martes, 29 de mayo de 2012

La Torre de marfil europea


La semana pasada les hablé del Cordón Sanitario europeo y lo describí como la barrera protectora de la europeidad, que la aisló desde finales de la Edad Media del resto del mundo. Desde su constitución, los países situados detrás quedaron envueltos y protegidos, por tanto, de cualquier agresión que pudiera proceder de alguno de los muchos pueblos exteriores al conjunto de la Ecúmene Occidental.

Los pueblos situados a retaguardia del “Cordón” constituyeron un conjunto al que denomino “Torre de Marfil Europea”. Estos perciben su aislamiento como una especie de protección divina, como algo que  viene dado por la naturaleza de las cosas.

Que se hallen protegidos de las agresiones exteriores no significa que lo estén de cualquier ataque. Es obvio que, dentro de esa burbuja, se producen conflictos muy serios y que sus vecinos de la barrera protectora no son precisamente inofensivos. Si han sido capaces de crear esta es precisamente porque son muy poderosos y, dada la formidable potencia de sus ejércitos, cada vez que golpean en lo que para ellos es su retaguardia hacen bastante daño. De todas maneras, una parte muy importante de sus efectivos militares y de sus recursos económicos tienen que destinarse de manera permanente a cubrir su frontera exterior y las estructuras políticas y sociales que la sostienen, lo que les impide emplearse a fondo en los frentes “interiores”.

Esa malla protectora que los países del Cordón Exterior fueron tejiendo a lo largo de la Edades Media y Moderna, sumada a los grandes descubrimientos geográficos que los pueblos ibéricos llevaron a cabo a partir del siglo XV, servirá para trazar el camino de salida de la envoltura europea a los países que se hallaban en mejor posición para seguir la estela de los ibéricos (Inglaterra, Francia y Holanda) y lo harán libres de las servidumbres que la condición fronteriza de los primeros y los roles que los Habsburgo añadieron a la misma les impuso. Así, conforme vaya pasando el tiempo y los hispanos vayan acusando la fatiga del esfuerzo que la multitud de frentes que sostenían por doquier les impuso, la burbuja protectora europea servirá de plataforma de lanzamiento de los pueblos de la “Torre de Marfil”, produciéndose el relevo en el liderazgo, primero en Europa (siglo XVII) y más adelante en el resto del mundo (siglos XVIII y XIX).

De todas maneras, la sustitución en el liderazgo de España por el conjunto de países que formaron el “Equilibrio Europeo” no alteró la estructura protectora básica que existía en Europa, ni tampoco la lista de sus beneficiarios interiores.

Escandinavos, británicos, franceses, holandeses, alemanes e italianos del norte y del centro quedaron dentro de la burbuja que protegían los imperios español, austriaco y ruso (Polonia y Lituania -mientras existieron como estados independientes- actuaron de colchón amortiguador frente al gigante ruso, por tanto también pueden ser considerados parte del Cordón), totalmente aislados del resto de pueblos del Viejo Mundo, que son percibidos desde dentro de esa burbuja como algo exótico y bárbaro.

En el interior de Europa nunca se percibió la verdadera entidad del peligro turco, como nadie se percató tampoco en la Edad Media de la potencia de los almorávides o de los almohades (si los españoles habían sido capaces de neutralizarlos no debía ser muy seria la amenaza ¿verdad?).

Los turcos siempre tuvieron muy buena prensa en Francia, porque todos los saqueos que llevaban a cabo fueron en países o regiones vinculadas con España, con Austria o con Rusia. Es decir, eran enemigos de sus enemigos, buena gente por tanto. Los piratas del Atlántico y del Mediterráneo se han incorporado a la literatura occidental con una aureola romántica porque, al fin y al cabo, la mayor parte de sus ataques se produjeron contra buques o poblaciones que obedecían al rey de España. A nadie se le ha ocurrido bautizarlos como los “terroristas del siglo XVII”.

Los españoles, que formaban parte del Cordón Sanitario Europeo y que, junto con los portugueses, se constituyeron en la vanguardia de la europeidad a través de las rutas atlánticas, hicieron posible que ingleses y holandeses (de los franceses hablaremos otro día) vivieran en el mejor de los mundos posibles, ya que sistemáticamente paraban las agresiones de cualquier enemigo exterior (incluso de otros europeos como veremos en los próximos artículos), bombearon durante siglos recursos económicos procedentes de los nuevos espacios descubiertos al otro lado del mar, asumiendo los costes humanos  derivados de la conquista y de la extensa infraestructura que había que sostener para que tales recursos fluyeran hacia Europa y, además, les abrieran las rutas ultramarinas para que ellos pudieran escoger, sin presiones de ningún tipo, el lugar del mundo donde posarse o, incluso, donde golpear para conseguir el mejor botín al menor coste posible.

Para ingleses y holandeses la expansión ultramarina era una opción. Aquél que tuviera ganas de aventuras se embarcaba y se dirigía hacia el lugar del mundo donde más le apeteciera, sabiendo que, si alguna vez decidía dejarlo, se volvía a su respectiva metrópoli a disfrutar apaciblemente de las riquezas obtenidas en sus correrías ultramarinas. Los más feroces piratas del Atlántico o del Pacífico se podían “jubilar”, como honrados comerciantes en cualquiera de las ciudades de su país de origen, sabiendo de antemano que ninguna de sus víctimas iba a presentarse para reclamar justicia. Y si los ofendidos eran reyes, con ejércitos numerosos, a lo sumo podrían devolver el golpe a los europeos que estaban más expuestos, es decir, españoles o portugueses.

Con esta estructura de dominación montada era fácil llegar a la conclusión de que en el mundo había dos clases de hombres: los europeos y los demás. Y como –además- el coste de creación de esa estructura para ellos había sido cero –pues lo habían asumido otros pueblos- era lógico pensar que había algo de predestinación en el asunto, alguna influencia divina, algún mérito intrínseco que ellos debían tener de manera innata, aunque ignoraran en qué consistía, pero que Dios sí sabía valorar. Por tanto el discurso bíblico del “pueblo elegido” encajaba plenamente en el contexto histórico en el que estaba teniendo lugar la explosión ultramarina de la segunda generación de imperios coloniales.

Inglaterra y Holanda eran la punta del iceberg. En menor medida este análisis puede hacerse extensivo a Francia. El resto de pueblos de la “Torre de Marfil” no pudieron participar en este proceso expansivo, pero sí recibieron algún beneficio indirecto de la existencia de esta estructura, en la medida en que una parte de la riqueza que estaba fluyendo hacia Europa a través de los mecanismos coloniales se derramaba después por ella, alcanzando al resto de países de la región. Ya dije que, desde la Edad Media, Europa funciona, tanto a nivel ideológico como económico, como una confederación informal de pueblos. Por tanto las noticias que llegan de ultramar a través de la prensa y, sobre todo, la literatura y los nuevos productos exóticos que recorren de punta a punta la geografía europea crean una conciencia de pertenencia a la Ecúmene Cristiana Occidental, se va elaborando un discurso que es congruente con ella y que traspasa las fronteras, en el que lo económico se mezcla con lo religioso y con los descubrimientos geográficos y científicos. Es el discurso de la modernidad.

La Reforma Protestante tiene lugar en Europa en el momento en el que el Cordón Sanitario alcanza su configuración más clásica. El protestantismo es la teorización de los valores morales asociados a la superestructura organizativa que llamo “Torre de Marfil Europea”. Cuando Lutero afirma “sólo la fe nos salva” está reconociendo que nuestra salvación no depende de nosotros. Creo que fue Mircea Eliade el que afirmó: “Lo que hay en el cielo es reflejo de lo que hay en La Tierra”. Para los pueblos de la Torre de Marfil Dios había extendido un manto protector que los ponía a salvo de las malvadas fuerzas del mundo exterior. Ese manto tenía tres piezas, que se llamaban España, Austria y –en el siglo XVI- Polonia (aún los rusos no los habían reemplazado).

Esa afirmación básica de Lutero que acabamos de citar se conoce, a nivel teológico, como “La justificación por la fe”, a la que los católicos oponen “La justificación por las obras” (nos salvan nuestros actos). Es lógico que estos se enroquen en la ética objetiva (frente a la subjetiva del protestantismo), ¿Se imagina a Alfonso VIII en Las Navas de Tolosa, frente a decenas de miles de musulmanes, esperando a que Dios lo salvara? ¿Se imagina así a Cortés en Otumba? 

