Hay un cierto consenso al afirmar que España está dentro de este pequeño grupo de cabeza desde el primer momento y ejerce una función de arrastre sobre los demás. Maquiavelo en El Príncipe (1513) calificará a Fernando V (1474-1516), como "el primer rey de la cristiandad"[1], reconociendo de manera implícita el liderazgo que España estaba ejerciendo en su tiempo a escala continental, antes incluso de que el azar pusiera sobre las sienes de Carlos I las coronas del Imperio Germánico, de Austria y de Flandes.
La “nación” se define por contraste, cuando se toma conciencia de la propia identidad y de las diferencias que nos separan de “los otros”. Esta toma de conciencia no se produce de cualquier manera; históricamente coincide con un acusado fortalecimiento del poder real que se apoya en las emergentes clases burguesas para poder enfrentarse con éxito a la nobleza feudal, todo ello en un contexto de creciente rivalidad con otras naciones vecinas cuya “unidad de mando” amenaza seriamente la supervivencia de la propia si el monarca no acomete con decisión la tarea de homogeneizar, disciplinar y nacionalizar a las fuerzas vivas del estado, tarea en la que resultan de inestimable ayuda la existencia de una lengua nacional propia que sea diferente de la del adversario e, incluso, una religión nacional.
Esta es claramente la situación de los países de la Europa Occidental a lo largo del siglo XVI y las primeras décadas del XVII. A nadie se le ocurriría definir como estado-nación al reino castellano-leonés de los siglos XI-XIV y, sin embargo, todos los elementos que aquí hemos citado estaban presentes allí en mayor o menor medida, aunque el contexto histórico sea radicalmente diferente.
Los cristianos medievales españoles, especialmente en la Era de las Invasiones Africanas, desarrollan una acusada conciencia de su propia identidad frente a su adversario. No se consideran diferentes al resto de pueblos de la cristiandad, de la que sienten que forman parte, aunque se dan cuenta de que su situación geográfica los singulariza, primariamente porque los coloca en la línea del frente y los somete a unas presiones que el resto de sus correligionarios desconocen; secundariamente porque es obvio que la Península Ibérica, por encima de las acusadas diferencias regionales que alberga, constituye una unidad geográfica con unos límites muy precisos que la naturaleza se encarga de reforzar. España era la vanguardia de la cristiandad pero, por tanto, cristiandad, es decir: Europa.
Con quienes los cristianos españoles percibían su diferencia era con los musulmanes, especialmente con las expresiones imperialistas del Islam. Si ciertamente pudieron abrirse en algún momento vías de integración nacional y de entendimiento con los andalusíes en la época de las Taifas, no podía haberlas con almorávides, almohades o benimerines ni, en un período anterior, con los amiríes (la dictadura de Almanzor y de sus dos hijos). Teniendo en cuenta que entre Sagrajas (1086) y El Salado (1340) transcurrieron 254 años, cuando la amenaza islámica remitió, el enfrentamiento secular entre cristianos y musulmanes había calado tan hondo en las conciencias y, sobre todo, en las inercias sociales que ya no cabía otra salida que la mutua exclusión. Había un acusado sentido de la propia identidad frente “al otro”, al adversario que pone en peligro la propia manera de ser y de entender la vida. Adversario que además posee “unidad de mando” y ha movilizado todos sus recursos obligándolos a responder de la misma forma si tenían voluntad de supervivencia, en una situación de emergencia nacional.
Durante el reinado de Alfonso VI (1072-1109) asistimos, además, a un evidente fortalecimiento del poder real que no obedece a ningún programa político diseñado previamente sino a una combinación de factores tales como el fortalecimiento de los concejos en la estructura política del reino, el ascenso social de los infanzones castellanos, la gran expansión militar de la década de los ochenta del siglo XI, la excepcional situación creada por la invasión almorávide y el sólido liderazgo ejercido por el monarca en todo momento a lo largo de su reinado.
