sábado, 1 de febrero de 2020

La burguesía revolucionaria


El período isabelino
La muerte de Fernando VII dejó a su heredera, Isabel II, en minoría de edad y a la regente, María Cristina, en manos del ala derecha de los liberales. La división entre doceañistas y veinteañistas, que a partir de 1833 se conocerán respectivamente como “moderados” y “progresistas” se acentúa. Y la Primera Guerra Carlista hace abrazar a los monárquicos isabelinos la causa del constitucionalismo.
La tensión entre monarquía y moderados, por un lado, y los progresistas, que cuentan con importantes apoyos dentro del ejército y de las clases burguesas de todo el país por el otro, se dejará sentir durante todo el período.
Los liberales españoles de la época isabelina, a pesar de recurrir de manera casi rutinaria a las vías insurreccionales para conseguir sus propósitos políticos, son muy elitistas. El parlamento español de esta época, elegido por sufragio censitario, sólo representa a un porcentaje ínfimo de la población del país. Aunque ese porcentaje no dejará de aumentar a lo largo del siglo. El sufragio universal masculino se alcanzará definitivamente en 1890 (en las elecciones de 1869 y el resto de las que se celebraron durante la “La Gloriosa”, también se empleó, pero ese derecho se perdió tras el golpe de estado de 1874), y será la Segunda República, en 1931, la que dé el voto a la mujer, alcanzándose así, plenamente, el sufragio universal.
Otros elementos que marcan importantes diferencias cualitativas entre el período isabelino y el Antiguo Régimen son las distintas leyes desamortizadoras de los bienes de la Iglesia y la sustitución de la estructura política tradicional de nuestro país por la división provincial actualmente existente, inspirada en el sistema de las prefecturas de los revolucionarios franceses. El jacobinismo había llegado para quedarse, aunque conforme vaya avanzando el siglo, las viejas identidades territoriales resurgirán de nuevo, con nuevas fórmulas y sensibilidades.
Al principio serán los carlistas, la extrema derecha extraparlamentaria de la época, los que enarbolen la bandera de la defensa de los particularismos tradicionales del país. Su lema era “Dios, Patria, Fueros, Rey”. El foralismo constituía, por tanto, una de las patas de su proyecto político. Un foralismo de ámbito fundamentalmente rural. Algunas de las fuerzas nacionalistas actuales del estado español tienen su origen remoto en el foralismo carlista.
Pero en el extremo opuesto del espectro político se van abriendo paso los federalistas, que desempeñarán un destacado papel durante los años de “La Gloriosa” (1868-1874) y, dentro de ellos, su ala más radical, los cantonalistas. El federalismo plantea una estructura política surgida desde abajo, en la que los diversos territorios se vayan federando entre sí de manera libre, manteniendo siempre el derecho a retirarse de la misma.
El problema de la articulación territorial de España, aún no resuelto adecuadamente, será uno de los grandes temas que enfrenten a los españoles entre sí a lo largo de la Edad Contemporánea.

