domingo, 26 de febrero de 2012

La dualidad esencial de la sociedad española

El alcalde de Zalamea. Relieve en bronce, detalle del monumento a Calderón de Madrid (Juan Figueras y Vila, 1878).

En los dos últimos artículos hemos descrito el proceso histórico que permitió al complejo católico-romano-cluniacense-borgoñón alcanzar el poder en los dos grandes reinos occidentales de la Península Ibérica. A partir de ese momento comienza a producirse, en el plano estratégico, un cambio de paradigma que se concretará en una nueva dinámica histórica surgida en el seno de las aristocracias ibéricas y cuyos elementos más visibles son la voluntad de importar el modelo de relaciones sociales feudales y el reforzamiento de la alianza con la Iglesia romana. Desde el punto de vista nobiliario, la Península pasó a integrarse en la ecúmene europea. El hecho de que, de manera reiterada, los acontecimientos desmintieran ese supuesto se tornó en un acicate que convirtió la europeidad en una especie de militancia que, con frecuencia, tan sólo pretendía ocultar a los ojos de sus colegas ultra pirenaicos lo que entendían que era sencillamente inadmisible.

Pero las nuevas convicciones europeas y romanas de la aristocracia española se toparon con la dura realidad. Y es que la Península Ibérica era el mundo de la frontera, un particular ecosistema –único en el contexto europeo- en el que no era fácil introducir cambios significativos sin debilitar el frente anti-islamista. La implicación de las clases populares en la lucha contra los musulmanes era capital para la supervivencia del sistema, y este hecho alteraba, de manera radical, el modelo de relaciones que mantenían los diferentes estratos de la población hispana. La palabra “vasallo”, en boca de un castellano, tenía un significado implícito radicalmente diferente a la que tenía en la de un borgoñón. Y es que Castilla no era, obviamente, Borgoña.

Diversos historiadores vienen llamando la atención desde hace tiempo acerca de una diferencia fundamental entre las sociedades de los reinos cristianos del norte de la Península Ibérica y sus contemporáneas de más allá de los Pirineos: los campesinos, aquí, están militarizados, es decir, son capaces de empuñar una espada para defenderse en caso de necesidad, algo imprescindible en una sociedad que se encuentra situada en el límite de un frente que es estructural, que separa a dos civilizaciones antagónicas y que duró nada menos que 800 años.

Esa implicación de los campesinos en la guerra alteraba todas las relaciones sociales y los convertía en una continua fábrica de hidalgos y de caballeros, algo impensable en Alemania o en Francia, por ejemplo. Esas eran las bases materiales del mundo de la frontera.

Que la antigua Hispania es un territorio singular es algo evidente incluso hasta para los extraterrestres. El astrónomo marciano que les presenté en el artículo El occidente de Asia se ha inventado un nombre para referirse a la Península (un accidente geográfico claramente perceptible desde su planeta) y, en cambio, no lo ha hecho para referirse a otros países europeos que sabemos que poseen una fuerte personalidad pero que no están geográficamente singularizados. Por otra parte, la particular orografía de este país, así como su climatología, imprimen carácter. En el centro de una península que tiene unos 600.000 Km2 se alza una gran meseta, que acapara la mitad de esa superficie. Ésta se encuentra protegida por tres cordilleras que la flanquean por el norte, por el este y por el sur. En cambio, está abierta hacia el oeste (Es decir, hacia el Atlántico. Un océano que, hasta 1492, era el Fin de la tierra). Esas cordilleras convierten a la Meseta Central en una inmensa y compacta fortaleza, un enorme castillo. Así que Castilla no sólo es el país de los castillos. Es, además, una fortaleza gigante, algo que, de alguna manera, prefigura su función.

También la “Reconquista” estaba, en cierto modo, prefigurada antes de que sucediera. Los musulmanes lanzaron una ofensiva general, durante los siglos VII y VIII, hacia el oeste que se detuvo en el límite de las tierras secas europeas. Su penetración careció de profundidad en cuanto alcanzaron las verdes praderas cantábricas o francesas. Y es que el Islam es una religión fuertemente adaptada a los ecosistemas áridos del norte de África y del suroeste asiático. Esa es su gran fuerza pero, también, su gran debilidad.

Los pueblos de la Meseta Central española, al quedar situados en el borde noroccidental de esa inmensa área y al tener unos límites tan marcados y tan defendibles estaban prácticamente llamados a construir un espacio político propio y diferenciado, tanto de los países húmedos del norte como de los áridos del sur. Sus señas de identidad vendrían marcadas por sus tradiciones previas -Si los agresores eran musulmanes y su tradición anterior era cristiana la resistencia tenía que articularse en torno al cristianismo nacional- y sus tácticas de guerra serían la más eficientes dentro de su peculiar ecosistema –Se “encastillaban” cuando el enemigo atacaba y después lanzaban sus contraataques en cuanto éste daba signos de debilidad. Durante los reflujos africanos –que solían coincidir con crisis sucesorias- los ibéricos protagonizaban espectaculares avances que luego consolidaban con una amplia línea de fortificaciones y repoblaban con una masa de colonos procedentes del norte y con minorías mozárabes procedentes del mismo territorio islamista.

Los musulmanes, que a partir del siglo XI ya solo procedían del inmenso mar de arena que constituye el noroeste africano, atacaban por oleadas. Imagínese el lector una tempestad batiendo una costa que, detrás de la playa, presenta una potente línea rocosa. El oleaje alcanza las rocas en cada embestida, pero después se repliega. Esta imagen puede ser una adecuada representación de la manera en que los islamistas asaltaron la Península Ibérica en la Era de las invasiones africanas.

Lo que es evidente para un extraterrestre –o para cualquier viajero extranjero- nunca lo fue para las clases dominantes ibéricas, que han hecho gala en este asunto –históricamente- de una contumacia digna de mejor causa. Siempre se negaron a aceptar lo que sus sentidos le estaban mostrando. Como Don Quijote, no podían aceptar que los vulgares molinos de viento que sus ojos estaban contemplando fueran simplemente eso y se han inventado mil historias para adornar una realidad que les parecía demasiado prosaica. El problema es que la estructura la sociedad española medieval no era feudal en sentido estricto, pero la ideología que llegaba del Continente desde la Iglesia a través de los monjes cluniacenses sí lo era, y desde entonces hubo una incongruencia fundamental entre la realidad y la imagen mental que los hombres se habían hecho de ella.

Los seis millones de habitantes que la Península tenía –aproximadamente- en la Edad Media, atrapados en el choque de dos universos culturales antagónicos que se libró en su suelo durante casi un milenio, no constituían una masa crítica suficiente como para elaborar una cosmovisión propia que pudieran ofrecer al resto del mundo, pero sí la tenían para resistir, para encastillarse en espera de tiempos mejores. De esta manera desarrollaron una actitud mental muy pragmática, enfocada directamente hacia la acción, lo inmediato, lo esencial para la supervivencia y dieron por supuesto que las cosmovisiones tenían que venir de fuera, de los pueblos de la retaguardia que eran los que estaban estructuralmente llamados a desarrollarlas.

Pero esa lógica de funcionamiento escondía su trampa: el hombre de acción que da por buenas las explicaciones del mundo que otros individuos -no directamente implicados en su lucha concreta- le están dando, en el fondo no cree en ellas, las toma simplemente como verdades provisionales porque no tiene tiempo para ocuparse de ese asunto, pero sabe que algún día tendrá que hacerlo, el día que llegue la paz y la prosperidad y pueda analizar su realidad concreta y su propia historia desde una distancia mental que en el fragor de la lucha no puede tener.

Los españoles necesitaban un ideario formal mucho más elaborado de lo que ellos habían sido capaces de desarrollar hasta el siglo XI. En ese momento aparecen en la Península unos verdaderos especialistas: los cluniacenses, y deciden importar las soluciones que estos les presentan y que adaptan convenientemente a las condiciones locales. Es la división internacional del trabajo: los de la vanguardia pelean y los de la retaguardia piensan y organizan. El problema es que España no era Borgoña y por más que los borgoñones se adaptaran a las condiciones del país no dejaban de ser lo que eran y su pensamiento no podía sacudirse las categorías intelectuales que habían ido desarrollando durante siglos para sumergirse en el universo mental español.

