lunes, 16 de abril de 2012

La “función borgoñona”

Hoy empezaremos echando un nuevo vistazo a un viejo mapa que les mostré hace ya algunos meses en el artículo “Las fronteras intangibles”[1]. Se trata del que nos muestra al Imperio Romano en su momento álgido, sobre el 200 de nuestra era.

En su día les dije que observaran las fronteras más occidentales de los germanos con el Imperio y otra vez vuelvo sobre lo mismo. Observen la línea que separaba a éste de los bárbaros, a la altura de la Francia actual:




El “Limes” romano continental europeo discurría (salvo en su tramo final, a la altura de la actual Rumanía, la “Dacia” romana) siguiendo los cursos de los ríos Rhin y Danubio. En la orilla occidental del primero y en la meridional del segundo se atrincheraron los romanos para contener, durante 400 años, las embestidas procedentes del universo germánico. Aunque el paisaje natural, en las dos orillas del Rhin, es prácticamente el mismo sabemos que, antes de que los romanos llegaran allí, este río ya actuaba como la línea divisoria entre dos de los grandes pueblos de la protohistoria europea: los celtas –al oeste- y los germanos –al este-.

El Rhin, por tanto, viene actuando desde hace 2.300 años como la frontera entre dos pueblos, dos culturas, dos universos mentales, dos ecosistemas sociales en definitiva: al oeste los galos, posteriormente romanizados, sometidos por los francos a partir del siglo V, a los que hoy llamamos franceses. Al este los germanos, nunca romanizados, que construyeron en la Edad Media aquella laxa confederación de señores feudales que recibió el rimbombante nombre de “Sacro Imperio Romano-Germánico” y que hoy se llama Alemania.

Si viene siguiendo la serie de artículos sobre Dinámica Histórica que vengo publicando desde el mes de enero recordará lo que dije de los juegos de oposiciones en el artículo que cité más arriba y, también, lo que hablé sobre los bordes fronterizos entre dos ecosistemas[2].

Pues bien, el Rhin lleva 2.300 años convertido en la línea fronteriza entre dos ecosistemas, y como tal desempeñando la función que de ella se espera. Los romanos se atrincheraron allí y organizaron el territorio -en consecuencia con esa función- como un espacio fronterizo sometido a la continua presión militar germánica y que debía dar apoyo logístico a los puestos militares que se habían diseminado por todo el territorio. En esa zona hubo generosos repartos de tierras a los soldados veteranos una vez licenciados, para crear una trama social de pequeños campesinos capaces también de organizar la defensa del territorio en el supuesto de que saltaran los cerrojos militares que cubrían la primera línea.

Fueron pasando los siglos y los romanos cada vez tenían más problemas para movilizar soldados con los que cubrir las vacantes que se iban produciendo en el Limes. Poco a poco empiezan a reclutar hombres al otro lado del Rhin, fuera de los límites imperiales. Las legiones del Limes se fueron paulatinamente germanizando, de tal manera que llegó un momento en el que los que supuestamente tenían que proteger a Roma de los ataques de los bárbaros eran tan germanos como los propios atacantes. Por eso un día (el 25 de diciembre del 406) una parte de las tropas romanas que debían proteger ese “Limes” simplemente cambiaron de bando, uniéndose a los invasores durante uno de los días de fiesta más importante del calendario romano, y comenzaron así las que conocemos como “invasiones bárbaras”.

Pero durante los 200 años anteriores a esa fecha, el número de veteranos licenciados de origen germano que recibían tierra en la zona del Limes fue en aumento continuo, desplazando de manera paulatina a los primitivos habitantes de la misma, que eran de etnia celta.

Por tanto, durante el Bajo Imperio Romano, en la franja de tierras que había al oeste del Rhin, fue surgiendo una sociedad militarizada y muy romanizada, donde los celtas se fueron mezclando con los germanos, vinculada con el poder imperial mucho más directamente que el resto de habitantes que componían la Galia. Así cristalizó esa sociedad y así se proyectó hacia el futuro.

Tras las invasiones bárbaras sus habitantes pasarán a formar parte del reino Franco, como el resto de la Galia romana. Y esa franja de tierra será el eje central del Imperio de Carlomagno (siglos VIII y IX), la primera formación política que fue capaz de integrar (durante tres generaciones) a los antiguos celtas y a los germanos. El Imperio Carolingio fue una experiencia efímera. Todos los intentos de integrar a franceses y alemanes dentro de la misma estructura política han corrido siempre la misma suerte.

