jueves, 30 de mayo de 2013

El comienzo de un nuevo tiempo



El vacío de poder creado por la invasión de las fuerzas napoleónicas en España y el desarrollo de la resistencia popular contra ellas, durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) creó las condiciones para la aparición de los diferentes movimientos emancipadores en Hispanoamérica.

Las juntas que se fueron creando por toda la América española a partir de 1810 no fueron más que la trasposición, al otro lado del mar, del modelo organizativo que estaban desarrollando en la Península las juntas provinciales, que coordinaban como podían la resistencia contra el invasor.

Y si en España esta guerra fortaleció, en general, a buena parte de los poderes locales, en América lo hará con mucho mayor motivo aún, dada la enorme extensión territorial del Imperio y la mayor complejidad étnica que presentaba.

En nuestro artículo anterior dijimos que la Junta Central, que coordinaba la acción de las fuerzas que luchaban contra los franceses

El 29 de enero de 1810, desacreditada por las derrotas militares, se disolvió y dio paso a una regencia, ejercida en nombre de Fernando VII. Para reforzar su posición institucional y adquirir mayor legitimidad, la regencia decidió convocar Cortes y tras un intenso debate acordó que fueran unicamerales, y electas por sufragio censitario (sólo podían votar quienes tuvieran un determinado nivel de renta) e indirecto. Se reunieron por primera vez en Cádiz, en la Isla de León, el 24 de septiembre de 1810.”[1]

Las Cortes de Cádiz decían representar “a los españoles de los dos hemisferios”, y a todos ellos los convocaba para defender a la “nación española” en aquél crítico momento. Como respuesta a ese llamamiento vemos constituirse a las juntas de Buenos Aires, Caracas, Montevideo...

A partir de entonces los acontecimientos se precipitan. En unos lugares fue la aparición de enviados del rey José el factor que desencadena el enfrentamiento entre patriotas y afrancesados, en otros se actúa siguiendo las directrices que vienen desde Cádiz. Los ingleses, por su parte, se muestran especialmente activos en difundir por América las noticias de la resistencia de los peninsulares contra Napoleón. En principio se decantan por respaldar a la junta gaditana y sus directrices (necesitan su apoyo en las acciones militares que están llevando a cabo tanto en España como en Portugal), pero pronto se ve que su estrategia apunta hacia la independencia de las provincias americanas.

No entraremos en el relato pormenorizado del desarrollo del proceso independentista de las diferentes repúblicas, complejo, diverso, en el que se da una casuística infinita, y donde los realistas no siempre estuvieron a la defensiva, dándose poderosos contraataques, con frecuencia con importantes apoyos nativos (no sólo defendieron al rey los peninsulares, también lo hicieron muchos americanos, tanto indígenas como criollos). A grandes rasgos podemos decir que hasta 1820 los dos virreinatos más antiguos (el de Nueva España y el del Perú, ambos del siglo XVI) se mantienen leales a la corona, mientras que en los más recientes (el del Río de la Plata y el de Nueva Granada -los del siglo XVIII-) triunfan las fuerzas independentistas desde el primer momento. Serán estos dos núcleos los que lideren esa lucha.

Desde las actuales Venezuela y Colombia, Simón Bolívar se pondrá al frente de de los ejércitos de la Gran Colombia. Mientras tanto, desde Buenos Aires, será José de San Martín el que encabece a los rebeldes más meridionales. La situación se mantendrá muy abierta y fluida durante toda la década que va desde 1810 hasta 1820. Durante ese tiempo se alternan las ofensivas de los independentistas con las de las fuerzas realistas, y cualquier posible desenlace militar parece viable, tanto a favor de un bando como del contrario.

Pero el pronunciamiento -en Las Cabezas de San Juan (Sevilla)- del Coronel Rafael de Riego, el 1 de enero de 1820, será decisivo en el desenlace de la contienda. La llegada al poder de los liberales en España y y el relativo vacío de poder que volvió a producirse en España durante el trienio 1820-1823 permitió que tanto los ejércitos de Bolívar como los de San Martín se precipitaran sobre el Virreinato del Perú y que ambas fuerzas se encontraran allí a mitad de camino, “liberando” Chile, Perú y Bolivia (Paraguay y Uruguay eran independientes de facto desde 1810, a la sombra de la junta bonaerense).

