domingo, 29 de abril de 2012

La “patente” del descubrimiento colombino



Alrededor del descubrimiento de América se han ido asentando en los últimos quinientos años una serie de ideas preconcebidas y de lugares comunes que, más que explicar lo que pasó, en realidad lo que buscan es ocultarlo.

Desde el principio la historia se ha focalizado sobre los grandes personajes, obviando que una empresa de esa magnitud necesitaba, para que pudiera llegar a buen puerto, una potente maquinaria estatal que la sostuviera y un pueblo unido que la respaldara.

Atribuir todo el mérito a Colón forma parte de ese sesgo oligárquico que arrastra la historiografía tradicional y del que les hablé la semana pasada. Pero es que, incluso pasando por alto la teoría del predescubrimiento, aunque a nadie se le hubiera ocurrido antes navegar hacia el oeste con la intención de buscar un camino hacia Asia, aunque a través de una revelación divina, de un toque de genialidad o de un arranque de locura Colón hubiera sido el primer humano que hubiera concebido esa idea y tuviera el mérito añadido de haber sabido venderla a los reyes españoles. A pesar de todo eso imaginemos por un momento que todo hubiera sucedido tal y como nos han contado justo hasta el momento de su muerte, pero que después la empresa no se hubiera rematado con la conquista de los imperios azteca e inca, ni tampoco de las tierras mayas, que nunca hubieran fluido hacia Europa el oro y la plata americanos, que los europeos se hubieran extendido por América de una manera mucho más lenta y pausada, dando tiempo a los imperios indígenas a fabricar anticuerpos culturales y tecnológicos frente a los habitantes del Viejo Mundo como hicieron en Asia los chinos y los japoneses. Es obvio que, en ese supuesto hipotético, la idea que hoy tendríamos de Colón sería muy diferente a la que tenemos. Porque le estamos atribuyendo el mérito -de manera implícita- no sólo del descubrimiento sino, también, de todas sus consecuencias, de toda una serie de acontecimientos que él no podía controlar y ni siquiera imaginar. Colón, sin Cortés, sin Pizarro, sin Magallanes, sin Juan Sebastián Elcano, sin los centenares de descubridores y de conquistadores que vinieron después, no sería Colón, sino un oscuro navegante perdido en los textos de libros escritos por y para los especialistas.

Cuando desde la atalaya del siglo XXI valoramos al personaje, en realidad lo estamos usando como espejo para juzgarnos a nosotros mismos. Nos estamos sublimando a través suya. Colón representa la ruptura entre el ayer y el hoy, entre el mundo indígena precolombino y el Occidente cristiano que lo sepultó, incluso –si me apuran- el capitalismo que vino después.

Todo está desfigurado. En realidad los españoles no son tales, sino pre-norteamericanos. Los motivos que les impulsaron a cruzar el océano no son los que corresponden a las mentalidades de los peninsulares del siglo XV, sino a los de los blancos del siglo XX ó XXI disfrazados de medievales, que habían sido enviados por el Dios del Antiguo Testamento para castigar a las razas inferiores y fundar en América la Nueva Jerusalén.

Con demasiada frecuencia cuando se juzga a Colón se le está imputando, para bien o para mal, todo lo que sucedió en América desde 1492 y, al hacerlo, se le está convirtiendo simultáneamente en un dios y en un chivo expiatorio. El dios creador de la modernidad y el chivo expiatorio que exculpa al resto de europeos que vino después.

Ese es un mecanismo psicológico típico de las mentes monoteístas. El modelo es el propio Cristo que, una vez divinizado se convierte en el cordero del sacrificio judaico sobre el que se proyectan todos nuestros pecados. Porque es Dios puede cargar con todas las culpas de los hombres y, al hacerlo, nos libera, nos des-responsabiliza. Es un mecanismo de retorno a la infancia, de poner a cero el contador de nuestra conciencia derivando hacia el exterior nuestras culpas individuales.

Es bueno que haya una figura a la que, con toda nitidez, se le pueda imputar todo lo bueno y todo lo malo de la empresa americana. No hay ningún peligro de que se envanezca y exija un peaje por ello porque murió hace ya bastante tiempo y los herederos de los que se adueñaron de las riquezas de América y/o de los americanos pueden desviar la ira de sus víctimas hacia el icono colombino, responsabilizándolo de todo. Jugada perfecta. Por eso a todo aquél que venga a complicar el asunto se le condena al anatema.

Ya dije la semana pasada que el descubrimiento de América es la consecuencia lógica del fin de la “Reconquista” en la Península Ibérica. Es el resultado de una dinámica histórica previa. Después de releer la historiografía oficial sobre el asunto es obvio que sobre ese evento subyacen algunas ideas preconcebidas que son, sencillamente, falsas.

La primera falsa idea preconcebida es que Colón abrió una puerta que nadie sospechaba que existía y que, una vez abierta era inevitable que transformara nuestras vidas. Parece como si todos estuvieran esperando a que aparecieran nuevos espacios geográficos (estuvieran donde estuvieran) para precipitarse sobre ellos y poblarlos porque había grandes excedentes de población en Europa deseando encontrar esos nuevos lugares sobre los que proyectarse. Esa idea es falsa porque en España había muchas regiones vacías que siguieron repoblándose mucho tiempo después del descubrimiento americano (todavía se estaban organizando repartos de tierras en Andalucía a finales del siglo XVIII entre colonos de origen extranjero). Por los mares que rodeaban Europa había también muchas islas deshabitadas o muy poco pobladas (en esa misma época se estaban colonizando la Azores, Madeira, Cabo Verde, etc.). Cuando las noticias del descubrimiento se fueron difundiendo nadie trazó un plan de conquista y colonización, salvo los españoles (que ya hemos dicho que tenían muchas tierras vacías en su propio país). Las primeras colonias francesas, holandesas o inglesas aún tardarían varias generaciones en fundarse, las portuguesas fueron creciendo con cuentagotas y lo hicieron para impedir que los españoles se apoderaran de los espacios que el tratado de Tordesillas les había asignado (crecieron mucho más las colonias africanas y asiáticas, porque sentaban las bases del poderoso comercio de las especias, el oro africano y los esclavos, por lo que eran mucho más rentables económicamente) y en las españolas aparecieron muchos más guerreros, comerciantes y profesionales urbanos que campesinos. La poderosa expansión que los españoles protagonizaron durante el siglo XVI en el continente americano -que sentó las bases del Imperio ultramarino español- se hizo por conquista, no por colonización. Hubo una avalancha de hidalgos, buscando alguna forma de ennoblecerse, de establecer algún tipo de lazos de vasallaje o de encomiendas. América se llenó de guerreros y de monjes españoles porque era lo único que sobraba aquí. Sobraban guerreros porque España salía de una época guerrera y tenía exceso de “anticuerpos” que había ido creando a lo largo de un milenio para hacer frente a las formidables agresiones a las que estuvo sometida a lo largo de los tiempos medievales. Y había exceso de monjes exactamente por lo mismo, porque las guerras que se libraron en la Edad Media española no sólo tuvieron lugar en los campos de batalla sino, también, en los púlpitos de las iglesias. Esa no era la puerta que quería abrir Colón, que no era monje ni guerreo, sino un oscuro comerciante cuya personalidad encajaba mucho mejor en un país como Portugal que en España.

La segunda idea preconcebida es que, como todo el mundo estaba deseando encontrar nuevos espacios sobre los que proyectarse, en cuanto llegó la noticia del descubrimiento colombino hubo algo así como una movilización general para entrar en competencia por los espacios americanos, que había una especie de carrera europea por ver quién descubría qué y lo anunciaba al mundo para atribuirse su paternidad y, de alguna manera, reclamar la patente.

Dudo mucho que la noticia del descubrimiento de América fuera acogida con entusiasmo en ninguna corte que no fuera la española. En realidad para portugueses, franceses, ingleses, etc. lo que se abría era un nuevo frente que atender, a sumar a los que ya tenían, porque si la jugada les salía bien a los españoles les reportaría grandes beneficios económicos con los que aumentar su poder en Europa. Nadie pensaba en hipotéticos imperios ultramarinos ¿Quién va a crear un imperio tan lejos de casa? ¿Quién va a controlar a los señores feudales a miles de kilómetros de distancia? A este respecto es muy ilustrativa de la mentalidad de la época una frase que algunos atribuyen a Hernán Cortés: “Dios está en el cielo, el rey en la corte y aquí estoy yo”.

