Con
el artículo anterior cerramos un ciclo que hemos dedicado a abordar la historia
de la España contemporánea. La gestión que están llevando a cabo los gobiernos
de Pedro Sánchez la abordaremos cuando éstos dejen de formar parte de nuestro
presente. En el centenar largo de trabajos que hemos dedicado a contar y a
reflexionar acerca de la historia de nuestro país hemos intentado presentar una
visión alternativa, situando tanto su historia como su geografía dentro de sus
entornos ecológicos y geopolíticos, sin los cuales ambas serían ininteligibles.
Hemos
visto como conocemos muy mal todas las épocas de nuestro pasado. La
historiografía oficial ha ido olvidando de manera selectiva importantes facetas
del mismo sin las cuales éste se vuelve incomprensible y, por el contrario, se
ha ido centrando en el anecdotario, en las biografías de los grandes personajes que, al contrario de lo que se nos hace ver,
no han determinado el curso de los
procesos históricos sino que, por el contrario, han sido arrastrados por ellos y se han limitado a concretar lo que
hubiera terminado ocurriendo de todas maneras con ligeras variantes. En
cualquier caso la narración que ha terminado llegando hasta nosotros -la historia contada- está bastante
manipulada y se ajusta a los típicos sesgos de la propaganda histórica (algo habitual
en la narración histórica de todos los pueblos del mundo).
El “continente subjetivo”
Los
romanos nos conquistaron y nos “romanizaron”.
Es cierto. Pero tardaron doscientos años
en hacer lo primero y quinientos lo segundo. No les resultó nada fácil
desde luego y, por supuesto, sobrevivieron a la conquista multitud de
tradiciones prerromanas que supieron adaptarse, cada una a su manera, a la
nueva situación, diluyéndose dentro del nuevo “paisaje” cultural que los
conquistadores crearon.
Si
algo han demostrado los pueblos ibéricos a lo largo de su historia es su
extraordinaria capacidad de resistencia a las agresiones exteriores. Varias
veces he dicho que hace más de 30.000 años fuimos también el último refugio de
los neandertales que, obviamente, tenían un genoma muy distinto al nuestro.
Eran de una especie diferente. Luego esa capacidad de resistencia de los
hispanos no está relacionada con nuestros genes, sino con nuestro entorno.
La
Península Ibérica es un “continente
subjetivo”. ¿Por qué afirmo tal cosa? pues porque objetivamente no es muy
grande, pero los tiempos históricos que se manejan aquí son equivalentes a los
que afectarían a cualquier continente. Los romanos tardaron en conquistar Hispania lo mismo que en construir un
imperio de dimensiones continentales. Los musulmanes quedaron empantanados en
un conflicto secular que duró nada menos que 800 años… ¡Y perdieron! Cuando Napoleón invadió la Península Ibérica se
encontró aquí con una segunda Rusia,
un estado de dimensiones continentales.
¿Y
por qué la Península (no España) funciona como un continente subjetivo? Pues
básicamente por su orografía y, también, por su aislamiento relativo con
respecto a los países que la rodean. La Ibérica
es una pen-ínsula, no lo olvide,
es decir, una cuasi isla. Una cuasi isla atravesada por… ¡Ocho cordilleras!, que se dice pronto
pero que la convierten en un caso único en el mundo. En diversas ocasiones he
dicho que la presencia o ausencia de una cordillera en un lugar determinado lo
cambia todo. El entorno geográfico en el que viven los humanos termina condicionando
su comportamiento mucho más que su propia herencia genética. Esa afirmación es
especialmente aplicable al caso español por la peculiar estructura que presenta
su relieve.
Las
barreras que la naturaleza ha puesto sobre el espacio peninsular lo fragmentan
y lo convierten en un colchón amortiguador frente a cualquier invasión exterior
(humana o no, la regla también es aplicable a los animales y a las plantas).
Dominar el espacio peninsular -de verdad, no de forma nominal- lleva siglos.
Por eso dije hace mucho que la Península tiene un “tempo” histórico específico, mucho más largo que el de cualquiera
de los espacios geográficos vecinos, y actúa como lo haría un condensador -o
una batería- en cualquier circuito eléctrico o electrónico. Por eso lo más
temible –históricamente- de los ejércitos españoles no han sido sus ataques,
sino sus contraataques (que se confunden con frecuencia con los primeros, ya
que éstos, a veces, han sido desviados y han acabado impactando en espacios
geográficos diferentes de los que originaron la agresión). La situación se
vuelve muy peligrosa (para los agresores) cuando la batería está cargada y, en
consecuencia, acumula una extraordinaria potencia. Atacarla entonces no suele
ser nada recomendable.
La
fragmentación del espacio peninsular, que viene dada como ya he dicho por su
peculiar orografía y reforzada por las diferentes altitudes de sus cuencas
hidrográficas, que crea una multitud de hábitats diferentes en el país, tiene
un tremendo impacto -tanto biológico como cultural- y convierte la penetración
de cualquier nuevo elemento dentro del sistema en una verdadera odisea, pues se
tiene que ir enfrentando en cada uno de los diferentes subespacios a una
respuesta diferente, lo que genera una casuística infinita y multitud de
situaciones inesperadas. Al final se imponen los individuos o las especies
multi-terreno, capaces de sobrevivir en cualquier hábitat posible. Por eso la Península
Ibérica ha sido históricamente la tumba de los grandes especialistas: los musulmanes por ejemplo (muy adaptados a
los entornos áridos del Próximo Oriente y norte de África) o las fuerzas napoleónicas (especialistas de
los entornos continentales europeos). Los romanos,
por el contrario -como recordará- fueron capaces de habitar en todos los territorios
comprendidos entre el norte de Inglaterra y el Desierto del Sahara y, además,
se enfrentaron aquí a una multitud de tribus dispersas que no tenían conciencia
de unidad. Aún así, como ya he dicho, se tomaron su tiempo para conquistar el
país y, además, se tuvieron que emplear bastante a fondo. La guerra de las Galias (del 58 al 51 AC), por ejemplo, fue un
paseo para los romanos si la comparamos con la conquista de Hispania (del 218 al 19 AC). 7 años
frente a 199.
Fue,
precisamente, esa “respuesta multimodal
española”[1]
la que permitió a los hispanos construir el primer gran imperio “transversal”[2]
de la Historia de la Humanidad, el Imperio
Ultramarino español, que poseía todos los ecosistemas que se daban desde la
actual frontera norteamericano-canadiense hasta la Tierra del Fuego.
