía que adoptar buena parte de su modelo. España marcó el camino y, también, las reglas del juego. Es altamente probable que, sin el poderoso impulso que los españoles imprimieron a la expansión ultramarina en el continente americano durante el siglo XVI, el modelo de expansión marítima de los europeos hubiera sido radicalmente diferente y, desde luego, mucho más lento, más pausado.”[4]

La España medieval fue una especie de caldera a presión. Durante ochocientos años los musulmanes no pararon de lanzar una ofensiva tras otra contra los núcleos de resistencia cristianos del norte peninsular. En total fueron cinco grandes “tsunamis” los que intentaron doblegar al pueblo estructuralmente más complejo de la ecúmene europea. La primera invasión sería la del año 711, cuya presión militar se mantendría durante varias generaciones, a la que seguiría más adelante la poderosa ofensiva de los amiríes (980-1009), los almorávides (finales del siglo XI y primera mitad del XII), almohades (siglos XII-XIII) y benimerines (siglos XIII-XIV).

Los musulmanes, en cada nueva oleada ofensiva que lanzaban, hacían retroceder a las fuerzas de los cristianos hasta que estos conseguían articular una línea defensiva con la suficiente consistencia como para poder contenerlos. En ese punto se “encastillaban” y organizaban la resistencia hasta que el impulso militar del adversario empezaba a debilitarse. A partir de ese momento empezaban a desplegarse por el territorio fronterizo las “mesnadas”, que se dedicaban a tantear la consistencia de las líneas del enemigo, al que van sometiendo de manera paulatina a un proceso de desgaste hasta que consiguen ponerlo a la defensiva. Desde ese momento empiezan a desplegar toda su fuerza militar, arrollándolo y empujándolo hacia el sur. Poco después una nueva oleada invasora musulmana sustituye a la anterior y el proceso se reinicia otra vez, aunque la línea del frente, en cada nueva oleada, se sitúa unos doscientos kilómetros más hacia el sur.

La Edad Media española es un proceso de acumulación de fuerzas que repite, de una manera cíclica, una serie de patrones que se desarrollan con una lógica interna recurrente que gira sobre su eje interno -en espiral- amplificando su propio modelo en cada nueva pasada

“la Edad Media actuó, en España, como un crisol en el que se fundió –primero- y se templó –después- una nueva civilización. La Era de las Invasiones Africanas puso la línea del frente al rojo vivo y para hacer retroceder esa línea, durante 250 años, no paró de aumentar la presión de la caldera hasta que, finalmente, se obligó a los musulmanes a replegarse hasta la orilla meridional del Estrecho de Gibraltar. A los que contemplaron la lucha desde el corazón del continente [...] les pudo parecer algo exótico, tal vez folclórico pero, aunque no lograran darse cuenta de ello, aquí se estaba jugando su propio futuro. Pero ya vimos como en una España con una de las densidades de población más bajas de Europa (es un país semiárido) y dividido en dos por la línea del frente, se libraron batallas con decenas de miles de combatientes por ambos bandos lo que implicaba, en el lado cristiano (los musulmanes llegaron a reclutar soldados hasta las orillas de los ríos Níger y Senegal), movilizar a un elevado porcentaje de sus habitantes, lo que terminó militarizando a la sociedad entera. No es nada fácil derrotar a un pueblo que ha ido creciendo despacio y avanzando lentamente en medio de un inmenso campo de batalla.”[5]

[…]

[España era] “un país de países, un pequeño continente, un lugar donde coexistían fértiles valles con auténticos desiertos, praderas atlánticas, extensas sierras y amplias estepas, todo ello bajo un sol de justicia, que hacía vivir a sus hombres siempre pendientes del cielo, implorando el agua cuya presencia marca la diferencia entre la vida y la muerte, la prosperidad y la miseria.”[6]
[…]

“La “Reconquista” española forjó el tipo humano -y también la sociedad- que se necesitaba para protagonizar la epopeya americana. La transversalidad [...] ya estaba prefigurada en la España medieval y sus elementos también estaban presentes, incluso, en el Imperio Romano, que supo vincular durante siglos a los habitantes de las tierras húmedas europeas con los de las áridas del norte de África y de Asia suroccidental.” [… Era] “una sociedad todo-terreno, capaz de estructurarse en las Antillas, en los Llanos de Venezuela, en Mesoamérica, la zona andina, los pre-desiertos de los trópicos… Hacía falta la respuesta multimodal española."[7]

La sociedad industrial que vimos aparecer y extenderse por el mundo a partir del siglo XIX necesitaba, como condición previa, una estructura económica y política planetaria consistente y segura.

Aunque hoy cuando miramos hacia el pasado nos encontremos primero con los imperios coloniales europeos de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses), estos actúan como árboles que nos impiden ver el bosque primigenio que hizo posible esta estructura secundaria.

Incluso olvidándonos de la “remota” historia que se desarrolló durante los siglos XVI al XVIII resulta que, aunque los imperios coloniales europeos del siglo XIX tuvieran una extensión planetaria y hubieran desarrollado un activo comercio entre las metrópolis y sus respectivas colonias, estableciendo un sistema de intercambio desigual entre centro y periferia, había ya unas estructura políticas intermedias independientes (las antiguas colonias ibéricas, los Estados Unidos de Norteamérica, los estados de Europa Oriental y las estructuras políticas asiáticas que resistieron la agresión europea sin perder totalmente su soberanía nacional, como China o Japón) que introducen un factor de complejidad y una profundidad estratégica en la estructura económica global que estabilizaba el modelo y le daban consistencia. Una parte importante de esas estructuras intermedias estaban presentes en él como consecuencia de la acción que los ibéricos venían desarrollando desde finales del siglo XV y no sólo en América. Las grandes culturas de Asia Oriental, cuando holandeses, ingleses y franceses aparecen en la zona, ya estaban integradas en circuitos comerciales que conectaban la región con Europa y habían desarrollado “anticuerpos” culturales frente a los europeos que les ayudó a establecer una relación más igualitaria, más multilateral, con los recién llegados de lo que hubiera sido ese mismo contacto sin el precedente ibérico. 

Los biólogos han aprendido que la presencia de una especie nueva -animal o vegetal- que procede de un ecosistema foráneo e otro diferente puede provocar una transformación del propio paisaje, afectando a aspectos sobre los que ese animal o planta no puede actuar directamente, pero sí de forma indirecta a través de la reacción en cadena que termina provocando. Pues el descubrimiento, por parte de los marinos ibéricos del “8” atlántico, desencadenaría un proceso que aún sigue cambiando el mundo y que terminará, en su día, llevando al hombre hasta las estrellas.


viernes, 31 de octubre de 2014

El “santiaguismo” español

Santiago en la batalla de Clavijo (Cuadro de José Casado del Alisal)

En el artículo anterior vimos como se produjo históricamente el despliegue musulmán por el área mediterránea, que había formado parte, antes de la invasión islámica, del Imperio romano-bizantino. Vimos también como, en España, contaron con colaboradores nativos muy bien situados en la estructura político-militar del reino visigodo, los witizanos, sin cuya ayuda no podría entenderse la rápida y fulminante conquista de  la Península Ibérica.

