Los ejércitos
napoleónicos extendieron por Europa el concepto de “nación” decimonónico, que
se inspiraba en el modelo revolucionario francés. Ese modelo era
reactivo, se desarrolló para romper el cerco que los austrias españoles mantuvieron en torno a Francia y que llamamos "la Camisa de fuerza francesa", procedía del país más centralista del mundo y su
interiorización por la población de países que tenían una estructura interna
muy diferente de la francesa tenía que provocar, necesariamente, una gran
cantidad de desajustes que no se habían producido en el original porque allí se
trataba de un proceso endógeno, que respondía a sus propias necesidades y, en
el resto, era una solución importada, que no tenía en cuenta suficientemente la
naturaleza del estado receptor.
En su día hablamos de las “cinco naciones-estado”
europeas originarias (España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda),
surgidas durante los siglos XV y XVI en el contexto del “estado autoritario”
que caracterizó a ese tiempo político. Cada una de aquellas “naciones” creó su
propio imperio eurífugo (que se extiende hacia el exterior de Europa),
dando lugar a lo que se conoce como los imperios ultramarinos.
Pero los libros de historia nos informan también de la
aparición, en el siglo XIX, de otras dos grandes “naciones” europeas (Alemania
e Italia). Estos dos procesos se desarrollan de una manera muy diferente a como
lo habían hecho en los cinco estados citados en el párrafo anterior. Algo que
ya ha llamado la atención de una multitud de autores es que, mientras que en la
mayoría de países en los que se ha desarrollado un potente movimiento
nacionalista, éste ha tenido un signo más bien emancipador (se trataba de afirmar la propia identidad frente a un
poderoso enemigo que la amenazaba), pero en los casos alemán e italiano han tenido un
carácter fundamentalmente unificador
(se trataba de integrar en una estructura nacional a una multitud de pequeños
estados desunidos y dispersos). Esa afirmación podría ser matizada, desde
luego, porque la España de los Reyes Católicos surge de la unión entre Castilla
y Aragón y la posterior anexión de los reinos de Granada y de Navarra. Los
reyes franceses, igualmente, tuvieron que pelear bastante durante los últimos
tiempos medievales y durante la Edad Moderna para integrar dentro del reino a
varios pequeños estados y señoríos que supieron resistir, algunos con bastante
tenacidad, las pretensiones anexionistas francesas. Pero claro, esto tiene muy
poco que ver con aquella Confederación Germánica que durante buena parte
del siglo XIX estuvo integrada por 38 estados, formalmente independientes, que
hubo que presionar fuertemente para “convencerlos” de la necesidad de
integrarse en la estructura del II Reich.
Esa división alemana, que sobrevivió hasta 1871, es una
rémora con la que el país tiene que bregar. Ninguna
nación se puede crear a golpe de decreto en el correspondiente Boletín Oficial
del Estado, aunque es cierto que había una conciencia nacional que es anterior a esa
unificación, y un proyecto político latente nada menos que desde el siglo X.
Pero la supervivencia de los diferentes estados alemanes hasta una fecha tan
tardía nos está revelando la existencia de resistencias profundas, en el seno
de su sociedad, a la creación de una estructura política unitaria. Esa
resistencia, que en el caso italiano podemos explicar perfectamente en términos
históricos, relacionados algunos con la geopolítica europea, en el alemán, en
cambio, tiene razones más profundas, más esenciales, más étnicas.
Para los pueblos de lengua alemana situados entre el
Danubio, el Rhin y los mares del Norte y Báltico el II Reich es la primera vez
en su historia que han tenido –todos- una autoridad común (si entendemos que
las estructuras políticas medievales, de signo feudal, no constituyen un estado
verdadero).
