domingo, 29 de enero de 2012

El occidente de Asia




Imagínese, por un momento, a un astrónomo del planeta Marte orientando su telescopio hacia La Tierra y dedicándose a hacer un mapa de nuestro planeta. Una vez terminado su trabajo cartográfico, con la intención de divulgar nuestra geografía entre sus conciudadanos, se dedicará a poner nombres marcianos a todos los accidentes de la geografía terrestre.

Después se presentará ante su expectante auditorio y entrará en una descripción de nuestro mundo tal y como se puede observar desde allí. Les hablará de la gran cantidad de océanos que lo cubren -así como de su extensión- y después se detendrá en sus continentes, que son seis: Asia, África, Oceanía, La Antártida, América del Norte y América del Sur, por supuesto rebautizados cada uno con el nombre de algún dios de la mitología marciana, de algún gobernante destacado o bien de algún científico eminente de allí.

Si uno de nosotros se colara de contrabando entre su auditorio tal vez le preguntaría (a través del correspondiente traductor) ¿Y Europa?, y él contestaría preguntando, a su vez: ¿Euro qué?

Inténtese poner, por un momento, en el lugar de nuestro eminente astrónomo marciano. Usted no sabe nada de la historia de La Tierra. Es más, no sabe siquiera si existen los terrícolas. Y alguien le muestra un mapamundi físico de ella. ¿Por qué debemos suponer que Europa es un continente? ¿Qué es un continente? Algo así como una isla gigantesca ¿no? Una masa territorial perfectamente definida, desde el punto de vista geográfico, y con entidad suficiente como para que no la podamos considerar una simple isla.

Pues bien, Europa, desde esa perspectiva, no es un continente. Es, simplemente, la región más occidental de Asia. La supuesta línea divisoria que nos separa de nuestros vecinos del Este –los montes Urales- no son nada comparados con el Himalaya, y a nadie se le ocurre decir que La India está en un continente distinto de China, a pesar de que sí lo es desde un punto de vista geológico, lo que no sucede en el caso europeo.

¿Por qué diablos nuestros geógrafos se dedican entonces a decir que Europa es una entidad que merece, nada menos, que el rango de continente? Pues porque los europeos (y algunos descendientes suyos) somos los seres más egocéntricos que existen en el planeta Tierra. Sólo por eso. Porque razones objetivas no hay para afirmar tal cosa. Ahora bien, ¿usted se imagina a un aristócrata inglés o prusiano reconociendo que comparte continente con las razas inferiores de Asia? Eso es algo superior a lo que su ego puede permitirse. Ya les cuesta trabajo admitirnos a los “latinos” en él, no digamos a los árabes, los hindúes, los malayos…

La única razón que hay para establecer una separación entre Europa y Asia es cultural. Europa, hasta finales de la Edad Media, era el territorio de los cristianos. Después los europeos se extendieron por América y Oceanía y, aunque el cristianismo se expandió por muchas más zonas que los descendientes de los europeos, esos nuevos cristianos conversos no son blancos, y conviene que no se crean demasiado el mensaje evangélico que dice que todos los hombres son iguales, porque algunos, desde luego, son más iguales que otros.

Si, por nuestra parte, hiciéramos extensivo a todo el planeta el criterio cultural para establecer los “continentes” entonces, indudablemente, tendríamos que subdividir Asia en tres o cuatro más –además del europeo-, porque es evidente que –siguiendo ese criterio- China, La India o el mundo árabe se diferencian entre sí de manera tan nítida como Europa con respecto a cualquiera de esas zonas.

Y sin embargo ese no es suficiente motivo como para que, en estos casos, hagamos prevalecer el criterio cultural sobre el geográfico, tal y como hacemos en el caso europeo.

¿Cuál cree usted que es la razón que nos hace aplicar este doble rasero en el análisis de la realidad que nos circunda? Pues una muy obvia: Que los europeos nos sentimos el “ombligo del mundo”.

Dirija ahora su mirada hacia América. Para los marcianos de nuestra historia está claro que son dos continentes, pero los blancos de mentalidad eurocéntrica sólo ven uno. ¿Por qué? Pues porque -también desde el punto de vista cultural- los dos mantienen una relación con Europa que es parecida. Si los norteamericanos fueran cristianos y los sudamericanos musulmanes –o viceversa- no habríamos dudado en visualizar su doble continentalidad, como nuestros amigos los marcianos. He aquí que cuando nos parece aplicamos el criterio cultural y cuando no, el geográfico.

