domingo, 20 de mayo de 2012

El Cordón Sanitario europeo



Llamo Cordón Sanitario Europeo al conjunto de estructuras políticas que, desde la Edad Media, vienen protegiendo y aislando del resto del mundo a los países del Occidente Europeo que beben en las fuentes de la tradición católica medieval, aunque con posterioridad se hayan desvinculado de ella.

En Europa se ha ido construyendo una “torre de marfil” protegida del exterior a través de un sólido muro de contención que ha sido soportado por los pueblos que históricamente se han encuadrado en tres estructuras imperiales: Rusia, Austria y España. Cada uno de estos tres estados se ha responsabilizado de un sector del frente y lo ha organizado a su manera. Pero entre los tres han creado en el resto del continente una sensación de invulnerabilidad que es la responsable última de la arrogancia intelectual que ha caracterizado a este mundo cerrado y artificial que atribuye su prosperidad económica a su inventiva y sus extravagancias –que ellos llaman libertad intelectual- y no a la estructura de dominación imperial que han impuesto al resto del mundo, que lleva ya quinientos años, de manera ininterrumpida, bombeando recursos hacia los centros de decisión económicos situados en el corazón de Europa –y de las nuevas europas- con el efecto acumulativo que –a largo plazo- podemos imaginar.

La evolución histórica de los pueblos del occidente europeo durante los últimos quinientos años descansa sobre dos presupuestos implícitos que han sido sistemáticamente infravalorados por los especialistas y que tienen su origen en la Edad Media: la consolidación a nivel continental de los dos poderes universales –Papado e Imperio- y la aparición del Cordón Sanitario Europeo.

La cristiandad occidental -desde los tiempos de Carlomagno- presenta una doble dirección, una doble cabeza dirigente, que se ha ocupado cada una de un ámbito específico de la identidad europea. La relación entre ambos núcleos ha sido siempre compleja. Desde cada una de las dos cúpulas se ha estado siempre intentando dominar a la otra pero nunca lo han podido conseguir o, por lo menos, nunca pudieron estabilizar esa dominación durante un tiempo suficiente como para generar una dinámica que condujera a la consolidación del proceso.

En el mantenimiento de la dualidad político-religiosa influyeron poderosamente la separación física de las dos sedes y su ubicación en pueblos claramente diferenciados desde el punto de vista étnico y con historias previas divergentes. Las invasiones germánicas, que marcaron el tránsito de la Antigüedad a la Edad Media llevaron al poder político, por todo el antiguo Imperio de Occidente, a grupos de germanos que fundarán las dinastías que regirán los destinos de Europa durante un milenio. Poder político y germanidad se asociaron hasta el punto de que el gran poder universal que regía el ámbito de lo político –el Imperio- se establece en el territorio del que proceden buena parte de los invasores del siglo V.

Por el contrario, todas las funciones que guardaban alguna relación con el mundo de las ideas se irá concentrando alrededor de la iglesia, cuya sede se encuentra –y no por casualidad- en la antigua capital imperial romana, que termina controlando no sólo los temas religiosos sino que, también, administra el legado cultural que procede del mundo clásico, lo que le convirtió en la transmisora de la cultura por excelencia.

Al estar claramente delimitados los ámbitos de actuación, los espacios geográficos e incluso los procesos históricos asociados a ellos, se va desarrollando una relación dialéctica entre ambos mundos, que van evolucionando en paralelo y, si bien el tiempo tenderá a diluir los perfiles de las formaciones sociales específicas que los encarnan, dado que el papel que cada uno desarrollaba era necesario en el “ecosistema europeo” -e incluso adaptativo- su función permanecerá, acomodándose a los nuevos tiempos. Lo que quedará finalmente será la clara delimitación entre la Iglesia y el Estado, entre el espacio público y el privado, entre el mundo de lo político y el de las convicciones éticas. Así, la legitimidad de las instituciones políticas que tienen su origen en algún proceso revolucionario descansa, en última instancia, en la supremacía moral de la conciencia sobre la realidad política, que procede a su vez de la supremacía del mundo espiritual sobre el material que el hombre medieval tenía profundamente interiorizada.