Los pueblos de la barrera exterior han construido un mundo de realidades y de compromisos objetivos, medibles, tangibles. Es un mundo de supervivientes: “Si luchamos juntos, nos salvaremos. Si lo hacemos por separado, moriremos”. Yo puedo medir el grado de compromiso de mi compañero con la causa común observando su comportamiento y, como nos va la vida en ello, me siento legitimado para censurarlo si no se compromete con los valores que todos compartimos.

El protestantismo, en cambio, surge en un mundo que se halla a resguardo de los grandes invasores, un mundo mucho más fragmentado y competitivo, entendiendo la competitividad en su acepción más individual. Para liberarme necesito alejar la mirada del vecino, hacer de mi casa una fortaleza. Para ello reivindico mi derecho a hablar con Dios directamente -es decir: con mi propio ego-, y no estoy dispuesto a tolerar injerencias foráneas.

Vemos, por tanto, que el enfrentamiento entre católicos y protestantes, que va incrementando su intensidad durante el siglo que precede al estallido de la Guerra de los Treinta Años (1618) no es más que la plasmación ideológica de las diferencias de función estructural que separaba a los pueblos del Cordón de los de la Torre. Las posibles excepciones a esta regla (Francia, Italia del Norte y del Centro o Irlanda) tienen todas una clara explicación de tipo local que veremos en próximos artículos.

Los pueblos del Cordón Sanitario no pueden evitar serlo por razones, obviamente, geográficas. Esa función histórica, que les viene impuesta, consume una gran cantidad de energías y de recursos, que deben ser canalizados hacia su faceta militar, detrayéndolo de otros aspectos de las actividades económicas. Sus ejércitos son  poderosos y están bien entrenados, por tanto, pueden aniquilar con facilidad a cualquier adversario “interior” que cometa el error de cruzarse en su camino.

Pero sus vecinos del interior no necesitan destinar tantos recursos a mantener grandes fuerzas armadas y pueden, por tanto, emplearlos en la dura competencia económica que se va abriendo por toda Europa. Dado que los imperios coloniales europeos, tanto de la primera generación (España y Portugal) como de la segunda (Inglaterra, Francia y Holanda) están ampliando de manera espectacular el comercio intercontinental, tanto a niveles cuantitativos como cualitativos y lo están diversificando, incorporándolo a los intercambios comerciales que no dejan de incrementarse en la ecúmene europea, se va produciendo un proceso de especialización y de estratificación económica cuyos mayores beneficiarios son Inglaterra y Holanda, creando así una pirámide económica que es el embrión del sistema de la División Internacional del Trabajo contemporánea.

Entre la intelectualidad europea y neoeuropea (de los países de las “nuevas europas”) sólo se ha ido tomando conciencia  de la existencia de esta superestructura económica en tiempos relativamente recientes -desde el punto de vista histórico- y a posteriori, juzgando el proceso a la vista de sus resultados finales. Esto ha introducido en el análisis un sesgo de profecía autocumplida, de cierta predestinación cuasi genética según la cual determinados pueblos estaban llamados a liderar el proceso, mientras que había otros que tenían que ocupar una posición subordinada porque se habían quedado atrás y no eran suficientemente “modernos”.

El discurso que surge en el seno de la Torre tiene, obviamente, un fuerte componente racista, que no necesariamente tiene por qué llegar a explicitarse. La mayoría de las veces sobrevuela de manera implícita. Es una sensación de superioridad sobre el resto de esa distante humanidad que se halla al otro lado de la barrera protectora.

El protestantismo redescubre el Antiguo Testamento -la Biblia judía-, retornando al discurso del pueblo elegido, con el que el Nuevo Testamento marcó distancias en la antigüedad. Los europeos recuperan ciertos atavismos de procedencia semítica y empiezan a construir la “Nueva Jerusalén” del Apocalipsis. En el siglo XVII la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) los obligará de nuevo a replantearse el paradigma. Pero ese sustrato "geológico" sigue estando vivo y presente entre los pliegues de la identidad europea, aunque sepultado bajo otras capas más recientes.

El sociólogo Max Weber (1864-1920), en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, constató la íntima dependencia entre la primera y el segundo. Las diferencias de desarrollo que él constata, en la época en que escribió su obra ya clásica, entre los países protestantes y los católicos, atribuye a la moral de los individuos los diferentes grados de desarrollo económico que constata entre unos y otros países. No se da cuenta de que la moral de cada uno viene determinada por el nicho que ocupa dentro de su ecosistema, ni que este es la consecuencia de un proceso histórico que ha derivado en una estructura social y política determinada.

Los que piensan que los pueblos del norte de Europa están mejor dotados para la ciencia o para el desarrollo tecnológico que los del sur, sólo tienen que retroceder en el tiempo unos cuantos siglos para encontrar una realidad que desmiente todas esas teorías. En realidad cualquier diferencia que podamos detectar entre las diferentes sociedades humanas es explicable siempre desde el punto de vista histórico.

El epílogo de esta historia podría ser: Hubo una serie de pueblos que blindaron a Europa contra los invasores exteriores. Los que estaban detrás creyeron que esto era una señal divina y se sintieron superiores al resto de la Humanidad. El orgullo los cegó, se subieron a lo alto de su Torre de Marfil, que cada vez se parece más a aquella de Babel cuya construcción abortó Dios confundiendo las lenguas de los albañiles que la estaban levantando.



domingo, 20 de mayo de 2012

El Cordón Sanitario europeo



Llamo Cordón Sanitario Europeo al conjunto de estructuras políticas que, desde la Edad Media, vienen protegiendo y aislando del resto del mundo a los países del Occidente Europeo que beben en las fuentes de la tradición católica medieval, aunque con posterioridad se hayan desvinculado de ella.

En Europa se ha ido construyendo una “torre de marfil” protegida del exterior a través de un sólido muro de contención que ha sido soportado por los pueblos que históricamente se han encuadrado en tres estructuras imperiales: Rusia, Austria y España. Cada uno de estos tres estados se ha responsabilizado de un sector del frente y lo ha organizado a su manera. Pero entre los tres han creado en el resto del continente una sensación de invulnerabilidad que es la responsable última de la arrogancia intelectual que ha caracterizado a este mundo cerrado y artificial que atribuye su prosperidad económica a su inventiva y sus extravagancias –que ellos llaman libertad intelectual- y no a la estructura de dominación imperial que han impuesto al resto del mundo, que lleva ya quinientos años, de manera ininterrumpida, bombeando recursos hacia los centros de decisión económicos situados en el corazón de Europa –y de las nuevas europas- con el efecto acumulativo que –a largo plazo- podemos imaginar.

La evolución histórica de los pueblos del occidente europeo durante los últimos quinientos años descansa sobre dos presupuestos implícitos que han sido sistemáticamente infravalorados por los especialistas y que tienen su origen en la Edad Media: la consolidación a nivel continental de los dos poderes universales –Papado e Imperio- y la aparición del Cordón Sanitario Europeo.

La cristiandad occidental -desde los tiempos de Carlomagno- presenta una doble dirección, una doble cabeza dirigente, que se ha ocupado cada una de un ámbito específico de la identidad europea. La relación entre ambos núcleos ha sido siempre compleja. Desde cada una de las dos cúpulas se ha estado siempre intentando dominar a la otra pero nunca lo han podido conseguir o, por lo menos, nunca pudieron estabilizar esa dominación durante un tiempo suficiente como para generar una dinámica que condujera a la consolidación del proceso.

En el mantenimiento de la dualidad político-religiosa influyeron poderosamente la separación física de las dos sedes y su ubicación en pueblos claramente diferenciados desde el punto de vista étnico y con historias previas divergentes. Las invasiones germánicas, que marcaron el tránsito de la Antigüedad a la Edad Media llevaron al poder político, por todo el antiguo Imperio de Occidente, a grupos de germanos que fundarán las dinastías que regirán los destinos de Europa durante un milenio. Poder político y germanidad se asociaron hasta el punto de que el gran poder universal que regía el ámbito de lo político –el Imperio- se establece en el territorio del que proceden buena parte de los invasores del siglo V.

Por el contrario, todas las funciones que guardaban alguna relación con el mundo de las ideas se irá concentrando alrededor de la iglesia, cuya sede se encuentra –y no por casualidad- en la antigua capital imperial romana, que termina controlando no sólo los temas religiosos sino que, también, administra el legado cultural que procede del mundo clásico, lo que le convirtió en la transmisora de la cultura por excelencia.