Hubo colaboración autóctona en el paso del Estrecho de Gibraltar, gracias a la inestimable ayuda del Conde Don Julián (gobernador de Ceuta), que aún no está claro del todo si era visigodo o bizantino pero que, en cualquier caso, tenía cuentas personales que saldar con Don Rodrigo o con su entorno político y ningún deseo de enfrentarse con el alud islamista que había sometido poco antes a los países del Magreb.

Hubo, igualmente, colaboración militar de los witizanos en la batalla de Guadalete, tal como nos dice la crónica asturiana y las propias fuentes árabes. Y los invasores, después, recibirán refuerzos militares o facilidades en su avance en diversos puntos de la geografía peninsular, como es el caso del Conde Teodomiro, máxima autoridad de los visigodos del sureste (actuales provincias de Murcia y Alicante) y del Conde Casio, que controlaba el valle medio del Ebro desde la ciudad de Tudela, cuyos descendientes -los Banu Qasi- acabarán administrando toda la frontera nororiental del Califato de Córdoba.


Izquierda: Dominios del Duque Teodomiro. Derecha: Máxima expansión de los territorios controlados por los Banu Qasi.

También hay noticias de witizanos que apoyaron la invasión en otras zonas,  como Sevilla o la propia Toledo, capital del reino visigodo.

El recuerdo histórico de la colaboración entre visigodos y musulmanes permaneció vivo durante mucho tiempo en las tierras de Al Ándalus. La aristocracia islámica toledana siguió autoproclamándose orgullosamente “goda” durante siglos, hasta el punto de que sus ecos han llegado hasta nuestros días a través del fondo bibliográfico Kati en Tombuctú (Mali), que ha pertenecido a los miembros de una tribu que fue conocida como “Al Quti” (Los godos) y que decían proceder de la ciudad de Toledo, de la que tuvieron que exiliarse a finales del siglo XV:

“Mi antepasado, el jurisconsulto Ali b. Ziyad al-Quti es de la casa de los Banu l-Kuti de Castilla. Nació en la ciudad de Toledo, que los judíos llamaban Toledox, los romanos Tolerum y los árabes Tulaytula. Al salir de Castilla, deja su mujer, sus hijos, la tierra de sus padres y gran parte de sus recuerdos para ir a vivir a la luz del día la fe de Alá, que sus padres adoptaron en aquellos tiempos ya lejanos en el que los musulmanes reinaban sobre toda la Península, desde los Pirineos hasta Sierra Nevada y desde las costas del Atlántico hasta los límites del Mediterráneo en el oriente andalusí, donde vivían antes de la llegada de los cristianos, los dioses de Cartago.
El 22 de julio de 1468, Ali había llegado ya al Touat y compra ese mismo día una biografía en dos tomos del profeta del Islam escrita por Cadi Iyad al-Andalusi de Ceuta. En la última página del primer volumen de esta obra, titulada Kitab as-Shifa, anota:
“Compré este libro dorado titulado As-Shifa Cadi Iyad, a su primer propietario, Muhammad b. Umar, por valor de 225 gramos de oro puro pagado en total al vendedor, con mis acompañantes como testigos. Esto fue dos meses después de nuestra llegada a Touat, procedente de nuestro país, de Toledo, localidad de godos. En este momento, estamos en ruta hacia Bilad as-Sudan. Pedimos a Alá, el Todopoderoso, que nos conceda tranquilidad. El esclavo de su Señor; Ali b. Ziyad al-Quti”[1]
[…]
“Los hijos de Witiza, antepasado de Ali b. Ziyad al-Quti, ayudaron a los sarracenos a penetrar en la Península Ibérica con la esperanza de que ellos les ayudarían a reconquistar el trono de Toledo que el usurpador Don Rodrigo y los suyos les habían arrebatado. Estos recompensaron a la familia de Ali b. Ziyad al-Quti con algunas tierras y así se deshicieron de la obligación de cualquier otro tipo de ayuda. Los godos se dispersaron. Algunos se retiraron al norte y se reagruparon más tarde en torno a un tal Pelayo; otros, los de la familia de Ali b. Ziyad al-Quti se quedaron en sus tierras que se llamarían, desde ahora, Al-Andalus, como el resto de la península conquistada por el pueblo de Alá. En principio serán mozárabes, cristianos en tierras musulmanas, después muallads, cristianos conversos al Islam, y finalmente, mudéjares, es decir, musulmanes en tierras cristianas.
Los musulmanes no tendrán más que un solo nombre para designarlos, serán para ellos los Banu l-Quti, los godos, y es con este nombre que Ali b. Ziyad al-Quti saldrá solo, condenado al exilio, de una ciudad que fue durante siglos la capital de su familia y su tribu, Toledo. Alfa Mahmud Kati, mi antepasado, cuenta toda esta historia en su obra Tedkiret al-Ihwan, resumida por mis abuelos, Ali-Gao b. Mahmud Kati III y Muhammad Abana b. Alfa Ibrahim b. Mahmud Kati II.”[2]

Como puede ver, en pleno siglo XXI hay individuos que viven en el corazón del Sahel africano y que no sólo dicen descender del mismísimo Witiza sino que, además, han dejado escritas en sagas familiares toda la historia de su estirpe desde el siglo VIII hasta la actualidad.

Vemos por tanto como, cinco generaciones después de la “conversión” de Recaredo y del pacto fundacional de la Iglesia española entre trinitarios y arrianos, vuelve a producirse uno nuevo entre otra facción de la aristocracia visigoda y los “invasores” islamistas, al que sigue la “conversión” masiva de esta última a la nueva religión que acaba de aparecer en la Península. Tanto en la operación política del siglo VI como en la del VIII los “conversos” obtienen inmediatas ventajas políticas como contrapartida y/o amplios señoríos que administrar. La “invasión” musulmana no es percibida como especialmente traumática por la gran mayoría de la población peninsular, que asiste a la misma como mera espectadora de la lucha que libran los nuevos invasores con los anteriores que aún resisten, tal y como venía sucediendo desde la llegada de los vándalos, suevos y alanos a principios del siglo V. La Alta Edad Media, en todo el Occidente Mediterráneo, fue una sucesión de oleadas invasoras que se disputaban, como carroñeras, lo que quedaba en pie del antiguo Imperio Romano de Occidente.

Los árabes, por lo menos, venían del Próximo Oriente, la zona más culta y desarrollada que quedaba tras el derrumbe de los imperios mediterráneos. Un lugar dónde seguían existiendo importantes ciudades, un activo comercio, estructuras políticas consistentes, bibliotecas... Todo un lujo, frente a la ruralizada Europa de los germanos, dónde la gente huía de las ciudades y los ejércitos no eran más que unas circunstanciales alianzas entre clanes en reagrupamiento continuo, dónde era raro ver a un monarca morir de forma natural y más extraño aún que pudiera transmitir su cargo de manera reglada.

