viernes, 31 de octubre de 2014

El “santiaguismo” español

Santiago en la batalla de Clavijo (Cuadro de José Casado del Alisal)

En el artículo anterior vimos como se produjo históricamente el despliegue musulmán por el área mediterránea, que había formado parte, antes de la invasión islámica, del Imperio romano-bizantino. Vimos también como, en España, contaron con colaboradores nativos muy bien situados en la estructura político-militar del reino visigodo, los witizanos, sin cuya ayuda no podría entenderse la rápida y fulminante conquista de  la Península Ibérica.

Hubo colaboración autóctona en el paso del Estrecho de Gibraltar, gracias a la inestimable ayuda del Conde Don Julián (gobernador de Ceuta), que aún no está claro del todo si era visigodo o bizantino pero que, en cualquier caso, tenía cuentas personales que saldar con Don Rodrigo o con su entorno político y ningún deseo de enfrentarse con el alud islamista que había sometido poco antes a los países del Magreb.

Hubo, igualmente, colaboración militar de los witizanos en la batalla de Guadalete, tal como nos dice la crónica asturiana y las propias fuentes árabes. Y los invasores, después, recibirán refuerzos militares o facilidades en su avance en diversos puntos de la geografía peninsular, como es el caso del Conde Teodomiro, máxima autoridad de los visigodos del sureste (actuales provincias de Murcia y Alicante) y del Conde Casio, que controlaba el valle medio del Ebro desde la ciudad de Tudela, cuyos descendientes -los Banu Qasi- acabarán administrando toda la frontera nororiental del Califato de Córdoba.


Izquierda: Dominios del Duque Teodomiro. Derecha: Máxima expansión de los territorios controlados por los Banu Qasi.

También hay noticias de witizanos que apoyaron la invasión en otras zonas,  como Sevilla o la propia Toledo, capital del reino visigodo.

El recuerdo histórico de la colaboración entre visigodos y musulmanes permaneció vivo durante mucho tiempo en las tierras de Al Ándalus. La aristocracia islámica toledana siguió autoproclamándose orgullosamente “goda” durante siglos, hasta el punto de que sus ecos han llegado hasta nuestros días a través del fondo bibliográfico Kati en Tombuctú (Mali), que ha pertenecido a los miembros de una tribu que fue conocida como “Al Quti” (Los godos) y que decían proceder de la ciudad de Toledo, de la que tuvieron que exiliarse a finales del siglo XV:

“Mi antepasado, el jurisconsulto Ali b. Ziyad al-Quti es de la casa de los Banu l-Kuti de Castilla. Nació en la ciudad de Toledo, que los judíos llamaban Toledox, los romanos Tolerum y los árabes Tulaytula. Al salir de Castilla, deja su mujer, sus hijos, la tierra de sus padres y gran parte de sus recuerdos para ir a vivir a la luz del día la fe de Alá, que sus padres adoptaron en aquellos tiempos ya lejanos en el que los musulmanes reinaban sobre toda la Península, desde los Pirineos hasta Sierra Nevada y desde las costas del Atlántico hasta los límites del Mediterráneo en el oriente andalusí, donde vivían antes de la llegada de los cristianos, los dioses de Cartago.
El 22 de julio de 1468, Ali había llegado ya al Touat y compra ese mismo día una biografía en dos tomos del profeta del Islam escrita por Cadi Iyad al-Andalusi de Ceuta. En la última página del primer volumen de esta obra, titulada Kitab as-Shifa, anota:
“Compré este libro dorado titulado As-Shifa Cadi Iyad, a su primer propietario, Muhammad b. Umar, por valor de 225 gramos de oro puro pagado en total al vendedor, con mis acompañantes como testigos. Esto fue dos meses después de nuestra llegada a Touat, procedente de nuestro país, de Toledo, localidad de godos. En este momento, estamos en ruta hacia Bilad as-Sudan. Pedimos a Alá, el Todopoderoso, que nos conceda tranquilidad. El esclavo de su Señor; Ali b. Ziyad al-Quti”[1]
[…]
“Los hijos de Witiza, antepasado de Ali b. Ziyad al-Quti, ayudaron a los sarracenos a penetrar en la Península Ibérica con la esperanza de que ellos les ayudarían a reconquistar el trono de Toledo que el usurpador Don Rodrigo y los suyos les habían arrebatado. Estos recompensaron a la familia de Ali b. Ziyad al-Quti con algunas tierras y así se deshicieron de la obligación de cualquier otro tipo de ayuda. Los godos se dispersaron. Algunos se retiraron al norte y se reagruparon más tarde en torno a un tal Pelayo; otros, los de la familia de Ali b. Ziyad al-Quti se quedaron en sus tierras que se llamarían, desde ahora, Al-Andalus, como el resto de la península conquistada por el pueblo de Alá. En principio serán mozárabes, cristianos en tierras musulmanas, después muallads, cristianos conversos al Islam, y finalmente, mudéjares, es decir, musulmanes en tierras cristianas.
Los musulmanes no tendrán más que un solo nombre para designarlos, serán para ellos los Banu l-Quti, los godos, y es con este nombre que Ali b. Ziyad al-Quti saldrá solo, condenado al exilio, de una ciudad que fue durante siglos la capital de su familia y su tribu, Toledo. Alfa Mahmud Kati, mi antepasado, cuenta toda esta historia en su obra Tedkiret al-Ihwan, resumida por mis abuelos, Ali-Gao b. Mahmud Kati III y Muhammad Abana b. Alfa Ibrahim b. Mahmud Kati II.”[2]

