miércoles, 22 de agosto de 2012

El Sistema del Equilibrio Europeo

La configuración de las modernas relaciones internacionales se inició tras la Guerra de los Treinta Años con los Tratados de Westfalia (1648) […] una cambiante combinación de alianzas entre las grandes potencias europeas, como Austria, Prusia, Gran Bretaña, y Francia, cuyo principal objetivo era evitar la hegemonía de una de ellas o de un bloque estable de alguna de ellas”. (Wikipedia. Artículo: “Equilibrio Europeo”).

Como se explica en esta introducción recibe el nombre de “Equilibrio Europeo” el sistema de relaciones internacionales que rige en Europa desde la Paz de Westfalia (1648), que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, de la que estuvimos hablando la semana pasada. Aunque hay autores que usan esa denominación de una forma mucho más restrictiva, para referirse sólo al período 1648-1789.


La característica fundamental que define a éste es el liderazgo compartido que ejerce un grupo de países (de número variable, dependiendo de las diversas coyunturas históricas) sobre la ecúmene europea, vigilándose mutuamente y procurando que ninguno de ellos llegue a alcanzar la suficiente ventaja sobre los demás como para poderle permitir ejercer el papel hegemónico que la España de los Habsburgo había venido desempeñando hasta el estallido del conflicto citado.

El equilibrio de fuerzas es una característica intrínseca de la europeidad. En realidad, el período de la hegemonía política de los Habsburgo a través de la alianza austro-española (1517-1618) es una excepción en la milenaria historia de nuestra ecúmene, que descansaba sobre un pacto que perjudicaba objetivamente los intereses tanto de España como del resto de pueblos europeos, por eso en su día hablé del “Engendro” político de los Habsburgo. Ese fue uno más de los muchos intentos de someter a los pueblos que hemos sufrido, liderado por alguno de los numerosos grupos oligárquicos que, a lo largo del tiempo, han intentado construir una estructura imperial europea. Ya hemos visto como una de las pocas que han conseguido sobrevivir durante siglos por estas latitudes fue la romana, y ésta no fue una organización propiamente europea sino mediterránea. En el Mar Mediterráneo sí que ha habido a lo largo del tiempo organizaciones que podemos denominar imperios y que han sido capaces de sobrevivir durante muchas generaciones: egipcios, cartagineses, romanos, bizantinos, árabes, aragoneses, españoles, turcos…

Sin embargo los intentos de unidad llamemos “continentales” han fracasado todos históricamente, uno detrás de otro: Carlomagno, los otones, los Habsburgo, Napoleón, Bismarck, Hitler… Fíjese como aquí podemos usar los nombres propios de los dirigentes que lo pretendieron -porque no sobrevivieron a sus grupos fundadores- mientras que si miramos al Mediterráneo habrá que usar el nombre del país correspondiente porque esos impulsos sí que fueron capaces de sobrevivir a su período fundacional, es más, estuvieron expandiéndose durante generaciones.

Vemos, por tanto, que cuando la pretensión de formar una macro estructura política surge en algún país ribereño del Mediterráneo tiene muchas más posibilidades de consolidarse que cuando lo hace lejos de este mar, centrado en algún punto de la masa continental del occidente euroasiático.

La dinámica de la europeidad nos recuerda, en cierta medida, a la de las polis griegas de la antigüedad. A una escala más amplia, las naciones-estado europeas que surgieron  en la época del Renacimiento replican el comportamiento de éstas en su fase previa al Imperio de Alejandro Magno. Como ellas protagonizaron una expansión colonial por el mundo, difundiendo así su legado, que pudo trascender los límites de su patria originaria. Como ellas sólo han sido capaces de coaligarse para hacer frente a las amenazas colectivas y, siempre, reservándose el derecho a redefinir en cualquier momento su política de alianzas. Como ellas siempre tuvieron un grupo de países con una vocación más continental o terrestre enfrentado a otro más centrado en su proyección marítima y ultra continental. Como ellas, pese a lo cambiante de las alianzas, hubo una coalición más o menos recurrente entre los países más terrestres y otra entre los más marítimos dentro del conjunto.