La presencia de los borgoñones en España cambió, de manera permanente, la posición estructural de la Península Ibérica dentro del contexto sociológico de los pueblos europeos. Como ya dijimos, los cluniacenses articularon las relaciones entre ambos mundos y crearon fuertes vínculos de clase entre las aristocracias de los dos lados de los Pirineos. Esos lazos, que al principio eran familiares, se complementaron con los organizativos e ideológicos que se amarraron a través de la estructura interna de la Iglesia Católica, de tal manera que, desde Roma, empezó a ejercerse una vigilancia sobre los sucesos que acaecían por estas merindades mucho más estrecha de la que hasta entonces había tenido lugar y su influencia llegó a ser muy fuerte. En cierto modo España pasó a estar teledirigida desde Roma. Las consecuencias estratégicas fueron varias:

La primera fue que la unificación de los reinos cristianos peninsulares se retrasó cuatrocientos años, lo que debilitó, poderosamente, el frente anti-musulmán.

La segunda que una facción de la aristocracia peninsular se auto-asignó la misión histórica de cristianizar-civilizar-europeizar a éste bárbaro país, cuyas clases populares no acababan de captar la superioridad ética de la gran civilización occidental frente a las toscas costumbres ibéricas.

La tercera que, paradójicamente, al debilitarse el frente de lucha contra los musulmanes se ralentizó el proceso histórico que conocemos como “Reconquista”, lo que terminó teniendo un efecto boomerang. Nos explicamos: al alargarse la lucha, también se alargó en el tiempo la fase histórica asociada con ella y las bases sociológicas sobre las que se asentaba. La implicación de las clases populares en la guerra siguió siendo imprescindible, lo que las mantuvo movilizadas durante varios siglos más, alejándolas así de los modelos de relación feudales que imperaban en el continente. En definitiva, si los españoles hubieran desarrollado una secuencia histórica más autónoma es bastante probable que el frente de lucha peninsular se hubiera cerrado en el siglo XII, dejando a sus habitantes en retaguardia. Los campesinos, como consecuencia, se habrían ido paulatinamente desmovilizando, lo que hubiera permitido a la aristocracia reforzar su posición y liderar un proceso evolutivo más ajustado a los patrones europeos.

La cuarta consecuencia fue que, por todo lo que hemos visto hasta aquí, se produjo un creciente divorcio mental entre aristocracia y pueblo que iba más allá de lo que se da por supuesto en el seno de una sociedad clasista. La divergencia era de concepción del mundo. Por una parte los aristócratas interiorizan el discurso feudalizante que viene desde el continente e intentan adaptar la realidad a sus proyectos, sin conseguirlo nunca de manera satisfactoria, dada la peculiar estructura de la sociedad española; lo que se percibe como una anomalía nacional a la que hay que hacer frente. Por el otro, las clases populares asumen, de manera formal, los discursos que escuchan desde los púlpitos o a los prohombres del lugar, pero no acaban de comprender qué significado real pueden llegar a tener estos en su vida cotidiana. Cuando se sienten atacados se defienden y son capaces de percibir la utilización interesada de los conceptos feudalizantes citados a los que aprenden pronto a combatir de manera no frontal pero bastante eficiente. Es una “guerra de guerrillas” conceptual que desespera a los europeístas locales y que pasa desapercibida a los extranjeros. Este sordo enfrentamiento entre las dos españas, se enquistó y terminó convirtiéndose en algo endémico y característico de la peculiar formación económico-social ibérica bajomedieval.

Cuando una sociedad se polariza y los enfrentamientos, dentro de ella, van subiendo de tono. Cuando, además, el grado de violencia que podía llegar a darse entre los dos adversarios fundamentales no podía superar un determinado umbral –ya que ponía en peligro la seguridad de todos- la adrenalina había que descargarla sobre terceras partes cuyo debilitamiento estructural no incrementara el riesgo colectivo. Así se fueron convirtiendo, de manera paulatina, las diferentes minorías étnicas en las víctimas propiciatorias. La posición de los judíos, mudéjares, moriscos, cristianos nuevos, etc. se fue deteriorando y terminaron convirtiéndose en los pararrayos de todas las iras colectivas. La situación de los individuos pertenecientes a estos grupos humanos nos puede servir de termómetro para medir el grado de enquistamiento de los odios de clase en el seno de la sociedad general. Si nos fijamos sólo en esta faceta de las sociedades peninsulares podemos observar como el deterioro del tejido social fue en aumento hasta mediados del siglo XVII. Desde entonces empezó lentamente a remitir.

El proceso de subordinación ideológica de lo español frente a lo europeo se produce en un momento en el que el empuje militar de los pueblos ibéricos está alcanzando niveles nunca antes vistos en la historia peninsular, cuando los cristianos empiezan a recoger la cosecha de la sólida estrategia defensiva que llevan siglos desplegando y han acumulado fuerzas suficientes como para pararle los pies a tres formidables invasiones consecutivas contra la Península Ibérica. Cuando la conciencia nacional está alcanzando niveles nunca antes vistos en la España cristiana y está movilizando a capas sociales nunca antes movilizadas y que no lo están, de hecho, en ningún otro país de nuestro entorno, ni cristiano ni musulmán. Cuando ese exitoso modelo comienza a cristalizar.

De esta manera la ideología y el sistema de relaciones feudal junto con la moral cristiana tradicional y la identificación de las élites con los modelos continentales cuaja en la cúspide de la sociedad y se constituye en el modelo oficial, explícito y superestructural que rige formalmente las relaciones entre los hombres dentro de la nueva Iberia que emerge en ese momento. Mientras, por debajo, está solidificando la verdadera estructura social. Se trata del modelo real, implícito, transparente, que ha aprendido a ocultarse o a mimetizarse para sobrevivir. Es un modelo de relaciones que no se da en ninguna otra parte del mundo, que no ha sido explicitado ni formalizado, que incluso se verbaliza con categorías mentales tomadas de los modelos oficiales pero reinterpretadas para que desempeñen una nueva función.

Está surgiendo, en definitiva, el Mundo de la Frontera. Un mundo que confunde el cristianismo con la tradición, dos elementos que no necesariamente significan lo mismo. Un mundo guerrero y militarizado aunque no le resulten ajenas la piedad cristiana ni la pobreza evangélica. Un mundo muy terrenal –tanto que no hay más que tierra estéril con la que pelearse cada día-, que a duras penas puede concebir paraísos ni realidades celestes pero al que le llegan al alma las narraciones sobre la pasión y muerte de Cristo y las tribulaciones de María al contemplar el sufrimiento de su hijo. Son historias que les resultan cercanas, que le evocan imágenes muy familiares. Este mundo subyacente es cristiano a su manera –que tiene mucho del paganismo previo de los pueblos de la tierra y no se avergüenza, ni mucho menos, por ello- y no cree que tenga que recibir lecciones de fe cristiana de nadie, ya que su implicación en la causa de la defensa de la fe es más que obvia. Una implicación mucho más militar que ideológica.

Así pues la especificidad española consiste en la existencia de un modelo de relaciones sociales propio, que no llega a ser el de la Europa Moderna pero que, en cierto modo, lo anticipa, oculto tras un ropaje feudal que opera en las mentes de los individuos como modelo explícito o formal. Este último es considerado el modelo legítimo mientras que aquel se percibe como una anomalía a superar propia de una tierra coyunturalmente fronteriza, situación que se espera superar pronto y cuando tal cosa suceda España no será sino uno más de los muchos países que conformen la Ecúmene Cristiana.

Los españoles empezaron a verse a sí mismos como una anomalía en trance de homologación a los estándares europeos convencionales, algo que no era más que un vulgar espejismo puesto que el viento de la Historia decidió soplar en la dirección contraria hacia la que empujaban los hombres y sostener durante siglos lo que estos percibían como mera coyuntura. Una coyuntura que dura medio milenio obviamente no tiene nada de coyuntural y los hombres de la frontera siguieron existiendo a pesar de que teóricamente tenían que haber dejado de hacerlo hacía ya tiempo, así que todos decidieron funcionar como si nunca hubieran existido, como si fueran un pueblo feudal más, es decir, como si vivieran en el corazón de Europa. La lucha contra el Islam desde finales del siglo XI es enmarcada por el papado en el contexto mucho más amplio de “choque de civilizaciones” que representan las cruzadas y durante 250 años -los mismos que dura la hispánica Era de las invasiones africanas- se establece, por decreto, desde la cúpula de los “poderes universales” de la cristiandad que España no es sino un frente secundario del gran choque global que están protagonizando las dos grandes religiones monoteístas en todo el arco mediterráneo.