Como puede ver, en pleno siglo XXI hay individuos que viven en el corazón del Sahel africano y que no sólo dicen descender del mismísimo Witiza sino que, además, han dejado escritas en sagas familiares toda la historia de su estirpe desde el siglo VIII hasta la actualidad.

Vemos por tanto como, cinco generaciones después de la “conversión” de Recaredo y del pacto fundacional de la Iglesia española entre trinitarios y arrianos, vuelve a producirse uno nuevo entre otra facción de la aristocracia visigoda y los “invasores” islamistas, al que sigue la “conversión” masiva de esta última a la nueva religión que acaba de aparecer en la Península. Tanto en la operación política del siglo VI como en la del VIII los “conversos” obtienen inmediatas ventajas políticas como contrapartida y/o amplios señoríos que administrar. La “invasión” musulmana no es percibida como especialmente traumática por la gran mayoría de la población peninsular, que asiste a la misma como mera espectadora de la lucha que libran los nuevos invasores con los anteriores que aún resisten, tal y como venía sucediendo desde la llegada de los vándalos, suevos y alanos a principios del siglo V. La Alta Edad Media, en todo el Occidente Mediterráneo, fue una sucesión de oleadas invasoras que se disputaban, como carroñeras, lo que quedaba en pie del antiguo Imperio Romano de Occidente.

Los árabes, por lo menos, venían del Próximo Oriente, la zona más culta y desarrollada que quedaba tras el derrumbe de los imperios mediterráneos. Un lugar dónde seguían existiendo importantes ciudades, un activo comercio, estructuras políticas consistentes, bibliotecas... Todo un lujo, frente a la ruralizada Europa de los germanos, dónde la gente huía de las ciudades y los ejércitos no eran más que unas circunstanciales alianzas entre clanes en reagrupamiento continuo, dónde era raro ver a un monarca morir de forma natural y más extraño aún que pudiera transmitir su cargo de manera reglada.

La tradición arriana visigoda que, como hemos podido comprobar, seguía siendo muy potente a principios del siglo VIII y facilitó como hemos visto la conversión al Islam de influyentes segmentos de la aristocracia, propiciando este inesperado giro que tomaron los acontecimientos históricos, siguió, no obstante, ejerciendo una importante influencia también entre los españoles que se mantuvieron fieles a la fe cristiana, tanto en Al Ándalus como en la resistencia armada que se fue paulatinamente articulando en el norte del país.

El arrianismo, cuyos límites dogmáticos con el cristianismo trinitario se habían ido diluyendo hasta casi desaparecer, de tal forma que en la mayor parte de la población e, incluso, del propio clero no había consciencia de qué elementos del cristianismo pre-islámico español procedían del credo trinitario y cuales, por el contrario, lo hacían del arriano, se fragmentó en tres grupos o ramas evolutivas diferenciadas en función del lugar geográfico y de la clase social en la que cada uno había quedado situado.