La Gran Colombia se descompondrá, poco después, en las actuales repúblicas de Ecuador, Colombia y Venezuela.

En el norte, cuando el virrey de Nueva España, el conservador Agustín de Iturbide, vio a los liberales al frente del gobierno español será él el que anuncie la independencia de México, donde será proclamado “emperador”. Así pues, en este país, la independencia fue -paradójicamente- obra de los realistas. Poco después se le segregarán -por el sur- las “Provincias Unidas del Centro de América”, que se subdividirán -a su vez- en 1838, en las actuales Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Panamá será colombiana hasta 1903. La actual República Dominicana -que España cedió a Francia en 1795- se independizará ¡¡de Haití!! en 1844. Cuba, Puerto Rico y Filipinas aún mantendrán su vinculación política con España hasta la Guerra hispano-norteamericana de 1898.

Acerca de la independencia de las provincias españolas de América podemos hacer todas las valoraciones morales que nos apetezcan, y que serán –lógicamente- reflejo de nuestra propia posición ideológica y/o procedencia geográfica. Visto el asunto a dos siglos de distancia no nos queda hoy, independientemente de cuál sea nuestra valoración del asunto, más que aceptar los hechos que el tiempo ha consumado y no tienen, por tanto, vuelta atrás.

Pero es obvio que la élite dirigente española que consideró que cambiar la Luisiana por el reino de Etruria -en Italia- era un acuerdo ventajoso, que le pareció bien romper Portugal en tres trozos (uno para Francia, otro para España y otro para Godoy), que puso a la armada española a las órdenes de un almirante francés en 1805 o que dejó entrar a más de 100.000 soldados galos pacíficamente en España, con la excusa de que iban a conquistar Portugal… esa clase dirigente –repito- no merecía gobernar en ningún país ni, mucho menos, dirigir un imperio. Esos dirigentes no eran tales.

En política todos los vacíos se cubren, más bien pronto que tarde, y aquél vacío que se produjo en España (el de 1808 fue político, pero era consecuencia de un vacío intelectual muy anterior a él) lo cubrieron las clases populares en unos lugares y las oligarquías locales en otros. Y en la América española tuvieron como consecuencia la aparición de las actuales repúblicas hispanoamericanas. En ese sentido no hay más que reconocer que las fuerzas independentistas hicieron lo que tenían que hacer en aquella situación, ante la absoluta dejación de responsabilidades que el poder imperial español venía haciendo desde el cambio de siglo, por lo menos. 

En realidad el Imperio español en América, como dije otro día, no había sido construido por el estado sino por la sociedad española. Los conquistadores eran “empresarios armados”[3], como Restall los calificó, que actuaron por su cuenta y riesgo. Eran legiones de hidalgos que buscaron en América una vía de ascenso social. Estos individuos fueron los antepasados de los criollos que se alzaron en armas contra la corona española. Eso podía haber ocurrido en cualquier otro momento posterior a la conquista. De hecho si Cortés no hubiera sabido neutralizar a las fuerzas de Narváez, consiguiendo que se unieran a él tal vez el conquistador de México podía haberse convertido en el primer gobernante independiente de un país de Hispanoamérica. Hubo conquistadores que actuaron como verdaderos monarcas dentro de su propia jurisdicción. Si no rompieron con España fue porque ni a ellos ni a la corona les interesó, porque supieron encontrar un modus vivendi que les permitió reforzarse mutuamente.

Mientras en Europa los imperios que constituían el “Cordón Sanitario Europeo” (España, Austria y Rusia) se dedicaban a proteger la ecúmene de la agresión turca, dejaban expedito el camino a la expansión de los imperios ultramarinos europeos de la “segunda generación” (Inglaterra, Francia y Holanda), a la que poco después se les unirían las nuevas y flamantes “naciones” que acababan de surgir en Alemania y en Italia. El desgaste sufrido por los primeros durante toda la Edad Moderna permitió, durante el siglo XIX, alcanzar la independencia a las colonias españolas y portuguesas en América y a los países balcánicos en Europa. Aquellas abrirán la Caja de Pandora. Y la Primera Guerra Mundial representará el último acto de este proceso en lo que a los turcos y los austriacos se refiere. Ciertamente a esas alturas de la historia era ya evidente que sus estructuras políticas no estaban preparadas para resistir un ataque en toda regla de las nuevas fuerzas imperiales. Se acababa de consumar el penúltimo relevo en el liderazgo político mundial. Algunos extrajeron de esos acontecimientos como conclusión la existencia de una especie de predestinación cuasi genética que empujaba a unas determinadas razas o culturas a imponerse sobre las otras, siguiendo una especie de plan divino. Paradójicamente los designados ahora eran los bárbaros de hace dos milenios, o sea que el hipotético Dios que ha señalado con el dedo a sus elegidos cambia de opinión con relativa frecuencia.