Esta convicción profunda debilita la autoridad del estado –a nivel local- que tiene que estar revalidando continuamente su legitimidad en base a la utilidad pública demostrada en sus actuaciones concretas, pero del que a priori se desconfía. La debilidad del estado es la fuerza de la sociedad, que se abroga el derecho a intervenir sobre él cada vez que considere que se extralimita en sus funciones. Las intervenciones sociales sobre el poder van corrigiendo con relativa frecuencia el rumbo de éste, lo que fortalece a los estados concretos en sus intervenciones globales, lejos ya de los entornos domésticos, creándose así un contexto político altamente competitivo que realimenta el conflicto y lo canaliza a través de una serie de sofisticados mecanismos -si los comparamos con los procesos que se dan en otros ámbitos geográficos-.

El conjunto de formaciones políticas que participan en todos estos procesos y cuya frontera queda delimitada por el citado Cordón Sanitario Europeo han constituido una estructura confederal de facto, en la que no ha habido unas instituciones formales que la gobiernen, pero sí informales. Siempre hubo una estructura económica y política supranacional en la que cada una de las piezas que componían el tablero sabían más o menos cual era la función que tenían asignada dentro de él y qué era lo que se esperaba que hicieran en cada coyuntura política concreta.

El Cordón Sanitario Europeo es la consecuencia final de un proceso histórico concreto en el que, ante las agresiones militares que están sufriendo los pueblos que habitan en los límites exteriores de la cristiandad europea occidental, algunos de ellos terminan constituyendo estructuras políticas poderosas que acaban dominando extensas áreas situadas en la frontera, incluyendo dentro de su esfera de influencia tanto a pueblos “interiores” (es decir, católicos) como “exteriores” (no católicos). La estructura social y política de estas formaciones se encuentra muy jerarquizada y evoluciona en dos direcciones diferentes. Los españoles lo harán hacia la constitución de una sociedad compacta y militarizada, que interioriza pronto su función auxiliar y periférica dentro del contexto europeo y su misión de encuadramiento de indígenas en contextos geográficos “exóticos”, asumiendo de esta manera el rol que hemos bautizado como “los capataces del imperio”. Austriacos y rusos, en cambio, estratifican mucho más su estructura interna, asignando roles diversos a cada una de las diferentes etnias que forman parte de sus imperios respectivos, creando varias capas de protección que establecen zonas de transición entre los territorios más y los menos “europeos”. Así mientras que la frontera española con el Islam norteafricano es abrupta y nítida –una simple línea fronteriza separa ambos mundos- en los Balcanes y en las estepas orientales nos encontramos con un continuum con la secuencia: germanos católicos => eslavos católicos => eslavos ortodoxos => eslavos musulmanes => otros musulmanes.

El Imperio Ruso:

La Frontera Oriental Europea aparece mucho antes de que lo hiciera el reino moscovita. Los colonos germanos que cruzaron el Elba en la Alta Edad Media en dirección hacia el Este van abriendo paulatinamente la frontera oriental. Más adelante surgirán Polonia, Lituania y el reino del los Teutones que serán los estados que marquen los límites orientales del Occidente Cristiano durante siglos. Pero la poderosa irrupción del Imperio Ruso en las estepas orientales a lo largo de la Edad Moderna alteró radicalmente la correlación de fuerzas existentes en la zona y también las reglas del juego. Los eslavos de religión cristiana ortodoxa no pertenecen al conglomerado de pueblos que formaron parte de la tensión dialéctica que surge alrededor de los dos poderes universales. Rusia abre en el Este una nueva dinámica histórica que tiene sus propias reglas de juego, diferentes de las occidentales. Su lógica interna es imperial concebida en el sentido más clásico y tradicional. El poder político-militar aquí es omnipotente y condiciona a todas las demás facetas de la vida. La burguesía es casi inexistente y la Iglesia está mucho más subordinada al poder político de lo que está en Europa Occidental. El individuo, en las vastas estepas orientales, se siente inerme en medio de la inmensidad. Sólo el grupo puede ofrecer ciertas seguridades y, como contrapartida, impone su ley. Al final quien lidera el grupo termina acaparando casi todo el poder.
 
Rusia no es obra de Europa, aunque su evangelización y su proximidad geográfica la vinculen a ella de alguna manera. Su particular evolución histórica es independiente, en sus orígenes, de la que protagonizan sus vecinos más occidentales. Pero como ambos procesos históricos son claramente expansivos estaban condenados a encontrarse. Y el encuentro se produce a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Desde entonces cada generación ha ido reajustando paulatinamente la relación entre ambos mundos, que no ha parado de evolucionar desde el punto de vista estructural.
 