Al estar claramente delimitados los ámbitos de actuación, los espacios geográficos e incluso los procesos históricos asociados a ellos, se va desarrollando una relación dialéctica entre ambos mundos, que van evolucionando en paralelo y, si bien el tiempo tenderá a diluir los perfiles de las formaciones sociales específicas que los encarnan, dado que el papel que cada uno desarrollaba era necesario en el “ecosistema europeo” -e incluso adaptativo- su función permanecerá, acomodándose a los nuevos tiempos. Lo que quedará finalmente será la clara delimitación entre la Iglesia y el Estado, entre el espacio público y el privado, entre el mundo de lo político y el de las convicciones éticas. Así, la legitimidad de las instituciones políticas que tienen su origen en algún proceso revolucionario descansa, en última instancia, en la supremacía moral de la conciencia sobre la realidad política, que procede a su vez de la supremacía del mundo espiritual sobre el material que el hombre medieval tenía profundamente interiorizada.

Esta convicción profunda debilita la autoridad del estado –a nivel local- que tiene que estar revalidando continuamente su legitimidad en base a la utilidad pública demostrada en sus actuaciones concretas, pero del que a priori se desconfía. La debilidad del estado es la fuerza de la sociedad, que se abroga el derecho a intervenir sobre él cada vez que considere que se extralimita en sus funciones. Las intervenciones sociales sobre el poder van corrigiendo con relativa frecuencia el rumbo de éste, lo que fortalece a los estados concretos en sus intervenciones globales, lejos ya de los entornos domésticos, creándose así un contexto político altamente competitivo que realimenta el conflicto y lo canaliza a través de una serie de sofisticados mecanismos -si los comparamos con los procesos que se dan en otros ámbitos geográficos-.

El conjunto de formaciones políticas que participan en todos estos procesos y cuya frontera queda delimitada por el citado Cordón Sanitario Europeo han constituido una estructura confederal de facto, en la que no ha habido unas instituciones formales que la gobiernen, pero sí informales. Siempre hubo una estructura económica y política supranacional en la que cada una de las piezas que componían el tablero sabían más o menos cual era la función que tenían asignada dentro de él y qué era lo que se esperaba que hicieran en cada coyuntura política concreta.

El Cordón Sanitario Europeo es la consecuencia final de un proceso histórico concreto en el que, ante las agresiones militares que están sufriendo los pueblos que habitan en los límites exteriores de la cristiandad europea occidental, algunos de ellos terminan constituyendo estructuras políticas poderosas que acaban dominando extensas áreas situadas en la frontera, incluyendo dentro de su esfera de influencia tanto a pueblos “interiores” (es decir, católicos) como “exteriores” (no católicos). La estructura social y política de estas formaciones se encuentra muy jerarquizada y evoluciona en dos direcciones diferentes. Los españoles lo harán hacia la constitución de una sociedad compacta y militarizada, que interioriza pronto su función auxiliar y periférica dentro del contexto europeo y su misión de encuadramiento de indígenas en contextos geográficos “exóticos”, asumiendo de esta manera el rol que hemos bautizado como “los capataces del imperio”. Austriacos y rusos, en cambio, estratifican mucho más su estructura interna, asignando roles diversos a cada una de las diferentes etnias que forman parte de sus imperios respectivos, creando varias capas de protección que establecen zonas de transición entre los territorios más y los menos “europeos”. Así mientras que la frontera española con el Islam norteafricano es abrupta y nítida –una simple línea fronteriza separa ambos mundos- en los Balcanes y en las estepas orientales nos encontramos con un continuum con la secuencia: germanos católicos => eslavos católicos => eslavos ortodoxos => eslavos musulmanes => otros musulmanes.

El Imperio Ruso:

La Frontera Oriental Europea aparece mucho antes de que lo hiciera el reino moscovita. Los colonos germanos que cruzaron el Elba en la Alta Edad Media en dirección hacia el Este van abriendo paulatinamente la frontera oriental. Más adelante surgirán Polonia, Lituania y el reino del los Teutones que serán los estados que marquen los límites orientales del Occidente Cristiano durante siglos. Pero la poderosa irrupción del Imperio Ruso en las estepas orientales a lo largo de la Edad Moderna alteró radicalmente la correlación de fuerzas existentes en la zona y también las reglas del juego. Los eslavos de religión cristiana ortodoxa no pertenecen al conglomerado de pueblos que formaron parte de la tensión dialéctica que surge alrededor de los dos poderes universales. Rusia abre en el Este una nueva dinámica histórica que tiene sus propias reglas de juego, diferentes de las occidentales. Su lógica interna es imperial concebida en el sentido más clásico y tradicional. El poder político-militar aquí es omnipotente y condiciona a todas las demás facetas de la vida. La burguesía es casi inexistente y la Iglesia está mucho más subordinada al poder político de lo que está en Europa Occidental. El individuo, en las vastas estepas orientales, se siente inerme en medio de la inmensidad. Sólo el grupo puede ofrecer ciertas seguridades y, como contrapartida, impone su ley. Al final quien lidera el grupo termina acaparando casi todo el poder.
 
Rusia no es obra de Europa, aunque su evangelización y su proximidad geográfica la vinculen a ella de alguna manera. Su particular evolución histórica es independiente, en sus orígenes, de la que protagonizan sus vecinos más occidentales. Pero como ambos procesos históricos son claramente expansivos estaban condenados a encontrarse. Y el encuentro se produce a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Desde entonces cada generación ha ido reajustando paulatinamente la relación entre ambos mundos, que no ha parado de evolucionar desde el punto de vista estructural.
 

Europa y Rusia son dos mundos en expansión que terminan colisionando. El peso del “encontronazo” lo soportarán los pueblos que, antes de ese momento, formaban la Frontera Oriental –polacos, prusianos, lituanos etc.-. El Estado Ruso era muy poderoso pero su estructura social mucho menos compleja que la de sus vecinos occidentales. Le fue relativamente fácil someter a los pueblos más orientales, pero mucho más complicado digerir a los del oeste. El proceso que se abre a partir del sometimiento de los pueblos bálticos, el posterior reparto de Polonia y, como remate final, la satelización de toda la Europa Oriental después de la Segunda Guerra Mundial han terminado matando de éxito al estado ruso-soviético que terminó abarcando mucho más de lo que era capaz de asimilar y acabó derrumbándose ante su propia incapacidad para estructurar adecuadamente a un grupo de pueblos tan heterogéneo en un contexto político extraordinariamente complejo y competitivo como el de la segunda mitad del siglo XX.

En cualquier caso, desde su aparición, el estado ruso ha cumplido de facto, para Occidente, la función de Imperio Fronterizo, protegiendo de manera eficiente el “limes” oriental. Desde el siglo XVI es impensable que ningún pueblo de las estepas sea capaz de atravesar el reino y golpear a ninguno de los estados situados detrás.

La etnia rusa constituye el núcleo duro del Imperio, aunque los ucranianos y bielorrusos se integraron en él como aliados estratégicos. Ese núcleo de poder impuso su ley a varias decenas de pueblos diferentes que habitan las grandes llanuras de la Europa Oriental y todo el norte de Asia, integrando dentro de la estructura imperial a pueblos que habitan un territorio de dimensiones continentales y que se extiende desde las regiones polares hasta la meseta iraní y desde el Océano Pacífico hasta el Mar Báltico. El Imperio Ruso ha desempeñado el papel de importante difusor cultural dentro de esta zona, bombeando recursos hacia el oeste y organización política hacia el este, transmitiendo en aquella dirección, aunque algo difuminados, los valores culturales propios del Occidente Europeo. Los colonos rusos se han ido adentrando por todo ese inmenso territorio hasta el puerto de Vladivostok en el Océano Pacífico, constituyéndose en la avanzadilla de la civilización europea en los vastos espacios siberianos

El Imperio Austriaco:

El reino de Austria, a lo largo de la Edad Media, se fue convirtiendo en el estado más poderoso del Sacro Imperio. Sus monarcas terminarán acaparando la corona del mismo y heredándola de facto. La corte austriaca fue, por tanto, la sede del Sacro Imperio Romano Germánico. Por consiguiente, desde el punto de vista formal, fue el centro político del Occidente europeo.

Pero el poder del Emperador de los germanos era más teórico que real y, finalmente, terminará descansando sobre la fuerza que éste era capaz de movilizar desde sus dominios patrimoniales. Esa fue la razón por la que el cargo de “Rey de Austria” terminara siendo casi sinónimo de “Emperador de Alemania”. No obstante el poder efectivo en Europa estaba mucho más repartido.

