martes, 2 de octubre de 2012

La “decadencia” española

Nunca se gana una guerra totalmente. Y casi nunca se pierde del todo tampoco. Sólo la aniquilación física y total del adversario puede ser considerada una derrota absoluta para aquél. Pero, si tal caso se diera, representaría la deshumanización total del vencedor. Éste viviría desde entonces marcado con el “estigma de Caín”, y mancharía de sangre todo aquello que tocara.

Buena parte de los conflictos que la Humanidad ha conocido a lo largo de la Historia han tenido un “vencedor” y un “derrotado” relativos, si hacemos una valoración global del enfrentamiento, porque aquí, como en las elecciones políticas, se puede “ganar” con un 51% y “perder” con un 49%.

Hay “victorias” que, cuando se juzgan con la suficiente perspectiva, se tornan en verdaderas derrotas históricas. Y derrotas que actúan como un revulsivo y provocan una regeneración moral de la sociedad que la sufre, representando finalmente un hito en la historia de su pueblo.

Por todo esto, la lectura de ciertos libros de “historia” nos causan la impresión de que son folletos publicitarios de un grupo oligárquico determinado que quiere hacernos comulgar a todos con ruedas de molino, presentándonos una colección de cuentos infantiles como verdades absolutas donde se refuerza, de manera artificial, la bondad de un bando y la maldad del otro o la rotunda victoria/derrota de los mismos.

La “Decadencia” española es uno de esos lugares comunes que resulta difícil de entender si nos dejamos llevar por las narrativas oficiales, ya que es un fenómeno que fue consecuencia de un proceso histórico determinado que raramente se cuenta en toda su complejidad.

Según muchos historiadores España vivió el momento más brillante de su historia durante el siglo XVI, y entró en una fase de decadencia durante el XVII. De donde se deduce que los reyes de la primera de esas centurias fueron los más grandes que hemos tenido y los de la siguiente se encontrarían, sin embargo, entre los más ineptos. El pueblo -en cualquier caso- es casi invisible, los procesos históricos un detalle sin importancia y no hay error estratégico que no se pague a corto plazo. Carlos I y Felipe II son exonerados, por ejemplo, del resultado de la Guerra de los Treinta Años, que se libró en tiempos de Felipe III y Felipe IV, pero que son la consecuencia de la política de alianzas tejida -ya en el siglo XVI- por los austrias “mayores”.

Hay errores que no pagamos nosotros sino nuestros nietos, y eso fue lo que ocurrió en España durante el siglo XVII. Aquella generación pagó los errores de diseño del modelo político que establecieron sus “brillantes” abuelos. En la Guerra de los Treinta Años lo que colapsó fue un modelo de sociedad y una estrategia política. Lo que quebró fue el estado de los austrias, de todos los austrias, desde el primero hasta el último.

Está claro que el punto de inflexión que marcó el comienzo del fin del Imperio español fue la Guerra de los 30 años, pero las consecuencias últimas de ese conflicto, si bien representan un serio revés para la Monarquía Católica, no necesariamente tenían que provocar su hundimiento definitivo y, de hecho, hay varios momentos, tanto en las últimas décadas del siglo XVII como a lo largo del XVIII en los que nuestro país dio claros síntomas de recuperación. El Imperio español se hundió como consecuencia de la Guerra de la Independencia, que estalló 160 años después de la firma de la Paz de Westfalia, luego las razones últimas del mismo tienen mucho más que ver con la estrategia política de los borbones que con la de los austrias menores, pese a la extraordinaria dureza del conflicto que arrasó a media Europa en la primera mitad del XVII y que tuvo a España como uno de sus protagonistas principales. Por tanto hemos de concluir que buena parte de las interpretaciones que hacen a Felipe III y Felipe IV responsables de haber iniciado el proceso hundimiento del Imperio, pese a que vienen avaladas por una serie de hechos que son incontestables, en realidad buscan exonerar a los reyes que vinieron después y, de camino, conciliar nuestra narrativa histórica con la que los franceses, ingleses y holandeses fueron imponiendo en toda Europa tras el citado conflicto.

 Pero situémonos, por un momento, en aquella coyuntura histórica. Desde 1618 se estaba librando, en los territorios adscritos al Sacro Imperio Romano-Germánico, la Guerra de los Treinta Años con participación española. Ésta fue básicamente –hasta 1635- una guerra de religión entre católicos y protestantes en la que además de España, del Emperador y de los príncipes alemanes, habían estado participando daneses, suecos e, indirectamente, holandeses y franceses. Pero la irrupción directa de los ejércitos galos -a partir de 1635-, del lado de los protestantes, dio un nuevo impulso al conflicto. La intensidad de éste, vista desde el lado español, fue incrementándose de manera paulatina. La creciente presión francesa fue abriendo nuevos frentes de combate a lo largo de todas las fronteras compartidas entre ambos países. España, en ese momento, luchaba en Alemania, en Flandes, el Franco Condado, el Milanesado y los Pirineos. Estos eran los frentes que estaban asociados a esa guerra, pero persistían, igualmente, los frentes endémicos abiertos por la acción continua y sistemática de los piratas del Mediterráneo –respaldados por los turcos- y del Atlántico -detrás de los cuales se encontraban Inglaterra, Holanda y la misma Francia, así como otros nuevos que los holandeses estaban abriendo en América e incluso Asia[1].