No podemos hablar de la existencia de importantes clases burguesas comparables a las del siglo XVI, pero sí podemos detectar grupos y factores precursores de ellas. En torno al Camino de Santiago están surgiendo ciudades con una actividad comercial significativa. Con los monjes cluniacenses –primero- y cistercienses –después- están surgiendo monasterios para cuya construcción son necesarios cierto número de profesionales con una cualificación superior a la que existía en los siglos anteriores. Con aquellos, además, se difunden hábitos y costumbres que no son estrictamente rurales. Hay una nueva moral, una nueva cultura, un nuevo arte y una nueva comunicación intereuropea que crece en torno a los monasterios.
Si en la frontera nos encontramos con una economía que descansa básicamente sobre las actividades agrícolas y ganaderas, la situación de peligro extremo que se vive en estas zonas obliga a los hombres a concentrarse y hace nacer pequeñas ciudades en zonas eminentemente rurales, no tanto por ser el lugar donde se desempeñan actividades del sector terciario sino porque es donde todos los campesinos han decidido vivir para poderse defender así mejor. Los oficios ciudadanos terminan surgiendo porque hay ciudad. En cualquier caso los campesinos y ganaderos están muy organizados y militarizados, algo que no se da en otras zonas del continente, lo que les hace actuar como un fuerte contrapeso de la aristocracia feudal que los reyes aprovecharán en beneficio propio.
En Castilla hay una extraordinaria movilidad social si la juzgamos con los parámetros de su época. Los campesinos pueden abandonar libremente la tierra cuando les plazca, no están atados a ella y de hecho lo hacen por millares puesto que se están abriendo gran cantidad de tierras a la colonización en los límites meridionales del reino. Este proceso abre gran cantidad de huecos en la retaguardia, de tal manera que el señor que quiera atraer hombres a las suyas tiene que ofrecer condiciones de vida y de trabajo que emulen en cierto grado a las que se dan en la frontera. El rey, por otra parte, no está interesado en coartar la libertad de movimientos de los campesinos pues los necesita precisamente en el sitio de mayor peligro y es consciente de que para que acudan a tales lugares libremente debe tratarlos como a hombres libres.
La existencia de concejos en los pueblos de la Extremadura, de asambleas de vecinos que eligen a sus representantes, de jueces que han sido elegidos por sus vecinos, de la igualdad de derechos que reconocen los fueros de la frontera ante los tribunales de estas ciudades, crean un fermento social muy democrático, muy de otra época distinta de la que estamos hablando aunque nadie haya elaborado manifiestos, ni teorizado sobre el asunto, ni haya hecho campañas para proponer este modelo. Sencillamente fue surgiendo, de manera espontánea, sin que nadie lo anunciara, sin que nadie lo propusiera; y como este proceso se estaba dando muy lejos de los centros de decisión continentales, lejos de los focos de atención, sencillamente pasó desapercibido. Desde el punto de vista de un hombre medieval esta situación factual tenía que ser vista como anómala, fruto de la excepcional situación derivada de una coyuntura política que no debía durar mucho tiempo y que debía de "normalizarse" hacia los patrones feudales -que representaban la norma, dentro de la ética medieval- en cuanto las aguas volvieran a su cauce natural. Bajo ningún concepto podían imaginar que tales estructuras, comportamientos y escalas de valores pudieran ser un anticipo de sociedades futuras.
Hay más elementos "modernos" en esta sociedad que aun no hemos descrito: La economía de los pueblos ibéricos está muy monetarizada. España era uno de los lugares de Europa donde la moneda circulaba con mayor profusión y, además, era etapa intermedia dentro del comercio medieval entre los reinos musulmanes y el resto del continente. Cuando el rey comenzó a pagar con dinero los servicios prestados por sus guerreros dejó de depender de los lazos de vasallaje que le unían con ellos, reforzando así el ya elevado margen de maniobra de que disfrutaba en comparación con sus colegas continentales.
