lunes, 26 de septiembre de 2011

El suicidio de la Unión Europea

Si hay una constante histórica que nunca ha dejado de cumplirse a escala mundial es que, en política al menos, todos los vacíos se cubren y, además, con relativa rapidez.
La falta de ideas claras y de liderazgo político en los momentos críticos de la vida de los pueblos se paga muy cara y las inercias sociales terminan arrollando a todo aquel que se interpone en el desarrollo de los procesos históricos de largo alcance.
Pues bien, el comportamiento que están teniendo los principales dirigentes del mundo occidental desde 2008 los ha sentenciado ya. Son cadáveres políticos que vagan como fantasmas en medio de un mundo virtual que cada vez se parece menos al mundo real en el que están viviendo la mayoría de sus conciudadanos. Y les han causado un daño a sus correspondientes pueblos que tardará generaciones en repararse, y que conste que no estoy hablando sólo, ni siquiera principalmente, del daño económico infringido por las inadecuadas decisiones que se han venido tomando durante ese tiempo. Me estoy refiriendo, fundamentalmente, al daño político, a la gran crisis de liderazgo planetario que han abierto.
Dentro del mundo occidental hay varias zonas claramente diferenciadas, las más importantes son Europa y Norteamérica. Hoy me voy a centrar en la primera. Como en los tres artículos anteriores[1] volveré a hablar de la Unión Europea.
Si algo creo que ha quedado manifiestamente claro ya es que el proyecto europeo, tal y como se había venido desarrollando en las seis últimas décadas, ha naufragado. Es posible que los políticos nos sigan intentando convencer, durante los próximos años, de que es reformable, de que la crisis nos ha hecho descubrir nuestras propias debilidades y, por tanto, nos permitirá corregirlas, etc. Todavía nos seguirán pretendiendo vender, con tecnicismos, que esto se puede recuperar. Cantos de sirena de gente que han ligado su carrera profesional a un proyecto que ya es obsoleto y que saben que se los llevará por delante cuando caiga, momento que tratarán de retrasar todo el tiempo que esté en su mano.
Pero el tiempo no es precisamente algo que nos sobre a los que estamos sufriendo esta crisis económica en toda su dureza. Seguir dando palos de ciego, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado, es un lujo que no nos podemos seguir permitiendo.
Desde los años 50 del pasado siglo pensábamos que había un proyecto europeo que lideraba el famoso “eje franco-alemán” que nos conduciría –a medio plazo al menos- a una confederación política europea que pudiera batirse con éxito, como un protagonista de primer nivel, en los competitivos escenarios del siglo XXI. Una Unión Europea que, con 500 millones de habitantes, tendría la suficiente masa crítica como para poder enfrentarse con los gigantes de Asia.
Desde principios de los 70 hemos visto, sin embargo, como esos ambiciosos objetivos se han ido recortando paulatinamente bajo la influencia de unos mercaderes y de unos burócratas que no ven más allá de sus narices y que están dispuestos a cambiar un gran proyecto estratégico de largo alcance por un puñado de euros a corto plazo. Un conjunto de burócratas y de mercaderes que están dispuestos a vender su derecho de primogenitura por un plato de lentejas.
Pues bien, desde 2008 hasta aquí hemos comprobado como la traición al proyecto europeo ha terminado de consumarse. Hoy me centraré en el papel que está desempeñando Alemania en toda esta historia, cada vez más nefasto como hemos podido comprobar. Nos hemos acostumbrado a oír hablar de la “locomotora alemana” y nos imaginábamos un tren en el que ellos tiraban del resto, asumiendo el liderazgo económico y permitiendo que sus aliados estratégicos –los franceses- hicieran lo propio con el liderazgo político. Pero mira por donde la locomotora, en vez de tirar del tren, últimamente se está dedicando a frenarlo, y además ha decidido hacerlo en un momento crítico de la vida colectiva, en uno de esos períodos en los que se está construyendo el modelo de relaciones sociales que va a regir durante la siguiente fase del desarrollo histórico. Ahora mismo estamos definiendo los perfiles que van a definir a las sociedades del siglo XXI.
¿Se imaginan a esta Europa de los 27 durante el resto del siglo negociando hasta el infinito, teniendo enfrente adversarios con unidad de mando y poblaciones que superan los mil millones de habitantes? No ¿verdad?
¿Cuánto tiempo creen ustedes que podremos resistir así? Yo creo que ni un solo segundo. De hecho la CEE ya habría desaparecido, hace más de una generación, de no estar actuando, de facto, como auxiliar del Imperio Americano. La Unión Europea es la impresionante fachada de un palacio en ruinas que no se ha derrumbado ya porque está apuntalado desde el edificio contiguo. Sólo por eso. Por tanto su suerte está estrechamente ligada a la de su aliado estratégico. Aliado que, por otra parte, cada vez muestra más signos de debilidad, así que si la estructura que sostiene el conjunto está empezando a agrietarse ¿Qué creen ustedes que le pasará a la ruina que tiene adosada a este lado del Atlántico?
El incalificable comportamiento que algunos de los más importantes socios de la Unión, así como las instituciones de esta y del Banco Central Europeo están teniendo en la crisis griega constituye la más concluyente demostración de que con esta gente no se puede ir a ninguna parte. Para que un proyecto como el europeo pueda llegar a buen puerto es imprescindible un mínimo de solidaridad entre sus miembros que, desgraciadamente, brilla por su ausencia en esta coyuntura. Parece como si algunos hubieran estado esperando a la aparición de dificultades entre varios de sus socios para sacar toda la bilis que tenían acumulada desde hace tiempo, con la intención de ponerlos de rodillas o, tal vez, para mostrarles la puerta de salida. Hemos visto como en el calor de algunos de debates, durante estos meses, a algunos diputados alemanes sugerirle al gobierno griego que pusiera a la venta algunas islas del Egeo para pagar sus deudas ¿Se imaginan a un griego sugiriéndole al gobierno alemán que ponga a la venta alguna de sus montañas de Baviera? Menos mal que se supone que estamos entre amigos y que compartimos un proyecto político. Alemania, que es la cuarta potencia económica mundial y la primera de la UE, que cuenta con 82 millones de habitantes (el 16% de la Unión) y que está situada en el centro geográfico de la Europa de los 27, estaba llamada objetivamente a ejercer el liderazgo natural de esta confederación de naciones a la que estábamos abocados a llegar. Pero es evidente que esta Alemania que vemos ante nosotros no reúne las características subjetivas que tal liderazgo exige. El economicismo estrecho del que están haciendo gala en estos últimos años está conduciendo a la Unión a una ruptura estratégica que les va a hacer perder el liderazgo y la centralidad y que tal vez los coloque de nuevo en una futura línea de frente, en medio de una Europa rota en varios trozos. Ya veremos cómo le va a la “potencia-exportadora” cuando se restablezcan las viejas aduanas por todo el continente y algunos de sus actuales socios restablezcan los aranceles internos con el recuerdo fresco de la saña alemana en los recientes e interminables debates que están teniendo lugar durante estos meses eternos; cuando los bancos centrales nacionales, hoy vacíos de contenido, recuperen su capacidad de emitir moneda propia y los gobiernos, liberados de las disciplinas europeas, empiecen a nacionalizar empresas estratégicas. Las multinacionales alemanas tal vez se lamenten de la actitud que mantuvo su gobierno en esta coyuntura.
El pasado 14 de septiembre decía el ministro de finanzas polaco (Polonia ostenta la presidencia europea durante este semestre) ante el pleno del Parlamento de la Unión:

