En el artículo anterior dijimos que “la 'nación'
francesa surgió como una rebelión de la sociedad contra el estado”, que fue
“una subversión social que igualó a los hombres jurídicamente”. También
que “la nación alemana era […] la respuesta a una agresión francesa”
que “se estructuró para poder enfrentarse adecuadamente a esa amenaza”.
Y que en la mayor parte de los países que han desarrollado un movimiento
nacionalista éste ha tenido un carácter, más bien, emancipador, mientras
que en los casos alemán e italiano el elemento predominante fue el unificador.
Algunas de estas afirmaciones pueden parecer
contradictorias, porque si los alemanes construyen una réplica del concepto
francés de “nación” para poderse enfrentar con éxito con él ¿Cómo es que lo que
les sale es, sin embargo, tan distinto?
También dijimos que Francia era uno de los
países más centralistas del mundo y que cuando su modelo se trasladaba a otros
con una estructura política diferente tenía que provocar una serie de
desajustes que no se daban en el original.
Durante el período 1789-1815 buena parte de Europa sufrió
la agresión francesa, el ataque de un
ejército perfectamente organizado, masivo, nacional e inspirado en los valores
de los revolucionarios franceses. La conclusión que sacaron buena parte de los
agredidos (excepto los españoles, cuyo caso ya veremos) es que para enfrentarse
con Francia había que tener un estado tan centralizado como el francés. Pero en
Alemania eso significaba transformar profundamente las estructuras políticas
que la habían caracterizado durante un milenio. Los alemanes empezaron a transferir desde entonces un poder inmenso al estado unificado (por más que éste respetara
formalmente cierta autonomía regional). Mientras que en Francia el Estado era
un villano que había que vigilar de cerca, en Alemania era el instrumento que
liberaría a los hombres de sus enemigos exteriores.
El estado francés en el siglo XIX tiene ya un rodaje de
varios siglos. Desde la Guerra de los cien años (1337-1453), pasando por
el estado autoritario (siglo XVI), el absolutista (siglos XVII y
XVIII), las revoluciones de 1789, 1830, 1848 y 1871... es una vieja
estructura política, bien conocida, que ha generado en la sociedad un buen
número de anticuerpos para enfrentarse con él. No es casual que el país más
centralista, el más compacto de todos, sea a su vez el que más oleadas
revolucionarias ha sufrido. Es que una cosa acompaña a la otra. Como los
ciudadanos saben hasta que extremos puede llegar, han organizado la
resistencia, y ésta ha tenido tiempo de ir colándose despacio en sus mentes, ha
sido interiorizada. ¿Recuerda aquello de que “el equilibrio de fuerzas es
una característica intrínseca de la europeidad”? Pues esto no sólo se
aplica en términos geográficos, también lo hace en términos sociales,
políticos, ideológicos...
En realidad el equilibrio forma parte de la esencia de la
sociedad. De cualquier sociedad. Sólo que éste posee unos márgenes de
variabilidad diferentes en contextos culturales distintos. Esto es así porque
las sociedades son ecosistemas sociales, y todo ecosistema posee una serie de
mecanismos que reaccionan cuando se produce un ataque a la lógica interna del
conjunto.
Pero el estado alemán surgió en 1871. Los alemanes, como
europeos que son, estaban perfectamente al día de todos los procesos de
evolución culturales, ideológicos, tecnológicos... Desde un punto de vista
geográfico, además -unidos o divididos-, están de todas formas en el centro de
gravedad europeo. Se sienten, por tanto, el “eje” de la europeidad. Y además
son muchos. El pueblo alemán ha sido el que más habitantes ha tenido en nuestra
ecúmene, históricamente. Y también uno de los que posee una mayor densidad de
población...
Sin embargo, no tenía la tradición estatal de los franceses,
los ingleses o los holandeses. Ni tampoco las que acompañan a ésta, sus
contrapesos sociales. El resto de la historia es de todos conocido.
Después de llevarse un milenio ensimismados en sus
asuntos domésticos, tras la agresión francesa respondieron intentando quemar etapas para hacer en dos o tres generaciones lo que sus competidores
habían ido construyendo a lo largo de varios siglos y, al hacerlo, arrastraron al resto de Europa, especialmente a los que también
tenían la sensación de haberse quedado atrás. Y el nacionalismo se extendió por
toda la ecúmene... El nacionalismo del siglo XIX, que era más virulento que el que hundía sus raíces en
los estados-nación del siglo XVI (las cinco naciones clásicas del Occidente
europeo).