La primera de ellas fue la de los muladíes, es decir, los españoles convertidos al Islam, cuyo proceso hemos venido viendo hasta aquí. Como hemos comprobado, la estrategia política desplegada por los witizanos en los momentos críticos de la “invasión” resultó determinante en el desarrollo de los procesos históricos ulteriores, facilitando tanto la conquista del país como la conversión de importantes segmentos de la aristocracia y de las clases medias del mismo.

La segunda rama en la que se bifurcó la tradición arriana de origen germánico fue la de los “adopcionistas”, seguidores del arzobispo de Toledo Elipando (717-808), máxima autoridad religiosa de los mozárabes de Al Ándalus que formula, en un sínodo reunido en Sevilla en el año 785 los términos de esta “herejía”, según la cual Cristo tenía naturaleza humana pero había sido “adoptado” por Dios. Sus afirmaciones serán inmediatamente respondidas desde el reino asturiano por el abad de Santo Toribio de Liébana (Beato de Liébana) y por el obispo fugitivo de Osma (Eterio). Pero pronto se adhieren al bando adopcionista Ascárico (obispo de Braga) y, sobre todo, Félix (obispo de Urgel). La incorporación de Félix a las filas adopcionistas, cuya diócesis queda dentro del reino franco, internacionaliza la polémica y hace intervenir en ella al Papa y al mismísimo Carlomagno. Ambos, de común acuerdo, convocarán para debatir el asunto el Concilio de Ratisbona (792), al que asistirá el urgelitano y, posteriormente el de Francfort (794) del que saldrá el documento de condena de la citada herejía (el Libellus Sacrosyllabus). Durante su estancia en Ratisbona y posterior visita a Roma, Félix será obligado a retractarse, pero de vuelta a España huyó hacia territorio andalusí refugiándose en Toledo. Ninguno de los protagonistas de esta historia modificará sus posiciones de manera voluntaria. La ortodoxia se impondrá sin mayores problemas fuera de Al-Andalus –gracias también al decidido apoyo recibido tanto de los reyes francos como de los astur-leoneses-, pero las autoridades religiosas mozárabes mantendrán sus posiciones heréticas al menos hasta la muerte de Elipando. Después se irán amortiguando los ecos de la querella porque la situación de los cristianos de Al Ándalus no aconsejaba entrar en grandes disputas teológicas.

La tercera línea evolutiva del arrianismo español post-visigodo fue la que denomino “santiaguista”, que se desarrolla en el área astur-leonesa como consecuencia del “descubrimiento” de los restos mortales del apostol Santiago el Mayor, en Compostela (Campo de estrellas).

“En el año 813 de nuestra era se “descubrieron”, en un lugar de Galicia llamado Compostela, los restos mortales del apóstol Santiago. El rey Alfonso II de Asturias decidió levantar en el lugar una iglesia, sobre la que después se construyó la actual catedral, para venerar a uno de los apóstoles más importantes de los que acompañaron a Jesús.

¿Qué sentido tiene que, a principios del siglo IX, en el corazón de la Galicia celta, aparezcan nada menos que los restos del apóstol Santiago? Todo el mundo sabe -y sabía- que Santiago murió en Jerusalén. Y además ¿Por qué precisamente Santiago y no cualquier otro de los discípulos de Cristo?”
[…]
“Pues porque Santiago era, para los cristianos españoles del siglo IX, literalmente, el hermano de Cristo. Hermano carnal, de padre y de madre. Una tradición que se fue perdiendo a partir del siglo XI. De esta carnalidad podrán ya deducir, de manera clara, la fuerte componente arriana de las creencias de los cristianos españoles altomedievales, contemporáneos de los adopcionistas mozárabes (arrianos versión 2.0) que seguían al arzobispo Elipando de Toledo (fallecido el año 808) y al obispo Félix de Urgel (muerto el 818).

