Nunca se gana una guerra totalmente. Y casi nunca se pierde del todo tampoco. Sólo la aniquilación física y total del adversario puede ser considerada una derrota absoluta para aquél. Pero, si tal caso se diera, representaría la deshumanización total del vencedor. Éste viviría desde entonces marcado con el “estigma de Caín”, y mancharía de sangre todo aquello que tocara.
Buena parte de los conflictos que la Humanidad ha conocido a lo largo de la Historia han tenido un “vencedor” y un “derrotado” relativos, si hacemos una valoración global del enfrentamiento, porque aquí, como en las elecciones políticas, se puede “ganar” con un 51% y “perder” con un 49%.
Hay “victorias” que, cuando se juzgan con la suficiente perspectiva, se tornan en verdaderas derrotas históricas. Y derrotas que actúan como un revulsivo y provocan una regeneración moral de la sociedad que la sufre, representando finalmente un hito en la historia de su pueblo.
Por todo esto, la lectura de ciertos libros de “historia” nos causan la impresión de que son folletos publicitarios de un grupo oligárquico determinado que quiere hacernos comulgar a todos con ruedas de molino, presentándonos una colección de cuentos infantiles como verdades absolutas donde se refuerza, de manera artificial, la bondad de un bando y la maldad del otro o la rotunda victoria/derrota de los mismos.
La “Decadencia” española es uno de esos lugares comunes que
resulta difícil de entender si nos dejamos llevar por las narrativas oficiales,
ya que es un fenómeno que fue consecuencia de un proceso histórico determinado
que raramente se cuenta en toda su complejidad.
Según muchos historiadores España vivió el momento más brillante de su historia durante el siglo XVI, y entró en una fase de decadencia durante el XVII. De donde se deduce que los reyes de la primera de esas centurias fueron los más grandes que hemos tenido y los de la siguiente se encontrarían, sin embargo, entre los más ineptos. El pueblo -en cualquier caso- es casi invisible, los procesos históricos un detalle sin importancia y no hay error estratégico que no se pague a corto plazo. Carlos I y Felipe II son exonerados, por ejemplo, del resultado de la Guerra de los Treinta Años, que se libró en tiempos de Felipe III y Felipe IV, pero que son la consecuencia de la política de alianzas tejida -ya en el siglo XVI- por los austrias “mayores”.
Hay errores que no pagamos nosotros sino nuestros nietos, y eso fue lo que ocurrió en España durante el siglo XVII. Aquella generación pagó los errores de diseño del modelo político que establecieron sus “brillantes” abuelos. En la Guerra de los Treinta Años lo que colapsó fue un modelo de sociedad y una estrategia política. Lo que quebró fue el estado de los austrias, de todos los austrias, desde el primero hasta el último.
Está claro que el punto de inflexión que marcó el comienzo
del fin del Imperio español fue la Guerra
de los 30 años, pero las consecuencias últimas de ese conflicto, si bien
representan un serio revés para la Monarquía Católica, no necesariamente tenían
que provocar su hundimiento definitivo y, de hecho, hay varios momentos, tanto
en las últimas décadas del siglo XVII como a lo largo del XVIII en los que
nuestro país dio claros síntomas de recuperación. El Imperio español se hundió como
consecuencia de la Guerra de la Independencia,
que estalló 160 años después de la firma de la Paz de Westfalia, luego las razones últimas del mismo tienen mucho
más que ver con la estrategia política de los borbones que con la de los
austrias menores, pese a la extraordinaria dureza del conflicto que arrasó a
media Europa en la primera mitad del XVII y que tuvo a España como uno de sus
protagonistas principales. Por tanto hemos de concluir que buena parte de las
interpretaciones que hacen a Felipe III y Felipe IV responsables de haber
iniciado el proceso hundimiento del Imperio, pese a que vienen avaladas por una
serie de hechos que son incontestables, en realidad buscan exonerar a los reyes
que vinieron después y, de camino, conciliar nuestra narrativa histórica con la
que los franceses, ingleses y holandeses fueron imponiendo en toda Europa tras
el citado conflicto.
[1] La vastedad del Imperio español –incrementada a partir de 1580 por la adición del portugués- tenía como cruz la formidable exposición a todo tipo de agresiones que presentaba. Cualquier enemigo que se abriera paso a través de las rutas marítimas tenía a su disposición decenas de miles de kilómetros de costa donde golpear –también donde esconderse-. Podía escoger la ciudad que tuviera las características más idóneas en función de la fuerza expedicionaria disponible, así como de los objetivos -ya militares, ya políticos, ya económicos- buscados. Era materialmente imposible que España tuviera una fuerza militar suficiente para repeler cualquier posible ataque en cualquier posible lugar. En la inmensa mayoría de los casos el agresor, si planificaba su acción medianamente bien, tenía prácticamente garantizada la impunidad. Este dato, por sí sólo, es suficientemente ilustrativo de cómo las prioridades estratégicas de los Habsburgo españoles no tenían nada que ver con las necesidades reales de las poblaciones cuya defensa teóricamente tenían que garantizar.
[3] Hay una letrilla de Luis de Góngora (1561–1627) que ilustra bastante bien esta actitud: “Traten otros del gobierno,/del mundo y sus monarquías,/mientras gobiernan mis días/mantequillas y pan tierno,/y las mañanas de invierno/naranjada y aguardiente,/y ríase la gente.// Coma en dorada vajilla/el príncipe mil cuidados,/como píldoras dorados;/que yo en mi pobre mesilla/quiero más una morcilla/que en el asador reviente,/y ríase la gente// Cuando cubra las montañas/de blanca nieve el enero,/tenga yo lleno el brasero/de bellotas y castañas,/y quien las dulces patrañas/del rey que rabió me cuente,/y ríase la gente ...” y sigue en la misma línea. Aunque está escrita antes de que ocurrieran la mayor parte de los sucesos narrados, las consecuencias históricas últimas de la manera de gobernar características de los Habsburgo se venían venir desde mucho antes de la culminación de ese período histórico –y fueron vistas de hecho por mucha gente, de extracciones sociales muy diversas. Los únicos ciegos que había eran los que no querían ver-.
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