De
esta explicación podemos deducir ya algunas características estructurales
intrínsecas que posee la Península Ibérica: una extraordinaria profundidad estratégica, que la
convierten en el lugar idóneo para estructurar una línea defensiva, y un tempo histórico muy largo. Como dije
hace tiempo, el significado de buena parte de los topónimos peninsulares
refleja este hecho. Pondré algunos ejemplos:
¿Cómo
se llamaba el estado cristiano más poderoso de la Península en la Edad Media? Castilla, que significa el país de los castillos, es decir el país de la resistencia. Hay autores que
dicen que la palabra que dio origen a la actual Cataluña tenía el mismo significado. El nombre de León derivó de la expresión latina Legio VII Gemina, el del campamento que
los romanos usaron como cuartel general para combatir a los astures. Sus
descendientes (tanto de los romanos como de los astures, pues todos se terminaron
mezclando al final) se enfrentarían mil años después a nuevas fuerzas
invasoras. En Andalucía hay muchos pueblos cuyo nombre tiene después el
apellido “de la Frontera”, que nos
revela que permanecieron siglos en la línea del frente de un largo conflicto.
Y
el país de la frontera o de la resistencia termina transmitiendo
las actitudes vitales que se derivan de esa situación a sus propios habitantes
como consecuencia inevitable de la consolidación de éstas en el tiempo,
independientemente del origen de sus poblaciones. La geografía moldea las vidas
de los hombres y selecciona a los más aptos para sobrevivir en ese medio. Ese tempo histórico tan largo del que hemos
hablado termina volviendo las vidas de cada uno de los individuos -por muy
poderosos que sean- en una mera anécdota, en un simple guijarro atrapado por un
torrente que lo va erosionando y moldeando… hasta hacerlo formar parte de una
gran obra colectiva que es el resultado de ese proceso.
Nuestra larguísima Edad Media
El
enfrentamiento secular entre musulmanes y cristianos en la Península Ibérica
era, desde mi punto de vista, inevitable históricamente ya que, como he dicho
en varios artículos, una vez rota la unidad política del mundo mediterráneo que
tuvo lugar durante la primera mitad del primer milenio de nuestra era por obra
y gracia de los romanos, fue reemplazada por dos mundos de especialistas: los germanos al norte (procedentes de las
húmedas tierras del corazón del continente europeo y fuertemente adaptados a su
ecosistema de procedencia) y los árabes
al sur (que venían de las áridas tierras del Próximo Oriente y del norte de
África y que se encontraban, igualmente, muy identificados con su propio
hábitat) el choque entre ambos mundos tenía que ser, por su propia naturaleza
intrínseca, muy largo tanto en el tiempo como en el espacio, y el país
fronterizo en el que vivimos estaba condenado a convertirse en uno de sus
principales campos de batalla.
La
Edad Media peninsular solemos verla, desde la distancia, como un todo sobre el
que proyectamos los estereotipos que hemos construido a posteriori. Aunque solemos distinguir la época de los visigodos
de la de los musulmanes. Sobre la primera damos por supuesto que aquellos se
volvieron “católicos” en la época de
Recaredo (es decir trinitarios, pues
la palabra “católico” tiene sentido
si la oponemos a la de sus contemporáneos ortodoxos
y protestantes, pero no frente a los
grupos religiosos unitarios,
anteriores en el tiempo a ambos, que niegan la existencia de la Santísima Trinidad, entre los que se encontraban
obviamente los arrianos. Lo correcto
es referirse a ellos como “trinitarios”).
Mi opinión al respecto, como he sostenido en varios artículos pero, en
especial, en el titulado El pacto
fundacional de la iglesia española[3],
es que no hay tal conversión, sino que debemos ver el III Concilio de Toledo como un congreso
de unificación entre ambas facciones. Los arrianos no se hicieron católicos
ni, tampoco trinitarios, sino que establecieron con los hispano-romanos un modus vivendi en el que cabían ambas
posturas dentro de los esquemas organizativos de una Iglesia que no pasa a ser “romana” sino nacional o, si lo prefiere hispana.
Si no lo vemos de esta manera el comportamiento de los hispano-godos cuando se
produjo la conquista musulmana (que no invasión) no tiene mucho sentido. Es
incomprensible que un pequeño grupo de dos o tres mil soldados conquistaran un
reino como el visigodo si no partimos del hecho de que contaron con importantes
apoyos nativos, de decenas de miles de hombres, que obedecían a los generales witizanos (tan visigodos como los de Don
Rodrigo) y que abrazaron la causa árabe desde antes de que éstos cruzaran el Estrecho.
¿Y por qué hubo tantos
y tan poderosos visigodos apoyando a los conquistadores y –después- dispuestos
a convertirse al Islam? Pues, de nuevo, el proceso sería
incomprensible si damos por válido el discurso oficial que la Iglesia Católica
ha ido construyendo desde entonces para ocultar la pervivencia de las viejas
creencias en el tiempo. La Península Ibérica es el País de la resistencia ¿recuerda? y esa resistencia no es sólo
militar sino, también, ideológica. España
resiste, resiste, resiste… Siempre. Es su característica histórica más
destacada. Los romanos blanquearon las tradiciones prerromanas (no acabaron con
ellas) y el cristianismo hizo lo propio con los elementos culturales que
heredó.
En
el siglo IV se produjo el mayor cisma teológico que haya tenido lugar nunca
entre los cristianos, mucho mayor que la separación entre ortodoxos y católicos
o entre éstos y los protestantes. Y el detonante de la ruptura fue el Concilio de Nicea (año 325), en el que
se estableció el dogma de la Santísima
Trinidad. Ese dogma fue impuesto
desde el poder romano (sobre esto recomiendo leer mis artículos “La religión pactada”[4]
y “La religión del Imperio”[5]).
Fue impuesto por el emperador Constantino,
con el apoyo de los Padres de la Iglesia, importando un concepto teológico
procedente de la religión de Mitra,
muy extendida entonces por todo el Imperio. El dogma de la Santísima Trinidad no aparece en la Biblia por ninguna parte (ni en
el Antiguo ni en el Nuevo Testamento). Para los cristianos de los siglos I, II y
III Jesús era hijo ¡biológico! de María y
de José. Era un enviado de Dios, como los profetas del Antiguo Testamento.
Una persona muy especial… pero humano.
La divinización de Cristo es una consecuencia de la implantación del Misterio
de la Santísima Trinidad en el Concilio
de Nicea del año 325 como he dicho más arriba. Y ese dogma rompió la
cristiandad en dos: los unitarios (que
defendían la vieja tradición y decían que el único Dios que existe es el que
los cristianos actuales llaman “Dios Padre”) y los trinitarios (que defendían los cambios introducidos en el Concilio).
