martes, 30 de junio de 2015

Una historia singular


Hoy presento, una vez más, la imagen que nos muestra al mundo mediterráneo. Y de nuevo le pido que observe el diferente color que nos muestra su ribera norte, con predominio de los tonos verdes, del de su ribera sur, donde dominan los pardos. Y como la Península Ibérica es una zona de transición ente ambas, presentando una gran variedad de tonos intermedios entre los que se dan en el norte y en el sur, pese a que su tamaño es relativamente modesto. Observe como tanto Italia como la Península de los Balcanes, que se hayan situados en nuestra misma latitud, son más verdes que nuestro país.
Es obvio que los tonos pardos que predominan en el norte de África se corresponden con el Desierto del Sáhara, ese inmenso mar de arena sobre el que apenas llueve y que el sol castiga durante todo el año. África limita por el norte con el Mar Mediterráneo, el mayor mar interior de La Tierra y uno de los más cálidos.
Hasta la construcción del Canal de Suez, el Mediterráneo sólo conectaba con el resto de mares de nuestro planeta a través del Estrecho de Gibraltar, un paso que, en su punto más angosto, mide 14 kilómetros de ancho. Como era y -prácticamente- sigue siendo el único punto de contacto entre el mar interior y los mares libres, a su través fluye un gran caudal de agua que debe compensar los desniveles de líquido que se dan entre sus extremos.
Si alguien fuera capaz de construir una muralla que aislara totalmente al Océano Atlántico del Mar Mediterráneo (la naturaleza ya lo hizo hace millones de años), veríamos como el nivel del Mare Nostrum comenzaría a bajar inexorablemente, como sucede con otros mares interiores, tales como el Mar Caspio o el Mar Muerto, cuyas superficies se encuentran situadas muchos metros “bajo el nivel del mar” (aunque parezca un juego de palabras). Y es que, aunque el Mediterráneo reciba las aguas de las cuencas del Nilo, del Danubio (a través del Mar Negro), del Po, el Ródano o el Ebro, no es suficiente cantidad como para poder compensar las masas de líquido que evapora. Por eso un gran caudal de agua entra continuamente en él, desde el Atlántico, para compensar esa pérdida y mantener el nivel correspondiente.
La masa de agua que se evapora en el Mediterráneo, que durante el verano es superior -lógicamente- a la que lo hace durante el invierno, crea una sensación de sofoco por el exceso de humedad, entre los habitantes de sus orillas, especialmente durante el verano, que contrasta fuertemente con la sequedad del desierto norteafricano, creando una barrera gaseosa que aísla la tórrida y seca atmósfera del norte de África de la húmeda y fresca continental europea.
En nuestra latitud los vientos dominantes son del oeste, es decir, que fluyen desde el Atlántico hacia el Mediterráneo, aunque un poco más al sur, en la de las islas canarias, el flujo dominante es del noreste, y se conoce como “vientos alisios”. Ese flujo del noreste tiene la culpa de que las costas africanas situadas en la latitud de las canarias sean desérticas (porque el viento viene del continente) y de que en este archipiélago el nivel de humedad aumente conforme nos desplazamos hacia el oeste o disminuya cuando lo hacemos hacia el este.

Las importantes diferencias de temperatura que se producen entre las masas terrestres euroafricanas y las marítimas del Atlántico son el motivo de la existencia permanente sobre las latitudes templadas de este océano del famoso “Anticiclón de las Azores”:

“… un anticiclón dinámico subtropical situado, normalmente, en el centro del Atlántico Norte, a la altura de las islas portuguesas de las Azores. Es el centro de acción que induce sobre el clima de Europa, Norte de África y América del Norte.”[1]

