En el artículo anterior describimos
primero los elementos naturales que han desencadenado el proceso histórico que
hoy llamamos “globalización”, después las líneas maestras que han regido éste,
para poder explicar después como la Península Ibérica terminó convirtiéndose,
en la Era de los Descubrimientos Geográficos (siglos XV y XVI), en el “motor
de arranque del mundo moderno”.
Hace
tiempo que bauticé al imperio que los españoles construyeron en América con la
expresión “Imperio Transversal”, cuando puse de relieve que las líneas de
cumbres de las cordilleras americanas se despliegan siguiendo las líneas de los
meridianos, en abierto contraste con las del Viejo Mundo, que lo hacen en la de
los paralelos. Este dato, como expliqué en su día[1], condiciona fuertemente
los procesos históricos y les da una orientación diacrónica diferente que actúa
como especie de guión que va presentándonos, de manera sucesiva, los distintos
actos de las últimas fases de una obra gigantesca que llamamos “Historia Universal”.
La
Península Ibérica fue, como hemos dicho, en los siglos XV y XVI “el motor de
arranque del mundo moderno” y en los XVII y XVIII la bisagra intercontinental
que articuló y vinculó orgánicamente al Occidente Europeo con el Nuevo Mundo y
con los imperios del Extremo Oriente asiático. Otros países vinieron después
para tomar el relevo y seguir escribiendo así las nuevas páginas de esta obra
dramática.
Pero
cuando los imperios ultramarinos de la segunda generación (ingleses,
franceses y holandeses) relevaron a los ibéricos no ocuparon su misma posición
estructural sino una nueva que sepultaba a la anterior como las capas
geológicas más modernas se superponen sobre las más antiguas. En realidad los
viejos imperios español y portugués siguen estando ahí, ocultos bajo las capas
sedimentarias más modernas que los taparon en su día. Y el proceso después ha
continuado. Nuevos niveles, aparecidos en momentos históricos aún más
recientes, han vuelto a superponerse sobre los anteriores. Mientras la
Humanidad siga construyendo, siga evolucionando, seguirá también avanzando el
proceso de ocultación, de sellado, de las fases históricas precedentes.
El
mundo ibérico sigue existiendo. Está vivo pero oculto bajo la superestructura
política que los anglosajones han ido construyendo por encima. Británicos y
norteamericanos sustituyeron a los españoles y los portugueses en sus funciones
más superestructurales, en la coordinación de los flujos comerciales mundiales
y en el liderazgo político planetario. Pero los imperios ibéricos conectaron
con los pueblos extraeuropeos que se integraron en sus formaciones respectivas
a unos niveles más profundos de lo que otros europeos eran capaces de hacerlo.
Ya he descrito en muchos de mis artículos la complejidad estructural que posee
la Península Ibérica, el sistema de escalonamiento de sus valles interiores y
la traducción cultural que esos rasgos morfológicos del relieve -y los paisajes
asociados a ellos- transmiten a sus habitantes: La respuesta multimodal
española.
Por
otra parte, la peculiar Edad Media peninsular nos colocó en la línea del frente
de las dos franjas culturales del occidente del Viejo Mundo que chocaron
durante casi mil años y nos mantuvo durante los quinientos siguientes en la
línea fronteriza de las mismas. Esto tendrá consecuencias irreversibles en el
proceso de cristalización cultural de nuestro pueblo. El “choque de trenes” que
se produjo en el suelo ibérico en la época que denomino “Era de las invasiones
africanas” (1086-1344) elevó la temperatura político-militar en la Península
por encima del punto de fusión y fue capaz de soldar sus elementos
constitutivos de una manera que no se ha dado en ningún otro lugar de la
Tierra. La “eclosión del mundo ibérico” (1366-1517) fue protagonizada
por los supervivientes de esa época terrible, que había producido una selección
natural y cultural al más puro estilo darwiniano y forjado una nueva
civilización que veremos en acción por
todo el mundo en la Era de los Descubrimientos Geográficos.
Los
países que crearon los imperios ultramarinos de la Segunda Generación
(Inglaterra, Francia y Holanda) tienen un paisaje mucho más homogéneo, mucho
más simple desde el punto de vista estructural y su historia es muy diferente
de la nuestra. Hemos de reconocer que, tanto en el caso francés como en el
holandés, los españoles ayudamos bastante a elevar su “temperatura de fusión” y
replicar en ellos una parte de nuestras características culturales a través de
los asedios a que los sometimos desde la “camisa de fuerza francesa”, pero
estamos hablando de un proceso de doscientos años en el caso francés (a los que
habría que sumarles el “asedio inglés” de la Guerra de los Cien Años) y de un
siglo escaso en el holandés.
