miércoles, 1 de febrero de 2023

El punto de partida de la Transición a la democracia en España

 

 “En junio de 1973 Franco da un paso atrás y cede el control definitivo de la política cotidiana a Carrero Blanco. […] decide que había llegado el momento de nombrar, por primera vez en la historia del franquismo, un Presidente de Gobierno que fuera una persona diferente del Jefe del Estado (cargo que seguía reservándose para sí). Esto ya había sido previsto en la Ley Orgánica del Estado de 1967 y viene a significar algo así como el reconocimiento implícito de que la transición política hacia el postfranquismo había comenzado.”[1]

El nombramiento de Carrero Blanco como Presidente del Gobierno en junio de 1973 marca el punto de partida del proceso de sustitución del Dictador, y de todo lo que representaba, por el sistema político que debía reemplazarlo. Desde entonces se ha venido desarrollando una narrativa que ha ido, de manera paulatina, convirtiendo ese proceso en una auténtica epopeya, en la que una serie de abnegados y desinteresados héroes se sacrificaron por el futuro de nuestro país y fueron capaces de desarrollar un proceso histórico único y sorprendente, que permitió la reconciliación de los españoles que combatieron en bandos opuestos en la Guerra Civil y que después ha sido estudiado hasta la saciedad en todo el mundo y reproducido en otros cambios de régimen que han tenido lugar en muchos otros países (Sudáfrica, Este de Europa, Iberoamérica…).

Sin embargo hay otras facetas de esa misma historia que se nos han ocultado y que, en parte, ya vimos en el artículo anterior, que cambian buena parte del sentido que ese proceso tuvo.


Adolfo Suárez y Felipe González en 1977

 

El punto de partida

Los españoles veníamos de una dictadura. A lo largo de los casi cuarenta años que duró se nos estuvo filtrando y dosificando toda la información que recibíamos. La prensa, la televisión, los libros, los programas de estudios… estaban siendo vigilados, regulados y controlados desde el poder político. Había una gran incertidumbre de cara al futuro ¿Qué pasaría cuando el dictador muriera? La guerra civil en la que surgió el franquismo duró casi tres años, mató a medio millón de personas, obligó a exiliarse a otro medio millón y, en los años de la posguerra, más de un millón de personas pasaron por campos de concentración, cárceles, batallones de castigo… por haber sido leales a una república que acababa de ser derrotada en el campo de batalla. El hambre azotó el país durante los terribles años cuarenta y desde entonces las campañas de intoxicación ideológicas del Régimen y de demonización de sus adversarios políticos, buscaron alimentar el miedo de la población hacia el “comunismo” que había sido derrotado en aquel conflicto fratricida. Poco importaba que los comunistas sólo hubieran sido una más de la multitud de fuerzas políticas que participaron en los procesos electorales de la República y que siempre hubieran sido un grupo minoritario dentro de la misma. El PCE había sido uno de los muchos partidos de la coalición de gobierno que se formó tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936. Esa minoría tuvo la virtud, para la propaganda franquista, de contaminar al resto y de volverlos sus “cómplices”.

Curiosamente, la demonización de los comunistas durante los 40 años que duró el franquismo los acabó convirtiendo en los héroes de la resistencia contra el Sistema para una parte importante de la población. Todo el que estaba pasándolo mal como consecuencia de las políticas del Régimen terminó mirando con simpatía a los que se atrevían a plantarle cara, arriesgando para ello su vida o su libertad. La sociedad estaba muy polarizada y el temor a que cuando la represión cesara hubiera un “cambio de tortilla” (como se decía en la época), es decir, que un proceso revolucionario le diera la vuelta al Sistema y convirtiera a los represores en perseguidos y a los perseguidos en perseguidores flotaba en el ambiente. Era una sociedad que llevaba sufriendo durante 40 años un régimen totalitario y que juzgaba el mundo y la política con categorías mentales totalitarias, es decir, maniqueas. Para los que estaban fuertemente ideologizados el futuro se presentaba cargado de peligros.