El peligro que veían los adversarios de España, a la altura de 1500, era que nuestro país se enriqueciera gracias al comercio ultramarino y sumara a su ya acreditada fuerza militar un nuevo poder económico que se tradujera en la creación de un imperio… ¡europeo! Nadie consideró seriamente la posibilidad de que surgiera un imperio americano. Y la verdad es que tampoco les preocupaba el asunto más allá de las posibles repercusiones que este hecho pudiera tener de rebote en Europa, en la medida en que España repatriara capitales creados en el Nuevo Mundo y los usara después en sus conflictos europeos. Esa era la preocupación que se instaló en las cortes de nuestro entorno y también las ambiciones que se desataron entre los potenciales aliados españoles. Cuando los metales preciosos empezaron a llegar desde América todos los comerciantes de Europa empezaron a ver qué tipo de relación podían llegar a establecer con la corona española, para apoderarse de algún trozo de la inmensa tarta que estaba empezando a repartirse.

El gordo de la lotería tocó en la corte flamenca que acertaron a casar a su príncipe heredero –Felipe el Hermoso- con la que, tras el fallecimiento de sus hermanos mejor situados en la línea sucesoria, acabó siendo depositaria de los derechos a la corona, propiciando de esta manera un golpe de estado de fuerzas extranjeras en nuestro país que había sido minuciosamente planificado y que, a la postre, convertirá a los conquistadores españoles en América en el brazo armado ultramarino de un proyecto imperial europeo. De la parte europea de esta trama nos ocuparemos otro día. Ahora seguiremos con el análisis del descubrimiento colombino. Aunque de lo que hemos explicado hasta aquí podemos concluir que, a partir de la llegada de los Habsburgo al poder en España (en 1517) Colón ya no es un personaje de la Historia de España, sino que su figura pasa a ser patrimonializada por toda la intelectualidad europea, que se la apropia -des-hispanizándola- y a través suya se roba la “patente” del descubrimiento al pueblo que lo estaba gestionando. Colón se eleva a la categoría de dios para que escape a la crítica de los que lo conocieron e hicieron posible su empresa y, de esta manera, se consagra su descubrimiento a un proyecto multinacional, convirtiendo la epopeya americana en la construcción del “Gran Occidente”, primero cristiano y después capitalista.

Los españoles sufrieron entonces una variante de lo que algunos autores contemporáneos llaman “la maldición de las materias primas”: Cuando en un país modesto se descubre algún importante yacimiento de un mineral muy cotizado en los mercados mundiales, aterrizan en él todos los buitres del planeta que, con la complicidad de los avaros locales, lo terminan privatizando (si no lo estaba ya desde el principio) y apropiándose de esas riquezas, que después usan para adueñarse de las otras (las que no tienen ninguna relación con los yacimientos pero se compran con el mismo dinero). La acumulación de riquezas por parte de una minoría termina empobreciendo a las mayorías. El resultado final es que las clases populares de los países con importantes materias primas terminan siendo mucho más pobres de lo que eran antes de que se descubrieran las mismas.

En España no se habían descubierto nuevas materias primas, pero nuestro país se había convertido en la puerta de entrada del oro y la plata americanos, lo que para el caso vino a ser lo mismo. El asunto ha sido bastante estudiado y en la historiografía se lo conoce como “la revolución de los precios”. Ya en el mismo siglo XVI fue acertadamente descrito por Martín de Azpilicueta (1492-1586) –el más destacado miembro de la escuela económica de Salamanca- que desarrolló la primera versión de lo que después se conocería como “teoría cuantitativa del dinero” (Ya ven como, para sorpresa de algunos, había economistas en España doscientos años antes de Adam Smith).

“Considerado a la vez como teólogo, jurisconsulto y economista. Autor de numerosos ensayos. Perteneció a la llamada Escuela de Salamanca junto con otros jesuitas, dominicos y franciscanos, muy anteriores a los fundadores de la Economía Clásica (Gran Bretaña, siglo XVIII, Adam Smith y sus seguidores, entre otros), que se tienen generalmente como iniciadores de la economía moderna, sin serlo.

Se ocupó de los efectos económicos de la llegada de metales preciosos de América, siendo precursor de la teoría cuantitativa del dinero; hizo notar la diferencia existente entre la capacidad adquisitiva del dinero en los distintos países según la abundancia o escasez de metales preciosos que hubiera en ellos. Define lo que se llamó la teoría del valor-escasez en los siguientes términos: "Toda mercancía se hace más cara cuando su demanda es más fuerte y su oferta escasea" [La ley de la oferta y la demanda de toda la vida, que creíamos que habían descubierto los ingleses].

También hizo una de las primeras exposiciones del concepto de la preferencia temporal, es decir, que a igualdad de circunstancias, los bienes presentes siempre se valorarán más que los bienes futuros. Esta idea está en la base del concepto de interés de la Escuela Austríaca, que lo considera uno de sus precursores. Defendió la licitud del cobro de intereses en préstamos, contra el criterio de la iglesia católica de entonces.”[1]

Hace ya tiempo que se dio a conocer la famosa saga vikinga de Erik el Rojo, uno de cuyos hijos, Leif Eriksson, parece que estuvo en América –en el año 1001-, a la que llamó Vinland. En algún lugar de la costa noreste de Norteamérica hubo, durante algunos años a principios del siglo XI, una colonia vikinga. Recientemente se ha publicado una obra que habla de un hipotético descubrimiento chino del continente americano en 1421. Hay, además otros muchos libros que hablan de otros posibles descubrimientos de América con una base argumental mucho más endeble, internándose algunas claramente en el terreno de la ficción más o menos literaria.

Admitamos, por un momento, la posibilidad de que todas y cada una de estas propuestas fueran ciertas y que América haya sido un continente bastante visitado por todo tipo de “turistas” a lo largo de la Edad Media e, incluso, la Edad Antigua. ¿Qué diferencia al descubrimiento español de los demás? ¿Qué es lo que hace que sigamos hablando del “Descubrimiento”, con mayúsculas, cuando nos referimos al de 1492 y releguemos los demás a la categoría de “curiosidades”? Pues, sencillamente, que éste fue el único que tuvo verdaderas consecuencias históricas. Colón, cuando volvió, hizo exactamente lo mismo que Leif Eriksson y que el general chino que comandaba la flota descubridora: contar lo que había visto y decir donde estaba. La diferencia la marcaron los que escucharon esa noticia. Los españoles fueron los únicos que se pusieron inmediatamente en marcha. Las dos naves supervivientes del primer viaje colombino regresaron en marzo de 1493, en abril sería recibido Colón en audiencia por los reyes en la ciudad de Barcelona y el 25 de septiembre partía de nuevo, con 17 naves y el mandato de “explorar, colonizar y predicar la fe católica por los territorios que habían sido descubiertos en el primer viaje”[2]. La diferencia no la marcó Colón, la marcó España.