Conclusión: la persistencia de este potente anticiclón al oeste de nuestras costas, sobre todo en verano (que es cuando ocupa las latitudes más septentrionales) actúa como una muralla que desvía los húmedos vientos atlánticos del oeste, siguiendo la dirección de las aguas de las agujas del reloj, hacia el norte, y que entran en Europa por Francia y las islas británicas. Una vez superada nuestra longitud geográfica una parte de ese viento baja de nuevo hacia el sur, entra en el Mediterráneo por el sur de Francia y se recarga con las masas de agua evaporada de las que antes les hablé. Por eso en Italia y en los Balcanes llueve más que en España. Por eso toda Europa es verde, excepto la Península Ibérica.
La dinámica atmosférica que se da en nuestro entorno geográfico y que hemos descrito brevemente, deja su huella evidente en el paisaje y condiciona los ecosistemas biológicos que se dan en él y, en consecuencia, también en los culturales, condicionando fuertemente los procesos históricos. Ya hemos hablado en los últimos artículos de los ciclos mediterráneos y de su periódico relevo por otros de carácter continental. En su día dijimos que el Imperio Mediterráneo era un experimento multiecológico que se fue desarrollando por fases (fenicios, griegos, cartagineses, romanos) y que cuando agotó su recorrido dio lugar a una implosión que aprovecharon sus vecinos continentales (los germanos desde la verde continentalidad europea, los árabes desde la parda continentalidad norteafricana), que llegaron con soluciones culturales fuertemente adaptadas a sus ecosistemas de origen y, por tanto, mucho más simples desde el punto de vista estructural que las que tuvieron su punto de arranque en el ámbito mediterráneo.
Para interconectar a todos los pueblos de la Tierra hacía falta un contexto cultural complejo, capaz de articular en una sola estructura orgánica a gentes procedentes de los distintos ámbitos ecológicos que pueden darse a lo largo y ancho de nuestro planeta. El lugar más idóneo para ello que se da en el mundo es el Mar Mediterráneo, el mayor mar interior del mismo. En ningún otro se da la masa crítica suficiente para poder hacerlo posible. Roma creó el contexto (Roma como final de trayecto, como punto de llegada. Egipto, Fenicia, Grecia y Cartago como fases previas de ese mismo proceso), el espacio cultural peri-mediterráneo y el espacio ideológico monoteísta cristiano, que son las consecuencias del proceso político e histórico que les precedió.
Una vez agotado este primer ciclo son relevados desde las áreas vecinas, al producirse la descomposición política del Imperio Mediterráneo. Pero las semillas del mundo clásico quedaron repartidas por todo su antiguo ámbito geográfico, prestas para germinar cuando llegara la estación correspondiente.
Como dijimos hace tiempo, los procesos evolutivos siempre van más rápido en las áreas fronterizas que se dan entre dos ecosistemas que en el interior de los mismos. Esto les da una ventaja comparativa tanto a los pueblos ibéricos como a los de la Península de Anatolia, como podrán observar en la imagen que mostramos al principio. Y el segundo ciclo mediterráneo, en consecuencia, se incubó en esos dos extremos de dicho mar. Dos imperios se despliegan por él a partir del siglo XV. El de Levante (conocido como Imperio turco), avanzando hacia el oeste, y el de Poniente (el español), que lo hace hacia el este. Los dos chocan en el centro del Mare Nostrum y durante trescientos años libran un duelo singular2 que acaba en tablas y que sólo sirve para debilitar a ambos, en beneficio de los que estaban contemplándolo desde una distancia segura. 
Pero el citado duelo era, solamente, una parte de esta historia. Si los turcos estaban encerrados en el extremo oriental del mundo mediterráneo, en el área de solape entre este espacio cultural y el del Próximo Oriente asiático, rodeados de pueblos con gran bagaje histórico a sus espaldas con los que competir por su propio espacio vital, los españoles -por el contrario- tenían toda su fachada atlántica virgen, libre para poderse desplegar por ella. Sólo había que desarrollar la tecnología suficiente como para poder adentrarse en las profundidades de la Mar Océano y descorrer el velo que protegía a todo un continente que se ocultaba en el otro extremo del Atlántico. Ese proceso ya estaba en marcha cuando los Habsburgo llegaron y estos se limitaron a mantener los procedimientos que se estaban desplegando, por cierto con una extraordinaria relación coste/beneficio para ellos. 
Observe ahora el mapa físico de la Península Ibérica:


Si cruzáramos España de sur a norte por el meridiano que pasa por Valladolid o por el de Toledo, atravesaríamos un país que nos muestra este corte transversal:

