lunes, 31 de octubre de 2011

Más estado, para salir de la crisis

Dicen los economistas del sistema capitalista que el libre mercado es el método más eficiente de distribución de los recursos económicos, a través de la ley clásica de la oferta y la demanda. ¿Ustedes que piensan al respecto?
¿Qué opinan sobre la posibilidad de dejar que la ley de la oferta y la demanda se haga extensiva al gasto sanitario? ¿Y a la educación? ¿Debemos dejar el sistema de pensiones públicas en manos del sector privado? ¿Creen que la red ferroviaria funcionaría mejor si la privatizaran? ¿Y qué piensan acerca de la distribución eléctrica?
El discurso ideológico dominante hace varias décadas que lleva transmitiendo la idea de que la eficiencia está asociada al libre mercado y la ineficiencia a los poderes públicos. Por definición, en cualquier sector económico que podamos imaginar, los empresarios privados deben garantizar (teóricamente) una mejor relación calidad/precio que el sector público. ¿Ustedes creen que de verdad eso es así? ¿Saben cuál es el país del mundo con mayor gasto sanitario per cápita? Pues Estados Unidos. ¿Se lo esperaban? El país de la OCDE en el que el sector privado controla un mayor porcentaje del gasto sanitario y, también, el que tiene un mayor porcentaje de personas no cubiertas por ningún seguro médico.
La gestión pública de un sector económico cualquiera no tiene por qué ser ineficiente (en términos comparativos). Hay toda una batería de sistemas de control de la gestión de las entidades públicas que se pueden y se deben implementar para mejorar su eficiencia, mientras que la “libre competencia” no siempre garantiza esa eficiencia, en especial en el caso de los mercados altamente monopolísticos en los que vivimos inmersos. En cualquier sector económico hacia el que dirijamos nuestra mirada nos encontramos como entre 3 y 10 fabricantes controlan más de la mitad del mercado mundial del mismo. Con tan pequeño número de actores, la posibilidad de que, de manera explícita o implícita, acuerden los precios de referencia es altísima, y cuando esto sucede se esfumaron todas las ventajas del “libre mercado”. De hecho está más controlada una empresa pública, en un país democrático (donde la oposición política pueda solicitar cuantas auditorías desee) que un mercado privado monopolístico en el media docena de individuos deciden cual es el precio “de mercado” que debe tener un producto cualquiera.
Pero al margen de la mayor o menor eficiencia en la gestión de los recursos nunca debemos perder de vista cual es la finalidad última que persigue una empresa privada versus las administraciones públicas. La propia ley define a una empresa como una entidad de derecho privado “con ánimo de lucro”. Es decir, que el fin último, consagrado y legitimado por las leyes, de la empresa privada es el enriquecimiento personal de sus propietarios, mientras que, por el contrario, las administraciones públicas –y por extensión, todos los agentes económicos subordinados a ellas- deben perseguir la defensa de los intereses generales.
Para que el asunto quede meridianamente claro nada mejor que descender a lo concreto para ver las consecuencias que esto puede tener en nuestra vida: Nos puede parecer razonable que la intención que persigue un individuo que abre una panadería en nuestro barrio es ganar dinero. Al hacerlo, sin embargo, también nos está beneficiando a los demás. Si fuera la única panadería del mundo tal vez podría vender el pan a precio de oro; pero como sabemos que no es así no nos importa demasiado que él fije su precio de venta, porque si nos parece excesivo nos iremos a comprarlo a la panadería del barrio de al lado. Sin embargo, no creo que nos dé igual que el diseño de la red de carreteras del país esté en manos de agentes privados ¿verdad? Ahí parece razonable que quien desempeñe esa función deba estar sometido al control político de las instituciones democráticas, porque es mucho lo que nos estamos jugando en esa decisión.
El mercado tiene su ámbito y los poderes públicos el suyo. Yo creo que esa afirmación genérica la podríamos suscribir todos perfectamente. Las discrepancias surgirán a la hora de trazar la línea divisoria entre ambas esferas. Ahí, los celosos defensores del “libre mercado” pueden llegar bastante lejos en una dirección (en Estados Unidos han sido privatizadas hasta las cárceles) y los de una economía estatalizada (tipo Unión Soviética) hacerlo en la contraria.
Pero hay aspectos en los que existe un consenso bastante amplio acerca de la necesidad de que queden bajo la égida de los poderes públicos. En este sentido podemos incluir, desde luego, el tema de la planificación de todo tipo de infraestructuras. Y aquí aparece una faceta nueva, que posee un alto valor económico, en el que las distintas administraciones del estado son insustituibles. Hemos hablado de la red de carreteras, igualmente podríamos hacerlo de los ferrocarriles, red hidráulica, alcantarillado y, por supuesto las redes sanitaria y educativa públicas, que son las únicas que pueden garantizar la asistencia a todos aquellos sectores de la población que tienen un menor poder adquisitivo y que, de no ser atendidos por el sector público, quedarían en un alto porcentaje marginados de las mismas.
