lunes, 1 de abril de 2024

El país de la resistencia

 



Con el artículo anterior cerramos un ciclo que hemos dedicado a abordar la historia de la España contemporánea. La gestión que están llevando a cabo los gobiernos de Pedro Sánchez la abordaremos cuando éstos dejen de formar parte de nuestro presente. En el centenar largo de trabajos que hemos dedicado a contar y a reflexionar acerca de la historia de nuestro país hemos intentado presentar una visión alternativa, situando tanto su historia como su geografía dentro de sus entornos ecológicos y geopolíticos, sin los cuales ambas serían ininteligibles.

Hemos visto como conocemos muy mal todas las épocas de nuestro pasado. La historiografía oficial ha ido olvidando de manera selectiva importantes facetas del mismo sin las cuales éste se vuelve incomprensible y, por el contrario, se ha ido centrando en el anecdotario, en las biografías de los grandes personajes que, al contrario de lo que se nos hace ver, no han determinado el curso de los procesos históricos sino que, por el contrario, han sido arrastrados por ellos y se han limitado a concretar lo que hubiera terminado ocurriendo de todas maneras con ligeras variantes. En cualquier caso la narración que ha terminado llegando hasta nosotros -la historia contada- está bastante manipulada y se ajusta a los típicos sesgos de la propaganda histórica (algo habitual en la narración histórica de todos los pueblos del mundo).

 

El “continente subjetivo”

Los romanos nos conquistaron y nos “romanizaron”. Es cierto. Pero tardaron doscientos años en hacer lo primero y quinientos lo segundo. No les resultó nada fácil desde luego y, por supuesto, sobrevivieron a la conquista multitud de tradiciones prerromanas que supieron adaptarse, cada una a su manera, a la nueva situación, diluyéndose dentro del nuevo “paisaje” cultural que los conquistadores crearon.

Si algo han demostrado los pueblos ibéricos a lo largo de su historia es su extraordinaria capacidad de resistencia a las agresiones exteriores. Varias veces he dicho que hace más de 30.000 años fuimos también el último refugio de los neandertales que, obviamente, tenían un genoma muy distinto al nuestro. Eran de una especie diferente. Luego esa capacidad de resistencia de los hispanos no está relacionada con nuestros genes, sino con nuestro entorno.

La Península Ibérica es un “continente subjetivo”. ¿Por qué afirmo tal cosa? pues porque objetivamente no es muy grande, pero los tiempos históricos que se manejan aquí son equivalentes a los que afectarían a cualquier continente. Los romanos tardaron en conquistar Hispania lo mismo que en construir un imperio de dimensiones continentales. Los musulmanes quedaron empantanados en un conflicto secular que duró nada menos que 800 años… ¡Y perdieron! Cuando Napoleón invadió la Península Ibérica se encontró aquí con una segunda Rusia, un estado de dimensiones continentales.

¿Y por qué la Península (no España) funciona como un continente subjetivo? Pues básicamente por su orografía y, también, por su aislamiento relativo con respecto a los países que la rodean. La Ibérica es una pen-ínsula, no lo olvide, es decir, una cuasi isla. Una cuasi isla atravesada por… ¡Ocho cordilleras!, que se dice pronto pero que la convierten en un caso único en el mundo. En diversas ocasiones he dicho que la presencia o ausencia de una cordillera en un lugar determinado lo cambia todo. El entorno geográfico en el que viven los humanos termina condicionando su comportamiento mucho más que su propia herencia genética. Esa afirmación es especialmente aplicable al caso español por la peculiar estructura que presenta su relieve.

Las barreras que la naturaleza ha puesto sobre el espacio peninsular lo fragmentan y lo convierten en un colchón amortiguador frente a cualquier invasión exterior (humana o no, la regla también es aplicable a los animales y a las plantas). Dominar el espacio peninsular -de verdad, no de forma nominal- lleva siglos. Por eso dije hace mucho que la Península tiene un “tempo” histórico específico, mucho más largo que el de cualquiera de los espacios geográficos vecinos, y actúa como lo haría un condensador -o una batería- en cualquier circuito eléctrico o electrónico. Por eso lo más temible –históricamente- de los ejércitos españoles no han sido sus ataques, sino sus contraataques (que se confunden con frecuencia con los primeros, ya que éstos, a veces, han sido desviados y han acabado impactando en espacios geográficos diferentes de los que originaron la agresión). La situación se vuelve muy peligrosa (para los agresores) cuando la batería está cargada y, en consecuencia, acumula una extraordinaria potencia. Atacarla entonces no suele ser nada recomendable.

La fragmentación del espacio peninsular, que viene dada como ya he dicho por su peculiar orografía y reforzada por las diferentes altitudes de sus cuencas hidrográficas, que crea una multitud de hábitats diferentes en el país, tiene un tremendo impacto -tanto biológico como cultural- y convierte la penetración de cualquier nuevo elemento dentro del sistema en una verdadera odisea, pues se tiene que ir enfrentando en cada uno de los diferentes subespacios a una respuesta diferente, lo que genera una casuística infinita y multitud de situaciones inesperadas. Al final se imponen los individuos o las especies multi-terreno, capaces de sobrevivir en cualquier hábitat posible. Por eso la Península Ibérica ha sido históricamente la tumba de los grandes especialistas: los musulmanes por ejemplo (muy adaptados a los entornos áridos del Próximo Oriente y norte de África) o las fuerzas napoleónicas (especialistas de los entornos continentales europeos). Los romanos, por el contrario -como recordará- fueron capaces de habitar en todos los territorios comprendidos entre el norte de Inglaterra y el Desierto del Sahara y, además, se enfrentaron aquí a una multitud de tribus dispersas que no tenían conciencia de unidad. Aún así, como ya he dicho, se tomaron su tiempo para conquistar el país y, además, se tuvieron que emplear bastante a fondo. La guerra de las Galias (del 58 al 51 AC), por ejemplo, fue un paseo para los romanos si la comparamos con la conquista de Hispania (del 218 al 19 AC). 7 años frente a 199.

Fue, precisamente, esa “respuesta multimodal española”[1] la que permitió a los hispanos construir el primer gran imperio “transversal”[2] de la Historia de la Humanidad, el Imperio Ultramarino español, que poseía todos los ecosistemas que se daban desde la actual frontera norteamericano-canadiense hasta la Tierra del Fuego.