La alternancia política en la época isabelina
Desde que empezaron a producirse elecciones en España de manera regular, en la década de los treinta del siglo XIX, hasta el golpe de estado del General Primo de Rivera, en 1923, funcionó una regla, no escrita, que nunca dejó de cumplirse: El que convoca elecciones, las gana. Inexorablemente. Sin excepciones.
Y, sin embargo, siempre hubo alternancia política... ¿Cómo pudo ser esto posible? Si el que está en la oposición siempre pierde ¿Cómo puede reemplazar al que gobierna? Muy sencillo: Por la vía insurreccional.
La Guerra de la Independencia activó en España viejos mecanismos políticos que se ocultaban latentes en el subconsciente colectivo. Como dijimos en el anterior capítulo, “cuando fallan las instituciones, queda el pueblo”. El poder político tiende a perpetuarse, pero las clases populares habían aprendido a limitarlo desde la calle.
Un fenómeno típico de la España anterior a 1875 fueron los pronunciamientos militares. Los “pronunciamientos” no son golpes de estado. Un golpe lo protagoniza alguien que tiene acceso directo al poder o que, al menos, puede forzarlo de manera más o menos violenta. Los pronunciamientos vienen a ser una especie de manifiesto, en forma de arenga, al que se adhiere una unidad militar, en cualquier punto del país, algunos de ellos muy alejados de la capital, como el del Coronel Rafael de Riego, en 1820, en Las Cabezas de San Juan, provincia de Sevilla, a 600 km. de Madrid, o el del Almirante Topete, en Cádiz, en 1868, a más de 650, y que se difunde rápidamente por el resto del país para que se adhieran a él todo el que lo comparta, creando un efecto de bola de nieve que a veces tiene éxito y logra sus objetivos y a veces no. Son propuestas para cambiar el rumbo de la acción política, inimaginable en un ejército con una estructura de mando rígida, lo que nos está mostrando una característica profunda de la España isabelina: que el ejército de esa época seguía conservando un fondo insurreccional que había adquirido en la guerra contra los invasores franceses.
El ala derecha de los liberales, los monárquicos isabelinos que procedían de las filas absolutistas, la regente (hasta 1840) y la reina (desde 1843), constituían un bloque de poder conservador que intentaba frenar el avance del parlamentarismo burgués en España. Y frente a ellos se alzaba la burguesía revolucionaria de las ciudades y el ejército patriótico surgido durante la guerra, con importantes apoyos entre las clases populares. Este segundo bloque recurrirá con frecuencia a los pronunciamientos y a las movilizaciones en la calle para intentar forzar el avance de los procesos democráticos de largo alcance.
Las clases dominantes del país habían comprobado ya hasta donde podía llegar el potencial insurreccional latente en el pueblo que una generación atrás había expulsado de España al ejército más poderoso del mundo de su época. Y cada vez que los disturbios se extendían por el país, o un número suficiente de militares se adhería a un pronunciamiento de alguno de los suyos, llamaban a formar gobierno a algún destacado líder de los progresistas. Así fue como llegaron al poder Mendizábal, que decretó la primera desamortización de los bienes de la Iglesia (1836), o el general Espartero, que derrocó a la regente en 1840, reemplazándola hasta el pronunciamiento conjunto de Narváez (moderado) y Serrano (un “progresista” muy particular que evolucionaría bastante a lo largo del período) en 1843, que coronarán a Isabel II (con 13 años de edad) para poder apartar del gobierno al citado general.
Aunque, desde el punto de vista legal, España contaba con un régimen parlamentario, el poder efectivo no se alcanzaba a través de las urnas. La derecha lo hacía mediante maniobras palaciegas y la izquierda por la vía insurreccional. Las urnas después ratificaban el movimiento político que había tenido lugar. Eso formaba parte de las reglas no escritas del régimen isabelino.

La Unión Liberal
La legalidad institucional, por tanto, era una fachada que ocultaba un sistema muy inestable. El número de votantes no dejaría de aumentar durante todo el período, ante la presión de las fuerzas progresistas, y se va produciendo un desplazamiento hacia la izquierda en la correlación de fuerzas políticas. El bipartidismo entre moderados y progresistas se irá quedando obsoleto y nuevas fuerzas aparecen en la escena, que las van reemplazando de manera paulatina.
Entre las dos grandes formaciones políticas aparece un partido de “centro”, la Unión Liberal, liderado por O'Donnell, que consigue dar cierta estabilidad durante un tiempo, batiendo todos los récords de permanencia política durante el “Gobierno Largo”. Un récord de… ¡casi cinco años! (1858-1863). Algo increíble en la España isabelina. Un gobierno que será recordado después como una especie de época dorada. En realidad, la Unión Liberal se había convertido, de facto, en la nueva derecha durante los últimos años del período isabelino, que había conseguido estabilizar el sistema integrando en su programa político buena parte del ideario de los progresistas, y fagocitando al sector más derechista de sus miembros.