Pero miren por dónde el destino que siguieron españoles, turcos y austriacos entre 1810 y 1918, lo sufrirían los ingleses, franceses y holandeses después de la Segunda Guerra Mundial, y los soviéticos en la década de los 90 del siglo XX. Aún no sabemos cuando les llegará el turno a los norteamericanos, pero evidentemente llegará.

A estas alturas de la Historia, la desintegración del Imperio español no nos parece tan catastrófica como en su día fue percibida por las fuerzas políticas que la sufrieron. Es una realidad ya interiorizada y consolidada que quedó fuera, hace tiempo, del debate político. En cualquier caso, en la Era de la Democracia no se nos ocurre como podrían haberse conciliado Democracia e Imperio en unos espacios geográficos tan vastos. Desde ese punto de vista las dimensiones internas del conjunto de países que reemplazaron a aquél conglomerado político parecen más idóneas para enfrentar los retos que planteaban las siguientes fases de su proceso de evolución histórica.

La independencia de las repúblicas iberoamericanas fue precipitada por el vacío político que creó la invasión de la Península Ibérica por parte de las tropas napoleónicas pero, en cualquier caso, tenía que haberse producido a lo largo del siglo XIX o la primera mitad del XX. Si al Imperio español le hubiera dado tiempo a reorganizarse, tras la citada invasión, las fuerzas independentistas hubieran tenido que hacer frente a un ejército poderoso y el conflicto habría sido posiblemente mucho más largo, correoso y sangriento. 

En realidad no perdimos el imperio porque fuéramos más retrógrados que los demás o menos capaces de mantenerlo unido -tal y como pensaron nuestros antepasados, aunque nuestros gobernantes ayudaron bastante- sino, sencillamente, porque estábamos en una fase de la evolución histórica más madura históricamente que el resto: Los que madrugaron a la hora de construir su imperio también lo hicieron a la hora de perderlo. En su momento los políticos que vivieron esa pérdida y los intelectuales que la percibieron como un verdadero drama nacional estaban comparando a un imperio en descomposición con otros que se hallaban en la cúspide de su poder, lo que -desde este lado de la orilla- se vio como algo humillante[4]. Pocos consideraron entonces –aunque también los hubo[5]- que lo que estos hechos reflejaban era que la familia hispana había madurado ya lo suficiente como para que sus hijos pudieran emanciparse y comenzar así su particular andadura histórica.

Doscientos años después esos acontecimientos se nos presentan como el punto de partida de una gran familia de pueblos que comparten un inmenso bagaje cultural y espiritual. Cuando los españoles viajan por Hispanoamérica no se sienten extranjeros allí y lo mismo podemos decir a la inversa. El creciente proceso de integración al que el mundo actual se encuentra sometido y que hemos dado en llamar Globalización, al obligarnos a todos a trascender el estrecho marco de la vieja nación-estado, nos hace redescubrir a nuestros hermanos que hace dos siglos decidieron vivir por su cuenta pero que construyeron su casa no demasiado lejos de la nuestra. En la era de Internet los jóvenes hispanoamericanos están descubriendo que la vastedad de lo hispano no es ninguna rémora sino, por el contrario, una fuente de oportunidades; que pese al atraso relativo que nuestros pueblos acumulan, debido a la histórica subordinación estructural en que hemos vivido con respecto a los centros de decisión del mundo occidental, nuestra compacta identidad compartida se convierte en una ventaja comparativa.