Pero ni España era “Tierra Santa”, ni el conflicto que se libraba aquí tenía mucho que ver con el que se estaba librando allí más allá de los aspectos puramente formales. Individuos que decían ser cristianos se enfrentaban en ambos lugares con otros que decían ser musulmanes, supuestamente por motivos religiosos. Lo único que guardaban en común los dos conflictos eran los argumentos con que los justificaban en las diversas cortes europeas, empezando por la romana. Los separaba la naturaleza profunda de cada uno de ellos, la estructura social subyacente, las fuerzas que los sostenían, la Economía, la Historia y la Geografía. Simples matices desde luego para quienes estaban situados por encima de las miserias humanas, para quienes la búsqueda del sustento diario no representaba ningún problema.

“Toda realidad que se ignora prepara su venganza”, dijo Ortega y Gasset. La Europa feudal, los “poderes universales” y las propias élites dirigentes españolas estaban ignorando a la España real, un hecho que no podía dejar de tener consecuencias históricas. La dualidad fundamental entre España oficial y España real, entre modelos explícitos e implícitos se irá paulatinamente interiorizando por todos los estamentos de la sociedad y vendrá a reforzar, aun más, la fuerte tensión interior que ya caracterizaba a las sociedades ibéricas. El hombre español vivirá desde entonces dividido interiormente. Así fue como se puso “el desasosiego entre sus entrañas”[1], como algunos sectores de nuestra sociedad empezaron a ver gigantes donde tan sólo había molinos, como empezó a prepararse “el golpe temible de un corazón no resuelto”[3].

Esta división interior no debilitó a su sociedad sino que la contuvo, preparándola así para “atravesar el tiempo” como diría José Antonio Labordeta (ya ve como los poetas tienen una antena especial que les permite captar la sustancia de lo humano). No era una lucha entre individuos o entre grupos –aunque a veces tomara esa forma- sino algo más profundo, era una división íntima y esencial de la conciencia que su pueblo tenía de sí mismo y que abrió las puertas a las reflexiones metafísicas, a los “soliloquios”[4] sobre la vida y sobre la muerte, a los interrogantes acerca de nuestra misión en La Tierra. La inquietud interior del hombre ibérico lo irá templando y preparando para las nuevas pruebas que el destino le tenía reservadas. Y despistará por completo a los observadores exteriores que, ajenos al pulso interno que éste libra consigo mismo, les resulta difícil entender lo que está pasando en la Península. España se está volviendo ininteligible”[5], a veces incluso hasta para los propios españoles.


[1] Blas de Otero.
[3] Gabriel Celaya.
[4] Antonio Machado
[5] Julián Marías.

domingo, 19 de febrero de 2012

El boomerang español



 La Península Ibérica en 1150


La semana pasada les mostré la tesis de Américo Castro de que los cluniacenses fueron los “ingenieros sociales” que diseñaron, en el siglo XI, el modelo de relaciones que la Península Ibérica mantendría, desde entonces, con el resto de la cristiandad o, lo que es lo mismo, con el resto de Europa.

También les hablé de la fuerte penetración de la nobleza borgoñona en los reinos occidentales peninsulares, a finales del siglo XI y principios del XII, de la mano de los monjes cluniacenses y de que, valiéndose de la excepcional coyuntura histórica en la que la citada penetración se produjo, pudieron protagonizar, en muy pocos años, un verdadero golpe de estado político, tanto en el reino castellano-leonés como en Portugal (país que obtiene su independencia gracias al fuerte liderazgo que ejerce sobre él la recién llegada nobleza borgoñona que formaba parte del séquito de Enrique, el consorte de la Princesa Teresa).

Esa toma del poder de los borgoñones-cluniacenses y de sus aliados en el país, en los reinos occidentales ibéricos -que también comparé con el proceso histórico que permitió, en Inglaterra, alcanzarlo a los normandos- no fue un episodio meramente local, sino que estuvo teledirigido desde Roma y precisamente por ello pudo alcanzar buena parte de sus objetivos, algo que hubiera sido inimaginable en cualquier otro contexto. Hay gran cantidad de anécdotas y episodios que lo prueban de manera fehaciente.

El puesto de “Cardenal Primado de España” fue creado por el Papa para coordinar esa penetración católico-romana-cluniacense-borgoñona y entregado al más furibundo defensor de la causa –Bernardo de Salvitat-, un personaje al que el calificativo de “integrista” le cuadra perfectamente. No hay más que comprobar quienes fueron, desde su llegada, blanco de sus iras: los musulmanes, por supuesto, pero aún más los mozárabes (cristianos en tierra árabe y, por extensión, ellos mismos o sus descendientes en los momentos posteriores a la conquista debido a que, obviamente, ni sus ritos, ni sus costumbres, vestimentas o, incluso, su lengua eran las mismas que las de los cristianos del norte). Para este señor los cristianos no sólo tenían que serlo, sino también parecerlo. Por eso en cuanto apareció por la zona de Toledo (donde en ese momento los norteños eran claramente minoritarios, ya que la ciudad se conquistó a los musulmanes en 1085) envenenó el ambiente de tal manera que consiguió que llegaran a producirse enfrentamientos armados entre castellanos y mozárabes a cuenta del rito romano versus toledano y de otros asuntos más superficiales todavía.

Pero probablemente a la persona que más odiaba era a Sisnando Davídiz, que no sólo era mozárabe, culto, noble y dominaba la lengua árabe sino que, además, tenía la confianza plena del rey Alfonso VI y lideraba, en el reino castellano-leonés, el ala más dialogante con los musulmanes. Simplificando bastante la situación podemos decir que Salvitat era la cabeza visible de los “halcones”, mientras que Davídiz lo era de “las palomas”. Alfonso VI, que se autodenominaba “rey de las dos religiones”, consideraba que este último era una pieza fundamental en el proceso de integración de las poblaciones andalusíes en el reino castellano-leonés y, en consecuencia, lo nombró gobernador de Toledo cuando esta ciudad cayó en manos castellanas, considerando que este nombramiento era la mejor garantía para el cumplimiento estricto de las condiciones de rendición pactadas con los musulmanes cuando entregaron la plaza. Durante el año escaso que Davídiz la administró hubo un escrupuloso respeto a la libertad de cultos en la ciudad del Tajo, algo que, para Salvitat, era inadmisible aunque el rey hubiera empeñado en ello su palabra.

La hora de los halcones llegó tras la batalla de Sagrajas. El comportamiento de Alfonso VI dará un giro de 180 grados a partir de ese momento y la prioridad dejó de ser integrar a los andalusíes para emplearse a fondo en un proceso de acumulación de fuerzas con objeto de intentar contener a los norteafricanos. Ese fue el momento de los borgoñones. A partir de entonces comienza un proceso sistemático de ocupación del poder, tanto espiritual como temporal que, aunque catapultara a la nobleza de ese origen hasta las más altas esferas del reino castellano-leonés estaba sostenido, en realidad, desde el ámbito eclesiástico cluniacense, el único que fue capaz, en la turbulenta España de esa época, de mantener la cabeza fría y una estrategia inalterable. Su plan de acción se centró en reforzar el protagonismo del yerno real –Raimundo de Borgoña- como segundo de a bordo en el reino castellano, en previsión de que algún día se convirtiera en el consorte de la futura reina Urraca. El nacimiento de un heredero varón en 1093 –Sancho Alfónsez, fallecido en combate en la batalla de Uclés (1108)-, enfrió un poco sus expectativas, lo que no le impidió ser, mientras vivió, la cabeza visible del “partido borgoñón”, que continuó acumulando poder convirtiendo a Santiago de Compostela –sede del feudo de Raimundo y Urraca- y a Oporto –capital del de Enrique y Teresa- en dos verdaderas cortes, en las que había más lujo y riquezas que en Burgos, León o Toledo. La muerte del propio Raimundo en 1107 desbarató los planes del papado de convertir Castilla en un satélite de la Santa Sede. Durante sus últimos meses de vida, en un destello de lucidez, el rey Alfonso, barruntando la tormenta que se avecinaba, indujo a su hija Urraca –la viuda de Raimundo, convertida de nuevo en heredera tras la muerte de su hermano- a casarse con el rey de Aragón Alfonso I el Batallador. Esa decisión rompió la estrategia borgoñona al colocar a la cabeza de Castilla a un rey netamente español, popular y guerrero.