Y
¿Cómo se vivió esto en el País de la
resistencia? pues, obviamente, resistiendo; centenares de miles de personas
siguieron defendiendo las viejas tradiciones (siempre pasa lo mismo) con el
gran “hereje” Prisciliano (340-385) a
la cabeza (el obispo de Ávila) que, finalmente, acabó decapitado y sus
seguidores –perseguidos- pasaron a la clandestinidad… organizando
peregrinaciones a la tumba secreta de su santo… ¡en Compostela! Poco tiempo después (409) nos invadieron los
bárbaros… arrianos, es decir, unitarios también, como los priscilianistas.
Y las dos tradiciones unitarias (la antigua y la nueva) empiezan a reconectar.
Pero
como en España los enfrentamientos se enquistan, alargándose hasta el infinito
y sublimándose ideológicamente después de muy diversas maneras, el duelo entre
unitarios y trinitarios se mantuvo hasta que en el 589 se llegó a un “armisticio”
entre ambos, que conocemos como el III Concilio
de Toledo. Las dos iglesias se fusionaron. Pues si no ¿Qué nombre debemos
darle a la “conversión” oficial del monarca (que presidió dicho concilio) y de
los 8 obispos arrianos que le acompañaron? Hemos de tener en cuenta además que
en ese momento histórico el Obispo de Roma (al que nosotros llamamos Papa) apenas era capaz de hacerse
obedecer en su propia ciudad, que era una provincia bizantina y estaba rodeada
por los ejércitos lombardos (tan germanos como los visigodos). ¿Por qué
aproximadamente por esa misma época se “convirtieron al catolicismo” la mayor
parte de los monarcas germanos, de religión arriana? Respuesta: No se convirtieron, se adueñaron de sus
respectivas iglesias nacionales trinitarias con todo lo que eso significaba, es
decir, reforzaron su poder político dentro de sus respectivos estados,
siguiendo el camino que el emperador romano Constantino había trazado dos
siglos y medio antes.
La
Iglesia Visigoda resultante, tras el III Concilio de Toledo, hizo lo mismo que
hicieron los anglicanos en Inglaterra mil años después. Se adueñó, también, de
la tradición trinitaria y la puso a su servicio. ¿Significa esto que
desapareció el viejo conflicto religioso entre unitarios y trinitarios? No
exactamente. Sencillamente se situó en otro nivel, más sutil, más ideológico. Se
apartó de él al grueso de la población, pero la lucha ideológica siguió entre
las élites. Ambas tradiciones siguieron coexistiendo durante más de medio
milenio y sirvieron durante el último siglo de la España visigoda para atizar
los enfrentamientos políticos entre las facciones visigodas más “romanizadas” (encarnadas a principios
del siglo VIII por los partidarios de Don
Rodrigo) y las más unitarias (los
witizanos).
Los árabes
Cuando
pensamos en la conquista árabe de la Península proyectamos sobre aquellos
musulmanes los estereotipos que tenemos sobre los de nuestra época. Nos los
imaginamos con turbante y comportándose de manera parecida a lo que se espera
de ellos en los últimos siglos. Pero aquél Islam se parecía muy poco al actual.
Hemos de decir que la historia de esa tradición religiosa dio un profundo giro
político, social e ideológico cuando llegaron al poder los abasidas en el año 750. Casi 40 años después de su conquista de
España en el 711. Los abasidas, como
recordará, trasladaron la capital de su imperio desde Damasco hasta Bagdad. Ese
“pequeño” detalle tiene una gran importancia histórica. Entre la Hégira (622) y el golpe de los abasidas (750) el mundo islámico estuvo
en plena ebullición. Digamos que aún se estaba formando y ensayando todos los
elementos que más adelante terminarían definiendo su propia civilización. Pero Damasco –su capital– era una ciudad que
había pertenecido al Imperio Romano (primero) y a sus herederos los bizantinos (después),
durante casi 700 años, cuando los árabes la conquistaron en el siglo VII, era
una ciudad romana oriental, con todo
lo que eso significaba. Se hablaba el griego y el latín. Se estudiaba a Aristóteles,
Platón, Séneca… y eran cristianos… muchos de ellos unitarios… El conflicto
entre unitarios y trinitarios allí también se daba.
Los
musulmanes consideran que tanto el cristianismo como el judaísmo forman parte,
como ellos mismos, de lo que llaman la tradición “del libro”. Eso significa que consideran que la Biblia también es un
libro sagrado, que forma parte de la tradición pre islámica. Y la visión
teológica que tienen de Jesús es la misma que los cristianos unitarios pues
para ellos es, sencillamente, uno de los cinco grandes profetas: Noé, Abraham, Moisés, Jesús y Mahoma.
El
Islam representa un paso más en la evolución de las religiones monoteístas de
tronco judaico. A finales del siglo VII y principios del VIII mandaron
misioneros a la Península Ibérica, que encontraron muy buena acogida en ciertos
círculos aristocráticos, y establecieron una alianza con ellos. Se
comprometieron con uno de los dos bandos que, en ese momento, estaban librando
una guerra civil. Los witizanos son a la
España visigoda más o menos lo que los tlaxcaltecas a la conquista española de
México. Los miembros más destacados de la resistencia arriana dentro del mundo visigodo se transformaron en lo que los
musulmanes llamaron después muladíes,
es decir, en los musulmanes hispanos. Entre ellos cabe destacar a algunas
grandes familias, como la del Conde
Teodomiro (Todmir para los
musulmanes) o del Conde Casio, que
controlaba el valle medio del Ebro desde la ciudad de Tudela, cuyos
descendientes -los Banu Qasi-
acabarán administrando toda la frontera nororiental del Califato de Córdoba.
“Mi antepasado,
el jurisconsulto Ali b. Ziyad al-Quti es de la casa de los Banu l-Kuti de
Castilla. Nació en la ciudad de Toledo, que los judíos llamaban Toledox, los
romanos Tolerum y los árabes Tulaytula.”
[…]
“Los hijos de
Witiza, antepasado de Ali b. Ziyad al-Quti, ayudaron a los sarracenos a
penetrar en la Península Ibérica con la esperanza de que ellos les ayudarían a
reconquistar el trono de Toledo que el usurpador Don Rodrigo y los suyos les
habían arrebatado. Estos recompensaron a la familia de Ali b. Ziyad al-Quti con
algunas tierras y así se deshicieron de la obligación de cualquier otro tipo de
ayuda. Los godos se dispersaron. Algunos se retiraron al norte y se reagruparon
más tarde en torno a un tal Pelayo; otros, los de la familia de Ali b. Ziyad
al-Quti se quedaron en sus tierras que se llamarían, desde ahora, Al-Ándalus,
como el resto de la península conquistada por el pueblo de Alá. En principio
serán mozárabes, cristianos en tierras musulmanas, después muallads, cristianos
conversos al Islam, y finalmente, mudéjares[6],
es decir, musulmanes en tierras cristianas.