 La superestructura política que formaban los dominios de los Habsburgo españoles era muy heterogénea, y la implicación de los diferentes territorios que la constituían diversa. En el mes de junio de 1640 se produce una sublevación general contra las tropas del rey Felipe IV en Cataluña. Pronto los catalanes alcanzan un acuerdo con el monarca galo -que se anexiona el territorio en 1641- y las tropas francesas se adentran en el país. En diciembre se levantan los portugueses, que proclaman su independencia con la ayuda de Inglaterra. A partir de entonces España tiene que cubrir, además, dos nuevos frentes abiertos dentro de la misma Península Ibérica que representan un desgarro interior que puede ser el preludio de su propia desintegración política. El colapso de la “Monarquía Católica” se hace patente y toda Europa empieza a contemplar como probable el hundimiento definitivo del Imperio español. Y como remate, en 1649, la peste comenzó a diezmar a los habitantes del país, despoblando amplias zonas de Valencia, de Aragón, de Murcia, de Andalucía... En Sevilla, a la sazón la ciudad más poblada del reino y una de las grandes urbes europeas de la época, murieron 60.000 personas (el 46% de su población), pasando de 130.000 a 70.000 habitantes.

 La magnitud de las adversidades que azotaron la Península a mediados del siglo XVII fue de tal calibre que pocos observadores apostaban realmente por la supervivencia de aquél estado hipertrofiado.

 Y sin embargo sobrevivió. La agónica “Monarquía Católica” resucitó de entre los muertos y, aunque herida y agotada, se puso en pie. En 1648 la Paz de Westfalia puso fin a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Pero continuaba la guerra entre España y Francia y, también, la Guerra de Independencia de Portugal, así como el conflicto catalán. El duelo hispano-francés aún perduraría 11 años más; en él se estaba librando, sencillamente, el futuro de Occidente. Durante ese tiempo los ejércitos españoles hicieron retroceder a los franceses hasta la línea de cumbres de los Pirineos, recuperando así cuatro de las cinco provincias catalanas perdidas en 1640.

 En 1659 por fin se cerrará ese dramático período de nuestra historia con la firma de la Paz de los Pirineos, que representa el reconocimiento formal del relevo francés en el liderazgo europeo. Aún quedaba abierto el contencioso hispano-portugués que se resolverá con el Tratado de Lisboa (1668), en el que se reconocerá la independencia de Portugal.

 Por fin llegó la paz, después de medio siglo de guerras en el que las tropas españolas se habían batido desde Polonia hasta el Algarbe, desde el Canal de la Mancha hasta Praga. El país estaba exhausto y sufría un evidente declive demográfico y económico. Al pueblo español le quedaron muy pocas ganas de embarcarse en nuevas aventuras y este creciente rechazo de la población a la guerra fue percibido en el resto de Europa como la demostración palpable de que la obsoleta maquinaria de este arcaico país ya no daba más de sí. Desde entonces se ha repetido hasta la saciedad que España se convirtió en “una-potencia-de-segundo-orden”. Esto viene a querer decir que ya no representaba un peligro significativo para ninguna de las potencias emergentes del momento –léase Francia, Inglaterra, Holanda, Austria, etc.-.

 El deterioro físico que la guerra había dejado en el país era importante. Aquel turbulento período había puesto al descubierto todas las debilidades estratégicas que el Sistema tenía y había desenmascarado también algunos mitos que hasta ese momento habían sido considerados verdades sacrosantas. Pero antes de continuar pasemos a observar el mapa de las pérdidas territoriales sufridas por España, después de 41 años de lucha.




Las pérdidas territoriales son exactamente lo que el lector ve coloreado en rosa. La verdad es que no parecen excesivas ante la magnitud de las tragedias sufridas por el camino. La “potencia-de-segundo-orden” no escapó demasiado mal del duelo directo y solitario que, desde 1635 –es decir durante 24 años-, estuvo librando contra la primera potencia mundial del momento en la que supuestamente se había convertido Francia. Es más, si comparamos ese mapa con la situación militar de mediados de la década de los 40 deberíamos concluir que los verdaderamente derrotados son los franceses. El asunto adquiere incluso características grotescas si tenemos en cuenta que, pese a todo lo que “había llovido”, la Camisa de Fuerza tejida alrededor de Francia seguía en pie, a pesar de que el sentido común hubiera aconsejado a los españoles a cederla ¡gratis!, sin necesidad de conflicto que lo justificara.