Europa y Rusia son dos mundos en expansión que terminan colisionando. El peso del “encontronazo” lo soportarán los pueblos que, antes de ese momento, formaban la Frontera Oriental –polacos, prusianos, lituanos etc.-. El Estado Ruso era muy poderoso pero su estructura social mucho menos compleja que la de sus vecinos occidentales. Le fue relativamente fácil someter a los pueblos más orientales, pero mucho más complicado digerir a los del oeste. El proceso que se abre a partir del sometimiento de los pueblos bálticos, el posterior reparto de Polonia y, como remate final, la satelización de toda la Europa Oriental después de la Segunda Guerra Mundial han terminado matando de éxito al estado ruso-soviético que terminó abarcando mucho más de lo que era capaz de asimilar y acabó derrumbándose ante su propia incapacidad para estructurar adecuadamente a un grupo de pueblos tan heterogéneo en un contexto político extraordinariamente complejo y competitivo como el de la segunda mitad del siglo XX.

En cualquier caso, desde su aparición, el estado ruso ha cumplido de facto, para Occidente, la función de Imperio Fronterizo, protegiendo de manera eficiente el “limes” oriental. Desde el siglo XVI es impensable que ningún pueblo de las estepas sea capaz de atravesar el reino y golpear a ninguno de los estados situados detrás.

La etnia rusa constituye el núcleo duro del Imperio, aunque los ucranianos y bielorrusos se integraron en él como aliados estratégicos. Ese núcleo de poder impuso su ley a varias decenas de pueblos diferentes que habitan las grandes llanuras de la Europa Oriental y todo el norte de Asia, integrando dentro de la estructura imperial a pueblos que habitan un territorio de dimensiones continentales y que se extiende desde las regiones polares hasta la meseta iraní y desde el Océano Pacífico hasta el Mar Báltico. El Imperio Ruso ha desempeñado el papel de importante difusor cultural dentro de esta zona, bombeando recursos hacia el oeste y organización política hacia el este, transmitiendo en aquella dirección, aunque algo difuminados, los valores culturales propios del Occidente Europeo. Los colonos rusos se han ido adentrando por todo ese inmenso territorio hasta el puerto de Vladivostok en el Océano Pacífico, constituyéndose en la avanzadilla de la civilización europea en los vastos espacios siberianos

El Imperio Austriaco:

El reino de Austria, a lo largo de la Edad Media, se fue convirtiendo en el estado más poderoso del Sacro Imperio. Sus monarcas terminarán acaparando la corona del mismo y heredándola de facto. La corte austriaca fue, por tanto, la sede del Sacro Imperio Romano Germánico. Por consiguiente, desde el punto de vista formal, fue el centro político del Occidente europeo.

Pero el poder del Emperador de los germanos era más teórico que real y, finalmente, terminará descansando sobre la fuerza que éste era capaz de movilizar desde sus dominios patrimoniales. Esa fue la razón por la que el cargo de “Rey de Austria” terminara siendo casi sinónimo de “Emperador de Alemania”. No obstante el poder efectivo en Europa estaba mucho más repartido.

A lo largo del siglo XV los turcos habían ido sometiendo, de manera sistemática, a todos los pueblos que habitaban la Península de los Balcanes. En 1526 destrozarán al ejército húngaro en la batalla de Mohacs, con su rey –Luis II- a la cabeza, que morirá en combate. La consecuencia directa de este suceso fue la desmembración de Hungría en tres partes: El centro del país, con su capital –Buda- pasará a manos de los turcos. En la zona oriental se formó un nuevo estado –el principado de Transilvania- bajo protectorado turco y los húngaros y croatas del oeste entregarán la corona de Hungría a Fernando de Habsburgo, el hermano español de Carlos V y futuro emperador de Alemania que reinará como Fernando I. La inmediata tarea que se le presentaba al Habsburgo era contener la ofensiva turca, que amenazaba ya seriamente al reino de Austria y toda la Europa Central. Finalmente, en octubre de 1529, los otomanos pondrán cerco a la ciudad de Viena, alcanzando así su punto de máxima penetración en el continente europeo. Fernando I organizará la resistencia y conseguirá obligar a aquellos a levantar el cerco. Los turcos serán expulsados de Austria, y la frontera entre ambos imperios se situará, de momento, en el corazón de Hungría y de Croacia. Este será el comienzo del Imperio Austriaco propiamente dicho, entendiendo como tal el  que construyeron los Habsburgo desde sus dominios patrimoniales, fuera del contexto propiamente alemán.