La conquista de Toledo marcará el comienzo de una nueva época en la que los cristianos irán anexionándose, de manera paulatina, a las grandes ciudades de Al-Ándalus. Después vendrán Zaragoza, Lisboa, Valencia, Córdoba, Sevilla, etc. Son ciudades populosas -en términos medievales- con una gran actividad comercial, una estructura social mucho más “avanzada”, más “burguesa” en el sentido de estar habitadas por hombres con profesiones típicas de la ciudad. En estas urbes se encuentran los fieles de las tres religiones monoteístas, entremezclándose, lo que les dará un aire cosmopolita inusual en la Europa de su tiempo. Y mientras este proceso tiene lugar, los núcleos más importantes del norte, como Barcelona, Burgos, Salamanca, Oporto o Santiago de Compostela protagonizan un importante crecimiento que les permitirá equipararse con las antiguas capitales musulmanas.
En este proceso de autoafirmación “nacional” tampoco falta obviamente el elemento religioso como marcador de etnicidad que está presente desde el primer momento con una intensidad mucho más acusada si cabe que en las naciones emergentes de los siglos XVI y XVII; ni el lingüístico, que diferencia claramente a cristianos y musulmanes y que a lo largo de la Baja Edad Media irá diferenciando –igualmente- a los cristianos entre sí.
La constatación de la existencia de paralelismos históricos entre los reinos cristianos españoles de la Era de las Invasiones y las emergentes naciones-estado de los siglos XV al XVII del occidente europeo no es anecdótica. No es ya que circunstancias semejantes provoquen reacciones semejantes, que sería la primera explicación que se nos vendría a la mente. Si analizamos el proceso con algo más de detalle pronto nos percatamos de que hay una cierta relación de causa-efecto entre la más antigua y la más moderna, que la primera ha sido uno de los elementos desencadenantes de la segunda.
España esculpió a fuego los perfiles de la modernidad. Con ella o contra ella hubo que ponerse a su altura para poder competir. Quién quiso emularla tuvo que adoptar antes sus reglas de juego. Sólo entonces pudo producirse el relevo. El mundo que conocemos sería radicalmente diferente -irreconocible- si los españoles se hubieran encerrado detrás de sus fronteras a partir del siglo XV. Los procesos históricos en los que hoy estamos envueltos están dramáticamente condicionados en todos los lugares del planeta, hasta el sitio más escondido, por el impulso vital de un pueblo que se puso en movimiento, en un oscuro rincón de la Península Ibérica, hace más de mil años. La historia de los pueblos ibéricos transmite una tensión dramática que no se encuentra en muchos lugares de La Tierra. Una personalidad tan fuerte, una sensación de irreversibilidad histórica que, con todos sus desgarros interiores, sus conflictos, sus anacronismos, nunca deja de conmover.
A lo largo de los últimos quinientos años se han escrito toneladas de papel sobre España. Se la ha denostado y se la ha defendido. A los españoles se les ha acusado de miles de crímenes o se les ha encumbrado hasta las cimas de la virtud. Lo que está claro es que a nadie le han resultado indiferentes. Todos tienen claro cuál es su postura “frente a” España. La visceralidad de las críticas que tantas veces se han levantado, con frecuencia irracionales, no hacen más que reflejar que el que las emite se siente “tocado”, herido de alguna manera, y es lógico que así sea: España lo cambió todo de forma dramática sin pedir permiso a nadie y ya nada volvió a ser como era, nos transformó a todos y ya forma parte de nosotros. De la de los españoles y de la de los ingleses, holandeses, italianos... y, por supuesto, de todos los americanos, tanto del norte como del sur. Lo que ha calado tan hondo no puede dejarnos indiferentes y, lo aceptemos o no, ya forma parte de nosotros. Mientras la rechacemos estaremos negándonos a reconciliarnos con una parte de nosotros mismos.