Ese escalonamiento de la altitud de los valles interiores amplifica el efecto que la latitud ya produce de por sí. Y convierte a nuestro país en un pequeño continente, produciendo una concentración de ecosistemas en un espacio mucho menor de lo que podemos encontrar en ningún otro lugar de La Tierra
Ocho cordilleras compartimentan un espacio geográfico de apenas 600.000 km2. Seis de las cuales están orientadas en el sentido de los paralelos, produciendo así el efecto amplificador del que he hablado.
Hay una séptima: La Ibérica. La única claramente transversal, que rompe la Península en dos partes: La oriental, con una clara vocación mediterránea, y la occidental, que mira hacia el Atlántico. Casi todos los territorios que formaron parte de los reinos bajomedievales de Castilla y León y de Portugal vierten sus aguas hacia el oeste, que es hacia donde las lleva la pendiente y, en consecuencia, empuja a sus habitantes a “bajar” hacia el litoral atlántico, el mar que estaba más allá del fin de La Tierra medieval. Hay, por tanto, un impulso natural que los arrastra a explorar lo desconocido. Una vez que se hicieron a la mar -tuvieran las intenciones que tuvieran y, al principio, sólo pretendían comunicarse por él con sus vecinos septentrionales y/o conquistar las tierras de los meridionales- el océano le fue mostrando poco a poco sus secretos: el “8” atlántico y los archipiélagos de la Macaronesia. Toda una invitación para adentrarse en el mar, para explorar lo desconocido.
Simultáneamente a estos viajes de exploración, colonización (Azores y Madeira) y conquista (Las Canarias), los aragoneses, es decir los españoles orientales, aquellos cuyas aguas vierten hacia el Mare Nostrum y la naturaleza los empuja, por tanto, hacia el este, crearon un verdadero imperio mediterráneo que incluía dentro del mismo a Cerdeña y Sicilia, que los enfrentó con Francia -durante trescientos años- y les llevó a Grecia, Turquía, las costas norteafricanas... insertándoles profundamente en la vida política, económica y cultural que se estaba desarrollando en este ámbito. La unión de las coronas de Castilla y de Aragón, a finales del siglo XV, terminó de articular ambos procesos, que habían evolucionado en sentido convergente durante los 800 años previos a esa vinculación, gracias al enemigo común que compartieron en la Península.
España es una especie de concentrado de los paisajes y de los ecosistemas que se pueden ver en todo el ámbito peri-mediterráneo, en un espacio mucho menor. Sabemos que la evolución se acelera, tanto en términos biológicos como en términos culturales, si aislamos a las especies que forman un ecosistema en un espacio pequeño. Eso fue lo que pasó en la Edad Media española... Especialmente durante el período que llamé “Era de las invasiones africanas” (1086-1344), un proceso de brutal aceleración histórica que duró diez generaciones. La España del siglo XV era una píldora concentrada de experiencias políticas y militares que habían sido grabadas a fuego en el subconsciente colectivo de sus habitantes, en un entorno multiecológico que, sin embargo, había estado en contacto permanente, en movimiento, en ebullición, durante varios siglos. Eran el resultado acabado de un proceso que parecía haber sido diseñado como un ensayo de lo que vendría después.
Cuando se descorrió el velo de la Mar Océano apareció, al fondo, el Continente Transversal, el único de toda la Tierra en el que el relieve está orientado mayoritariamente en sentido norte-sur y que se extiende, además, de polo a polo. Un impresionante telón sobre el que proyectar el más acabado producto cultural incubado en el “cañón mediterráneo”, que había sido acelerado en el “ciclotrón” ibérico en dos fases, una primera -más lenta- de 375 años (711-1086) y una segunda -mucho más intensa- de más de cuatrocientos (1086-1492). Cuando el proyectil se lanzó sobre el telón americano, sus diversos componentes buscaron en su tierra de destino el ecosistema que más se parecía a su región originaria, desplegando así lo que en su día llamé “la respuesta multimodal española”.