Pero mientras tanto el país se había ido desarrollando económicamente, había abierto sus puertas de par en par a la penetración de millones de turistas que venían a gastarse sus divisas en nuestras playas, a las empresas extranjeras, que estaban invirtiendo millones de dólares en él y varios millones de españoles, además, habían emigrado hacia los diferentes países europeos y con su remesas de dinero ayudaban a sus familiares que se habían quedado en el nuestro. Pese al carácter totalitario del régimen franquista, la forma de vida de los europeos occidentales estaba transformando España, homologándola a gran velocidad a sus parámetros sociales. La presión colectiva hacia una salida política compatible con los estándares de nuestro entorno geográfico cada vez era más fuerte, y no sólo entre las clases populares. Los empresarios veían como salida natural del Régimen, tras la desaparición física del dictador, un proceso de homologación política y social con los países de la Comunidad Económica Europea que nos condujera, de la forma más rápida posible, a la integración en las organizaciones supranacionales de nuestro entorno geográfico en las que aún no estábamos.

 

Acotando los límites del proceso

Aunque el movimiento obrero español era el más potente de Europa y durante el periodo conocido como Tardofranquismo (1969-1975) había escapado a todo control, era obvio que la posibilidad de una salida “revolucionaria” había que descartarla de antemano ante la sólida evidencia de que las fuerzas armadas eran casi monolíticas y seguían siendo leales al Régimen, pasara lo que pasara. Durante los últimos años de la dictadura proliferaron organizaciones terroristas (ETA, FRAP, GRAPO…) y la inercia política apuntaba a una expansión de las mismas. Pero ese escenario sólo podía conducir hacia un baño de sangre. Los dos últimos años del Régimen (tras el asesinato de Carrero Blanco) y los tres o cuatro más que siguieron a la muerte de Franco fueron críticos.

La Revolución de los Claveles portuguesa (Abril de 1974) alimentó la idea de la posibilidad de un golpe de estado de militares demócratas (una salida a la portuguesa), lo que no dejaba de ser un espejismo. Era evidente que los militares españoles no eran demócratas. Nunca debemos olvidar que el ejército franquista (que el Régimen del 78 heredó) tuvo su origen en el que se sublevó contra la República el 18 de julio de 1936.

Aunque el movimiento obrero parecía estar fuera de control tenía, no obstante, una característica que podría permitir reconducirlo en el futuro hacia posiciones más moderadas: estaba muy buen bien articulado, organizativamente hablando. Había un gran sindicato que lo vertebraba: Comisiones Obreras y, dentro de él, un núcleo duro que militaba políticamente en el Partido Comunista de España (PCE). Por tanto había un interlocutor con quien poder hablar. Ya era algo. Aunque el PCE para los franquistas era algo así como el demonio personificado, los comunistas siempre tuvieron una gran virtud que hasta sus peores enemigos le reconocían: eran muy disciplinados.

Y los militares franquistas también lo eran. Así pues tenemos a dos grandes enemigos librando un pulso poderoso, pero de forma muy ordenada y disciplinada ¿Quién dijo que los españoles eran anárquicos? Llegado el momento se puede hablar hasta con el mismísimo demonio si no queda otra salida. Ese sería el plan B, es decir, el que nadie quiere pero que puede solucionar las cosas si todo sale mal, aunque si eso ocurriera habría que quitar de en medio (por ambos lados) a todos los fanáticos que se dedican a meter ruido para entorpecer el proceso. Era la solución de reserva.