Cuando
recordamos el “trauma” que a los ingleses les produjo la Armada Invencible
y vemos la cantidad de libros y de documentales que ha producido, con toda una
mitología asociada, no podemos dejar de esbozar una sonrisa. ¿Se imaginan en
Inglaterra una invasión de la envergadura de la de los almorávides o de los
almohades? ¿Se imaginan el juego que la fábrica de propaganda anglosajona le
hubiera sacado a la batalla de Sagrajas o Las Navas de Tolosa? En
el país del rey Arturo o de Robin Hood ¿Qué podrían haber hecho con un Alfonso
VI, Alfonso I el Batallador, Fernando II de Aragón, Alvar Fáñez, Gerardo
Sempavor, Ib Mardanis, Al Motamid, Abderramán I, Bernardo del Carpio, Sisnando
Davídiz, Rodrigo Díaz, Ambrosio Bocanegra...?
Creo
que podemos poner a los ingleses como ejemplo de “fusión en frío” frente a la
“fusión en caliente” ibérica. Bueno, llamémosle mejor “fusión templada”, porque
si no nos quedaremos sin adjetivos para describir la norteamericana, que
tendríamos que denominar “gélida” o con algún otro término equivalente.
Hay
un contraste brutal entre los procesos de cristalización cultural que se
produjeron en Inglaterra y en la Península Ibérica. También en las
características del relieve de ambos países, en la climatología y en el
paisaje. Ambos espacios geográficos estaban llamados, por su propia posición
periférica dentro del contexto europeo, sus relativas insularidades y su fuerte
proyección atlántica, a liderar la expansión “eurífuga” del Extremo Occidente
del Viejo Mundo sobre los espacios trasatlánticos y, a su través, sobre el
resto de mundos remotos. Este proceso debía producirse cuando se alcanzase el
nivel tecnológico correspondiente y la situación política estuviera madura.
La
Península Ibérica, además, estaba condenada a ser la pionera porque se hallaba
situada en una zona de transición ecológica (lo que no ocurre en el caso
inglés), fenómeno que -como vengo diciendo desde hace tiempo- acelera la
evolución de los procesos históricos y genera brutales tensiones políticas,
militares y culturales. Este hecho, sumado a la compleja orografía de nuestro
país que funciona como un verdadero amplificador cultural, dotándole de una
formidable profundidad estratégica y, por si lo dicho no fuera suficiente, la
rotación de los vientos atlánticos, que facilita la navegación a vela desde
nuestras costas suroccidentales en dirección suroeste, que nos empuja
directamente hacia las dos puertas de la “Autopista de los Alisios” (Canarias y
Madeira) y nos convierte en el disparadero del cañón mediterráneo.
La
Islas Británicas, más llanas que nuestro país, con un paisaje uniforme, más
insulares todavía y mucho más septentrionales (es decir, situadas mucho más
lejos del meollo de los frentes de combate del Viejo Mundo), situadas en el
extremo noreste del “8” que forman los vientos atlánticos, estaban llamadas a
hacer de antena receptora de los rebotes de los flujos navales creados por los
ibéricos en el Nuevo Mundo. El símil, para los que estudiamos -hace ya tiempo-
la electrónica de las válvulas de vacío, sería que la Península Ibérica hacía
la función de “cátodo” (electrodo emisor) y las Islas Británicas el de “ánodo”
(electrodo receptor) de una corriente que atraviesa el Atlántico en un viaje de
ida y vuelta. En resumen: los ingleses se aprovechan del “rebote” de los flujos
creados por los ibéricos y recogen los frutos del trabajo ajeno. De ahí a
considerar que la divinidad los ha elegido para dirigir el mundo sólo hay un
paso conceptual. Aunque, claro, Dios no los hubiera elegido si los españoles
-antes- no hubieran hecho su parte del trabajo.
El
mecanismo descrito convierte a los británicos, como hemos visto, en los
beneficiarios indirectos del trabajo de los pueblos ibéricos, catapultándolos
hacia la cúspide de los flujos comerciales planetarios y convirtiéndoles en los
administradores supremos de los mismos, lo que sentará las bases históricas
para la construcción del Imperio Británico.