El impacto que la Civilización Hispánica ha tenido en la Historia de la Humanidad sólo es comparable al que ejercieron Grecia y Roma. De ambos pueblos hereda, como el resto de los que se asoman al Mare Nostrum, el profundo poso de valores compartidos acumulado durante dos largos milenios. Con ellos comparte el Ecosistema Mediterráneo y una civilización en la que el hombre es el centro del Universo. Donde los valores morales y los conceptos filosóficos siempre tienen rostro humano. Donde los hombres se miran de frente antes de comenzar a hablar y, a veces, ¡hasta dialogan!, es decir: se escuchan entre sí e intentan ponerse a la altura de su interlocutor. Un mundo donde la técnica es tan sólo una herramienta, un instrumento para hacer más fácil la vida, donde la gente trabaja para poder vivir y no al revés, donde la vida es salir al encuentro de los demás y el mayor placer que existe es sentarse a conversar.
Hay algunos aspectos en los que la España medieval guarda ciertos paralelismos históricos con la Grecia del siglo V a.C. En ambos casos vemos a un puñado de hombres libres, sólidamente organizados, con una estructura social muy igualitaria, con un vínculo muy estrecho con el territorio, plantando cara a fuerzas imperiales, donde la responsabilidad de cada uno de sus miembros se diluye y subordina a las directrices que emanan desde la cúspide de su estructura social. Un pueblo donde cada individuo es y se siente necesario para la supervivencia de la colectividad, donde cada hombre se siente pueblo, enfrentado con otro donde el valor moral supremo es la obediencia a la autoridad establecida y donde las grandes decisiones que afectan a la vida de la comunidad tienen que ser tomadas siempre por una persona concreta que asuma el mando y la responsabilidad.
En el proceso de cristalización social que tiene lugar en España desde finales del siglo XI, bajo la presión militar de los invasores norteafricanos hay otros aspectos dignos de resaltar además de los políticos que hemos visto hasta aquí. La caldera a presión que constituyó la Península Ibérica durante toda la Edad Media fundió en su molde a un pueblo que tendrá un temple especial.
La Historia es la biografía de los pueblos y la historia de cada pueblo nos muestra su particular talante, su impulso vital, y nos alerta igualmente acerca de su probable futuro. Hay desarrollos históricos rápidos y fulgurantes que tienen, sin embargo, una vida corta. Otros más lentos y pausados que atraviesan el tiempo con lentitud y cruzan los siglos y los milenios sin apenas inmutarse. Hay pueblos que organizan a otros y viven de las rentas del esfuerzo ajeno y otros que se esparcen por el mundo y actúan como fermento que se fusiona desde dentro con otras razas y culturas y las transforman para dar lugar a nuevos pueblos y naciones.
Los hispánicos fueron “templados” durante la Era de las Invasiones Africanas y a lo largo de ese tiempo emergerá la idiosincrasia particular de una verdadera civilización. En esos doscientos cincuenta años veremos cómo los torpes balbuceos de varias lenguas nuevas terminan dando lugar a algunos de los idiomas que hoy poseen más sólida implantación a escala planetaria. En la actualidad el 10% de la Humanidad –uno de cada diez habitantes del planeta Tierra- tiene, como lengua materna, a alguna de aquellas que se forjaron en la Península Ibérica en esta etapa crucial de su historia.
“Se denomina Trastámaras a los miembros de una dinastía regia que llegó a ocupar, en los últimos siglos de la Edad Media, las coronas de Castilla y de Aragón. Primero se instalaron en Castilla, en el año 1369, luego en Aragón, en 1412. […] tras quedar vacante dicho reino los compromisarios reunidos en Caspe en el año 1412 eligieron como monarca de Aragón al castellano Fernando de Antequera. De esa manera una misma dinastía gobernó, a partir de la mencionada fecha, en los dos núcleos políticos más importantes de la España de aquél tiempo, las coronas de Castilla y de Aragón. No obstante, el paso a todas luces decisivo se produjo algunas décadas después, al contraer matrimonio, en el año 1469, los herederos respectivos de las coronas de Castilla y de Aragón, es decir Isabel y Fernando, los futuros Reyes Católicos. La unidad dinástica de las citadas coronas supuso, ni más ni menos, el punto de partida de la monarquía hispánica.”[3]
Desde la perspectiva de las dinámicas históricas, el comportamiento político de los Trastámara presentará diferencias estratégicas notables con respecto al de los monarcas de la Casa de Borgoña y, también, de sus sucesores los Habsburgo.