¿Hubo contactos entre los franquistas y los comunistas? Oficialmente no, obviamente. Ese tipo de cosas no se van contando por ahí. Pero “a buen entendedor pocas palabras le bastan”. Hay diálogos implícitos, que no precisan contacto físico y que se llevan a cabo a través de mensajes subliminales, de interlocutores de segundo o tercer nivel, de mediadores… Pero hubo una entrevista en Bucarest, en 1974, entre el Jefe del Alto Estado Mayor, Manuel Díez-Alegría, y Santiago Carrillo, Secretario General del PCE (que, por cierto, le terminó costando el puesto al primero, pese a que contaba con el visto bueno del entonces Presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro).

El día del asesinato de Carrero Blanco (20 de diciembre de 1973) era el que estaba previsto que comenzara el Juicio 1001 contra la cúpula dirigente del sindicato Comisiones Obreras. En cuanto se conoció el suceso, los máximos dirigentes franquistas ordenaron proteger a los acusados. Sólo faltaría que un fascista fanático atentara, para vengarse, contra alguno de ellos, eso hubiera incendiado las calles y precipitado el fin de un Régimen político cada vez más cuestionado. Aunque el franquismo era un régimen totalitario, la mayor parte de sus dirigentes, en 1973, eran conscientes de que ya habían completado su ciclo histórico, y a los perros de presa se les deja ladrar, pero se los sujeta con la correa.

“A las siete o las ocho de la tarde del mismo día del atentado Santiago Carrillo, secretario general del entonces ilegal y clandestino Partido Comunista de España, que se encontraba en París, recibió una insólita llamada telefónica desde Madrid de Antonio García López que decía hablar en nombre del entonces jefe del Estado Mayor, general Manuel Díez Alegría, que, según contó el propio Carrillo, «quería confirmar que nosotros estábamos contra el terrorismo como forma de lucha y al mismo tiempo quería tranquilizarme garantizando que no habría represalias esa noche en Madrid, que el ejército había tomado las medidas necesarias para impedirlo». […] Carrillo recordó años después:[2]

Evidentemente, esa llamada para mí tenía un doble valor. Primero, el de que no hubiera represalias, que era lo que yo me temía; segundo, el de que, por primera vez en muchísimos años, nada menos que de parte del jefe del Estado Mayor, que para mí, desde el punto de vista práctico, era la segunda figura del régimen, se nos llamaba y se nos tranquilizaba a nosotros, comunistas, rojos, que habíamos sido los enemigos número uno del sistema. Algo estaba cambiando en España cuando esa tarde, después de la muerte del jefe del Gobierno, se producía una llamada tan impresionante.”[3]

Los franquistas empezaban a maniobrar para darle al Régimen una salida política lo más ordenada posible. Los comunistas, que su propia propaganda había estigmatizado, eran el enemigo oficial (el enemigo “en primer plano” como decían los maoístas de la época), pero tal vez estaban empezando a dejar de ser el “enemigo principal”, ante la gran cantidad de frentes que se le abrían al Régimen por todas partes. Los que mataron a Carrero Blanco no tenían nada que ver con el PCE, como bien sabían en El Pardo, y la extraordinaria efectividad de ese atentado, así como el explosivo utilizado, la cercanía del lugar a la Embajada de los Estados Unidos, etc., apuntaban claramente hacia la participación, al menos indirecta, norteamericana en el mismo, lo que abría un escenario bastante siniestro, para el Régimen, de cara al futuro.

Si los dos grandes adversarios de los últimos 40 años fueran capaces de establecer cauces de diálogo que permitieran avanzar hacia un posible entendimiento entre los que se enfrentaron en los años 30 en los campos de batalla, tal vez fuera posible una salida “a la española” en dicho proceso. Aunque era evidente que tal remota posibilidad no generaba la más mínima simpatía en Washington, en Bruselas, ni en Bonn.

 

La Restauración borbónica de 1875 como referencia histórica

La gran pregunta, tanto en España como en Portugal, a principios de los setenta era: Cuando haya elecciones democráticas ¿Quién ocupará el espacio político del centro izquierda, es decir, el de la socialdemocracia? ¿Quién asumirá la representación oficial de la clase obrera dentro del nuevo sistema? Porque, dependiendo de cómo se respondiera a esa pregunta podría estar asegurada, o no, la pertenencia de ambos países al Bloque Occidental.