El Imperio Austriaco, a diferencia del Germánico que también lideraban estos monarcas, es una estructura política fronteriza, que surge en el Danubio Medio y los Balcanes Septentrionales. Aparecerá en el siglo XVI, en las circunstancias que brevemente hemos resumido y sobrevivirá hasta la Primera Guerra Mundial. Tendrá, por tanto, una duración de casi cuatrocientos años. Cubrirá el sector central del Cordón Sanitario Europeo y su misión principal será, durante todo ese tiempo, contener al Imperio Turco en tierra -en el mar era tarea española-. Para cumplirla se apoyará en los pueblos que habitaban el espacio imperial –fundamentalmente húngaros y croatas-. Los germanos, dentro de esta estructura estatal se reservarán la dirección política y las tareas de encuadramiento social.

La desintegración de los dos imperios balcánicos –el Austro-Húngaro y el Otomano- hizo surgir, a lo largo de los siglos XIX y XX, varios estados independientes que sustituyen la función estructural que hasta ese momento habían venido desempeñando los austriacos. Son el nuevo Cordón Sanitario Balcánico de la Europa continental adaptado a la Era de los estados nacionales y desplazado un poco más hacia el sur. Hasta la misma Turquía, que fue el adversario más serio al que tuvieron que hacer frente los Imperios del Cordón durante la Edad Moderna, decidió pasar a formar parte del anillo más exterior del mismo, convirtiéndose a la nueva religión europea –la  de la Modernidad-. Los turcos, cuyo imperio fue liquidado a lo largo del siglo XIX y los primeros años del XX intentaron, al menos, apuntarse a las nuevas corrientes nacionalistas, salvar del naufragio el mayor número de restos posible e intentar hacer méritos para que los admitieran en el club de los vencedores siquiera fuera como guardianes de los límites exteriores de la europeidad. El fin de la Primera Guerra Mundial significó, en el Mediterráneo Oriental, el comienzo de un nuevo tiempo, el de los Imperios Coloniales Europeos, que tendrá un recorrido muy corto –poco más de una generación-, pero esto forma parte ya de otra historia diferente.

De los tres imperios exteriores del Cordón Sanitario, Austria fue el único que desempeñó su papel sin verdadera vocación. Mientras España -por un lado- y Rusia -por el otro- habían nacido como naciones en la mismísima frontera y habían crecido integrando dentro de su imaginario colectivo los valores éticos propios de los pueblos fronterizos, desempeñando su función sin ninguna reserva mental, lo que les dará una formidable potencia; los austriacos, por el contrario, vieron como la frontera terminó llegando hasta donde ellos vivían y los envolvió contra su voluntad. Los absorbió mucho más de lo que ellos hubieran deseado y, mientras duró, vivieron con la mente repartida entre su vocación –Alemania- y su cruda realidad –el Danubio Central-, por eso no supieron adaptarse a su entorno natural y la Historia terminó llevándoselos por delante. A la alianza de los germanos, húngaros, croatas y checos le faltó profundidad estratégica y el desenlace terminó reflejando ese hecho.

El Imperio español

El Imperio Español presenta, por su parte, unas especificidades muy características que lo diferencian de manera nítida de los otros imperios exteriores y que pasamos a enumerar:


Primero: La función Cordón Sanitario es muy anterior en el tiempo a la constitución de la estructura imperial y es ajena a ella. Mientras que a los rusos y austriacos les termina cayendo el “trabajo” porque son o se hacen poderosos y están en zona fronteriza, es decir porque son los más fuertes de su frontera, los españoles son inicialmente extremadamente débiles y se van haciendo fuertes poco a poco en dura lucha con sus adversarios. Son hijos de la frontera, no conocen otro mundo y no conciben la vida sin ese componente básico de su existencia. El imperio aparece ¡ochocientos años después!, como puede imaginar el lector las consecuencias psicológicas derivadas de este hecho son profundas.
 

Segundo: Su posición fronteriza es muy anterior en el tiempo a las otras dos, Cuando se libra la batalla de Covadonga (722) los omeyas reinan en Damasco y extienden su poder desde España hasta la India, aún no se ha producido el golpe de los abasidas y los turcos no son más que un pueblo nómada situado en algún lugar del Asia Central. Los bizantinos están sólidamente instalados en la mayor parte del actual territorio turco y, por supuesto, en los Balcanes. Los germanos aún no han colonizado las tierras situadas al este del Elba y los pueblos de la Europa Oriental aún no han sido cristianizados. Quedan todavía siglos para que surja el contexto histórico que pueda propiciar la aparición de las fuerzas que terminen dando lugar a los imperios ruso o austriaco y el resto de los europeos se sientan absolutamente protegidos de cualquier agresión exterior; de hecho, en ese momento, los musulmanes han penetrado profundamente en Francia, e Italia se encuentra también seriamente amenazada.
 