El
proceso histórico seguirá su curso y las clases dominantes españolas, que se
habían puesto al servicio en la profunda Edad Media de los dos poderes
universales (Papado e Imperio), canalizando el impulso expansivo-convectivo
que estaba surgiendo desde el fondo de la sociedades ibéricas y que estalló en
los siglos XV y XVI, proyectándose sobre el telón de fondo del Continente
Transversal, se autoasignarán la función de mantener el vínculo entre los
mundos ultramarinos y la Torre de Marfil europea, asumiendo la función de capataces
del Imperio europeo, cabalgando sobre la sociedad más compleja (desde el
punto de vista estructural, por las razones que expusimos al comienzo) de la
Ecúmene Europea, llegó un momento en el que se sintieron incapaces de seguir
liderando el proceso, por falta de ambición y de proyecto político, y la
complejidad del mismo los apartará del camino, poniendo al frente de éste a un
núcleo dirigente que había ido alimentándose, aprendiendo y creciendo a la
sombra del poder español.
Pero
los anglosajones, en su doble vertiente tanto británica como norteamericana,
desempeñan un rol diferente al de los españoles y no pueden sustituirlos más
que de manera parcial. Son unos especialistas que se han adueñado del puente de
mando y después se han puesto a subcontratar las funciones auxiliares. El
secreto de su éxito se basa en la segmentación y externalización de las tareas.
Puro capitalismo. Como los darwinistas sociales del siglo XIX, conciben el conjunto
como una serie de partes que compiten entre sí y se van desplazando unas a
otras en una lucha por la supervivencia del más apto, en una jungla tecnológica
en la que lo determinante, en última instancia, es el beneficio económico en su
vertiente más monetarista.
Su
estrategia, vista desde el lado español, es oportunista, cortoplacista,
economicista, mecanicista..., tiene un tempo de desarrollo mucho más acelerado
que el de la civilización ibérica y, además, fecha de caducidad muy corta. Los
anglosajones han derrotado a los ibéricos... que jugaban en su misma frecuencia
(es decir, a sus clases dominantes), porque son los mayores especialistas de su
juego capitalista. No tienen competencia jugando al “monopoly”. Pero el mundo
ibérico, como dije hace años, es multimodal y tiene una resiliencia formidable,
posee una extraordinaria profundidad estratégica y un tempo de desarrollo mucho
más lento. Es un enemigo correoso, que teje una malla defensiva compleja que va
enredando a su adversario despacio y lo va frenando hasta que consigue darle la
vuelta a la situación.
Las
nuevas inglaterras (Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, hasta no
hace tanto las propias Sudáfrica y Rhodesia del Sur) tienen fechas de caducidad
(Inglaterra es diferente porque juega en su ecosistema natural, con su
población originaria y, en consecuencia, tiene una vinculación ecológica con su
propio territorio de la que carecen sus descendientes culturales
extraeuropeos). Pero la superestructura de poder mundial anglosajón es mucho
más frágil que cualquiera de sus partes por separado y su hundimiento se está
produciendo ya. Lo estamos contemplando en vivo y en directo.
El
mundo anglosajón tiene una naturaleza mucho más efímera que el ibérico, por
varias razones:
La
primera de ellas es porque es muy dependiente de su
superestructura política y económica. Serán fuertes mientras su cúpula
dirigente lo sea. Llevan más de doscientos años viviendo a la sombra de sus dos
imperios: el viejo (el británico) y el nuevo (el norteamericano). Su
debilitamiento tendrá profundas repercusiones sociales, algunas de las cuales
estamos viendo ya.
La
segunda es que su identidad se ha soldado en frío, en plena
expansión política y militar, con el viento a favor. Los pueblos que han ido
apareciendo en las áreas geográficas extraeuropeas del Imperio Británico
surgieron para administrar o explotar las riquezas de esas zonas. No se
mezclaron con los nativos ni con los deportados que trasplantaron allí durante
el proceso. Los anglosajones extraeuropeos apenas sufrieron en esa expansión
político-militar y, además, tuvieron mucho cuidado en no contaminarse con la
sangre de los que sí lo habían hecho como consecuencia de sus actos. Su red de
solidaridades sociales está montada para sacar el máximo provecho posible a las
oportunidades que se presenten. No está pensada para encarar la adversidad. Se
romperá como consecuencia de las derrotas que sufran por el camino y, como
buenos oportunistas, buscarán entonces nuevas alianzas en función de la
correlación de fuerzas que se dé en cada momento.