El Sistema del Equilibrio Europeo viene funcionando, de una u otra manera y aunque no reciba ese nombre, desde la caída del Imperio Romano de Occidente, allá por el siglo V de nuestra era. El primer intento hegemonista serio que se produjo en la zona fue el Imperio de Carlomagno, a finales del siglo VIII y principios del IX. Desde entonces existe en su seno un proyecto de unificación política que vuelve una y otra vez cada cierto tiempo a intentarlo. A lo largo de la Edad Media ese proyecto -esa idea de Europa que intenta abrirse paso- tuvo dos focos permanentes de los que venimos hablando desde hace bastante tiempo: uno más “espiritual” o religioso (el Papado) y otro más “temporal” o político (el Imperio). Dos focos situados respectivamente en Italia y en Alemania, precisamente las dos “naciones” europeas que más tarde y de manera más dramática alcanzaron finalmente su unidad política, los dos núcleos que libraron un largo duelo militar en la antigüedad a lo largo de los frentes renano y danubiano (el viejo “Limes” romano).

Esa rivalidad romano-germánica, espiritual-temporal, religioso-política, ha marcado para siempre la manera de ser de las sociedades europeas, instaurando en lo más hondo de la conciencia de sus individuos una dualidad entre ambas esferas que marca la diferencia entre lo público y lo privado, entre la razón y la fe. Ha construido un mundo de ámbitos estancos y fragmentarios, con límites perfectamente definidos que han encorsetado el alma humana dentro de las convenciones sociales, obligándola a manifestarse de manera muy medida y reglamentada.

Esa forma de insertarse los distintos individuos en la sociedad es congruente con la compleja estructura política que hemos ido desplegando a lo largo del tiempo en la ecúmene europea, en cuya construcción los españoles participamos muy activamente, tal y como describí en el artículo “La estructura del Sistema Europeo”[1]. El esqueleto que sostuvo y sostiene esa estructura que aísla a los diferentes “órganos”, discurre por todas las zonas que a lo largo de los siglos han desempeñado una función fronteriza. Por su parte, los estados demográficamente más potentes y/o con una personalidad histórica más marcada se ha ido especializando, apropiándose cada uno un nicho diferente dentro del ecosistema europeo. A lo largo de los últimos meses he ido describiendo algunas de estas funciones: “El Cordón Sanitario Europeo”[2], “La `función borgoñona´”[3], “La Torre de marfil europea”[4], “La Camisa de Fuerza francesa”[5]

La fuerte especialización que ha generado este sistema europeo, que se proyecta sobre la psicología de los individuos a través de ese fuerte autocontrol del que hablé algo más arriba, ha creado un tipo humano que se presta bastante al desempeño de roles estructurales, propio de los mandos intermedios o de los técnicos especializados. Este tejido social ha permitido levantar poderosos imperios coloniales y el despliegue tecnológico que nos ha traído hasta aquí.

A partir de entonces se deslindaron de manera nítida los ámbitos de lo público y de lo privado, quedando la religión integrada dentro de este último y segregada de las esferas más profesionales. En su vida social el hombre se volcó sobre las realizaciones más materiales vinculadas a su oficio o su negocio. Y sus actividades acabaron centrándose en los aspectos más técnicos del conocimiento, creando así las condiciones que terminarían dando lugar a la Revolución Industrial.

En nuestro artículo anterior estuvimos hablando sobre el conflicto militar que abrió la puerta del Equilibrio Europeo en su forma más clásica. Desde entonces se han producido varios intentos hegemonistas en Europa que se han saldado siempre con un baño de sangre. Las guerras napoleónicas y las dos guerras mundiales los han ido abortando, como en el siglo XVII la Guerra de los Treinta Años puso fin al proyecto hegemonista de los Habsburgo. Hoy, como ayer, la idea de Europa intenta abrirse paso de nuevo y durante las dos últimas generaciones hemos vuelto a intentar la construcción de un nuevo proyecto supra estatal europeo que pretende enterrar, por primera vez en la historia, los viejos fantasmas que nos han hecho repetir, demasiadas veces ya, estas terribles historias. Ya veremos si esta vez podremos conseguirlo.


[1] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-estructura-del-sistema-europeo.html
[2] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/el-cordon-sanitario-europeo.html
[3] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-funcion-borgonona.html
[4] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/la-torre-de-marfil-europea.html
[5] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-camisa-de-fuerza-francesa_05.html

domingo, 12 de agosto de 2012

La Guerra Civil Europea



La Guerra de los Treinta Años (1618-1648) es el nudo gordiano de la historia europea. Es el momento en el que se rompen de manera definitiva algunas de las ataduras del viejo modelo de relaciones medieval. Representa la cristalización de la gran escisión religiosa entre católicos y protestantes y el arranque de la nueva mentalidad racionalista que ha caracterizado al mundo occidental desde entonces.