Esa visión eurocéntrica del mundo no es en absoluto inocente. Tras ella subyace una visión racista de las relaciones entre los hombres, como salta a la vista. Y está claro que, tras el aséptico discurso académico que intenta presentar el mundo de una manera más o menos “científica” se esconde, como en la “ciencia económica”, como en la “sociología”, etc. un planteamiento claramente ideológico, cuasi metafísico.

Los sesudos profesores de nuestras eminentes universidades argumentarán que la palabra “Europa” es de origen griego y de ahí derivarán el concepto de europeidad. Es obvio que si nosotros sólo conociéramos la parte de La Tierra que conocían los griegos, concluiríamos que Europa y Asia son dos lugares claramente diferenciados por razones geográficas y haríamos bien en establecer esa clasificación de las zonas del mundo conocido (Si fuéramos hormigas y nos encontráramos con un humano que estuviera durmiendo pensaríamos que es una montaña). En su caso, y en el de los romanos, no había motivos de tipo cultural para afirmarlo, puesto que el área peri-mediterránea era un espacio continuo en el que no había bruscas diferencias culturales, más allá de las que hay normalmente entre un país y el vecino. La gran ruptura ideológica que se impuso en la Edad Media entre los habitantes de la margen septentrional del antiguo “Mare Nostrum” y los de la meridional y oriental aún no se había producido.

Pero la palabra “Europa” en la Edad Media se carga de un contenido bíblico que no tenía en la antigüedad. La visión totalizadora del mundo que poseen los monoteístas les lleva a establecer, entre los hombres, divisiones maniqueas que no existían en las mentes de los politeístas antiguos. Esa oposición entre buenos y malos, entre portadores de la verdad e infieles que no cejan en su empecinamiento en el error, se ha enmascarado, durante los últimos doscientos años, detrás de un discurso cientifista que no es más que la continuación de la metafísica bíblica por otros medios. De todas formas el enmascaramiento es tan burdo que basta darse un paseo por el mundo para descubrirlo.

Detrás del complejo de superioridad que el hombre blanco siente sobre el resto de la humanidad se oculta, agazapado, el concepto de “pueblo elegido” del Antiguo Testamento. El europeo se siente protegido por la nueva divinidad, que es el Dios padre de la Biblia que ha ganado en abstracción, perdiendo –primero- toda posible corporeidad y –después- la mayor parte de sus atributos humanos, para acabar convertido en el Dios de los relojeros de Newton, que con su implacable defensa de las reglas inflexibles que rigen el Universo nos garantiza que la máquina infinita que definimos con ese nombre va a seguir funcionando eternamente.

Pero mira por donde ese Dios implacable ha hecho una excepción con nosotros y, si tenemos la piel clara, descendemos de algún cristiano y tenemos cierto nivel cultural nos va a tratar de manera diferente y va a ser mucho más comprensivo.

La nueva divinidad sí que es capaz de percibir nuestras necesidades, ha establecido un pacto con nosotros, que es una prórroga del que acordó con Abraham, y ha elevado, gracias a Lutero -recordemos su frase más paradigmática: “sólo la fe nos salva”-, nuestra subjetividad a la categoría de divina (la subjetividad de los otros es una mierda: ellos no descienden de Abraham, ni física ni, mucho menos, simbólicamente). En realidad, como tenemos un teléfono directo para comunicarnos con él (algo así como el teléfono rojo de la “Guerra Fría” entre Washington y Moscú), basta que le maticemos por qué, por ejemplo, hay que salvar a los banqueros y condenar a los trabajadores griegos, ya estos son unos manirrotos, que no piensan más que en gastar, mientras que aquellos juegan –perdón, quise decir invierten ¿en qué estaría yo pensando?- en una bolsa que no es un casino como creen los malpensados, sino una pieza fundamental para la creación de riqueza y de prosperidad. Basta, repito, que le expliquemos a ese Dios tan razonable nuestros sensatos argumentos, para que él se ponga en contacto con el resto de las inteligencias que han recibido el don del espíritu santo para difundirlos de manera telepática.