Es bastante probable que el rey portugués enviara inmediatamente después del regreso de Colón alguna expedición hacia el oeste para hacer sus propias comprobaciones. Este hecho parece deducirse de su propia estrategia negociadora previa a la firma del Tratado de Tordesillas:

“Se especula sobre si Brasil ya era conocido por los portugueses por lo menos desde 1494 (en otro viaje de Duarte Pacheco Pereira), porque en el Tratado de Tordesillas el rey portugués João II insistió en que la línea originalmente a 100 leguas de Cabo Verde se trasladase a 370 leguas. La única explicación llegó en 1500 cuando Cabral reivindicó Brasil para Portugal, dentro de esa línea divisoria de 370 leguas. Si la línea hubiese sido de 100 leguas Brasil hubiera sido español. Esto se esgrime como una prueba más de que Portugal habría conocido América del Sur, al menos, 6 años antes de que Cabral hubiera arribado allí.”[3]

En cualquier caso ese viaje, que hubiera significado seguramente el descubrimiento de las costas del actual Brasil, fue mantenido en secreto para no entorpecer el proceso negociador con los españoles. Un tipo de jugada típica de la “política de sigilo” portuguesa. Portugal se aseguró en las mesas de negociación la soberanía sobre el actual Brasil para mantener alejados a los españoles de la “Volta do mar”, es decir, la maniobra que tenían que hacer las naves portuguesas en tránsito hacia el sur de África o hacia la India, que les obligaba a pasar muy cerca de las costas de Suramérica como consecuencia del “8” atlántico del que les hablé la semana pasada. En caso de conflicto los españoles habrían tenido muy fácil estrangular el comercio ultramarino portugués desde unas hipotéticas bases militares brasileñas. Por tanto su interés por el Brasil no buscaba, en esa época, crear un imperio portugués en América sino impedir a los españoles usar esos territorios contra ellos.

Cuando se difundió por Francia la noticia del descubrimiento colombino algunos particulares organizarían expediciones hacia zonas de América donde los españoles no estuvieran ya presentes. Algunos enclaves de refugiados hugonotes franceses obligarían a los portugueses a tomarse más en serio el asunto brasileño y trazar un plan que los alejara de sus costas. También hubo un intento de fundar una colonia en Florida (Fort Caroline, 1564), que sería inmediatamente localizada y destruida por los españoles. El primer asentamiento oficial y estable de los franceses en América será la ciudad de Quebec (1608). A partir de esa fecha comenzará su despliegue americano.

La primera colonia americana de los británicos (Jamestown, en Virginia) es de 1607. Los holandeses, por su parte aparecerán en 1625 (Nueva Ámsterdam, actual Nueva York). Es decir, que los ingleses tardarán 114 años en reaccionar, los franceses 115 y los holandeses 132. Como podrán ver durante más de cien años América fue, prácticamente, monopolio de los españoles, por la ausencia de competidores que merecieran tal nombre. Mientras tanto las noticias procedentes del Nuevo Mundo no paraban de llegar a las cortes europeas. Está claro que por falta de estímulos no era.

Cuando los primeros descubridores-colonizadores ultra pirenaicos aparecen por el Nuevo Mundo el Imperio ultramarino español era una realidad tan consolidada y tan poderosa que sólo cabía arañar un poco en su capa más externa. Quien quisiera competir con España con alguna posibilidad de éxito tenía que adoptar buena parte de su modelo. España marcó el camino y, también, las reglas del juego. Es altamente probable que, sin el poderoso impulso que los españoles imprimieron a la expansión ultramarina en el continente americano durante el siglo XVI, el modelo de expansión marítima de los europeos hubiera sido radicalmente diferente y, desde luego, mucho más lento, más pausado. Pero de eso nos ocuparemos otro día.


martes, 24 de abril de 2012

La historia de Colón



“Y Colón descubrió América”. Llevamos quinientos años escuchando esta historia y atribuyéndole a Cristóbal Colón el mérito de haber cambiado la Historia de la Humanidad. Todos hemos visto, oído y/o leído narraciones sobre la gran cabezonería de Colón, su firme convencimiento acerca de la existencia de tierras al otro lado del mar, la obcecación de sus interlocutores y su empeño en mantener posturas medievales obsoletas.

¿Cuántas veces hemos oído el cuento de Colón discutiendo con los sabios de Salamanca acerca de si La Tierra era plana o redonda? El problema que tiene esta versión es que es sencillamente falsa. Ese debate nunca se dio. La mayoría de la gente de cierto nivel cultural conocía la redondez de nuestro planeta ya desde la antigüedad y, aunque en la Edad Media proliferaron leyendas de todo tipo que intentaban infundir temor entre los hombres acerca de los peligros que acechaban a los navegantes en el Atlántico, esas leyendas eran interesadas, propagadas por gente que quería eliminar competidores de rutas que guardaban en secreto, para garantizarse el monopolio de las mismas. En cualquier caso sólo servían para engañar a los más crédulos y a los más ignorantes. Los inteligentes sabían leer entre líneas cuando las escuchaban y adivinar el verdadero objeto de las mismas.

En realidad el gran debate entre Colón y los sabios de Salamanca fue acerca del diámetro de La Tierra. Y los sabios tenían razón. Cada parte usó como argumento una edición diferente del mismo libro que, en su versión original, asignaba a nuestro planeta unas dimensiones bastante cercanas al tamaño que en realidad tiene. Pero la versión que Colón manejaba estaba mal traducida y reducía bastante su diámetro, colocando así al continente asiático a una distancia de Europa, por el oeste, parecida a la que se encuentra América en realidad.

Es bastante probable que, en su fuero interno, Colón ya supiera que sus interlocutores tenían razón (en que la versión que él manejaba estaba mal traducida). Lo que su comportamiento demostró en todo momento era que -para él- los argumentos eran algo secundario. En realidad “sabía” que había tierras al oeste, a una distancia aproximada a la que realmente se encuentra el Nuevo Mundo.

Pero si Colón ya “sabía” que había tierras al oeste es que alguien (tal vez él mismo) ya había estado allí. Lo que nos mete de lleno en la teoría del “predescubrimiento”, con su multitud de variantes.

“Desde los antiguos griegos (Eratóstenes) se conocía la medida de la circunferencia de la Tierra. Al parecer, la hipótesis de Colón sobre la posibilidad del viaje se basaba en cálculos erróneos sobre el tamaño de la esfera, ya que suponía que era más pequeña de lo que realmente es.

Otras teorías sostienen que Colón había oído datos, por habladurías de marinos, sobre la existencia de tierras mucho más cercanas a Europa de lo que se suponía científicamente que estaba Asia, y que emprendió la tarea de alcanzarla para comerciar sin depender de Génova ni de Portugal. Una de ellas, conocida como la teoría del prenauta, sugiere que durante el tiempo que Colón pasó en las islas portuguesas del Atlántico, se hizo cargo de un marino portugués o castellano moribundo cuya carabela había sido arrastrada desde el golfo de Guinea hasta el Caribe por las corrientes. Para algunos investigadores podría tratarse de Alonso Sánchez de Huelva aunque según otras fuentes podría ser portugués o vizcaíno. Esta teoría sugiere que el prenauta le confió a Colón el secreto. Según algunos estudiosos, la prueba más contundente a favor de esta teoría son las Capitulaciones de Santa Fe, ya que hablan de las tierras "descubiertas" al tiempo que otorgan a Colón una serie de privilegios no otorgados hasta entonces a nadie.”[1]

Imagínese que un día, un astrónomo, en un rutinario recorrido telescópico por los cielos de nuestro planeta, detecta un objeto dirigiéndose hacia nosotros. Una vez medida la distancia, la velocidad y la trayectoria que sigue el mismo llega a la conclusión de que pasará junto a nuestro mundo un día determinado, a una hora concreta y podrá decir, incluso, en que zonas de La Tierra será visible. Toda esa información la obtendrá nuestro científico haciendo un mero cálculo matemático de la trayectoria que sigue el objeto. No necesita más pruebas. Aunque esa cosa no haya pasado jamás cerca de La Tierra ni vuelva a hacerlo en el futuro. Aunque no haya ningún registro suyo en los anales históricos. Con el cálculo de su trayectoria ya tiene suficiente. A veces no es necesario que haya precedentes para saber que algo va a pasar. Basta considerar la lógica interna de los propios acontecimientos para percatarse del asunto.

Para dibujar una recta sólo necesitamos dos puntos. Para una figura más compleja algunos más. El astrónomo citado manejará, en sus cálculos, no sólo la inercia del objeto que se dirige hacia aquí sino, también, todas las fuerzas gravitatorias con las que se encontrará por el camino. En cualquier caso una cantidad finita de elementos, que ya estaban localizados antes de que éste surgiera en los confines de nuestro Sistema.