Y ¿Qué pintaban los restos de Santiago en Galicia? En principio puede que nada, aunque una tradición medieval, algo más antigua, venía afirmando que unos discípulos suyos, de origen gallego, trajeron los restos después de su muerte. Pero mírenlo de otra manera y ahora lean lo que escribió al respecto Américo Castro:

Los musulmanes habían extendido sus dominios desde Lisboa hasta la India impulsados por una fe combativa, inspirada en Mahoma, apóstol de Dios. Los cristianos del Noroeste poseían escasa fuerza que oponer a tan irresistible alud, y millares de voces clamarían por un auxilio supraterreno que sostuviera sus ánimos y multiplicara su poder. Cuando las guerras se hacían más con valor y unidad de decisión que con armamentos complicados, el temple moral del combatiente era factor decisivo.”.... “Desde hacía siglos corría por España la creencia de que Santiago el Mayor había venido a predicar allá la fe cristiana”.... “Más en el siglo IX, no sólo era urgente la predicación de Santiago vivo, sino además la presencia de su sagrado cuerpo”.... “Santiago se irguió frente a la Kaaba mahomética como alarde de fuerza espiritual”[3]

Santiago (basílica) como anti-Kaaba. Santiago (apóstol) frente a Mahoma. Peregrinación a Santiago frente a peregrinación a La Meca. Esa es la idea. Y tiene todo el sentido del mundo. Está plenamente contextualizada. Formas de culto cristianas con lógica interna musulmana. Si los musulmanes se cargan las pilas (espiritualmente hablando) cada vez que peregrinan a La Meca, los cristianos lo harán peregrinando a Santiago. Se está montando un juego de oposiciones (tal y como hablé hace varias semanas en el artículo “las fronteras intangibles”) para articular la resistencia frente al Islam, para defender la identidad propia frente a las agresiones ajenas. Y la propuesta resultó un éxito rotundo. Fue esa construcción ideológica, adecuadamente interiorizada y articulada, la que puso los cimientos de nuestra identidad colectiva, la roca sobre la que se asentó el edificio que hoy llamamos España.”[4]

En la corriente “santiaguista” se fusionan tres tradiciones religiosas previas diferentes y heterodoxas. Es evidente la presencia de elementos de origen arriano a través de la carnalidad de Cristo ya citada, que se hace también eco de las reflexiones de los adopcionistas mozárabes contemporáneos suyos.
También podemos encontrar el eco del Islam peninsular en una corriente que lo que propone es construir una anti-kaaba. Como dije entonces “formas de culto cristianas con lógica interna musulmana”. Los cristianos fabrican el negativo de su adversario para poder enfrentarse con él.
Y la tercera tradición que renace, como el ave fénix, con el santiaguismo español es, nada menos, que el priscilianismo, hasta el punto de que hay quien sostiene, con sólidos argumentos por cierto, que los restos mortales que se encuentran en la tumba del apóstol Santiago son, en realidad, los del “hereje” Prisciliano.

“El priscilianismo fue la doctrina cristiana predicada por Prisciliano en el siglo IV, basada en los ideales de austeridad y pobreza. Sus enseñanzas fueron condenadas como herejía en el Concilio de Braga, en el año 563. Anteriormente fue discutido en el Primer Concilio de Toledo, en el año 400.

Además de instar a la Iglesia a abandonar la opulencia y las riquezas para volver a unirse con los pobres, el priscilianismo como hecho destacado en el terreno social condenaba la institución de la esclavitud y concedía una gran libertad e importancia a la mujer, abriendo las puertas de los templos a las féminas como participantes activas. Así la primera de la que se conservan textos escritos en latín es Egeria, monja galaica priscilianista que vivió en torno al 381.

El priscilianismo recomendó la abstinencia de alcohol y el celibato, como un capítulo más del ascetismo, pero no prohibió el matrimonio de monjes ni clérigos, utilizó el baile como parte de la liturgia y se negó a condenar algunos apócrifos y seudoepigráficos prohibidos como el Libro de Henoc, que interpretaba en forma alegórica.