A lo largo del siglo XV los turcos habían ido sometiendo, de manera sistemática, a todos los pueblos que habitaban la Península de los Balcanes. En 1526 destrozarán al ejército húngaro en la batalla de Mohacs, con su rey –Luis II- a la cabeza, que morirá en combate. La consecuencia directa de este suceso fue la desmembración de Hungría en tres partes: El centro del país, con su capital –Buda- pasará a manos de los turcos. En la zona oriental se formó un nuevo estado –el principado de Transilvania- bajo protectorado turco y los húngaros y croatas del oeste entregarán la corona de Hungría a Fernando de Habsburgo, el hermano español de Carlos V y futuro emperador de Alemania que reinará como Fernando I. La inmediata tarea que se le presentaba al Habsburgo era contener la ofensiva turca, que amenazaba ya seriamente al reino de Austria y toda la Europa Central. Finalmente, en octubre de 1529, los otomanos pondrán cerco a la ciudad de Viena, alcanzando así su punto de máxima penetración en el continente europeo. Fernando I organizará la resistencia y conseguirá obligar a aquellos a levantar el cerco. Los turcos serán expulsados de Austria, y la frontera entre ambos imperios se situará, de momento, en el corazón de Hungría y de Croacia. Este será el comienzo del Imperio Austriaco propiamente dicho, entendiendo como tal el  que construyeron los Habsburgo desde sus dominios patrimoniales, fuera del contexto propiamente alemán.

El Imperio Austriaco, a diferencia del Germánico que también lideraban estos monarcas, es una estructura política fronteriza, que surge en el Danubio Medio y los Balcanes Septentrionales. Aparecerá en el siglo XVI, en las circunstancias que brevemente hemos resumido y sobrevivirá hasta la Primera Guerra Mundial. Tendrá, por tanto, una duración de casi cuatrocientos años. Cubrirá el sector central del Cordón Sanitario Europeo y su misión principal será, durante todo ese tiempo, contener al Imperio Turco en tierra -en el mar era tarea española-. Para cumplirla se apoyará en los pueblos que habitaban el espacio imperial –fundamentalmente húngaros y croatas-. Los germanos, dentro de esta estructura estatal se reservarán la dirección política y las tareas de encuadramiento social.

La desintegración de los dos imperios balcánicos –el Austro-Húngaro y el Otomano- hizo surgir, a lo largo de los siglos XIX y XX, varios estados independientes que sustituyen la función estructural que hasta ese momento habían venido desempeñando los austriacos. Son el nuevo Cordón Sanitario Balcánico de la Europa continental adaptado a la Era de los estados nacionales y desplazado un poco más hacia el sur. Hasta la misma Turquía, que fue el adversario más serio al que tuvieron que hacer frente los Imperios del Cordón durante la Edad Moderna, decidió pasar a formar parte del anillo más exterior del mismo, convirtiéndose a la nueva religión europea –la  de la Modernidad-. Los turcos, cuyo imperio fue liquidado a lo largo del siglo XIX y los primeros años del XX intentaron, al menos, apuntarse a las nuevas corrientes nacionalistas, salvar del naufragio el mayor número de restos posible e intentar hacer méritos para que los admitieran en el club de los vencedores siquiera fuera como guardianes de los límites exteriores de la europeidad. El fin de la Primera Guerra Mundial significó, en el Mediterráneo Oriental, el comienzo de un nuevo tiempo, el de los Imperios Coloniales Europeos, que tendrá un recorrido muy corto –poco más de una generación-, pero esto forma parte ya de otra historia diferente.

De los tres imperios exteriores del Cordón Sanitario, Austria fue el único que desempeñó su papel sin verdadera vocación. Mientras España -por un lado- y Rusia -por el otro- habían nacido como naciones en la mismísima frontera y habían crecido integrando dentro de su imaginario colectivo los valores éticos propios de los pueblos fronterizos, desempeñando su función sin ninguna reserva mental, lo que les dará una formidable potencia; los austriacos, por el contrario, vieron como la frontera terminó llegando hasta donde ellos vivían y los envolvió contra su voluntad. Los absorbió mucho más de lo que ellos hubieran deseado y, mientras duró, vivieron con la mente repartida entre su vocación –Alemania- y su cruda realidad –el Danubio Central-, por eso no supieron adaptarse a su entorno natural y la Historia terminó llevándoselos por delante. A la alianza de los germanos, húngaros, croatas y checos le faltó profundidad estratégica y el desenlace terminó reflejando ese hecho.

El Imperio español

El Imperio Español presenta, por su parte, unas especificidades muy características que lo diferencian de manera nítida de los otros imperios exteriores y que pasamos a enumerar:


Primero: La función Cordón Sanitario es muy anterior en el tiempo a la constitución de la estructura imperial y es ajena a ella. Mientras que a los rusos y austriacos les termina cayendo el “trabajo” porque son o se hacen poderosos y están en zona fronteriza, es decir porque son los más fuertes de su frontera, los españoles son inicialmente extremadamente débiles y se van haciendo fuertes poco a poco en dura lucha con sus adversarios. Son hijos de la frontera, no conocen otro mundo y no conciben la vida sin ese componente básico de su existencia. El imperio aparece ¡ochocientos años después!, como puede imaginar el lector las consecuencias psicológicas derivadas de este hecho son profundas.
 

Segundo: Su posición fronteriza es muy anterior en el tiempo a las otras dos, Cuando se libra la batalla de Covadonga (722) los omeyas reinan en Damasco y extienden su poder desde España hasta la India, aún no se ha producido el golpe de los abasidas y los turcos no son más que un pueblo nómada situado en algún lugar del Asia Central. Los bizantinos están sólidamente instalados en la mayor parte del actual territorio turco y, por supuesto, en los Balcanes. Los germanos aún no han colonizado las tierras situadas al este del Elba y los pueblos de la Europa Oriental aún no han sido cristianizados. Quedan todavía siglos para que surja el contexto histórico que pueda propiciar la aparición de las fuerzas que terminen dando lugar a los imperios ruso o austriaco y el resto de los europeos se sientan absolutamente protegidos de cualquier agresión exterior; de hecho, en ese momento, los musulmanes han penetrado profundamente en Francia, e Italia se encuentra también seriamente amenazada.
 
Tercero: La extraordinaria presión militar a la que fueron sometidos los cristianos ibéricos durante siglos a lo largo de la Edad Media termina haciendo cristalizar una formación social específica, militarizada, monolítica y con conciencia de sí, que no es un simple conglomerado de pueblos que se sienten amenazados por un enemigo exterior poderoso y se alían y estructuran políticamente para hacerle frente. Entre los españoles cristianos medievales nos encontramos ya una embrionaria pero consistente conciencia nacional y una significativa implicación de los campesinos en el proceso. Aquella España era la avanzadilla remota de las futuras naciones-estado que se irán extendiendo por el mundo durante la segunda mitad del segundo milenio.

De todo lo dicho hasta aquí podemos fácilmente deducir que la condición fronteriza en España es profundamente estructural y absolutamente independiente de la coyuntura política. Su ritmo interno de desarrollo no sólo es autónomo sino, sobre todo, es endógeno, obedece a una lógica implícita que tiene su propia dinámica y que, con frecuencia, contrasta de manera llamativa con la de sus vecinos continentales. De ahí procede la sensación generalizada entre los españoles de desfilar siempre con el pie cambiado, de ir siempre a contracorriente, de actuar siempre en el momento inadecuado. Otra consecuencia de esas “peculiaridades españolas” es la inexistencia de grupos étnicos intermedios que actúen como colchón amortiguador. Como dijimos más arriba la frontera entre el Islam y la cristiandad en el frente español es brusca; donde no los separa el mar es, simplemente, una línea trazada en la frontera. No hace falta más. Todas las fronteras terrestres españolas –no sólo las exteriores- han sido históricamente las más estables del continente europeo. La guerra en España no es ningún juego y si alguien, alguna vez, frivolizó con ella terminó pagando un precio tan alto que no le quedaron ganas de repetir la experiencia. Los españoles, por otra parte, nunca usaron a otros para que lucharan por ellos. Si algún extranjero se unió a la lucha dejó de serlo en ese preciso momento.