“Después de todas estas conmociones políticas y económicas que estamos pasando, va a ser muy raro que en los próximos diez años podamos pasar sin una guerra […] Esto no podemos permitirlo […] Europa está en peligro”[2].

“La falta de solidaridad está apagando la idea de Europa”, decía Andreu Missé el pasado 25 de septiembre en el diario El País[3]. Y un diplomático europeo afirmaba también hace muy poco:

“En Europa las desgracias siempre empiezan por los Balcanes y Grecia forma parte de ellos”[4].

Carlos Yárnoz, por su parte, afirma:

“La hipótesis de que Grecia sea expulsada de la zona euro se extiende desde hace unas semanas con una soltura rayana en la frivolidad”[5].

Y el ex ministro de Asuntos Exteriores alemán Joschka Fischer:

“La crisis comienza a socavar los mismísimos cimientos en los que se basó el orden europeo de postguerra: la alianza franco-alemana, por un lado, y la trasatlántica, por el otro, que hiciera posible un período de paz y prosperidad sin precedentes en la historia del continente”[6].

Una generación de desmemoriados ha tomado el poder en Europa. Un grupo de gente que no parece haber leído un solo libro de historia en toda su vida. Hace ya muchas generaciones que un sabio dijo aquello de que “quien no conoce la historia está condenado a repetirla”. Pues bien, los alemanes, un pueblo que aún está viviendo las secuelas de una trágica historia, debiera ser, de entre todos los europeos, los que más vivo conserven el recuerdo de la misma, los menos interesados en volver a la Europa de los estados nacionales. Desgraciadamente no es así. Ellos sabrán lo que hacen, pero deben saber que sobre sus cabezas caerá la responsabilidad de haber dinamitado el proyecto europeo.