Tras la muerte de Alfonso VI la Iglesia apostó por romper el reino en cuatro trozos diferentes. El arzobispo de Toledo –el ya citado Bernardo de Salvitat- consiguió que el Papa anulara el matrimonio entre Urraca y Alfonso y, como a pesar de ello la pareja seguía sin romperse, se les amenazó con la excomunión si no se separaban de hecho y después se encargaron de que esa separación conyugal se convirtiera también en separación política, obligando a Alfonso a volver a Aragón. Es significativo el hecho de que la mayoría de los concejos de la frontera (los ayuntamientos de la línea del frente con los dominios almorávides) se mantuvieron leales al Batallador a pesar de ser, sobre el papel, un rey aragonés (formalmente extranjero en Castilla, por tanto). Para los guerreros castellanos los únicos extranjeros que había en su reino eran los borgoñones, no los aragoneses.

Al final el asunto acabó en enfrentamiento armado (con los almorávides enfrente, lo que era un verdadero suicidio). Pero el asunto no se quedó ahí, vean lo que estaba pasando en Galicia:

“Entre los contrarios a este enlace matrimonial [el de Urraca con Alfonso] se destacaron los nobles gallegos, debido a la pérdida del entonces infante de cinco años Alfonso Raimúndez de los derechos al trono del Reino de León y Castilla tras el pacto matrimonial firmado entre Urraca y Alfonso I de Aragón, que estipulaba que los derechos de sucesión pasarían al hijo que pudieran tener. La nobleza gallega encabezada por el obispo de Santiago de Compostela, Diego Gelmírez, y el tutor del infante, Pedro Froilaz, el conde de Traba, se rebelarán y el ayo del joven príncipe proclama a Alfonso Raimúndez con siete años de edad «rey de Galicia» el 17 de septiembre de 1111.” (Wikipedia: Alfonso VII de León).

El hijo de Urraca y de Raimundo de Borgoña fue… ¡¡secuestrado!! por el arzobispo de Santiago (con 7 años) y el núcleo duro de la nobleza gallega, con la sana intención de “defender” los intereses del niño ¡contra su madre! Y se levantan en armas “obedeciendo” las órdenes de un “rey” de 7 años cuyo trono “peligraba”. Y la rebelión no se detuvo cuando Urraca y Alfonso se separaron (garantizando así la sucesión de Alfonso Raimúndez), sino que siguieron sosteniéndolo ya como simple rey de Galicia.
Eso era en Galicia, pero en Portugal:

“Alfonso [se trata de Alfonso I Enríquez, primer rey de Portugal, nacido en 1109] era hijo de Enrique de Borgoña, conde de Portugal y de la infanta Teresa de León (hija bastarda de Alfonso VI de León). […] En 1112, con apenas tres años de edad, Alfonso quedaba huérfano de padre y heredaba el condado, mientras que su madre tomaba las riendas del gobierno en minoría de su hijo. Ya en 1120 Alfonso había tomado una posición política opuesta a la de su madre (que apoyaba al partido de los Trabas), bajo la dirección del arzobispo de Braga. Cuando el arzobispo fue forzado a emigrar, se llevó consigo al infante quien, en 1122, fue armado caballero en Tuy.(Wikipedia: Alfonso I de Portugal).

La misma historia. Con 11 años (bajo la protección del arzobispo de Braga) se enfrenta con su madre y huye con su querido obispo a Galicia, donde es armado caballero ¡con 13 años!

Si esto no es romper un país, díganme entonces que es. Como comprenderán es muy difícil creer que los tres obispos (los de Toledo, Santiago y Braga), actuando simultáneamente con la misma intención manifiesta, no contaban con el visto bueno del Papa.

Y el Papa ordenó romper en cuatro el reino de Castilla. Cuatro ejércitos diferentes peleando entre sí en plena ofensiva almorávide (eso sí que era patriotismo). Tres de aquellos trozos –después- se volverían a unir. El cuarto se llama Portugal.

Y el Partido Borgoñón tomó el poder en Portugal –con Alfonso I Enríquez- y, unos años más tarde, también en Castilla –con Alfonso VII Raimúndez-.

¿Se acuerdan de cuando Santiago era La Meca cristiana y los españoles medio arrianos? ¿Recuerdan cuando el obispo de Santiago se autoproclamaba “pontífice de todo el orbe”? Tres siglos separan esa época de la de la España borgoñona.

Desde entonces fuimos católicos, apostólicos y romanos y nuestras clases dirigentes continuaron profundizando el proceso de “domesticación de la fiera” del que hablamos en el anterior artículo. La cúpula dirigente se dedicó, a partir de ese momento, a “normalizar” el país. “Normalizar” significa ajustarse a la norma. La norma, en el siglo XII, era el feudalismo, la obediencia a los señores feudales, de estos a su rey y de los reyes al Papa. Como los españoles eran muy “peculiares” y, además, muy guerreros y testarudos había que empezar un proceso largo y suave de “mentalización” (nada de brusquedades que pudieran echarlo todo a perder) para enseñarle lo que significaba ser cristiano en la Europa del siglo XII. Y ser cristiano significaba obedecer sin rechistar todo lo que viniera de Roma y, por generalización, de más allá de los Pirineos, aunque eso significara comulgar con ruedas de molino. Entonces empezaron a explicarnos que en España éramos poco menos que unos bárbaros, que teníamos mucho que aprender de la refinada Europa ultra-pirenaica (en eso coincidían con los musulmanes. Había una rara unanimidad en lo de nuestra barbarie. En realidad todo el que se niega a obedecer al poder establecido tiene siempre algo de bárbaro).

Pero “domesticar” a los españoles no iba a ser tan fácil como parecía. Una cosa es “convencer” a las clases dirigentes, que son un puñado de individuos y que, además, están muy jerarquizados y otra muy diferente hacerlo con el “subcontinente” ibérico[1], máxime cuando España estaba en la línea del frente más extenso, consistente e implacable que había en el mundo de su época.

Y los bárbaros españoles contagiaron su barbarie al resto de Europa. Ya vimos la semana pasada como los cruzados entraban en Jerusalén 13 años después de la batalla de Sagrajas. También dijimos que si no hubiera habido almorávides tampoco hubiera habido cruzadas. Es cierto que el papado se empleó a fondo para someter a su autoridad a los guerreros ibéricos, pero también que, como dije el otro día, si quieres liderar un mundo de guerreros tienes que ser uno de ellos. El Papa, que tenía ya un historial de enfrentamientos con los poderes temporales del resto de Europa, termina de ver, en España, cual es el camino a seguir: La Guerra Santa contra los infieles. Pero en realidad esa debiera ser la lógica interna de sus enemigos, no la suya. Al entrar en ese juego se mete en un campo minado en el que, más tarde o más temprano, acabará perdiéndolo todo. Es una lógica guerrera, no religiosa. Desde luego nada evangélica. El discurso de la Guerra Santa no puede ser sostenido, indefinidamente, por alguien que legitima su autoridad en base a las enseñanzas de Cristo. Meter en cintura a los españoles de los siglos XI y XII era como lanzar un boomerang, porque el espíritu guerrero de este pueblo era, simplemente, una necesidad de supervivencia y no podían renunciar a él sin poner ésta en peligro.

Para los ibéricos lo esencial era su independencia, su supervivencia como pueblo. Lo adjetivo era su fe religiosa. El cristianismo para ellos era, simplemente, un marcador de etnicidad frente a sus enemigos; lo que determinaba en que bando había uno quedado en aquella guerra interminable.

Para el Papa lo esencial debía ser lo religioso y la guerra algo meramente coyuntural e impuesto, derivado de los belicosos tiempos que se estaban viviendo. Pero la Guerra Santa era un salto cualitativo que desnaturalizaba su esencia cristiana. Al ponerse el Papa al frente de los guerreros estaba, de manera implícita, reconociendo la falsedad de su mensaje y poniendo en marcha un mecanismo de relojería que terminaría volviéndose contra él. Cuando convocó a todos los guerreros para la cruzada empezó la cuenta atrás para el inicio de la reforma luterana. Esa fue la venganza de los españoles. Ese fue el boomerang español. Cuando (algunos siglos después) la Reforma Protestante tuvo lugar, sólo podían salvar al Papa aquellos bárbaros a los él que quiso domar, y sobrevivirá convertido en rehén ideológico de aquellos pueblos fronterizos que eran formalmente cristianos pero tenían una lógica interna musulmana. Los híbridos de la frontera. Pero de esa historia hablaremos otro día.