Pero últimamente están sucediendo en el mundo cosas muy extrañas. Parece como si el Dios de los blancos, ese que –en su día- hizo un pacto con Abraham y después lo prorrogó con nosotros –en su versión 3.0 o “científica”, recordemos que la 2.0, o “evangélica”, la firmó con Lutero y con Calvino en el siglo XVI- nos está dando de lado. Sorprendentemente se ha puesto a ayudar a los chinos y a los hindúes -que ni siquiera son cristianos, aunque están haciendo cursillos intensivos para aprender la versión “científica” (la 3.0) del cristianismo- ni blancos y también a los brasileños que, aunque nominalmente cristianos (no llegaron ni siquiera a la 2.0), son “latinos”, es decir manirrotos, derrochadores … y… ¡mestizos!

Y no se ha quedado ahí. Además, está permitiendo que personas de razas inferiores y/o de religiones extrañas estén emigrando masivamente al sacrosanto continente europeo y lo estén contaminando con su presencia. Por arte de magia podemos contemplar anonadados la aparición de mezquitas en los Alpes o en el país de la Reina Victoria o la celebración de carnavales latinos en Notting Hill. Algún agente demoníaco debe estar actuando por el mundo.

El siglo XXI se está convirtiendo en el de la venganza de las razas inferiores. Por primera vez en la historia estalla una crisis económica en los países ricos que no se propaga a los pobres. ¿Habrase visto mayor dislate? Mientras Europa conoce la recesión y ve como el desempleo se multiplica, China continúa creciendo con tasas cercanas al 10% y en Iberoamérica la prosperidad avanza y, con ella, la democracia y una mayor justicia social. ¡Si Nixon levantara la cabeza! Le daría un patatús.

Parece que la Historia, esta vez, está empezando a poner las cosas en su sitio y empezando a equilibrar un poco la balanza. El péndulo de su reloj, después de haber alcanzado el punto extremo de concentración del poder planetario, empieza a moverse en la dirección contraria, que es la de la democracia y la igualdad. Algún día de estos –quizá cuantos los asiáticos alcancen la mayoría de la población en Inglaterra, que no crean ustedes que está muy lejano-, algún profesor de Oxford -de origen pakistaní claro- descubrirá que, como ya saben los marcianos, Europa tan sólo es la región más occidental de Asia.