[1] Véase El futuro que nos tienen reservado (5/9/2011), La camisa de fuerza de la Unión Europea (12/9/2011) y Por una Europa democrática (19/9/2011).
[2] ANDREU MISSÉ: “La idea de Europa se está apagando”. Diario El País (25/9/2011).
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] CARLOS YÁRNOZ: “Salir del Euro, liquidar la Unión”. Diario El País (25/9/2011).
[6] Ibíd.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Por una Europa democrática

¿Recuerdan la guerra civil de Líbano de los años 80? No ¿verdad? A los asiduos seguidores de la prensa escrita con más de 40 años seguramente les sonarán los nombres de Walid Jumblatt, Michel Aoun o Saad Haddad, algunos de los más importantes señores de la guerra libaneses que se repartieron el país durante esa década, en un conflicto en el que cada una de la docena y media de confesiones religiosas que lo habitan creó su propia república independiente, a las que habría que sumar las que crearon los israelíes y los palestinos.
Si a un joven actual le preguntáramos que ideas le evocan la palabra “Beirut”, seguramente lo relacionará con centenares de bloques de edificios semi-destruidos por causa de los impactos de las bombas, los misiles o la metralla causados por la guerra. Una imagen de desolación que se renueva cada vez que los ejércitos de Israel y de Hezbolá vuelven a chocar en un nuevo conflicto.
Pero si le hubiéramos hecho esa misma pregunta a principios de los años 60 a un joven de entonces hubiera relacionado “Beirut” con playas, muchachas en bañador, casinos o espías tipo Agente 007; la hubiera definido como una ciudad próspera y turística que podía competir perfectamente con Montecarlo o con Niza.
Si preguntáramos por “Líbano”, el joven actual nos lo clasificaría sin dudar en el mundo árabe, nos hablaría de los cascos azules que están allí separando a los ejércitos enemigos –porque los españoles forman parte de ese contingente- y alguno podría presentar, incluso, la imagen de algún ayatola o imán chiita, vestido de negro, arengando a las masas en contra del “enemigo sionista”.
Sin embargo nuestro joven de los 60 nos diría que Líbano es la “Suiza de Oriente”, un país de banqueros y comerciantes, un enclave cuasi europeo, de habla francesa y mayoría cristiana.
¿Qué ha pasado en Líbano durante los últimos 50 años para que la imagen de ese país haya dado un vuelco tan espectacular? Pues la brutal guerra civil que tuvo lugar entre 1975 y 1989, algunas de cuyas secuelas sobreviven todavía, que lo han destruido y empobrecido hasta el punto de volverlo casi irreconocible.
¿Y cuál fue la causa de ese brutal conflicto? Los más simplistas dirían que su diversidad religiosa, otros le echarían la culpa a su vecindad con Israel, a la existencia de cientos de miles de refugiados palestinos en su territorio, al hegemonismo sirio o al auge del integrismo islámico en los países del Próximo Oriente.
Sin negar, en absoluto, la influencia de cada uno de esos factores en la agudización de los conflictos internos libaneses, siempre he pensado que esa guerra estalló –y sobre todo se mantuvo durante 14 años- por causas endógenas que se habían estado incubando durante décadas y que su particular posición geopolítica agravó hasta hacerla inevitable. Esas causas endógenas son muy parecidas a las que en los años 90 desencadenaron las guerras yugoslavas y, en cierto modo, guardan inquietantes paralelismos con la manera de edificar el proyecto europeo que se ha venido desarrollando durante los últimos cuarenta años. Por eso creo que merece la pena detenerse un poco a analizarlas.
El territorio que hoy conocemos como Líbano es la Fenicia de la antigüedad. Un país de hábiles comerciantes que siempre supo sacarle el máximo provecho económico a las diferentes coyunturas políticas que a lo largo de la historia se han venido presentando. Ha pertenecido a todos los imperios que, a lo largo del tiempo, han dominado el Próximo Oriente y nunca se enfrentó con ninguno para defender su independencia. Sencillamente se fue adaptando a las circunstancias, sus comerciantes se fueron poniendo al servicio de cada uno de los diferentes señores y se dedicaron a comprar y a vender, prosperando siempre. Son como el corcho, que siempre flota por muy furiosa que sea la tempestad.