Este conflicto, igualmente, es un anuncio de otros que se producirán en el futuro: el de las guerras mundiales del siglo XX que han seguido, a grandes rasgos, el patrón que él trazó. En los tres casos la lucha empezó en alguna zona fronteriza del conglomerado germánico (Bohemia, Serbia, Polonia), participaron la mayor parte de los países europeos y tuvo frentes secundarios en cualquier otra parte del mundo donde soldados de países que militaban en alguno de los bandos enfrentados que esta contienda tenía pudieran llegar a encontrarse. También fue un claro enfrentamiento ideológico: En el siglo XVII católicos contra protestantes, en el XX fascistas, comunistas y demoliberales.

Esta será la última y la más sangrienta de todas las guerras religiosas que se libraron en Europa -a lo largo de los siglos XVI y XVII- como consecuencia de la “Reforma” predicada por Martín Lutero desde 1517.

La historiografía convencional maneja dos fechas alternativas como el final de la Edad Media: la Caída de Constantinopla (1453) y el Descubrimiento de América (1492). Ciertamente estos acontecimientos marcan una línea de no retorno a partir de la cual podemos considerar que las dinámicas y los comportamientos medievales dejan paso a los de la Europa moderna. Pero el Medievo seguía resistiéndose a abandonar de manera definitiva los escenarios del Occidente Cristiano. Los “poderes universales” fueron revitalizados a partir de ese mismo 1517, en el que el primer Habsburgo fuera coronado como rey de España. Las viejas estructuras del Papado y del Imperio vivieron una prórroga de otros cien años en su decadente existencia gracias al injerto de savia nueva procedente del joven tronco español, que acababa de romper los límites de su perímetro medieval peninsular y que, en plena euforia expansiva, se dejó enredar en una política de alianzas europeas fuertemente lesivas para sus intereses estratégicos. El país con más futuro de nuestra ecúmene se alistó en un bando que se precipitaba hacia el abismo, arrastrando consigo a todo lo que se ponía a su alcance.

La hora de la verdad llegó en 1618. A partir de ese momento comienzan a desplegarse, de manera inexorable, una detrás de otra, todas las estrategias que los distintos actores de este drama guardaban en la recámara. Y paulatinamente irán entrando en el conflicto: primero los alemanes, que llevaban ya un siglo en pie de guerra, después todos aquellos que tenían algún compromiso contraído con cualquiera de los contendientes –empezando lógicamente por España, vinculada a Austria por los compromisos dinásticos de los Habsburgo-, los vecinos de Alemania, a los que no les resultaba indiferente –obviamente- el desarrollo de esta guerra y, finalmente, todo aquél que tuviera algo que decir dentro del equilibrio de fuerzas europeo. Y conforme más países se incorporaban a la lucha, la longitud de los frentes se estiraba y se extendía cada vez más lejos de los escenarios originales: los Pirineos, Cataluña, Portugal, el Mediterráneo, Océano Atlántico, Mar Caribe, Brasil…

Alemania se convirtió en un “agujero negro” que absorbía cada vez más soldados, más dinero y más armamento. Donde cada vez moría más gente y la miseria y las enfermedades añadían cada vez más dolor al que la guerra ya produce de por sí. Hasta ese punto nos condujeron -a todos los europeos- los debates religiosos de los siglos XVI y XVII, la política del Papado y del Imperio y la defensa del viejo modelo de relaciones feudales medieval en el seno de un mundo que se hallaba en plena transformación social, mental, económica, cultural…

Entre 1517 y 1618 el protestantismo no dejó de crecer por todo el Occidente Cristiano. Y la reacción de los poderes establecidos fue tan violenta como había venido siendo a lo largo de la Edad Media. Lo que diferenció a este nuevo tiempo del anterior fue la extraordinaria amplitud de la “protesta” (de ahí el nombre de “protestantes”), que impidió la aniquilación de la “herejía” como había sucedido antes con los cátaros, los valdenses o los husitas. La iglesia Reformada, fundada por Martín Lutero, se extendió con rapidez por todo el norte de Alemania, saltando después hacia los países escandinavos. Desde el primer momento contará con el respaldo de príncipes y de reyes, lo que incrementó notablemente la potencia de los disidentes religiosos en comparación con sus homólogos medievales. Poco después aparecen nuevas corrientes evangélicas, como los calvinistas y los anglicanos, extendiéndose así la Reforma Protestante también por Suiza, Holanda, Islas Británicas y algunas zonas de Francia. Es en ese momento cuando estalla la Guerra de los Treinta Años.