Los detractores de Prisciliano y sus ideas lo han acusado de múltiples pecados e impiedades, como que negaba el dogma de la Trinidad y defendía una concepción unitaria. Dicen que afirmaba que los ángeles y las almas humanas eran, en esencia, de la misma sustancia que Dios. Afirman además, que negaba la encarnación del Verbo, atribuyendo a Jesús un cuerpo sólo aparente. Marcelino Menéndez y Pelayo en Historia de los heterodoxos españoles afirma: no cabe dudar que los priscilianistas eran antitrinitarios y, según advierte San León (y con él los Padres bracarenses), sabelianos. No admitían distinción de personas, sino de atributos o modos de manifestarse en la esencia divina.

Prisciliano comenzó a difundir su doctrina en torno al año 375, que de forma inmediata arraigó en la población y la iglesia galaicas, conformando la primera estructura jerárquica segregada de Roma en la Gallaecia. Desde ella el priscilianismo se extiende a la Lusitania y la Bética.

El gran número de seglares y eclesiásticos que se sumaban al priscilianismo en toda la Hispania levantó los recelos de los prelados más ortodoxos y por ello Aydignio, Obispo de Córdoba acudió a Ithacio, prelado de Mérida. Este convocó un concilio en Zaragoza en 380 en el que acusó a los priscilianistas de gnosticismo, maniqueísmo y otras prácticas heréticas (del mismo modo que a los fili, druidas cristianizados de Irlanda y Gales: brujería, exhibicionismo, ritos orgiásticos entre otros).

En este concilio fueron excomulgados, además de Prisciliano, los obispos Salviano e Instancio, hecho que se vería agravado por el rescripto dictado por el emperador Graciano que desterraba extra, omnes terras a los heterodoxos de la Hispania.

[…]

Prisciliano fue condenado por maleficium y decapitado en 385 junto a sus principales seguidores, siendo los demás desterrados y despojados de sus posesiones. Instancio fue desterrado. A Tiberiano y a otros priscilianistas se les confiscaron los bienes.

[…]

Para evitar nuevas persecuciones los priscilianistas se constituyeron en una sociedad secreta y continuaron ejerciendo el poder logrando nombrar obispos. Esta situación crearía un cisma que sumiría a la Iglesia en una gran confusión, obligando a intervenir al papa Inocencio I, que sancionó la Regula fidei contra omnes hereses, maxime contra Priscillianistas en el año 404.”[5]

[…]

“En el año 1900 el hagiógrafo Louis Duchesne publica en la revista de Toulouse Annales du Midí un artículo bajo el título «Saint Jacques en Galice» en el que sugiere que el que realmente está enterrado en Compostela es Prisciliano, basándose en el viaje que sus discípulos hicieron con los restos mortales del hereje hasta su tierra natal. Posteriormente Sánchez-Albornoz y Unamuno se hacen eco de esta hipótesis que ha pasado a convertirse en una hipótesis muy popular, alternativa a la tradición católica.”[6]

El priscilianismo, como hemos visto, pasó a la clandestinidad en el Bajo Imperio Romano. Sus fieles, que habían enterrado a Prisciliano en un lugar secreto, peregrinaban a su tumba, situada en algún lugar de Galicia, para venerar a su santo. Es altamente probable que la tradición altomedieval que sostenía que en Compostela estaba enterrado el apóstol Santiago hubiera sido construida como una coartada para proteger a los peregrinos que visitaban la tumba del santo “hereje” así como a los restos del mismo. Irónicamente, si esta teoría fuera cierta, al convertir a Prisciliano en Santiago el Mayor, la Iglesia de Roma habría estado venerando durante siglos los restos de un hereje al que mandó decapitar.
En cualquier caso, a principios del siglo IX los reyes de León necesitaban un símbolo en torno al cual articular el discurso de la resistencia frente al Islam y la hipotética coartada construida algunos siglos antes por los priscilianos gallegos les brindaba un lugar de peregrinación popular, una anti-Kaaba que no podían dejar de explotar en aquellos tiempos aciagos.