De esta explicación podemos deducir ya algunas características estructurales intrínsecas que posee la Península Ibérica: una extraordinaria profundidad estratégica, que la convierten en el lugar idóneo para estructurar una línea defensiva, y un tempo histórico muy largo. Como dije hace tiempo, el significado de buena parte de los topónimos peninsulares refleja este hecho. Pondré algunos ejemplos:

¿Cómo se llamaba el estado cristiano más poderoso de la Península en la Edad Media? Castilla, que significa el país de los castillos, es decir el país de la resistencia. Hay autores que dicen que la palabra que dio origen a la actual Cataluña tenía el mismo significado. El nombre de León derivó de la expresión latina Legio VII Gemina, el del campamento que los romanos usaron como cuartel general para combatir a los astures. Sus descendientes (tanto de los romanos como de los astures, pues todos se terminaron mezclando al final) se enfrentarían mil años después a nuevas fuerzas invasoras. En Andalucía hay muchos pueblos cuyo nombre tiene después el apellido “de la Frontera”, que nos revela que permanecieron siglos en la línea del frente de un largo conflicto.

Y el país de la frontera o de la resistencia termina transmitiendo las actitudes vitales que se derivan de esa situación a sus propios habitantes como consecuencia inevitable de la consolidación de éstas en el tiempo, independientemente del origen de sus poblaciones. La geografía moldea las vidas de los hombres y selecciona a los más aptos para sobrevivir en ese medio. Ese tempo histórico tan largo del que hemos hablado termina volviendo las vidas de cada uno de los individuos -por muy poderosos que sean- en una mera anécdota, en un simple guijarro atrapado por un torrente que lo va erosionando y moldeando… hasta hacerlo formar parte de una gran obra colectiva que es el resultado de ese proceso.

 

Nuestra larguísima Edad Media

El enfrentamiento secular entre musulmanes y cristianos en la Península Ibérica era, desde mi punto de vista, inevitable históricamente ya que, como he dicho en varios artículos, una vez rota la unidad política del mundo mediterráneo que tuvo lugar durante la primera mitad del primer milenio de nuestra era por obra y gracia de los romanos, fue reemplazada por dos mundos de especialistas: los germanos al norte (procedentes de las húmedas tierras del corazón del continente europeo y fuertemente adaptados a su ecosistema de procedencia) y los árabes al sur (que venían de las áridas tierras del Próximo Oriente y del norte de África y que se encontraban, igualmente, muy identificados con su propio hábitat) el choque entre ambos mundos tenía que ser, por su propia naturaleza intrínseca, muy largo tanto en el tiempo como en el espacio, y el país fronterizo en el que vivimos estaba condenado a convertirse en uno de sus principales campos de batalla.

La Edad Media peninsular solemos verla, desde la distancia, como un todo sobre el que proyectamos los estereotipos que hemos construido a posteriori. Aunque solemos distinguir la época de los visigodos de la de los musulmanes. Sobre la primera damos por supuesto que aquellos se volvieron “católicos” en la época de Recaredo (es decir trinitarios, pues la palabra “católico” tiene sentido si la oponemos a la de sus contemporáneos ortodoxos y protestantes, pero no frente a los grupos religiosos unitarios, anteriores en el tiempo a ambos, que niegan la existencia de la Santísima Trinidad, entre los que se encontraban obviamente los arrianos. Lo correcto es referirse a ellos como “trinitarios”). Mi opinión al respecto, como he sostenido en varios artículos pero, en especial, en el titulado El pacto fundacional de la iglesia española[3], es que no hay tal conversión, sino que debemos ver el III Concilio de Toledo como un congreso de unificación entre ambas facciones. Los arrianos no se hicieron católicos ni, tampoco trinitarios, sino que establecieron con los hispano-romanos un modus vivendi en el que cabían ambas posturas dentro de los esquemas organizativos de una Iglesia que no pasa a ser “romana” sino nacional o, si lo prefiere hispana. Si no lo vemos de esta manera el comportamiento de los hispano-godos cuando se produjo la conquista musulmana (que no invasión) no tiene mucho sentido. Es incomprensible que un pequeño grupo de dos o tres mil soldados conquistaran un reino como el visigodo si no partimos del hecho de que contaron con importantes apoyos nativos, de decenas de miles de hombres, que obedecían a los generales witizanos (tan visigodos como los de Don Rodrigo) y que abrazaron la causa árabe desde antes de que éstos cruzaran el Estrecho.

¿Y por qué hubo tantos y tan poderosos visigodos apoyando a los conquistadores y –después- dispuestos a convertirse al Islam? Pues, de nuevo, el proceso sería incomprensible si damos por válido el discurso oficial que la Iglesia Católica ha ido construyendo desde entonces para ocultar la pervivencia de las viejas creencias en el tiempo. La Península Ibérica es el País de la resistencia ¿recuerda? y esa resistencia no es sólo militar sino, también, ideológica. España resiste, resiste, resiste… Siempre. Es su característica histórica más destacada. Los romanos blanquearon las tradiciones prerromanas (no acabaron con ellas) y el cristianismo hizo lo propio con los elementos culturales que heredó.

En el siglo IV se produjo el mayor cisma teológico que haya tenido lugar nunca entre los cristianos, mucho mayor que la separación entre ortodoxos y católicos o entre éstos y los protestantes. Y el detonante de la ruptura fue el Concilio de Nicea (año 325), en el que se estableció el dogma de la Santísima Trinidad. Ese dogma fue impuesto desde el poder romano (sobre esto recomiendo leer mis artículos “La religión pactada”[4] y “La religión del Imperio”[5]). Fue impuesto por el emperador Constantino, con el apoyo de los Padres de la Iglesia, importando un concepto teológico procedente de la religión de Mitra, muy extendida entonces por todo el Imperio. El dogma de la Santísima Trinidad no aparece en la Biblia por ninguna parte (ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento). Para los cristianos de los siglos I, II y III Jesús era hijo ¡biológico! de María y de José. Era un enviado de Dios, como los profetas del Antiguo Testamento. Una persona muy especial… pero humano. La divinización de Cristo es una consecuencia de la implantación del Misterio de la Santísima Trinidad en el Concilio de Nicea del año 325 como he dicho más arriba. Y ese dogma rompió la cristiandad en dos: los unitarios (que defendían la vieja tradición y decían que el único Dios que existe es el que los cristianos actuales llaman “Dios Padre”) y los trinitarios (que defendían los cambios introducidos en el Concilio).