Los historiadores siempre han dado un valor extraordinario a los documentos del pasado que han llegado hasta nosotros. Es cierto que, con frecuencia, es lo único seguro que tenemos, pero todo suceso histórico se haya inscrito en un proceso, que tiene su propia lógica interna, su propia trayectoria. Como el objeto espacial del que les hablé más arriba. Hay unos modelos de desarrollo, unos patrones de despliegue cultural que pueden suplir, en un momento dado, la gran cantidad de lagunas con las que el historiador se enfrenta por falta de pruebas concretas.

Hacer descansar buena parte de nuestros conocimientos históricos sobre la base de los documentos que han llegado hasta nosotros tiene el inconveniente de que nos estamos haciendo eco de la propaganda de los poderosos del pasado, que se han encargado de filtrar esos documentos para que su versión se impusiera sobre las tradiciones alternativas. Y como los imperios y las ideologías se han ido turnando entre sí a través de los tiempos, imagínense qué porcentaje del reflejo documental que originalmente existió (que sólo recogía una parte de la realidad de su tiempo) ha llegado hasta nosotros. ¿Cuántos libros, de los que circulaban en tiempos de Roma, pudieron pasar los filtros de los invasores germanos, más los musulmanes, más los medievales cristianos, más los del Antiguo Régimen europeo, más los de la Ilustración, más los contemporáneos? En cada una de estas fases se perdió un tipo de libros determinado. ¿Qué es lo que ha podido sobrevivir a todos estos filtros? Obviamente lo más inofensivo, trivial e insípido, lo menos polémico, lo más conformista. Y la visión que lo que sobrevivió nos aporta del pasado se simplifica notablemente, se homogeniza, desaparecen buena parte de las minorías que existieron realmente y que tuvieron cierta incidencia histórica. Desaparecen grandes escuelas de pensamiento, como por ejemplo la potente tradición arriana española de la que les vengo hablando desde hace meses y que el discurso oficial lleva un milenio sepultando.

Ya les hablé la semana pasada de la famosa “Donación de Constantino”, un documento atribuido a este emperador romano, que en realidad era una falsificación del siglo VIII fabricada por los papas de esa época para hacer valer su primacía, incluso política, sobre los poderes terrenales. Que el documento era falso era una sospecha muy extendida desde el principio (los hombres medievales no eran tan tontos como muchas veces suponemos) hasta que finalmente pudo demostrarse a través de un minucioso análisis filológico.

En realidad muy pocas de las obras escritas por los antiguos ha llegado directamente hasta nosotros. La inmensa mayoría lo ha hecho a través de copias de copias. La labor de los copistas medievales ha sido imprescindible para garantizar la supervivencia de las mismas. Pero claro, esos copistas eran monjes, es decir, los individuos más ideologizados de su tiempo. Ellos tuvieron que tomar decenas de miles de decisiones acerca de qué libro merecía ser copiado y difundido y cual no. Y en la siguiente generación volvía a plantearse de nuevo el asunto. Así un siglo detrás de otro. Es poco probable que una obra que no cumpliera los estrictos criterios de moralidad que los monjes tenían pasara el filtro de ese milenio medieval y llegara hasta nosotros.

¿Qué podemos hacer para impedir que esa visión tan parcial de nuestro pasado sea la que se imponga? Pues lo primero es, obviamente, tomar conciencia del sesgo oligárquico inducido que arrastra la historiografía oficial por las razones que acabo de exponer, e intentar compensarlo a través de un análisis crítico de los elementos a nuestro alcance. Ya habrá observado que los artículos que vengo publicando en este blog los vengo denominando globalmente como “Dinámica Histórica”, porque pretendo poner el énfasis en las trayectorias, en los procesos, las inercias, las dinámicas en definitiva.

Con el mayor respeto hacia la Historia concebida al modo más tradicional, que sigue siendo absolutamente necesaria, sólo pretendo reforzar la perspectiva general de nuestro pasado incorporando un nuevo ángulo de visión.

Pero volviendo a la historia del descubrimiento de América, dijimos que Colón ha sido presentado desde hace quinientos años como un individuo que cambió la Historia de la Humanidad, aunque después insinué que, tal vez, se podía haber hecho eco de alguna tradición anterior. En el texto que reproduje, su autor refleja la tesis del prenauta (tesis que comparto en buena medida), pero hay autores mucho más “esotéricos” que van más allá y encuentran conexiones templarias u otras semejantes.

La verdad es que la personalidad del “descubridor” y el halo de secreto que le acompaña se prestan a todo tipo de especulaciones y fantasías que han dado pie a la creación de multitud de auténticos best sellers que son devorados por un público ávido de historias sorprendentes.

Pero el descubrimiento de América debe ser enmarcado dentro del proceso histórico del que forma parte, que no es otro que la Era de los Descubrimientos Geográficos que protagonizaron los pueblos ibéricos durante los siglos XV y XVI y que otros continuarían durante las centurias siguientes.

Una vez concluida la “Reconquista” en la Península, sus habitantes, que llevaban ya muchos siglos embarcados en una dinámica expansiva desde el punto de vista demográfico y ofensiva desde el militar, necesitaban nuevas áreas geográficas sobre las que proyectarse. Su mirada apuntaba hacia el sur, es decir, hacia el Magreb, y la imagen que se habían construido de sí mismos como vanguardia de la cristiandad les hacía priorizar, en cualquier caso, la conquista de los territorios habitados por infieles, antes que las áreas situadas en Europa.

Agotados pues los espacios peninsulares, que se habían ido conquistando con fuerzas fundamentalmente terrestres, los extra peninsulares requerían la construcción previa de una marina adecuada. Y a eso se dedicaron los primeros trastámaras castellanos durante el tramo final del siglo XIV. Los aliados franceses de Enrique II estaban muy interesados en la ayuda que este les podía prestar a ellos en la Guerra de los Cien Años en los frentes atlánticos contra Inglaterra. Y desde luego no salieron decepcionados:

“Castilla intervino en la guerra de los Cien Años, ante todo, en el terreo naval. Hay que señalar, a este respecto, que el fin principal que habían buscado los franceses al firmar con Enrique de Trastámara el tratado de Toledo era asegurarse el dominio del mar. El ataque al puerto de La Rochela, que en aquellas fechas se hallaba bajo el dominio de los ingleses, concluyó, el 23 de junio del año 1372, con un sonoro éxito naval franco-castellano. El gran protagonista de aquel combate, por lo que a la marina castellana se refiere, fue el almirante Ambrosio Bocanegra, pero también destacaron otros hombres de la mar, como Pedro Fernández Cabeza de Vaca, Fernando de Peón y Ruy Díaz de Rojas. El conde de Pembroke, dirigente de la flota inglesa fue hecho prisionero y enviado a Castilla, en donde pasó algún tiempo en el castillo de Curiel. Pedro López de Ayala relata, en su Crónica de Enrique II, como «llegado el dicho conde de Pelabroch a la villa de La Rochela ( ... ) las doce galeras de Castilla pelearon con él e le desbarataron e prendierónle a él e a todos los caballeros e omes de armas que con él venían, e tomaron todos los navíos e tesoros que traían». Por su parte el cronista francés Jean Froissart pone de relieve la importancia de la colaboración castellana al afirmar que «no pudo escapar nadie, de modo que los ingleses y pictavinos con todas sus gentes fueron capturados o muertos por los españoles». La principal consecuencia de la victoria obtenida en La Rochela, desde la perspectiva de la corona de Castilla, fue la conversión del canal de la Mancha en un espacio marítimo de proyección libre para los marinos cántabros y vascos. El triunfo de La Rochela había sido tan importante que, como ha señalado Luis Suárez, «venía a establecer la superioridad naval de los castellanos, superioridad que no se vería comprometida seriamente hasta los tiempos de La Invencible».
[…]
Pero a finales de junio de 1377 los navegantes de Castilla, a cuyo frente se encontraba Fernán Sánchez de Tovar, colaboraron, una vez más, con el almirante francés Jean de Vienne en un nuevo ataque lanzado en esta ocasión contra la costa sur de Inglaterra. Durante cerca de un mes la flota franco-castellana llevó a cabo las más despiadadas operaciones que imaginarse puedan. Las ciudades de Rye, Portsmouth, Darmouth y Folkstone fueron testigos, entre otras muchas, de la furia desatada de los marinos franco-castellanos […] había quedado plenamente demostrada la espectacular fuerza naval que tenia, en aquellas fechas, la corona de Castilla. Pero, al mismo tiempo, e1 reino de Enrique II aparecía en el horizonte de la Cristiandad europea como una potencia de primera magnitud, con la que había que contar.”[2]