El acta de defunción del Imperio Carolingio fue el Tratado de Verdún (843):

“Se conoce como tratado de Verdún al acuerdo celebrado entre Lotario I del Sacro Imperio Romano Germánico, Luis el Germánico y Carlos el Calvo, hijos de Ludovico Pío y nietos de Carlomagno. Por este tratado, los tres hermanos pusieron fin a años de hostilidades en que se enzarzaron debido a su ambición de controlar la totalidad del Imperio carolingio, lo que fue permitido por la debilidad de su padre.

Por el tratado de Verdún (843), los tres nietos de Carlomagno desintegraron el Imperio. Carlos se llevó las regiones occidentales. Luis tomó para sí las orientales. Lotario, por su parte, por su ambición, obtuvo las capitales imperiales: Roma y Aquisgrán, enclavadas en una estrecha franja de terreno [la franja de las que les vengo hablando] entre los dominios de sus dos hermanos, que iba desde Italia hasta el Mar del Norte.

El tratado tuvo consecuencias políticas incalculables. Aparte de sepultar para siempre el sueño de una resurrección del Imperio romano en Europa Occidental (que sería infructuosamente buscado por el Sacro Imperio Romano Germánico), creó la semilla de lo que después serían las naciones de Francia al oeste (el territorio de Carlos, que por primera vez recibe esa denominación en vez del tradicional nombre de Galia) y Alemania al este (los dominios de Luis). El territorio de Lotario será conocido en la Edad Media como la Lotaringia, denominación geográfica que abarca Flandes (las actuales Bélgica y Holanda), las regiones francesas de Alsacia y Lorena, y la Italia septentrional. Esta colección de tierras era demasiado inestable para seguir unida en un mismo cetro, y se desintegró bastante rápido, en un nuevo tratado celebrado el año 870, el tratado de Mersen, dejando de desempeñar un papel unitario en la historia universal.”[3]

Conforme fue avanzando la Edad Media -en la zona más meridional del viejo limes romano- la Lotaringia se fue transformando en el Ducado de Borgoña, un estado-barrera entre Alemania y Francia que supo aprovecharse de la rivalidad entre ambos países y de las debilidades estructurales del modelo de relaciones sociales del universo feudal para abrirse paso como un “ecosistema de frontera”. Pronto recuperan la vieja relación privilegiada que las fuerzas vivas del “Limes” tenían en la antigüedad con las autoridades imperiales romanas, cuyos herederos funcionales -en la Plena Edad Media- eran los papas romanos. De esa relación privilegiada obtenían las dos partes una gran rentabilidad. Los borgoñones recibían una legitimación moral del papado que en esa época valía su peso en oro. La amenaza implícita de excomunión contra un rey era entonces más valiosa que un ejército de 10.000 hombres. Así los borgoñones suplían su debilidad militar relativa con prestigio, influencia moral y poder diplomático.

La Santa Sede, por su parte, al partir en dos la cristiandad medieval con un estado-barrera debilitaba a los poderes temporales, reforzando la autoridad “espiritual” del Papa. En la mente tenían la creación de un estado teocrático supra-europeo[4] en el que los señores feudales respondieran ante el Papa también en términos políticos.

Tal y como expresamos en nuestro artículo “España: ¿Puente o frontera?”[5], los “ecosistemas de frontera” actúan como verdadero motor de cambio, exportando continuamente nuevas “especies” hacia los ecosistemas vecinos y el Ducado de Borgoña no es ninguna excepción a esa regla general. La mayor revolución espiritual de la Edad Media continental europea, la orden cluniacense, fue creciendo bajo la protección de los duques de Borgoña, formándose una gran alianza, en el corazón de Europa, entre el papado, los borgoñones y los cluniacenses que lideró, durante los tiempos medievales, una profunda renovación de las costumbres que tendrán a los monjes benedictinos como sus agentes principales y que buscaban construir el gran estado teocrático europeo, sometido a la autoridad del Papa, en el que lo “temporal” se confunde, de manera interesada[6] con lo “espiritual”, marcando el comienzo de la dura pugna por la hegemonía entre los poderes políticos (siempre divididos, gracias a la magistral utilización de la famosa “diplomacia vaticana”, combinada con las amenazas del “infierno” contra los que desobedecían la voluntad manifiesta de los papas) y los religiosos que, en el caso católico, siempre tuvieron unidad de mando y, por tanto, coordinación continental.