La tradición arriana visigoda que, como hemos podido comprobar, seguía siendo muy potente a principios del siglo VIII y facilitó como hemos visto la conversión al Islam de influyentes segmentos de la aristocracia, propiciando este inesperado giro que tomaron los acontecimientos históricos, siguió, no obstante, ejerciendo una importante influencia también entre los españoles que se mantuvieron fieles a la fe cristiana, tanto en Al Ándalus como en la resistencia armada que se fue paulatinamente articulando en el norte del país.

El arrianismo, cuyos límites dogmáticos con el cristianismo trinitario se habían ido diluyendo hasta casi desaparecer, de tal forma que en la mayor parte de la población e, incluso, del propio clero no había consciencia de qué elementos del cristianismo pre-islámico español procedían del credo trinitario y cuales, por el contrario, lo hacían del arriano, se fragmentó en tres grupos o ramas evolutivas diferenciadas en función del lugar geográfico y de la clase social en la que cada uno había quedado situado.

La primera de ellas fue la de los muladíes, es decir, los españoles convertidos al Islam, cuyo proceso hemos venido viendo hasta aquí. Como hemos comprobado, la estrategia política desplegada por los witizanos en los momentos críticos de la “invasión” resultó determinante en el desarrollo de los procesos históricos ulteriores, facilitando tanto la conquista del país como la conversión de importantes segmentos de la aristocracia y de las clases medias del mismo.

La segunda rama en la que se bifurcó la tradición arriana de origen germánico fue la de los “adopcionistas”, seguidores del arzobispo de Toledo Elipando (717-808), máxima autoridad religiosa de los mozárabes de Al Ándalus que formula, en un sínodo reunido en Sevilla en el año 785 los términos de esta “herejía”, según la cual Cristo tenía naturaleza humana pero había sido “adoptado” por Dios. Sus afirmaciones serán inmediatamente respondidas desde el reino asturiano por el abad de Santo Toribio de Liébana (Beato de Liébana) y por el obispo fugitivo de Osma (Eterio). Pero pronto se adhieren al bando adopcionista Ascárico (obispo de Braga) y, sobre todo, Félix (obispo de Urgel). La incorporación de Félix a las filas adopcionistas, cuya diócesis queda dentro del reino franco, internacionaliza la polémica y hace intervenir en ella al Papa y al mismísimo Carlomagno. Ambos, de común acuerdo, convocarán para debatir el asunto el Concilio de Ratisbona (792), al que asistirá el urgelitano y, posteriormente el de Francfort (794) del que saldrá el documento de condena de la citada herejía (el Libellus Sacrosyllabus). Durante su estancia en Ratisbona y posterior visita a Roma, Félix será obligado a retractarse, pero de vuelta a España huyó hacia territorio andalusí refugiándose en Toledo. Ninguno de los protagonistas de esta historia modificará sus posiciones de manera voluntaria. La ortodoxia se impondrá sin mayores problemas fuera de Al-Andalus –gracias también al decidido apoyo recibido tanto de los reyes francos como de los astur-leoneses-, pero las autoridades religiosas mozárabes mantendrán sus posiciones heréticas al menos hasta la muerte de Elipando. Después se irán amortiguando los ecos de la querella porque la situación de los cristianos de Al Ándalus no aconsejaba entrar en grandes disputas teológicas.

La tercera línea evolutiva del arrianismo español post-visigodo fue la que denomino “santiaguista”, que se desarrolla en el área astur-leonesa como consecuencia del “descubrimiento” de los restos mortales del apostol Santiago el Mayor, en Compostela (Campo de estrellas).

“En el año 813 de nuestra era se “descubrieron”, en un lugar de Galicia llamado Compostela, los restos mortales del apóstol Santiago. El rey Alfonso II de Asturias decidió levantar en el lugar una iglesia, sobre la que después se construyó la actual catedral, para venerar a uno de los apóstoles más importantes de los que acompañaron a Jesús.

¿Qué sentido tiene que, a principios del siglo IX, en el corazón de la Galicia celta, aparezcan nada menos que los restos del apóstol Santiago? Todo el mundo sabe -y sabía- que Santiago murió en Jerusalén. Y además ¿Por qué precisamente Santiago y no cualquier otro de los discípulos de Cristo?”
[…]
“Pues porque Santiago era, para los cristianos españoles del siglo IX, literalmente, el hermano de Cristo. Hermano carnal, de padre y de madre. Una tradición que se fue perdiendo a partir del siglo XI. De esta carnalidad podrán ya deducir, de manera clara, la fuerte componente arriana de las creencias de los cristianos españoles altomedievales, contemporáneos de los adopcionistas mozárabes (arrianos versión 2.0) que seguían al arzobispo Elipando de Toledo (fallecido el año 808) y al obispo Félix de Urgel (muerto el 818).

Y ¿Qué pintaban los restos de Santiago en Galicia? En principio puede que nada, aunque una tradición medieval, algo más antigua, venía afirmando que unos discípulos suyos, de origen gallego, trajeron los restos después de su muerte. Pero mírenlo de otra manera y ahora lean lo que escribió al respecto Américo Castro:

Los musulmanes habían extendido sus dominios desde Lisboa hasta la India impulsados por una fe combativa, inspirada en Mahoma, apóstol de Dios. Los cristianos del Noroeste poseían escasa fuerza que oponer a tan irresistible alud, y millares de voces clamarían por un auxilio supraterreno que sostuviera sus ánimos y multiplicara su poder. Cuando las guerras se hacían más con valor y unidad de decisión que con armamentos complicados, el temple moral del combatiente era factor decisivo.”.... “Desde hacía siglos corría por España la creencia de que Santiago el Mayor había venido a predicar allá la fe cristiana”.... “Más en el siglo IX, no sólo era urgente la predicación de Santiago vivo, sino además la presencia de su sagrado cuerpo”.... “Santiago se irguió frente a la Kaaba mahomética como alarde de fuerza espiritual”[3]

Santiago (basílica) como anti-Kaaba. Santiago (apóstol) frente a Mahoma. Peregrinación a Santiago frente a peregrinación a La Meca. Esa es la idea. Y tiene todo el sentido del mundo. Está plenamente contextualizada. Formas de culto cristianas con lógica interna musulmana. Si los musulmanes se cargan las pilas (espiritualmente hablando) cada vez que peregrinan a La Meca, los cristianos lo harán peregrinando a Santiago. Se está montando un juego de oposiciones (tal y como hablé hace varias semanas en el artículo “las fronteras intangibles”) para articular la resistencia frente al Islam, para defender la identidad propia frente a las agresiones ajenas. Y la propuesta resultó un éxito rotundo. Fue esa construcción ideológica, adecuadamente interiorizada y articulada, la que puso los cimientos de nuestra identidad colectiva, la roca sobre la que se asentó el edificio que hoy llamamos España.”[4]

En la corriente “santiaguista” se fusionan tres tradiciones religiosas previas diferentes y heterodoxas. Es evidente la presencia de elementos de origen arriano a través de la carnalidad de Cristo ya citada, que se hace también eco de las reflexiones de los adopcionistas mozárabes contemporáneos suyos.
También podemos encontrar el eco del Islam peninsular en una corriente que lo que propone es construir una anti-kaaba. Como dije entonces “formas de culto cristianas con lógica interna musulmana”. Los cristianos fabrican el negativo de su adversario para poder enfrentarse con él.
Y la tercera tradición que renace, como el ave fénix, con el santiaguismo español es, nada menos, que el priscilianismo, hasta el punto de que hay quien sostiene, con sólidos argumentos por cierto, que los restos mortales que se encuentran en la tumba del apóstol Santiago son, en realidad, los del “hereje” Prisciliano.