Castilla, por tanto, era ya una potencia naval a la altura de 1377 y no digamos la corona de Aragón:

“La corona de Aragón se había proyectado, desde tiempo atrás, tanto en términos militares como económicos, sobre el ámbito del Mediterráneo. Fernando I, consciente de la importancia de este ámbito de actuación, no dudó desde el primer momento en prestarle una atención especial. […] puso los cimientos de la espectacular ofensiva que, años más tarde, iba a protagonizar su hijo Alfonso V el Magnánimo sobre el reino de Nápoles.” [3]
[…]
“Alfonso V, desde el momento de su acceso al trono, se mostró decidido partidario de alentar las rutas comerciales de los catalanes en el Mediterráneo Oriental. En el transcurso de su reinado, por acudir a un ejemplo significativo, se establecieron consulados catalanes en Modó, localidad de Morea (año 1416), en Candía, que estaba situada en la isla de Creta (1433), y en Ragusa, ciudad de la costa adriática (1443). Paralelamente mantuvo el Magnánimo relaciones diplomáticas nada menos que con el Negus de Abisinia, al tiempo que establecía un protectorado sobre las islas de Rodas y de Chipre, ocupaba diversas plazas fuertes en Albania y negociaba con el sultán de Egipto. Su preocupación por proteger la navegación catalana que se dirigía hacia el Mediterráneo oriental le llevó, en el año 1453, a edificar un castillo en el puerto de Bengazi. La antigua Berenice, localidad de la costa africana, situada en el Golfo de la Gran Sirte. Allí se instaló un gobernador, el cual tenía la misión de proteger los navíos que hacían escala en dicho puerto. […] Alfonso V se mostró un indiscutible adalid en la lucha contra los turcos, lo que se plasmó en el tratado que firmó, en 1443, con el emperador de Constantinopla y con el déspota de Morea en 1451.”[4]

También los portugueses trabajaban en la misma dirección:

“Durante el reinado de don Fernando [I (1367-1383)] se favorecieron también las relaciones comerciales, constando la presencia de comerciantes internacionales en Lisboa durante su reinado. La navegación vive también una época dorada, permitiéndose la tala de bosques reales para la construcción de navíos, y concediendo importantes exenciones fiscales en actividades navieras. Destaca especialmente la creación de la Compañía Naviera, en la que tienen obligación de registrarse todos los navíos y disponía de un fondo común para reparación de buques.”[5]

Pero la rivalidad atlántica entre castellanos y portugueses se desencadena ya en el siglo XV. A partir de 1402 comienza la conquista de las Islas Canarias por la expedición de los franceses Jean de Bethancourt y Gadiffer de Lasalle, en nombre del rey de Castilla. La noticia actuará como un revulsivo en Portugal, cuyos dirigentes empiezan a temerse que Castilla les cierre las rutas marítimas del sur. Entre 1402 y 1405, los castellanos se habían anexionado las islas canarias de Lanzarote, Hierro y Fuerteventura (tres de siete); y tenían planes de anexión sobre las cuatro que quedaban. Había que ponerse en marcha pronto.

Es en ese contexto histórico en el que aparece, en Portugal, la figura de Enrique el Navegante (1394-1460). Él será el estratega que diseñe el plan de la expansión marítima portuguesa a través del Océano Atlántico, el agente globalizador por antonomasia. Los miles de exploradores, de descubridores, de conquistadores que se desparramarán por el mundo a partir del siglo XV desde el continente europeo primero, desde las nuevas europas después y desde las alter-europas más adelante, no han hecho más que continuar el camino que él emprendió. Hoy a ese proceso le llamamos “globalización”.


“En 1414 [Enrique el Navegante] convence a su padre para montar una campaña en conquista de Ceuta. [Esta tuvo lugar] en agosto de 1415, otorgando al reino de Portugal el dominio del comercio que ostentaba.”[6]
[…]
“En 1416 inicia la construcción de la “Ciudad del Infante” lo que hoy se conoce como Sagres, junto al Cabo de San Vicente, en el extremo sudoeste de Portugal. La ciudad creció rápidamente como polo de la más elevada tecnología para la navegación y cartografía de la época, como un arsenal naval, observatorio y escuela para el estudio de geografía y navegación (Escuela de Sagres). El mallorquín Jehuda Cresques (o Jafuda Cresques, en portugués), un famoso cartógrafo, fue invitado a Sagres para realizar un compendio del conocimiento geográfico, encargo que aceptó. Lagos, a poca distancia al Este, se convirtió en un lugar de construcción naval gracias a su puerto. Uno de los primeros resultados de esta empresa fue el descubrimiento de [las islas de] Madeira por João Gonçalves Zarco y Tristāo Vaz Texeira, posteriormente colonizadas.
[…]
En 1426, sus navegantes descubrían las primeras islas Azores, posiblemente por Gonçalo Velho Cabral, siendo también colonizadas por los portugueses.”[7].

Durante las primeras décadas del siglo XV tanto castellanos como portugueses toman posiciones en los archipiélagos de la Macaronesia (Canarias, Madeira, Azores y, más adelante, también Cabo Verde). Ellos no lo sabían, pero acababan de convertirse en los guardianes de la puerta de la “Autopista de los alisios”.

En la era de la navegación a vela, en las inmensidades del océano no se puede navegar por cualquier ruta. A lo largo del siglo XV los marinos ibéricos fueron arrancándole poco a poco sus secretos al mar. Los secretos del mar son los caminos que los vientos han trazado sobre su superficie. El famoso “8” atlántico. El centro de ese “8”, donde las dos líneas se cruzan, es justo el punto donde África y América están más cerca, en la línea del ecuador. De tal manera que la única forma de navegar por el Atlántico, sin perecer en el intento, es dirigirse hacia el sur, desde las latitudes templadas europeas, hasta alcanzar, como mínimo, el Trópico de Cáncer. Por las latitudes tropicales hay que virar hacia el oeste para adentrarse profundamente en el océano. Sólo en esas profundidades atlánticas se pueden encontrar vientos que permitan virar tanto hacia el norte como hacia el sur. En el primer caso hay que esperar a alcanzar las latitudes de la Península Ibérica para poder girar hacia el este y así poder volver a casa. Si se escogió la ruta meridional también hay que llegar a las latitudes templadas, en este caso del sur de África, para poder hacer lo propio y, una vez alcanzadas las costas de Sudáfrica o de Namibia, se puede virar hacia el norte para tornar a las latitudes tropicales. Ese es el secreto del Atlántico. Pero no fue fácil descubrirlo. Por el camino se quedaron muchas tripulaciones. Conseguir que los marinos comprendieran que, si querían volver a casa, tenían que adentrarse profundamente en el mar y perder todas las referencias terrestres no fue nada fácil, como podrá imaginar. Pero una vez interiorizado esto el descubrimiento de América era, tan sólo, cuestión de tiempo.

El descubrimiento de América es la consecuencia lógica del fin de la “Reconquista”. Era lo que tocaba una vez que la criatura ibérica salió del cascarón y empezó a explorar el espacio circundante. Como vivimos en una península y nuestra inercia expansiva empujaba hacia el sur, había que hacerse a la mar para seguir creciendo y, aunque el primer impulso expansivo conducía directamente hacia las desérticas tierras del Magreb que, por otro lado, estaban bien defendidas, los ibéricos, poco a poco, empezaron a tomar por el camino piezas menores pero suculentas: las islas de la Macaronesia y en ese proceso descubrirían pronto la gran cantidad de alternativas que el Atlántico les ponía a su alcance, mostrándole –finalmente- un inmenso continente.

La verdad es que, visto el asunto desde esa perspectiva, la teoría del pre-descubrimiento por parte del mítico Alonso Sánchez de Huelva -o de cualquier otro- se presenta como la explicación más lógica y sencilla del descubrimiento americano. Y la tozudez de Colón adquiere un nuevo cariz mucho más razonable.

