domingo, 20 de abril de 2014

El centro geográfico de Hispanoamérica

Muralla de Cartagena de Indias (Andrea Gaetano)

Desde que Vasco Núñez de Balboa descubriera el “Mar del Sur” en 1513, en el actual territorio panameño, el Istmo de Panamá pasó a convertirse en el punto más estratégico del Imperio Español en América. La ciudad de Portobelo, en el Mar Caribe, se convirtió en el punto de llegada de la Flota de Tierra Firme, que arribaba una vez al año, desde dónde se distribuían las personas y las mercancías destinadas al Virreinato del Perú. Desde allí se cruzaba el istmo con destino a la ciudad de Panamá, en el Océano Pacífico, y después se redistribuían por mar hacia el resto de destinos de América del Sur.

El Istmo de Panamá era un punto neurálgico del Imperio español. Tanto la monarquía católica como sus adversarios más enconados (la flota inglesa) eran perfectamente conscientes de la importancia que tenía. Y unos y otros dedicaron buena parte de sus esfuerzos a blindar o a atacar, respectivamente, ese territorio.

Para defenderlo, aparte de reforzar las fortificaciones y las guarniciones del Istmo propiamente dicho, pronto se vio la necesidad de consolidar las posiciones españolas en la parte del continente que estaba en contacto con él. El noroeste de Suramérica, la actual Colombia. Cerca de la región panameña se fundó Cartagena de Indias, poderoso bastión militar desde donde poder organizar la reconquista del Istmo  ante un potencial ataque británico. Así el tándem Cartagena-Portobelo constituía la primera línea del frente ante un potencial ataque masivo de fuerzas invasoras. Y más atrás estaba el resto del actual territorio colombiano, desde dónde podía organizarse una contraofensiva de más largo alcance.

Colombia irá ganando peso, de manera paulatina, en el Imperio español. Si en el siglo XVI sólo era la parte más septentrional del Virreinato del Perú, en el XVIII ya era evidente que esta zona necesitaba un tratamiento propio y diferenciado del que recibían sus vecinos meridionales por parte de la corona española, culminando con la constitución, en 1717, del Virreinato de Nueva Granada, formado por los actuales estados de Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá, con capital en Santafé de Bogotá, ciudad situada a 2.600 metros de altitud, en un altiplano que vuelve el clima de la región  mucho más templado que lo que le correspondería por la baja latitud en la que se encuentra.

Hace tiempo que dijimos que el Imperio Español en América fue un imperio de tierras altas, que los españoles (la mitad de los cuales procedían de una meseta) se movían con relativa soltura en tales altitudes (mucho mejor que la mayor parte de sus potenciales competidores de origen europeo). Con los españoles sólidamente asentados en Colombia era bastante complicado arrebatarles el Istmo de Panamá, el mayor nudo de comunicación del Hemisferio Occidental. Esto se pudo visualizar con claridad durante la Guerra del Asiento (1739-1748) o de la Oreja de Jenkins, especialmente durante el intento de asalto a Cartagena de Indias (1741) que protagonizó el almirante Vernon, en la que el general español Blas de Lezo infligió a la flota británica una de las mayores derrotas que jamás haya sufrido.

Panamá y Colombia juntas e integradas en el esquema defensivo español se fueron convirtiendo paulatinamente en una obsesión para sus adversarios anglosajones. Para romper la integridad del Imperio español había que empezar por ahí. Y fue precisamente en el Virreinato de Nueva Granada (rebautizado por los bolivarianos como Gran Colombia) dónde se jugaría el futuro del Imperio, durante las guerras de independencia de las repúblicas hispanoamericanas. Simón Bolívar se convertirá en el artífice principal de ese proceso.

Si este virreinato hubiera sido sometido por las tropas de los condes de Calderón y de la Bisbal a partir de 1820 (que fue impedido por la sublevación contra el absolutismo monárquico que tuvo lugar en las Cabezas de San Juan (Sevilla), en enero de ese año, liderada por Rafael Riego), estaríamos hoy en un universo alternativo en el que los países hispanoamericanos habrían -igualmente- alcanzado finalmente su independencia, pero tras un proceso mucho más largo y sangriento. Aquél ejército, como sabemos, debía haber arribado a tierras de Venezuela, dónde le esperaban otros contingentes realistas que combatían allí. Vemos, por tanto, como la “Gran Colombia” resultó determinante en el proceso independentista del resto de pueblos de Hispanoamérica.