Tercero: La extraordinaria presión militar a la que fueron sometidos los cristianos ibéricos durante siglos a lo largo de la Edad Media termina haciendo cristalizar una formación social específica, militarizada, monolítica y con conciencia de sí, que no es un simple conglomerado de pueblos que se sienten amenazados por un enemigo exterior poderoso y se alían y estructuran políticamente para hacerle frente. Entre los españoles cristianos medievales nos encontramos ya una embrionaria pero consistente conciencia nacional y una significativa implicación de los campesinos en el proceso. Aquella España era la avanzadilla remota de las futuras naciones-estado que se irán extendiendo por el mundo durante la segunda mitad del segundo milenio.

De todo lo dicho hasta aquí podemos fácilmente deducir que la condición fronteriza en España es profundamente estructural y absolutamente independiente de la coyuntura política. Su ritmo interno de desarrollo no sólo es autónomo sino, sobre todo, es endógeno, obedece a una lógica implícita que tiene su propia dinámica y que, con frecuencia, contrasta de manera llamativa con la de sus vecinos continentales. De ahí procede la sensación generalizada entre los españoles de desfilar siempre con el pie cambiado, de ir siempre a contracorriente, de actuar siempre en el momento inadecuado. Otra consecuencia de esas “peculiaridades españolas” es la inexistencia de grupos étnicos intermedios que actúen como colchón amortiguador. Como dijimos más arriba la frontera entre el Islam y la cristiandad en el frente español es brusca; donde no los separa el mar es, simplemente, una línea trazada en la frontera. No hace falta más. Todas las fronteras terrestres españolas –no sólo las exteriores- han sido históricamente las más estables del continente europeo. La guerra en España no es ningún juego y si alguien, alguna vez, frivolizó con ella terminó pagando un precio tan alto que no le quedaron ganas de repetir la experiencia. Los españoles, por otra parte, nunca usaron a otros para que lucharan por ellos. Si algún extranjero se unió a la lucha dejó de serlo en ese preciso momento.

La vocación imperial española empieza a manifestarse ya a finales del siglo XIII y se abre paso en dura competencia con Francia por los territorios del sur de Italia. La rebelión de los habitantes de la ciudad de Palermo contra las tropas angevinas el 30 de octubre de 1282 en la sangrienta jornada que ha pasado a la historia con el nombre de “Vísperas Sicilianas”, a la que rápidamente se unen otras ciudades –como Corleone o Mesina- abren de par en par las puertas de Sicilia a los ejércitos aragoneses, que desde entonces no dejarán de intervenir por toda la Italia Meridional –reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña- y el Mediterráneo Central. Los comerciantes catalanes van haciéndose cada vez más visibles en todos los puertos del Mare Nostrum y los almogávares –unidades de élite del ejército aragonés- imponen su ley no sólo en la Italia meridional sino también en Grecia. Cuando Aragón se une a Castilla para constituir la formación política que llamamos España, el nuevo reino conjunto hereda el Imperio mediterráneo que habían ido construyendo los aragoneses durante la Baja Edad Media.

Pero esa unión, que tiene lugar a finales del siglo XV, representa un poderoso salto, tanto cuantitativo como cualitativo, en la función imperial desarrollada por los ibéricos a escala mundial. La presencia española en el frente mediterráneo se refuerza y muy pronto lo perciben todos los estados ribereños. La vieja rivalidad bajomedieval entre aragoneses y franceses se resuelve pronto de manera expeditiva: los franceses son literalmente expulsados de Italia. No sólo del sur, sino de toda Italia. La expansión española sobre la península vecina sólo se ve frenada allí por los límites que impone la presencia del Papa en su zona central. Sólo la autoridad moral del Sumo Pontífice y la acción diplomática de las repúblicas del norte –desde entonces, obviamente, aliadas- representa un verdadero límite para España, pues no hay ejército en Italia, ni propio ni extraño, capaz de medirse con los tercios españoles.

También los turcos detectan muy pronto que en el Mediterráneo ha empezado un nuevo tiempo histórico. Un tiempo que, como las obras del teatro clásico, nos presenta tres fases: planteamiento, nudo y desenlace. Durante la primera de ellas españoles y turcos se expanden por este mar hasta obligar a todos los habitantes a aliarse bien con los primeros, bien con los segundos. No es posible la neutralidad. Durante la segunda se produce el gran choque entre ambos imperios. La tercera marca el comienzo del repliegue estratégico de ambos contendientes en este mar y la entrada de nuevos actores en escena.