La
tercera razón es que los anglosajones extraeuropeos más que
verdaderos pueblos son coaliciones de diferentes grupos humanos en diverso
grado de integración. Estamos hartos de ver como llaman “irlandeses” o
“italianos” a individuos cuyos antepasados llevan viviendo cuatro o cinco
generaciones en territorio norteamericano y que, incluso, han emparentado por
el camino con familias netamente anglosajonas; individuos que, además, han
combatido en varias guerras defendiendo la bandera de las barras y las
estrellas. Como dije hace tiempo:
“En
realidad lo que han hecho [los
norteamericanos] ha sido redistribuir los excedentes demográficos europeos
por toda la geografía de su país. Por el camino se han ido transmutando, han
ido reduciendo su identidad colectiva al mínimo común denominador compartido de
todos los pueblos que han alimentado sus flujos migratorios. Han mantenido la
lengua como uno de esos elementos que los unen porque las de los inmigrantes
eran muy diversas y porque cada uno de esos grupos étnicos se ha diluido por
todo el territorio norteamericano. El inglés era la lingua franca que
todos tenían que aprender para entenderse con los otros y como al final buena
parte de esos inmigrantes se casaban con personas de una procedencia étnica
distinta de la suya, dejaban de hablar su lengua materna en su familia de
destino. Esa es la manera de construir un pueblo compuesto por personas que van
distanciándose rápidamente de sus raíces culturales, rodeados por otras
personas que han tenido que hacer lo mismo y que han perdido referentes,
refranes, gestos, cuentos, leyendas, sabores, sagas familiares… Han simplificado su universo cultural, que cede así protagonismo ante
los elementos más superficiales y más materiales de su existencia.”[2]
Los
propios norteamericanos usan la expresión “melting pot” para referirse a
esa peculiar manera de relacionarse que mantienen entre sí, en función de sus
orígenes geográficos respectivos. Se ve que no basta compartir nacionalidad,
lengua e, incluso, raza, para que consideren que formas parte del grupo. La
identidad de procedencia de cada cual es muy importante y es capaz de
“atravesar el tiempo” y sobrevivir durante varias generaciones.
La
estructura de capas creada por los británicos para gestionar la
diversidad -tanto racial como cultural- de su imperio les permitió en su día
expandirse rápidamente por el mundo sin mezclar sus elementos constitutivos. La
repugnancia anglosajona ante los procesos de mestizaje creó una sociedad de
castas, al estilo del Antiguo Régimen europeo, trasladando hacia el futuro la
resolución de los conflictos que una sociedad tan clasista y tan multirracial
creaba de manera natural. Ese futuro se ha convertido en presente y ha ido
aflorando a lo largo de los siglos XIX y XX.
Antes
hice una referencia a Sudáfrica y a Rhodesia del Sur, metiéndolos en la lista
de las “nuevas inglaterras”. Es evidente que esa denominación, para estos dos
países, hoy ya carece de vigencia, pero sus respectivos procesos históricos nos
pueden ilustrar bastante acerca de la problemática que arrastran estas
sociedades y de las dificultades que encuentran a la hora de gestionar su
propia diversidad. En el futuro veremos reproducirse otros casos semejantes,
cada cual desde luego con sus propios matices diferenciales, en el resto de
países que agrupé bajo ese epígrafe.
Durante
buena parte del siglo XX la sociedad norteamericana ha sido (todavía lo es) la
vanguardia tecnológica del mundo globalizado. Y ha liderado también el proceso
de interiorización cultural de todos los avances técnicos que se han venido
produciendo. Hemos visto a su sociedad transformarse de manera acelerada y
exportar después ese modelo hacia el resto del mundo. Una sociedad puede
evolucionar de muchas maneras, y una de ellas es centrarse en los elementos más
materiales de la existencia como hemos visto. Todo se compra y se vende.
Evolucionar significa, para ellos, inventar máquinas cada vez más sofisticadas
y sumergir el alma humana en su jungla tecnológica. Significa vigilar cada
rincón del espacio en el que se desenvuelven, como el “Gran Hermano” de “1984”
y convertir a cada persona en un especialista de la tarea que se le ha
encomendado, haciéndole olvidar todo lo demás. Han convertido a los hombres en
objetos que están siendo controlados y dirigidos por unas máquinas cada vez más
inteligentes que los abducen, haciéndoles olvidar que la función del
pensamiento es la más específicamente humana de todas las que poseemos.
Mientras
evolucionan en sentido tecnológico, involucionan en sus funciones cognitivas,
simplifican y degradan su sistema de relaciones, criminalizan la vida
cotidiana, multiplican el número de presos, de cárceles y de carceleros. Fabrican
inmensas bases de datos en las que queda registrado todo lo que ocurre, cada
foto, cada grabación de las cámaras que nos vigilan por las calles, cada desliz
que pudimos cometer en el pasado, para recordárnoslo el día en el que mostremos
algún signo de rebeldía. Y mientras ocurre todo esto los humanos se expresan en
términos cada vez más primarios, más instintivos. La gente cada vez grita más y
lo hace más alto. El nivel de agresividad y de miedo no deja de aumentar.