Y ¿Cómo se vivió esto en el País de la resistencia? pues, obviamente, resistiendo; centenares de miles de personas siguieron defendiendo las viejas tradiciones (siempre pasa lo mismo) con el gran “hereje” Prisciliano (340-385) a la cabeza (el obispo de Ávila) que, finalmente, acabó decapitado y sus seguidores –perseguidos- pasaron a la clandestinidad… organizando peregrinaciones a la tumba secreta de su santo… ¡en Compostela! Poco tiempo después (409) nos invadieron los bárbaros… arrianos, es decir, unitarios también, como los priscilianistas. Y las dos tradiciones unitarias (la antigua y la nueva) empiezan a reconectar.

Pero como en España los enfrentamientos se enquistan, alargándose hasta el infinito y sublimándose ideológicamente después de muy diversas maneras, el duelo entre unitarios y trinitarios se mantuvo hasta que en el 589 se llegó a un “armisticio” entre ambos, que conocemos como el III Concilio de Toledo. Las dos iglesias se fusionaron. Pues si no ¿Qué nombre debemos darle a la “conversión” oficial del monarca (que presidió dicho concilio) y de los 8 obispos arrianos que le acompañaron? Hemos de tener en cuenta además que en ese momento histórico el Obispo de Roma (al que nosotros llamamos Papa) apenas era capaz de hacerse obedecer en su propia ciudad, que era una provincia bizantina y estaba rodeada por los ejércitos lombardos (tan germanos como los visigodos). ¿Por qué aproximadamente por esa misma época se “convirtieron al catolicismo” la mayor parte de los monarcas germanos, de religión arriana? Respuesta: No se convirtieron, se adueñaron de sus respectivas iglesias nacionales trinitarias con todo lo que eso significaba, es decir, reforzaron su poder político dentro de sus respectivos estados, siguiendo el camino que el emperador romano Constantino había trazado dos siglos y medio antes.

La Iglesia Visigoda resultante, tras el III Concilio de Toledo, hizo lo mismo que hicieron los anglicanos en Inglaterra mil años después. Se adueñó, también, de la tradición trinitaria y la puso a su servicio. ¿Significa esto que desapareció el viejo conflicto religioso entre unitarios y trinitarios? No exactamente. Sencillamente se situó en otro nivel, más sutil, más ideológico. Se apartó de él al grueso de la población, pero la lucha ideológica siguió entre las élites. Ambas tradiciones siguieron coexistiendo durante más de medio milenio y sirvieron durante el último siglo de la España visigoda para atizar los enfrentamientos políticos entre las facciones visigodas más “romanizadas” (encarnadas a principios del siglo VIII por los partidarios de Don Rodrigo) y las más unitarias (los witizanos).

 

Los árabes

Cuando pensamos en la conquista árabe de la Península proyectamos sobre aquellos musulmanes los estereotipos que tenemos sobre los de nuestra época. Nos los imaginamos con turbante y comportándose de manera parecida a lo que se espera de ellos en los últimos siglos. Pero aquél Islam se parecía muy poco al actual. Hemos de decir que la historia de esa tradición religiosa dio un profundo giro político, social e ideológico cuando llegaron al poder los abasidas en el año 750. Casi 40 años después de su conquista de España en el 711. Los abasidas, como recordará, trasladaron la capital de su imperio desde Damasco hasta Bagdad. Ese “pequeño” detalle tiene una gran importancia histórica. Entre la Hégira (622) y el golpe de los abasidas (750) el mundo islámico estuvo en plena ebullición. Digamos que aún se estaba formando y ensayando todos los elementos que más adelante terminarían definiendo su propia civilización. Pero Damasco –su capital– era una ciudad que había pertenecido al Imperio Romano (primero) y a sus herederos los bizantinos (después), durante casi 700 años, cuando los árabes la conquistaron en el siglo VII, era una ciudad romana oriental, con todo lo que eso significaba. Se hablaba el griego y el latín. Se estudiaba a Aristóteles, Platón, Séneca… y eran cristianosmuchos de ellos unitarios… El conflicto entre unitarios y trinitarios allí también se daba.

Los musulmanes consideran que tanto el cristianismo como el judaísmo forman parte, como ellos mismos, de lo que llaman la tradición “del libro”. Eso significa que consideran que la Biblia también es un libro sagrado, que forma parte de la tradición pre islámica. Y la visión teológica que tienen de Jesús es la misma que los cristianos unitarios pues para ellos es, sencillamente, uno de los cinco grandes profetas: Noé, Abraham, Moisés, Jesús y Mahoma.

El Islam representa un paso más en la evolución de las religiones monoteístas de tronco judaico. A finales del siglo VII y principios del VIII mandaron misioneros a la Península Ibérica, que encontraron muy buena acogida en ciertos círculos aristocráticos, y establecieron una alianza con ellos. Se comprometieron con uno de los dos bandos que, en ese momento, estaban librando una guerra civil. Los witizanos son a la España visigoda más o menos lo que los tlaxcaltecas a la conquista española de México. Los miembros más destacados de la resistencia arriana dentro del mundo visigodo se transformaron en lo que los musulmanes llamaron después muladíes, es decir, en los musulmanes hispanos. Entre ellos cabe destacar a algunas grandes familias, como la del Conde Teodomiro (Todmir para los musulmanes) o del Conde Casio, que controlaba el valle medio del Ebro desde la ciudad de Tudela, cuyos descendientes -los Banu Qasi- acabarán administrando toda la frontera nororiental del Califato de Córdoba.

“Mi antepasado, el jurisconsulto Ali b. Ziyad al-Quti es de la casa de los Banu l-Kuti de Castilla. Nació en la ciudad de Toledo, que los judíos llamaban Toledox, los romanos Tolerum y los árabes Tulaytula.

[…]

“Los hijos de Witiza, antepasado de Ali b. Ziyad al-Quti, ayudaron a los sarracenos a penetrar en la Península Ibérica con la esperanza de que ellos les ayudarían a reconquistar el trono de Toledo que el usurpador Don Rodrigo y los suyos les habían arrebatado. Estos recompensaron a la familia de Ali b. Ziyad al-Quti con algunas tierras y así se deshicieron de la obligación de cualquier otro tipo de ayuda. Los godos se dispersaron. Algunos se retiraron al norte y se reagruparon más tarde en torno a un tal Pelayo; otros, los de la familia de Ali b. Ziyad al-Quti se quedaron en sus tierras que se llamarían, desde ahora, Al-Ándalus, como el resto de la península conquistada por el pueblo de Alá. En principio serán mozárabes, cristianos en tierras musulmanas, después muallads, cristianos conversos al Islam, y finalmente, mudéjares[6], es decir, musulmanes en tierras cristianas.