“El priscilianismo fue la doctrina cristiana predicada por Prisciliano en el siglo IV, basada en los ideales de austeridad y pobreza. Sus enseñanzas fueron condenadas como herejía en el Concilio de Braga, en el año 563. Anteriormente fue discutido en el Primer Concilio de Toledo, en el año 400.

Además de instar a la Iglesia a abandonar la opulencia y las riquezas para volver a unirse con los pobres, el priscilianismo como hecho destacado en el terreno social condenaba la institución de la esclavitud y concedía una gran libertad e importancia a la mujer, abriendo las puertas de los templos a las féminas como participantes activas. Así la primera de la que se conservan textos escritos en latín es Egeria, monja galaica priscilianista que vivió en torno al 381.

El priscilianismo recomendó la abstinencia de alcohol y el celibato, como un capítulo más del ascetismo, pero no prohibió el matrimonio de monjes ni clérigos, utilizó el baile como parte de la liturgia y se negó a condenar algunos apócrifos y seudoepigráficos prohibidos como el Libro de Henoc, que interpretaba en forma alegórica.

Los detractores de Prisciliano y sus ideas lo han acusado de múltiples pecados e impiedades, como que negaba el dogma de la Trinidad y defendía una concepción unitaria. Dicen que afirmaba que los ángeles y las almas humanas eran, en esencia, de la misma sustancia que Dios. Afirman además, que negaba la encarnación del Verbo, atribuyendo a Jesús un cuerpo sólo aparente. Marcelino Menéndez y Pelayo en Historia de los heterodoxos españoles afirma: no cabe dudar que los priscilianistas eran antitrinitarios y, según advierte San León (y con él los Padres bracarenses), sabelianos. No admitían distinción de personas, sino de atributos o modos de manifestarse en la esencia divina.

Prisciliano comenzó a difundir su doctrina en torno al año 375, que de forma inmediata arraigó en la población y la iglesia galaicas, conformando la primera estructura jerárquica segregada de Roma en la Gallaecia. Desde ella el priscilianismo se extiende a la Lusitania y la Bética.

El gran número de seglares y eclesiásticos que se sumaban al priscilianismo en toda la Hispania levantó los recelos de los prelados más ortodoxos y por ello Aydignio, Obispo de Córdoba acudió a Ithacio, prelado de Mérida. Este convocó un concilio en Zaragoza en 380 en el que acusó a los priscilianistas de gnosticismo, maniqueísmo y otras prácticas heréticas (del mismo modo que a los fili, druidas cristianizados de Irlanda y Gales: brujería, exhibicionismo, ritos orgiásticos entre otros).

En este concilio fueron excomulgados, además de Prisciliano, los obispos Salviano e Instancio, hecho que se vería agravado por el rescripto dictado por el emperador Graciano que desterraba extra, omnes terras a los heterodoxos de la Hispania.

[…]

Prisciliano fue condenado por maleficium y decapitado en 385 junto a sus principales seguidores, siendo los demás desterrados y despojados de sus posesiones. Instancio fue desterrado. A Tiberiano y a otros priscilianistas se les confiscaron los bienes.

[…]

Para evitar nuevas persecuciones los priscilianistas se constituyeron en una sociedad secreta y continuaron ejerciendo el poder logrando nombrar obispos. Esta situación crearía un cisma que sumiría a la Iglesia en una gran confusión, obligando a intervenir al papa Inocencio I, que sancionó la Regula fidei contra omnes hereses, maxime contra Priscillianistas en el año 404.”[5]

[…]

“En el año 1900 el hagiógrafo Louis Duchesne publica en la revista de Toulouse Annales du Midí un artículo bajo el título «Saint Jacques en Galice» en el que sugiere que el que realmente está enterrado en Compostela es Prisciliano, basándose en el viaje que sus discípulos hicieron con los restos mortales del hereje hasta su tierra natal. Posteriormente Sánchez-Albornoz y Unamuno se hacen eco de esta hipótesis que ha pasado a convertirse en una hipótesis muy popular, alternativa a la tradición católica.”[6]

El priscilianismo, como hemos visto, pasó a la clandestinidad en el Bajo Imperio Romano. Sus fieles, que habían enterrado a Prisciliano en un lugar secreto, peregrinaban a su tumba, situada en algún lugar de Galicia, para venerar a su santo. Es altamente probable que la tradición altomedieval que sostenía que en Compostela estaba enterrado el apóstol Santiago hubiera sido construida como una coartada para proteger a los peregrinos que visitaban la tumba del santo “hereje” así como a los restos del mismo. Irónicamente, si esta teoría fuera cierta, al convertir a Prisciliano en Santiago el Mayor, la Iglesia de Roma habría estado venerando durante siglos los restos de un hereje al que mandó decapitar.
En cualquier caso, a principios del siglo IX los reyes de León necesitaban un símbolo en torno al cual articular el discurso de la resistencia frente al Islam y la hipotética coartada construida algunos siglos antes por los priscilianos gallegos les brindaba un lugar de peregrinación popular, una anti-Kaaba que no podían dejar de explotar en aquellos tiempos aciagos.

Debemos recordar que en el año 750 había tenido lugar la toma del poder de la dinastía de los abasidas en el Imperio árabe. La capital del mismo se desplazó desde Damasco hasta Bagdad, es decir, desde una gran ciudad del antiguo Imperio Bizantino hasta otra del área Sasánida. Como consecuencia del cambio dinástico los musulmanes del Próximo Oriente inician un proceso de alejamiento intelectual con respecto a la tradición clásica mediterránea greco-latina, que tiene importantes consecuencias teológicas, reforzando las corrientes chiíes dentro del Islam (Hasta entonces mucho más minoritarias) y con ellas la veneración del yerno de Mahoma -Alí-, cuarto califa ortodoxo y antepasado de los fatimíes o descendientes directos del profeta. Sus restos se veneran en la ciudad santa irakí de Nayaf. Los propios abasidas, descienden, también, de un tío de Mahoma. Por tanto los argumentos basados en la legitimidad del poder adquirida a través de la línea de sangre cobran fuerza y actualidad a partir de mediados del siglo VIII.