A estas alturas de la historia las diferencias regionales que el mundo hispánico nos presenta se convierten en diferentes nichos a explotar dentro del ecosistema de un mundo globalizado. Cada país tiene sus propias especificidades que, si sabe aprovechar, se pueden convertir en ventajas comparativas y transformarse en el motor de su propio desarrollo. La integración económica y sociológica de la región se ve poderosamente favorecida por la existencia de una lengua y de unas tradiciones culturales compartidas. Toda la zona puede convertirse muy pronto en un crisol de pueblos cuya avanzadilla ya podemos ver en los Estados Unidos de Norteamérica, donde millones de hispanos, de diferentes orígenes, se están encontrando cada día en sus calles y construyendo una nueva identidad que trasciende a las que cada cual traía. Lo que está claro es que el pasado que compartimos, con sus luces y sus sombras, es hoy un regalo inesperado. De lo que se trata ahora es de ponerse en marcha, de construir nuestro futuro y olvidarse de las discusiones bizantinas. En esa onda, desde luego, están las jóvenes generaciones.

La última generación ha representado una transformación radical en el paisaje iberoamericano. Hemos visto caer, una tras otra, a las distintas dictaduras militares que atenazaban el continente, consolidarse los regímenes democráticos en los países que las sufrieron, contemplado la creciente pérdida de influencia económica norteamericana en la región y la aparición y/o consolidación de nuevos actores en la escena. Hemos visto surgir poderosas corporaciones transnacionales endógenas en ese contexto y producirse un importante crecimiento económico. Han aparecido nuevos liderazgos y hemos podido observar como su influencia política y económica empieza a sentirse en otras zonas del mundo. Se ha fortalecido la identidad común de los pueblos de origen ibérico y ese sentimiento se está proyectando a través de nuevas instituciones colectivas que los representan. Hemos visto –también- incrementarse, de forma espectacular, las migraciones dentro de la región y también hacia fuera.

Las naciones más desarrolladas de Iberoamérica están abriéndose camino en el nuevo mundo en ciernes que está surgiendo y piden paso en la primera división global. Brasil, Méjico, España, Chile, Colombia, Argentina, Portugal… pisan cada vez más fuerte en los diferentes foros internacionales. Pero, más allá de los méritos que puedan acreditar cada uno de estos países por separado, el conjunto desprende una sensación de vitalidad, de dinamismo, de energía interior, de consistencia, que los refuerza mutuamente y los convierte en una fuerza emergente que puede resistir la comparación con cualquiera de los grandes países de Asia. Estamos hablando de un conglomerado de 600 millones de personas repartidas por un territorio de 20 millones de kilómetros cuadrados, con una densidad de población media de 30 habitantes por kilómetro cuadrado (Muy lejos por tanto de los 330 de Japón, 320 de la India, 135 de China, o los 120 que presenta la media europea –excluyendo a Rusia-). También de una de las áreas culturales más compactas del planeta.

Quizá no seamos conscientes, pero está naciendo una nueva civilización entre los pueblos de origen ibérico. Aunque de eso hablaremos otro día.




[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Cortes_de_C%C3%A1diz.

[3] “La Nueva Frontera”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/12/la-nueva-frontera.html

[4] También han tenido una difícil digestión las pérdidas imperiales en Inglaterra y en Francia. Evocar el proceso que condujo a la independencia de Argelia sigue siendo doloroso en este último país y algo parecido sucede en el primero en el caso de la India.

[5] El representante más destacado de este grupo fue, sin duda, el general Riego, que tuvo una participación decisiva en el desarrollo de los acontecimientos. El trienio liberal (1820-1823) -que él inspiró- fue determinante para la consolidación de las jóvenes repúblicas hispano-americanas. La posterior actuación de las fuerzas absolutistas no debe hacernos olvidar que en el momento más crítico de la lucha por la independencia de estos jóvenes países hubo un gobierno en España que no vio en ellos a un enemigo al que había que combatir sino, por el contrario, a unos luchadores por la libertad que peleaban en el mismo bando que los liberales de la Península.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Un momento crítico


 Manuel Godoy - Cuadro de Goya

 La Guerra de la Independencia Española (1808-1814) constituye el momento más crítico de nuestra historia desde la invasión de los almorávides (1086-1148). Y representa la quiebra de un modelo, el fin de la España imperial.