Personalmente creo que es poco probable que el prenauta fuera portugués o vizcaíno por el propio comportamiento que siguió Colón: Primero intentó convencer al rey de Portugal, un monarca que controlaba todo lo que se movía dentro de su propio reino, especialmente si tenía algo que ver con el mar, y que castigaba con dureza cualquier revelación de secretos de estado (y los descubrimientos geográficos eran en Portugal secretos de estado). Si Colón lo intentó primero en Lisboa es que la corona portuguesa no había tenido nada que ver, ni por activa ni por pasiva, con ese viaje del prenauta.

Y dentro del reino de Castilla es obvio que los más implicados en los proyectos del Atlántico “Sur” eran los marinos que cotidianamente estaban compitiendo con los portugueses en ese espacio geográfico.

Pero la presencia de Colón en el puerto de Palos y en el Monasterio de la Rábida, antes de dirigirse a la corte castellana, puede ser el dato más revelador, porque habría ido buscando a los viejos amigos y compañeros del mítico Alonso Sánchez de Huelva. Colón, para ellos, era un desconocido, pero ellos no lo eran para Colón, y eso le daba una indudable ventaja a nuestro personaje, que jugaba así con las cartas marcadas, sabiendo a priori qué argumentos podría usar y con quién. ¿Se imagina revelándole su “secreto” a Fray Antonio de Marchena o a Fray Juan Pérez en confesión? El sacerdote quedaba atrapado y obligado a defender su tesis sin poder dar una sola pista acerca de las razones que tenía. Colón jugaba con el factor sorpresa, poniendo en marcha una estrategia que había sido largamente meditada.

¿Y si Colón no hubiera existido? ¿Se habría descubierto América? Pues claro que sí. Por las razones expuestas más arriba como mucho se habría retrasado algunos años, pero no demasiados.

¿Y si la hubieran descubierto los portugueses? Pues es bastante probable que lo hubieran mantenido en secreto, para evitar la competencia castellana, hasta que los castellanos hubieran terminado enterándose, claro.

Desde que Portugal comenzó la exploración sistemática de las costas africanas al sur de Cabo Bojador el secreto fue su norma. Es lo que se conoce como “política de sigilo”. Las razones por las que en Portugal los descubrimientos geográficos eran secreto de estado son obvias: su gran rival, en esta carrera atlántica, era Castilla, cuya población multiplicaba por cinco a la portuguesa. Del secreto seguido por sus navegantes dependía la supervivencia de los propios proyectos expansivos portugueses. Los agentes de este país eran los mejores expertos de su tiempo en el arte de la desinformación (algo de lo que ahora sabemos bastante), unos auténticos fabricantes de mitos y de leyendas que buscaban atemorizar a sus competidores.

Por las mismas razones los marinos de Huelva y de Cádiz (los pinzones, Juan de la Cosa, el mítico Alonso Sánchez, etc.) eran lo más avezados, temerarios y mejor informados de todos los marinos castellanos. Eran marinos de la frontera, se jugaban la vida cada día no sólo por culpa de los peligros de la mar sino, también, por el peligro portugués y berberisco, sus más directos competidores en esa disputada zona del Atlántico. Si había alguien que no se tragaba las leyendas difundidas por el aparato propagandístico portugués eran los marinos andaluces, que les tenían bien tomada la medida a sus competidores más directos.

Hacía ya tiempo que circulaban historias por Andalucía (y también en Portugal) sobre la existencia de tierras al suroeste, porque la Corriente del Golfo tiene esa componente y arrastraba de vez en cuando restos procedentes del continente americano. Eso era algo sabido por los experimentados marinos del suroeste. La pregunta era ¿A qué distancia estaba esa tierra? Cada vez se conocía mejor la dinámica de los vientos del Atlántico y cada vez esos marinos se atrevían a hacer expediciones más lejanas.

A diferencia de Portugal, en Castilla no había un plan estatal de exploración del Atlántico, ocupados como estaban digiriendo la unificación con el reino de Aragón, en mantener la guerra con los nazaríes granadinos y atentos, también, a los conflictos que se estaban produciendo en el Mediterráneo. Los agentes más activos en la exploración del Océano eran los armadores privados del suroeste. Esto hacía que la difusión de las nuevas técnicas y conocimientos se hiciera de manera más espontánea, aunque cada patrón procuraba guardar sus propios secretos o mantenerlos al menos dentro de su círculo de confianza. Por todo ello no es nada casual que Colón aterrizara en Castilla precisamente por el Monasterio de La Rábida, a un tiro de piedra de donde se reunía la flor y nata de lo más avezado de la marina atlántica del suroeste, entre unos monjes que gozaban de la confianza de los armadores de Palos y que tenían, además, conexiones con la reina.

Portugal era un país cada vez más marinero y comerciante. Un país adecuado para fundar colonias costeras y poner en comunicación regiones lejanas. Castilla era una gran potencia terrestre, con una buena marina y una trayectoria conquistadora y colonizadora. La presencia de los portugueses solos en América hubiera significado la fundación de algunas ciudades costeras, cuya existencia hubieran intentado ocultar durante todo el tiempo que hubiera sido posible. La presencia castellana, en cambio significaba la apertura de nuevos frentes de lucha al otro lado del mar, la construcción de un imperio terrestre ultramarino. Eran el sigilo frente a la multitud, los comerciantes frente a los guerreros, el secreto frente a la luz y los taquígrafos.

América era demasiado grande para impedir la presencia en ella de Castilla a través de la “política de sigilo” o a través de bulas papales. Era imposible mantenerla apartada del Nuevo Mundo cuando, además, controlaba una de las puertas de la “Autopista de los Alisios” (las Islas Canarias). El guión del descubrimiento y de la conquista americana, por tanto, ya había sido escrito mucho antes de que Colón naciera.

España entró en tromba en el continente americano, de una manera que ningún otro país estaba en posición de emular y entonces todo cambió. Nadie podía emular a los españoles porque nadie tenía su historia, su poderosa fuerza expansiva, la capacidad de sufrimiento de sus guerreros. Nadie había movilizado a su población como lo había hecho este país durante los largos siglos medievales, nadie llevaba grabado a fuego en su subconsciente el brutal impacto de los 250 años de combate contra las formidables acometidas de los invasores norteafricanos.

El epílogo por tanto de esta historia podría ser: “los españoles atravesaron el océano y ya nunca nada volvería a ser igual”.



[2] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Los Trastámaras. Ediciones Temas de Hoy. Madrid. 2001. pp. 46-49.
[3] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Ibid Pp. 116-119.
[4] Ibid. Pp. 176-177.
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Fernando_I_de_Portugal
[6] http://es.wikipedia.org/wiki/Enrique_el_Navegante
[7] http://es.wikipedia.org/wiki/Enrique_el_Navegante

lunes, 16 de abril de 2012

La “función borgoñona”

Hoy empezaremos echando un nuevo vistazo a un viejo mapa que les mostré hace ya algunos meses en el artículo “Las fronteras intangibles”[1]. Se trata del que nos muestra al Imperio Romano en su momento álgido, sobre el 200 de nuestra era.

En su día les dije que observaran las fronteras más occidentales de los germanos con el Imperio y otra vez vuelvo sobre lo mismo. Observen la línea que separaba a éste de los bárbaros, a la altura de la Francia actual:




El “Limes” romano continental europeo discurría (salvo en su tramo final, a la altura de la actual Rumanía, la “Dacia” romana) siguiendo los cursos de los ríos Rhin y Danubio. En la orilla occidental del primero y en la meridional del segundo se atrincheraron los romanos para contener, durante 400 años, las embestidas procedentes del universo germánico. Aunque el paisaje natural, en las dos orillas del Rhin, es prácticamente el mismo sabemos que, antes de que los romanos llegaran allí, este río ya actuaba como la línea divisoria entre dos de los grandes pueblos de la protohistoria europea: los celtas –al oeste- y los germanos –al este-.