Mientras los protestantes hacen su Reforma religiosa en las zonas que controlan, los católicos reaccionan con su “Contrarreforma”, que arranca con el Concilio de Trento (1545-1563). En él se intenta responder, en términos teológicos, al desafío que los evangélicos habían planteado algún tiempo antes.

Desde el primer momento la reacción católica tuvo un fuerte componente militar. Las autoridades intentaron apagar el debate de las ideas con el de los cañones, aunque finalmente tuvieron que rearmar también su discurso teórico para ponerse a la altura de sus adversarios. Es curioso como la orden religiosa que lideró el contraataque católico y que fue fundada expresamente en esa época por un ex militar español –Ignacio de Loyola-, la Compañía de Jesús, se estructura interiormente como si de un ejército se tratara, usando con frecuencia una terminología militar (su máximo dirigente es el “general” de la orden).

No es casual que la Compañía de Jesús fuera fundada por un español, ni tampoco que España estuviera en la primera línea de la nueva cruzada anti-protestante. Durante los siglos XVI y XVII nuestro país era la primera potencia del mundo y el máximo defensor del statu quo europeo (del sistema de los “poderes universales”), por tanto es lógico que se implicara en la lucha desde los primeros momentos ¿Hay algún conflicto en el mundo actual en el que los norteamericanos no estén, de alguna manera, involucrados? Pues la España del siglo XVII era el equivalente, en aquella época, a los Estados Unidos de hoy.

Pero si España era entonces la primera potencia del mundo no era debido precisamente a su empuje demográfico -la población de la Península Ibérica era superada ampliamente por la de Francia, Alemania o Italia (por la de cada uno de estos países por separado). Lo que pasa es que tanto Alemania como Italia estaban divididas interiormente y los españoles lideraban una amplia coalición de estados que tenía enclaves a lo largo de toda la geografía del occidente europeo. Y ese liderazgo había sido posible construirlo porque la España que eclosionó al final de la Edad Media era un país militarizado, fuertemente polarizado mentalmente, con un exceso de anticuerpos -como he repetido ya varias veces-. Era un país de monjes y de soldados, que no rehuía ningún conflicto -ya fuera ideológico, ya militar- y que se movía como pez en el agua en medio de los escenarios bélicos. Si bien los españoles habían sido claramente manipulados por el Papado y el Imperio para convertirse en los guardianes de la fe y del orden social medieval, éstos -a su vez- habían conducido a esas instancias de la superestructura europea hacia su propia lógica militar.

Ya expliqué en otro artículo[1] como en el proceso de militarización de la fe católica que condujo a las cruzadas, los españoles tuvieron mucho que ver. También expliqué como el “cristianismo español” anterior al siglo XI era, en realidad, una religión que vestía con ropaje cristiano una lógica interna musulmana[2] y que, tanto la “Reconquista” española como las cruzadas de Tierra Santa eran la anti-yihad, es decir, la yihad musulmana a la que se había dado la vuelta en términos ideológicos y se explicaba con categorías conceptuales cristianas. Era obvio que este proceso alejaba al cristianismo de sus valores evangélicos fundacionales y que ese alejamiento ideológico iba vaciando de contenido a una institución como la Iglesia, que se justificaba a partir del mensaje de pobreza y de paz que Cristo predicó. La militarización del mensaje cristiano colocaba a los españoles, de manera natural, en la vanguardia del proceso y viceversa, conforme más protagonismo ganaban los españoles más se militarizaba ese mensaje, en una espiral que terminó replicando en los escenarios alemanes el paisaje humano de la “Reconquista” española, convirtiéndolos en la nueva “frontera”.

Dije hace tiempo que el día que el Papa decidió predicar las cruzadas puso en marcha un mecanismo de relojería que conducía inexorablemente a la Reforma Protestante. Les recuerdo aquél párrafo:

Para el Papa lo esencial debía ser lo religioso y la guerra algo meramente coyuntural e impuesto, derivado de los belicosos tiempos que se estaban viviendo. Pero la Guerra Santa era un salto cualitativo que desnaturalizaba su esencia cristiana. Al ponerse el Papa al frente de los guerreros estaba, de manera implícita, reconociendo la falsedad de su mensaje y poniendo en marcha un mecanismo de relojería que terminaría volviéndose contra él. Cuando convocó a todos los guerreros para la cruzada empezó la cuenta atrás para el inicio de la reforma luterana. Esa fue la venganza de los españoles. Ese fue el boomerang español. Cuando (algunos siglos después) la Reforma Protestante tuvo lugar sólo podían salvar al Papa aquellos bárbaros a los él que quiso domar, y sobrevivirá convertido en rehén ideológico de aquellos pueblos fronterizos que eran formalmente cristianos pero tenían una lógica interna musulmana. Los híbridos de la frontera.”[3]

Pues ídem de ídem. Cuando los luteranos aceptaron el desafío militar católico que desencadenó la Guerra de los Treinta Años cayeron en la “trampa española” y comenzó el proceso de Neutralización de la Reforma Protestante. Los evangelios y la guerra no son muy compatibles como iremos viendo en las próximas semanas.
 