Los musulmanes
no tendrán más que un solo nombre para designarlos, serán para ellos los Banu
l-Quti, los godos, y es con este nombre que Ali b. Ziyad al-Quti saldrá solo,
condenado al exilio, de una ciudad que fue durante siglos la capital de su
familia y su tribu, Toledo. Alfa Mahmud Kati, mi antepasado, cuenta toda esta
historia en su obra Tedkiret al-Ihwan, resumida por mis abuelos,
Ali-Gao b. Mahmud Kati III y Muhammad Abana b. Alfa Ibrahim b. Mahmud Kati II.”
Este
texto, que está sacado del libro Los últimos visigodos. La biblioteca de
Tombuctú, de Ismael Diadie Haidara,[7] resume la saga
familiar de un grupo de mudéjares que abandonó Castilla en el siglo XV y se
refugió en el Valle del Níger, en el reino de Songay y terminó dando
origen a una tribu conocida como los Quti que, según ellos, significa los
godos, pues dicen descender nada menos que del mismísimo Witiza. Y
han ido generando a lo largo de los últimos quinientos años gran cantidad de
textos que se encontraban en la Biblioteca de Tombuctú.
O
sea, que los “invasores” en realidad
no invadieron sino que alguien les abrió la puerta desde dentro y les ayudó
después a consolidar la conquista. Para ver más detalles sobre todo esto puede
leer el artículo ‘El “santiaguismo”
español’[8].
Dijimos
más arriba que la llegada de los abasidas
al poder en el 750 trasladó la capital del imperio desde Damasco, una ciudad que antes de la conquista musulmana era
bizantina, a Bagdad, que antes de su
islamización formaba parte del Imperio Sasánida…
Otro universo cultural diferente al romano-bizantino. Ese cambio tuvo como
consecuencia una profunda orientalización cultural del mundo islámico a partir
de ese momento.
Según
nos han contado, los califas omeyas
de Damasco fueron asesinados por los abasidas,
pero uno de los jóvenes de la familia -nuestro futuro Abderramán I- huyó y se refugió en Al-Ándalus, donde encontró partidarios que le ayudaron a separar
esta provincia del Imperio y fundar el Emirato
de Córdoba. Independientemente de cómo tuvieran lugar los hechos, fuera Abderramán I un auténtico Omeya o no, el
resultado final es que cuando el mundo islámico decidió alejarse de la
tradición romano-bizantina y orientalizarse un poco más los andalusíes se
negaron, se separaron del resto, e iniciaron una nueva vía, musulmana pero –también–
hispana, llamada Al-Ándalus.
¿Se
convirtieron al Islam todos los arrianos que quedaban en la Península? En
absoluto (recuerde: España resiste,
resiste, resiste). Durante, al menos, los primeros 300 años de Al-Ándalus la mayor parte de su
población siguió siendo cristiana, es decir, mozárabe:
“La segunda rama en la que se bifurcó la tradición
arriana de origen germánico fue la de los “adopcionistas”, seguidores del arzobispo de Toledo Elipando (717-808), máxima
autoridad religiosa de los mozárabes[9]
de Al Ándalus que formula, en un sínodo reunido en Sevilla en el año 785 los
términos de esta “herejía”, según la cual Cristo tenía naturaleza humana pero había sido “adoptado” por Dios.
Sus afirmaciones serán inmediatamente respondidas desde el reino asturiano por
el abad de Santo Toribio de Liébana
(Beato de Liébana) y por el
obispo fugitivo de Osma (Eterio).
Pero pronto se adhieren al bando adopcionista Ascárico (obispo de Braga) y, sobre todo, Félix (obispo de Urgel). La
incorporación de Félix a las
filas adopcionistas, cuya diócesis queda dentro del reino franco,
internacionaliza la polémica y hace intervenir en ella al Papa y al mismísimo Carlomagno. Ambos, de común acuerdo,
convocarán para debatir el asunto el Concilio
de Ratisbona (792), al que asistirá el urgelitano y, posteriormente el
de Francfort (794) del que
saldrá el documento de condena de la citada herejía (el Libellus Sacrosyllabus). Durante su estancia en Ratisbona y posterior
visita a Roma, Félix será obligado a retractarse, pero de vuelta a España huyó
hacia territorio andalusí refugiándose en Toledo. Ninguno de los protagonistas
de esta historia modificará sus posiciones de manera voluntaria. La ortodoxia
se impondrá sin mayores problemas fuera de Al-Andalus –gracias también al
decidido apoyo recibido tanto de los reyes francos como de los astur-leoneses-,
pero las autoridades religiosas mozárabes mantendrán sus posiciones heréticas
al menos hasta la muerte de Elipando. Después se irán amortiguando los ecos de
la querella porque la situación de los cristianos de Al Ándalus no aconsejaba
entrar en grandes disputas teológicas.”[10]
Pero
los reinos cristianos del norte, al menos, si serían trinitarios ¿no? Pues… No
exactamente:
“La tercera línea evolutiva del arrianismo español
post-visigodo fue la que denomino “santiaguista”, que se desarrolla en el área
astur-leonesa como consecuencia del “descubrimiento” de los restos mortales del
apóstol Santiago el Mayor, en Compostela (“Campo de estrellas”).
[…] En el año 813 de nuestra era se “descubrieron”, en un lugar de Galicia
llamado Compostela, los restos mortales del apóstol Santiago. El rey Alfonso II
de Asturias decidió levantar en el lugar una iglesia, sobre la que después se
construyó la actual catedral, para venerar a uno de los apóstoles más
importantes de los que acompañaron a Jesús. […] Santiago era, para los
cristianos españoles del siglo IX, literalmente,
el hermano de Cristo. Hermano
carnal, de padre y de madre. Una tradición que se fue perdiendo a partir del
siglo XI. De esta carnalidad podrán ya deducir, de manera clara, la fuerte
componente arriana de las creencias de los cristianos españoles altomedievales,
contemporáneos de los adopcionistas mozárabes (arrianos versión 2.0).”[11]
Polarización versus reconciliación
Antes
de continuar veamos cómo se desarrollan los procesos históricos de largo
alcance, para que podamos entender su lógica intrínseca y dejemos de focalizar
la historia sobre los personajes para mirar hacia el lugar donde, de verdad, se
están produciendo los cambios.