Posteriormente, la diplomacia anglosajona supo mover sus hilos tanto en esta zona como en Centroamérica para atomizar aún más a las repúblicas que rodeaban al Mar de las Antillas, culminando en 1903 con la independencia de Panamá, lo que permitió al gobierno norteamericano controlar el Istmo y el Canal homónimos y desde ahí ejercer una mayor influencia sobre el resto de países de Centro y de Suramérica.

A finales del siglo XIX y principios del XX los estrategas del Imperio norteamericano fueron trazando un plan cuyo objetivo consistía en adueñarse paulatinamente de los territorios que rodeaban al Golfo de México y al Mar de las Antillas. En él figuraban Cuba, Puerto Rico, República Dominicana y Panamá como los puntos de máxima prioridad. 

Panamá entró en la órbita del Imperio desde el primer momento de su andadura como estado independiente. Aunque desde el punto de vista cultural supo mantener, como Puerto Rico, su personalidad hispana. Pero al margen de la resistencia cultural de los hispanos en Panamá, en Puerto Rico o en Cuba, el control del canal por los norteamericanos era esencial para poder ejercer un control efectivo sobre su “patio trasero” y mantener así su papel hegemónico por todo el Hemisferio Occidental. La presión yanqui sobre toda Centroamérica (desde Guatemala hasta Panamá) llegó a ser verdaderamente asfixiante a lo largo del siglo XX. Sus embajadores ejercieron el papel de gobernadores sobre el terreno. Quitaban y ponían gobiernos y, llegado el caso, organizaban invasiones. Durante ese tiempo vimos desarrollarse movimientos insurreccionales en Nicaragua, El Salvador y Guatemala.

Para poder ejercer dicha presión sobre esta zona era preciso neutralizar a los dos grandes países que la limitan, tanto por el norte (México) como por el sur (Colombia). De México ya hablamos en el artículo anterior. Posee una potente demografía y es el gran vecino del sur de los EEUU. Las relaciones entre norteamericanos y mexicanos a lo largo de los últimos doscientos años han sido complejas y han atravesado momentos de gran tensión.

Colombia, aunque algo menos extensa y menos poblada que México, está más alejada del Imperio, pero demasiado cerca del Canal de Panamá, un punto tan neurálgico hoy como lo fue el Istmo en tiempos del Imperio español. Un gobierno fuerte en este país, que defienda su integridad territorial y vigile su hinterland es, obviamente, una amenaza para la política hegemonista de los norteamericanos en la zona. Colombia debía, por tanto, ser neutralizada. Había que agudizar al máximo sus contradicciones internas para anular su posible influencia sobre el exterior. Los movimientos guerrilleros, que han eternizado la guerra civil en este país, han venido a cumplir "casualmente" esa misión.

Ha habido otros países en Hispanoamérica que han desarrollado movimientos guerrilleros, pero el desenlace de la acción de los mismos se produjo en un tiempo razonable. En Colombia, durante el último medio siglo, en cambio, la guerra llegó a convertirse prácticamente en un modo de vida[2]. Mientras los colombianos se peleen entre ellos no ejercerán la influencia exterior que de manera natural están llamados a ejercer, por su propia envergadura y por la posición estratégica en la que se encuentran situados.

Colombia es el centro de gravedad de Hispanoamérica, el país que conecta las Antillas, Centro y Suramérica. Una potente demografía en el corazón de la Ecúmene, que está llamada a hacer de punto de encuentro, de lazo de unión entre todas las partes que componen a este grupo de naciones. Por eso la gran batalla por la unidad de todos los pueblos hispanos comienza en sus selvas y en sus montañas. La consolidación de la paz en Colombia es una parte vital para que ese proceso llegue a buen fin. Será condición necesaria (aunque no suficiente) para que la unidad de los pueblos americanos de origen ibérico cristalice alguna vez.




[2] A la que habría que sumar la acción de los cárteles de la droga que han sustraído, igualmente, a la autoridad del Estado una parte significativa del territorio nacional.