Y la aceptación de ese desafío militar tuvo un efecto atávico. Hizo resucitar el espíritu guerrero de los viejos germanos, hiriendo gravemente al de la reforma religiosa que llevaba un siglo intentando abrirse paso por la ecúmene europea. La agresividad española hizo despertar a la agresividad germana. 
 
La generalización de la guerra religiosa por Europa terminaría consolidando las posiciones geográficas que los protestantes habían ido consiguiendo desde 1517, pero los contuvo de manera definitiva. Es un hecho que desde la Paz de Westfalia (1648) -que puso fin a esta guerra- hasta mediados del siglo XX, las fronteras religiosas entre católicos y protestantes no se han movido en casi ningún lugar de Europa. Desde la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, algo ha comenzado a cambiar debido, en primer lugar, a los importantes movimientos de población que se han producido desde entonces, a la propia dinámica demográfica diferencial de los grupos étnicos implicados (en algunas zonas los católicos presentan una mayor tasa de natalidad que sus vecinos protestantes, lo que ha modificado sustancialmente la correlación de fuerzas entre ambos grupos) y el avance de la secularización, así como la presencia de nuevos grupos religiosos de origen extra europeo. Todo ello está afectando de distinta manera a las dos confesiones tradicionales del Occidente Europeo.
 
Cuando se fijaron las fronteras entre las distintas confesiones, la religión perdió buena parte del dinamismo que había tenido en los albores de la modernidad, y las diferentes iglesias fueron entrando paulatinamente en un proceso de fosilización que veremos otro día. En realidad era algo inevitable. En las tierras de misión el debate religioso es mucho más vivo que cuando cristalizan las diferentes confesiones y éste deja de ser necesario. Las verdades establecidas se vuelven entonces inmutables, y el formalismo, los ritos y los discursos repetitivos terminan devolviendo la autoridad a los especialistas del asunto. Entonces el pueblo se limita a “consumir” el “producto elaborado” que estos le ofrecen.
 
Cuando por fin los cañones cesaron y la paz volvió, la distribución de los luteranos reproducía “casualmente” de manera bastante aproximada la de los germanos de los primeros siglos de la Era Cristiana. Los calvinistas estaban situados en tierras estructuralmente fronterizas, donde la identidad de los grupos étnicos que abrazaron esa fe había sido puesta a prueba de manera reiterada durante las anteriores generaciones. Los anglicanos, un grupo religioso intermedio entre los católicos y los protestantes, eran mayoritarios en un país donde la germanidad y la latinidad se habían entremezclado bastante históricamente. Los católicos reproducían la geografía del Imperio Romano de Occidente (salvo en el caso inglés que ya hemos comentado), a los que se les sumaban los habitantes de países celtas (el caso irlandés) o eslavos (polacos, lituanos…) en proceso de autoafirmación nacional frente a anglosajones o germanos. Muchas casualidades juntas ¿no cree?
 
¿Por qué las regiones de lengua alemana que habían pertenecido al Imperio Romano mil años antes siguieron siendo católicas y las que también hablaban alemán pero no habían sido romanizadas se convirtieron al protestantismo? Le dejo que reflexione sobre el asunto y saque sus propias conclusiones. Aunque debo aclarar que en el mundo islámico también ocurren cosas muy parecidas entre los chiíes y los suníes.
 
Está claro que la religión es uno de los más poderosos marcadores de etnicidad que existen y que los pueblos buscan señales visibles para que todo el mundo perciba con quienes se sienten a gusto compartiendo algo y con quienes no. Por supuesto las clases dominantes siempre intentan manipular los procesos históricos todo lo que pueden, pero hay veces que les resulta más fácil hacerlo y otras en las que el asunto se vuelve mucho más complicado. Lo que queda claro es que quien no conoce la historia está condenado a repetirla.