domingo, 22 de enero de 2012

El futuro de nuestras pensiones

Dicen los voceros del Sistema, los ecos serviles de la reacción política, que corre peligro el futuro de nuestras pensiones, por aquello de la curva demográfica, que no para de envejecer. Para lo cual se me ocurre una respuesta inmediata, casi automática: rejuvenezcámosla. Si ha leído mis anteriores artículos ya estará al tanto de lo que pienso al respecto. Y si me preguntan cómo hacerlo, mi respuesta es igual de automática: bajen el precio de las viviendas sociales y pongan en el mercado el número suficiente para satisfacer la demanda. Sólo eso, no hace falta más. Que cada familia determine libremente su propia estrategia vital, con los menores lastres -de por vida- posibles. Entonces verán como el número de sus miembros aumenta de manera espontánea, sin las camisas de fuerza con que el Sistema lleva dos generaciones intentando extinguirlas.
Pero el asunto merece un análisis más detallado, porque detrás de esa afirmación se esconde todo un modelo de sociedad, una manera de entender las relaciones entre los hombres, una ética mercantilista, que reduce el valor de la vida humana a lo que esta representa para el mercado. Un mercado –además- monopolista en el que el que está emitiendo esos mensajes controla algunas variables determinantes y puede forzar, a voluntad, las crisis financieras, energéticas y políticas, poniendo así de rodillas a los representantes sociales para obligarlos a comulgar con ruedas de molino.
Pero vayamos por partes, para desmenuzar un poco sus diversos componentes. Empezaré por lo más concreto y local, para ir trascendiendo después hacia lo general y lo mundial.
Llevo treinta años observando anonadado como, en este tema concreto, el discurso de los socialistas españoles es uno de los más reaccionarios de todos los que escuchamos en el país, claramente alineado con la gran patronal y con la banca. En la práctica, la edad con la que los españoles se jubilan no se ha movido hasta las recientes reformas de Zapatero, pero sí que se aumentó, varias veces, el período de cotización necesario para jubilarse y el número de años que entran en el cálculo de la media para determinar la cuantía de la pensión. Lo más llamativo del mandato de los diferentes gobiernos socialistas (tanto de los de Felipe González como de los de Rodríguez Zapatero) ha sido el discurso apocalíptico que se apoderó de los medios, con el que colaboraron activamente los miembros del gobierno. La política de amedrentamiento de las clases populares, que auguraban una quiebra de la seguridad social, ha servido de coartada para la adopción de medidas impopulares con el fin sacrosanto de “garantizar la viabilidad del sistema”.
En los años 90 comenzó a abrirse paso el debate sobre el modelo chileno de pensiones, como una manera de independizar la garantía del cobro de las pensiones futuras de la evolución de la demografía. En resumen el dilema era el siguiente: Las pensiones públicas se basaban –hasta entonces- en un sistema de reparto del dinero que estaban cotizando los trabajadores en cada momento. Según este, los trabajadores actuales deben pagar las pensiones de los jubilados actuales. Con este sistema, aparentemente –ya veremos más adelante como eso es muy relativo- la demografía resulta determinante y pasado un cierto umbral –relativo también- de miembros de clases pasivas con respecto al de los de las clases activas, se supone que el modelo se vuelve insostenible.
Sin embargo, si cualquier persona contrae un seguro privado de pensiones, el sistema es muy diferente. Cuando suscribe un seguro de este tipo lo que está haciendo, en realidad, es metiendo dinero en una hucha, que recuperará cuando decida jubilarse. Mientras tanto el dinero se puede invertir y puede ir produciendo a su vez más dinero, lo que ayudará a capitalizar aún más ese fondo.
La pregunta es ¿por qué no se gestionan las pensiones públicas con la filosofía de las privadas? ¿Por qué no se crea un fondo público de capitalización para pagar las pensiones del futuro? En eso consiste el modelo chileno. En Chile, hace muchos años que se decidió crear un fondo de este tipo para cubrir las pensiones futuras. Teóricamente, a cada persona debe importarle un bledo –con este sistema- si en el futuro habrá suficientes trabajadores en el país para pagar su pensión, puesto que lo que hará será recoger el dinero que él ha ido aportando al mismo. Aquí no nos importa para nada la demografía, aunque sí la longevidad, porque no es lo mismo vivir 20 años más después de jubilarse que vivir 40. En el segundo caso hay que generar un fondo mucho mayor.
El problema está en que no es fácil pasar del primer modelo al segundo, del sistema de reparto al fondo de capitalización. La fase de transición entre ambos debe ser larga, entre 30 y 40 años, por lo menos. Y durante ese tiempo la seguridad social tiene que funcionar con superávit. Tiene que estar recogiendo dinero suficiente para pagar a los jubilados actuales y, además, para los futuros.
Pues bien, este asunto, además de otros relacionados con la Seguridad Social, se estuvo debatiendo ampliamente en España durante la primera mitad de los años 90, hasta que finalmente se llegó a un gran acuerdo entre todas las fuerzas políticas y sociales –en 1995- que se conoce como “El Pacto de Toledo”. Desde ese momento se empezó a trabajar con la vista puesta en ese fondo de capitalización que debe garantizar la viabilidad de las pensiones en el futuro. Así pues, cada año que pasa –y ya van 16- nos alejamos un poco más del sistema puro de reparto y nos acercamos un poquito al sistema de capitalización. Por tanto si los agoreros tenían pocos motivos reales entonces para amenazarnos con las penas del infierno, hoy aún tienen menos. Y sin embargo los “expertos” cada vez rebuznan más fuerte y nos ocultan que lo de verdad amenaza a nuestras pensiones es el desempleo de los “activos”, no la pensión de los “pasivos”.