El modelo parlamentario bipartidista viene funcionando en el mundo anglosajón, casi como un reloj, desde hace bastante tiempo. Los Whigs y los Tories británicos del siglo XIX son su ejemplo más paradigmático, ejemplo que imitamos, de forma un poco burda, en España en la época de la Restauración (1875-1923). Era más que evidente que en el sistema político de la Restauración las cotas de manipulación de los procesos electorales alcanzaron niveles de verdadero escándalo, como explicamos en su momento[4]. Para refrescarle la memoria sólo mostraré el gráfico de los que tuvieron lugar en España durante ese periodo:


Curioso ¿Verdad? 21 Elecciones generales en 48 años, lo que hace una media de poco más de 2 años por legislatura, pero ¿Cómo es posible que entre el 70% y el 80% de los escaños del Congreso de los Diputados cambiara de manos en cada proceso electoral entre el partido del gobierno y el primer partido de la oposición? ¿Era creíble ese sistema político? Pues, creíble o no, funcionó durante 48 años. Habrá quien diga a continuación que ese tipo de cosas sólo pueden pasar en España.

Bueno, de manera tan descarada, quizá. Pero el sistema bipartidista obedece a un patrón de manipulación cultural que los antropólogos han estudiado bastante bien en las sociedades poco desarrolladas y que se conoce como el Sistema de las dos mitades. Consiste en dividir a la población en dos colectivos enfrentados simbólicamente entre sí, a los que se adhieren aproximadamente la mitad de ella a cada uno, para que dicho enfrentamiento capte toda la atención mediática y oculte la manipulación que los dirigentes ejercen sobre el cuerpo social. Estamos hartos de verlo a niveles deportivos (Real Madrid contra Atlético de Madrid, Sevilla contra Betis, Atlético de Bilbao contra Real Sociedad…) o religiosos (Macarena contra Trianera, la Virgen de Arriba contra la Virgen de Abajo…). Pues a nivel político funciona igual. Si la política es la lucha por el poder (no un deporte) y en ese nivel la alternancia en el gobierno se convierte en algo rutinario, si las victorias o derrotas electorales se ven de la misma manera que las de tu equipo de futbol en el partido del domingo, es bastante evidente que el verdadero poder se encuentra en un plano diferente al que el Sistema nos muestra. Cuando tienes el poder, de verdad, no lo sueltas así de fácil. Los sistemas electorales occidentales son, obviamente, una representación mediática que parte de la ficción de que podemos cambiar el sistema de gobierno sin implicarnos realmente en el proceso, a través de un simple papel que metemos en una urna cada cuatro años.

Desde las revoluciones inglesa (1642), norteamericana (1776) y francesa (1789) se fueron generalizando los sistemas parlamentarios, con procesos electorales reglados y una participación ciudadana cada vez más amplia (conforme el sistema se fue asentando y controlando los detalles de dichos procesos). El Sufragio Universal se fue alcanzando prácticamente en todos los países occidentales a lo largo del siglo XX, cuando quedó claro que esa “universal” participación política no pondría en peligro los fundamentos del mismo. En España la baraja la rompió Miguel Primo de Rivera, con el apoyo del rey Alfonso XIII, en 1923, cuando se hizo bastante evidente que las poblaciones urbanas ya no estaban dispuestas a “seguir comulgando con ruedas de molino”. ¡Trece años después estallaba la Guerra Civil! Era obvio que a las clases dirigentes españolas les faltaba la necesaria finura para manejarse bien en las complejas sociedades contemporáneas. Los 40 años del franquismo les permitieron seguir mandando, a costa de alejarse demasiado de los estándares políticos de su entorno, lo que hacía peligrar el modelo de forma bastante seria. En cuanto comenzaron las luchas intestinas en el núcleo dirigente del Régimen las huelgas y los atentados terroristas se multiplicaron exponencialmente. La imagen de un Franco anciano y tembloroso, que a duras penas se mantenía en pie y que se limitaba ya a transmitir las consignas de la “Camarilla del Pardo” no hacía más que incitar a actuar a las aves carroñeras que siempre se mueven en el entorno del poder. Pero ese núcleo duro franquista carecía de las destrezas políticas necesarias para conservar ese poder en un país desarrollado de finales del siglo XX.