La vocación imperial española empieza a manifestarse ya a finales del siglo XIII y se abre paso en dura competencia con Francia por los territorios del sur de Italia. La rebelión de los habitantes de la ciudad de Palermo contra las tropas angevinas el 30 de octubre de 1282 en la sangrienta jornada que ha pasado a la historia con el nombre de “Vísperas Sicilianas”, a la que rápidamente se unen otras ciudades –como Corleone o Mesina- abren de par en par las puertas de Sicilia a los ejércitos aragoneses, que desde entonces no dejarán de intervenir por toda la Italia Meridional –reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña- y el Mediterráneo Central. Los comerciantes catalanes van haciéndose cada vez más visibles en todos los puertos del Mare Nostrum y los almogávares –unidades de élite del ejército aragonés- imponen su ley no sólo en la Italia meridional sino también en Grecia. Cuando Aragón se une a Castilla para constituir la formación política que llamamos España, el nuevo reino conjunto hereda el Imperio mediterráneo que habían ido construyendo los aragoneses durante la Baja Edad Media.

Pero esa unión, que tiene lugar a finales del siglo XV, representa un poderoso salto, tanto cuantitativo como cualitativo, en la función imperial desarrollada por los ibéricos a escala mundial. La presencia española en el frente mediterráneo se refuerza y muy pronto lo perciben todos los estados ribereños. La vieja rivalidad bajomedieval entre aragoneses y franceses se resuelve pronto de manera expeditiva: los franceses son literalmente expulsados de Italia. No sólo del sur, sino de toda Italia. La expansión española sobre la península vecina sólo se ve frenada allí por los límites que impone la presencia del Papa en su zona central. Sólo la autoridad moral del Sumo Pontífice y la acción diplomática de las repúblicas del norte –desde entonces, obviamente, aliadas- representa un verdadero límite para España, pues no hay ejército en Italia, ni propio ni extraño, capaz de medirse con los tercios españoles.

También los turcos detectan muy pronto que en el Mediterráneo ha empezado un nuevo tiempo histórico. Un tiempo que, como las obras del teatro clásico, nos presenta tres fases: planteamiento, nudo y desenlace. Durante la primera de ellas españoles y turcos se expanden por este mar hasta obligar a todos los habitantes a aliarse bien con los primeros, bien con los segundos. No es posible la neutralidad. Durante la segunda se produce el gran choque entre ambos imperios. La tercera marca el comienzo del repliegue estratégico de ambos contendientes en este mar y la entrada de nuevos actores en escena.

El tercer frente mediterráneo abierto por los españoles es el magrebí, que en el mar se presenta como un frente secundario del choque estratégico con los turcos, en el que los piratas berberiscos aparecen como la avanzadilla de las galeras del Sultán. Pero hay también un amplio frente terrestre que los españoles contemporáneos -que tienen una peligrosa tendencia hacia la amnesia colectiva- ya han olvidado, pero los magrebíes no. El frente terrestre del Magreb fue abierto por los portugueses a principios del siglo XV. Durante casi doscientos años librarán un duro enfrentamiento con el reino de Fez. Finalmente irán siendo paulatinamente empujados hacia el norte hasta su último reducto: Ceuta, el lugar donde se habían refugiado tras el desastre de Alcázarquivir, donde murió, sin sucesión, el rey Don Sebastián, desencadenando este hecho un proceso que terminó llevando al monarca español –Felipe II- al trono portugués en 1580 y, como consecuencia secundaria, a la incorporación de Ceuta a la corona española.

Pero el verdadero frente español del Magreb estaba situado más hacia el este y sus adversarios no están en el reino de Fez sino en los de Tremecén y, sobre todo, Argel. El primer acto de ese duelo lo constituye la toma de Melilla (1497), a las que seguirán Mazalquivir (1505), Orán (1509), Peñón de Vélez, Bugía, Trípoli, La Goleta, Peñón de Argel, Túnez, etc. En los casos del Peñón de Argel, de Túnez, Trípoli, Bugía o la Goleta la dominación hispana fue efímera -aunque en alguno reiterada, por ejemplo Túnez fue tomada y perdida varias veces-. En cambio, la presencia española en las dos plazas conocidas como “el doble presidio” y también como “el Oranesado” –Orán y Mazalquivir- se mantuvo hasta 1791 –aunque interrumpida durante el período 1708-1732- y, pese a los reiterados intentos de conquista por parte de los turcos serán finalmente entregadas de manera pacífica por Carlos IV, coincidiendo con los graves sucesos que estaban acaeciendo en ese momento en Francia, lo que llevará al monarca a retirar las guarniciones que defendían este territorio para poder contar con recursos militares suficientes para cubrir un hipotético frente francés.

Un efecto colateral de esta presencia española en el oeste argelino durante casi trescientos años, fue el relativo aislamiento político del reino de Fez con respecto a lo que estaba sucediendo en el resto del mundo. La barrera de protección que España estableció de facto alrededor suyo los mantuvo a salvo tanto de las posibles agresiones otomano-argelinas como portuguesas, mientras que los propios españoles estaban demasiado dispersos cubriendo frentes por todo el planeta como para poder plantearse ningún movimiento agresivo. Este hecho hizo vivir a Marruecos en una verdadera burbuja protectora hasta finales del siglo XVIII, lo que le hará alcanzar la época de los imperios coloniales con una estructura política medieval pero consistente. La sociedad marroquí no había sufrido las profundas agresiones que sufrió la argelina, lo que condicionará el modelo de colonización que Francia termine desarrollando tanto en un lugar como en el otro. El protectorado marroquí es una consecuencia del proceso histórico que había tenido lugar durante los últimos siglos anteriores a su constitución.

Pero el Imperio español no sólo actuó en el Mediterráneo. Además de la citada función protectora que ejerció sobre el continente europeo al completar por el sur el Cordón Sanitario que más hacia el este cubrieron austriacos y rusos, había un segundo imperio con vocación claramente europea -el flamenco-borgoñón del que ya hemos hablamos en varios artículos- y un tercero que actuaba en y desde el continente americano.

España, por tanto, es mucho más que el Cordón Sanitario Occidental de los europeos. Es -también- la avanzadilla mundial –junto con Portugal- de la cultura europea y es, igualmente, el catalizador de las conciencias nacionales. Los ejércitos españoles -por mar y por tierra-, los funcionarios, terratenientes y colonos, puestos al servicio de la estrategia imperial de los Habsburgo, terminan representando el esqueleto de la estructura de dominación política y económica planetaria concebida en el vértice de la pirámide confederal europea que citamos más arriba. En este sentido creo que la expresión que sintetizaría la verdadera función histórica desarrollada por los españoles desde finales del siglo XV es la de “capataces del Imperio”, concibiendo la palabra Imperio en sentido amplio y continental, es decir, del Imperio europeo.

lunes, 14 de mayo de 2012

Los autómatas del Escorial



Dentro de las acepciones que da el diccionario de la RAE a la palabra “autómata” figura: “Persona estúpida o excesivamente débil, que se deja dirigir por otra”. Esta definición sería aplicable a los llamados “austrias menores” (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), que reinaron en España durante todo el siglo XVII, monarcas que entregaron el poder a sus respectivos validos, dejándose dirigir por ellos.

Pero si le damos a la palabra “autómata” un sentido más amplio y se la aplicamos a todo aquél que se deja llevar por las inercias históricas, sin plantearse en ningún momento si tienen sentido en su particular coyuntura política o si coinciden con sus verdaderos intereses estratégicos, entonces se la podemos aplicar a toda la dinastía e, incluso, a todos sus colaboradores, a todos los que a lo largo de los siglos XVI y XVII, tuvieron alguna responsabilidad de gobierno en España, con la notable excepción, claro está, de Adriano de Utrecht.

La semana pasada analizamos el reinado del fundador de la misma: Carlos I. Vimos como el diseño del modelo político que este monarca instauró corrió a cargo de su mentor. Un autómata es un ser que ha sido programado por alguien distinto de él y, a partir de ese momento, se limita a desplegar esa programación recibida, sin apartarse de ella en lo más mínimo.

Carlos I fue programado en su día para continuar el proyecto político de su bisabuelo, Carlos el Temerario. De la actualización de ese proyecto a las circunstancias del siglo XVI se encargó el ya citado Adriano de Utrecht, que falleció en 1523. Al final de su vida el “Emperador” tuvo la suficiente clarividencia política (o la tuvieron sus asesores) como para darse cuenta de que el conglomerado alemán debía ser segregado del resto del engendro político que él dirigía para que el conjunto pudiera seguir siendo mínimamente viable.