La coyuntura de aquél histórico momento tuvo la virtualidad de poner en evidencia las miserias de nuestra estructura política. Al igual que en el 711, cuando el estado visigodo se pasó, en buena medida, con armas y bagaje al bando de los invasores musulmanes, en 1808 el Despotismo Ilustrado borbónico hizo lo propio con sus primos de más allá de los Pirineos. La dependencia cultural con respecto a Francia que se había desarrollado durante todo el siglo XVIII, que se apoyó a su vez en la tradicional dependencia intelectual de las clases dominantes españolas durante el último milenio con respecto a los patrones continentales, unida a la servil actitud histórica de nuestros dirigentes con los poderes imperiales europeos y que me llevó a definirlos en su momento como los capataces del Imperio[1], terminaron de hacer el trabajo para el que habían sido programados allá por el siglo XI, que era el de entregar el país a sus señores del exterior. Esa era su misión histórica.

Todo se consumó en 1808. Pero se estropeó en el último momento y, finalmente, nuestro país fue capaz de articular una resistencia al invasor difusa y descentralizada, que rompía todos los esquemas de las guerras convencionales, tal y como se enseñaban en las aristocráticas escuelas militares del siglo XVIII. Los generales napoleónicos se encontraron empantanados en un tipo de conflicto, que no habían sido capaces siquiera de imaginar.

Les pasó algo parecido a lo que, mil años antes, había ocurrido a los invasores musulmanes, aunque de forma mucho más acelerada. Los invasores, en ambos casos, contaron con el respaldo de un sector de las clases dominantes, pero terminaron encontrando una resistencia popular amplia, aunque dispersa y desorganizada, que elevó los costes de la ocupación y los atrapó en un conflicto en el que la posibilidad de someter al adversario se fue alejando día a día, hasta que tuvieron que abandonar el país.

El comienzo de la resistencia armada de los cristianos españoles contra los musulmanes en el siglo VIII terminaría representando el fin de la expansión islámica en el occidente europeo. Los sucesos de 1808 significaron, igualmente, el fin de la expansión francesa en esa misma zona geográfica. En ambos casos la presencia de los invasores liberaría el instinto de un pueblo disciplinado pero fronterizo, y muy independiente. Y la profundidad estratégica de la Península Ibérica terminará haciendo el resto. La supresión de las “formalidades” políticas específicamente españolas tuvo la virtud de desenmascarar a los “traidores” del interior y de volver evidente que todos los discursos acerca de la superioridad de los extranjeros lo único que perseguían era el sometimiento de nuestro país a los proyectos imperiales surgidos en el corazón de la ecúmene europea.

La reacción de los hispanos ante la invasión sorprendió a la intelligentsia pero, sin embargo, no era nueva en absoluto. Fue un movimiento atávico, casi mecánico. Un comportamiento que repetía viejos patrones históricos de nuestro pueblo. Les recordaré algunos párrafos que hemos venido publicando en este blog durante el último año y medio.

Acerca de la Guerra de Sucesión Española (1701-1713) dijimos el pasado mes de octubre:

A finales del verano de 1706 la guerra estaba perdida en todos los frentes, hasta el punto de que Luis XIV le recomendó a su nieto que renunciara a la corona española y reconociera como vencedor al archiduque. Hasta ese momento el conflicto había sido llevado exclusivamente por militares profesionales. Pero ese fue, precisamente, el comienzo de una contraofensiva surgida desde Castilla y Extremadura y desplegada por nuevos ejércitos de voluntarios que van recuperando, de manera sistemática, todos los territorios peninsulares, infligiendo a los aliados derrotas tan rotundas como las de Almansa, Brihuega y Villaviciosa. Durante ese contraataque aparecen nuevas formaciones militares de tipo irregular, llamadas “cuerpos francos”, que son precursoras de las “guerrillas” que un siglo después articularán la resistencia contra el ejército napoleónico.”[3]

Y cuando hablamos de Alfonso X el Sabio (en febrero de 2012):

El rey Sabio, que sucumbió ante los cantos de sirena del sueño europeo, será derrotado por el rey Bravo. No será la última vez –ni tampoco la penúltima- que la bravura derrote a la inteligencia en España, que el corazón derrote a la cabeza. Y la mayor parte de esas derrotas de la inteligencia vinieron siempre por el mismo camino: por la imitación acrítica de modelos extranjeros en el peculiar ecosistema ibérico, que termina provocando reacciones inesperadas en el tejido social. [...] La demostración más clamorosa de lo que decimos fue, precisamente, la derrota estratégica de los musulmanes en la Península a lo largo de la Edad Media: Ellos pusieron la inteligencia y los cristianos la bravura.