Durante el Siglo de los Omeyas (desde mediados del siglo VII hasta mediados del VIII) el Islam protagoniza un profundo y sincero acercamiento hacia la tradición clásica y la incorpora a su bagaje cultural, facilitando así la integración de los pueblos hasta entonces sometidos a la autoridad de Bizancio. Será este acercamiento el que construya los cimientos filosóficos y vitales sobre los que terminará descansando su civilización, los que le darán consistencia. Pero cuando el árbol musulmán emerge desde el subsuelo de sus raíces greco-sirias será desviado hacia la tradición persa-mesopotámica, iniciando un camino que conduce al desarrollo de una cultura singular, centrada en el Medio Oriente, que se aleja del mundo occidental y entra en confrontación (y no sólo política o militar) con él.

La España musulmana reaccionó con rapidez al golpe de timón, colocándose en rebelión abierta contra los abasidas y aferrándose a la tradición omeya, mucho más respetuosa con la idiosincrasia de los pueblos que beben en las fuentes greco-latinas. El último superviviente de esta familia se refugió en Al-Ándalus, donde fue acogido como el legítimo heredero de los califas de Damasco. Al sublevarse contra Bagdad, los andalusíes pusieron fin a su subordinación estratégica con respecto a los centros de decisión situados en el Medio Oriente de manera definitiva. La llegada al poder de Abderramán I, el primer Omeya cordobés, es el punto de arranque de un nuevo proyecto histórico, un proyecto musulmán pero ibérico, que vivió en los siguientes doscientos años una brillante etapa de esplendor, cuya influencia cultural sobre el occidente cristiano fue inmensa y cuyos herederos mantuvieron viva la llama de la cultura andalusí hasta los comienzos de la Edad Moderna.

Pero los ecos del chiísmo y del legitimismo transmitido por la línea de sangre también llegaron hasta España, alcanzando -incluso- al área de resistencia de los cristianos, en el norte peninsular. Y el santiaguismo lo replicó, sustituyendo a Alí y a Fátima (el yerno y la hija de Mahoma) por Santiago (el hermano de Jesús). Pese a las diferencias religiosas y la hostilidad militar entre moros y cristianos, la comunicación entre los dos bandos es fluida e intensa y la influencia cultural es evidente.

¿Creía que la Edad Media española era árida, monótona y distante? Como podrá observar estaba a la altura de los mejores novelistas de ficción contemporáneos al estilo de Dan Brown o de Noah Gordon. Es todo un filón para escritores, guionistas y directores de cine. Bienvenido a uno de los momentos más apasionantes, vivos, intensos, dramáticos y trascendentales de la Historia de la Humanidad. En este rincón del mundo se estaba preparando, en la profunda Edad Media, una mutación en la manera de organizar las sociedades humanas que terminará arrastrando en su propia dinámica de desarrollo al resto de pueblos que habitan nuestro planeta. 

[1] ISMAEL DIADIE HAIDARA: Los últimos visigodos. La biblioteca de Tombuctú. RD Editores. Sevilla 2001. pp. 21-22.
[2] Ibíd. pp. 26-27.
[3] CASTRO, AMÉRICO: España en su historia. Editorial Trotta. Madrid. 2004.
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Priscilianismo
[6] http://es.wikipedia.org/wiki/Prisciliano

martes, 23 de septiembre de 2014

El despliegue musulmán

Un profeta no puede corregir a Dios, pero sí puede complementar el mensaje de otro profeta anterior. Esta frase quizá pueda resumir la diferente actitud de los dos grupos cristianos más importantes del siglo VII, los trinitarios y los arrianos, ante el Islam.

Como para los primeros Jesús es Dios, Mahoma tiene que ser, necesariamente, un impostor. ¿Cómo puede nadie añadir nada al mensaje que nos trajo Dios-hijo en persona? ¿Cómo un simple predicador puede reinterpretar al “Cordero de Dios” que se sometió al sacrificio de la cruz para redimir a los hombres asumiendo -él-, de esta forma, nuestras culpas?

El mensaje de Cristo sólo puede modificarse por la puerta de atrás, como hizo Constantino y sus colaboradores “cristianos”, que introdujeron en él diversos conceptos, entre ellos el de “misterio”, ajenos a la tradición judeo-cristiana, que convierten a sus mediadores terrenales en los intérpretes de un incomprensible plan divino (incomprensible sólo desde ese momento), inaccesible para el común de los mortales e, incluso, para esos mismos intérpretes que monopolizan el mensaje que, no se sabe de qué extraña manera pues nadie comunica que se haya producido revelación alguna por parte de la divinidad al respecto, ha llegado hasta conocimiento de los teólogos y de un político -aún no bautizado y, por tanto, no convertido- que ostenta la máxima autoridad del poder romano y -de facto- también en la Iglesia.

Pero el cristianismo arriano se mueve dentro de unos parámetros más terrenales. Nunca divinizó a Jesús, al que consideran un enviado de Dios de naturaleza humana. Para ellos la aparición de otro mensajero suyo en la Tierra, seiscientos años después, puede ser aceptada o no, pero no representa ninguna barbaridad conceptual. Su actitud ante la nueva propuesta religiosa está, en principio, abierta al debate y a la reflexión. No nos debe sorprender, por tanto, que en los países donde la tradición arriana había sido muy potente, y la España visigoda era uno de ellos, hubiera entre la población una mayor receptividad ante al mensaje que los musulmanes portaban.

Hay poderosas razones, tanto históricas como funcionales, que nos pueden ayudar a entender la rápida conversión -sincera- de decenas de miles de españoles al Islam durante las primeras décadas del siglo VIII. Primero tenemos que hacer un ejercicio de contextualización de la propuesta. Como recordarán, en nuestro anterior artículo dijimos:

“Olvídese de cualquier idea preconcebida que tenga sobre los musulmanes, que será fruto, lógicamente, del desarrollo ulterior de los procesos históricos. Un hombre del siglo XXI no puede juzgar objetivamente a otro del VII porque sabe cosas que aquel no podía saber, por la sencilla razón de que aún no habían ocurrido. El Islam era, en ese momento, una propuesta de futuro que podía, potencialmente, evolucionar de mil maneras distintas. Era algo fluido que los hombres de ese momento histórico estaban construyendo paso a paso.”[1]

No había una manera de vivir musulmana previa, más allá de las propuestas concretas que sus teólogos hacían en tiempo presente, ni una forma de vestir, ni unos marcadores de etnicidad que ayudaran a diferenciar a los unos de los otros. Era una propuesta nueva, que se transmitía a través de la palabra (y también con la punta de la espada, una forma que, en aquellos tiempos aciagos, no representaba novedad alguna, pues los germanos actuaban de manera muy parecida) y que se dirigía, por tanto, hacia los sectores de la sociedad más proclives a la reflexión, al debate y también, por supuesto, hacia aquellos que se mostraban más predispuestos a asumir las novedades de su tiempo histórico o a buscar nuevas posibles vías de ascenso social.