Supongo que en esta decisión tuvo mucho que ver su propio hermano, Fernando de Habsburgo que, no en vano, había recibido su nombre en recuerdo de su abuelo –Fernando el Católico- que se encargó personalmente de orientar su educación (los nombres, en los reyes, no suelen ser casuales, como tampoco lo son en los papas. Detrás de ellos siempre hay toda una declaración de intenciones, son algo así como el símbolo de su programa político). Ni Carlos ni Fernando eran verdaderos Habsburgo. Ya dijimos que el primero era un auténtico borgoñón[1], y el segundo era un verdadero “Trastámara”, que fue arrancado de su tierra y trasplantado hacia Austria. Allí fue donde –finalmente- terminará desplegando su programación “Trastámara”, es decir, española.

Si al final del reinado de Carlos I hubo gente a su alrededor lo suficientemente sensata como para darse cuenta de que Alemania tenía que ser segregada de España, no la hubo, en cambio, que se percatara de que con los dominios flamenco-borgoñones había que hacer exactamente lo mismo. Una España unida al rosario de dominios que los Habsburgo tenían desplegado por la antigua Lotaringia no obedecía al interés de ninguno de los pueblos que constituían esa unión sino, por el contrario, al de los grupos oligárquicos transnacionales europeos empeñados en que todas las energías de los españoles se emplearan en anular las energías de los franceses. La estrategia consistía en enfrentar a los pueblos entre sí, para mayor gloria y poder de los oligarcas. Y Carlos I compartía plenamente esa estrategia porque, como ya dijimos[2], era el oligarca por antonomasia, el súmmum de la oligarquía del Renacimiento.

Y su hijo –Felipe II- fue educado en la corte por los mentores que él le asignó y con los que, lógicamente, compartía plenamente su estrategia oligárquica. Así pues, desde la coronación como rey de España de Felipe II (1556) hasta el fallecimiento del último Habsburgo español –Carlos II-  en 1700, los monarcas españoles no hacen más que desplegar, como verdaderos autómatas, la programación recibida, sin apartarse de ella en un punto ni en una coma.

Durante ese tiempo la voluntad política del pueblo español es secuestrada y puesta al servicio de un fin “superior”, que no es otro que el sostenimiento de una estructura política concebida en la Alta Edad Media –el modelo de los dos “poderes universales”, corregido por Adriano de Utrecht- cuyos adversarios principales, en los siglos XVI y XVII, son las emergentes naciones-estado del Occidente europeo (España, Portugal, Francia, Holanda e Inglaterra). El “nacionalismo” –aunque suene anacrónico aplicado a esta época- que caracterizaría a algunos de los dirigentes políticos de este quinteto, ayudaría bastante a los grupos defensores de ese modelo reaccionario porque les permitiría enfrentar a unos con otros en provecho del Papado y del Imperio, lo que les serviría para alargar en tres siglos su propia agonía.

La Casa de Austria española (1517-1700) vivió todo su tiempo político peleando contra el tiempo, contra el viejo topo de la Historia. Una misión que, obviamente, estaba condenada al fracaso desde el primer momento. El análisis más clarividente que jamás se haya hecho de esa “misión” de los Habsburgo lo hizo nada menos que Miguel de Cervantes Saavedra, y lleva el título de: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. En esa obra nos muestra, en clave irónica, el drama que esta dinastía hizo vivir a nuestro pueblo. A través de un personaje de ficción llamado Alonso Quijano, alter ego de Felipe II, programado a través de la lectura de centenares de libros de caballería ambientados en la Europa medieval, vive su locura, es decir su programación, construida para vivir en un mundo imaginario, de tal manera que es incapaz de darse cuenta que sus prejuicios son absolutamente inaplicables en su tiempo presente. Él, al menos, vivía dentro de su particular e ilusionado mundo, pero su fiel escudero Sancho Panza, que personifica al pueblo que acompañó a estos monarcas en su locura, sí se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor, al menos en tiempo presente, porque no tiene la suficiente cultura ni perspectiva como para poder evaluar los proyectos de su señor para poder adelantarse así al siguiente conflicto gratuito al que este le conducía.

Emplear la mayor parte del presupuesto español y situar a la mayor parte de su ejército en los frentes de combate que se repartían por la antigua Lotaringia, vertebrada por el Rhin, durante doscientos años, para frenar una expansión francesa… ¡hacia el este! y complementar esa acción con otras semejantes dirigidas a combatir el protestantismo en Alemania, Holanda e Inglaterra era la estrategia más absurda que podía concebir un político en España. Y sin embargo a eso fue a lo que se dedicaron nuestros “autómatas” durante esos doscientos años.

Con los turcos desplegados por todo el Mediterráneo, un imperio terrestre en expansión por todo el continente americano, el Atlántico infestado de piratas que vivían de la rapiña de las presas arrancadas a los españoles en el mar y en la costa. Con un Oranesado cercado por los berberiscos (La región de Orán-Mazalquivir, en la actual Argelia, tenía el tamaño de una de nuestras actuales provincias y fue territorio español desde 1509 hasta 1791) y las costas de Baleares, Valencia, Murcia, Andalucía, así como las entonces españolas Cerdeña, Sicilia y Nápoles asoladas por esos piratas argelinos, nuestros reyes no tenían otra cosa mejor que hacer que impedir que Francia conquistara Bélgica o que los protestantes se expandieran por Alemania.

Durante los doscientos años en los que España alcanzó su mayor potencia militar, económica y política se dedicó a emplear esa fuerza en: 1) Pelear con Francia en guerras que ni nos iban ni nos venían. 2) Apuntalar a los parientes Habsburgo de Austria. Y 3) Defender el catolicismo en cualquier parte de Europa donde pudiera estar en peligro.

Es obvio que en ninguna de esas guerras se estaban defendiendo los intereses estratégicos de España. Es obvio, incluso, que tampoco se estaban defendiendo los intereses estratégicos de la dinastía gobernante. Es obvio que el país y la dinastía estaban gastando sus ingentes recursos en un proyecto equivocado que los metía en un callejón sin salida en el que no había futuro alguno. Es obvio que los intereses que se estaban defendiendo en todas esas guerras eran extranjeros y, además, oligárquicos.

¿Cómo pudo ser esto posible? Está claro que a este punto no se llegó de un día para otro. Todo empezó con aquella visita del Duque Guillermo de Aquitania que les narré ¿recuerdan? a la corte de Sancho III el Mayor de Navarra a principios del siglo XI[3]. Y siguió con la penetración en España de los cluniacenses y de los borgoñones, con la manipulación del papado en las guerras civiles castellanas del siglo XII, con la articulación de un proyecto subordinado que nos hace asumir como propio un diseño político que es extranjero y que busca instrumentalizar nuestra posición de país fronterizo con el Islam para convertir esto en una relación de dependencia. Continúa con el golpe de estado de los Habsburgo en 1517 y con la segunda articulación estratégica de nuestro país en Europa, la de Adriano de Utrecht, que bebe en las fuentes de la primera (la cluniacense).

Nada ocurre por casualidad. Todo forma parte de un proceso. Cada proceso se halla inserto dentro de una estructura que es, en realidad, un ecosistema con todos sus nichos cubiertos y compitiendo entre sí. Cada sistema tiene su propia lógica interna, con su propia trayectoria, sus propias inercias sociales que hacen a los hombres actuar siguiendo un impulso que ha sido inducido. Pocas veces nos paramos a pensar en lo que estamos haciendo y nos preguntamos si de verdad nuestros actos tiene sentido para nosotros y no para el que está empujándonos desde fuera.

¿Nunca se le ha ocurrido preguntarse si -tal vez- se está comportando como un autómata? ¿Qué sentido tienen las cosas que hace cada día? ¿Y si esa cotidianidad suya le conduce al objetivo al que usted quiere llegar? ¿O, por el contrario, lo alejan de él?


[1] “Los capataces del Imperio”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-capataces-del-imperio.html
[2] Ibid.
[3] “La génesis de nuestra identidad: http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/la-genesis-de-nuestra-identidad.html

lunes, 7 de mayo de 2012

Los capataces del Imperio


 Carlos V a caballo en Mühlberg por Tiziano

Para todos aquellos que ven la Historia como una sucesión de grandes personajes que se elevan por encima de la multitud y la dirigen como si fuera un rebaño, Carlos I es uno de los más grandes monarcas de la Historia de España. Ya dije en otro artículo[1] que este monarca es el único ser humano del que tengamos noticia que heredó reinos de cada uno de sus cuatro abuelos, acumulándolos todos. Dominios que eran, en todos los casos, una compleja amalgama de reinos, reinecillos, principados, condados, etc., a los que había que añadir, además, la corona imperial alemana. Es probable incluso que ni él mismo supiera cuantos títulos tenía.