Un país por el que ha pasado tanta gente ha guardado la huella de cada uno de los diferentes pueblos que lo fueron dominando y resulta que es el lugar del Próximo Oriente donde han sobrevivido mayor cantidad de confesiones religiosas, tanto musulmanas (sunitas, chiitas, drusos, alevíes, ismailíes) como cristianas (maronitas, melkitas, armenios, asirios, católicos, ortodoxos). Tras la Primera Guerra Mundial pasó a ser colonia francesa, y en 1946 obtuvo su independencia. Un censo de población elaborado en 1932 sirvió de base para establecer las circunscripciones electorales, para poder efectuar las primeras elecciones democráticas que tendrían lugar en su historia.
Hasta aquí todo bien, e impecablemente democrático, sensato y civilizado, como corresponde a un pueblo donde la negociación, la transacción y el acuerdo forman parte de su ADN. El problema surge (aunque ellos tardarían décadas en darse cuenta) en la peculiar manera de reflejar su distribución demográfica en la ley electoral. Las circunscripciones no se establecen siguiendo criterios geográficos sino religiosos. Los sunitas eligen a sus representantes, los maronitas a los suyos y así sucesivamente. De esta manera el señor diputado X no representa a la ciudad de Tiro (por ejemplo) sino a los maronitas del sur de Líbano. Por tanto llega al parlamento con la firme intención de defender los intereses de los miembros de su confesión religiosa. Política de cuotas… pero religiosa. Sin saberlo, esos biempensantes políticos constituyentes habían firmado la sentencia de muerte de su propio país. Elegir a un político para desempeñar un puesto en el que debe defender los intereses generales, no en función de su competencia para ello sino de la competencia demostrada en la defensa de intereses de grupo es una contradicción en sus términos y, como el tiempo terminó demostrando, no sirve para resolver problemas sino para generarlos.
Pero los libaneses no se quedaron ahí. Nunca más revisaron las circunscripciones electorales. Resulta que en el censo de 1932 los cristianos tenían la mayoría absoluta de la población y también –lógicamente- la mayoría de los escaños en el parlamento, pero eso duró poco, dado que la tasa de crecimiento demográfico de los musulmanes era más alta que la de los cristianos. Una actualización regular de las circunscripciones por la simple adecuación a los censos hubiera dado la mayoría a los musulmanes ya en los años 50, algo que la mayoría parlamentaria cristiana no estaba dispuesta a consentir. Como consecuencia bloqueó durante décadas cualquier propuesta de actualización de las mismas. Por otro lado, en la constitución quedó reflejado un reparto por religiones de las diferentes instituciones del estado, que estableció que el presidente de la república tenía que ser de religión maronita (cristiano), el primer ministro debía ser suní (musulmán) y el presidente del parlamento chií (también musulmán). El desarrollo histórico de este modelo condujo a la aparición de fuerzas paramilitares de carácter confesional y el resto ya se lo pueden imaginar. Treinta años funcionando de esa manera en el explosivo contexto del Próximo Oriente terminaron conduciendo a un conflicto fratricida que terminaría rompiendo el país en infinidad de trozos, dominado cada uno por su correspondiente señor de la guerra.
Y en los años 90 vimos como, salvando las necesarias distancias, la jugada se repitió, pero esta vez en un país europeo: Yugoslavia.
Yugoslavia significa “el país de los eslavos del sur”. Era una organización política surgida tras la Primera Guerra Mundial que agrupaba a diversos pueblos eslavos que habían formado parte en el pasado tanto del Imperio Austro-Húngaro como del Imperio Turco. La mayoría hablaban serbocroata –los serbios (de religión ortodoxa), los croatas (de religión católica) y los bosnios (de religión musulmana)-, pero había otras lenguas minoritarias, el esloveno y el albanés, principalmente. Este país sobrevivió a la invasión nazi en la Segunda Guerra Mundial, en la que surgió una potente guerrilla partisana dirigida por el Mariscal Tito, dirigente que –después- supo mantenerse fuera de la política de bloques durante la Guerra Fría.
Yugoslavia, con su presidente Tito a la cabeza, fue uno de los tres miembros fundadores de la Conferencia de Países No Alineados, desempeñando un importante papel en la esfera internacional hasta finales de los setenta.
Pero en 1974 tuvieron una “brillante” idea y decidieron cambiar la constitución para reflejarla:

“Se diseñó un “federalismo” que definía a la República Socialista Federativa de Yugoslavia como una unión voluntaria de repúblicas socialistas y de naciones, entendiéndose que los grupos nacionales eran los eslovenos, croatas, serbios, montenegrinos, macedonios y musulmanes, a los cuales se les garantizaba sus “derechos nacionales” y la plena participación en el proceso de toma de decisiones a nivel federal, dejando atrás la ciudadanía y primando la “nacionalidad”, […] Cualquier grupo nacional podía vetar al Consejo de Repúblicas y Provincias y tirar atrás cualquier medida, especialmente las económicas, […] De igual manera se aplicó el sistema de paridad para la composición de todos los órganos políticos de la federación, por último y en consonancia con el carácter socialista de la república, la soberanía no recae en el ciudadano sino en la clase trabajadora, pero con un pero: de acuerdo con su territorio.
El proceso que vivieron los yugoslavos a partir de entonces fue el incremento del enfrentamiento y rivalidad entre territorios, desembocando al cabo de 17 años en una cruenta guerra civil. Desde la aprobación de aquella Constitución las tendencias particularistas y los conflictos entre las diversas repúblicas crecieron incesantemente.”[1]

Política de cuotas… nacionales. Según la citada constitución, la presidencia de la Federación pasó a ser rotatoria, cada año le tocaba a una de las seis repúblicas de primer nivel (había dos más que no tenían reconocido ese derecho) ejercer la presidencia de la misma. Como una comunidad de vecinos mal avenida en la que nadie se fía de nadie. El sistema tardó exactamente 17 años en reventar, con el triste resultado que todos conocemos: doscientos mil muertos, cientos de miles de heridos y millones de deportados. En Yugoslavia vimos reaparecer escenas de limpieza étnica que no se recordaban en Europa desde los tiempos de Hitler.
¿Qué relación guardan estas dos historias con nuestra vida? Pues mucho más de lo que creemos. Hemos visto como la presidencia rotatoria de la Federación le funcionó a los yugoslavos durante 17 años antes de que acabaran a tiros por las calles. Pues bien, ese es el sistema que rige en la Unión Europea desde su fundación. ¿Por qué no hemos acabado a tiros los europeos todavía? Pues por muchas razones, pero la más importante es que no somos un estado, ni hay ninguna perspectiva seria de que lo seamos en el futuro. Los discursos de los políticos se contradicen de manera cada vez más flagrante con sus propios actos, y el entramado institucional con el que se ha ido construyendo esta “unión” es válido para un organismo de coordinación interestatal que se reúne de vez en cuando, pero en absoluto lo es para tomar decisiones con verdadero calado político.
Hay otra razón que justifica que esta “unión” no haya reventado ya y es que, en realidad, las decisiones no se toman en sus propias instituciones sino fuera de ellas. En el fondo ¿qué más da como está formalmente organizada una asociación que en realidad es una mera transmisora de decisiones que se han tomado fuera? Este mecanismo sí que sirve para transmitir a los políticos de los diferentes estados las consignas emanadas en los verdaderos círculos de poder planetario, que son económicos, siempre y cuando haya un gendarme que pueda tomar represalias contra los incumplidores de tales consignas. Ese gendarme se llama Estados Unidos y tiene una herramienta específica diseñada para actuar en el contexto europeo, que es la OTAN.
Los europeos occidentales, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, en coordinación con nuestro gran hermano del otro lado del Atlántico, nos hemos ido dotando de una serie de mecanismos institucionales que son los más idóneos para actuar como una eficaz fuerza auxiliar al servicio del gran bloque occidental en el contexto de la Guerra Fría. Pero ese bloque ha tenido desde su fundación un líder incuestionable, que no es obviamente europeo.
La pregunta que se impone en este momento es: ¿Esas instituciones son válidas en este contexto histórico? Y la respuesta, como amarga y empíricamente estamos comprobando durante estos últimos años, es: rotundamente NO.
¿Porqué no valen las instituciones que los europeos llevamos construyendo desde hace más de 60 años? Pues porque fueron diseñadas para el mundo de la Guerra Fría y ya no estamos en él, porque están siendo utilizadas para desmontar el estado social europeo y porque están siendo empleadas como coartada para burlar los mecanismos democráticos y constitucionales vigentes en los diferentes países que forman parte de la “Unión”. En definitiva, que están siendo utilizados contra los propios pueblos que habitan este continente.
Dicen que estamos en crisis. Pero esa afirmación sólo es válida, a escala mundial, para Estados Unidos y para la Unión Europea. En Asia no hay crisis, ni tampoco en América Latina y en África hay países creciendo al 10% anual. Entonces ¿qué está pasando?
Pues que lo que ha entrado en crisis es un modelo de sociedad. Lo que ha entrado en crisis es el Imperio Americano junto con el conglomerado de estados satélites que le han acompañado en su proyecto hegemonista.
Si el proyecto europeo fuera autónomo y respondiera en las urnas ante sus propios ciudadanos no estaríamos contemplando ahora la agonía griega, que ha sido inducida desde los centros de poder de la propia Unión Europea. No estaríamos viendo a esa legión de burócratas negándole el pan y la sal a uno de los miembros fundadores de la eurozona. Un país que sólo tiene el 2% de la población de la UE, lo que representa La Rioja en el conjunto de España. ¿Se imaginan a un país como España dejando que todo se vaya a pique porque los riojanos se hayan endeudado excesivamente?
Estos son los bueyes con los que estamos arando. Ese es el compromiso que nuestros dirigentes de Bruselas tienen con la causa europea. Si España no hubiera cedido una parte importante de su soberanía en el terreno económico, estaría ahora encarando la “crisis” como lo ha hecho varias veces en el pasado, devaluando la moneda y obteniendo recursos económicos a través del Banco de España. Es lo que se conoce como “política monetaria”. Pero no puede hacerlo “porque somos europeos” y el Banco Central Europeo es incapaz de hacer por España lo que hubiera hecho el Banco de España en su defecto. El viernes pasado, sin ir más lejos, un representante de la Reserva Federal Americana le pidió oficialmente a todos los dirigentes europeos que el BCE empezara a emitir moneda para compensar los déficits de sus países miembros, encontrándose un rotundo NO como respuesta. Los americanos cada vez están más nerviosos porque están viendo como los europeos, con sus absurdos recortes presupuestarios, nos están arrastrando a todos (a ellos y a nosotros) hacia el abismo.
Independientemente de las decisiones económicas que se tomen durante los próximos años para salir del absurdo atolladero en el que nosotros mismos nos hemos metido, hay una lección política que debemos aprender de esta coyuntura: En el proyecto europeo sólo hay dos salidas viables a largo plazo: o se avanza o se retrocede. Es decir, o elegimos un presidente europeo por sufragio universal, que responda periódicamente en las urnas de su gestión y que designe, sin presiones de los lobbies ni cuotas nacionales a sus propios ministros, disolviendo la Comisión Europea, el Consejo Europeo y todos los engendros que se han inventado en Bruselas para no tener que dar cuentas ante los ciudadanos de la Unión, dando verdadero poder legislativo al Parlamento Europeo o, por el contrario, disolvemos la Unión Europea y devolvemos la soberanía a sus estados constituyentes para que tengan en sus manos los instrumentos políticos que tienen el resto de países que hay en el mundo y podamos competir así en igualdad con ellos.
Pertenecer a la eurozona no es ningún privilegio, como estamos viendo es un tremendo lastre que está agudizando todos nuestros problemas económicos. Europa sí, pero de otra manera. La Unión Europea será democrática o no será nada.