Los musulmanes no tendrán más que un solo nombre para designarlos, serán para ellos los Banu l-Quti, los godos, y es con este nombre que Ali b. Ziyad al-Quti saldrá solo, condenado al exilio, de una ciudad que fue durante siglos la capital de su familia y su tribu, Toledo. Alfa Mahmud Kati, mi antepasado, cuenta toda esta historia en su obra Tedkiret al-Ihwan, resumida por mis abuelos, Ali-Gao b. Mahmud Kati III y Muhammad Abana b. Alfa Ibrahim b. Mahmud Kati II.”

Este texto, que está sacado del libro Los últimos visigodos. La biblioteca de Tombuctú, de Ismael Diadie Haidara,[7] resume la saga familiar de un grupo de mudéjares que abandonó Castilla en el siglo XV y se refugió en el Valle del Níger, en el reino de Songay y terminó dando origen a una tribu conocida como los Quti que, según ellos, significa los godos, pues dicen descender nada menos que del mismísimo Witiza. Y han ido generando a lo largo de los últimos quinientos años gran cantidad de textos que se encontraban en la Biblioteca de Tombuctú.

O sea, que los “invasores” en realidad no invadieron sino que alguien les abrió la puerta desde dentro y les ayudó después a consolidar la conquista. Para ver más detalles sobre todo esto puede leer el artículo ‘El “santiaguismo” español’[8].

Dijimos más arriba que la llegada de los abasidas al poder en el 750 trasladó la capital del imperio desde Damasco, una ciudad que antes de la conquista musulmana era bizantina, a Bagdad, que antes de su islamización formaba parte del Imperio Sasánida… Otro universo cultural diferente al romano-bizantino. Ese cambio tuvo como consecuencia una profunda orientalización cultural del mundo islámico a partir de ese momento.

Según nos han contado, los califas omeyas de Damasco fueron asesinados por los abasidas, pero uno de los jóvenes de la familia -nuestro futuro Abderramán I- huyó y se refugió en Al-Ándalus, donde encontró partidarios que le ayudaron a separar esta provincia del Imperio y fundar el Emirato de Córdoba. Independientemente de cómo tuvieran lugar los hechos, fuera Abderramán I un auténtico Omeya o no, el resultado final es que cuando el mundo islámico decidió alejarse de la tradición romano-bizantina y orientalizarse un poco más los andalusíes se negaron, se separaron del resto, e iniciaron una nueva vía, musulmana pero –también– hispana, llamada Al-Ándalus.

¿Se convirtieron al Islam todos los arrianos que quedaban en la Península? En absoluto (recuerde: España resiste, resiste, resiste). Durante, al menos, los primeros 300 años de Al-Ándalus la mayor parte de su población siguió siendo cristiana, es decir, mozárabe:

“La segunda rama en la que se bifurcó la tradición arriana de origen germánico fue la de los “adopcionistas”, seguidores del arzobispo de Toledo Elipando (717-808), máxima autoridad religiosa de los mozárabes[9] de Al Ándalus que formula, en un sínodo reunido en Sevilla en el año 785 los términos de esta “herejía”, según la cual Cristo tenía naturaleza humana pero había sido “adoptado” por Dios. Sus afirmaciones serán inmediatamente respondidas desde el reino asturiano por el abad de Santo Toribio de Liébana (Beato de Liébana) y por el obispo fugitivo de Osma (Eterio). Pero pronto se adhieren al bando adopcionista Ascárico (obispo de Braga) y, sobre todo, Félix (obispo de Urgel). La incorporación de Félix a las filas adopcionistas, cuya diócesis queda dentro del reino franco, internacionaliza la polémica y hace intervenir en ella al Papa y al mismísimo Carlomagno. Ambos, de común acuerdo, convocarán para debatir el asunto el Concilio de Ratisbona (792), al que asistirá el urgelitano y, posteriormente el de Francfort (794) del que saldrá el documento de condena de la citada herejía (el Libellus Sacrosyllabus). Durante su estancia en Ratisbona y posterior visita a Roma, Félix será obligado a retractarse, pero de vuelta a España huyó hacia territorio andalusí refugiándose en Toledo. Ninguno de los protagonistas de esta historia modificará sus posiciones de manera voluntaria. La ortodoxia se impondrá sin mayores problemas fuera de Al-Andalus –gracias también al decidido apoyo recibido tanto de los reyes francos como de los astur-leoneses-, pero las autoridades religiosas mozárabes mantendrán sus posiciones heréticas al menos hasta la muerte de Elipando. Después se irán amortiguando los ecos de la querella porque la situación de los cristianos de Al Ándalus no aconsejaba entrar en grandes disputas teológicas.”[10]

Pero los reinos cristianos del norte, al menos, si serían trinitarios ¿no? Pues… No exactamente:

“La tercera línea evolutiva del arrianismo español post-visigodo fue la que denomino “santiaguista”, que se desarrolla en el área astur-leonesa como consecuencia del “descubrimiento” de los restos mortales del apóstol Santiago el Mayor, en Compostela (“Campo de estrellas”). […] En el año 813 de nuestra era se “descubrieron”, en un lugar de Galicia llamado Compostela, los restos mortales del apóstol Santiago. El rey Alfonso II de Asturias decidió levantar en el lugar una iglesia, sobre la que después se construyó la actual catedral, para venerar a uno de los apóstoles más importantes de los que acompañaron a Jesús. […] Santiago era, para los cristianos españoles del siglo IX, literalmente, el hermano de Cristo. Hermano carnal, de padre y de madre. Una tradición que se fue perdiendo a partir del siglo XI. De esta carnalidad podrán ya deducir, de manera clara, la fuerte componente arriana de las creencias de los cristianos españoles altomedievales, contemporáneos de los adopcionistas mozárabes (arrianos versión 2.0).”[11]

 

Polarización versus reconciliación

Antes de continuar veamos cómo se desarrollan los procesos históricos de largo alcance, para que podamos entender su lógica intrínseca y dejemos de focalizar la historia sobre los personajes para mirar hacia el lugar donde, de verdad, se están produciendo los cambios.