El Rhin, por tanto, viene actuando desde hace 2.300 años como la frontera entre dos pueblos, dos culturas, dos universos mentales, dos ecosistemas sociales en definitiva: al oeste los galos, posteriormente romanizados, sometidos por los francos a partir del siglo V, a los que hoy llamamos franceses. Al este los germanos, nunca romanizados, que construyeron en la Edad Media aquella laxa confederación de señores feudales que recibió el rimbombante nombre de “Sacro Imperio Romano-Germánico” y que hoy se llama Alemania.

Si viene siguiendo la serie de artículos sobre Dinámica Histórica que vengo publicando desde el mes de enero recordará lo que dije de los juegos de oposiciones en el artículo que cité más arriba y, también, lo que hablé sobre los bordes fronterizos entre dos ecosistemas[2].

Pues bien, el Rhin lleva 2.300 años convertido en la línea fronteriza entre dos ecosistemas, y como tal desempeñando la función que de ella se espera. Los romanos se atrincheraron allí y organizaron el territorio -en consecuencia con esa función- como un espacio fronterizo sometido a la continua presión militar germánica y que debía dar apoyo logístico a los puestos militares que se habían diseminado por todo el territorio. En esa zona hubo generosos repartos de tierras a los soldados veteranos una vez licenciados, para crear una trama social de pequeños campesinos capaces también de organizar la defensa del territorio en el supuesto de que saltaran los cerrojos militares que cubrían la primera línea.

Fueron pasando los siglos y los romanos cada vez tenían más problemas para movilizar soldados con los que cubrir las vacantes que se iban produciendo en el Limes. Poco a poco empiezan a reclutar hombres al otro lado del Rhin, fuera de los límites imperiales. Las legiones del Limes se fueron paulatinamente germanizando, de tal manera que llegó un momento en el que los que supuestamente tenían que proteger a Roma de los ataques de los bárbaros eran tan germanos como los propios atacantes. Por eso un día (el 25 de diciembre del 406) una parte de las tropas romanas que debían proteger ese “Limes” simplemente cambiaron de bando, uniéndose a los invasores durante uno de los días de fiesta más importante del calendario romano, y comenzaron así las que conocemos como “invasiones bárbaras”.

Pero durante los 200 años anteriores a esa fecha, el número de veteranos licenciados de origen germano que recibían tierra en la zona del Limes fue en aumento continuo, desplazando de manera paulatina a los primitivos habitantes de la misma, que eran de etnia celta.

Por tanto, durante el Bajo Imperio Romano, en la franja de tierras que había al oeste del Rhin, fue surgiendo una sociedad militarizada y muy romanizada, donde los celtas se fueron mezclando con los germanos, vinculada con el poder imperial mucho más directamente que el resto de habitantes que componían la Galia. Así cristalizó esa sociedad y así se proyectó hacia el futuro.

Tras las invasiones bárbaras sus habitantes pasarán a formar parte del reino Franco, como el resto de la Galia romana. Y esa franja de tierra será el eje central del Imperio de Carlomagno (siglos VIII y IX), la primera formación política que fue capaz de integrar (durante tres generaciones) a los antiguos celtas y a los germanos. El Imperio Carolingio fue una experiencia efímera. Todos los intentos de integrar a franceses y alemanes dentro de la misma estructura política han corrido siempre la misma suerte.

El acta de defunción del Imperio Carolingio fue el Tratado de Verdún (843):

“Se conoce como tratado de Verdún al acuerdo celebrado entre Lotario I del Sacro Imperio Romano Germánico, Luis el Germánico y Carlos el Calvo, hijos de Ludovico Pío y nietos de Carlomagno. Por este tratado, los tres hermanos pusieron fin a años de hostilidades en que se enzarzaron debido a su ambición de controlar la totalidad del Imperio carolingio, lo que fue permitido por la debilidad de su padre.

Por el tratado de Verdún (843), los tres nietos de Carlomagno desintegraron el Imperio. Carlos se llevó las regiones occidentales. Luis tomó para sí las orientales. Lotario, por su parte, por su ambición, obtuvo las capitales imperiales: Roma y Aquisgrán, enclavadas en una estrecha franja de terreno [la franja de las que les vengo hablando] entre los dominios de sus dos hermanos, que iba desde Italia hasta el Mar del Norte.

El tratado tuvo consecuencias políticas incalculables. Aparte de sepultar para siempre el sueño de una resurrección del Imperio romano en Europa Occidental (que sería infructuosamente buscado por el Sacro Imperio Romano Germánico), creó la semilla de lo que después serían las naciones de Francia al oeste (el territorio de Carlos, que por primera vez recibe esa denominación en vez del tradicional nombre de Galia) y Alemania al este (los dominios de Luis). El territorio de Lotario será conocido en la Edad Media como la Lotaringia, denominación geográfica que abarca Flandes (las actuales Bélgica y Holanda), las regiones francesas de Alsacia y Lorena, y la Italia septentrional. Esta colección de tierras era demasiado inestable para seguir unida en un mismo cetro, y se desintegró bastante rápido, en un nuevo tratado celebrado el año 870, el tratado de Mersen, dejando de desempeñar un papel unitario en la historia universal.”[3]

Conforme fue avanzando la Edad Media -en la zona más meridional del viejo limes romano- la Lotaringia se fue transformando en el Ducado de Borgoña, un estado-barrera entre Alemania y Francia que supo aprovecharse de la rivalidad entre ambos países y de las debilidades estructurales del modelo de relaciones sociales del universo feudal para abrirse paso como un “ecosistema de frontera”. Pronto recuperan la vieja relación privilegiada que las fuerzas vivas del “Limes” tenían en la antigüedad con las autoridades imperiales romanas, cuyos herederos funcionales -en la Plena Edad Media- eran los papas romanos. De esa relación privilegiada obtenían las dos partes una gran rentabilidad. Los borgoñones recibían una legitimación moral del papado que en esa época valía su peso en oro. La amenaza implícita de excomunión contra un rey era entonces más valiosa que un ejército de 10.000 hombres. Así los borgoñones suplían su debilidad militar relativa con prestigio, influencia moral y poder diplomático.

La Santa Sede, por su parte, al partir en dos la cristiandad medieval con un estado-barrera debilitaba a los poderes temporales, reforzando la autoridad “espiritual” del Papa. En la mente tenían la creación de un estado teocrático supra-europeo[4] en el que los señores feudales respondieran ante el Papa también en términos políticos.

Tal y como expresamos en nuestro artículo “España: ¿Puente o frontera?”[5], los “ecosistemas de frontera” actúan como verdadero motor de cambio, exportando continuamente nuevas “especies” hacia los ecosistemas vecinos y el Ducado de Borgoña no es ninguna excepción a esa regla general. La mayor revolución espiritual de la Edad Media continental europea, la orden cluniacense, fue creciendo bajo la protección de los duques de Borgoña, formándose una gran alianza, en el corazón de Europa, entre el papado, los borgoñones y los cluniacenses que lideró, durante los tiempos medievales, una profunda renovación de las costumbres que tendrán a los monjes benedictinos como sus agentes principales y que buscaban construir el gran estado teocrático europeo, sometido a la autoridad del Papa, en el que lo “temporal” se confunde, de manera interesada[6] con lo “espiritual”, marcando el comienzo de la dura pugna por la hegemonía entre los poderes políticos (siempre divididos, gracias a la magistral utilización de la famosa “diplomacia vaticana”, combinada con las amenazas del “infierno” contra los que desobedecían la voluntad manifiesta de los papas) y los religiosos que, en el caso católico, siempre tuvieron unidad de mando y, por tanto, coordinación continental.

Ya hemos ido viendo el papel que, en la historia medieval española, desempeñó esta triple alianza. Pero es obvio que, para ellos, la Península Ibérica sólo era un escenario parcial dentro de una guerra global. La división política de los monarcas europeos era su objetivo principal, especialmente el aislamiento mutuo de los escenarios franceses –por un lado- y alemanes –por el otro-. Pero otro de sus grandes objetivos era convertir al papado en el gran transformador de las costumbres para poder conducir al “rebaño” cristiano en la dirección que la Iglesia marcaba. Las diversas órdenes monásticas se encargarán de esa tarea. Durante esos siglos habrá varias propuestas, que se irán complementando entre sí, cada una de las cuales cubrirá un flanco diferente dentro del "ecosistema" feudal. Pero es evidente que el papel desempeñado por los cluniacenses, durante los siglos XI y XII y los cistercienses, inmediatamente después, fue el más destacado dentro de la gran pluralidad de propuestas monásticas medievales.