Mientras los sistemas de control no dejan de perfeccionarse, la red de
lealtades sobre la que descansa toda sociedad digna de tal nombre se debilita
por momentos. El miedo mata las solidaridades humanas y convierte en enemigos a
nuestros vecinos.
Volviendo
al hilo de nuestra historia recordamos que estábamos comparando dos procesos culturales enfrentados: el
anglosajón frente al ibérico. De la enumeración que hemos hecho de las
características de uno podemos, en cierta forma, inferir de manera implícita la
del que compite con él.
Primero
hablamos de la fusión en caliente ibérica frente a la templada británica y la
fría norteamericana. Hace tiempo que venimos sosteniendo que la Civilización
Hispana cristalizó, en términos culturales, durante la época de las “invasiones
africanas” (1086-1344). Desde entonces ha llovido bastante. Durante esos 258
años nuestro pueblo contuvo, en términos militares y, también, políticos y
culturales, tres poderosas invasiones (almorávides, almohades y benimerines).
Las dos primeras debieran figurar en la lista de las más potentes que hayan
tenido lugar en Europa a lo largo de su historia. Si no ha sido así es porque
fueron frenados en seco en nuestro país y, en consecuencia, el resto de pueblos
europeos, situados a retaguardia, no llegaron a ser conscientes del peligro que
tenían ante sí. Para situarnos en ambiente les mostraré algunos mapas
históricos que estoy seguro que sorprenderán a algunos:
Imperio Almorávide
Imperio Almohade
Imperio Meriní (benimerines)
Como
dije hace tiempo, la gente suele creer que los musulmanes invadieron España una
sola vez (la del 711). Pero esa primera invasión, comparada con las que acabo
de mostrarles, fue un juego de niños. El número de combatientes que entraron
en España en 1086 multiplicó por varios dígitos al del 711 y los almohades,
a principios del siglo XIII llegaron a situar en nuestro país el ejército de
ocupación (en términos relativos, dada la población que había en nuestro país),
con diferencia, más masivo de toda nuestra historia. Repito ¡¡de toda
nuestra historia!!
¿Por
qué aguantaron tales embestidas nuestros antepasados? Pues sencillamente porque
llovía sobre mojado, porque esta vez no les pilló por sorpresa y se habían
estado preparando para ellas durante varios siglos. En realidad la historia de
la Península Ibérica desde el 711 hasta el 1344 nos recuerda a la famosa
película del “Día de la Marmota”. La misma historia se repite de manera
cíclica, con un siglo de distancia temporal, más o menos, entre una y otra,
consiguiendo hacer que lo que al principio sorprendía, se terminara grabando en
el subconsciente colectivo y acabara provocando respuestas automáticas en toda
la estructura social. La gente ya sabía lo que tenía que hacer cuando volvía a
suceder.
La Historia de España entre 711 y 1344 es una
sucesión de ofensivas musulmanas y contraofensivas cristianas, siguiendo un
modelo cíclico que, visto desde el lado cristiano, describí hace tiempo:
· Fase 1: Repliegue
general hacia las líneas de resistencia posibles, para contener el avance
de los invasores.
· Fase 2: Encastillamiento.
Consolidación de las líneas de defensa.
· Fase 3: Hostigamiento
paulatino a los puestos avanzados de sus enemigos y a los grupos que se han
quedado momentáneamente desconectados, para ir tomando el pulso a la
consistencia real del adversario.
· Fase 4: Recuperación
de los espacios que su adversario no es capaz de defender de manera eficaz.
Presión en todos los frentes que obliga a éste a sostener un costoso
dispositivo militar cuyo mantenimiento se vuelve cada vez menos sostenible.
· Fase 5: Ofensiva
general. Cuando se rompen las líneas del oponente. Fusión de los diferentes
estados en unidades políticas mayores.[3]
El volumen de combatientes que participaba en
cada nuevo ataque y/o contraataque no dejó de incrementarse en cada nuevo
ciclo. El punto de inflexión lo marcará la batalla de Las Navas de Tolosa
(1212), la más masiva de toda la Historia de España, y una de las más masivas
de la historia europea.