En cualquier sociedad que esté viva hay siempre facciones de poder enfrentadas que, a su vez, necesitan reclutar partidarios para poderse imponer sobre sus propios rivales. Los grandes debates ideológicos suministran el argumentario preciso para dirigirse a esos potenciales partidarios. Cada facción se embarca, por tanto, en la construcción de su propia narrativa, que no es otra cosa que una operación de marketing para vender su propio producto. Si hay un relativo equilibrio de fuerzas entre las dos facciones más poderosas la lucha ideológica se vuelve feroz. En ese proceso cada bando intenta buscar el mayor número de apoyos posibles, dirigiéndose a otros grupos más pequeños que tengan reivindicaciones propias impulsándolos a actuar, y va modificando sus propuestas originales para integrar dentro de su propio discurso a esos grupos menores que, con frecuencia, terminan siendo el fiel que inclina la balanza hacia un lado o hacia otro. Cuando se alcanza cierto equilibrio de fuerzas es cuando comienzan los enfrentamientos físicos y la guerra se extiende. Los enfrentamientos (incluso los dialécticos) se vuelven cada vez más virulentos y empieza a producirse un proceso de polarización social y política en el que van desapareciendo de manera paulatina todos aquellos que intentan moderar, contener el debate o buscar vías de entendimiento entre los bandos enfrentados y, por el contrario, salen reforzados los que alimentan el conflicto, volviendo inevitable así al enfrentamiento armado.

Clausewitz dijo que «La guerra es la continuación de la política por otros medios». Si al frente de los bandos que están combatiendo hay mentes racionales modularán la intensidad del conflicto en función de sus propios intereses con objeto de buscar una posición de fuerza en el proceso de negociación que termine poniendo fin a la misma. Si no es así éste se alargará en el tiempo y en el espacio hasta la destrucción final de uno de los dos bandos enfrentados.

En cada uno de esos grandes enfrentamientos, tanto ideológicos como territoriales, los focos están situados sobre la línea del frente. Cada pequeño movimiento que se produce en ella suele tener un gran eco y multitud de repercusiones. Una persona puede ser condenada por detalles tan insignificantes como cambiar una coma de sitio en una frase. Sin embargo, lejos de esos focos hay mucha más libertad. Los fanáticos de cada bando pueden permitirse el lujo de decir verdaderas barbaridades sin que nadie los juzgue. Nadie suele cuestionar su lealtad al grupo precisamente por su propio fanatismo, ya que los que mandan necesitan carne de cañón y masa crítica que les ayude a neutralizar las fuerzas del bando contrario. Serán tolerados mientras se limiten a hacer de caja de resonancia del conflicto principal. Pero la actitud de los dirigentes con respecto a ellos cambiará si comienzan a trazarse objetivos estratégicos propios y distintos de los del grupo principal.

En las épocas de paz, sin embargo, se vuelve necesario establecer un modus vivendi entre las partes enfrentadas, y los grupos intermedios (los moderados) se vuelven preciosos porque son los únicos que pueden establecer puentes de comunicación entre los dos bandos. Y pueden llegar a ser aún más necesarios si aparecen nuevos bandos en disputa o enemigos venidos del exterior. Todas estas cosas pasaron multitud de veces en la España medieval. Por eso es una de las épocas más ricas y más cargadas de matices de nuestra historia. Por eso es tan incomprensible para las mentes actuales, muy alejadas de los sutiles equilibrios de fuerzas que se dieron entonces.

Entre los cristianos trinitarios, es decir romanos, y los musulmanes abasidas había, durante los primeros siglos del Al-Ándalus independiente, todo un continuum de posiciones ideológicas intermedias: trinitarios-santiaguistas-adopcionistas-musulmanes omeyas-musulmanes abasidas. Toda esa diversidad sobrevivió hasta… el siglo XI. ¿Y qué pasó en el siglo XI? Pues que el proceso de polarización ideológica dio un salto cualitativo y desaparecieron casi todos los grupos intermedios.

 

La Era de las invasiones africanas

Entonces fue cuando se produjo en España la verdadera invasión musulmana, la de los almorávides, en el año 1086. Pero antes habían pasado muchas cosas durante el siglo que precedió a ese momento histórico.

Hasta finales del siglo X los reinos cristianos independientes habían ido avanzando hacia el sur de manera lenta pero inexorable, hasta alcanzar la línea del Duero. El motor de ese avance era puramente demográfico, aunque los historiadores nos distraigan con la descripción de la multitud de batallas que se dieron y los ideólogos con las disputas religiosas que se libraron desde los púlpitos. La razón última siempre es demográfica. Pero claro, el crecimiento demográfico suele deberse a causas económicas, tecnológicas o sociales.

¿Qué fue lo que determinó ese gran incremento poblacional de los reinos cristianos del norte durante los tres primeros siglos de la España musulmana? Pues hubo muchos elementos que influyeron, pero el fundamental fue la llegada de centenares de miles de refugiados mozárabes procedentes de Al-Ándalus, que fueron realojados en la línea del frente y que hicieron descender la frontera hacia el sur. Los cristianos se estuvieron alimentando de disidentes andalusíes durante todo ese tiempo. Al Ándalus creó la némesis que acabó destruyéndola. La mataron, como a casi todos los imperios, sus propias contradicciones internas.

La sociedad andalusí era, probablemente, la más avanzada social, cultural y tecnológicamente de la Europa de su tiempo y una de las más avanzadas del mundo. Pero era muy clasista. Estaba muy estratificada. Era una sociedad esclavista. Si habías nacido campesino lo más probable es que te murieras campesino. Los cristianos -los mozárabes, que eran la mayoría de la población- no eran perseguidos -¿Cómo iban a serlo si le daban de comer al resto? Eran la base campesina de su sociedad- pero estaban discriminados, obviamente.

Todos sabían que en el norte había rebeldes (y subrayo lo de rebeldes) combatiendo a las fuerzas militares del Emirato (primero) y del Califato (después), cuyas incursiones llegaban a veces hasta muy al sur, manteniendo así la leyenda de la resistencia cristiana (recuerde: España resiste, resiste, resiste). Los rebeldes eran cristianos porque los gobernantes contra los que estaban combatiendo eran musulmanes y los conflictos militares, sociales o políticos necesitan siempre un discurso ideológico que los justifique pero, también, obviamente porque la tradición religiosa anterior a la conquista musulmana era cristiana. Estamos ante una rebelión que se apoya en su propia tradición. Son dos elementos universales que se dan en todas las resistencias. Lo sustantivo aquí son los términos “rebelde” y “tradición”, lo adjetivo es la etiqueta ideológica (cristiano en este caso).