 

La batalla por el espacio político de la socialdemocracia

Los sistemas democráticos más estables suelen ser bipartidistas, como vimos un poco más arriba. En el siglo XIX los grandes partidos de la derecha del arco parlamentario solían ser los conservadores y los de “la izquierda”, los liberales. Esa fue la denominación que tuvieron en España, que imitaba de forma demasiado explícita el sistema británico. Pero en el siglo XX, en todos los países europeos se habían ido abriendo paso, como principal fuerza política de la “izquierda” oficial, los partidos socialdemócratas (llamados laboristas en algunos de ellos), que habían arrebatado su hegemonía a los liberales como consecuencia de la sustitución del sufragio censitario por el universal.

Una característica histórica de la socialdemocracia (de la que se escindieron en su día los comunistas) es su estrecho vínculo con los sindicatos de trabajadores. En los países mediterráneos, sin embargo, ese espacio estaba siendo seriamente disputado por los partidos comunistas. El caso italiano era el más paradigmático de todos, como vimos en el artículo anterior, modelo que se estaba imponiendo en España, de facto, desde principios de los años 60. La clara hegemonía de Comisiones Obreras como el gran sindicato de los trabajadores españoles y su vinculación política con el PCE era un hecho consumado a mediados de los 70. Poco podía hacerse ya desde el Régimen para cambiarlo lo que, para quienes habían ido creciendo asustados por el “coco” comunista, era algo verdaderamente terrible. Por muy leales que los militares siguieran siendo al Régimen ¿Durante cuánto tiempo podrían mantener el pulso? ¿Cómo montar un sistema bipartidista sabiendo que los comunistas se iban a adueñar del espacio político del centro izquierda en cuanto se les dejara participar? Y si no se les dejaba ¿Cuánto tiempo podría mantenerse esa exclusión? Si ya se habían adueñado del Sindicato Vertical franquista a través de una masiva estrategia de infiltración, en plena clandestinidad ¿Qué les impediría hacer lo mismo en el plano político?

La tímida Ley de Asociaciones Políticas de Arias Navarro de 1974 (la palabra “partido” seguía siendo tabú para el Régimen) pretendía crear un sistema político pluralista… ¡que respetara los Principios Fundamentales del Movimiento! Era evidente para todos que Arias y los suyos vivían ya en un mundo irreal (ya vimos en el artículo anterior como los interlocutores políticos internacionales optaron por sentarse a hablar con Manuel Fraga Iribarne, que sólo era el Embajador de España en Londres, pero que al menos se daba algo de cuenta de cómo estaba la situación). Su nivel de ensoñación era tal que crearon una “asociación política” que se presentaba como la “socialdemocracia” del Régimen (Reforma Social Española, de Cantarero del Castillo). Soñaban con un sistema de fuerzas políticas que se presentaban a las elecciones y debatían en el parlamento, que habían evolucionado todas desde las distintas familias de la Falange. Los hedillistas iban por ahí contándole a todo el que estuviera dispuesto a escucharles que José Antonio Primo de Rivera había sido un hombre de izquierdas, cuya memoria había sido manipulada por el Régimen franquista.