El Partido Democrático
El Partido Democrático fue una escisión por la izquierda del Partido Progresista, que tuvo lugar en 1849:
“propugnaba un programa político que incluía reivindicaciones populares como la abolición de las quintas y el derecho de asociación sin restricciones, la libertad completa de imprenta y, sobre todo, el sufragio universal, propuestas que iban mucho más lejos del programa tradicional del partido [progresista]. Otra prueba fue la aparición del diario El Siglo. Periódico progresista constitucional, en cuyo primer número publicado el 5 de diciembre de 1847 se decía que la democracia es «nuestro objeto, porque ella es el último término político de la civilización moderna»”[1]
Este partido no dejará de crecer hasta el estallido de la revolución de 1868. Muchos de sus militantes se declaran abiertamente republicanos lo que, según Vilches, no significaba "sólo la predilección por la República, sino toda una concepción del orden político basada en la democratización de la vida pública por la universalización del sufragio, la eliminación del privilegio social, la atenuación de las diferencias, la racionalización y la laicización de la vida intelectual y moral partiendo de la escuela primaria"[2].
Conforme vaya avanzando la década de los 60 se irán decantando dos grandes tendencias políticas dentro del mismo, los liberal-demócratas, liderados por Emilio Castelar, y los federalistas, de Francisco Pi y Margall.
“Del grupo castelarino salió el acuerdo con los progresistas en 1865 y el Pacto de Ostende de 1866... Otra tendencia fue la que inspiró Pi y Margall, fundada sobre la idea de la emancipación política y social del cuarto estado, las clases trabajadoras, mediante la democracia, la división federal del poder público y las asociaciones obreras, como conjunto garante de la libertad"[3]

La Revolución de Septiembre
En junio de 1866 tuvo lugar en Madrid la insurrección del cuartel de San Gil, duramente reprimida por el gobierno del general O'Donnell, de la Unión Liberal, que ordenó fusilar a 66 sublevados. Pero a la reina no le pareció suficiente y lo cesó fulminantemente, nombrando en su lugar al general Narváez, líder del Partido Moderado, el más derechista, en ese momento, del arco parlamentario. Los “moderados” protagonizarán a partir de entonces una deriva represiva que hará al resto de partidos “retraerse”, es decir, abandonar el parlamento. Entonces comenzará la cuenta atrás para el Régimen Isabelino.
El 16 de agosto progresistas y demócratas firmaron el Pacto de Ostende, en esta ciudad belga, que tenía sólo dos puntos:

1º) Destruir lo existente en las altas esferas del poder;
2º) Nombramiento de una asamblea constituyente, bajo la dirección de un Gobierno provisorio, la cual decidiría la suerte del país, cuya soberanía era la ley que representase, siendo elegida por sufragio universal directo.[4]

La falta de concreción de este texto buscaba la adhesión al mismo de la Unión Liberal, hecho que se producirá tras la muerte de O'Donnell, al año siguiente, que será reemplazado por el general Serrano.
El levantamiento lo inició, en Cádiz, el almirante Topete, de la Unión Liberal, el 18 de septiembre de 1868, al que se le unieron, llegados desde el exilio, el general Prim, así como Sagasta y Ruiz Zorrilla, progresistas, y el unionista Serrano, y será respaldada por militares de todo el país. El 28 de septiembre las fuerzas sublevadas, dirigidas por Serrano, derrotan al ejército real en Alcolea del Río (provincia de Córdoba). Dos días después Isabel II marchaba al exilio.