En
cualquier sociedad que esté viva hay siempre facciones de poder enfrentadas
que, a su vez, necesitan reclutar partidarios para poderse imponer sobre sus
propios rivales. Los grandes debates ideológicos suministran el argumentario
preciso para dirigirse a esos potenciales partidarios. Cada facción se embarca,
por tanto, en la construcción de su propia narrativa, que no es otra cosa que
una operación de marketing para vender su propio producto. Si hay un relativo
equilibrio de fuerzas entre las dos facciones más poderosas la lucha ideológica
se vuelve feroz. En ese proceso cada bando intenta buscar el mayor número de
apoyos posibles, dirigiéndose a otros grupos más pequeños que tengan reivindicaciones
propias impulsándolos a actuar, y va modificando sus propuestas originales para
integrar dentro de su propio discurso a esos grupos menores que, con
frecuencia, terminan siendo el fiel que inclina la balanza hacia un lado o
hacia otro. Cuando se alcanza cierto equilibrio de fuerzas es cuando comienzan
los enfrentamientos físicos y la guerra se extiende. Los enfrentamientos (incluso
los dialécticos) se vuelven cada vez más virulentos y empieza a producirse un
proceso de polarización social y política en el que van desapareciendo de
manera paulatina todos aquellos que intentan moderar, contener el debate o
buscar vías de entendimiento entre los bandos enfrentados y, por el contrario,
salen reforzados los que alimentan el conflicto, volviendo inevitable así al
enfrentamiento armado.
Clausewitz
dijo que «La guerra es la continuación de
la política por otros medios». Si al frente de los bandos que están
combatiendo hay mentes racionales modularán la intensidad del conflicto en
función de sus propios intereses con objeto de buscar una posición de fuerza en
el proceso de negociación que termine poniendo fin a la misma. Si no es así éste
se alargará en el tiempo y en el espacio hasta la destrucción final de uno de
los dos bandos enfrentados.
En
cada uno de esos grandes enfrentamientos, tanto ideológicos como territoriales,
los focos están situados sobre la línea del frente. Cada pequeño movimiento que
se produce en ella suele tener un gran eco y multitud de repercusiones. Una
persona puede ser condenada por detalles tan insignificantes como cambiar una
coma de sitio en una frase. Sin embargo, lejos de esos focos hay mucha más
libertad. Los fanáticos de cada bando pueden permitirse el lujo de decir
verdaderas barbaridades sin que nadie los juzgue. Nadie suele cuestionar su
lealtad al grupo precisamente por su propio fanatismo, ya que los que mandan
necesitan carne de cañón y masa crítica que les ayude a neutralizar las fuerzas
del bando contrario. Serán tolerados mientras se limiten a hacer de caja de
resonancia del conflicto principal. Pero la actitud de los dirigentes con
respecto a ellos cambiará si comienzan a trazarse objetivos estratégicos propios
y distintos de los del grupo principal.
En
las épocas de paz, sin embargo, se vuelve necesario establecer un modus vivendi entre las partes
enfrentadas, y los grupos intermedios (los moderados) se vuelven preciosos
porque son los únicos que pueden establecer puentes de comunicación entre los
dos bandos. Y pueden llegar a ser aún más necesarios si aparecen nuevos bandos
en disputa o enemigos venidos del exterior. Todas estas cosas pasaron multitud
de veces en la España medieval. Por eso es una de las épocas más ricas y más
cargadas de matices de nuestra historia. Por eso es tan incomprensible para las
mentes actuales, muy alejadas de los sutiles equilibrios de fuerzas que se dieron
entonces.
Entre
los cristianos trinitarios, es decir romanos, y los musulmanes abasidas había,
durante los primeros siglos del Al-Ándalus
independiente, todo un continuum
de posiciones ideológicas intermedias: trinitarios-santiaguistas-adopcionistas-musulmanes
omeyas-musulmanes abasidas. Toda esa diversidad sobrevivió hasta… el siglo XI. ¿Y qué pasó en el siglo XI?
Pues que el proceso de polarización ideológica dio un salto cualitativo y
desaparecieron casi todos los grupos intermedios.
La Era de las invasiones africanas
Entonces fue cuando se
produjo en España la verdadera invasión musulmana,
la de los almorávides, en el año 1086. Pero antes habían pasado muchas
cosas durante el siglo que precedió a ese momento histórico.
Hasta
finales del siglo X los reinos cristianos independientes habían ido avanzando
hacia el sur de manera lenta pero inexorable, hasta alcanzar la línea del Duero. El motor de ese
avance era puramente demográfico,
aunque los historiadores nos distraigan con la descripción de la multitud de
batallas que se dieron y los ideólogos con las disputas religiosas que se
libraron desde los púlpitos. La razón
última siempre es demográfica. Pero claro, el crecimiento demográfico suele
deberse a causas económicas, tecnológicas o sociales.
¿Qué
fue lo que determinó ese gran incremento poblacional de los reinos cristianos
del norte durante los tres primeros siglos de la España musulmana? Pues hubo
muchos elementos que influyeron, pero el fundamental fue la llegada de
centenares de miles de refugiados mozárabes procedentes de Al-Ándalus, que fueron realojados en la línea del frente y que
hicieron descender la frontera hacia el sur. Los cristianos se estuvieron
alimentando de disidentes andalusíes durante todo ese tiempo. Al Ándalus creó la némesis que acabó
destruyéndola. La mataron, como a casi todos los imperios, sus propias
contradicciones internas.
La
sociedad andalusí era, probablemente, la más avanzada social, cultural y
tecnológicamente de la Europa de su tiempo y una de las más avanzadas del
mundo. Pero era muy clasista. Estaba muy estratificada. Era una sociedad
esclavista. Si habías nacido campesino lo más probable es que te murieras
campesino. Los cristianos -los mozárabes,
que eran la mayoría de la población- no eran perseguidos -¿Cómo iban a serlo si
le daban de comer al resto? Eran la base campesina de su sociedad- pero estaban
discriminados, obviamente.
Todos
sabían que en el norte había rebeldes
(y subrayo lo de rebeldes) combatiendo a las fuerzas militares del Emirato (primero)
y del Califato (después), cuyas incursiones llegaban a veces hasta muy al sur,
manteniendo así la leyenda de la resistencia cristiana (recuerde: España resiste, resiste, resiste). Los rebeldes eran cristianos porque los
gobernantes contra los que estaban combatiendo eran musulmanes y los
conflictos militares, sociales o políticos necesitan siempre un discurso
ideológico que los justifique pero, también, obviamente porque la tradición
religiosa anterior a la conquista musulmana era cristiana. Estamos ante una rebelión que se apoya en su propia
tradición. Son dos elementos universales que se dan en todas las
resistencias. Lo sustantivo aquí son los términos “rebelde” y “tradición”,
lo adjetivo es la etiqueta ideológica (cristiano
en este caso).
Cuando
un mozárabe se hartaba de la situación personal en la que vivía sencillamente
se escapaba y huía hacia el norte. Con frecuencia esto no era necesario pues en
cada una de las incursiones que los astur-leoneses efectuaron sobre territorio
andalusí volvían después con mozárabes que habían reclutado por el camino. Era
su principal forma de incrementar sus efectivos. Y sospecho que entre los
mozárabes se colaron muchas veces musulmanes que también se habían hartado de
la situación en la que vivían. En el norte rápidamente se les asignaban
parcelas de tierra para que pudieran trabajarlas y autoabastecerse. Así va
surgiendo un mundo de pequeños campesinos muy motivados ideológicamente y… muy militarizados.