[1] El “subcontinente” ibérico: http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/el-subcontinente-iberico.html

domingo, 12 de febrero de 2012

La Génesis de nuestra identidad

En el año 813 de nuestra era se “descubrieron”, en un lugar de Galicia llamado Compostela, los restos mortales del apóstol Santiago. El rey Alfonso II de Asturias decidió levantar en el lugar una iglesia, sobre la que después se construyó la actual catedral, para venerar a uno de los apóstoles más importantes de los que acompañaron a Jesús.

¿Qué sentido tiene que, a principios del siglo IX, en el corazón de la Galicia celta, aparezcan nada menos que los restos del apóstol Santiago? Todo el mundo sabe -y sabía- que Santiago murió en Jerusalén. Y además ¿Por qué precisamente Santiago y no cualquier otro de los discípulos de Cristo?

Todas esas incógnitas fueron investigadas y analizadas detenidamente por uno de nuestros mejores historiadores: Américo Castro. Y llegó a algunas conclusiones sorprendentes que nos ayudan a entender no sólo aquél suceso aislado de nuestra historia, sino el sentido completo de la misma. Nada menos que los orígenes de nuestra conciencia como pueblo.

Santiago (San Jaime para los catalanes, San Jacobo o San Diego como versiones alternativas, pues en todos estos casos se trata de la misma persona) no es el patrón de España por casualidad. Es un pilar fundamental de nuestra identidad colectiva. Lugar de peregrinación continental, santo guerrero que se apareció a los combatientes en el corazón de batallas medievales míticas -como la de Clavijo- al frente de los ejércitos cristianos; revulsivo que catalizaba, en lo más duro del combate, toda la rabia del que veía que la lucha se perdía. ¡Por Santiago! Era el grito de guerra que precedía a la carga de la caballería cristiana contra las fuerzas musulmanas. Después de oírlo lo que seguía era el fragor sangriento del choque entre dos ejércitos decididos a aniquilarse.

Algo muy poderoso se esconde detrás de ese “descubrimiento” medieval, detrás de esa fe ingenua pero poderosa, capaz de conducir a la muerte a miles de hombres decididos y valientes, dispuestos a luchar hasta el último suspiro, hasta el último latido de su corazón.

Aquellos hombres no eran suicidas, pero tenían una fe ciega en su propia causa. Tenían muy claro lo que querían, quienes eran y que estaban haciendo allí. Eran hombres libres defendiendo su propia forma de vida, su identidad y su libertad.

Frente a ellos un ejército decidido a imponer unas creencias y un modo de vida con la punta de la espada. No fue una buena idea esa de imponerle nada a un pueblo guerrero. 

La gente cree que los musulmanes invadieron España una vez (en el 711). Sólo cuentan las campañas de Tarik y de Musa. Se olvidan de los almorávides (siglo XI), de los almohades (siglo XII) y de los benimerines (siglo XIII). Se olvidan nada menos que de la Era de las Invasiones Africanas completa (1086-1344), que va desde Sagrajas (1086) hasta El Salado (1340), pasando por Uclés (1108), Alarcos (1195), Las Navas de Tolosa (1212)… batallas en las que combatieron decenas de miles de hombres en cada una de ellas, batallas en las que murieron decenas de miles de combatientes. Los cálculos más reducidos que hacen los historiadores para Las Navas de Tolosa es de 60.000 hombres en el lado musulmán y 40.000 en el cristiano, cuando el reino de Castilla (León en ese momento no formaba parte de él, ni participó en esa batalla), que aportó –al menos- las ¾ partes de los combatientes cristianos, podía tener una población aproximada de 2 millones de habitantes. Hagan ustedes los cálculos de lo que eso significaba y se darán cuenta de que cerca del 10% de su población masculina adulta tomó parte en esa batalla. Y no era el 10% más marginal de la población precisamente, allí estaba toda la aristocracia y todas las clases medias del país (los hidalgos, literalmente “hijos de algo”, es decir, todo el que tenía algo que defender, algo por qué luchar). Buena parte de esos contingentes lo componían las milicias ciudadanas, reclutadas y encuadradas por los concejos municipales (los ayuntamientos). Al olvidarnos de la Era de las Invasiones estamos ignorando dos siglos y medio de nuestra historia, de la época en la que se forjó nuestra identidad colectiva, en la que cristalizó nuestro pueblo y se polarizaron nuestras mentes. Si nos olvidamos de esto, entonces no entenderemos nada.

Pero vayamos al principio. ¿Por qué Santiago? Pues porque Santiago era, para los cristianos españoles del siglo IX, literalmente, el hermano de Cristo. Hermano carnal, de padre y de madre. Una tradición que se fue perdiendo a partir del siglo XI. De esta carnalidad podrán ya deducir, de manera clara, la fuerte componente arriana de las creencias de los cristianos españoles altomedievales, contemporáneos de los adopcionistas mozárabes (arrianos versión 2.0) que seguían al arzobispo Elipando de Toledo (fallecido el año 808) y al obispo Félix de Urgel (muerto el 818).

Y ¿Qué pintaban los restos de Santiago en Galicia? En principio puede que nada, aunque una tradición medieval, algo más antigua, venía afirmando que unos discípulos suyos, de origen gallego, trajeron los restos después de su muerte. Pero mírenlo de otra manera y ahora lean lo que escribió al respecto Américo Castro:

Los musulmanes habían extendido sus dominios desde Lisboa hasta la India impulsados por una fe combativa, inspirada en Mahoma, apóstol de Dios. Los cristianos del Noroeste poseían escasa fuerza que oponer a tan irresistible alud, y millares de voces clamarían por un auxilio supraterreno que sostuviera sus ánimos y multiplicara su poder. Cuando las guerras se hacían más con valor y unidad de decisión que con armamentos complicados, el temple moral del combatiente era factor decisivo.”.... “Desde hacía siglos corría por España la creencia de que Santiago el Mayor había venido a predicar allá la fe cristiana”.... “Más en el siglo IX, no sólo era urgente la predicación de Santiago vivo, sino además la presencia de su sagrado cuerpo”.... “Santiago se irguió frente a la Kaaba mahomética como alarde de fuerza espiritual”[1]

Santiago (basílica) como anti-Kaaba. Santiago (apóstol) frente a Mahoma. Peregrinación a Santiago frente a peregrinación a La Meca. Esa es la idea. Y tiene todo el sentido del mundo. Está plenamente contextualizada. Formas de culto cristianas con lógica interna musulmana. Si los musulmanes se cargan las pilas (espiritualmente hablando) cada vez que peregrinan a La Meca, los cristianos lo harán peregrinando a Santiago. Se está montando un juego de oposiciones (tal y como hablé hace varias semanas en el artículo “las fronteras intangibles”) para articular la resistencia frente al Islam, para defender la identidad propia frente a las agresiones ajenas. Y la propuesta resultó un éxito rotundo. Fue esa construcción ideológica, adecuadamente interiorizada y articulada, la que puso los cimientos de nuestra identidad colectiva, la roca sobre la que se asentó el edificio que hoy llamamos España.

Y los españoles construyeron su propia Meca... Hasta que el Vaticano se dio cuenta de lo peligrosa que era esa idea. Podía saltar por los aires todo el castillo de naipes europeo. La España cristiana podía convertirse en una nueva Arabia que extendiera una nueva religión, asentada sobre el sustrato del arrianismo visigodo y remozada con influencias musulmanas. Una nueva religión guerrera, que replicaba, en versión cristiana, la yihad musulmana y veía a los santos combatiendo en el campo de batalla. Si esta propuesta tenía éxito, el Papa podía terminar pidiendo asilo político en Bizancio. El culto al apóstol Santiago, en Compostela, llevaba rumbo de colisión directa con el catolicismo romano. Durante doscientos años se sucedieron las llamadas al orden por parte de Roma, las excomuniones de obispos (Cresconio, año 1049) y las condenas a esos clérigos guerreros que vestían y vivían como soldados.