Ya hemos ido viendo el papel que, en la historia medieval española, desempeñó esta triple alianza. Pero es obvio que, para ellos, la Península Ibérica sólo era un escenario parcial dentro de una guerra global. La división política de los monarcas europeos era su objetivo principal, especialmente el aislamiento mutuo de los escenarios franceses –por un lado- y alemanes –por el otro-. Pero otro de sus grandes objetivos era convertir al papado en el gran transformador de las costumbres para poder conducir al “rebaño” cristiano en la dirección que la Iglesia marcaba. Las diversas órdenes monásticas se encargarán de esa tarea. Durante esos siglos habrá varias propuestas, que se irán complementando entre sí, cada una de las cuales cubrirá un flanco diferente dentro del "ecosistema" feudal. Pero es evidente que el papel desempeñado por los cluniacenses, durante los siglos XI y XII y los cistercienses, inmediatamente después, fue el más destacado dentro de la gran pluralidad de propuestas monásticas medievales.

También recordarán que, tanto en “La Génesis de nuestra identidad”[7] como en “El boomerang español”[8], hablé de la influencia de la experiencia borgoñona en los campos de batalla españoles frente a los almorávides y la creciente implicación del papado en la “Reconquista” española como uno de los elementos desencadenantes de las cruzadas. En su día comentamos que quien quisiera liderar un mundo de guerreros tenía que ser uno de ellos y que la experiencia española fue un elemento determinante en el proceso de reflexión que condujeron a ese ambicioso proyecto. En Tierra Santa la Iglesia católica creó y desarrolló otra potente herramienta de intervención en el universo feudal: las órdenes de caballería, esos hombres mitad monjes mitad soldados que hicieron llegar las directrices papales de manera directa hasta los campos de batalla, en un proceso de desarrollo de la lógica teocrática que planteé más arriba.

El destacado papel desempeñado durante los siglos XI y XII en la Península Ibérica, tanto por los cluniacenses como por los borgoñones, es consecuencia del desarrollo de la lógica fronteriza consustancial con el proyecto borgoñón y que encontró en España otro “limes” donde mutar para seguir creciendo. Entonces se tejió una alianza entre las clases dominantes de los dos países que “resucitó” quinientos años después, cuando se produjo la coronación de Carlos I.

El fracaso final de las cruzadas, la agudización de los conflictos entre Papado e Imperio, entre poderes temporales y espirituales, la Guerra de los Cien Años (1337-1453) y el Cisma de Occidente (1378–1417), fueron debilitando la hegemonía del Papa en el continente durante la Baja Edad Media. Durante esos siglos finales del Medievo Inglaterra se va acercando, de manera paulatina, a la vieja alianza romano-borgoñona. Durante la Guerra de los Cien Años los reyes borgoñones actúan con frecuencia en coalición con las fuerzas inglesas en los campos de batalla franceses. Poco a poco van ganando peso, dentro de los dominios borgoñones sus regiones más septentrionales: el área flamenca, como consecuencia de esa nueva y cada vez más estrecha relación entre borgoñones e ingleses.

La emergente Inglaterra de los siglos XV y XVI termina completando, por el norte, al eje romano-borgoñón, heredando palatinamente algunas de las funciones –las diplomáticas por supuesto- que fueron monopolio papal durante la Edad Media. De una manera creciente la actuación diplomática de los británicos en los escenarios continentales prolonga en el tiempo las estrategias diseñadas en Roma muchos siglos antes. Y entre esas políticas heredadas figura, en primerísimo lugar, el sostenimiento de los estados-barrera de la franja del Rhin.

El heterogéneo conglomerado de señoríos del oriente francés cada vez es menos borgoñón y más flamenco y es en ese contexto histórico en el que se produce el matrimonio entre la castellana Juana la Loca con el flamenco-borgoñón Felipe el Hermoso. Como consecuencia, en 1517, es coronado su hijo –Carlos I- como rey de España. Esta nueva asociación política viene a reforzar con savia nueva a los ya viejas y desgastadas organizaciones políticas del viejo limes romano, metiendo a España, de cabeza, en el corazón de los conflictos estructurales del continente europeo. La presencia española en esa zona tiene como objetivo frenar, en lo posible, el avance de la Historia. Las mentes que dirigían el viejo orden feudal habían trazado un plan para enfrentar entre sí a las nuevas y emergentes naciones-estado que estaban surgiendo en Europa en los albores de la modernidad. Y la nueva España que acababa de eclosionar se convirtió en la guardiana del viejo orden feudal europeo a la que se asignó como tarea principal rodear y contener a Francia. En un próximo artículo describiré como se concretó esa tarea. Hoy seguiremos hablando de los flamenco-borgoñones.