No
podía ser de otra manera, puesto que las tierras que les daban eran fronterizas
y tenían que saberlas defender. Y, claro, a un campesino que también sabe
empuñar la espada nunca se le debe subestimar políticamente. Así pues tenemos
en el norte a un mundo de pequeños campesinos que se ha rebelado contra otro de
aristócratas y terratenientes, defendiendo cada cual sus propios intereses y
que usan la religión como argumento para combatirse mutuamente. Pero las
etiquetas religiosas lo que consiguen es ocultar para el que observa los
verdaderos motivos que están detrás de esta lenta pero profunda revolución
social que se estaba produciendo en la línea del frente: En la Extremadura… En la Frontera.
De
esta manera surgieron los concejos
municipales que terminaron llenando todas las tierras fronterizas. Las
asambleas que crearon las milicias ciudadanas que sirvieron de escuela de
guerra para cientos de miles de hombres. La
cuna de la democracia municipal española. Una auténtica revolución
silenciosa que tuvo lugar en la profunda Edad Media y que el resto del mundo no
supo ver en su momento pero que tuvo consecuencias históricas irreversibles
que, con el tiempo, terminaron afectando a todo el planeta. Pero no adelantemos
acontecimientos.
La
facción más militarista de Al-Ándalus,
a finales del siglo X, consideró que los reinos cristianos ya se habían extendido
hacia el sur más allá de lo razonable. Un caudillo llamado Muhammad Abi Amir (el Almanzor
de las fuentes cristianas) dio un golpe de estado, abriendo el periodo
histórico conocido como el Régimen de los Amiríes (978-1009).
Una durísima dictadura, de cara al interior, y una época de guerra de cara al
exterior.
“Este hombre pasaría a la historia como el más implacable
enemigo que tuvieron [los cristianos]. Baste
decir que en los 24 años que permaneció en el poder lanzaría 55 campañas
guerreras contra los reinos septentrionales. Saqueó los núcleos urbanos más
importantes del norte de la Península Ibérica, redujo a la esclavitud a decenas
de miles de personas, arrasó campos, destruyó lugares de culto, se apropió de
cuanta riqueza pudiera ser transportada y dejó un triste recuerdo tras de sí
que le sobrevivió durante siglos. Su huella aún se refleja en la toponimia de
muchos lugares de nuestro país. […] Su
despótico sistema de gobierno debilitó hasta tal punto la estructura de poder
del Califato de Córdoba que tornó inviable cualquier intento de vuelta a la
normalidad previa, provocando la desintegración del mismo a partir de la
Revolución Cordobesa de 1009, que abriría el proceso histórico conocido como “la Fitna de al-Ándalus” (1009-1031), un
período de anarquía y de guerras civiles, antesala de los reinos de taifas.”[12]
La
época dorada de Al-Ándalus llegó a su
fin con los amiríes. Una sociedad
próspera y acomodada pero, también, muy fragmentada sociológicamente y rodeada
de pueblos mucho más pobres y más guerreros estaba condenada a largo plazo. La Dictadura
de los amiríes intentó frenar las consecuencias históricas que ya eran evidentes
para todos pero que, obviamente, no podía parar un proceso histórico tan
profundo y tan sólido como el que estaba teniendo lugar y lo que hizo en
realidad fue acelerarlo.
El
Califato de Córdoba se transformó en
una veintena de estados independientes conocidos como los reinos de taifas. A partir de ese momento los pequeños estados
cristianos del norte peninsular pasaron a convertirse, de un día para otro, en
los más poderosos de los reinos hispanos como consecuencia de la ruptura de la
unidad política de los musulmanes. No obstante, las tres taifas más poderosas (Badajoz, Toledo y Zaragoza) eran
precisamente las que se encontraban situadas en la línea del frente, lo que
ayudó a acotar las pérdidas pero que, obviamente, no pudieron invertir el
inexorable proceso histórico que estaba teniendo lugar.
Simplificando
mucho diremos que desde el año 1009 hasta el 1085 los reinos cristianos
crecieron bastante. Rebasaron primero la línea del Duero, después la línea de cumbres del Sistema Central, y sus incursiones militares se volvieron endémicas
sobre todo el espacio peninsular, pero especialmente sobre los valles del Tajo y del Ebro.
Mientras
tanto, en el norte de África iba surgiendo el gran Imperio de los almorávides cuyo foco inicial estaba situado… ¡a orillas del río Senegal! Efectivamente,
venían de muy al sur, desde las tierras que hoy se reparten entre Senegal y
Mauritania. Se extendieron por Marruecos y Argelia occidental, llegando a Ceuta en 1084.
Y
en 1085 el rey de León y de Castilla -Alfonso
VI- conquista la ciudad de Toledo,
la antigua capital del reino visigodo. Con ella cae uno de los tres grandes
reinos musulmanes que estaban frenando el avance cristiano –el más central y
estratégico de todos, la clave de bóveda de la resistencia andalusí- y la
alarma cunde por toda la España musulmana, cuyos monarcas lanzaron un grito de
auxilio a sus correligionarios del norte de África.
Hemos
de decir que mucho antes de que la caída de Toledo tuviera lugar los reinos de
taifas habían ido, uno detrás de otro, firmando pactos de vasallaje con el
poderoso reino castellano-leonés que les obligaba a pagar tributos (llamados parias) a cambio de “protección”
militar. Ese hecho, desde el punto de vista de un hombre medieval de mentalidad
feudal, los volvía súbditos del Emperador
de las dos religiones, que era el título que usaba Alfonso VI en los documentos oficiales, equiparándose así, dentro de su propia narrativa histórica, al otro Emperador que había en Europa,
el del Sacro Imperio Germánico. Hemos
de añadir que, desde el punto de vista de las realidades factuales, el “emperador” hispano –aunque no lo
coronara el Papa- era mucho más poderoso, tanto militar como económicamente,
que el alemán.
Y los almorávides
cruzaron el Estrecho. Por primera vez desde el 711 entraba
en España -desde fuera- un ejército de decenas de miles de hombres. Era una
auténtica invasión que trajo, como consecuencia histórica, el resultado que
producen todas las invasiones: una
polarización social e ideológica impensable en ningún otro momento anterior,
un reseteo social, militar y político.