Una característica que singulariza a estos reyes con respecto al resto de familias reinantes en toda España desde los tiempos de Alfonso VI hasta nuestros días -es decir durante el último milenio- es su acusado iberismo. Los Trastámara miraban al mundo desde España. Ese rasgo contrasta de manera significativa con el de la Casa de Borgoña, pero si los comparamos con los Habsburgo o con los borbones media un abismo. Es, sencillamente, otro mundo, otro universo cultural.
Aquellos reyes tenían una mentalidad medieval, estaban anclados en su pequeño mundo, eran menos refinados que sus vecinos del norte, no estaban demasiado al día de las novedades del continente, pero creían en su país. Estaban fuertemente imbricados en su tejido social y lucharon, como ninguna otra dinastía, por unirlo desde abajo. Tenían conciencia de la complejidad que presentaba la estructura social y política del país y se movieron despacio pero con una idea clara: unir a toda la Península, bajo una única corona, que integrara e implicara a todos en esa tarea.
Cuando Enrique II entró con las compañías blancas en Castilla en 1366, penetró en un país desgarrado y dividido por la guerra, un país aterrorizado. Cuando Fernando V pasó el testigo a su nieto Carlos I en 1516, le entregó el mando sobre un pueblo disciplinado, poderoso y vital, que se estaba desparramando por el mundo y que estaba transformando las relaciones que regían entre los pueblos ¡¡de todo el planeta!! Para bien o para mal la globalización es la consecuencia de aquel impulso vital que se estuvo gestando, durante esos 150 años, en este remoto rincón del mundo que se llama Península Ibérica. El último Trastámara, como en la antigüedad hizo Filipo II, entregó a su nieto Habsburgo –el Alejandro Magno del siglo XVI-, el más poderoso ejército de su época. En ambos casos la gloria no iría a los que hicieron el trabajo duro -los que construyeron el edificio- sino a los que lo administraron después.
Como Enrique II -el fundador de la dinastía- era consciente de su falta de legitimidad dinástica (era hermano bastardo de Pedro I el Cruel), siempre tuvo claro que la lealtad de sus súbditos tenía que ganársela a pulso. Tenía necesidad de convencer, primero, para poder vencer después. Recordemos la famosa frase de Pedro López de Ayala que se utilizará en la época como argumento supremo: “El que bien a su pueblo govierna e defiende, éste es rey verdadero”. Con toda la demagogia que se quiera ver aquí (especialmente para los defensores del “europeísmo” aristocrático borgoñón), de alguna manera, este tipo de argumentos legitimadores eran una novedad y ponían al rey en la tesitura de tener que demostrar cada día que merecía serlo.
Si rastreamos la lista de las consortes de la Casa de Trastámara, tanto en Castilla como en Aragón, a lo largo de los siglos XIV y XV, descubrimos que todas, excepto una, habían nacido en la Península Ibérica. Eran princesas de algunos de los estados peninsulares o, simplemente, aristócratas del país. La única excepción la constituye Catalina de Lancaster, que fue esposa de Enrique III de Castilla. Pero hemos de tener en cuenta que ésta era nieta de Pedro el Cruel, y que por el Compromiso de Bayona (1388) se estableció que todos los derechos dinásticos que Juan de Gante reclamaba, como esposo de Constanza de Castilla, se transferirían a su hija. De ésta manera las dos familias que se habían enfrentado en la guerra civil castellana se convertían en una sola, los exiliados petristas volvían a Castilla –veinte años después- y se cerraban las heridas que aún permanecían abiertas en el tejido social castellano, integrando a la rama legitimista pero deslegitimada en el seno de la legitimada por las armas pero no legítima, desde el punto de vista dinástico. Era por tanto una boda con un profundo sentido nacional. Ningún Trastámara -con la notable excepción de Alfonso V de Aragón[4]- perseguiría nunca sueños de imperios lejanos ni de liderazgos continentales. No hay ningún “quijote” en la nómina de sus miembros. La regla no escrita que establecía que había que buscar cónyuge dentro de la Península fue rota por los Reyes Católicos, que casaron a tres de sus hijos con miembros de las realezas alemana e inglesa, lo que trajo como consecuencia que un monarca educado lejos y con fuertes compromisos dinásticos en Alemania y en Flandes, reemplazara en el mando a la dinastía más “nacionalista” que ha gobernado en España durante el último milenio.