[1] http://www.mediavida.com/foro/6/yugoslavia-confederal-plurinacional-1974-214434

lunes, 12 de septiembre de 2011

La camisa de fuerza de la Unión Europea

Decían, allá por los años setenta, en la Inglaterra que negociaba su ingreso en el Mercado Común Europeo, para convencer de la necesidad de pertenecer al mismo a los más euroescépticos, que “para poder frenar un coche hay que estar dentro de él”.
Está claro que los ingleses entraron en el MCE para frenar el coche desde dentro, su comportamiento en la Unión, desde 1973, es compatible con ese principio. Los ingleses entraron en el MCE con el modelo de la EFTA en la cabeza (la antigua “Organización Europea de Libre Comercio”) y con su relación privilegiada trasatlántica en el corazón.
Y los ingleses no entraron solos, a la altura de 2011 son miembros de la Unión Europea todos los países que en algún momento de la historia han pertenecido a la EFTA, excepto Suiza, Noruega e Islandia (a saber: Reino Unido, Dinamarca, Austria, Portugal, Suecia y Finlandia). También tenemos dentro a nueve países del antiguo COMECON (Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria), una unión económica impuesta desde la Unión Soviética a sus socios del antiguo bloque comunista europeo. Son países que ven la necesidad de pertenecer a una organización económica potente, que les dé una proyección internacional de la que ellos carecen, pero en modo alguno están pensando en los Estados Unidos de Europa (se han llevado medio siglo luchando para liberarse de la hegemonía política soviética y lo último que desean es caer bajo un nuevo hegemonismo), ni ellos ni los de la EFTA (15 de 27).
¿Quiénes están en la defensa de una Unión que avance en el terreno político? Si estuviéramos a principios de los ochenta diría: el eje franco-alemán. Pero estamos en 2011, y el citado eje también nos está decepcionando, no hay más que ver el papel que Angela Merkel está desempeñando en esta película desde 2008. Tampoco su antecesor Gerhard Schröder mostró un excesivo entusiasmo europeísta.
Alemania tiene también su propia historia al respecto. Después de los dos fracasados intentos imperiales que desencadenaron las guerras mundiales, humillada y troceada tras la ocupación aliada en 1945, cuando se le permite reunificar los primeros tres trozos de lo que antaño fue el III Reich, se abre paso la idea -originariamente francesa- de que es mejor olvidarse de las viejas rivalidades nacionales, para construir un proyecto europeo y poder competir así, con economías de escala, en el nuevo mundo que se estaba construyendo en la postguerra. En el horizonte se abría una futura unión política europea, unos Estados Unidos de Europa que compitieran con las dos grandes potencias del momento, EEUU y la URSS. Pero decidieron avanzar paso a paso, con cautela, dando prioridad a la economía para tejer una red de intereses comunes que actuaran como estímulo para construir la utopía europea.
En este asunto Francia siempre tuvo las ideas más claras que Alemania, el general De Gaulle, que había combatido durante la guerra mundial en el bando aliado y carecía de los complejos que arrastraban los que se habían plegado a los nazis durante la misma, concebía la unión política en ciernes como una plataforma que permitiera desplegarse a la “grandeur” francesa en competencia con sus rivales anglosajones. Por eso tenía muy claro que Inglaterra debía mantenerse lejos del proyecto europeo y, por supuesto, Estados Unidos.
La posición alemana en cambio era más compleja. Habían sido puestos de rodillas en 1945 por una combinación de ejércitos en los que los anglosajones y los rusos constituían el núcleo fundamental. La “grandeur” francesa le venía bien para ir levantando la cabeza, desde el bloque occidental, con un aliado local de cierta importancia. Pero temía a los Estados Unidos –y también a la Unión Soviética- y no quería despertar la ira de las potencias vencedoras de la guerra mundial. Así pues colaboró con cierto entusiasmo en los aspectos más económicos del proyecto, pero fue mucho más cauta en todo lo que pudiera implicar un proyecto político a largo plazo.