Pero ni en Washington, Bruselas o Bonn estaban dispuestos a permitir que el futuro de España lo decidieran entre las fuerzas políticas que venían de cualquiera de los dos bandos que se enfrentaron en la Guerra Civil, así que pusieron en marcha un plan que consistía en crear nuevos grupos en el país vinculados con las grandes familias políticas europeas: democristianos, liberales y socialdemócratas. Sus diferentes internacionales comenzaron una ronda de captación de futuros dirigentes, a los que sometieron a un intenso proceso de adoctrinamiento, con cursillos, becas, asesores… creando colectivos a los que se financió adecuadamente y se les dio la necesaria cobertura mediática para que su mensaje calara en la sociedad. De esta manera fueron apareciendo los Tácitos, Izquierda Democrática, FPD, etc., en el sector democristiano. La familia Garrigues (franquista de toda la vida) supo presentarse como lo más liberal que uno pudiera imaginarse y terminaron fundando el Partido Demócrata Liberal. Tanto los democristianos como los liberales tendrían después un recorrido histórico bastante corto. La verdadera derecha española se desplegó a partir de las fuerzas conservadoras que Manuel Fraga representaba y que empezaron a moverse por su cuenta, mucho antes de que se aprobara la Ley de Asociaciones Políticas, creando el grupo GODSA:

“En torno a la personalidad de Fraga se funda (como sociedad mercantil, puesto que las asociaciones políticas aún no se permiten) un club político denominado GODSA (Gabinete de Orientación y Documentación, S. A.), que desde 1974 se convertirá en una de las asociaciones políticas (aún se evita el nombre de partidos políticos) que permite el denominado espíritu del 12 de febrero, con el nombre de Reforma Democrática. Frente a la ruptura con la legalidad franquista, aboga por una línea reformista que permita llegar, sin convulsiones y de manera controlada, a un régimen democrático.”[5]

Desde Reforma Democrática se impulsará en la Transición una coalición que se llamó Alianza Popular y que evolucionaría después hasta convertirse en el actual Partido Popular.

Dentro del proceso político al que nos referimos un poco más arriba fueron surgiendo nuevas revistas políticas que debían acompañarlo, para ayudar a crear el correspondiente estado de opinión (Cuadernos para el diálogo, Cambio 16…) a las que se unieron otras más antiguas (como Triunfo, por ejemplo), periódicos (Diario 16, El País…), revistas de historia, que debían ayudar a difundir la nueva narrativa (Historia 16, Tiempo de historia, Historia y vida…). Y también vieron la luz multitud de libros de historia que suministrarían el argumentario adecuado (Historia de España Alfaguara, Historia Universal Siglo XXI…). Cuando cambias de régimen hay que cambiar también todo el relato sobre el pasado. Los cambios en el gobierno son sólo la punta del iceberg. Es en ese contexto en el que aterrizaron en España las fundaciones políticas extranjeras, que le dieron potencia a ese proceso, como ya vimos en el artículo anterior.

El nudo gordiano del mismo estaba en la creación de una nueva fuerza política que debía disputarle (y a ser posible arrebatarle) a los comunistas el espacio de la socialdemocracia. El PCE, aunque ignorara la forma concreta en la que el proceso se iba a producir, esperaba la jugada desde hacía tiempo. Su núcleo dirigente vivía en el exilio, fundamentalmente en Francia, y estaba al tanto de todo lo que se movía en Europa y de las tácticas que se estaban empleando. Para ellos Italia, Francia y Grecia eran los escenarios más parecidos posibles a los ibéricos. Pero, tanto España como Portugal tenían una característica que los singularizaba: eran los únicos regímenes fascistas del periodo de entreguerras que habían sido capaces de sobrevivir hasta los años 70 del siglo XX y, en consecuencia, habían ido reciclándose sobre la marcha para adaptarse a los nuevos tiempos. Y el español era el más sólido de los dos. España era el sexto país más poblado de Europa y su PIB era el décimo del mundo, lo que significaba que para influir adecuadamente en su proceso de transición hacia la democracia había que emplear medios mucho más masivos y potentes que los que se emplearon en Portugal. La experiencia portuguesa sirvió para diseñar el proceso español, y la española para diseñar los procesos de intervención en Sudáfrica y en los países del Este de Europa.