La ciudad de Santiago aspiró a rivalizar con Roma y Jerusalén, no sólo como meta de peregrinación mayor. Si Roma poseía los cuerpos de san Pedro y san Pablo, si el Islam que había sumergido a la España cristiana combatía bajo el estandarte de su profeta-apóstol, la España del siglo IX, desde su rincón gallego, desplegaba la enseña de una creencia antiquísima, magnificada en un impulso de angustia defensiva, y sin cálculo racional alguno. La presencia en la casi totalidad de España de una raza poderosa e infiel avivaría, necesariamente, el afán de ser amparados por fuerzas divinas en aquella Galicia del año 800.[2]
….
“Durante el obispado o pontificado de Diego Gelmírez (1100-1140), período de máximo esplendor para Santiago, aquel magnífico personaje instauró en su corte pompa y honores pontificiales; muchos lo censuraban, y le recordaban “que algunos de sus antepasados habían pretendido nada menos que equiparar su iglesia con la de Roma”[3]. Gelmírez nombró cardenales, que vestían paños de púrpura; recibía a los peregrinos Apostolico more, como si fuera, en efecto, el Papa”[4]
“Santiago y Roma eran dos islotes de la cristiandad que durante el siglo X se ignoraron uno a otro”[5]
….
“Yo, Ordoño [se trata del rey de León Ordoño III (951-956)], príncipe y humilde siervo de los siervos del Señor, a vos, ínclito y venerable padre y señor Sisnando, obispo de nuestro patrón Santiago y pontífice de todo el orbe, os deseo eterna salud en Dios nuestro Señor”[6].

Tras doscientos años de hostilidad mutuas, Roma decidió cambiar de táctica. A los aguerridos y testarudos españoles por las malas no se les puede imponer nada. ¿Y si lo intentaran por las buenas? ¿Qué tal si prepararan un detallado plan de infiltración paulatina con objeto de “convencerlos”? 

Y se trazó el correspondiente plan. Y se designó al agente que tenía que ponerlo en marcha: La orden cluniacense. Paso a paso, por fases, como los romanos mil años antes. Es la única manera de enfrentarse con los españoles con ciertas posibilidades de éxito, la única forma de derrotarlos. Claro que hay que tener un temple de acero, una claridad meridiana en las ideas y una fría inteligencia para llevar adelante ese plan. Está claro que sólo la Iglesia de Roma reúne esas características.

Desde principios del siglo XI, se va desplegando el plan, que debía iniciarlo “una mano inocente”, que no despertara suspicacias. Se eligió para ello al Duque Guillermo V de Aquitania (969-1030), vecino y amigo personal de Sancho III el Mayor de Navarra, cuya tercera esposa (la de Guillermo) fue Inés de Borgoña, hija de Otto-Guillermo, duque de Borgoña. En Borgoña estaba situada la casa central de la orden de Cluny, que se construyó sobre un solar donado un siglo antes por otro duque de Aquitania (Guillermo I). Los cluniacenses tenían línea directa con Guillermo y también con el Papa. Igualmente tenían monasterios en Aquitania.

Nuestro duque era un hombre muy piadoso: “desde su juventud acostumbraba a visitar todos los años la morada de los apóstoles en Roma, y el año que no iba a Roma, sustituía aquella devota peregrinación por la de Santiago de Galicia”[7]. Había un señor feudal -en el sur de Francia- empeñado, a principios del siglo XI, en conciliar los dos polos enfrentados de la cristiandad europea de su tiempo, alternando las peregrinaciones a Roma y a Santiago. Este hombre se dedicó a cultivar su amistad con los reyes de Navarra (el ya citado Sancho III) y de León (Alfonso V). En esa auto-asumida función mediadora entre los dos polos opuestos, se dedicó a difundir en Francia el culto a Santiago y la peregrinación a la sede compostelana y, en España, las virtudes de la renovación religiosa que encarnaba la orden cluniacense.

En ambas direcciones cosechó un éxito notable. Conforme los reyes españoles vieron aumentar el flujo de peregrinos franceses en la ruta jacobea vieron una oportunidad de hacer negocios, incrementar su prestigio e, incluso, reclutar soldados para luchar contra los musulmanes y colonos para sus repoblaciones en las fronteras meridionales. Pronto descubrieron que los cluniacenses podían ser el vehículo indicado para hacer todo esto posible. Estos monjes llegaron a la corte navarra de la mano de nuestro citado duque y pronto recibirían una primera donación (a modo de experiencia piloto): los monasterios de San Juan de la Peña y de San Salvador de Leire (año 1022), a los que siguió –en 1033- el monasterio de Oña. Cuando el rey Sancho donó este último afirmó que "era entonces desconocido en toda nuestra patria el orden monástico, el más excelente de los órdenes de la Iglesia"[8].

A partir de ese momento los cluniacenses se despliegan por toda la España cristiana, de la mano de los hijos y herederos de Sancho III (que acabaron gobernando en todas partes, excepto en Cataluña). Sobre este asunto recurrimos de nuevo a la mirada de Américo Castro, que nos ilustra con nitidez el sentido estratégico de la operación:

“Para los monarcas hispanos la peregrinación... [a Santiago de Compostela se convirtió pronto en] ... una fuente de santidad, de prestigio, de poderío y de riqueza, que el monacato nacional no estaba en condiciones de aprovechar suficientemente. Fue preciso traer "ingenieros" de fuera para organizar un adecuado sistema de "do ut des" entre España y el resto de la cristiandad, y realzar así la importancia de los reinos peninsulares frente al Islam y respecto de Europa.” [9]

Los cluniacenses como estrategas, como “ingenieros sociales” (esas son sus palabras), que diseñan el modelo de relación que España mantendrá con el resto de la cristiandad a partir de ese momento. Son, en definitiva, los cerebros que articulan la relación entre España y Europa desde entonces.

El proceso de romanización del cristianismo español siguió avanzando. El siguiente paso consistió en presionar a los reyes para que adoptaran el rito romano en la liturgia peninsular, algo que consiguieron en 1076 en Navarra y Aragón y en 1080 en Castilla y León. Después el Papa reivindicará la supremacía de su poder temporal sobre los reinos ibéricos, basándose en la falsa “Donación de Constantino”, lo que tensará extraordinariamente la relación con el reino de Castilla e influirá bastante en el proceso de consolidación de la independencia del reino portugués, etc. Como curiosidad historiográfica hay que decir que al papado le costó más de 350 años conseguir que los reinos españoles adoptaran, para medir el tiempo, la Era Cristiana. Establecida -en Castilla- en las cortes de Segovia ¡de 1383! (Y en Portugal en 1422). Hasta entonces había estado vigente la Era Hispánica, con la misma secuencia mensual que la cristiana pero que empezaba a contar el tiempo a partir del año 38 a.C.

Y de la mano de los cluniacenses llegaron los nobles borgoñones. Alfonso VI de León y de Castilla les abrió la puerta de par en par. Primero contraerá –él- matrimonio -en 1079- con Constanza de Borgoña (hija del duque Roberto I de Borgoña y tía de los duques Hugo I y Eudes I de Borgoña). Después vendrán los matrimonios de sus hijas Urraca (futura reina de Castilla) con Raimundo de Borgoña (hijo del conde Guillermo I de Borgoña y hermano del papa Calixto II) en 1090 y de Teresa (madre del futuro rey de Portugal Alfonso I Enríquez) con Enrique de Borgoña (nieto del ya citado Roberto I, sobrino -por tanto- de Constanza y primo-hermano de Raimundo). Cuando Urraca y Raimundo se casaron recibieron, como dote, nada menos que el reino de Galicia, en calidad de feudo. Cuando Teresa hizo lo propio con Enrique recibieron el norte de Portugal, embrión del reino que fundará su hijo algunos años después.

Estos matrimonios y donaciones son sólo la punta del iceberg que nos ilustran la fuerte penetración extranjera, fundamentalmente borgoñona, en todo el occidente ibérico, de tal manera que durante los primeros años del siglo XII se produce, tanto en el reino castellano-leonés como en el nuevo estado portugués (que aparece en ese momento) un verdadero golpe de estado borgoñón-cluniacense que durará, en Castilla, hasta la muerte de Pedro I el Cruel (1369). En ambos reinos (el castellano-leonés y el portugués) se instaurarán dinastías que la historiografía denomina sin tapujos como “borgoñonas”. Es un proceso histórico muy parecido al de la toma del poder por los normandos en Inglaterra, con la diferencia de que en Inglaterra existe una clara conciencia de que tal proceso existió (y se percibe, consecuentemente, como una imposición extranjera. Todos estamos hartos de ver películas de Robin Hood en las que los normandos se enfrentan con los sajones) y en la Península Ibérica no hay conciencia alguna de ello. Un ejemplo que nos ilustra esto con meridiana claridad es que la primera persona que el Papa nombró como Cardenal Primado de España (un cargo que se creó a finales del siglo XI), Bernardo de Salvitat, no era español, sino cluniacense y borgoñón.