¿Por qué los alemanes no vieron la necesidad de crear un
estado común hasta una fecha tan tardía? Pues sencillamente porque no lo necesitaban. Podemos hacer cuantas valoraciones nos apetezcan al
respecto, pero cualquier juicio que emitamos sobre esto será, en realidad, un
pre-juicio, reflejo de nuestra particular posición ideológica. Los procesos
históricos tienen su propia lógica interna, que son independientes de las
valoraciones que los humanos, individualmente considerados, podamos hacer. No hemos de olvidar nunca que el estado es una
imposición, que mientras los individuos puedan vivir sin él, lo harán. Y si es
inevitable, pero se puede ir tirando dentro de uno pequeño, será preferible
éste a uno más grande y, por tanto, más insensible a las necesidades de sus
ciudadanos. El poder que gana el estado lo pierden las personas. Es natural que
éstas se resistan a cederlo. Y lo dicho para las personas también vale para los
grupos locales, las pequeñas oligarquías, etc.
¿Qué diferencia a Alemania de Francia, de España o de
Inglaterra? ¿Por qué en estos países el proceso político unificador avanzó más
rápido? Pues por diversas razones, pero una fundamental es que estos países ya
formaron parte, en la antigüedad, de una estructura política unida y
consistente que se llamó Imperio Romano. La población de estos territorios fue
sometida por la fuerza, pero después de los actos violentos que acompañaron a
la conquista, de aceptar de mala gana la autoridad del estado y de que
éste los pusiera a trabajar al servicio del proyecto imperial, vieron como se
hacían carreteras, alcantarillado, presas de agua, acueductos; como se fundaban
ciudades, se mejoraban las técnicas agrícolas, se incrementaba el comercio y -con
él- llegaban a sus manos productos exóticos que antes era imposible encontrar.
También vieron como la población aumentaba y como aparecían nuevas clases
sociales interesadas en el sostenimiento de esa nueva y más compleja estructura
política.
La estructura
imperial, además, unificó la lengua y la cultura de los pueblos que formaron parte de
ella, creó un ingente patrimonio de conceptos y de valores compartidos. En
definitiva, una civilización. Y esta civilización vino acompañada de una ética ciudadana
surgida para hacer posible la vida en una sociedad relativamente poblada. En
ese contexto fue en el que apareció el cristianismo, aquél cristianismo
primitivo de la época romana mucho más cercano que el de nuestros tiempos a los
valores evangélicos originarios. Un cristianismo que había crecido dentro del
Imperio y que se había adaptado a él como un guante a la mano de su dueño.
Después, todo aquello se derrumbó, en la Alta Edad Media, y se degradó la vida de las personas a las que les tocó sufrir
aquellos procesos históricos. El
pasado imperial romano pasó a ser recordado como una época dorada, como algo
que había que recuperar. Así pues, el estado se había ganado a pulso su propia
legitimidad, el respeto de los hombres. Respeto que actúa como contrapeso del
rechazo que provocan los comportamientos despóticos y las corruptelas de los
individuos que ejercen el poder.
En cambio, la falta de tradición estatal estuvo, en el
universo germánico, frenando los procesos históricos que conducían hacia la
unidad durante siglos. Por otra parte, el clima también ayudó bastante.
¿Recuerdan lo que dijimos sobre el origen de las civilizaciones?
“El punto de
arranque de todas las civilizaciones originarias (es decir, no importadas) se
dio en lugares donde se concentraba el agua, pero que estaban rodeados por el
desierto: Mesopotamia, Egipto… Un gran
río que atraviesa un desierto. Por eso los primeros conatos de
civilización arrancan siempre en zonas áridas. Es lógico que conforme el
proceso va ganando envergadura y las estructuras políticas trascienden los
valles originarios, las primeras formas imperiales anden siempre cerca de los
desiertos, flanqueándolos.”[1]
Es obvio
que el paisaje alemán se parece muy poco al que describimos en su día como el
que se da en los lugares donde surgió la civilización. Como dijo Gordon Childe “la lluvia cae sobre el justo
y el injusto por igual”. Donde el riego en los campos está garantizado por
la naturaleza y los hombres puede ganarse la vida ellos solos, sin ayuda del
estado ¿Por qué tendrían que aceptar una autoridad que no les aporta nada? Por
eso el estado, en el centro y norte de Europa, se ha ido abriendo paso con
lentitud, en comparación con el proceso que se dio en los países mediterráneos.