[…]

Este reinado vino a mostrarnos el rumbo que seguiría la España del futuro. Nos reveló hasta que punto nuestras clases dominantes estaban dispuestas a subordinar sus proyectos nacionales a sus sueños europeos para convertirnos así en unos meros auxiliares de las fuerzas imperiales que fueran surgiendo en el continente. [...] El reinado de Carlos I, en particular, y de los cinco habsburgos, en general, discurrirá por esa senda. También lo harán los de los borbones, a lo largo del siglo XVIII.[4]

La política exterior seguida por Carlos IV (1788-1808) y su valido Godoy, coincidiendo con la primera parte del reinado –en Francia- de Napoleón Bonaparte no fue más que una acumulación de despropósitos que apuntaban todos hacia el inevitable desenlace armado con el que se puso fin a la creciente injerencia francesa en los asuntos españoles. Desde la pésima negociación llevada a cabo en torno al territorio norteamericano de Luisiana (2.140.000 km2, el 23% de la superficie actual de los Estados Unidos de Norteamérica) que culminó con el Tercer Tratado de San Ildefonso (1800):

“Los acuerdos incluyeron:

·      La república francesa pondría a disposición del duque de Parma Fernando I de Borbón-Parma, un territorio de nueva creación en la península italiana, sobre el que tendría consideración de rey (no estaba especificado qué territorio, aunque se sugería la posibilidad de que fuera Toscana o las Legaciones de Ferrara, Bolonia y Romaña).
·      Un mes después de la toma de posesión del infante, España haría entrega a Francia de 6 navíos de guerra de 74 cañones cada uno.
·      6 meses después, España entregaría a Francia la colonia de Luisiana, bajo soberanía española desde 1763 por el tratado de París.
[…]
El 15 de octubre de 1802 Carlos IV publicó en Barcelona una Real Cédula por la que se hacía efectiva la cesión de la Luisiana a Francia, disponiendo la retirada de las tropas españolas en la región, a condición de que los religiosos españoles estarían autorizados a seguir en la zona y los habitantes de la colonia mantendrían la posesión de sus propiedades La colonia permanecería poco tiempo bajo soberanía francesa, pues al año siguiente Francia vendió Luisiana a los Estados Unidos, incumpliendo la promesa hecha a España en las conversaciones hechas en torno al tratado de 1801.”[5]

El monarca y su valido habían supuesto que el poderoso estado francés reforzaría ese inmenso territorio con colonos y soldados de su país, que actuarían de tapón y de freno al expansionismo de los Estados Unidos sobre las inmensas praderas del oeste norteamericano, protegiendo así el flanco nordeste del Imperio español en América. No tardaron ni un año en comprobar que su estrategia era justo la contraria: fortalecer el avance de las “trece colonias” por ese territorio para que les crearan frentes alternativos a los ingleses y los españoles allí que les permitieran a Francia emplearse a fondo en Europa contra esas dos potencias atlánticas. Carlos IV entregó la Luisiana española a Napoleón (que tal y como la recibió se la traspasó a los EEUU) a cambio de un pequeño reino títere (Etruria) en Italia ¡¡para un sobrino suyo!!, cuya existencia (la del citado reino) fue exactamente de 6 años (1801-1807).

Las solemnes tomaduras de pelo de Napoleón durante el período 1800-1803 se ve que no fueron lo suficientemente contundentes como para que nuestros dirigentes escarmentaran, y en 1805 vemos a los marinos españoles obedeciendo órdenes del mando francés en la batalla de Trafalgar, lo que les condujo a la peor derrota naval sufrida por nuestra marina desde Préveza (1538). Y como no habían tenido suficiente todavía se pusieron a negociar con Francia el reparto de Portugal y acordaron dividir el vecino país del oeste peninsular en tres trozos: uno para Francia, otro para España y el tercero para Godoy. ¿Se imaginan a nuestros dirigentes permitiendo a los ejércitos napoleónicos rodear España por el norte, por el este y, con su complicidad, por el oeste? ¿No se les ocurrió pensar que no tenía sentido la presencia militar francesa en Portugal más que si el objetivo era someter a España?