Hasta aquí los argumentos que hemos utilizado han sido los que emplearía cualquier contable que no tenga la más mínima intención de tocar la naturaleza del Sistema social en el que estamos inmersos. Pero en realidad este es un falso debate, que se queda por las ramas y no entra para nada en el meollo del asunto.
Tras ellos se esconde una concepción del mundo según la cual los miembros “activos” de la sociedad son aquellos que están cobrando un salario o generando ingresos de capital –porque son los que producen- y los “pasivos” serían todos los demás. Según esa lógica, un señor que vive de las rentas (de sus inversiones) es un elemento “activo” (muy activo, además, por la “rentabilidad” que produce, aunque se llame Bernard Madoff), también lo sería el empleado de seguridad que vigila en la boca del metro, a pesar de llevarse horas cruzado de brazos durante su jornada de trabajo (porque su trabajo consiste en vigilar). En cambio una mujer, ama de casa, que atiende a tres menores y a un anciano dependiente sería un elemento “pasivo”. Por supuesto también entra en la lista de los “pasivos” el jubilado que atiende a sus nietos durante la jornada laboral de sus hijos, permitiendo así a estos trabajar sin preocupaciones al servicio del resto de la sociedad. Una empleada de un jardín de infancia sería un elemento “activo” de la sociedad porque cobra por cuidar a los niños pequeños. La abuela que la suple en las familias que no se pueden permitir el lujo de pagarlo, o sencillamente que prefieren no hacerlo, es un elemento “pasivo” porque no cobra por ello. Bastaría, por tanto, que la abuela le pasara factura a su hijo o hija, por cuidar a su nieto (y que la declarara a Hacienda) para que, estadísticamente, pasara de la lista de “pasivos” a la de “activos”. El pago en especie no vale. Tampoco en metálico si no está declarado, ni la compensación de trabajos (yo hago algo para ti a cambio de que tú hagas algo para mí).
En realidad, la utilidad social de nuestro trabajo es un dato secundario. Lo que importa, para los economistas, es su traducción monetaria. Estamos llegando a situaciones tan absurdas como que la inmensa mayoría de países, que tienen a los presos en cárceles de titularidad pública, contabilizan el presupuesto penitenciario, lógicamente, como un gasto. Pero mira por donde hay algunos (Estados Unidos o Argentina) que están concertando prisiones con empresas de seguridad privadas y generando, por tanto, actividad empresarial que factura y declara a Hacienda y de esta manera -por arte de birlibirloque como diría Don Quijote- el gasto se convierte en una fuente de riqueza y el aumento de la delincuencia termina incrementando, siempre estadísticamente hablando claro, la renta per cápita del país. (De hecho un robo, o un incendio, si se produce sobre un bien asegurado, también es una fuente de riqueza. Japón ha conseguido relanzar un poco su economía –últimamente- como consecuencia del Tsunami) ¿Habrá situación más kafkiana? ¿Comprueban como, efectivamente, los expertos cada vez rebuznan más alto?
Vayamos a los fundamentos: ¿Nosotros que necesitamos para vivir? Primero alimento ¿no? ¿Quiénes producen nuestros alimentos? Las personas que se dedican a la agricultura, la ganadería y la pesca ¿no? Es decir, el 2% de la población activa, por término medio, en un país desarrollado, que no producen sólo nuestros alimentos sino, también la materia prima de nuestra ropa, calzado, muebles y muchos más objetos. Olvídense del mercado. El 2% de la población está produciendo todo lo que -de verdad- necesitamos para vivir. Cada productor del sector primario está alimentando, vistiendo y calzando a 70 u 80 personas.
¿Qué más necesitamos? Una vivienda ¿no? ¿Cuál es el coste real de una vivienda? Me refiero al valor del trabajo necesario para construirla, no al precio que los especuladores quieran pedir en función de la ubicación de la misma o de las restricciones que las oligarquías han introducido en el mercado para expulsar del mismo a las clases populares. Imaginen que el terreno ya lo tienen y que tienen que pagar al arquitecto, al aparejador, a los albañiles y a los proveedores de los suministros necesarios para construirla. Una casa aislada, de unos 100 m2 no debe costar más de 60.000 euros. Un piso en un edificio para varios vecinos, mucho menos que eso. Repartan ese dinero a lo largo de la vida adulta de una persona a modo de alquiler. Si la esperanza de vida estaba en España en 82 años en 2010, suponiendo que una persona se incorpore al mercado laboral a los 25 años (dejémosle tiempo para formarse), le quedan en ese momento 57 años por delante. Dividan los 60.000 euros entre 57 y después entre 12. ¿A cuánto sale? No llega a 90 euros mensuales. Pongamos 150 de media para absorber gastos financieros y mantenimiento básico. Estamos hablando de una vivienda aislada habitada por un solo adulto. Si dos adultos viven juntos debería dividirse el coste entre dos y si lo hacen en un edificio con muchos más vecinos debería todavía bajar mucho esa cantidad. ¿Por qué las familias, entonces, se endeudan de por vida para poder satisfacer esa necesidad básica?
¿Qué más necesitamos? Ropa, algunos muebles y aparatos, herramientas y utensilios diversos. ¿Cuánta gente hace falta para producir todo eso? Añadamos ahora los necesarios para fabricar los bienes de equipo imprescindibles para que la elevada productividad actual de los trabajadores que hemos citado se mantenga, los educadores, el personal sanitario, y la infraestructura básica imprescindible para organizar y distribuir todo esto. Quiero decir la imprescindible. Cada persona puede vivir junto a su lugar de trabajo. Los desplazamientos kilométricos diarios para ir al mismo no son necesarios, por tanto tampoco es necesario que tengamos un vehículo. ¿Se imaginan la cantidad de puestos de trabajo que nos podemos ahorrar si prescindiéramos de los vehículos privados y de toda la infraestructura necesaria para sostener ese mercado?