¿Cómo fue posible este golpe de estado? Pues, la verdad es que los musulmanes ayudaron bastante. En realidad Alfonso VI abrió las puertas de Castilla de par en par a cualquier guerrero que viniera dispuesto a unirse a las mesnadas castellanas, para poder hacer frente a la terrible invasión de los almorávides (1086). Podría intentar explicarles lo serio de esa amenaza con palabras, pero lo comprenderán mejor con un mapa:


Lo verde es el Imperio almorávide. (Mapa procedente de Wikipedia).

La batalla de Sagrajas (1086) fue un choque frontal de dos trenes que circulaban en dirección contraria: una Castilla que avanzaba hacia el sur a toda velocidad y un imperio musulmán que avanzaba hacia el norte, más rápido todavía… ¡¡desde las orillas del río Senegal!! (Sí, lo más oscuro es donde todo empezó. Las flechitas, como podrán ver, arrancan desde ahí).

El choque fue tan brutal que cambió la Historia de la Humanidad, pero en Europa no se han enterado bien todavía de lo que pasó y siguen considerándolo un conflicto menor a pesar de que, desde ese momento, ya nada sería igual.

¿Por qué cambio todo a partir de ese momento? El “encontronazo” hispano-almorávide no pasó desapercibido en Europa. Durante el siglo XI se había producido un intenso proceso de integración de la Península Ibérica en la misma. Los peregrinos de Santiago difundían por ella gran cantidad de noticias procedentes de nuestro país. Los cluniacenses tenían su principal fuente de ingresos económicos en España y el Papa estaba intentando crear una especie de federación teocrática de reinos, concebida al modo feudal, en la que todos los reyes europeos fueran vasallos suyos y él acumulara, no sólo el poder espiritual que, como líder religioso ya tenía sino, también, el poder temporal. Pero es muy difícil liderar un mundo de guerreros si tú no eres uno de ellos.

Los españoles aguantaron, a pie firme, la tremenda embestida almorávide y mostraron al mundo, de esa manera, cuál era el camino a seguir. Una gran cantidad de nobles, grandes y pequeños, de más allá de los Pirineos, se incorporaron a las mesnadas peninsulares y aprendieron, en el campo de batalla, como se peleaba por estas latitudes. Fueron encuadrados en ellas como uno más y, cuando tenían oportunidad de hablar con los suyos, no dejaban de contar, con todo lujo de detalles, las características del enfrentamiento entre moros y cristianos. El Papa comprendió que era el momento de dar un paso al frente, pues la relativa “docilidad” reciente de los “bárbaros” españoles ante la Santa Sede tenía mucho que ver con la situación de emergencia nacional que estaban viviendo en ese momento concreto. Cuando pasara el peligro no habría nadie en Europa capaz de contenerlos. Así que era el momento de abrir frentes alternativos de lucha contra el Islam en los que los ibéricos no estuvieran implicados. Frentes que sirvieran de entrenamiento al resto de pueblos europeos y que, de camino, convirtieran al Papa en el estratega supremo de la Cristiandad.

Y el Papa se inventó las cruzadas. En 1099 (trece años después de Sagrajas) los cruzados entraban en Jerusalén. Es altamente probable que si no hubieran existido los almorávides tampoco habría habido cruzadas. Los musulmanes, que carecían (desde varios siglos atrás) de la unidad de mando que los cristianos del siglo XI tenían, no podían imaginar que una agresión musulmana en una punta del Mediterráneo podría provocar una respuesta idéntica, por parte cristiana, en la punta contraria. Tampoco que sus llamadas a la yihad, podrían provocar en los “infieles” una anti-yihad más fuerte todavía. En cualquier caso, como las guerras suelen terminar beneficiando siempre a los más fuertes, resultó que el más fuerte en ese momento era el Papa, y que la guerra le sirvió para reforzar su papel dentro de la cristiandad, aunque también para acelerar los procesos históricos y desencadenar nuevos desarrollos que, a la postre, lo terminarían debilitando.

¿En que desembocaron los procesos históricos que se habían ido desarrollando en la Península Ibérica a lo largo del siglo XI? Pues en que fue el punto de arranque de una relación subordinada, desde el punto de vista estructural, de los españoles con respecto a las grandes fuerzas que lideraron el proyecto europeo desde entonces. Cómo tuvo lugar ese proceso lo veremos la semana que viene.


[1]CASTRO, AMÉRICO: España en su historia. Editorial Trotta. Madrid. 2004.
[2] Américo Castro. Ibid. P. 242-243
[3] A. López Ferreiro, Historia de la Iglesia de Santiago, III, p. 274.
[4] Américo Castro. Ibid. p. 230.
[5] Américo Castro. Ibid. P. 229.
[6] Citado por Américo Castro. Ibid. p. 229
[7] Ademar de Chabannes, en Patrologia, P.L., 141, col. 56.
[8] A. de Yepes, Crónica general de la orden de San Benito, 1615, fol. 467.
[9] Américo Castro. Ibid. P. 256.

domingo, 5 de febrero de 2012

El “subcontinente” ibérico



Dicen que la verdadera distancia es el tiempo. Si miramos un mapa y observamos la Península Ibérica veremos que es un territorio de dimensiones medianas, con una superficie comparable a la de Francia. Si hoy pretendemos cruzar el país de sur a norte tardaremos aproximadamente lo mismo que en el país galo. Pero en el caso francés, como en el de la mayor parte de los países europeos, las carreteras y vías férreas se han construido sobre un territorio relativamente llano y no han presentado una dificultad técnica especial. En el caso español, en cambio, como en Suiza o en Italia, ha habido que perforar cordilleras, construir viaductos y salvar gran cantidad de obstáculos naturales impuestos por el relieve del país.

Si retrocedemos mentalmente mil años y nos situamos en la Alta Edad Media deberemos reconocer que el relieve debía resultar entonces un factor determinante a la hora de desarrollar cualquier tipo de actividad económica. España es el segundo país más montañoso del continente europeo, sólo superado por Suiza. Su territorio alberga media docena de cordilleras diferentes con varias decenas de picos, repartidos por todo el país, que superan los 2.000 metros de altitud, levantando verdaderas murallas naturales entre las zonas interiores que aíslan regiones claramente delimitadas. Casi la mitad de la extensión peninsular está constituida por la Meseta Central, que se alza como un imponente macizo con una superficie comparable a la de Gran Bretaña y una altitud media de más de 600 metros sobre el nivel del mar.

En resumen, un país de dimensiones medianas, con una gran cantidad de barreras interiores que obstaculizan la comunicación y compartimentan el territorio, con una elevada altitud media y una gran diversidad regional desde cualquier punto de vista: geológico, climatológico, económico y, por supuesto, histórico y cultural.

Desde el punto de vista subjetivo de un hombre medieval este espacio debía parecer inmenso y plagado de peligros. Era un país de países, un pequeño continente, un lugar donde coexistían fértiles valles con auténticos desiertos, praderas atlánticas, extensas sierras y amplias estepas, todo ello bajo un sol de justicia, que hacía vivir a sus hombres siempre pendientes del cielo, implorando el agua cuya presencia marca la diferencia entre la vida y la muerte, la prosperidad y la miseria.

Imagínese a un arriero intentando transportar, en pleno invierno, allá por el siglo XI o XII, con sus mulas, una carga voluminosa desde Madrid hasta Segovia, cruzando puertos de montaña de 1.500 metros de altitud cubiertos por la nieve –para poder salvar el Sistema Central- y compárenlo con otro colega que intentara hacer lo mismo entre París y Marsella. El segundo lo tenía mucho más fácil, porque podía usar, además, hasta carros, algo impensable para el de la meseta, y es probable que llegara, incluso, antes que él a su destino y, desde luego, con un coste económico y humano mucho menor, a pesar de que la distancia -medida en términos espaciales- multiplicaba por diez a la que tenía que cubrir el primero.

Póngase en la piel de ese arriero español e intente imaginar la percepción que tenía del mundo que le circundaba: plagado de peligros, árido, implacable, “inmenso”, a pesar de que esa distancia hoy pueda hacernos esbozar una sonrisa ya que se hace, en tren, en 27 minutos. Claro que ese tren recorre un buen tramo de ella por las entrañas de la tierra, al abrigo de los elementos que hace mil años ponían en peligro la vida y a prueba el temple de los viajeros que se atrevían a recorrerla. Sume a los desafíos que el medio imponía los que los hombres añadían, ya que hasta mediados del siglo XIII siempre existía el peligro de sucumbir ante las razias de la caballería ligera musulmana, que llegaba hasta la línea de cumbres de la citada cordillera. Y el arriero que pretendía vender aceite en Segovia podía acabar, convertido él en mercancía, en los mercados de esclavos de Túnez, de Trípoli o de El Cairo.