Y para hacer esa invasión posible se autorizó al ejército francés a cruzar por tierra nuestro país (¿?) es decir, se les autorizó a invadirnos... pacíficamente. Y una vez dentro nadie de nuestro gobierno, ni de nuestro ejército controló de hecho cuantos franceses había en España, ni dónde estaban situados, ni si tenía sentido su presencia en zonas que no cogen de paso para Portugal. El ejército de ocupación francés en España, que eufemísticamente iba “camino a Portugal”, llegó a triplicar el de los soldados españoles que había en España.

¿Sabe que el 2 de mayo de 1808 había 30.000 soldados franceses situados sólo en los alrededores de Madrid frente a 5.000 españoles? 30.000 soldados franceses en Madrid. Con el visto bueno de las autoridades españolas... En Roma ningún emperador permitió jamás la presencia en la capital de una sola legión de su propio ejército. Los césares tenían muy claro que un ejército en la capital era una tentación demasiado fuerte para los potenciales golpistas. Y de eso hace ya dos mil años.

Pues lo que era obvio para los emperadores romanos no lo era para los dirigentes españoles a principios del siglo XIX. Eso era entregar el mando del país, lisa y llanamente, al ejército invasor... 

Pero la entereza que el monarca y sus cortesanos no eran capaces siquiera de imaginar la terminó demostrando un pueblo que llevaba grabado en su subconsciente las viejas tácticas de lucha contra el Islam durante un milenio. Y una vez más jugaron, instintivamente, al contraataque: una vez que se dejó entrar al enemigo convirtieron –después- la ocupación en un infierno:

Fueron los españoles los que demostraron la  validez de la frase de Wellington: 'cuanto más terreno tienen los franceses, más débiles son en cualquier punto determinado'. […] Fue esta resistencia continua, por débil que a menudo fuera, la que acabó con la doctrina de Napoleón de la concentración máxima. El Emperador y sus generales no pudieron resolver las exigencias contradictorias de la ocupación y la operación en territorio hostil. 'Si concentro 20.000 hombres -escribía Bessièrcs, en 1811, agotadas sus fuerzas en el Norte- se perderán todas mis comunicaciones y los insurgentes harán grandes progresos. Ocupamos demasiado territorio'[6]

Recordemos que, en la Edad Media, el peso de la lucha contra los musulmanes lo llevaron, durante bastante tiempo, las milicias ciudadanas, reclutadas por pueblos y ciudades en las asambleas abiertas de los concejos municipales. La guerra, en España, era algo íntimamente vinculado a la condición fronteriza del país.

Como la resistencia española contra Napoleón fue dispersa y descentralizada, el efecto que produjo después sobre el tejido social del país fue el inverso que produjeron las guerras napoleónicas en el resto de Europa. Si los alemanes llegaron a la conclusión de que para enfrentarse con Francia “había que tener un estado tan centralizado como el francés”[7], los españoles –en cambio- aprendieron la lección contraria: Para enfrentarte con éxito contra el invasor tienes que pegarte a la tierra, fundirte con ella, diversificando y diseminando la resistencia.

De esta manera los poderes locales salieron fortalecidos, los particularismos culturales, las viejas tradiciones… y los liberales.

Los liberales fueron demócratas, mientras que los afrancesados creyeron en la reforma desde arriba. El liberalismo implicaba la soberanía de la nación, y no simplemente una España dividida en provincias “racionales”, libre de frailes y de la inquisición[8]

La Guerra de la Independencia dejará tocado, ya para siempre, el absolutismo monárquico en España, y abrirá de par en par las puertas de los movimientos independentistas hispanoamericanos.

A comienzos de la Guerra de la Independencia (1808-1814) las revueltas populares se acompañan de la creación de Juntas provinciales y locales de defensa. Estas juntas tienen como objetivo defenderse de la invasión francesa y llenar el vacío de poder (ya que no reconocían la figura de José I). Estaban compuestas por militares, representantes del alto clero, funcionarios y profesores, todos ellos conservadores. En septiembre otorgan la dirección suprema a la Junta Central Suprema Gubernativa del Reino.