[1] http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/el-boomerang-espanol.html
[2] http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/la-genesis-de-nuestra-identidad.html
[3] http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/el-boomerang-espanol.html

jueves, 2 de agosto de 2012

Familias frente a clanes


Desde hace varios meses vengo hablando de ecosistemas, de la adaptación de los diversos grupos humanos a los mismos, de los procesos de interiorización de circunstancias históricas traumáticas y de su incorporación al subconsciente colectivo, de la existencia de un bagaje histórico, propio de cada pueblo, que aflora en circunstancias nuevas e inesperadas, varios siglos después de que tuvieran lugar los sucesos que justificarían esa reacción. Pero ¿Cómo se transmite esa actitud subconsciente que cada pueblo esconde? ¿Cómo es posible enseñar algo que uno no sabe que existe?

Observe a un niño pequeño. Intente explicarle las razones por las que usted cree que se debe comportar de una determinada manera en una circunstancia concreta. Pregúntele, un mes después, a ver si se acuerda de algo.

Ahora bien, imagine una situación tensa entre adultos con el niño observando. Alguien ha desafiado a una persona que para él es importante: observará cada gesto, cada mirada, la actitud con la que todos y cada uno de los presentes ha reaccionado. Esa imagen quedará guardada en sus recuerdos y aflorará de nuevo cuando sea él el que se encuentre en una tesitura semejante, cincuenta o sesenta años después... Es posible que cuando esto último ocurra haya otro niño mirando y guardándolo igualmente en sus recuerdos infantiles.

Una persona va diciendo quién es en cada cosa que hace. Los adultos solemos pasar por alto multitud de pequeños detalles que, sin embargo, transmiten gran cantidad de información. Tenemos la mente saturada con estímulos de todo tipo y forzosamente tenemos que priorizar, quedándonos con lo urgente, con lo inmediato. Pero cientos de ojos nos observan y algunos de ellos sí son capaces de interpretar esos detalles. Los estados de ánimo, las reacciones caracterológicas, los gestos, las miradas... es algo que sabemos interpretar de manera instintiva, sin que nadie nos lo haya explicado. Es la experiencia genética de nuestra especie, que está más viva que nunca durante los primeros años de nuestra vida.

Igual que los individuos, los pueblos también poseen una personalidad propia que transmiten de mil maneras. Entre ellas el lenguaje ocupa una posición central: el acento, la entonación, el vocabulario, la manera de construir las frases. Cada palabra, cada concepto, tiene un significado y también unas connotaciones que se asocian a él. Estamos emitiendo juicios morales de manera inconsciente continuamente: yo puedo decir que una persona es muy tenaz o bien que es muy terca. Es muy probable que dos interlocutores diferentes utilicen cada uno de estos dos términos para referirse a la misma persona. Está claro que al hacerlo cada uno está haciendo una valoración moral implícita de ella que no va a pasar desapercibida a los posibles oyentes.

La manera de llamar a las personas refleja, igualmente, una actitud vital determinada, una forma de concebir el mundo y de situarse dentro de él.

El nombre propio es algo que marca al individuo e influye significativamente en su particular manera de insertarse en su sociedad, ilustrándonos también acerca de las categorías mentales que el grupo maneja a la hora de estructurarse como tal.

Sobre nuestro nombre poseemos cierto control. Con frecuencia lo modificamos en el uso cotidiano que hacemos de él para hacerlo coincidir mejor con nuestra actitud vital. No es lo mismo que te llamen Francisco, Paco o Curro. Pese a ser tres formas habituales del mismo nombre, cada una de ellas nos está transmitiendo una manera de relacionarnos distinta con las personas con las que compartimos nuestra vida. A veces incluso el mismo individuo usa más de una variante de su nombre, cada una de ella en ámbitos diferentes. Será Francisco en el trabajo, Paco en familia y Curro entre su pandilla de amigos, por ejemplo. Y de esa utilización podemos ya inferir una particular manera de insertarse en esos medios.

Y si bien las distintas utilizaciones que hacemos de nuestro propio nombre nos informan acerca del individuo concreto que hace uso de ellos, la manera formal y estructural de denominar a las personas en un contexto cultural determinado nos ilustra, igualmente, acerca de las categorías mentales que rigen en esa sociedad y de su particular manera de organizarse y de relacionarse con el medio y con el mundo.

Siempre me llamó la atención el fuerte contraste existente entre el sistema de apellidos de los pueblos ibéricos con el que se usa en el resto de la ecúmene europea e, incluso, en el resto de ámbitos culturales de nuestro planeta. Este sistema tan singular que se ha desarrollado en nuestro medio no es casual, sino que cumple una función necesaria dentro de nuestro sistema, que no es tan precisa fuera de él.