Además había otra faceta de la estrategia política alemana que afectaba, de manera significativa, a su forma de enfocar el proyecto europeo. Se trataba de su anhelada reunificación con la República Democrática Alemana. Este objetivo estuvo bloqueado durante 40 años en el contexto de la Guerra Fría. Durante ese tiempo el deseo pangermánico estuvo contenido y subordinado a los compromisos internacionales contraídos por la República Federal Alemana en tiempo presente, aunque se mantuvo como un aspecto innegociable de las normas constitucionales de la República y estaba detrás de la “Ostpolitik” (La apertura al Este), que llevó al poder a Willy Brandt en 1969 y que fueron desarrollando los socialdemócratas desde entonces hasta su derrota en las urnas en 1982 por el democristiano Helmut Kohl.
Así que, mientras el resto de socios del Mercado Común y de la OTAN tenían en la cabeza, entre 1950 y 1990, el modelo conceptual de la Guerra Fría, los alemanes guardaban un as bajo la manga: mantenían discretamente su proyecto alternativo, que comenzaría a desplegarse el mismo día en el que la reunificación de las dos alemanias se pusiera a tiro.
Los soviéticos, que como “marxistas” que decían ser, seguían conservando algo de la poderosa herramienta de análisis sociológico que representa el materialismo histórico y que, además, conocían a los alemanes mucho mejor que el resto de los occidentales sabían que, bien manejado, ese anhelo alemán por la reunificación, podía en un momento determinado convertirse en un caballo de Troya dentro del monolítico mundo de la OTAN y, sin apostar claramente por ese modelo (durante la Guerra Fría se habló mucho, por parte de ciertos analistas políticos europeos, del proyecto soviético de “finlandización” -es decir, neutralización- de Alemania y de Austria) al menos lo alentaron subjetivamente, haciéndole ver a los dirigentes alemanes que no eran totalmente hostiles a la misma.
Así pues la apuesta alemana por unos Estados Unidos de Europa era sincera en tanto y en cuanto no impidiera su propio proyecto de reunificación y, además, no irritara demasiado a anglosajones ni a soviéticos. Demasiados condicionantes para que fuera una apuesta firme aunque, hasta el final de la presidencia de la Comisión Europea por Jacques Delors (uno de los más firmes europeístas que han existido), en 1995, todo parecía posible.
Pero llegaron la Perestroika, la Glásnost, las revoluciones “de terciopelo” y la caída del muro de Berlín. Todo cambió en Europa. Un fortísimo terremoto sacudió nuestro viejo continente y lo transformó por completo.
Lo transformó… ¡desde abajo! Los que en nuestra juventud aprendimos a utilizar el método de análisis del materialismo histórico sabemos que cuando estas cosas suceden los últimos en enterarse son precisamente los que están más arriba. Los centros de poder planetario (y por supuesto los europeos occidentales que no andan muy lejos de ellos) no se inmutaron demasiado. Seguían existiendo la OTAN y la Comunidad Económica Europea, estaban armados hasta los dientes y controlaban la economía mundial. ¿A quién podían temer? En ese momento aparecen los profetas Fukuyama y Huntington para explicarnos al resto de los mortales que es lo que está pasando. Nos vienen a explicar cómo se ve lo que ocurre en la Tierra… desde el planeta Marte. Y no se dan cuenta de que, desde esa distancia, el bosque no deja ver a los árboles.
Decía Bertold Brecht: “General, tu tanque es más fuerte que un coche/Arrasa un bosque y aplasta a cien hombres./Pero tiene un defecto:/Necesita un conductor.” Pues resulta que tenemos los instrumentos más poderosos de la historia al servicio del sistema capitalista-mercantilista en el que vivimos, pero manejados por unos individuos que cada vez tienen menos claro quiénes son y al servicio de quién están, lo que introduce en el sistema un poderoso factor de inestabilidad. Digamos que un hongo mutante está atacando a los árboles del bosque que nuestros amigos marcianos vigilan desde la distancia, cuando el color de las hojas empiece a cambiar ya será demasiado tarde.
Los alemanes no podían dejar pasar la oportunidad de reunificarse después de la caída del muro. Llevaban 40 años preparándose para ese momento y cuando llegó lo aprovecharon. Entonces parecía absurdo plantearse que la reunificación rompía todos los equilibrios políticos de la víspera y también las dinámicas históricas en las que estábamos (todos) metidos; eso sonaba a música celestial en medio de las poderosas realidades del presente. La unificación era un golpe bajo a la Comunidad Económica Europea, tal y como estaba concebida en ese momento, porque alteraba todos los equilibrios internos, así como las estrategias de los demás miembros. En realidad el MCE-CEE-UE es un micro-ecosistema que había ido desarrollándose dentro de un ecosistema mayor, que era el mundo de la Guerra Fría. Una vez que se rompe el grande, termina arrasando al pequeño, aunque las inercias sociales previas impidan que los que están montados en la nave tengan plena conciencia del torbellino en el que se han metido.