Después de 1212 los musulmanes, sencillamente, ya
no podían movilizar a más combatientes sin cambiar, de manera profunda, su
modelo social. Era una sociedad muy jerarquizada y clasista, bajo ningún
concepto estaban dispuestos a armar y adiestrar a su propio campesinado, que
era lo único que podían hacer para contener el aluvión que se les venía encima
desde el norte.
Las invasiones norteafricanas en la Península
Ibérica empezaron a producirse cuando los cristianos del norte peninsular
quebraron el poder militar andalusí, a lo largo del siglo XI, a partir de la Revolución
Cordobesa de 1009. En ese momento cayó el Régimen Amirí (977-1009),
que representa la fase más violenta y autoritaria del Califato de Córdoba
(929-1031). El más sanguinario de los dirigentes de este régimen, Muhammad
Abi Amir (al que los cristianos llamaron Almanzor), lanzó en un período
de 25 años (977-1002) 56 campañas guerreras contra el norte peninsular,
saqueando todas sus ciudades, esclavizando a decenas de miles de personas,
incendiando campos, llevándose toda la riqueza que pudiera ser transportada y
desestructurando socialmente a los territorios más expuestos desde el punto de
vista militar.
Como consecuencia, en esas áreas más expuestas
(el Condado de Castilla y las tierras de la Extremadura altomedieval, que no
debemos confundir con las que hoy reciben esa denominación) surgirá un nuevo
modelo social que será el que, con el tiempo, termine barriendo el poder
andalusí y, más adelante, todas las estructuras de poder musulmanas de la
Península Ibérica, aunque estuvieran respaldadas por sus correligionarios del
otro lado del Estrecho. Es entonces cuando apareció el mundo de la frontera,
que ya describí hace tiempo[4] y que aporta una gran
novedad histórica a la que sólo un puñado de historiadores han hecho
referencia: La democracia municipal de la Extremadura medieval española
Como estamos hablando de la profunda Edad Media
todo el mundo da por supuesto que aquella era una sociedad feudal. Pero si les
dijera que en los municipios de la Extremadura (llamados “concejos”) se elegían
en asambleas abiertas en la plaza del pueblo a los alcaldes, a los jueces, a
los comandantes del ejército y se reclutaban, entre los campesinos del lugar, a
las milicias ciudadanas que durante la Plena y la Baja Edad Media aportaron,
según las épocas y las coyunturas, entre el 60% y el 80% del volumen total de
combatientes que plantaron cara a todos estos invasores. Si les contara que en la batalla de las Navas de Tolosa (1212)
participaron el 10% de todos los varones adultos del reino de Castilla (45.000
hombres, de un país de 2 millones de habitantes), tal vez pudieran empezar a
entender por qué una vez superada esta época oscura el mundo ibérico
estallaría, abriría la época de los Descubrimientos Geográficos,
cruzaría los mares y se repartiría por el resto del planeta, cambiando para
siempre la Historia de la Humanidad.
El mundo ibérico se forjó en medio de la
adversidad, plantándole cara a
poderosos adversarios, y fue la sociedad, no el estado, la que se puso al
frente de esa lucha, la que fue empujando hacia el sur las líneas del
frente, la que atravesó los mares, se mezcló con los pueblos de ultramar y se
fusionó con ellos, convirtiéndose en la levadura de una nueva sociedad cuyo
impulso vital desencadenaría un proceso que terminaría cambiando todas las
relaciones de poder del planeta Tierra.
Sobre el proceso histórico desarrollado por el
Imperio Español en América se han publicado miles de libros que lo han
presentado desde todos los puntos de vista posibles. Pero yo quisiera poner el
énfasis en la evolución de las variables demográficas a lo largo del tiempo,
porque más allá de las valoraciones morales o políticas, a las que tan
aficionado es un sector importante de la bibliografía, si queremos entender lo
que está pasando, lo idóneo es ponerse a estudiar los datos objetivos y
mensurables:
“El número total de
blancos, en el conjunto del Virreinato de la Nueva España, era de 63.000 en
1570, 600.000 en 1759 (240 años después de la llegada de Cortés a México) y de
un millón en 1800. Se estima que la población indígena era de unos 10 millones
de habitantes en el siglo XVI, 8 en el XVII, 7 en el XVIII y 3,5 en el XIX. Los
mestizos, por su parte son 1,5 millones a principios del siglo XIX. Los negros
nunca sobrepasaron la cifra de 20.000. En 1800 la población de la España
peninsular era superior a la población total de este virreinato y no demasiado
inferior a la suma de todos los habitantes de los virreinatos americanos del
Imperio español.