Dijo Julián Marías:
“el concepto de 'nación' no existe sólo en singular.
Las naciones suponen relaciones entre
ellas, relaciones de extranjería, y un ámbito dentro del cual coexistan" [...] "ocurre
con la palabra 'nación' como con la palabra 'hermano': suponen otros. [...]
Las naciones son variedades de lo humano,
concretamente de lo europeo: están hechas de Europa, de ese sustrato común; por eso cada una
pretende ser la mejor: hay un elemento esencial de rivalidad” [entre ellas][1]
En el siglo XIX asistimos a un proceso de aceleración
histórica que tiene mucho de artificial, en la medida en que los móviles que
empujan a los hombres a actuar tienen más que ver con los agravios subjetivos
-tal y como son percibidos por los distintos grupos humanos- que con sus
verdaderas necesidades o con sus propias especificidades. Vemos a estructuras
imperiales multiétnicas -como el Imperio austro-húngaro, el turco o el ruso-
caer en la trampa nacionalista de corte francés, que procede del estado más
compacto, desde el punto de vista cultural, que había en Europa. Pero esa
lógica política era la opuesta a la que las superestructuras que ellos
encarnaban necesitaban.
No pudieron evitar que los procesos sociales
desencadenados por la Revolución francesa los arrastrara hacia el abismo. Todo
grupo humano que tuviera unos marcadores de etnicidad fácilmente
identificables, de tipo lingüístico o religioso, se sentía obligado a definir
su propio proyecto nacional, sin tener clara consciencia de que ese camino, en
una Europa central y oriental donde multitud de grupos étnicos se solapaban
entre sí, conviviendo juntos en el mismo espacio geográfico, conducía hacia un
baño de sangre.
La tendencia hacia el monolitismo cultural que toda
“nación” encarna posee una potencialidad explosiva en los espacios geográficos
multiétnicos. Ya vimos lo que les sucedió a judíos y moriscos en España, a los
hugonotes en Francia o a los católicos en Inglaterra durante la fase de
formación de las naciones-estado renacentistas. Y estos eran países donde los
grupos mayoritarios poseían una hegemonía bastante clara, los estados estaban
ya constituidos y sus fronteras perfectamente delimitadas. Ahora traslade mentalmente las exigencias de ese modelo hacia el “avispero balcánico” por
ejemplo, donde no había fronteras consolidadas, ni estados asentados, ni
hegemonías étnicas claras en la mayor parte del territorio. Dónde no sólo hay
gran variedad de grupos religiosos y lingüísticos entremezclados sino, también,
diferentes gradaciones entre los mismos. ¿Dónde acababa –en el siglo XIX- el
idioma serbocroata y empezaba el búlgaro? (que, para entendernos, vienen a ser
-comparativamente hablando- como el castellano y una lengua intermedia entre el
gallego y el portugués, pero cuyos hablantes llevaban varios siglos formando
parte del Imperio turco y hablando en turco con los que les mandaban).
En el Imperio austro-húngaro (cuya lengua oficial era el
alemán hasta 1867 y el alemán y el húngaro desde entonces) se hablaba italiano,
esloveno, serbocroata, rumano, ucraniano, checo, eslovaco y polaco, además del
alemán y el húngaro ya citados.
Este era el panorama general de Europa, al este de
Alemania, durante el siglo XIX. Para que se declare un incendio sólo
hacen falta tres condiciones: combustible, comburente y chispa. Pues en Europa
teníamos el combustible y el comburente ya preparados. Sólo faltaba la chispa,
Y ésta la pusieron los movimientos nacionalistas.
Alemania, el estado más poblado de Europa al oeste de
Rusia, separaba a las naciones-estado consolidadas del Occidente europeo de las
fluidas “naciones” en proceso de construcción de la Europa Oriental. Austria y
Prusia, los dos estados germánicos más poderosos, habían crecido precisamente
en sus fronteras orientales, en lucha con los pueblos eslavos que les rodeaban
y con los imperios turco y ruso, que les habían disputado históricamente la
hegemonía sobre ese conjunto.
Tras la invasión de las tropas napoleónicas, que llegaron en su avance hasta Moscú, el relevo lo toman los alemanes. Y
el II Reich mira hacia el este y prepara, contemplando ese paisaje, un nuevo
proyecto hegemonista que es una réplica actualizada del francés.