El Sexenio Democrático (1868-1874)
El Sexenio Democrático o Revolucionario se suele dividir en cuatro etapas:
·         Gobierno Provisional (1868-1871)
·         Reinado de Amadeo I (1871-1873)
·         Primera República (febrero 1873-enero 1874)
·         Dictadura de Serrano (de enero a diciembre de 1874)
El 8 de octubre se formó un gobierno provisional, presidido por Serrano, compuesto por miembros de la Unión Liberal y del Partido Progresista. Ambas fuerzas políticas se decantaron rápidamente por la instauración de una “monarquía democrática y popular”, rompiendo así los acuerdos previos que tenían con el Partido Democrático, según el cual debía mantenerse abierta la posibilidad de proclamar una república hasta la celebración de las primeras elecciones democráticas. En los tres meses que mediaron entre la formación del gobierno y las elecciones, el Partido Democrático cambiará de nombre por el de Partido Republicano Democrático Federal y sufrirá una escisión por su derecha, los demócratas monárquicos, que serán conocidos en la época como “cimbrios”.
“Las elecciones a Cortes Constituyentes se celebraron del 15 al 18 de enero de 1869 por sufragio universal (masculino), lo que dio el derecho al voto a casi cuatro millones de varones mayores de 25 años,”[5]
El resultado de esas primeras elecciones democráticas de la Historia de España, en las que votaron el 70% de los censados, fue el siguiente:
·         Progresistas                                159 escaños
·         Unionistas                                    69
·         Republicanos federales                 69
·         Cimbrios                                      20
·         Carlistas                                      18
·         Isabelinos o “moderados”              14
·         Republicanos unitarios                   2
Era obvio que los monárquicos tenían en él una amplia mayoría. Así pues quedaba claro que había que buscar un príncipe “demócrata”, por toda Europa, lo que no iba a resultar nada fácil, a juzgar por las afirmaciones del general Serrano: «¡Encontrar a un rey democrático en Europa es tan difícil como encontrar un ateo en el cielo!».
No entraremos en los detalles de esa búsqueda, que provocará importantes enfrentamientos entre los diversos países europeos. Al final parece que hallaron uno, Amadeo de Saboya, que era lo más progresista que había en la Europa de su tiempo... 


Amadeo de Saboya (1871-1873)
No fue fácil elegir rey para el trono español en las Cortes Constituyentes de La Gloriosa. A las presiones internacionales de todo tipo hay que sumar las diferentes posiciones de las fuerzas parlamentarias. Dije más arriba que había mayoría de monárquicos en el Congreso de los Diputados. También dijimos en otro artículo que en la primera legislatura de la III República Francesa la mayoría de los parlamentarias eran monárquicos. Unos monárquicos que proclamaron la República porque no se ponían de acuerdo entre ellos acerca de qué persona debía ser coronada como rey. Pues había “monárquicos” españoles en 1870, igual que en la Francia de 1871, que preferían proclamar la República antes de permitir que coronaran a según qué rey.
Amadeo de Saboya era la apuesta final del Partido Progresista, en general, y de su máximo dirigente, el general Juan Prim, en particular. El nuevo rey llegó a Madrid el 2 de enero de 1871, seis días después de que Prim sufriera un atentado, y tres después de que éste falleciera como consecuencia del mismo. Muy mal presagio. Una de las primeras cosas que hizo al llegar fue dirigirse a la iglesia de la Virgen de Atocha, dónde se había instalado la capilla ardiente del que hasta el 27 de diciembre de 1870 había sido Presidente del Consejo de Ministros y su principal valedor político.
El partido que lo había traído a España se dividió después en dos: los constitucionalistas de Sagasta y los radicales de Ruiz Zorrilla, mientras entre los diputados de la Unión Liberal se abrían paso los partidarios de restaurar la dinastía de los borbones en la persona de Alfonso XII, los carlistas se levantaban en armas de nuevo y los republicanos redoblaban su apuesta por la República.
En dos años y un mes se sucederán seis gobiernos y el rey sufrirá un atentado. El 11 de febrero de 1873 abdicará y ese mismo día se proclamará la República.