Como comparación
diremos que la población de las trece colonias inglesas que terminarían dando
origen a los Estados Unidos de Norteamérica tenían 210.000 habitantes en 1690 y
2.121.376 habitantes en 1770 -de los cuales 1.664.279 eran de raza blanca (78,5
%) y 457.097 de raza negra (21,5 %) y esclavos en su inmensa mayoría.
(http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/1637.htm 26/1/2009)-.
Detrás de la poderosa expansión demográfica de este país no sólo se encuentran
los disidentes religiosos ingleses de los siglos XVII y XVIII, sino buena parte
de los excedentes de población de todo el continente europeo, así como gran cantidad
de negros africanos obligados a cruzar el Atlántico y a trabajar para los
aristócratas blancos instalados en los territorios más meridionales de aquellas
colonias. Podemos decir que tenían a todo un continente detrás. Esta potencia
expansiva imprimió un ritmo vertiginoso a los procesos históricos que tuvieron
lugar en Norteamérica, creando una sociedad con un “tempo histórico” más
acelerado.”[5]
[...]
“El avance de los
cristianos por la Península Ibérica fue un proceso de acumulación de fuerzas.
El de los españoles en América la continuación de ese impulso medieval. Es un
crecimiento vegetativo, endógeno, de replicación biológica. Tiene su propio
ritmo que no viene marcado por sucesos ajenos. Los 63.000 blancos que había en
la Nueva España en 1570 eran 600.000 en 1759 (casi 200 años después). Seguían
siendo pocos, pero se habían multiplicado por diez. Eso sí, en 200 años, pero
en fase de Antiguo Régimen demográfico. Durante ese tiempo habían estado
recibiendo refuerzos peninsulares, pero eso era una lluvia fina que aportaba
unas decenas de miles de habitantes en cada generación y no provocaba cambios
significativos en el tejido social.
Una parte
importante de los 600.000 de 1759 descendían de los 63.000 de 1570. ¿Cuántos de
los 2,1 millones de norteamericanos de 1770 descendían de los 210.000 de 1690?
¿Cuántos de los 300 millones actuales descienden de esos 2,1 de 1770? Durante
varios siglos los anglos se supone que han tenido un crecimiento demográfico
espectacular, muy superior al de los hispanos. En realidad lo que han hecho ha
sido redistribuir los excedentes demográficos europeos por toda la geografía de
su país. [...] El mundo anglosajón se extendió por América
de esa manera. [...] Poco a poco,
conforme fue avanzando el siglo XX, el impulso migratorio europeo se fue
secando y fue siendo reemplazado por el de pueblos de otras procedencias
geográficas: asiáticos e iberoamericanos fundamentalmente. Los primeros vienen
de países más lejanos tanto desde el punto de vista geográfico como desde el
cultural, y entre ellos también hay grandes diferencias. Pero los
iberoamericanos son sus vecinos del sur desde hace siglos.”[6]
Un poco más arriba he dicho que en la Edad Media
española fue la sociedad, no el estado, la que sostuvo la presión militar en
las líneas del frente. Presión militar que era la traducción de la presión
demográfica que había por detrás y, también, de una verdadera revolución social
que estaba teniendo lugar en “el mundo de la frontera”. Ese proceso continuará
al otro lado del mar después de 1492:
“El descubrimiento y conquista
del continente americano [...] tuvo lugar de una manera muy diferente a
las llevadas a cabo por el resto de pueblos colonizadores. Lo primero que hay
que resaltar es que la iniciativa siempre la llevó la sociedad: Recordemos cómo
se produjo éste: un individuo particular -que ni siquiera era súbdito de los
reyes de España- se presenta en la corte con un proyecto que, supuestamente,
abrirá a la conquista española un nuevo continente. Y pide a cambio
financiación, exclusividad, respaldo político y señorío sobre las tierras que
descubra y conquiste, para él y para sus descendientes. [...] Esta primera negociación colombina con los
monarcas sirvió de patrón a las que vinieron después. En las siguientes, un
particular propone a estos explorar y conquistar una región determinada del
continente, en nombre del rey. En el compromiso quedan reflejados unos límites
geográficos y también temporales para llevar a cabo la conquista. El individuo
en cuestión se responsabiliza, además, de la financiación y el reclutamiento de
los hombres necesarios para llevar a cabo el proyecto. La aportación económica
suele correr a cargo de socios capitalistas, que asumen un riesgo elevado a
cambio de una expectativa de negocio igual de elevada. A la corona le sale
prácticamente gratis la conquista y libre, además, de quebraderos de cabeza. Y
sin embargo obtendrá, por el hecho de haber autorizado la operación, el derecho
a nombrar funcionarios que verifiquen el cumplimiento de lo pactado y cobren el
“quinto real” de todos los beneficios.