La Internacional Socialista que, en Europa, ocupa el nicho político que en Estados Unidos cubre el Partido Demócrata, tenía que impedir que el PCE español se convirtiera en algo parecido al PCI italiano, y aterrizó en España con su Fundación Friedrich-Ebert, cuyo proceso de intervención en nuestro país, tanto a nivel político como sindical, ya vimos en el artículo anterior. Con las adecuadas técnicas de marketing, como ya vimos, pudieron “vender” su producto masivamente en el plano político. Aunque en el sindical el duelo con Comisiones Obreras fue, y sigue siendo aún, mucho más reñido. En el plano sindical tienes que tener militantes en todos los centros de trabajo, con la experiencia necesaria como para defender adecuadamente los intereses de los trabajadores en cada convenio de empresa, lo que no resulta nada fácil y tampoco puede improvisarse. Es un proceso que requiere años, el compromiso de miles de personas y una red de lealtades que sólo va surgiendo en la lucha cotidiana de los trabajadores.

 

La Unión de Centro Democrático

Con dinero y una buena cobertura mediática se puede crear un partido político en muy poco tiempo. Otra cosa es que sobreviva. Aunque los dos elementos que hemos citado son necesarios para formar una organización con una importante presencia institucional, no son suficientes. Además tiene que haber un recorrido político previo que permita articular una sólida red de lealtades personales. Los líderes carismáticos son una buena percha a la que agarrarse para los arribistas de la política (que son legión), pero ese tipo de individuos son “radioactivos” y duran en sus formaciones políticas lo que duran sus expectativas de lucro personales. Un partido formado por arribistas es capaz de devastar un país en muy poco tiempo… o de transformarlo de manera irreversible. Esos partidos son hijos de las modas del momento y duran lo que dura su particular coyuntura histórica. En la España postfranquista el ejemplo más paradigmático es, indudablemente, la Unión de Centro Democrático, pero hay varias decenas de ejemplos más. Lo que singulariza a los miembros de la UCD del resto es que ellos sí fueron capaces de ganar unas elecciones y gobernaron España durante cinco largos años, que fueron los cinco años críticos en los que cristalizó el Régimen del 78.

La suerte que tuvo la España del 78 es que el consenso por la democracia era un anhelo compartido por casi todas las fuerzas del arco parlamentario y por la inmensa mayoría de los ciudadanos, lo que permitió que este modelo sobreviviera a la fuerza política que gestionó su fundación. Este partido surgió para hacer la Transición de la dictadura a la democracia, y murió con ella.

Todo el mundo, tanto dentro del Régimen como de las diversas cancillerías europeas, esperaba que el tránsito de la dictadura a la democracia en España lo liderara Manuel Fraga Iribarne. Pero ya vimos como el talante autoritario de este dirigente político le impidió desempeñar ese papel. La historia lo colocó en su verdadero rol, que era el de integrar en la España del 78 al núcleo duro del franquismo sociológico de una manera ordenada, lo que lo convierte en una figura verdaderamente histórica, aunque no lograra cumplir el objetivo de su vida: alcanzar la presidencia del gobierno. Su autoritarismo lo convertía en un líder creíble para los franquistas pero le impedía gestionar una Transición en la que había que sentarse a hablar, como ya vimos, con el mismísimo demonio.