Significaba la desaparición de los moderados y el triunfo de los fanáticos… en los dos bandos. Fue esa invasión la
que cerró las puertas a una posible resolución pacífica del enfrentamiento en
la Península Ibérica entre moros y cristianos. Aunque, desde mi punto de vista,
lo que hizo en realidad fue acelerar un proceso histórico que era inevitable de
todas maneras, ya que la pluralidad religiosa (es decir ideológica, pues antes
del siglo XVII todas las ideologías se expresaban en términos religiosos) que
había en España era una pluralidad de grupos monoteístas… y los monoteístas son intolerantes con las ideologías
ajenas por definición, ya que el Dios único y omnipotente es intrínsecamente
excluyente, lo que deja pocas salidas a largo plazo a las soluciones pactadas
con los que no comulgan con los dogmas oficiales. Toda la “libertad” religiosa
que vemos en la actualidad en el mundo es hija de la secularización y del
cuestionamiento de los dogmas de las religiones monoteístas.
Un equilibrio de fuerzas de cinco
generaciones
Tanto
los almorávides como sus herederos
históricos (los almohades) fueron
incapaces de hacer retroceder a los cristianos pero, al menos, los contuvieron durante 126 años: Desde Sagrajas (1086) hasta Las Navas de Tolosa (1212). En Las Navas de Tolosa los cristianos
rompieron de nuevo las líneas musulmanas, lo que desencadenó un proceso de
acorralamiento militar de los mismos que acabó con el confinamiento de los
últimos defensores armados del Islam andalusí en el reino nazarí de Granada cincuenta
años más tarde (a finales del siglo XIII). Sus correligionarios norteafricanos
intentaron parar entonces el proceso con una nueva invasión, la de los benimerines, que sólo sirvió para
obligar a los castellanos (pues la “Reconquista” a esas alturas ya había
terminado tanto para los aragoneses como para los portugueses, dado que ellos
ya no tenían fronteras terrestres con ningún país musulmán) a distraer buena
parte de sus efectivos militares en el frente suroccidental (actuales
provincias de Sevilla, Huelva y Cádiz) lo que alivió el frente granadino,
permitiendo a los nazaríes consolidar sus propias líneas de defensa, lo que
aseguró su independencia política durante 250 años.
El
equilibrio de fuerzas militar que se dio durante cinco generaciones en los
campos de La Mancha y la actual Extremadura (mientras los aragoneses
avanzaban por el Valle del Ebro) no
podía parar de manera indefinida el proceso subyacente porque, desde el lado
musulmán, estaba sostenido por fuerzas extranjeras. Los cristianos del norte seguían creciendo y los andalusíes menguando
desde el punto de vista demográfico. Cada vez había más norteafricanos y
menos andalusíes combatiendo en la línea del frente.
Mientras
tanto, en el Próximo Oriente habían empezado las cruzadas, y la narrativa de la lucha contra el Islam se
extendía por toda Europa, convirtiendo a la Península Ibérica en el lugar donde
se estaba librando la cruzada occidental,
lo que atrajo a multitud de voluntarios dispuestos a combatir, a colonizar y a
predicar (los monjes cluniacenses, cistercienses y las órdenes militares).
Miles de comerciantes y profesionales urbanos de todo tipo ultramontanos (de más allá de los Pirineos) se establecieron en las
ciudades del Camino de Santiago, que
se convirtió en una especie de Meca
para los cristianos europeos (en muchos mapas medievales aparece Galicia con el
nombre de Jakobsland, el país de Santiago). También vinieron campesinos buscando
convertirse en pequeños propietarios en las tierras conquistadas. La ruptura de
las líneas musulmanas era sólo cuestión de tiempo. Eso ocurrió el 16 de julio de 1212. Y el lugar fue Las Navas de Tolosa, al pie del Desfiladero de Despeñaperros, la puerta
de entrada, desde La Mancha Oriental, al Valle del Alto Guadalquivir.
La Batalla del Estrecho
Mientras
los castellanos se lanzaban sobre Andalucía y el reino de Murcia, los
aragoneses hacían lo propio sobre la actual Comunidad Valenciana y las Islas
Baleares y los portugueses sobre el Alentejo y el Algarve. Decenas de miles de
musulmanes huyeron hacia las montañas penibéticas, donde se concentraron en
gran número, convirtiendo a los territorios del reino nazarí (actuales provincias de Málaga, Granada y Almería) en
una zona superpoblada (en términos medievales, claro). Se estima que llegaron a
concentrarse en esa zona alrededor de un millón de personas, mientras en el
resto de la Península solo había 6 ó 7 millones. La superpoblación relativa del
reino nazarí contrastaba significativamente con la despoblación de los valles
cristianos fronterizos con él (Guadalquivir, Guadalete y Segura), lo que ayuda
a entender la longevidad histórica del mismo. Fue en esa época en la que los
cristianos empezaron a ponerle a muchos pueblos andaluces el apellido “de la Frontera”, cuya distribución,
cuando la estudié con cierto detenimiento, me hizo concluir que no estaba
haciendo referencia a la línea del frente con los nazaríes (que era mi tesis inicial) sino con la de los benimerines, la tercera invasión
norteafricana, ya que no hay ningún pueblo que la lleve en la provincia de Jaén
y, sin embargo, hay dos en la de Huelva (Palos y Rosal), concentrándose la
mayoría en la provincia de Cádiz. Éste y otros hechos me llevaron a concluir
hace tiempo que en la época de los benimerines
tuvieron lugar una gran cantidad de choques armados, tanto por tierra (en las
actuales provincias de Sevilla Huelva, Cádiz y al área cordobesa de la Subbética)
como en el mar. El conjunto de guerras que libraron durante 76 años castellanos y benimerines se conocen con el nombre
de “La Batalla del Estrecho” (1274-1350).
La eclosión del mundo ibérico
Es
entonces cuando se inicia la que hace tiempo llamé “eclosión del mundo ibérico”[13].
Una profunda reorganización social y política en la Península Ibérica de
carácter nacionalista que tuvo lugar durante los siglos XIV y XV y que sentó
las bases históricas para la “Era de los
Descubrimientos Geográficos”.
Una
vez expulsados los norteafricanos del reino
de Sevilla (actuales provincias de Sevilla, Cádiz y Huelva) va avanzando
con lentitud el proceso de erosión militar y política del reino nazarí de Granada mientras se procede a repoblar los valles
fronterizos con él, acumulando fuerzas allí para seguir empujando hacia el
exterior a los últimos reductos del Islam peninsular. Los cristianos, durante
los 800 años que duró el duelo militar con los musulmanes, sólo movían la
frontera cuando tenían colonos con los que pudieran cubrir las zonas
conquistadas. Por eso el proceso fue tan
lento… y tan inexorable.