Cuando un mozárabe se hartaba de la situación personal en la que vivía sencillamente se escapaba y huía hacia el norte. Con frecuencia esto no era necesario pues en cada una de las incursiones que los astur-leoneses efectuaron sobre territorio andalusí volvían después con mozárabes que habían reclutado por el camino. Era su principal forma de incrementar sus efectivos. Y sospecho que entre los mozárabes se colaron muchas veces musulmanes que también se habían hartado de la situación en la que vivían. En el norte rápidamente se les asignaban parcelas de tierra para que pudieran trabajarlas y autoabastecerse. Así va surgiendo un mundo de pequeños campesinos muy motivados ideológicamente y… muy militarizados.

No podía ser de otra manera, puesto que las tierras que les daban eran fronterizas y tenían que saberlas defender. Y, claro, a un campesino que también sabe empuñar la espada nunca se le debe subestimar políticamente. Así pues tenemos en el norte a un mundo de pequeños campesinos que se ha rebelado contra otro de aristócratas y terratenientes, defendiendo cada cual sus propios intereses y que usan la religión como argumento para combatirse mutuamente. Pero las etiquetas religiosas lo que consiguen es ocultar para el que observa los verdaderos motivos que están detrás de esta lenta pero profunda revolución social que se estaba produciendo en la línea del frente: En la Extremadura… En la Frontera.

De esta manera surgieron los concejos municipales que terminaron llenando todas las tierras fronterizas. Las asambleas que crearon las milicias ciudadanas que sirvieron de escuela de guerra para cientos de miles de hombres. La cuna de la democracia municipal española. Una auténtica revolución silenciosa que tuvo lugar en la profunda Edad Media y que el resto del mundo no supo ver en su momento pero que tuvo consecuencias históricas irreversibles que, con el tiempo, terminaron afectando a todo el planeta. Pero no adelantemos acontecimientos.

La facción más militarista de Al-Ándalus, a finales del siglo X, consideró que los reinos cristianos ya se habían extendido hacia el sur más allá de lo razonable. Un caudillo llamado Muhammad Abi Amir (el Almanzor de las fuentes cristianas) dio un golpe de estado, abriendo el periodo histórico conocido como el Régimen de los Amiríes (978-1009). Una durísima dictadura, de cara al interior, y una época de guerra de cara al exterior.

“Este hombre pasaría a la historia como el más implacable enemigo que tuvieron [los cristianos]. Baste decir que en los 24 años que permaneció en el poder lanzaría 55 campañas guerreras contra los reinos septentrionales. Saqueó los núcleos urbanos más importantes del norte de la Península Ibérica, redujo a la esclavitud a decenas de miles de personas, arrasó campos, destruyó lugares de culto, se apropió de cuanta riqueza pudiera ser transportada y dejó un triste recuerdo tras de sí que le sobrevivió durante siglos. Su huella aún se refleja en la toponimia de muchos lugares de nuestro país. […] Su despótico sistema de gobierno debilitó hasta tal punto la estructura de poder del Califato de Córdoba que tornó inviable cualquier intento de vuelta a la normalidad previa, provocando la desintegración del mismo a partir de la Revolución Cordobesa de 1009, que abriría el proceso histórico conocido como “la Fitna de al-Ándalus” (1009-1031), un período de anarquía y de guerras civiles, antesala de los reinos de taifas.”[12]

La época dorada de Al-Ándalus llegó a su fin con los amiríes. Una sociedad próspera y acomodada pero, también, muy fragmentada sociológicamente y rodeada de pueblos mucho más pobres y más guerreros estaba condenada a largo plazo. La Dictadura de los amiríes intentó frenar las consecuencias históricas que ya eran evidentes para todos pero que, obviamente, no podía parar un proceso histórico tan profundo y tan sólido como el que estaba teniendo lugar y lo que hizo en realidad fue acelerarlo.

El Califato de Córdoba se transformó en una veintena de estados independientes conocidos como los reinos de taifas. A partir de ese momento los pequeños estados cristianos del norte peninsular pasaron a convertirse, de un día para otro, en los más poderosos de los reinos hispanos como consecuencia de la ruptura de la unidad política de los musulmanes. No obstante, las tres taifas más poderosas (Badajoz, Toledo y Zaragoza) eran precisamente las que se encontraban situadas en la línea del frente, lo que ayudó a acotar las pérdidas pero que, obviamente, no pudieron invertir el inexorable proceso histórico que estaba teniendo lugar.

Simplificando mucho diremos que desde el año 1009 hasta el 1085 los reinos cristianos crecieron bastante. Rebasaron primero la línea del Duero, después la línea de cumbres del Sistema Central, y sus incursiones militares se volvieron endémicas sobre todo el espacio peninsular, pero especialmente sobre los valles del Tajo y del Ebro.

Mientras tanto, en el norte de África iba surgiendo el gran Imperio de los almorávides cuyo foco inicial estaba situado… ¡a orillas del río Senegal! Efectivamente, venían de muy al sur, desde las tierras que hoy se reparten entre Senegal y Mauritania. Se extendieron por Marruecos y Argelia occidental, llegando a Ceuta en 1084.

Y en 1085 el rey de León y de Castilla -Alfonso VI- conquista la ciudad de Toledo, la antigua capital del reino visigodo. Con ella cae uno de los tres grandes reinos musulmanes que estaban frenando el avance cristiano –el más central y estratégico de todos, la clave de bóveda de la resistencia andalusí- y la alarma cunde por toda la España musulmana, cuyos monarcas lanzaron un grito de auxilio a sus correligionarios del norte de África.

Hemos de decir que mucho antes de que la caída de Toledo tuviera lugar los reinos de taifas habían ido, uno detrás de otro, firmando pactos de vasallaje con el poderoso reino castellano-leonés que les obligaba a pagar tributos (llamados parias) a cambio de “protección” militar. Ese hecho, desde el punto de vista de un hombre medieval de mentalidad feudal, los volvía súbditos del Emperador de las dos religiones, que era el título que usaba Alfonso VI en los documentos oficiales, equiparándose así, dentro de su propia narrativa histórica, al otro Emperador que había en Europa, el del Sacro Imperio Germánico. Hemos de añadir que, desde el punto de vista de las realidades factuales, el “emperador” hispano –aunque no lo coronara el Papa- era mucho más poderoso, tanto militar como económicamente, que el alemán.