Ese Islam primitivo, además, pudo ser visto en el Magreb y en Hispania (en los siglos VII y VIII) como una propuesta bastante sensata y respetable. Sabemos que Mahoma predicó su nueva religión por la península arábiga, un lugar que, como dijimos en el artículo anterior, “se había mantenido relativamente al margen de los procesos históricos que habían venido afectando al resto de sus vecinos”. A su muerte, en el 632 (diez años después de la Hégira), esa región había alcanzado ya la unidad y los límites políticos de los grandes imperios que los rodeaban.

Muerto Mahoma, se suceden al frente de la nueva estructura político-militar recién creada cuatro califas que habían tenido una relación personal y directa con él  (Abu Bakr, Omar, Otmán, y Alí) y que son conocidos como los califas ortodoxos (632-661). Son miembros de su vieja guardia, discípulos suyos que procuran mantener el espíritu originario de la propuesta. Entre los cuatro sólo suman 29 años de reinado. Serán ellos los que conquisten las prósperas provincias sasánidas y bizantinas del Creciente Fértil (Mesopotamia, Siria, Líbano, Palestina). Son países ricos, prósperos, cultos y poblados; llenos de fértiles valles que se encuentran rodeados por el desierto. Son la cuna de la civilización. ¿Recuerdan lo que dijimos el otro día sobre los oasis y cómo actúan de laboratorio para el desarrollo de las estructuras políticas?



En los valles del Creciente Fértil, tal y como había sucedido doscientos años antes en la Europa Mediterránea con los germanos, los invasores se sitúan rápidamente al mando de la estructura política, pero son muy pocos y quedan pronto subyugados por el deslumbrante desarrollo material y cultural de unos pueblos que cuentan con un bagaje civilizatorio varias veces milenario.

Pronto los militares toman el mando y una facción de ellos eliminará físicamente al último de los cuatro grandes califas que sucedieron al profeta, Alí (656-661), primo hermano y yerno de Mahoma, pues estuvo casado con su hija Fátima, siendo por tanto padre de los nietos del enviado y, en consecuencia, fundador de la estirpe de los fatimíes, o descendientes del profeta (la actual familia real marroquí pertenece a esa familia). Sus restos se veneran en la ciudad santa de Nayaf (Irak) y es considerado como el fundador del chiísmo, la segunda rama más numerosa del Islam.

De la guerra civil que cerró el ciclo de los Califas Ortodoxos, saldrá vencedor Muawiya, hasta entonces gobernador de Siria, que establece la capital en Damasco e inaugura la dinastía de los Omeyas (661-750).

Los Omeyas ejercen el poder desde una de las grandes capitales de lo que fueron las provincias orientales del Imperio Bizantino, donde buena parte de la población se expresaba en lengua griega y muchos, además, conocían el latín. Una ciudad donde Aristóteles, Platón y el resto de autores de la antigüedad clásica son ampliamente leídos y estudiados por todo aquél que aspire a ser alguien en la estructura social. Durante el siglo de los Omeyas los musulmanes absorberán buena parte del legado clásico grecolatino y lo integrarán en su sistema de pensamiento y de organización social. Sus sabios se pondrán muy pronto a la cabeza de la ciencia y de la cultura del mundo de su tiempo. El Imperio árabe debido a su extensión y a su posición geográfica central, dentro de las tierras que constituyen el Viejo Mundo, se convirtió en el puente que conectaba a la Europa Occidental y Bizancio (por su noroeste) con el África sub-sahariana (por el suroeste) y el Asia Oriental (China e India, por el este). A través de los árabes nos llegaron el sistema de numeración decimal que hoy manejamos y que fue inventado en la India, nos llegó (también de la India) el juego de ajedrez y de China la pólvora, la brújula, la seda, las naranjas, etc. También nos llegó por su conducto el café, la caña de azúcar, las especias y un largo etcétera de elementos y/o productos que hoy son parte esencial de nuestra cotidianidad.

Últimamente se han producido algunos descubrimientos arqueológicos en España que nos informan de la existencia de mezquitas en nuestro país anteriores a la “invasión” del año 711. De dónde parece deducirse que antes de que llegaran los soldados lo hicieron los misioneros, y que estos ya convirtieron al Islam a algunos españoles en los últimos tiempos del reino visigodo.

Estos descubrimientos cambian bastante la concepción que teníamos de la penetración de los musulmanes en la Península Ibérica y la vuelven más comprensible, mucho más lógica que la historia que nos han venido contando durante los últimos mil años.

En la etapa final del reino visigodo llegaron a España misioneros, enviados desde Damasco, para predicar la nueva religión. Como dijimos más arriba, proceden de uno de los mayores focos de la cultura de su tiempo. Individuos que debían haber sido -lógicamente- entrenados para desempeñar adecuadamente su función. Por tanto hemos de suponer que se expresaban perfectamente tanto en latín como en griego. Debemos tener en cuenta que todos los países ribereños del Mediterráneo, durante los mil años anteriores a esa fecha, habían estado unidos políticamente y sus habitantes usaban la misma lengua y manejaban las mismas categorías mentales por todo ese inmenso espacio geográfico. Los misioneros musulmanes, además, conocen perfectamente el argumentario de los cristianos, tanto de los trinitarios como de los arrianos, pues constituyen la mayor parte de la población de sus diferentes territorios desde Siria hasta Marruecos. Por tanto debemos suponer que unos individuos muy cultos, entrenados para debatir, para enseñar, para comunicar, llegaron aquí y contactaron con algunos sectores de la aristocracia visigoda, en una época en la que este reino estaba sufriendo una guerra civil entre las fuerzas leales al rey Don Rodrigo y los witizanos.

“La Crónica albeldense y la Crónica de Alfonso III, presentaban al reino de Asturias como continuador del reino visigodo de Rodrigo, y culpaban de la conquista árabe a los witizianos a lo que asigna la conjura por la que llamaron a los árabes.” […] “La versión Sebastianense añade que los hijos de Witiza solicitaron ayuda a los árabes para expulsar a Rodrigo del trono pero que perecieron con Rodrigo.”
[...]
“El resultado fue la completa debacle del ejército visigodo [en la batalla de Guadalete] y la muerte del propio monarca. Se puede entrever que el resultado de esa batalla fue decidido por una traición, de la que no da nombre alguno, que produjo una deserción en las filas visigodas. La traición al rey no solo aparece en la Crónica mozárabe sino también en las árabes, lo que puede corroborarse en el sentido que Rodrigo no se habría decidido a dar batalla a los árabes si no hubiera tenido ventaja numérica y logística, de ahí que el resultado final hubiera sido fruto de una traición. Sin embargo, dado que Rodrigo había accedido al trono de forma conflictiva contra los intereses witizanos y aún no habría afirmado su autoridad, y que en el ejército visigodo habría clientelas nobiliarias afectas a la familia de Witiza, estos habrían abandonado al rey en el mismo momento de la batalla lo que habría sentenciado el desastre final. [...] las crónicas asturianas [… afirman] que los árabes fueron reclamados por los witizanos. Acusaciones que habrían venido por el acercamiento entre los árabes y witizanos después de la conquista, en los que estos últimos se habrían querido asegurar el mantenimiento de posición política y económica. Además, la eliminación de una parte significativa de la aristocracia visigoda facilitó los matrimonios mixtos con los invasores, como el de la reina viuda Egilona con Abd al-Aziz ibn Musa, valí de Al-Ándalus.[2]

La vieja tradición arriana de la nobleza visigoda, muy viva todavía y utilizada, además, como arma arrojadiza por algunos de ellos contra sus adversarios políticos, representaba, dentro de esas facciones de la clase dominante, un signo de distinción, una manera más de reivindicar su pasado militarista y germano frente a los sectores que habían pactado con los trinitarios para consolidar su poder al frente del estado.