Enrique II de Trastámara o de las Mercedes (1369-1379) era un aristócrata que terminó liderando -por exclusión, dado que Pedro el Cruel se había encargado de eliminar físicamente a cualquier otro posible competidor- la reacción nobiliaria que puso fin al terror petrista. Digamos que era el jefe de los supervivientes. No había sido educado para ser rey, sino para ser conde en un remoto rincón del noroeste castellano-leonés. Tuvo que contemplar como su adversario ordenó ejecutar a su propia madre –después de hacerle “sufrir amenazas, maltratos, vejaciones, cárcel y tortura”[5]- y, también, a tres de sus hermanos. Por tanto era un hombre que estaba, en cierto modo, marcado por su propio destino. Fue arrastrado e impulsado por la propia marea histórica en la que se vio envuelto y acabó desempeñando un rol que él no había previsto. No era ningún estratega ni ningún teórico. Era una persona corriente, dentro de los parámetros que pueden considerarse normales en su país, en su época y en su clase social. Al final supo hacer de la necesidad virtud y terminó convirtiendo su “normalidad” en un activo político. Como había ido surgiendo desde abajo en un tiempo de grandes incertidumbres demostró siempre una gran sensibilidad hacia las señales que brotaban desde el fondo de la sociedad y supo transmitir esa característica a sus descendientes.
Este fue, en resumen, el hombre que inició el nuevo tiempo político en el que los pueblos peninsulares preparan la gran eclosión ibérica. Pero de eso hablaremos otro día.
La “Casa de Trastámara” es la dinastía olvidada de la Historia de España (con la única excepción de sus últimos representantes, los Reyes Católicos) porque su trayectoria histórica contrasta de manera brutal con la de los habsburgos y los borbones. Han sido olvidados precisamente por su fuerte nacionalismo, por su iberismo militante, porque creyeron en su país y apostaron por él con una pasión que ninguna otra dinastía tuvo. Los Trastámara fueron los constructores de España. Sus 150 años de gobierno (1366-1516) son los de la eclosión de la civilización hispánica, los del estallido vital de nuestro pueblo. Una explosión de vida y de fuerza que ha sido silenciada a los españoles de los últimos 500 años.
España no podrá nunca reencontrarse desde el olvido. Los españoles nunca podrán ser ellos mismos hasta que se recuperen del ataque de amnesia planificado a que se nos sometió desde el corazón del continente europeo a partir de 1517, cuando una dinastía extranjera –los Habsburgo-, de origen borgoñón (como los del siglo XI), dio un golpe de estado y nos sometió a un proceso de abducción del que todavía no nos hemos liberado.
Ese golpe fue muy bien planificado y altamente complejo. Tuvo multitud de facetas. Fue pensado por un “ingeniero” de primera categoría, nada menos que Adriano de Utrecht (que terminó convirtiéndose en el Papa Adriano VI). Hay que analizarlo despacio para entenderlo en su totalidad. A eso nos dedicaremos durante varias semanas, pero antes tendremos que terminar de presentar a todos los protagonistas.
[1] MAQUIAVELO. El Príncipe.
[2] ENTWÍSTLE, WILLIAM J.. 1982. Las Lenguas de España. Madrid. Ediciones Istmo. P. 196.
[3] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Los Trastámaras. Ediciones Temas de Hoy. Madrid. 2001. Pp. 11-12.
[4] Alfonso V de Aragón fue un rey que se sumergió en el universo político italiano, desde sus dominios aragoneses, cediendo el mando en España -de facto- a su hermano Juan, el padre de Fernando el Católico.
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Leonor_de_Guzm%C3%A1n (29/5/2009)
Excelente.
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