En la aventura americana la
corona siempre fue por detrás, recogiendo los frutos del esfuerzo de miles de
hombres de acción que vieron en ese continente una Nueva Frontera, al estilo de
la que habían conocido en la Península Ibérica pero mucho más blanda y
dilatada. Acostumbrados a batirse con enemigos implacables, no les resultó
difícil ponerse al frente de vastas coaliciones indígenas para derribar a los
grandes imperios prehispánicos. Guerreros natos, maestros de la improvisación y
de la adaptación a los medios más diversos y acostumbrados a vivir sobre el
terreno, parecía que la “Reconquista” hubiera sido un ejercicio de
entrenamiento diseñado expresamente para preparar el asalto al Nuevo Mundo.”[7]
Vemos, por tanto, como las iniciativas de carácter expansivo, en el mundo
hispánico, siempre parten de abajo, vienen del fondo de la sociedad, es una fuerza convectiva y endógena. Por detrás viene el estado,
intentando canalizar ese impulso vital. El mismo estado que, desde hace casi
mil años, ha mantenido una alianza estratégica con la cúpula de la
superestructura del Occidente Europeo: Los dos poderes universales en la Edad
Media (Papado e Imperio), Francia durante el siglo XVIII, La Santa Alianza en
la primera mitad del siglo XIX... etc. y la Unión Europea y la OTAN a día de
hoy (a este lado del Atlántico). La OEA y otras instituciones paralelas en su
orilla occidental.
Y, sin embargo, esa superestructura política
nunca fue capaz de frenar el despliegue de la Civilización Hispana por el mundo.
Esa poderosa fuerza convectiva que surge desde abajo y que ha cambiado la
Historia de la Humanidad. Recordarán que también hablé, hace tiempo, de la “dualidad
esencial de la sociedad española”[8],
de esa tensión interna entre la
España real y la oficial, de un proyecto de civilización grabado a fuego en el
subconsciente colectivo, sepultado y contenido tras los discursos de una clase
dominante que repite las modas, las apariencias y los
lugares comunes que nos llegan desde el norte, de más allá de los Pirineos.
Ya vimos como a
principios del siglo XIX esas clases se pusieron a las órdenes de los ejércitos
napoleónicos[9]
y fueron las nuevas milicias populares, llamadas ahora “guerrillas”, las que
expulsaron a los invasores, como en la Edad Media, como en la Guerra de
sucesión española (1701-1713). Pero esa traición de los dirigentes quebró la
estructura de poder imperial, y se llevó por delante al Imperio Español, sustituido por las repúblicas independientes que
abrirían una nueva etapa en el desarrollo de la Civilización Hispana. No era la
primera vez que los dirigentes rompían la unidad política en plena ofensiva de
los ejércitos enemigos.
Durante
los siglos XIX y XX hemos visto hemos visto a los anglosajones aprovechar el
hundimiento de la estructura política del Imperio español para lanzar una
ofensiva general contra el mundo hispano. Pero, también, como se ha empezado a reconstruir las líneas de defensa, siguiendo un patrón
de respuesta cultural atávico. El mundo ibérico tiene, como ya dije, una extraordinaria
profundidad estratégica y una formidable resiliencia. Y está articulando, de
facto, una respuesta convectiva, que viene desde el fondo de la
sociedad y que, si tenemos en cuenta los antecedentes históricos que hemos
esbozado brevemente, tiene un gran recorrido por delante.
Una
respuesta convectiva y multimodal, de ámbito continental, surgida en el corazón
del “Continente Transversal”. Es una
mezcla explosiva (como la ibérica del siglo XV) diseñada para vertebrar el resurgimiento
de un nuevo estallido cultural y político. La
culminación de un proyecto de civilización.
[2] Los Estados Unidos de
Norteamérica: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/06/los-estados-unidos-de-norteamerica.html
[4]
“Los hombres de la frontera” ( http://polobrazo.blogspot.com/2012/03/los-hombres-de-la-frontera.html ) y “Un siglo
trascendental” ( http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/01/un-siglo-trascendental.html
)
[5]“El
despliegue continental”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/12/el-despliegue-continental.html (nota al pie nº 2).
[6] Los Estados Unidos de Norteamérica: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/06/los-estados-unidos-de-norteamerica.html
[9] “La
liquidación del Imperio español”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/11/la-liquidacion-del-imperio-espanol.html