 La Primera República Española
La Primera República fue proclamada por unas cortes en las que, nominalmente, había mayoría monárquica. Esto fue posible gracias al giro político que, al respecto, dió el Partido Radical, que tenía mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados desde las elecciones de agosto de 1872 y que llegó a un acuerdo con la segunda fuerza del mismo, El Partido Republicano Democrático Federal.
La República no duró ni once meses (desde el 11 de febrero de 1873 hasta el 3 de enero de 1874). En ese tiempo tuvo cuatro presidentes (Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar), celebró unas elecciones (en mayo de 1873) que fueron boicoteadas por todas las fuerzas políticas no republicanas y que batieron todos los records de abstencionismo de la Historia de España (el 60%). Las Cortes constituyentes republicanas elegidas en mayo no llegarán a cumplir su mandato de aprobar una constitución, ya que serán suspendidas por el presidente Castelar entre el 18 de septiembre y el 2 de enero, gobernando mientras tanto por decreto.
Esta deriva autoritaria acelerada fue una consecuencia del levantamiento de los cantonalistas (el ala más intransigente de los federalistas), del recrudecimiento de la Guerra Carlista en el norte de España y, también, de la primera guerra de independencia de Cuba, que había estallado durante el reinado de Amadeo de Saboya. Tres guerras civiles simultáneas que obligaron al último gobierno republicano a tomar medidas de excepción severas, lo que dará alas a los generales más conservadores (Pavía, Serrano, Martinez Campos…) que habían ido ganando protagonismo durante ese intenso período.
Cuando ya había pasado lo peor de la rebelión cantonalista y la guerra carlista parecía evolucionar satisfactoriamente, el presidente Castelar decidió levantar las medidas de excepción y volvió a convocar al Congreso de los Diputados para el día 2 de enero. En la primera sesión (que comenzó a las 14 horas) presentó una moción de confianza, cuya votación perderá (pasada ya la media noche), tras la cual se hizo un receso, al que debía seguir la elección de su sustituto, Eduardo Palanca Asensi. Cuando se reanudó la misma, fuerzas de la guardia civil y del ejército, mandadas por el general Pavía, entraron en el edificio disparando al aire y desalojando a los diputados. Poco después, dicho general mandará un telegrama a los jefes militares de toda España, con el siguiente texto:
“El ministerio de Castelar [...] iba a ser sustituido por los que basan su política en la desorganización del ejército y en la destrucción de la patria. En nombre, pues, de la salvación del ejército, de la libertad y de la patria he ocupado el Congreso convocando a los representantes de todos los partidos, exceptuando los cantonales y los carlistas para que formen un gobierno nacional que salve tan caros objetivos”[6]



Dictadura de Serrano
Ante la negativa de Castelar a presidir un gobierno que iniciaba su andadura con un golpe de estado, se le pide al General Serrano, que acababa de llegar del exilio, que volviera a encabezar un gobierno provisional. Éste formará un gobierno de concentración nacional, en el que había monárquicos constitucionalistas, radicales y republicanos unitarios, pero del que quedaban excluidos los republicanos federales. Su prioridad era acabar definitivamente con la rebelión cantonal y con la Tercera Guerra Carlista para, después, convocar elecciones a unas cortes constituyentes que debían, primero, decidir la forma de gobierno que debía regir en nuestro país.
“Quedó así establecida la dictadura de Serrano, pues no existían Cortes que controlaran la acción del gobierno, al haber quedado disueltas las Cortes republicanas, ni ley suprema que delimitara las funciones del gobierno, porque se restableció la Constitución de 1869 pero a continuación se la dejó en suspenso «hasta que se asegurase la normalidad de la vida política»”[7]
Durante el año escaso que duró el régimen de Serrano los monárquicos alfonsinos irán ganando peso político en sus gabinetes. Y mientras él combatía en el norte de España a los carlistas, Cánovas del Castillo se reunía en Paris con el futuro Alfonso XII y emitía el Manifiesto de Sandhurst (1 de diciembre de 1874), firmado por el príncipe, que empezó a circular entre los círculos monárquicos del país. El 29 de diciembre, el general Martínez Campos se “pronunció” en Sagunto por la restauración de los borbones en el trono español, adhiriéndose al Manifiesto citado. El 31 de diciembre Cánovas se hace cargo del gobierno y el 14 de enero de 1875 el rey entraba en Madrid.


[1] https://es.wikipedia.org/wiki/Partido_Democr%C3%A1tico_(Espa%C3%B1a) y Vilches García, Jorge (2001). Progreso y Libertad. El Partido Progresista en la Revolución Liberal Española. Madrid: Alianza Editorial. pp. 41-42.
[2] Vilches García, Jorge (2001). Progreso y Libertad. El Partido Progresista en la Revolución Liberal Española. Madrid: Alianza Editorial.
[3] Ibídem.
[5] Fontana, Josep (2007). La época del liberalismo. Vol. 6 de la Historia de España, dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares. Barcelona: Crítica/Marcial Pons.
[6] Barón Fernández: El movimiento cantonal de 1873. Sada : Ediciós do Castro. 1998.
[7] Wikipedia: Primera República Española y Barón Fernández: El movimiento cantonal de 1873. Sada : Ediciós do Castro. 1998.