Aquella amalgama heterogénea de estructuras políticas de todo tipo, en la que se hablaba multitud de lenguas, regida por una sinnúmero de tradiciones jurídicas diferentes, en la que se profesaban todas las religiones que existían en la Europa de su tiempo, que se comerciaba con una infinidad de monedas distintas, con aduanas interiores que separaban a los unos de los otros, con sistemas de pesos y medidas diversos, etc., no creo que la podamos definir con una palabra más precisa que “engendro”. Esa estructura política era una máquina cuya mecánica de funcionamiento probablemente nadie, ni siquiera los burócratas más viejos del lugar, alcanzaran a conocer en su totalidad. 

Carlos I es el oligarca por antonomasia. El hombre más poderoso de su tiempo, sin que él hubiera hecho nada en particular para merecerlo. Como emperador del “Sacro Imperio Romano Germánico” era –desde el punto de vista ceremonial- la máxima autoridad política de la cristiandad y, por tanto, depositario de las más rancias tradiciones medievales en una de las coyunturas históricas más dinámicas y vivas que podamos imaginar.

Un suceso que puede parecer anecdótico, pero que está cargado de simbolismo, trascendiendo la coyuntura en que se dio y sintetizando como ningún otro las contradicciones de su tiempo político es que, mientras él intentaba comprar el voto de los siete electores que tenían que proclamarlo “Emperador” -a base de dinero procedente de los impuestos recaudados por toda España- le llegan enviados desde México, mandados por Hernán Cortés, cargados de oro de procedencia azteca, que será finalmente usado por el Habsburgo para financiar sus proyectos políticos continentales. Cortés, nítido símbolo del nuevo tiempo que se estaba abriendo en el mundo globalizado, acaba financiando y, por tanto, sosteniendo a la estructura política más obsoleta de su época. Al símbolo más genuino de la vieja Europa.

Aunque se apellidaba Habsburgo, en realidad actúo más bien como el biznieto -que era- de Carlos el Temerario (cuyo nombre llevaba precisamente para subrayar esa relación), haciendo prevalecer en sus decisiones de gobierno la tradición política borgoñona. Siempre fue, ante todo, flamenco (Flandes se convirtió a finales del siglo XV en el último refugio de la aristocracia borgoñona, paulatinamente arrinconada por el ejército francés).

Carlos nació en Gante, donde pasó la infancia y los primeros años de su juventud. De su educación se hará cargo nada menos que Adriano de Utrecht, uno de los más brillantes intelectuales de su tiempo, rector de la Universidad de Lovaina, que será elegido papa con el nombre de Adriano VI[2]:

“Fue elegido por Maximiliano de Austria, para que fuera maestro de su nieto Carlos de Gante. Ejerció su cometido durante diez años (1505-1515), que desarrolló con eficacia, llevando a cabo importantes misiones en defensa de los intereses de su pupilo, al que educó desde la temprana edad de seis años.”[3]

Adriano aterrizó en España, ya en 1516, para preparar la llegada de su discípulo a nuestro país, en 1517. Desde ese momento y hasta que fue designado como papa -en 1522- viviría aquí, actuando como intermediario entre Carlos y sus nuevos súbditos españoles, ejerciendo como monarca en funciones cuando el joven rey se marchó a Alemania para hacerse cargo de la corona austriaca y del Imperio alemán. A partir de 1520 tuvo que hacer frente a la sublevación de las Comunidades de Castilla:

“La Guerra de las Comunidades de Castilla fue el levantamiento armado de los denominados comuneros, acaecido en la Corona de Castilla desde el año 1520 hasta 1522, es decir, a comienzos del reinado de Carlos I. […] En octubre de 1517, el rey Carlos I llegó a Asturias, proveniente de Flandes, donde se había autoproclamado rey de sus posesiones hispánicas en 1516. A las Cortes de Valladolid de 1518 llegó sin saber hablar apenas castellano y trayendo consigo un gran número de nobles y clérigos flamencos como Corte, lo que produjo recelos entre las élites sociales castellanas, que sintieron que su advenimiento les acarrearía una pérdida de poder y estatus social (la situación era inédita históricamente). Este descontento fue transmitiéndose a las capas populares y, como primera protesta pública, aparecieron pasquines en las iglesias donde podía leerse:

«Tú, tierra de Castilla, muy desgraciada y maldita eres al sufrir que un tan noble reino como eres, sea gobernado por quienes no te tienen amor»”[4]

En el artículo “La génesis de nuestra identidad”[5] dijimos que los monjes cluniacenses diseñaron, en el siglo XI, el modelo de relación que España mantendría con el resto de Europa desde entonces. Pues bien, a principios del siglo XVI Adriano de Utrecht rediseña ese modelo y lo actualiza. Ya hemos dicho que, en ese momento, Flandes es la continuadora de la “función borgoñona”[6], su sucesora orgánica. El modelo de Adriano, que recoge lo esencial del cluniacense, está pensado para integrar a España en la Europa del Renacimiento, haciéndose eco de los profundos cambios políticos que se habían producido en el mundo durante los 500 años que separan a los dos escenarios políticos.

Durante los “años españoles” de Adriano de Utrecht es cuando llegan a la corte las noticias de la conquista de México y no creo que hubiera nadie en ese momento, en toda Europa, que fuera más consciente que él del poderoso potencial estratégico que esa conquista tenía y de cómo podía terminar transformando todo el sistema de relaciones políticas existente en el occidente europeo.

El modelo de Adriano lo podemos resumir de la siguiente manera: Austria pone la dignidad imperial, el poder que ejerce en el corazón de Europa, su influencia política, su proyecto de Imperio Cristiano y su prestigio acumulado. España  aporta su músculo, su fuerza bruta y el frente meridional que abre al enemigo a batir -que es Francia- y Flandes se encarga de la estrategia, de los objetivos.

En ese modelo, por tanto, lo que se valora de España es su potencial militar. Pero Adriano no ignora que nuestro país está empezando a construir en América un poderoso imperio terrestre y que ese hecho va a tener poderosas consecuencias en el futuro a niveles mundiales, porque además se está gestando en ese momento la articulación que Europa va a tener durante los siguientes siglos con el resto del mundo. Se está construyendo la división internacional del trabajo que caracterizará al mundo moderno, y en esa relación España se inserta como la gran intermediaria entre Europa y América, como la bisagra entre los dos mundos. Los españoles están sometiendo militarmente a los grandes imperios americanos, insertándose en la cúpula de las nuevas estructuras de poder que están creándose en el Nuevo Mundo, pero en Europa están desempeñando una función subordinada. La estructura política del nuevo Imperio español en ciernes está convirtiendo de facto a las autoridades españolas en América en una especie de mandos intermedios que reciben órdenes desde Europa. En definitiva, los españoles se han convertido en los capataces del Imperio, interpretando en este caso la palabra “Imperio” en su sentido más amplio. Es cierto que, si nos ceñimos exclusivamente al reinado de Carlos I, puesto que este monarca es el emperador de los cristianos por antonomasia, podemos concluir que los nuevos súbditos americanos son mandados por el “Emperador”. Pero en realidad no hay vinculación orgánica formal alguna entre los dominios americanos y el Imperio Germánico.

Lo que está surgiendo en Europa es una especie de laxa confederación que funciona básicamente en los planos ideológico y económico, no explicitada en el plano político y que, vista desde fuera, va a ir tejiendo una relación de sometimiento político con el resto de la humanidad, es a esa imposición política que Europa ejerce sobre el resto del mundo a la que denomino “Imperio”, cuyo beneficiario concreto ha ido cambiando a lo largo de los últimos cinco siglos, llegando a situarse incluso fuera de los escenarios europeos, en algunas de las nuevas europas que los occidentales han fundado en ultramar. Esa relación a que nos hemos referido no se va a romper hasta bien entrado el siglo XXI. Es esa fase de ruptura la que estamos empezando a vivir nosotros ahora –en esta generación nuestra-, aunque será mucho más evidente dentro de 30 ó 40 años.

Quiero subrayar aquí que, a principios del siglo XVI, reinando en España Carlos I, se diseñó, se definió y empezó a construirse el modelo de relaciones mundiales que se está rompiendo ahora. Por tanto hay una relación explícita muy poderosa entre los dos tiempos políticos. El análisis de las claves con las que nos insertamos en él puede ser muy útil, en este momento, para que no volvamos a incurrir en los mismos errores históricos que cometimos hace quinientos años, dado que ahora es el momento de definir las nuevas relaciones que nos van a vincular con nuestros vecinos durante los próximos siglos.