La
frontera cristiana se había
desplazado hacia el sur, alejándose de la Meseta e iniciando un proceso profundo
de transformación social en la misma que hizo crecer las ciudades y las
actividades económicas asociadas a las mismas. Con ellas se produce una
afirmación de la identidad de los grandes reinos cristianos peninsulares (Castilla,
Aragón, Portugal) que se traduce en la fijación de sus lenguas nacionales por
escrito, el incremento de la presión ideológica sobre los grupos religiosos minoritarios,
la fundación de universidades, la creación de multitud de astilleros en las
zonas litorales (con objeto de continuar la colonización de nuevos territorios,
esta vez fuera de la Península) y la creciente intervención de los ibéricos en
los diferentes conflictos europeos y mediterráneos (los castellanos se implican
en la Guerra de los Cien años, del
lado francés, lo que permitió a éstos lanzar contraataques por mar, que le
habían estado vetados hasta entonces y, mientras tanto, los aragoneses
conquistan Sicilia y Cerdeña, y sus mercenarios -los almogávares- se abren paso después, por
su cuenta y riesgo, en Grecia y Asia Menor).
Ante
la clara evidencia de que los conflictos armados terrestres en la Península
Ibérica se estaban agotando, y de que la
población seguía creciendo, los tres estados se dedican a construir sus
respectivas fuerzas navales. Los
aragoneses se proyectan sobre el Mediterráneo, mientras castellanos y portugueses
hacen lo propio en el Atlántico.
A
principios del siglo XV los castellanos conquistan las islas canarias, lo que tiene un gran impacto en la corte
portuguesa, que empieza a sentirse acorralada por sus vecinos del este y como
respuesta trazan sus propios planes de expansión marítima para intentar
equilibrar las fuerzas, lo que trajo consigo la creación de la Escuela de Sagres, la conquista de Ceuta en 1415, el diseño de un plan de
acción militar en Marruecos y otro de exploración marítima de las costas
occidentales africanas, además del descubrimiento y colonización de los
archipiélagos de Madeira (1418) y de Azores (1439).
Desde
Las Navas de Tolosa se va abriendo
paso la idea, en las diferentes cortes de los reinos cristianos de que una vez
expulsados los musulmanes de la Península
Ibérica la expansión militar cristiana debía continuar en el Magreb. Es lo
que en la de Alfonso X el Sabio
llamaban “el fecho de Allende”. Hay
multitud de documentos de esa época en la que se habla del asunto e, incluso,
se llegaron a nombrar obispos para algunas diócesis marroquíes antes de haberlas
conquistado (estaban vendiendo la piel del oso antes de cazarlo). Como a los
españoles no nos gusta hablar de las hazañas de los portugueses solemos ignorar
que éstos llegaron a controlar buena parte del territorio del actual Marruecos
durante el siglo XVI, hasta que nuestros vecinos del sur pudieron expulsarlos
de su país como resultado de la Batalla
de Alcazarquivir (1578), uno de cuyos efectos históricos fue la
incorporación de Portugal a la corona española en tiempos de Felipe II (1580)
y, como consecuencia, el paso del bastión portugués de Ceuta a la soberanía española.
Plazas
norteafricanas de Portugal. (Fuente: Wikipedia[14])
El contragolpe se desvía
La
proyección marítima de castellanos y portugueses en el Atlántico, en previsión
de una futura expansión ibérica por el Magreb, dio lugar a una enconada
rivalidad naval entre ambos estados como acabamos de ver. Cuando los primeros
tomaron, finalmente, la capital del reino nazarí, en 1492, los portugueses
estaban ya firmemente asentados en Marruecos, lo que los obligaba a diseñar una
expansión en la dirección del reino magrebí del Tremecén, el vecino oriental del de Fez (que se estaba batiendo con los portugueses).
Reino
ziyánida de Tremecén. Fuente: Wikipedia[15]
La
primera fase de ese plan de expansión sobre el Magreb central consistía en
conquistar las plazas fuertes costeras de Melilla
(1497), Mazalquivir (1505) y Orán (1509), que servirían de cabeza de
playa desde donde se debía seguir avanzando hacia el interior. Pero entonces… Colón descubrió América.
Es decir, los españoles
descubren el Nuevo Mundo (siempre focalizamos la historia
sobre los grandes personajes y nos olvidamos de los procesos históricos):
inmenso, verde, exótico y poblado por pueblos neolíticos o, en el mejor de los
casos, calcolíticos. Frentes de guerra infinitamente más blandos que los
magrebíes y unas tierras mucho más fértiles, y mejor regadas, con una gran
variedad de plantas desconocidas para los europeos, que podrían tener una gran
salida comercial aquí (cacao, patatas, tomates…) Y yacimientos minerales que
nunca habían sido explotados. ¿Qué sentido militar tenía seguir insistiendo en
extenderse por la secas y bien defendidas tierras del Magreb una vez
conquistados los imperios azteca e inca en unas campañas militares
extraordinariamente cortas y con unos efectivos peninsulares insignificantes en
comparación con su alternativa norteafricana? La relación coste/beneficio entre
ambas alternativas era abismal. América
podría absorber durante siglos los excedentes de población peninsulares y
satisfacer el instinto guerrero de todos los hidalgos que nos sobraban, así
como las ansias de predicación de nuestro clero.
Pero
había razones suplementarias que también absorbieron otra parte de las energías
que estaba previsto proyectar sobre el Magreb: primero las guerras italianas de
Fernando el Católico, que tuvieron como consecuencia la conquista de todo el
sur de la península a principios del siglo XVI y, poco después, la coronación,
en 1517, de Carlos I, el primer Habsburgo español, que abrió para los
peninsulares multitud de frentes de guerra en el continente europeo. Así el
golpe que los españoles estaban preparando sobre los pueblos africanos (el
contragolpe histórico de la “Reconquista”), se
desvió tanto hacia el este como hacia el oeste. Pero eso lo contaremos en
nuestro próximo artículo.
[2] Ibíd.
[6] Mudéjar: En la España medieval
significaba musulmán en tierra cristiana.
Eran las poblaciones musulmanas que permanecieron en su tierra después de la
conquista cristiana.
[7] ISMAEL DIADIE HAIDARA: Los
últimos visigodos. La biblioteca de Tombuctú. RD Editores. Sevilla 2001.
pp. 21-22.
[9] Mozárabe: En la España medieval
significaba cristiano en tierra árabe. Durante los primeros siglos de
al-Ándalus, siguieron siendo la mayoría de la población. Pero su número no
dejará de disminuir desde la invasión del 711. Evolucionarán de dos maneras
diferentes: o bien emigrarán hacia los reinos cristianos del norte,
disolviéndose en su seno o, por el contrario, convirtiéndose al islam y
engrosando, por tanto las filas de los muladíes.
[11] Ibíd.
[12] “Un siglo
trascendental”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/01/un-siglo-trascendental.html