De esa tarea se encargó un núcleo de dirigentes, tan franquistas como Fraga, pero mucho más discretos y sin el excesivo culto a la personalidad que se daba entre los fraguistas y que, precisamente por no atraer hacía sí las miradas de la prensa y de los grupos de poder europeos, pudieron ir ocupando en silencio los puestos clave en el proceso de transición hacia la Democracia: la Presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino. Ese grupo, que tenía línea directa con el futuro rey Juan Carlos I, estaba liderado por Torcuato Fernández-Miranda, y contaba entre sus filas con personas como Fernando Herrero Tejedor o Adolfo Suárez. En los procesos de cambio político la discreción resulta fundamental, pues sin ella resulta imposible resistir a la multitud de presiones que se ejercen desde los diversos grupos de poder.

El propio desarrollo de los acontecimientos terminó poniendo en el sitio y en el momento justo a Adolfo Suárez por una serie de sucesos fortuitos (entre ellos el accidente de tráfico en el que murió Fernando Herrero Tejedor). Pero Suárez no fue, ni de lejos, el arquitecto de la Transición, sólo la persona a la que le tocó gestionarla. La misma Ley para la reforma política que la hizo posible fue obra de Fernández-Miranda que, como insinué en el artículo anterior, estaba sometido a multitud de presiones externas de todo tipo que, de alguna manera, marcaron las líneas maestras de dicha ley, a la que su autor incorporó el propio conocimiento que tenía de los mecanismos jurídicos e institucionales de un Régimen que conocía perfectamente.

Un grupo de personas que controlaron la Secretaría General del Movimiento hasta el mismo día en que se votó su disolución prepararon, desde dentro del Régimen, un proceso político que hubiera sido complicadísimo organizar desde fuera. Y precisamente porque estaban trabajando dentro de la Falange, es decir, del partido único del franquismo, no podían ir contando en la prensa cuál era su verdadero programa que, por otro lado, era muy parecido al que Fraga iba difundiendo a los cuatro vientos, así que no era necesario que le vendieran a los suyos la idea de que ellos pensaban lo mismo sino que les bastaba jugar la carta del “pragmatismo” y del consenso “para intentar hacer posible la convivencia entre los españoles”. Como dijo Xabier Arzalluz (refiriéndose a otros protagonistas desde luego) “unos sacuden el árbol y otros recogen las nueces”. Cuando hay una potente “oposición” externa se puede simular desde el poder un acercamiento a la misma. Y si esa “oposición” no es demasiado poderosa basta con amplificar su discurso a través de los correspondientes altavoces mediáticos.

Pero la verdad es que el tándem Fernández Miranda-Adolfo Suárez estaba dispuesto a llegar mucho más lejos que el propio Fraga, como se terminó demostrando. Y fue su propia audacia política la que los convirtió en los verdaderos artífices de la transición española. Estos “pragmáticos” del franquismo tenían algunas ventajas comparativas con respecto a todos los demás actores de la Transición: 1) no les cegaba la ideología (eran de hecho muy oportunistas) y 2) tenían información de primerísima mano acerca de todo lo que se movía en nuestro país y bastante buena acerca de lo que estaba ocurriendo fuera. Entre sus debilidades estaba su propia indefinición ideológica y, sobre todo, su debilidad numérica. Era muy pocos. Estaban condenados, a priori, a quemarse en el proceso.

Y eso fue lo que pasó: Suárez y sus muchachos, cuando los de Fraga fracasaron, pisaron el acelerador y se pusieron al frente de un proceso cuyo guion habían escrito otros que, a la postre, no fueron capaces de representarlo, y lo hicieron con tanta decisión que se terminaron creyendo su propio papel y llevaron la lógica del proceso hasta el final con casi todas las consecuencias. El 9 de abril de 1976 Suárez tuvo el valor de legalizar al Partido Comunista de España, sabiendo que esa era una línea roja que ni la cúpula militar, ni los franquistas de la víspera y conservadores del momento estaban dispuestos a traspasar, pero que volvía creíble, por primera vez, el proceso de transición a la democracia en España. Ese día Adolfo Suárez salvó a la monarquía que heredó el aparato del estado franquista y sentó las bases de la fundación del futuro Régimen del 78.