Todos los vacíos se terminan llenando, en política especialmente. El hundimiento de la Unión Soviética crea un vacío a partir de la línea Oder-Neisse que los alemanes no pueden dejar de aprovechar. Así pues la vieja “Ostpolitik”, la apertura al Este, abandona el ámbito de las cancillerías y de la diplomacia y desciende al de los empresarios y los economistas. Cuando los socios de la CEE-UE comprenden la ventaja estratégica que poseen los alemanes, por su propia posición geopolítica y por su potencial económico y demográfico, se apresuran a competir con ellos y comienza una carrera en la que las zancadillas y los codazos entre los socios están a la orden del día.
En esa nueva dinámica que se va abriendo paso en los años 90 y los 2000 es en la que tienen lugar las tres últimas ampliaciones de la Unión Europea (las ampliaciones a 15, 25 y 27), que se han ido alejando cada vez más de la prudencia que presidió a las primeras y en las que lo que los negociadores tienen en la cabeza se parece cada vez más al modelo conceptual de la EFTA y cada vez menos al de los Estados Unidos de Europa.
Entonces ¿qué sentido tiene en este contexto la libre circulación de personas y de mercancías y la moneda común europea? Pues sencillamente buscan poner al estado de rodillas ante el no-estado de las corporaciones multinacionales. Si los grandes poderes económicos pueden meter en cintura a los políticos que han sido democráticamente elegidos por sus respectivos pueblos -a través de superestructuras que no responden ante las urnas- están creando una dictadura continental que utiliza el señuelo de la utopía europea como coartada para la instauración de la peor de las pesadillas, como los acontecimientos de los últimos años están viniendo a demostrar.
Llegados a este punto es obvio que la Unión Europea se ha convertido en una camisa de fuerza para amarrar a los pacientes que se resisten a comulgar con las ruedas de molino que pretenden imponer nuestros “geniales” dirigentes, convertidos en dóciles instrumentos al servicio de unas oligarquías que sólo intentan aprovechar la crisis que ellos mismos han creado para acabar con el estado social europeo.
¿Qué hacer frente a esta brutal ofensiva?
Primero: tomar conciencia de que el actual proyecto europeo no sirve a los intereses de los pueblos de Europa, sino a los del gran capital internacional. Seguir profundizando en esa dirección no es más que seguir su juego.
Segundo: comprender que una unión política a 27 -aunque la lideraran fuerzas políticas progresistas- es imposible, por la disparidad de orígenes culturales y por la heterogeneidad de las dinámicas históricas de las diferentes regiones de nuestro continente. Una unión genuina tiene que surgir desde abajo y tiene que tener a los pueblos por protagonistas. Por tanto lo idóneo es fomentar procesos de colaboración regionales, que vayan construyéndose entre vecinos, en los que se vayan diseñando estrategias a medio y largo plazo consensuadas, democráticas y que cuenten con un verdadero respaldo popular. En la perspectiva de una Unión verdadera que construyamos a largo plazo en un proceso de Refundación Europea.
Tercero: no crear bruscos vacíos por el camino, que permitan colarse a los enemigos de la democracia. La Unión Europea es una realidad, que no tiene ningún futuro porque es impuesta, pero una realidad al fin. Hay que desmontarla, pero paso a paso y entre todos. La ruptura brusca provocaría un feroz ataque de la jauría de perros que la dirigen. Hay que organizar una retirada ordenada y por fases, pero hay que retirarse; conservando los instrumentos que se consideren idóneos a través de las organizaciones monotemáticas específicas que se crea necesario conservar o, incluso, crear.
Esta es la propuesta: Europa Unida sí, pero de otra manera. Reconstruyamos el proyecto europeo pero con bases firmes, como se construyen las cosas que de verdad importan: desde los cimientos. Dejando fuera a los que no quieran comprometerse a fondo con él, a los caballos de Troya. Este es el proyecto de La Joven Europa.