Pero en el
siglo XIX se hizo ya patente, para todos los alemanes, la necesidad de crear
una macro estructura política lo suficientemente potente como para poder
disuadir a sus temibles vecinos del oeste. Fue Napoleón el que catalizó esa
respuesta. Y como la nación alemana era, en realidad, la respuesta a una
agresión francesa, se estructuró para poder enfrentarse adecuadamente a esa
amenaza.
Alemania -antes
de 1871- era un país de países. Una estructura confederal de un milenio de
antigüedad. Por más que una superestructura nominalmente "imperial" se sobrepusiera
sobre esa base política.
Las
inercias sociales no pueden desaparecer bruscamente de un día para otro, esa
estructura necesitaba tiempo para adaptarse a la nueva concepción del estado.
Un tiempo que no tenía, como la vertiginosa sucesión de acontecimientos
políticos –desde 1789- no había dejado de poner de manifiesto.
La nación francesa surgió como una rebelión
de la sociedad contra el Estado. Una subversión social que igualó a los hombres
jurídicamente. Recordemos su lema: “Libertad,
igualdad, fraternidad”. Los tres conceptos apuntan directamente a la
destrucción de cualquier jerarquía social innecesaria, de cualquier instrumento
político que no haya demostrado previamente su legitimidad social, que no se
haya ganado a pulso su derecho a existir.
Y sin
embargo, el estado que surgió de la Revolución de 1789 era el más poderoso, el
más masivo que se había visto nunca en Francia. Nunca antes el estado francés
tuvo tantos funcionarios, ni tantos soldados, como el que surgió en ese preciso
momento histórico. ¿Cómo pudo ser esto posible? Pues porque la estructura
aristocrática del Antiguo Régimen vigente en casi todos los países europeos,
empezando por el francés, estaba ya desfasada históricamente. Era ya un freno
para el desarrollo económico, social, cultural, político… y saltó por los
aires. La “libertad” que pedían los
hombres era para reinventar la sociedad, la “igualdad” para poder poner al frente de las instituciones a los más aptos, no a los
de más alta cuna, la “fraternidad” buscaba reintegrar en su seno a toda la masa de marginados que aquella
sociedad aristocrática había creado. Y empezó a hablarse de instrucción pública, de función pública, de ejército nacional. Todo al servicio de la sociedad. De la sociedad
completa. Y de pronto hicieron falta muchos más miles de
trabajadores al servicio del estado –es decir, de funcionarios- de los que
nunca antes habían sido necesarios. Y la recaudación de impuestos se
multiplicó, trasladando el grueso de su carga hacia las clases sociales que podían
pagarlos sin poner en peligro su propia subsistencia.
Aquél
estado surgido de la Revolución se volvió invencible. No había manera de frenar
al ejército “nacional” francés en los campos de batalla. Y, tras la conquista
francesa, no había forma de impedir los profundos cambios sociales que la
acompañaron.
Cuando por
fin Napoleón fue derrotado se había hecho evidente, para todos los europeos,
que el Antiguo Régimen había muerto, que su tiempo ya había pasado y que había
que transformar profundamente la manera de organizar las diferentes sociedades
de la ecúmene para impedir una nueva explosión francesa. Es en ese contexto en
el que surge el movimiento nacionalista alemán.
Pero
Alemania tenía un problema añadido, a sumar a los asociados a la supervivencia
del Antiguo Régimen que compartía con otros pueblos europeos. Ese problema era
su propia división política, que le impedía ejercer en Europa el liderazgo que,
por su propia demografía y su nivel de desarrollo económico le correspondía.