 En realidad España había sido “derrotada” por ella misma. Sencillamente algunos sectores de su pueblo habían dicho ¡basta! y se negaban a seguir por esa trágica senda en la que los “autómatas del Escorial”[2] nos habían embarcado. La sensación que el levantamiento de catalanes y portugueses, el declive demográfico y económico y la creciente resistencia pasiva de las clases populares -en medio del vértigo de una guerra con tantos frentes abiertos- había hecho sentir, por primera vez, a la casta que dirigía aquella superestructura política que el suelo que pisaban se abría bajo sus pies y podía devorarlos en cualquier momento. El miedo a la posible pérdida de todo el poder que acumulaban, de todos los privilegios que disfrutaban, se visualizó desde el exterior y sus temores pasaron a ser considerados una verdad ontológica. Si el que manda cree que ha perdido eso es lo que ha sucedido, porque nada hay fuera de la percepción subjetiva de los señores. Y desde el punto de vista de las clases populares esa percepción que manaba desde la cúpula de la sociedad creó una sensación de alivio evidente. Es preferible ser un derrotado vivo que un vencedor muerto y las burlas, los desprecios y las “leyendas negras” forjadas en el extranjero sabían a gloria si eso implicaba que por fin los hijos que estaban luchando a miles de kilómetros de distancia podrían volver a casa, guardar las espadas y empuñar de nuevo los arados.[3]

 En los momentos de adversidad es cuando podemos calibrar la verdadera categoría moral de los hombres y, por supuesto, de los pueblos. Desde ese punto de vista el siglo XVII español es fundamental para entender la naturaleza profunda de este país. Durante una generación los españoles se habían estado dedicando, en silencio, a enterrar a sus muertos y a continuar combatiendo de manera instintiva y, pese a todo, ningún ejército enemigo fue capaz de quebrar la férrea “disciplina” de sus “tercios”. La paz sorprendió a sus ejércitos combatiendo, es decir, cumpliendo con su deber. Como era de esperar, aquellos soldados volvieron a casa cuando se les mandó, de manera ordenada y con la mirada alta. No es esta precisamente la imagen de un país decadente, aunque estuviera destrozado y empobrecido, aunque hubiera enterrado por el camino a lo mejor de aquella generación. La decadencia es otra cosa. Tal vez lo que percibieron algunos viajeros extranjeros en sus visitas a la corte. Pero la corte de los austrias no era España. Es curioso como la imagen creada por un puñado de cortesanos es capaz de eclipsar la realidad de un vasto país, cada vez más inmenso y más complejo. A base de este tipo de simplificaciones se ha ido escribiendo buena parte de la Historia Universal y se ha construido nuestra propia visión del mundo.


[1] La vastedad del Imperio español –incrementada a partir de 1580 por la adición del portugués- tenía como cruz la formidable exposición a todo tipo de agresiones que presentaba. Cualquier enemigo que se abriera paso a través de las rutas marítimas tenía a su disposición decenas de miles de kilómetros de costa donde golpear –también donde esconderse-. Podía escoger la ciudad que tuviera las características más idóneas en función de la fuerza expedicionaria disponible, así como de los objetivos -ya militares, ya políticos, ya económicos- buscados. Era materialmente imposible que España tuviera una fuerza militar suficiente para repeler cualquier posible ataque en cualquier posible lugar. En la inmensa mayoría de los casos el agresor, si planificaba su acción medianamente bien, tenía prácticamente garantizada la impunidad. Este dato, por sí sólo, es suficientemente ilustrativo de cómo las prioridades estratégicas de los Habsburgo españoles no tenían nada que ver con las necesidades reales de las poblaciones cuya defensa teóricamente tenían que garantizar.
[2] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-automatas-del-escorial.html
[3] Hay una letrilla de Luis de Góngora (1561–1627) que ilustra bastante bien esta actitud: “Traten otros del gobierno,/del mundo y sus monarquías,/mientras gobiernan mis días/mantequillas y pan tierno,/y las mañanas de invierno/naranjada y aguardiente,/y ríase la gente.// Coma en dorada vajilla/el príncipe mil cuidados,/como píldoras dorados;/que yo en mi pobre mesilla/quiero más una morcilla/que en el asador reviente,/y ríase la gente// Cuando cubra las montañas/de blanca nieve el enero,/tenga yo lleno el brasero/de bellotas y castañas,/y quien las dulces patrañas/del rey que rabió me cuente,/y ríase la gente ...” y sigue en la misma línea. Aunque está escrita antes de que ocurrieran la mayor parte de los sucesos narrados, las consecuencias históricas últimas de la manera de gobernar características de los Habsburgo se venían venir desde mucho antes de la culminación de ese período histórico –y fueron vistas de hecho por mucha gente, de extracciones sociales muy diversas. Los únicos ciegos que había eran los que no querían ver-.

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