Varios pueblos europeos se desplegaron durante la Edad Moderna por el continente americano, cada uno de los cuales lo hizo con su propio estilo. Sólo los españoles buscaron expresamente las tierras altas para establecerse (Mesoamérica, Perú, Bolivia, Colombia...) y se extendieron por toda la variedad de climas que este continente presentaba. Como eran pocos, poseían una gran tradición militar (eran hidalgos en una elevada proporción) y había escasez de campesinos entre sus filas, apenas colonizaron tierras: Las conquistaron y se establecieron en ellas como clase dominante, tal y como -antes que ellos- habían hecho los aztecas o los incas. Nada nuevo, visto desde el lado de un campesino de Mesoamérica o del Tahuantinsuyo. Eso explica que un puñado de españoles, que buscaron expresamente los lugares más densamente poblados para establecerse, rodeados de millones de indígenas que podían haberlos devuelto al mar perfectamente si hubieran tenido un estímulo suficiente para ello, se asentaran con rapidez en el territorio, se insertaran en él aprovechando las propias estructuras de poder que tenían los nativos (El Virreinato de Nueva España se despliega desde las estructuras de poder de los aztecas y el del Perú desde las de los incas).
El resto de europeos que aparecieron por allí se comportaron de manera muy diferente. Portugueses y holandeses (pueblos litorales) crearon imperios litorales, al estilo de los fenicios de la antigüedad, en los que el comercio fue la principal actividad económica, aunque –en el caso portugués- se va produciendo, poco a poco, un proceso colonizador en el que son obligados a participar también los indios y negros de origen africano. Ingleses y franceses darán prioridad a la colonización, en las mismas latitudes geográficas que ellos ocupan en Europa, avanzando hacia el oeste, siguiendo la línea de los paralelos, lo que significa desplazar a los indígenas de sus tierras, que van siendo arrollados conforme el proceso gana potencia. Esto es en realidad lo que en Europa habían hecho los pueblos neolíticos miles de años atrás con los cazadores que les precedieron y el Hombre de Cromañón con los neandertales, mucho antes todavía. Es un patrón muy antiguo y excluyente.
Pero para competir con los españoles en los ecosistemas más cálidos, dado que no tenían suficientes colonos europeos para enfrentarse con ellos en esas latitudes, desarrollan el sistema que llamé “estructura por capas”, que es el sistema esclavista que se desarrolló en las colonias del sur de Norteamérica y en Haití. Con ese modelo social se enfrentaron con las estructuras sociales mestizas del Virreinato de la Nueva España. Mientras en los dominios españoles se producía de manera bastante natural el mestizaje racial entre los europeos y los indígenas –fundamentalmente-, a los que se unirían algunos miles de negros, sobre todo en la época del “asiento”, en las colonias tropicales y subtropicales inglesas y francesas se introducen esclavos negros de manera masiva y sistemática y se endurece el sistema de castas del Antiguo Régimen europeo para impedir la mezcla de razas. Es una forma rápida de colarse en las áreas geográficas en disputa con los españoles que, sin embargo, proyecta un horizonte de enfrentamientos raciales hacia el futuro.
El poderoso despliegue terrestre español en América que tiene lugar en los siglos XVI y XVII sorprendió a todos sus potenciales competidores, dejándolos fuera de juego. De hecho nos sigue sorprendiendo a nosotros mismos porque, como buenos europeos que hemos aprendido a ser usamos, para estudiar nuestra propia historia, las categorías mentales de los que fueron nuestros adversarios y nos vemos a través de sus lentes.
Lo que sucedió en la América española entre 1492 y 1800 es el resultado del encuentro entre un pueblo que se había estado preparando durante los 800 años anteriores para el gran salto y los del Continente Transversal. Aunque no hubiera sido pensada tampoco fue improvisada (por parte de los españoles, se entiende, que son, en este caso, el sujeto agente) porque se despliega siguiendo estrategias y tácticas bien ensayadas e interiorizadas por aquellos que las llevan a cabo. Son los imperios de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses) los que se ven obligados a improvisar, los que tienen que cambiar el chip y quemar etapas para poder neutralizar el poder español. Pero de eso hablaremos otro día.

[1] https://es.wikipedia.org/wiki/Anticicl%C3%B3n_de_las_Azores