Si la rama más poderosa de la aristocracia visigoda, con el monarca a la cabeza, estableció una alianza social y religiosa con la iglesia trinitaria, un siglo antes, para hacerse fuertes al frente de la nueva Hispania unificada ¿Por qué la facción minoritaria, que estaba perdiendo su vieja preeminencia social, no podía hacer lo propio con la nueva religión que acababa de aparecer en el escenario peninsular? ¿Recuerdan lo que dijimos hace ya casi tres años en nuestro artículo “Las fronteras intangibles”?:

“Estas fronteras, que hoy parecen ser sólo ideológicas, están reproduciendo actitudes profundas, sustratos étnicos sobre los que se han construido después diferentes realidades políticas y, también, culturales. Personalmente pienso que la filiación concreta con la que hoy se nos presentan estos pueblos puede llegar, en parte, a ser anecdótica. Pero lo que no son anecdóticos son los juegos de oposiciones sobre los que descansan. En el Medio Oriente –hoy- la frontera que separa a los sunitas de los chiitas es la misma que separaba a los cristianos de los mazdeístas antes de la invasión musulmana, que en su día se estableció porque entonces separaba a otras creencias previas. Lo que ha sobrevivido es la frontera, no las creencias. Los iraquíes del sur se sienten diferentes de los del centro del país y estos, a su vez, de los del norte. Por eso han buscado marcadores de etnicidad que les ayuden a hacer visible esa diferencia. Y el enfrentamiento sigue, en los mismos términos que hace cinco mil años, cuando acadios y sumerios guerreaban entre sí defendiendo unas fronteras que entonces eran étnicas y lingüísticas, además de religiosas.”[3]

Entonces hablábamos de límites geográficos que se perpetuaban en el tiempo, realimentando toda clase de debates de índole religiosa. Hoy hablamos de límites sociales, entre clases o facciones de clase diferentes que compiten en los mismos escenarios geográficos. Pero seguimos hablando esencialmente de lo mismo. Como dijimos entonces Lo que ha sobrevivido es la frontera, no las creencias”. Los que ayer se batían por unas determinadas razones hoy siguen haciéndolo por otras distintas, pero en realidad lo que menos importa son los argumentos que se usan, porque el enfrentamiento tiene que seguir, dado que cada cual ocupa un nicho ecológico diferente y se siente en la obligación de defenderlo. Cuando cambian las circunstancias de forma brusca y radical (invasiones, revoluciones, etc.) cada grupo social busca nuevos marcadores en el nuevo orden que se está constituyendo para continuar sus viejas guerras con sus antiguos adversarios. Así de simple. Por tanto, igual que Constantino se hizo cristiano cuando le convino políticamente y Recaredo trinitario por idénticas razones, los adversarios políticos de Don Rodrigo, en los años finales del reino visigodo (los witizianos), se cambiaron masivamente de bando para conseguir, con la ayuda de sus nuevos aliados, lo que no habían sido capaces de obtener por sus propios medios en el pulso que venían librando contra la facción hegemónica en la España de primeros del siglo VIII. Lo mismo ocurrió en el imperio inca cuando apareció Pizarro por allí y en el azteca cuando lo hizo Cortés. Los patrones históricos de comportamiento del Homo Sapiens se repiten una y otra vez, independientemente de como se vista la gente, qué religión profese o en qué idioma se exprese. Es lo que en su día llamé el “juego de oposiciones”, que opera de manera casi automática.

Arrianismo e islamismo cumplieron, en su día, una función estructural semejante en el proceso de sustitución del poder romano por el que lo reemplazó históricamente (germanos por el norte, árabes por el sur). Roma fue el laboratorio donde se fue abriendo paso el monoteísmo religioso que ha llegado hasta nuestros días. Ya explicamos en su momento la estrecha vinculación que este proceso de evolución ideológica tuvo con respecto al de consolidación del poder del emperador dentro de la estructura política romana.[4] El Imperio Romano, en términos funcionales, fue el Imperio Mediterráneo. Como explicamos hace tiempo:

“El Imperio Mediterráneo es un experimento multi-ecológico. Pone en contacto directo a pueblos que viven en hábitats muy diferentes, con formas de vida muy distintas.”[5]

También recordarán que dijimos:

“Y en ese proceso llega un momento en el que los pueblos más periféricos alcanzan un punto de madurez histórica en el que la estructura imperial se ha vaciado de contenido, perdiendo su razón de ser originaria. Cuando se ha transmitido a través de sus estructuras todo lo que había que transmitir, cuando se ha difundido todo lo que había que difundir.

Hay historiadores que opinan que no fueron los bárbaros los que acabaron con el Imperio Romano, sino que éste -sencillamente- se derrumbó porque ya no había nadie dispuesto a defenderlo. El colapso de Roma fue interno. A su alrededor, por supuesto, había multitud de enemigos, pero eso no era ninguna novedad para ellos, que hasta entonces los habían mantenido a raya en los diferentes “limes”. La novedad era que sus habitantes ya no veían razón para defender el proyecto que Roma encarnaba.

Tras la implosión romana se extienden por el área mediterránea los adversarios que hasta entonces no habían podido franquear sus fronteras. Los relevos vienen desde el corazón de los continentes que rodean al Mare Nostrum. Y, como dije en artículos anteriores, fuertemente vinculados con las franjas climáticas de sus países de procedencia: germanos por el norte, árabes por el sur. Nos adentramos así en los tiempos medievales, tiempos de aislamiento, de repliegue, de redefinición moral, de particularismos. Tiempo también de “choque de civilizaciones”. El Mediterráneo dejó de ser un puente para convertirse en una frontera, en un inmenso campo de batalla entre hombres que veían al diferente como una amenaza.”[6]

Es lógico que, en un país -España- donde germanos y árabes se vieron las caras físicamente, se produjera una alianza entre los disidentes de los primeros y los segundos, porque filosóficamente estaban emparentados y funcionalmente compartían lo esencial de su estrategia. Aunque les diferenciara su ecosistema previo de referencia, cuando analizamos las regiones de España dónde los aliados visigodos de los árabes se habían hecho fuertes (el sureste peninsular, Valle del Ebro, áreas de Toledo y de Sevilla) vemos como, aunque germanos en su origen, sus paisajes de referencia más inmediatos son muy parecidos a los de sus nuevos socios.