En la estructura política que lideraba Carlos I destacaban, entre la multitud de estructuras orgánicas que lo sustentaban, tres grandes trayectorias históricas que llevaban rumbo de colisión:

La primera de ellas es la del conglomerado germánico, que estaba sufriendo una profunda reestructuración interna, sufriendo una crisis existencial en la que se estaban redefiniendo desde la justificación ética de los comportamientos humanos hasta el sentido que tenían las formas institucionales heredadas de la Edad Media, pasando por la manera de organizar las relaciones económicas entre los hombres. Desde el punto de vista geopolítico Alemania estaba implotando y su incorporación a la macro-estructura liderada por Carlos I (al que ellos llamaban Carlos V) frenó ese proceso, fosilizando la estructura imperial con la ayuda de fuerzas venidas desde el exterior.

En el plano social, la Reforma Luterana, que aparece en esos momentos precisamente en el corazón de Alemania y que significa un replanteamiento global de las relaciones entre los hombres, una adecuación de la ética individual a los tiempos de la modernidad europea, una reformulación del papel de la Iglesia en el seno de la sociedad, etc., será, igualmente frenada en su proceso expansivo desde el exterior, impidiendo así la exportación del protestantismo hacia el sur y hacia el oeste, escindiendo de esta manera el occidente cristiano en dos bandos enfrentados (católicos y protestantes) y preparando el escenario para la primera gran contienda europea (precursora de las guerras mundiales que estallaron en Europa en el siglo XX) que fue La Guerra de los Treinta Años (1618-1648).

La segunda trayectoria histórica que se integró en la macro-estructura carolina fue el conglomerado flamenco-borgoñón, al que ya dedicamos un artículo específico (La “función borgoñona”) y que aislaba al espacio político francés del alemán, facilitaba la intervención de las grandes superestructuras ideológicas, diplomáticas, económicas y políticas en el vasto escenario de la europeidad en detrimento de los movimientos populares de gran alcance (como por ejemplo la Reforma Protestante) o para frenar la expansión de las emergentes naciones-estado (sobre todo en el caso francés).

La tercera trayectoria es la española, que venimos analizando de una manera mucho más detallada en este blog y que, como hemos venido viendo hasta aquí, es la más expansiva y ofensiva de todas, la más compacta y mejor estructurada pero, también, la más periférica y menos imbricada en el tejido europeo, que funcionaba de manera autónoma como una variable independiente, dentro de un contexto histórico en el que se alejaba por momentos de esa Europa, cada vez más remota, por obra y gracia de los vientos atlánticos que convertían a la Península –como la genial intuición de José Saramago captó- en una “balsa de piedra” a la deriva en el Atlántico, desplazándose con rumbo suroeste.

La integración de España en la superestructura del Habsburgo la amarró al puerto justo cuando estaba empezando la maniobra de salida, la volvió a conectar a la infraestructura de éste y empezó a bombear desde la balsa hombres y recursos hacia los otros dos escenarios sobre los que ésta descansaba.

España fue integrada por la fuerza en una organización multinacional, dirigida desde el exterior e integrada en una estrategia política que buscaba, en última instancia, la supervivencia del proyecto de Carlos el Temerario, pero en un contexto histórico radicalmente diferente. Lo nuevo se puso al servicio de lo viejo, lo más moderno y revolucionario fue instrumentalizado por los poderes universales (Papado e Imperio) para frenar los cambios que se estaban dando en Europa. La tradicional desconexión anímica entre los habitantes de nuestro país y los del occidente europeo permitió a las superestructuras que manejan los hilos desde la distancia oponer a una modernidad frente a otra en beneficio de lo más añejo, de lo más antiguo.

Cuando Carlos I es coronado como rey de España se produce el encuentro entre dos aristocracias que están ideológicamente emparentadas. Los nuevos flamencos-borgoñones que acompañan al Habsburgo y los viejos borgoñones castellanizados que llevan cuatrocientos años intentando meter en cintura a un pueblo que maneja unas categorías mentales muy diferentes de los pueblos centroeuropeos. Para éstos, ponerse por fin bajo las órdenes directas del Emperador de la cristiandad era algo así como la culminación de un sueño, el ascenso a la primera división de las naciones de Occidente, la posibilidad de emplear sus energías en el papel para el que, de alguna manera, habían sido predestinados. De esta manera Carlos recoge los frutos que sus antepasados habían sembrado siglos atrás en la Península Ibérica. Los viejos y los nuevos borgoñones rápidamente conectan entre sí, reforzándose mutuamente.

Cuando el Emperador, después de una vida de combate frente a los “enemigos de la fe” y del Imperio, llega a la conclusión de que el avispero alemán necesita unos gobernantes dedicados en exclusiva a la tarea de dirigirlo y que mantenerlo vinculado al resto de la superestructura política que él había heredado era un error estratégico, ve meridianamente claro que España y Alemania debían de quedar integradas en sendas organizaciones políticas diferenciadas que había que deslindar con relativa celeridad, ante lo complejo de la coyuntura que se presentaba al final de su reinado.

Pero, para Carlos, la “joya de la corona” era su patria chica, el territorio que, por estas latitudes, recibía la denominación genérica de Flandes y que se corresponde aproximadamente con lo que hoy llamamos Benelux. Para él su doble condición de Rey de España y de Emperador de Alemania era un poderoso instrumento, una formidable palanca que debía conducirle a conseguir sus grandes proyectos políticos. Pero veía el mundo desde la perspectiva de un flamenco de Gante[8]. Podía haber dividido sus dominios de tal forma que toda la herencia que había recibido por vía paterna –Austria, los derechos imperiales y el reino flamenco-borgoñón- hubiera quedado en un lado y la materna –la herencia de los Reyes Católicos- en el otro. Pero esta solución hubiera dejado a Flandes en la órbita del Imperio Germánico y, por tanto, sumergida en los interminables conflictos que aquejaban a éste.

Una Flandes unida a España, sin embargo, presentaba la ventaja –para él- de quedar inscrita en una superestructura política mucho más estable y poderosa, recibiendo de sus socios peninsulares una reserva estratégica de potencia que le asegurara su independencia frente al potente enemigo francés. Había interiorizado el modelo político de Adriano de Utrecht de un estado unificado de flamencos y españoles en el que los primeros diseñarían la estrategia política y los segundos aportarían el músculo, la fuerza bruta. Una vez trazado el objetivo se puso manos a la obra. Decidió que la persona que debía materializar este proyecto debía ser su hijo –el futuro Felipe II-:

“Carlos V comenzaba a tener conciencia de que Europa se encaminaba a ser gobernada por nuevos príncipes, los cuales, en nombre del mantenimiento de los propios Estados, no intentaban mínimamente alterar el equilibrio político-religioso al interior de cada uno de ellos. Su concepción del Imperio había pasado y se consolidaba España como potencia hegemónica.

En las abdicaciones de Bruselas (1555–1556), Carlos I deja el gobierno imperial a su hermano, el rey de romanos Fernando y la de España y las Indias a su hijo Felipe.”[9]

Cuando Felipe II hereda la monarquía hispánica el rumbo ya estaba trazado y la nave española se desplazaba, a velocidad de crucero, hacia a su destino. La España de los Trastámara había quedado ya muy atrás y la contradictoria “modernidad” de los Habsburgo estaba cargada de arcaísmos, mezclando en el imaginario de sus dirigentes el idealizado pasado de los caballeros medievales con el presente de los imperios ultramarinos. Esa curiosa y contradictoria mezcla que Cervantes nos muestra lúcidamente en las páginas del Quijote. Estamos entrando en el Siglo de Oro español.


[1] “La eclosión del mundo ibérico”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-eclosion-del-mundo-iberico.html
[2] Adriano VI (1522-1523) será el último papa no italiano anterior al pontificado de Juan Pablo II.
[3] http://es.wikipedia.org/wiki/Adriano_de_Utrecht
[4] http://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_las_Comunidades_de_Castilla
[5] http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/la-genesis-de-nuestra-identidad.html
[6] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-funcion-borgonona.html
[8] No olvidemos que Gante“en el siglo XVI fue, después de París, la ciudad medieval más grande de Europa al norte de los Alpes” (http://es.wikipedia.org/wiki/Gante ; 15/2/2008).
[9] http://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_I_de_Espa%C3%B1a