Y los almorávides cruzaron el Estrecho. Por primera vez desde el 711 entraba en España -desde fuera- un ejército de decenas de miles de hombres. Era una auténtica invasión que trajo, como consecuencia histórica, el resultado que producen todas las invasiones: una polarización social e ideológica impensable en ningún otro momento anterior, un reseteo social, militar y político. Significaba la desaparición de los moderados y el triunfo de los fanáticos… en los dos bandos. Fue esa invasión la que cerró las puertas a una posible resolución pacífica del enfrentamiento en la Península Ibérica entre moros y cristianos. Aunque, desde mi punto de vista, lo que hizo en realidad fue acelerar un proceso histórico que era inevitable de todas maneras, ya que la pluralidad religiosa (es decir ideológica, pues antes del siglo XVII todas las ideologías se expresaban en términos religiosos) que había en España era una pluralidad de grupos monoteístas… y los monoteístas son intolerantes con las ideologías ajenas por definición, ya que el Dios único y omnipotente es intrínsecamente excluyente, lo que deja pocas salidas a largo plazo a las soluciones pactadas con los que no comulgan con los dogmas oficiales. Toda la “libertad” religiosa que vemos en la actualidad en el mundo es hija de la secularización y del cuestionamiento de los dogmas de las religiones monoteístas.

 

Un equilibrio de fuerzas de cinco generaciones

Tanto los almorávides como sus herederos históricos (los almohades) fueron incapaces de hacer retroceder a los cristianos pero, al menos, los contuvieron durante 126 años: Desde Sagrajas (1086) hasta Las Navas de Tolosa (1212). En Las Navas de Tolosa los cristianos rompieron de nuevo las líneas musulmanas, lo que desencadenó un proceso de acorralamiento militar de los mismos que acabó con el confinamiento de los últimos defensores armados del Islam andalusí en el reino nazarí de Granada cincuenta años más tarde (a finales del siglo XIII). Sus correligionarios norteafricanos intentaron parar entonces el proceso con una nueva invasión, la de los benimerines, que sólo sirvió para obligar a los castellanos (pues la “Reconquista” a esas alturas ya había terminado tanto para los aragoneses como para los portugueses, dado que ellos ya no tenían fronteras terrestres con ningún país musulmán) a distraer buena parte de sus efectivos militares en el frente suroccidental (actuales provincias de Sevilla, Huelva y Cádiz) lo que alivió el frente granadino, permitiendo a los nazaríes consolidar sus propias líneas de defensa, lo que aseguró su independencia política durante 250 años.

El equilibrio de fuerzas militar que se dio durante cinco generaciones en los campos de La Mancha y la actual Extremadura (mientras los aragoneses avanzaban por el Valle del Ebro) no podía parar de manera indefinida el proceso subyacente porque, desde el lado musulmán, estaba sostenido por fuerzas extranjeras. Los cristianos del norte seguían creciendo y los andalusíes menguando desde el punto de vista demográfico. Cada vez había más norteafricanos y menos andalusíes combatiendo en la línea del frente.

Mientras tanto, en el Próximo Oriente habían empezado las cruzadas, y la narrativa de la lucha contra el Islam se extendía por toda Europa, convirtiendo a la Península Ibérica en el lugar donde se estaba librando la cruzada occidental, lo que atrajo a multitud de voluntarios dispuestos a combatir, a colonizar y a predicar (los monjes cluniacenses, cistercienses y las órdenes militares). Miles de comerciantes y profesionales urbanos de todo tipo ultramontanos (de más allá de los Pirineos) se establecieron en las ciudades del Camino de Santiago, que se convirtió en una especie de Meca para los cristianos europeos (en muchos mapas medievales aparece Galicia con el nombre de Jakobsland, el país de Santiago). También vinieron campesinos buscando convertirse en pequeños propietarios en las tierras conquistadas. La ruptura de las líneas musulmanas era sólo cuestión de tiempo. Eso ocurrió el 16 de julio de 1212. Y el lugar fue Las Navas de Tolosa, al pie del Desfiladero de Despeñaperros, la puerta de entrada, desde La Mancha Oriental, al Valle del Alto Guadalquivir.

 

La Batalla del Estrecho

Mientras los castellanos se lanzaban sobre Andalucía y el reino de Murcia, los aragoneses hacían lo propio sobre la actual Comunidad Valenciana y las Islas Baleares y los portugueses sobre el Alentejo y el Algarve. Decenas de miles de musulmanes huyeron hacia las montañas penibéticas, donde se concentraron en gran número, convirtiendo a los territorios del reino nazarí (actuales provincias de Málaga, Granada y Almería) en una zona superpoblada (en términos medievales, claro). Se estima que llegaron a concentrarse en esa zona alrededor de un millón de personas, mientras en el resto de la Península solo había 6 ó 7 millones. La superpoblación relativa del reino nazarí contrastaba significativamente con la despoblación de los valles cristianos fronterizos con él (Guadalquivir, Guadalete y Segura), lo que ayuda a entender la longevidad histórica del mismo. Fue en esa época en la que los cristianos empezaron a ponerle a muchos pueblos andaluces el apellido “de la Frontera”, cuya distribución, cuando la estudié con cierto detenimiento, me hizo concluir que no estaba haciendo referencia a la línea del frente con los nazaríes (que era mi tesis inicial) sino con la de los benimerines, la tercera invasión norteafricana, ya que no hay ningún pueblo que la lleve en la provincia de Jaén y, sin embargo, hay dos en la de Huelva (Palos y Rosal), concentrándose la mayoría en la provincia de Cádiz. Éste y otros hechos me llevaron a concluir hace tiempo que en la época de los benimerines tuvieron lugar una gran cantidad de choques armados, tanto por tierra (en las actuales provincias de Sevilla Huelva, Cádiz y al área cordobesa de la Subbética) como en el mar. El conjunto de guerras que libraron durante 76 años castellanos y benimerines se conocen con el nombre de “La Batalla del Estrecho” (1274-1350).

 

La eclosión del mundo ibérico

Es entonces cuando se inicia la que hace tiempo llamé “eclosión del mundo ibérico”[13]. Una profunda reorganización social y política en la Península Ibérica de carácter nacionalista que tuvo lugar durante los siglos XIV y XV y que sentó las bases históricas para la “Era de los Descubrimientos Geográficos”.

Una vez expulsados los norteafricanos del reino de Sevilla (actuales provincias de Sevilla, Cádiz y Huelva) va avanzando con lentitud el proceso de erosión militar y política del reino nazarí de Granada mientras se procede a repoblar los valles fronterizos con él, acumulando fuerzas allí para seguir empujando hacia el exterior a los últimos reductos del Islam peninsular. Los cristianos, durante los 800 años que duró el duelo militar con los musulmanes, sólo movían la frontera cuando tenían colonos con los que pudieran cubrir las zonas conquistadas. Por eso el proceso fue tan lento… y tan inexorable.