Ya hablamos hace varias semanas del fracaso histórico de
los imperios eurípetos[2]. Pero
es obvio que, a finales del siglo XIX, no se tenía todavía el bagaje histórico
que hoy nos permite afirmar que ese proyecto estaba abocado al fracaso.
La agresión alemana sobre los pueblos del este de Europa
en las dos guerras mundiales ha terminado provocando, en ese espacio
geográfico, una reacción semejante a la que en su día provocó la agresión
francesa sobre Alemania.
Cuando el estado mayor de un ejército planifica una
invasión sobre un país enemigo, el porcentaje de veces en las que sucede lo que
el agresor había previsto es muy bajo, y alrededor de la mitad de las veces,
incluso, sucede lo contrario de lo que ellos pensaban que pasaría.
El gobernante más poderoso que haya en el mundo sólo
controla una pequeña parte de los factores que intervienen en un conflicto. El
resto los tiene que prever. Tiene que imaginarse cuál va a ser la respuesta
tanto del adversario como de los terceros que observan. Y la imaginación no es,
desde luego, el punto fuerte de esos personajes, a los que suele resultarle
bastante difícil ponerse en el lugar del otro.
Comparemos ahora los mapas políticos de Europa de 1914 y
de 2013:
Mientras que entre los estados del
Occidente europeo las fronteras actuales no han variado de manera significativa
durante el último siglo, en el este -en cambio- se han transformado bastante.
Centrémonos ahora en los dos grandes estados germánicos de 1914: el Imperio
alemán (color celeste) y el austro-húngaro (en amarillo). Los dos tenían al
alemán como lengua oficial y sus dirigentes eran étnicamente germanos. En
Alemania también eran germanos étnicos la inmensa mayoría de la población, en
Austria sólo un pequeño porcentaje. Veamos el mapa de las lenguas del imperio
austriaco en 1910:
El alemán se hablaba en el actual territorio
austriaco y en una serie de enclaves dispersos por todo el imperio. Y por
supuesto por las clases dirigentes en todas partes.
¿Cuál es
la consecuencia, a día de hoy, del expansionismo germano que tuvo lugar entre
1871 y 1945? Pues un evidente retroceso geográfico. En el caso alemán, las
provincias más occidentales (Alsacia y Lorena, ayer alemanas y hoy francesas)
siguen manteniendo a las mismas poblaciones, aunque han cambiado de bandera.
Eran y son una zona de transición entre Alemania y Francia. Pero vienen siendo
educados en francés desde 1918, lo que ha ido reforzando su vinculación con su
actual país y debilitando la que tuvieron con el antiguo.
Pero la
corrección de fronteras por el este (con Polonia y con Rusia) ha significado la
deportación masiva de las poblaciones germanas que vivían en ese territorio
hacia el oeste de la línea Oder-Neisse, y hoy sus descendientes se pasean por
las calles de Hamburgo, de Berlín o de Munich. Ciudades tan emblemáticas como Dánzig
(hoy Gdansk, cuyo “corredor” fue el pretexto que desencadenó la Segunda Guerra
Mundial) o Königsberg
(hoy Kaliningrado, cuna de Kant y capital de la Prusia Oriental), ciudades
(ambas) que fueron orgullo de la germanidad, hoy son netamente eslavas. En la
Gdansk polaca vimos en los años ochenta a Lech Wałęsa fundar el sindicato “Solidaridad”,
un hito en la historia de la Polonia actual. Y Kaliningrado es -actualmente- el
enclave más occidental de la Rusia de Putin.
En cuanto
al poderoso Imperio austro-húngaro, sólo Austria
sigue hablando alemán -y algunas minorías residuales en algún país fronterizo
con ella. Poco queda de las élites dirigentes germano parlantes que se paseaban
por las calles de Praga, de Budapest o de Zagreb. Menos aún de los viejos
enclaves alemanes, como el de los Sudetes, que sirvieron para justificar la
invasión alemana en Checoslovaquia. Y no hablemos ya de la trágica historia de
las minorías alemanas de Rusia, en especial de los alemanes del Volga.
La
historia va y viene. En una Unión Europea en la que los alemanes hoy imponen su
ley, pueden parecer extrañas estas historias. Pero no hace tanto de ellas. Hace
setenta años decían que su imperio duraría mil
años... Como diría Miguel de Unamuno: una cosa es vencer
y otra, muy distinta, convencer.
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