¿Qué porcentaje de la población total es imprescindible que siga trabajando para poder satisfacer todas estas necesidades básicas? ¿El 20%? ¿El 25%? Es altamente probable que esté inflando ese porcentaje. A todos los demás, llegado el momento, los podemos enviar al desempleo. No son estrictamente necesarios para nuestra supervivencia.
¿A quienes mandamos al paro? ¿A los más feos? ¿A los más bajitos? ¿Hacemos un sorteo? Imaginemos que ya está parado el 70% de la humanidad. ¿Qué hacemos con ellos? ¿Los subsidiamos o dejamos que se mueran? Imaginemos que hacemos lo segundo. Dentro de algún tiempo sólo tendremos el 30%  de la población que había antes de tomar esa decisión tan drástica. Entonces tendremos superproducción porque los activos de antes eran los que producían lo necesario para la supervivencia de la población de antes. Si esa población se ha reducido en un 70% ahora habría que reducir la producción en un 70%, nos sobrará el 70% de los supervivientes y vuelta a empezar.
¿Se da cuenta del absurdo de los argumentos con que nos están bombardeando desde los medios de comunicación? Como sigamos ajustando la economía indefinidamente terminaremos sobrando todos. Si el Sistema genera una masa inmensa de desempleados la solución no es alargar el tiempo de trabajo de los que quedan trabajando, ni tampoco reducir sus ingresos, que para el caso es lo mismo. Con 5 millones de parados en España, retrasar la edad de jubilación es de juzgado de guardia, es un crimen de lesa humanidad.
¿Qué no les podemos pagar? ¿Quién ha dicho eso? ¿Qué es el dinero? El dinero es un medio, un instrumento que inventaron los humanos para flexibilizar el trueque. El dinero es una convención que hemos adoptado para intercambiar nuestro trabajo. Pero la riqueza de una sociedad sólo es el fruto del trabajo de los hombres. Somos ricos si alguien está dispuesto a trabajar para nosotros, si alguien está dispuesto a prestarnos algún servicio. Normalmente eso puede conseguirse con dinero, pero el dinero sin servicios, el dinero que no obtiene contrapartidas a cambio no sirve para nada.
En estos momentos hay millones de personas que saben trabajar y que no lo hacen porque no hay nadie que esté dispuesto a pagarles por ello. Como no trabajan y sus ingresos -cuando los tienen- son muy precarios, han reducido drásticamente su consumo y al hacerlo están provocando que algunos cientos de miles más también se queden sin empleo. Si los que saben trabajar llegaran a un acuerdo entre ellos para intercambiar su trabajo, podrían independizarse de los mercados oficiales y de sus instrumentos y volver innecesario el dinero de curso legal, para que los avaros que han coleccionado miles de millones se los coman con patatas. ¿Se imaginan a un multimillonario queriendo comprar algo mientras el tendero de turno se niega a vendérselo? Parece una situación absurda, pero no lo es más que lo que está sucediendo ahora entre nosotros. Sería algo tan sencillo como ir creando comunidades de intercambio que sólo acepten este en una relación de reciprocidad. Habría que empezar a construir un modelo de comercio ético que expulse del mercado a los delincuentes sociales.
Cómo he dicho más arriba, nuestras necesidades básicas pueden ser cubiertas por el 30% de la población activa. O por el 100% si trabajan el 30% del tiempo. Y ese 30% del tiempo se puede repartir de muchas maneras: Podemos trabajar 12 horas a la semana o bien 15 años de nuestra vida. Pero todos debemos tener acceso igualitario al trabajo y al consumo.
Ahora bien, es posible que queramos algo más que lo básico. Y entonces deberemos trabajar más, claro. Eso podría ser una opción individual o una opción colectiva. Tenemos enfrente un gran reto planetario: El cambio climático. A lo mejor habrá que poner a trabajar más personas para combatir ese problema. Podemos crear nuevos yacimientos de empleo dedicando gente a cuidar el medio ambiente, a regenerar suelos degradados, a investigar la curación de enfermedades, a atender a la población dependiente, a transformar los desiertos en tierras productivas, a explorar el espacio exterior, a sumergirse en las profundidades oceánicas, etc. etc. etc.
¿Qué tienen en común todas esas nuevas actividades que he enumerado en el párrafo anterior? Que serían tareas que debiera planificar y dirigir el estado o alguna entidad supranacional, no el mercado. Y los recursos deben salir del lugar de donde el estado los saca: de los impuestos. ¿Qué significa eso? Pues que los impuestos deben subir para que el estado pueda acometer nuevas tareas. Significa que necesitamos más estado, no menos, como ya expuse en un artículo anterior[1], que debemos construir un nuevo consenso colectivo, un nuevo pacto social en el que, para financiar nuevos objetivos muy definidos y concretos –no para sufragar corruptelas- se deben definir nuevos impuestos y nuevos mecanismos de gestión absolutamente transparentes que nos permitan detectar las posibles desviaciones de dinero hacia fines distintos de los acordados en el mismo momento en que se produzcan. Significa que debemos basar las relaciones entre los hombres en un compromiso ético en el que valoremos el trabajo de cada cual en función de su utilidad social, no de su rentabilidad económica.
Un nuevo mundo es posible. Un mundo que debemos pensar y construir entre todos. Una sociedad que trabaje para satisfacer las necesidades de todos, no sólo la de un puñado de ricachones. Es la hora de construir nuevas alternativas.