El sector público es un irreemplazable generador de riqueza en aquellos ámbitos que superan las posibilidades del ámbito privado. Históricamente ha habido grandes civilizaciones en las que su presencia ha marcado la diferencia entre la vida y la muerte, como es el caso del antiguo Egipto. Imagínense: un inmenso y árido desierto atravesado por un gran río. La vida concentrada en sus riberas y, a pocos metros de las mismas, un arenal infinito que se pierde en el horizonte. Las obras hidráulicas llevadas a cabo por el estado egipcio multiplicaron por muchos dígitos la extensión de las tierras productivas contiguas al Nilo, y con ellas la población, la producción de alimentos y el comercio. Sin estado nada de esto hubiera sido posible. Este es un claro ejemplo de cómo los poderes públicos son, también, creadores genuinos de riqueza.
Algo parecido sucedió en los antiguos imperios de Asia Oriental, en los que se desarrolló una economía que descansaba en la producción de arroz. Este vegetal permite alimentar a muchas más personas, por cada hectárea cultivada, que los cereales que se usaron en Europa y en el Próximo Oriente (trigo, centeno, cebada, etc.) pero, como contrapartida, necesita muchísima más agua que el trigo, riego por inundación y una mayor cantidad de mano de obra por unidad de superficie. Para hacer todo esto posible había que desarrollar y mantener una potente infraestructura hidráulica que exigía la presencia de un estado muy poderoso que planificara, organizara y dirigiera todo el proceso. Por eso en Asia Oriental aparecieron estados muy sólidos varios miles de años antes de Cristo, que han sobrevivido hasta nuestros días y por eso también las densidades de población que se dan en esa zona del mundo son muy superiores a las que hay en el resto de él. Y por ello esos países se preparan ahora para tomar el relevo en el puesto de mando del liderazgo mundial ante el creciente desgobierno que se extiende por Occidente, fruto de la ideología neoliberal que se ha extendido por aquí y que siente alergia por el más poderoso instrumento que tenemos para crear la riqueza que los comerciantes no son capaces de generar.
Y en esa tesitura estamos, atrapados en la lógica privatizadora que no hace otra cosa que profundizar cada día más en el desarrollo de la crisis. En realidad esta crisis se viene preparando desde hace varias décadas, pues la política de eliminación de barreras a la circulación de productos y de capitales llevaba implícito el germen del hundimiento de la Civilización Occidental. Cuando los capitales se mueven sin trabas por todo el mundo, buscando la línea de menor resistencia, los lugares donde la mano de obra es más abundante y barata, es decir, el sitio donde vive el 60% de la humanidad: Asia Oriental. El dinero de los comerciantes obtiene una mayor rentabilidad allí donde un estado poderoso pone a la gente a trabajar para ellos. Su fobia contra los poderes públicos se ceba sobre los de la zona del mundo donde nosotros vivimos, porque esos mismos “liberales” no tienen el más mínimo escrúpulo en colaborar con las autoridades de un país que está gobernado por un “Partido Comunista” como es China. Su búsqueda de la máxima rentabilidad en el mínimo tiempo está arruinando a sus países de origen, en beneficio de otros que presentan un modelo de sociedad antagónico al del discurso oficial de sus benefactores.
Hasta ahora el capital internacional se ha estado desplazando hacia Asia, y al hacerlo ha provocado un intenso proceso deslocalizador que ha ido acabando con la industria de los países occidentales en beneficio de los “dragones” orientales. A nosotros se nos ha intentado vender la idea de que el futuro está en el sector servicios, pero las intensas transferencias de capital rumbo a los nuevos países productores han empobrecido a los del oeste y este hecho está comenzando a debilitar el comercio mundial. El sistema, abandonado a sus propias leyes, tiende a autodestruirse, eso ya lo profetizó Carlos Marx a finales del siglo XIX. Sólo el estado puede frenar ese proceso. Sólo el estado es capaz de poner masivamente a la gente a trabajar cuando el paro se extiende, como Keynes nos demostró.
Ha llegado el momento de olvidarnos de los cantos de sirena de los neoliberales y de volver a los fundamentos. Necesitamos un estado potente bombeando recursos económicos vía impuestos, vía déficit público o, en su defecto, recurriendo a la máquina de hacer dinero, dirigiendo una cruzada a favor del empleo.
Las obras de infraestructuras, los servicios sociales, salud, educación, energía, Medio Ambiente o grandes proyectos de I+D son los futuros “yacimientos netos de empleo”, los que nos pueden sacar de la crisis sin conducirnos a nuevas “burbujas” a las que nos llevarían los proyectos cortoplacistas de los que nos han metido en este pozo. Para todo ello hace falta una planificación a largo plazo dirigida y/o coordinada por el estado.
La peor de las rémoras con los que ahora mismo nos encontramos es ese engendro al que llamamos Unión Europea. Ellos son el problema. La UE no es un estado, pero pretende serlo; no es capaz de solucionar nada, pero se mete en todos los charcos; no es capaz de salvar ni a Grecia (una uña en el cuerpo de la Unión Europea, como ha dicho Lula da Silva) y se pone a decirle a todos lo que tienen que hacer.
Si la Unión Europea no es capaz de elegir un ejecutivo que tome el mando y calle al Consejo y a la Comisión, en pocos meses, respondiendo ante el parlamento (único órgano que debe tener poderes legislativos) y ante los ciudadanos de toda la Unión, sin distinción de países o, en caso contrario, quitarse de en medio, apartarse para que lo hagan los estados nacionales.
O avanzamos hacia el estado supranacional ya, o retrocedemos a la fase de las naciones-estado. Pero en medio no podemos quedarnos porque si no, nos convertiremos en un “agujero negro”, en el “epicentro” de todas las crisis del futuro inmediato, en la “madre de todas las batallas” como diría Sadam Hussein.

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