Alemania nunca sería una gran potencia mientras permaneciera dividida. Pero
claro, la aparición de una estructura imperial en un lugar que históricamente
había estado ocupado por una laxa confederación de pueblos no puede hacerse de
manera incruenta, porque altera todos los equilibrios políticos previos. Si
Francia era poderosa era, entre otras razones, porque Alemania era débil. Y el
asunto no sólo afectaba a Francia (que tenía fronteras directas con Alemania)
sino a toda Europa. A Inglaterra, Holanda, España, Italia, Rusia… Les aparecía
un potente adversario en retaguardia a todos los imperios eurífugos europeos,
todos ellos muy poderosos. Creaba una nueva centralidad europea que eclipsaba a
las de la periferia. La Guerra se volvía inevitable. La Guerra con mayúsculas,
no una pequeña guerrita para reajustar líneas fronterizas, no. LA GUERRA…
¿Tienen
los alemanes derecho a crear un estado unificado, como el resto de pueblos
europeos? Por supuesto que sí. Pero claro, la pregunta es: ¿A qué precio? Lo
que está claro es que su aparición modifica toda la correlación de fuerzas
europeas y, como consecuencia, planetarias (dado que, en el siglo XIX, los
países europeos eran prácticamente dueños del mundo).
La
emergencia de la nación alemana en el corazón de Europa significa, simplemente,
la muerte de Europa. La muerte de la civilización europea como evolución del concepto
medieval del Occidente Cristiano. La muerte de la ecúmene europea. De ese mundo
de valores compartidos que fueron representando, en sus diferentes fases de
desarrollo, el cristianismo medieval, el humanismo, el racionalismo, la
ilustración… ¿Y por qué? Pues porque significa la ruptura de todo el sistema de
equilibrios sobre el que se ha sustentado. ¿Recuerda cuando dijimos: “El equilibrio de fuerzas es una
característica intrínseca de la europeidad”?[2]
Ergo, si los equilibrios se rompen, se rompe la europeidad.
¿Y qué
sucede entonces? Veamos: Cuando el volcán alemán empieza a rugir, los imperios
coloniales europeos están ya en su segunda fase de desarrollo. Prácticamente en
su cénit, puesto que los europeos han alcanzado ya los confines de La Tierra y
están derribando las últimas fronteras. Alemania llega a tiempo para el último
reparto, el de África, en la Conferencia
de Berlín (1875). Pero el problema, para el resto de potencias europeas, no
está en las posibles aspiraciones alemanas en ultramar, algo relativamente
fácil de satisfacer (hubo trozos de tarta hasta para Bélgica, Italia, España o
Portugal ¿Cómo no iba a haberla para Alemania? El problema está en sus
aspiraciones europeas. Lo que preocupa no es el imperio eurífugo sino el eurípeto[3].
Al aparecer un nuevo imperio en el corazón de Europa, a retaguardia de todos
los demás, está obligando a estos a darse la vuelta para cubrir ese nuevo
frente, que queda a muy poca distancia de sus respectivas metrópolis, que pone
en peligro el núcleo duro de todos ellos. Eso significa replegar poderosos
efectivos militares y recursos de todo tipo desde la periferia hacia el centro.
Y como consecuencia indirecta hace aparecer nuevos imperios lejos de Europa,
que empiezan a preparar el relevo estratégico de los europeos por todo el
planeta. Es el momento de Estados Unidos, pero también de Japón. Incluso el
comienzo de la recuperación china (un estado de dimensiones continentales, que
necesita un tiempo considerable para ponerse en pie, pero que es capaz de
desplegar, una vez que lo haga, una potencia superior a todos los demás). Los
vientos dejan de soplar desde Europa hacia afuera para hacerlo a la inversa. Se
está preparando la implosión europea.
[1]
“Las otras transversalidades”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html
[2]
“El Sistema del Equilibrio europeo”, http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/08/el-sistema-del-equilibrio-europeo.html
y “Una tragedia griega”, http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/una-tragedia-griega.html
[3] “Los
imperios efímeros”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/los-imperios-efimeros.html
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