En ese contexto de sustitución del orden imperial romano la religión cumple un papel determinante. Ya dijimos que lo que hay en el cielo es reflejo de lo que hay en la Tierra, y las nuevas realidades y estructuras sociales tienen que encontrar su propia expresión ideológica para poder consolidarse como tales. En consecuencia, tienen también que marcar adecuadamente las distancias con las expresiones ideológicas que les precedieron en el tiempo para que la nueva propuesta no sea una mera prórroga de aquellas otras que ya habían agotado su trayectoria histórica. Dijimos que los adversarios de los romanos “vienen desde el corazón de las continentes que rodean al Mare Nostrum” y, además, “fuertemente vinculados con las franjas climáticas de sus países de procedencia: germanos por el norte, árabes por el sur”.

“Cuando Roma alcanzó el punto máximo de su poder hacía ya tiempo que había empezando a desintegrarse. El proceso fue creando un vacío de poder que aprovecharán los pueblos que se movían en los límites del Imperio, convertido ahora en la frontera entre dos “ecosistemas”, no ya biológicos sino culturales. Los germanos por el norte y los árabes por el sur se repartirán la mayor parte de los territorios que habían formado parte del Imperio Mediterráneo. Pero la fuerza de estos nuevos invasores no estaba en la integración de los diferentes sino en la gran adaptación a su medio biológico, que compartían con sus vecinos romanizados. Como en los ecosistemas naturales, a una fase de transformaciones liderada por especies “oportunistas”, muy adaptables, que se instalan con facilidad en cualquier espacio nuevo -los todo-terrenos romanos- le sucede otra de grandes especialistas –árabes y germanos-, imbatibles en su medio pero incapaces de exportar su modelo más allá de su hábitat natural.”[7]

Los especialistas necesitaban unos instrumentos ideológicos distintos a los que desarrollaron los generalistas. Es lógico que éstos desplegaran un discurso religioso que contrastaba significativamente con el de aquellos.

“La doctrina islámica tiene cinco pilares en su fe que forman parte de las acciones interiores de los musulmanes. Los pilares principales son:

1.    La profesión de fe, es decir, aceptar el principio básico de que sólo hay un Dios y que Mahoma es el último de sus profetas.

2.    La oración.

3.    El zakat o azaque (traducido a veces como limosna), es decir, compartir los recursos con los necesitados.

4.    El ayuno en el mes de ramadán.

5.    La peregrinación a la Meca (para quien pueda) al menos una vez en la vida.

A los cinco pilares de la concepción sunní añaden algunos el sexto pilar del yihad o esfuerzo en defensa de la fe. En términos estrictamente religiosos, se entiende fundamentalmente como un esfuerzo espiritual interior de cada creyente por vivificar su fe y vivir de acuerdo con ella. A esto se le llama yihad mayor, mientras que existe un yihad menor que consiste en predicar el islam o defenderlo de los ataques. De este último concepto nace la idea de yihad como lucha o guerra que se ha popularizado en todo el mundo.”[8]

¿Percibe cuál es la función última de estos pilares? La peregrinación a La Meca (que en Arabia era una costumbre pre-islámica) se convierte en una herramienta de aglutinación, desde el punto de vista étnico. Cuando los fieles, para cumplir ese precepto, atraviesan todo el antiguo Imperio árabe van estableciendo una relación anímica personal con los habitantes de los países por los que van pasando y se van identificando con el paisaje que transmite la idea-fuerza del Islam, que no era el Imperio Mediterráneo como había sido el romano, sino el de los ecosistemas áridos.

La práctica de la oración, mirando hacia La Meca, cinco veces al día, le hace recordar al creyente, cinco veces cada jornada, ese momento único de su vida, ese viaje iniciático cargado de referencias espirituales o, en el caso de que aún no lo haya efectuado, lo preparan para él.

El ayuno viene a reforzar su relación con ese paisaje implacable donde arrancó el impulso primigenio que dio lugar al Islam. Ese sitio dónde el hombre está inerme ante una naturaleza terrible y necesita reforzarse espiritualmente ejerciendo un fuerte autocontrol para enfrentarse con ella y, al hacerlo, conecta con esa divinidad única de la que hace profesión de fe, como establece el primer pilar.

La limosna ejerce la función de ir tejiendo una solidaridad social que resulta imprescindible para que el grupo sobreviva. Crea una moral comunitaria que frena la competencia y el individualismo, algo fundamental para poder sobrevivir en los países de referencia del Islam.

Y la yihad cierra el círculo. Los cinco pilares cumplen la misión de reforzar la comunidad islámica. Pero el objetivo de ésta es la de marcar la diferencia con los no musulmanes. Actúa de marcador de etnicidad para que sepamos distinguir a los nuestros de los otros.

El Islam es una religión auto-referenciada, fuertemente relacionada con unos lugares muy concretos, que vincula al creyente con los paisajes más inhóspitos de la franja cálida del Viejo Mundo. Paisajes que, sin embargo, están muy extendidos por él y, además, ocupan áreas centrales dentro de ese conjunto. Si un grupo humano es capaz de identificarse con un hábitat extremo es casi imposible acabar con él. Podrá vivir épocas de expansión y de retroceso, pero su semilla perdurará siempre en ese extremo del mundo dónde nadie más que él puede vivir. Los biólogos últimamente han estudiado bastante a los organismos “extremófilos”, pensando en la colonización de planetas inhóspitos como Marte. Necesitan saber qué es lo que permite sobrevivir a un microorganismo determinado en un hábitat que mata al resto. Ese tipo de especialistas pueden hacerlo, sin cambiar apenas, durante millones de años y reconquistar el planeta después de que haya sido destruido para el resto de especies vivientes.

Los musulmanes siempre podrán contraatacar desde el desierto. Esa es su fuerza y, también, su debilidad. Cuando el desierto está lejos (tanto en el espacio como en el tiempo) le fallan los referentes. En España, en la Edad Media, vimos esas dos caras del Islam y aprendimos a combatir con él. En nuestro país se desarrollaron anticuerpos específicos para enfrentarnos con esos grupos humanos concretos, aunque de eso hablaremos otro día.




[1] “El por qué del Islam”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2014/08/el-por-que-del-islam.html
[2] http://es.wikipedia.org/wiki/Rodrigo
[3] “Las fronteras intangibles”: http://polobrazo.blogspot.com/2012/01/las-fronteras-intangibles.html
[4] “La religión pactada” ( http://polobrazo.blogspot.com.es/2014/05/la-religion-pactada.html ) y “La religión del Imperio” ( http://polobrazo.blogspot.com.es/2014/07/la-religion-del-imperio.html ).
[5] “Las otras transversalidades”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html
[6] Ibíd.
[7] “España: ¿Puente o frontera?” http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/espana-puente-o-frontera.html
[8] http://es.wikipedia.org/wiki/Islam