Detengámonos un momento a analizarlo y a intentar interpretarlo:

Todos tenemos dos apellidos: el primero de nuestro padre y el primero de nuestra madre. Las mujeres, por supuesto, conservan sus apellidos durante toda su vida. La señora Carmen Pérez Fernández –cuyo nombre es Carmen, su primer apellido, el que ha heredado de su padre, es Pérez, y el segundo, el de su madre, es Fernández- casada con José Rodríguez López –de nombre José, con apellido paterno Rodríguez y materno López- será presentada como Carmen Pérez o como Carmen Pérez Fernández –en caso necesario se aclarará después que está casada con José Rodríguez-, pero jamás lo será como Carmen Rodríguez (La terminología portuguesa es ligeramente diferente, aunque por detrás subyace la misma filosofía básica. Son dos variantes del mismo sistema.), como a veces hacen algunos extranjeros, ignorando al hacerlo que están creando una situación incómoda entre sus interlocutores españoles -tanto como la que pueda sentir un inglés varón casado al que le cambian el apellido sustituyéndolo por el de soltera de su esposa-.

Los españoles tienen dos apellidos porque tienen dos progenitores y no desean ocultar a ninguno de ellos. Es fácil imaginar el estupor de un ciudadano español, poco viajado e ilustrado, cuando aterriza en otro contexto cultural y descubre que el apellido de una señora de elevada posición social, culta, que desempeña un puesto de trabajo de gran responsabilidad y que a lo mejor es hasta feminista, no es el suyo, sino el de su marido (¿?). Que ha tenido que renunciar -para casarse- a su apellido paterno, es decir ¡a sus señas de identidad!, a un elemento identificativo tan importante como este.

El sistema de apellido simple, de origen paterno, que obliga además a la mujer casada a sustituirlo por el de su marido delata, obviamente, un esquema mental clánico, venido directamente del tiempo de las tribus, que encuadra a los hombres de manera inflexible en un grupo humano definido de manera tosca e inarticulada y coloca a la familia materna de la persona en un segundo plano, ocultándola a las miradas del resto de la sociedad.

Para definir la posición geográfica en la que alguien se encuentra son necesarios dos datos: la longitud y la latitud. Si supiéramos solamente uno de ellos seríamos incapaces de determinar ningún lugar preciso, sólo podríamos trazar una línea, de miles de kilómetros, en algún punto de la cual se encuentra aquél al que estamos queriendo localizar. Igualmente, para saber quien es una persona no nos basta saber quién es su padre, porque la relación con él tal vez no haya sido la más estrecha de las que llegó a tener en la infancia. En cada persona se cruzan una infinidad de influencias sociales que la singularizan. Pero es evidente que tanto la familia paterna como la materna están entre las más relevantes. Volviendo al ejemplo anterior consideremos ahora que el matrimonio que les hemos presentado tiene un hijo, llamado Antonio y apellidado, por tanto, Rodríguez Pérez. Él no es un simple miembro del clan de los Rodríguez -como se desprendería de la aplicación del sistema europeo de apellidos- sino la intersección de las familias Rodríguez y Pérez. Sus apellidos por tanto intentan reflejar, de manera simplificada, la complejidad de relaciones de parentesco que existen en la sociedad real.

Este muchacho compartirá algún apellido –y por tanto una parte de su identidad social- ¡con todos sus primos!, parentesco que cualquier observador ajeno a la familia podrá fácilmente detectar. Si, por el contrario, aplicara la terminología continental sólo lo compartirá con la cuarta parte de ellos, en concreto con los hijos de los posibles hermanos varones de su padre, que no tienen por qué ser, necesariamente, aquellos con los que más se relaciona. Ante el mundo se pierde el rastro del resto de conexiones parentales. Es la diferencia entre pertenecer a una familia o de hacerlo a un clan.

Es obvio que una sociedad en la que los individuos tienen dos nombres y un solo apellido está remarcando el valor de la individualidad y del tiempo presente frente a las tradiciones y los valores compartidos. El pasado, representado por su único apellido, aparece subordinado y desdibujado, puesto que sólo nos muestra una fracción de éste, que asume la representatividad del resto. Todo él se mezcla y se confunde como si fuera monolítico. Y así uno es etiquetado como un Kennedy o un Ford, induciendo en el interlocutor la idea de que hay una manera de ser Kennedy o Ford, que luego es matizada por las características individuales de cada uno de sus miembros. Tradicionalmente el padre, que pasaba la mayor parte de su tiempo fuera de casa, ha aportado a la familia el estatus. Pero a la madre le ha correspondido la transmisión de los valores. Por tanto ocultar la influencia de ésta es ignorar uno de los datos fundamentales que van a determinar esas características individuales que matizan “el carácter típico del clan”.