Mientras Carlos I estaba siendo coronado como rey de España, Martín Lutero estaba clavando en la puerta de la iglesia de Wittenberg sus 95 tesis que marcan el arranque de la Reforma Protestante. Durante el resto del siglo XVI y buena parte del XVII las guerras de religión asolarán Europa. Ya mostré en “Las fronteras intangibles”[9] como, cuando los cañones dejaron de tronar (en 1659), las fronteras religiosas entre católicos y protestantes reproducían, con bastante exactitud, la línea fronteriza del viejo Limes romano. Y como el reino flamenco-borgoñón llevaba siglos situado precisamente sobre ella vio reforzada, una vez más (es su destino), su función fronteriza. La mayor parte de estos territorios quedaron, como corresponde a su viejo rol de defensores del orden romano, del lado católico. Pero hubo un par de enclaves que optaron por la nueva fe reformada (Holanda, al norte, y algunos cantones suizos, al sur). Como corresponde a su carácter fronterizo no podían ser reformistas corrientes, tenían que llevar su compromiso con la nueva causa a un nivel mucho más militante que el resto de sus correligionarios, desarrollando una versión del protestantismo mucho más radical (el calvinismo). Si iban a quedar en la línea del frente necesitaban un mayor compromiso con la causa para resistir.

Una vez que Holanda quedó segregada del resto de los dominios flamencos y –además- en el bando protestante, pasó a depender, todavía más de su alianza con Inglaterra para afirmar su identidad frente a sus adversarios. Algún tiempo después, la llegada al poder español de la dinastía francesa de los borbones (1701) cambió por completo las reglas de juego del equilibrio europeo, puesto que el país que debía aislar a Francia del resto de Europa había basculado ahora hacia el lado francés. La Guerra de Sucesión española (1701-1713) consiguió paliar el efecto de la nueva alianza franco-española entregando a Austria lo que quedaba hasta entonces -en manos españolas- del viejo reino flamenco-borgoñón, convertido ahora en guardaespaldas de Alemania y de Holanda. Los restos más meridionales de ese conglomerado político irán cayendo de manera paulatina en manos francesas. Y el viejo Flandes español se convertirá –ya en el siglo XIX- en la nueva Bélgica, que todavía hoy separa a Francia de Holanda.

La aparición de la nueva Alemania unificada, en 1871, tras la Guerra Franco-Prusiana nos mete de lleno en los conflictos militares del siglo XX, en los que los estados-barrera han desparecido prácticamente de la escena porque, como en los tiempos de Roma, los ejércitos del este y los del oeste se atrincheraron en las dos orillas del Rhin. Dos guerras mundiales después, las dos partes enfrentadas decidieron jugar a llevarse bien y de nuevo los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo) empezaron a hacer de fiel de la balanza, participando en el proyecto europeo (como en los tiempos de Carlomagno) pero, sin perder de vista su alianza con Inglaterra (mucho más evidente en el caso holandés). No es sorprendente que en muchas votaciones de las que se producen en el seno de la Unión Europea los holandeses se alineen con ingleses y escandinavos (es algo instintivo) y jueguen a neutralizar la alianza franco-alemana, a veces con el apoyo de belgas y luxemburgueses.

Observen el mapa de Europa: Si Inglaterra fuera un martillo Holanda es la cuña sobre la que golpea. Una cuña situada en la desembocadura del Rhin, ese viejo río que es una vieja herida abierta en el corazón de Europa. Esa es su función: La función borgoñona.


[1] http://polobrazo.blogspot.com/2012/01/las-fronteras-intangibles.html
[3] http://es.wikipedia.org/wiki/Tratado_de_Verd%C3%BAn
[4] Que llegó a tener una presencia real, aunque no fuera oficializada nunca. De hecho la expresión “poderes universales”, utilizada por los historiadores para referirse al Papado y al Imperio, es un reconocimiento implícito de la existencia de ese súper estado teocrático
[6] La famosa y falsa “Donación de Constantino” es el documento que marca el comienzo de la usurpación del poder “temporal” –es decir, político- por los papas.

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