El tercer frente mediterráneo abierto por los españoles es el magrebí, que en el mar se presenta como un frente secundario del choque estratégico con los turcos, en el que los piratas berberiscos aparecen como la avanzadilla de las galeras del Sultán. Pero hay también un amplio frente terrestre que los españoles contemporáneos -que tienen una peligrosa tendencia hacia la amnesia colectiva- ya han olvidado, pero los magrebíes no. El frente terrestre del Magreb fue abierto por los portugueses a principios del siglo XV. Durante casi doscientos años librarán un duro enfrentamiento con el reino de Fez. Finalmente irán siendo paulatinamente empujados hacia el norte hasta su último reducto: Ceuta, el lugar donde se habían refugiado tras el desastre de Alcázarquivir, donde murió, sin sucesión, el rey Don Sebastián, desencadenando este hecho un proceso que terminó llevando al monarca español –Felipe II- al trono portugués en 1580 y, como consecuencia secundaria, a la incorporación de Ceuta a la corona española.

Pero el verdadero frente español del Magreb estaba situado más hacia el este y sus adversarios no están en el reino de Fez sino en los de Tremecén y, sobre todo, Argel. El primer acto de ese duelo lo constituye la toma de Melilla (1497), a las que seguirán Mazalquivir (1505), Orán (1509), Peñón de Vélez, Bugía, Trípoli, La Goleta, Peñón de Argel, Túnez, etc. En los casos del Peñón de Argel, de Túnez, Trípoli, Bugía o la Goleta la dominación hispana fue efímera -aunque en alguno reiterada, por ejemplo Túnez fue tomada y perdida varias veces-. En cambio, la presencia española en las dos plazas conocidas como “el doble presidio” y también como “el Oranesado” –Orán y Mazalquivir- se mantuvo hasta 1791 –aunque interrumpida durante el período 1708-1732- y, pese a los reiterados intentos de conquista por parte de los turcos serán finalmente entregadas de manera pacífica por Carlos IV, coincidiendo con los graves sucesos que estaban acaeciendo en ese momento en Francia, lo que llevará al monarca a retirar las guarniciones que defendían este territorio para poder contar con recursos militares suficientes para cubrir un hipotético frente francés.

Un efecto colateral de esta presencia española en el oeste argelino durante casi trescientos años, fue el relativo aislamiento político del reino de Fez con respecto a lo que estaba sucediendo en el resto del mundo. La barrera de protección que España estableció de facto alrededor suyo los mantuvo a salvo tanto de las posibles agresiones otomano-argelinas como portuguesas, mientras que los propios españoles estaban demasiado dispersos cubriendo frentes por todo el planeta como para poder plantearse ningún movimiento agresivo. Este hecho hizo vivir a Marruecos en una verdadera burbuja protectora hasta finales del siglo XVIII, lo que le hará alcanzar la época de los imperios coloniales con una estructura política medieval pero consistente. La sociedad marroquí no había sufrido las profundas agresiones que sufrió la argelina, lo que condicionará el modelo de colonización que Francia termine desarrollando tanto en un lugar como en el otro. El protectorado marroquí es una consecuencia del proceso histórico que había tenido lugar durante los últimos siglos anteriores a su constitución.

Pero el Imperio español no sólo actuó en el Mediterráneo. Además de la citada función protectora que ejerció sobre el continente europeo al completar por el sur el Cordón Sanitario que más hacia el este cubrieron austriacos y rusos, había un segundo imperio con vocación claramente europea -el flamenco-borgoñón del que ya hemos hablamos en varios artículos- y un tercero que actuaba en y desde el continente americano.

España, por tanto, es mucho más que el Cordón Sanitario Occidental de los europeos. Es -también- la avanzadilla mundial –junto con Portugal- de la cultura europea y es, igualmente, el catalizador de las conciencias nacionales. Los ejércitos españoles -por mar y por tierra-, los funcionarios, terratenientes y colonos, puestos al servicio de la estrategia imperial de los Habsburgo, terminan representando el esqueleto de la estructura de dominación política y económica planetaria concebida en el vértice de la pirámide confederal europea que citamos más arriba. En este sentido creo que la expresión que sintetizaría la verdadera función histórica desarrollada por los españoles desde finales del siglo XV es la de “capataces del Imperio”, concibiendo la palabra Imperio en sentido amplio y continental, es decir, del Imperio europeo.

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