[1] http://polobrazo.blogspot.com/2011/10/mas-estado-para-salir-de-la-crisis.html

jueves, 12 de enero de 2012

Las fronteras intangibles

Hoy les invitaré a observar algunos mapas y haremos algunas reflexiones al respecto. No son los mejores disponibles para explicar lo que quiero, pero tampoco están protegidos por copyright, así que tendremos que conformarnos con ellos.

Empezaremos por uno, sacado de Wikipedia en su acepción “Celta”, que nos muestra la distribución de los pueblos de esta etnia en su momento de máxima expansión, sobre el siglo III A. C.:

Distribución de los pueblos celtas por Europa

El segundo nos muestra la geografía del Imperio Romano, también en su mejor momento, alrededor del año 200 de nuestra era:

En el tercero podrán observar la distribución de las confesiones religiosas en Europa aproximadamente sobre 1660, tras la Guerra de los Treinta Años, que fue, básicamente, una guerra religiosa entre católicos y protestantes. Esta distribución ha sobrevivido, en lo fundamental, hasta la actualidad:

Distribución de las diferentes confesiones religiosas en Europa en 1660.
¿Detectan algún elemento común entre los tres mapas? Observen que, a grandes rasgos, la frontera entre celtas y germanos por la zona de Alemania en el siglo III A.C. no anda muy lejos del curso de los ríos Rhin y Danubio, que fue en la que los romanos se atrincheraron algunos siglos después frente a estos últimos (Hay mapas más fiables que este de Wikipedia en los que esto se ve más claro, pero no son públicos y por eso los he omitido) y que, en buena medida, esa frontera sigue todavía hoy separando en la zona a los católicos de los protestantes. De alguna manera la oposición que en la protohistoria europea separó a esos dos pueblos ha sobrevivido durante más de dos mil años y hoy se manifiesta en términos religiosos.

Podría parecer una curiosa coincidencia, pero más hacia el este, entre Alemania y Polonia, la frontera entre protestantes y católicos se superpone en buena medida sobre la que separa a los pueblos de origen germánico de la de los de origen eslavo y no son los únicos casos que se dan en el mundo. En Irak las áreas de distribución actuales de kurdos, sunitas y chiitas reproducen las que en la antigüedad tenían respectivamente los asirios, acadios y sumerios. En el mundo islámico, en general, las áreas geográficas de mayoría chií presentan una distribución que reproduce las fronteras del Imperio Sasánida, que es la última estructura política con que se dotaron los persas antes de la invasión musulmana. En la Europa mediterránea los límites entre católicos y ortodoxos son los mismos que separaron, en su día, a los dos imperios romanos –el de oriente y el de occidente-.