La frontera cristiana se había desplazado hacia el sur, alejándose de la Meseta e iniciando un proceso profundo de transformación social en la misma que hizo crecer las ciudades y las actividades económicas asociadas a las mismas. Con ellas se produce una afirmación de la identidad de los grandes reinos cristianos peninsulares (Castilla, Aragón, Portugal) que se traduce en la fijación de sus lenguas nacionales por escrito, el incremento de la presión ideológica sobre los grupos religiosos minoritarios, la fundación de universidades, la creación de multitud de astilleros en las zonas litorales (con objeto de continuar la colonización de nuevos territorios, esta vez fuera de la Península) y la creciente intervención de los ibéricos en los diferentes conflictos europeos y mediterráneos (los castellanos se implican en la Guerra de los Cien años, del lado francés, lo que permitió a éstos lanzar contraataques por mar, que le habían estado vetados hasta entonces y, mientras tanto, los aragoneses conquistan Sicilia y Cerdeña, y sus mercenarios -los almogávares- se abren paso después, por su cuenta y riesgo, en Grecia y Asia Menor).

Ante la clara evidencia de que los conflictos armados terrestres en la Península Ibérica se estaban agotando, y de que la población seguía creciendo, los tres estados se dedican a construir sus respectivas fuerzas navales. Los aragoneses se proyectan sobre el Mediterráneo, mientras castellanos y portugueses hacen lo propio en el Atlántico.

A principios del siglo XV los castellanos conquistan las islas canarias, lo que tiene un gran impacto en la corte portuguesa, que empieza a sentirse acorralada por sus vecinos del este y como respuesta trazan sus propios planes de expansión marítima para intentar equilibrar las fuerzas, lo que trajo consigo la creación de la Escuela de Sagres, la conquista de Ceuta en 1415, el diseño de un plan de acción militar en Marruecos y otro de exploración marítima de las costas occidentales africanas, además del descubrimiento y colonización de los archipiélagos de Madeira (1418) y de Azores (1439).

Desde Las Navas de Tolosa se va abriendo paso la idea, en las diferentes cortes de los reinos cristianos de que una vez expulsados los musulmanes de la Península Ibérica la expansión militar cristiana debía continuar en el Magreb. Es lo que en la de Alfonso X el Sabio llamaban “el fecho de Allende”. Hay multitud de documentos de esa época en la que se habla del asunto e, incluso, se llegaron a nombrar obispos para algunas diócesis marroquíes antes de haberlas conquistado (estaban vendiendo la piel del oso antes de cazarlo). Como a los españoles no nos gusta hablar de las hazañas de los portugueses solemos ignorar que éstos llegaron a controlar buena parte del territorio del actual Marruecos durante el siglo XVI, hasta que nuestros vecinos del sur pudieron expulsarlos de su país como resultado de la Batalla de Alcazarquivir (1578), uno de cuyos efectos históricos fue la incorporación de Portugal a la corona española en tiempos de Felipe II (1580) y, como consecuencia, el paso del bastión portugués de Ceuta a la soberanía española.


Plazas norteafricanas de Portugal. (Fuente: Wikipedia[14])

 

El contragolpe se desvía

La proyección marítima de castellanos y portugueses en el Atlántico, en previsión de una futura expansión ibérica por el Magreb, dio lugar a una enconada rivalidad naval entre ambos estados como acabamos de ver. Cuando los primeros tomaron, finalmente, la capital del reino nazarí, en 1492, los portugueses estaban ya firmemente asentados en Marruecos, lo que los obligaba a diseñar una expansión en la dirección del reino magrebí del Tremecén, el vecino oriental del de Fez (que se estaba batiendo con los portugueses).


Reino ziyánida de Tremecén. Fuente: Wikipedia[15]

La primera fase de ese plan de expansión sobre el Magreb central consistía en conquistar las plazas fuertes costeras de Melilla (1497), Mazalquivir (1505) y Orán (1509), que servirían de cabeza de playa desde donde se debía seguir avanzando hacia el interior. Pero entonces… Colón descubrió América.

Es decir, los españoles descubren el Nuevo Mundo (siempre focalizamos la historia sobre los grandes personajes y nos olvidamos de los procesos históricos): inmenso, verde, exótico y poblado por pueblos neolíticos o, en el mejor de los casos, calcolíticos. Frentes de guerra infinitamente más blandos que los magrebíes y unas tierras mucho más fértiles, y mejor regadas, con una gran variedad de plantas desconocidas para los europeos, que podrían tener una gran salida comercial aquí (cacao, patatas, tomates…) Y yacimientos minerales que nunca habían sido explotados. ¿Qué sentido militar tenía seguir insistiendo en extenderse por la secas y bien defendidas tierras del Magreb una vez conquistados los imperios azteca e inca en unas campañas militares extraordinariamente cortas y con unos efectivos peninsulares insignificantes en comparación con su alternativa norteafricana? La relación coste/beneficio entre ambas alternativas era abismal. América podría absorber durante siglos los excedentes de población peninsulares y satisfacer el instinto guerrero de todos los hidalgos que nos sobraban, así como las ansias de predicación de nuestro clero.

Pero había razones suplementarias que también absorbieron otra parte de las energías que estaba previsto proyectar sobre el Magreb: primero las guerras italianas de Fernando el Católico, que tuvieron como consecuencia la conquista de todo el sur de la península a principios del siglo XVI y, poco después, la coronación, en 1517, de Carlos I, el primer Habsburgo español, que abrió para los peninsulares multitud de frentes de guerra en el continente europeo. Así el golpe que los españoles estaban preparando sobre los pueblos africanos (el contragolpe histórico de la “Reconquista”), se desvió tanto hacia el este como hacia el oeste. Pero eso lo contaremos en nuestro próximo artículo.



[2] Ibíd.

[6] Mudéjar: En la España medieval significaba musulmán en tierra cristiana. Eran las poblaciones musulmanas que permanecieron en su tierra después de la conquista cristiana.

[7] ISMAEL DIADIE HAIDARA: Los últimos visigodos. La biblioteca de Tombuctú. RD Editores. Sevilla 2001. pp. 21-22.

[9] Mozárabe: En la España medieval significaba cristiano en tierra árabe. Durante los primeros siglos de al-Ándalus, siguieron siendo la mayoría de la población. Pero su número no dejará de disminuir desde la invasión del 711. Evolucionarán de dos maneras diferentes: o bien emigrarán hacia los reinos cristianos del norte, disolviéndose en su seno o, por el contrario, convirtiéndose al islam y engrosando, por tanto las filas de los muladíes.

[11] Ibíd.