También recordarán que, tanto en “La Génesis de nuestra identidad”[7] como en “El boomerang español”[8], hablé de la influencia de la experiencia borgoñona en los campos de batalla españoles frente a los almorávides y la creciente implicación del papado en la “Reconquista” española como uno de los elementos desencadenantes de las cruzadas. En su día comentamos que quien quisiera liderar un mundo de guerreros tenía que ser uno de ellos y que la experiencia española fue un elemento determinante en el proceso de reflexión que condujeron a ese ambicioso proyecto. En Tierra Santa la Iglesia católica creó y desarrolló otra potente herramienta de intervención en el universo feudal: las órdenes de caballería, esos hombres mitad monjes mitad soldados que hicieron llegar las directrices papales de manera directa hasta los campos de batalla, en un proceso de desarrollo de la lógica teocrática que planteé más arriba.

El destacado papel desempeñado durante los siglos XI y XII en la Península Ibérica, tanto por los cluniacenses como por los borgoñones, es consecuencia del desarrollo de la lógica fronteriza consustancial con el proyecto borgoñón y que encontró en España otro “limes” donde mutar para seguir creciendo. Entonces se tejió una alianza entre las clases dominantes de los dos países que “resucitó” quinientos años después, cuando se produjo la coronación de Carlos I.

El fracaso final de las cruzadas, la agudización de los conflictos entre Papado e Imperio, entre poderes temporales y espirituales, la Guerra de los Cien Años (1337-1453) y el Cisma de Occidente (1378–1417), fueron debilitando la hegemonía del Papa en el continente durante la Baja Edad Media. Durante esos siglos finales del Medievo Inglaterra se va acercando, de manera paulatina, a la vieja alianza romano-borgoñona. Durante la Guerra de los Cien Años los reyes borgoñones actúan con frecuencia en coalición con las fuerzas inglesas en los campos de batalla franceses. Poco a poco van ganando peso, dentro de los dominios borgoñones sus regiones más septentrionales: el área flamenca, como consecuencia de esa nueva y cada vez más estrecha relación entre borgoñones e ingleses.

La emergente Inglaterra de los siglos XV y XVI termina completando, por el norte, al eje romano-borgoñón, heredando palatinamente algunas de las funciones –las diplomáticas por supuesto- que fueron monopolio papal durante la Edad Media. De una manera creciente la actuación diplomática de los británicos en los escenarios continentales prolonga en el tiempo las estrategias diseñadas en Roma muchos siglos antes. Y entre esas políticas heredadas figura, en primerísimo lugar, el sostenimiento de los estados-barrera de la franja del Rhin.

El heterogéneo conglomerado de señoríos del oriente francés cada vez es menos borgoñón y más flamenco y es en ese contexto histórico en el que se produce el matrimonio entre la castellana Juana la Loca con el flamenco-borgoñón Felipe el Hermoso. Como consecuencia, en 1517, es coronado su hijo –Carlos I- como rey de España. Esta nueva asociación política viene a reforzar con savia nueva a los ya viejas y desgastadas organizaciones políticas del viejo limes romano, metiendo a España, de cabeza, en el corazón de los conflictos estructurales del continente europeo. La presencia española en esa zona tiene como objetivo frenar, en lo posible, el avance de la Historia. Las mentes que dirigían el viejo orden feudal habían trazado un plan para enfrentar entre sí a las nuevas y emergentes naciones-estado que estaban surgiendo en Europa en los albores de la modernidad. Y la nueva España que acababa de eclosionar se convirtió en la guardiana del viejo orden feudal europeo a la que se asignó como tarea principal rodear y contener a Francia. En un próximo artículo describiré como se concretó esa tarea. Hoy seguiremos hablando de los flamenco-borgoñones.

Mientras Carlos I estaba siendo coronado como rey de España, Martín Lutero estaba clavando en la puerta de la iglesia de Wittenberg sus 95 tesis que marcan el arranque de la Reforma Protestante. Durante el resto del siglo XVI y buena parte del XVII las guerras de religión asolarán Europa. Ya mostré en “Las fronteras intangibles”[9] como, cuando los cañones dejaron de tronar (en 1659), las fronteras religiosas entre católicos y protestantes reproducían, con bastante exactitud, la línea fronteriza del viejo Limes romano. Y como el reino flamenco-borgoñón llevaba siglos situado precisamente sobre ella vio reforzada, una vez más (es su destino), su función fronteriza. La mayor parte de estos territorios quedaron, como corresponde a su viejo rol de defensores del orden romano, del lado católico. Pero hubo un par de enclaves que optaron por la nueva fe reformada (Holanda, al norte, y algunos cantones suizos, al sur). Como corresponde a su carácter fronterizo no podían ser reformistas corrientes, tenían que llevar su compromiso con la nueva causa a un nivel mucho más militante que el resto de sus correligionarios, desarrollando una versión del protestantismo mucho más radical (el calvinismo). Si iban a quedar en la línea del frente necesitaban un mayor compromiso con la causa para resistir.

Una vez que Holanda quedó segregada del resto de los dominios flamencos y –además- en el bando protestante, pasó a depender, todavía más de su alianza con Inglaterra para afirmar su identidad frente a sus adversarios. Algún tiempo después, la llegada al poder español de la dinastía francesa de los borbones (1701) cambió por completo las reglas de juego del equilibrio europeo, puesto que el país que debía aislar a Francia del resto de Europa había basculado ahora hacia el lado francés. La Guerra de Sucesión española (1701-1713) consiguió paliar el efecto de la nueva alianza franco-española entregando a Austria lo que quedaba hasta entonces -en manos españolas- del viejo reino flamenco-borgoñón, convertido ahora en guardaespaldas de Alemania y de Holanda. Los restos más meridionales de ese conglomerado político irán cayendo de manera paulatina en manos francesas. Y el viejo Flandes español se convertirá –ya en el siglo XIX- en la nueva Bélgica, que todavía hoy separa a Francia de Holanda.

La aparición de la nueva Alemania unificada, en 1871, tras la Guerra Franco-Prusiana nos mete de lleno en los conflictos militares del siglo XX, en los que los estados-barrera han desparecido prácticamente de la escena porque, como en los tiempos de Roma, los ejércitos del este y los del oeste se atrincheraron en las dos orillas del Rhin. Dos guerras mundiales después, las dos partes enfrentadas decidieron jugar a llevarse bien y de nuevo los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo) empezaron a hacer de fiel de la balanza, participando en el proyecto europeo (como en los tiempos de Carlomagno) pero, sin perder de vista su alianza con Inglaterra (mucho más evidente en el caso holandés). No es sorprendente que en muchas votaciones de las que se producen en el seno de la Unión Europea los holandeses se alineen con ingleses y escandinavos (es algo instintivo) y jueguen a neutralizar la alianza franco-alemana, a veces con el apoyo de belgas y luxemburgueses.

Observen el mapa de Europa: Si Inglaterra fuera un martillo Holanda es la cuña sobre la que golpea. Una cuña situada en la desembocadura del Rhin, ese viejo río que es una vieja herida abierta en el corazón de Europa. Esa es su función: La función borgoñona.


[1] http://polobrazo.blogspot.com/2012/01/las-fronteras-intangibles.html
[3] http://es.wikipedia.org/wiki/Tratado_de_Verd%C3%BAn
[4] Que llegó a tener una presencia real, aunque no fuera oficializada nunca. De hecho la expresión “poderes universales”, utilizada por los historiadores para referirse al Papado y al Imperio, es un reconocimiento implícito de la existencia de ese súper estado teocrático
[6] La famosa y falsa “Donación de Constantino” es el documento que marca el comienzo de la usurpación del poder “temporal” –es decir, político- por los papas.