El 19 de noviembre de 1809 las tropas imperiales derrotaron al ejército de la Junta Central en Ocaña, y los franceses tuvieron el paso franco hacia Andalucía. La Junta se retiró a Cádiz y el 29 de enero de 1810, desacreditada por las derrotas militares, se disolvió y dio paso a una regencia, ejercida en nombre de Fernando VII. Para reforzar su posición institucional y adquirir mayor legitimidad, la regencia decidió convocar Cortes y tras un intenso debate acordó que fueran unicamerales, y electas por sufragio censitario (sólo podían votar quienes tuvieran un determinado nivel de renta) e indirecto. Se reunieron por primera vez en Cádiz, en la Isla de León, el 24 de septiembre de 1810.”[9]

Fue en ese contexto de las Cortes de Cádiz donde vio la luz la primera constitución española en 1812:

La Constitución española de 1812, conocida popularmente como la Pepa, fue promulgada por las Cortes Generales de España, reunidas extraordinariamente en Cádiz, el 19 de marzo de 1812. Se le ha otorgado una gran importancia histórica por tratarse de la primera constitución promulgada en España, además de ser una de las más liberales de su tiempo. Respecto al origen de su sobrenombre, la Pepa, no está muy claro aún, pero parece que fue un recurso indirecto tras su derogación para referirse a ella, debido a que fue promulgada el día de San José.

Oficialmente estuvo en vigor sólo dos años, desde su promulgación hasta su derogación en Valencia, el 4 de mayo de 1814, tras el regreso a España de Fernando VII. Posteriormente se volvió a aplicar durante el Trienio Liberal (1820-1823), así como durante un breve período en 1836-1837, bajo el gobierno progresista que preparaba la Constitución de 1837. Sin embargo, apenas si entró en vigor de facto, puesto que en su período de gestación buena parte de España se encontraba en manos del gobierno pro-francés de José I de España, otra en mano de juntas interinas más preocupadas en organizar su oposición a José I y el resto de los territorios de la corona española (los virreinatos) se hallaban en un estado de confusión y vacío de poder causado por la invasión napoleónica.

[…]

El producto de este intento de revolución fue una constitución con caracteres nítidamente hispanos. Los debates constitucionales comenzaron el 25 de agosto de 1811 y terminaron a finales de enero de 1812. La discusión se desarrolló en pleno asedio de Cádiz por las tropas francesas, una ciudad bombardeada, superpoblada con refugiados de toda España y con una epidemia de fiebre amarilla. El heroísmo de sus habitantes queda para la historia.

La redacción del artículo 1 constituye un claro ejemplo de la importancia que para el progreso español tuvo América. Fue el primero, y por ello, el más importante. Este es su famoso texto:

La nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios

La construcción queda definida desde parámetros hispanos. La revolución iniciada en 1808 adquiría, en 1812, otros caracteres especiales que los puramente peninsulares. Aludía a unas dimensiones geográficas que compondrían España, la americana, la asiática y la peninsular. La Nación española quedaba constitucionalmente definida.”[10]

El regreso de su exilio francés del destronado Fernando VII -en 1814- significará el fin de aquella primera experiencia parlamentaria española y la restauración del absolutismo monárquico. Pero por poco tiempo ya, en 1820 el general Riego proclamará de nuevo la vigencia de la Constitución de 1812 (que durará tres años) y en 1836 abrirá ya, definitivamente, el parlamentarismo español contemporáneo.




[1] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-capataces-del-imperio.html
[3] “Cambio de rumbo”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/11/cambio-de-rumbo.html
[4] “El rey sabio”. http://polobrazo.blogspot.com/2012/03/el-rey-sabio.html
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Tratado_de_San_Ildefonso_%281800%29
[6] RAYMOND CARR: España 1808-1795. Ariel. Barcelona. 1985.
[7] “El expansionismo alemán”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/04/el-expansionismo-aleman.html
[8] RAYMOND CARR: Ibíd.
[9] http://es.wikipedia.org/wiki/Cortes_de_C%C3%A1diz.
[10] http://es.wikipedia.org/wiki/Constituci%C3%B3n_espa%C3%B1ola_de_1812