Por el contrario, en una sociedad en la que los individuos tienen un nombre y dos apellidos, lo que se está remarcando son los vínculos que el individuo mantiene con los distintos grupos de procedencia de su núcleo familiar. El pasado no es un todo inarticulado y brevemente sintetizado con un apellido que actúa a modo de adjetivo, sino que nos muestra una parte de su complejidad, de su sistema de contrapesos en el que el Pérez es compensado por el Fernández. Si alguien conoce a las dos familias originales sabe que son diferentes y que, por tanto, su unión marca una línea de compromiso en la que se resaltan los valores comunes a ambas y se diluyen los que las diferencian, marcando así las líneas maestras de la evolución futura de la unión resultante.

El pasado es la base sobre las que el individuo se asienta. Imagínese el lector a una planta que posee bajo tierra un volumen de raíces mayor que lo que nos muestra por encima de la superficie y que, a su lado, hay otra con muchas menos raíces y con un mayor desarrollo aéreo. ¿Cómo cree que evolucionará cada una de ellas? Con toda probabilidad la primera lo hará con mayor lentitud que la segunda. Y con toda probabilidad también veremos a la primera sobrevivir a la segunda. Con toda probabilidad un incendio, un huracán o una inundación harán más daño a la segunda que a la primera y ésta mostrará una capacidad de recuperación ante las adversidades mucho mayor que aquella. Tendrá una mayor “resiliencia”. Pues sencillamente es de eso de lo que se trata.

Es un hecho incontestable que la familia tradicional, en todo el mundo occidental, se ha ido encogiendo hasta transformarse en lo que ha dado en llamarse familia nuclear que, por muy diversas razones, ha ido rompiendo los lazos que antaño la vinculaban con sus parientes. Lo que amortigua, de manera notable, las posibles diferencias previas existentes entre ambos modelos.

Pero en un mundo predominantemente rural, mucho más desplegado en el espacio, sin un Estado del Bienestar protector que supliera la ausencia de parientes y muy jerarquizado desde el punto de vista social, tener o no una red familiar extensa sobre la que apoyarse podía llegar a significar, en los malos tiempos, la diferencia entre la miseria y la riqueza, entre la vida y la muerte. La familia era el primer y más sólido de los apoyos con el que cualquier individuo podía contar. Y la red de relaciones sociales que una familia tenía se heredaba también. Reivindicar los apellidos originales de Carmen era importante no sólo para ella, sino también para su hijo, para sus padres y, llegado el caso, también para el propio marido que, por haberse casado con ella, se le abría toda la trama de relaciones que poseían sus suegros.

Estamos ante un sistema de relaciones fuertemente inclusivo, que abre las puertas de la familia a todo aquél que tenga alguna vinculación con ella y ejerce una función centrípeta muy poderosa. Históricamente ha sido, además, el mayor motor de mestizaje –tanto racial como cultural- que ha existido en el planeta. Las sociedades ibéricas han demostrado, a lo largo del tiempo, una gran capacidad para fagocitar a otros grupos humanos que han estado en contacto con ellas.

Tenemos por tanto dos modelos diferentes: por un lado, una estructura simbólica clánica, pensada para competir, que replica el sistema de reproducción por mitosis, propio de los seres unicelulares y que concibe el crecimiento en términos individuales, sin atender a las posibles necesidades de los grupos en los que se insertan esos individuos y, por el otro, una estructura simbólica más familiar, pensada para resistir, para tejer una malla protectora alrededor de los individuos, que intenta replicar el sistema de reproducción sexual, propio de los seres multicelulares y que concibe el crecimiento en términos colectivos, ubicando a cada individuo en una estructura orgánica compleja que posee una fuerte capacidad de autorregeneración. Es la “resiliencia” española de la que venimos hablando desde hace meses.



Observemos un esquema gráfico de ambos modelos. ¿Qué le parece? El primero nos recuerda, parcialmente, a un árbol invertido, tan utilizado actualmente en los sistemas informáticos. El segundo se parece más a un sistema neuronal... y a la forma de funcionamiento de las redes sociales.



Miren ahora los mapas físicos de Gran Bretaña (es la variante anglosajona la que hemos usado como referente concreto en nuestro ejemplo) y el de la Península Ibérica. ¿Cree que esto ha tenido algo que ver en el desarrollo histórico de estos modelos?



Ahora veamos sendas fotos vía satélite de los mismos países. Pueden ser un buen motivo para la reflexión..