Tantas coincidencias no pueden ser casualidad. Estas fronteras, que hoy parecen ser sólo ideológicas, están reproduciendo actitudes profundas, sustratos étnicos sobre los que se han construido después diferentes realidades políticas y, también, culturales. Personalmente pienso que la filiación concreta con la que hoy se nos presentan estos pueblos puede llegar, en parte, a ser anecdótica. Pero lo que no son anecdóticos son los juegos de oposiciones sobre los que descansan. En el Medio Oriente –hoy- la frontera que separa a los sunitas de los chiitas es la misma que separaba a los cristianos de los mazdeístas antes de la invasión musulmana, que en su día se estableció porque entonces separaba a otras creencias previas. Lo que ha sobrevivido es la frontera, no las creencias. Los iraquíes del sur se sienten diferentes de los del centro del país y estos, a su vez, de los del norte. Por eso han buscado marcadores de etnicidad que les ayuden a hacer visible esa diferencia. Y el enfrentamiento sigue, en los mismos términos que hace cinco mil años, cuando acadios y sumerios guerreaban entre sí defendiendo unas fronteras que entonces eran étnicas y lingüísticas, además de religiosas.

Sobre estas viejas estructuras los nuevos gobernantes intentan crear nuevos imperios, ya militares, ya ideológicos, ya comerciales. Muchas veces ignorando olímpicamente las enseñanzas de la historia. Los americanos llevan mucho tiempo intentando doblegar a Irán (los antiguos persas), que tiene detrás un largo recorrido histórico. Un pueblo que resistió a los árabes, a los bizantinos, a los romanos, a los griegos, a los asirios… ¿por qué iban a doblegarse hoy? Hace cuarenta años Irán era el país más pro-occidental de la zona, pero su occidentalismo ya pasó. ¿Por qué? Los occidentales acostumbran a dirigirse al resto de pueblos de La Tierra con una prepotencia insufrible, pero conviene que no se equivoquen, como en Irak, como en Afganistán. Pueden ganar batallas pero no la guerra. Son pueblos que miden su tiempo en miles de años, no en legislaturas. Los juegos de oposiciones sobrevivirán a esta generación y también a la siguiente, como en los tiempos del califa Alí -el yerno de Mahoma-, como en la época sasánida, como en los tiempos de Alejandro Magno.

Y lo mismo sucede en otros lugares. Lo que dijimos sobre el pro-occidentalismo del Irán del Sha lo podríamos decir sobre el pro-americanismo de la Cuba de Batista. Un exceso en una dirección puede terminar provocando como respuesta un exceso en la contraria. Acusar de totalitario o de fanático al adversario no arregla las cosas. Esa actitud sólo sirve para enrocarse, para eternizar los conflictos. A veces me parece como si los cubanos estuvieran siguiendo algún manual sobre “encastillamiento” escrito por algún castellano del siglo X. Los “genios” del Pentágono -que dominan las altas tecnologías- resulta que suspenden en Historia.

Pero volvamos a la vieja Europa que, como los pueblos del Oriente Medio, tiene una larga historia detrás. Estamos viviendo un nuevo espejismo europeísta, como el de Carlomagno, como el de los otones, como el de Carlos V, Napoleón o Hitler. El actual es el enésimo intento de unificar nuestro continente. Ninguno de los anteriores fue capaz de sobrevivir a la generación que lo intentó. Ahora me gustaría que contemplaran otros dos mapas. El primero de ellos es el del Imperio de Carlomagno, a principios del siglo IX:
 
Imperio Carolingio. Los territorios sometidos a su autoridad son los representados en color rosa y en color verde. Los amarillos son estados aliados, pero independientes.

Ahora contemplen los países fundadores del Mercado Común Europeo:


Conclusión: 1150 años después, los mismos están intentando lo mismo.

¿Cuál será el resultado final de este nuevo intento unificador? Quisiera ser optimista, pero lo que es obvio es que los modos cada vez son menos democráticos. Como todos los intentos anteriores. La deriva autoritaria cada vez nos recuerda más a la Europa de Carlos V o, incluso, a la de Napoleón. Y ya sabemos cómo acabaron esas historias.

Sin embargo, en la larga trayectoria de nuestro continente sí que hay una historia de éxito. Hubo una vez una entidad política capaz de mantener unidos durante nada menos que quinientos años a una gran cantidad de pueblos europeos, asiáticos y africanos. Fue el Imperio Romano. Surgió en un lugar de nuestro continente, pero integró a todos los habitantes de los países ribereños del Mediterráneo. Para unir personas hace falta tejer una red de complicidades. Hay que saber ponerse en el sitio del otro. Hace falta empatía. No les pidan eso a los prusianos.



[1] La “singularidad” española. http://polobrazo.blogspot.com/2011/10/la-singularidad-espanola.html