Los "países ibéricos" han impuesto históricamente a los hombres que pusieron el pie en su suelo ritmos y tiempos continentales. Los invasores que -engañados por los mapas- esperaban una conquista rápida del territorio, han terminado siempre "empantanados" en él, culminando sus aventuras en grandes fracasos. Les pasó a los árabes, y también a Napoleón, que encontró en España otra Rusia. Los únicos conquistadores que completaron con éxito su aventura ibérica fueron los romanos, tal vez porque ellos sí asumieron desde el principio el ritmo que el país imponía; se lo tomaron con calma, desplegaron sus legiones por fases y establecieron sólidas alianzas con sectores importantes de la población autóctona para poder combatir con eficacia a los que resistían.

En el 218 a.C. pusieron por primera vez los romanos su pie en Hispania, a comienzos de la II Guerra Púnica, en pleno período republicano. En ese momento sus dominios se circunscribían exclusivamente a la península italiana y las grandes islas que la circundan (Córcega, Cerdeña y Sicilia). Las anexiones que efectuaron en esos momentos en el solar ibérico eran las primeras que llevaban a cabo lejos de su patria. En el 19 a.C. dieron por definitivamente conquistado el suelo peninsular, cuando concluyeron las guerras contra los astures y los cántabros, a principios del Imperio. En ese momento Roma había alcanzado prácticamente ya sus límites definitivos. En los doscientos años que transcurrieron entre ambas fechas le dio tiempo a este pueblo a forjar un imperio de dimensiones continentales, el mismo tiempo que necesitó para someter al "continente" ibérico.

Hoy nuestra vida es radicalmente diferente a la de nuestros antepasados de hace mil años. Pero guardamos en nuestro subconsciente todo el bagaje histórico acumulado a lo largo de los siglos. El fuerte temperamento del hombre ibérico y su actitud estoica ante el infortunio son las propias de un pueblo recio, forjado en la adversidad. Un pueblo que ha crecido en la frontera entre dos mundos. Mimetizado con su árida tierra, defendiéndose siempre de todo tipo de agresiones, tanto naturales como artificiales. Hemos sido atacados, colonizados o sometidos por fenicios, griegos, cartagineses, romanos, vándalos, alanos, suevos, visigodos, bizantinos, árabes, almorávides, almohades, benimerines, turcos, franceses… y aquí estamos, todavía resistimos. Todos esos invasores o colonizadores pasaron y nosotros no sólo sobrevivimos sino que, por el camino, hemos ido forjando nuestra identidad "fieramente existiendo, ciegamente afirmando, como un pulso que golpea las tinieblas"[1].

La Península Ibérica es un territorio que presenta una gran profundidad estratégica. Muy superior a la que le corresponde en función de su población o de su superficie. Como dije más arriba es un país de países, con una gran variedad de “ecosistemas”, tanto biológicos como culturales, que otorgan al conjunto una gran “resiliencia”[2]. Es un pueblo “correoso”[3], resistente. Hasta tal punto es así que el estado más poderoso de la Península en la Baja Edad Media, el reino de Castilla es, etimológicamente, el país de los Castillos, que es como decir el país de la resistencia. Intentar someter, sin su consentimiento, a los pueblos peninsulares ha terminado generando situaciones infernales para los aspirantes a dominadores, culminando la lucha, con frecuencia, con un fuerte contraataque desencadenado por aquellos a los que se pretendía someter. Varias veces, a lo largo de nuestra historia, un intento de invasión foránea se ha terminado convirtiendo en el catalizador de un nuevo proyecto nacional, uniendo contra el invasor a grupos que previamente actuaban dispersos o que, incluso, combatían entre sí.

Si un viajero se entretuviera paseando por la ancha geografía española, recreando los itinerarios más transitados de nuestra historia, no dejaría de escuchar, por todas partes, nombres con resonancias militares: Madrid (“castillo famoso que al rey moro alivia el miedo”), León (La Legio VII Gemina” de los romanos, es decir, el campamento de la VII legión, puesto avanzado contra los astures, Soria (“Barbacana hacia Aragón, en castellana tierra”"Gentes del alto llano numantino / que a Dios guardáis como cristianas viejas”[4]), Sepúlveda, Medinaceli, Calatrava, Covadonga, Roncesvalles, Vitoria, Sagunto, Almansa, Bailén…. Nombres que evocan los millares de frentes de lucha que se han abierto por todo el país a lo largo de su historia y que nos recuerdan, a cada paso, nuestra sangrienta historia. Y no son sólo los topónimos de las ciudades, de los castillos, de los montes, de los desfiladeros… Son regiones enteras, algunas más grandes que países europeos, como Castilla (ya citada) o Extremadura (tierra fronteriza, entendiendo la palabra “frontera” con su significado medieval: Una amplia región en disputa, durante generaciones, entre dos ejércitos). ¿Desde donde partió Colón en su primer viaje descubridor? Desde Palos de la Frontera. La palabra “Frontera” es omnipresente en el sur peninsular (Morón de la Frontera, Jerez de la Frontera, Conil de la Frontera, Aguilar de la Frontera, Cortes de la Frontera…) Hay otras comarcas, como los Campos de Calatrava, que nos evocan a la orden de los caballeros de Calatrava, los “templarios” castellanos. No sé si ha quedado adecuadamente reflejado, en este párrafo, cual es el sustrato que sostiene nuestra identidad colectiva.

A estas alturas es posible que el lector se encuentre un poco desconcertado: La semana pasada decíamos que Europa era, simplemente, una región de Asia. Y hoy afirmamos que la Península Ibérica es un subcontinente. ¿En qué quedamos? ¿Cómo hablamos de una cuasi continentalidad en el caso ibérico y la negamos en el europeo?

La semana pasada hablábamos de realidades objetivas, geográficas. Hoy hablamos de realidades subjetivas, históricas. Obviamente hay una realidad histórica y subjetiva europea, que ya reconocí en el artículo anterior de manera implícita, lo que pasa es que habría que ponerla en pie de igualdad con una realidad equivalente árabe, hindú o china, no asiática. Los españoles compartimos con nuestros vecinos europeos una gran cantidad de valores, pero también hay otros muchos que nos diferencian de una parte importante de ellos (otro día hablaremos de esto). 

¿Quién firmó la declaración de guerra contra los ejércitos de Napoleón Bonaparte en 1808? El alcalde de Móstoles. Un pequeño pueblo de la periferia de Madrid. No fue ni el rey de España, ni ningún general del ejército. Esos se habían cambiado de bando. Los que colaboraron con los invasores tuvieron que marchar al exilio 6 años después, incluso los que ostentaban una autoridad legítima anterior a la invasión. Su colaboracionismo los deslegitimó.

El pueblo en armas fue capaz de desplegar durante esos largos seis años uno de los tipos de guerra más sorprendente y más implacable que los hombres de su tiempo habían visto nunca: La guerra de guerrillas. Y fueron esas guerrillas populares las que derrotaron al ejército más poderoso del mundo de su época.

La profundidad estratégica de la Península Ibérica, que no es más que la consecuencia de su diversidad geográfica y ecológica y de su agreste orografía es lo que nos permite afirmar que, subjetivamente hablando, este espacio geográfico se ha venido comportando históricamente como un verdadero “subcontinente”.


[1] CELAYA, GABRIEL. 1979. La poesía es un arma cargada de futuro El Hilo Rojo. Madrid: Visor.
[2] En psicología, el término resiliencia se refiere a la capacidad de los sujetos para sobreponerse a períodos de dolor emocional y traumas. Cuando un sujeto o grupo (animal o humano) es capaz de hacerlo, se dice que tiene una resiliencia adecuada, y puede sobreponerse a contratiempos o incluso resultar fortalecido por los mismos. Actualmente la resiliencia es considerada como una forma de psicología positiva no encuadrándose dentro de la psicología tradicional.
El concepto de resiliencia se corresponde aproximadamente con el término «entereza» (Wikipedia: Resiliencia (Psicología)).
[3] Correoso: Que fácilmente se doblega y extiende sin romperse. Dicho de una persona: Que en trabajos, deportes, quehaceres, etc., dispone de mucha resistencia física. (Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.
[4] “Numantino” es el gentilicio de los antiguos habitantes de la ciudad ibérica de Numancia. “Numancia”, para un español, significa exactamente lo mismo que “Masada”, para un hebreo.