Debemos recordar que en el año 750 había tenido lugar la toma del poder de la dinastía de los abasidas en el Imperio árabe. La capital del mismo se desplazó desde Damasco hasta Bagdad, es decir, desde una gran ciudad del antiguo Imperio Bizantino hasta otra del área Sasánida. Como consecuencia del cambio dinástico los musulmanes del Próximo Oriente inician un proceso de alejamiento intelectual con respecto a la tradición clásica mediterránea greco-latina, que tiene importantes consecuencias teológicas, reforzando las corrientes chiíes dentro del Islam (Hasta entonces mucho más minoritarias) y con ellas la veneración del yerno de Mahoma -Alí-, cuarto califa ortodoxo y antepasado de los fatimíes o descendientes directos del profeta. Sus restos se veneran en la ciudad santa irakí de Nayaf. Los propios abasidas, descienden, también, de un tío de Mahoma. Por tanto los argumentos basados en la legitimidad del poder adquirida a través de la línea de sangre cobran fuerza y actualidad a partir de mediados del siglo VIII.

Durante el Siglo de los Omeyas (desde mediados del siglo VII hasta mediados del VIII) el Islam protagoniza un profundo y sincero acercamiento hacia la tradición clásica y la incorpora a su bagaje cultural, facilitando así la integración de los pueblos hasta entonces sometidos a la autoridad de Bizancio. Será este acercamiento el que construya los cimientos filosóficos y vitales sobre los que terminará descansando su civilización, los que le darán consistencia. Pero cuando el árbol musulmán emerge desde el subsuelo de sus raíces greco-sirias será desviado hacia la tradición persa-mesopotámica, iniciando un camino que conduce al desarrollo de una cultura singular, centrada en el Medio Oriente, que se aleja del mundo occidental y entra en confrontación (y no sólo política o militar) con él.

La España musulmana reaccionó con rapidez al golpe de timón, colocándose en rebelión abierta contra los abasidas y aferrándose a la tradición omeya, mucho más respetuosa con la idiosincrasia de los pueblos que beben en las fuentes greco-latinas. El último superviviente de esta familia se refugió en Al-Ándalus, donde fue acogido como el legítimo heredero de los califas de Damasco. Al sublevarse contra Bagdad, los andalusíes pusieron fin a su subordinación estratégica con respecto a los centros de decisión situados en el Medio Oriente de manera definitiva. La llegada al poder de Abderramán I, el primer Omeya cordobés, es el punto de arranque de un nuevo proyecto histórico, un proyecto musulmán pero ibérico, que vivió en los siguientes doscientos años una brillante etapa de esplendor, cuya influencia cultural sobre el occidente cristiano fue inmensa y cuyos herederos mantuvieron viva la llama de la cultura andalusí hasta los comienzos de la Edad Moderna.

Pero los ecos del chiísmo y del legitimismo transmitido por la línea de sangre también llegaron hasta España, alcanzando -incluso- al área de resistencia de los cristianos, en el norte peninsular. Y el santiaguismo lo replicó, sustituyendo a Alí y a Fátima (el yerno y la hija de Mahoma) por Santiago (el hermano de Jesús). Pese a las diferencias religiosas y la hostilidad militar entre moros y cristianos, la comunicación entre los dos bandos es fluida e intensa y la influencia cultural es evidente.

¿Creía que la Edad Media española era árida, monótona y distante? Como podrá observar estaba a la altura de los mejores novelistas de ficción contemporáneos al estilo de Dan Brown o de Noah Gordon. Es todo un filón para escritores, guionistas y directores de cine. Bienvenido a uno de los momentos más apasionantes, vivos, intensos, dramáticos y trascendentales de la Historia de la Humanidad. En este rincón del mundo se estaba preparando, en la profunda Edad Media, una mutación en la manera de organizar las sociedades humanas que terminará arrastrando en su propia dinámica de desarrollo al resto de pueblos que habitan nuestro planeta. 

[1] ISMAEL DIADIE HAIDARA: Los últimos visigodos. La biblioteca de Tombuctú. RD Editores. Sevilla 2001. pp. 21-22.
[2] Ibíd. pp. 26-27.
[3] CASTRO, AMÉRICO: España en su historia. Editorial Trotta. Madrid. 2004.
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Priscilianismo
[6] http://es.wikipedia.org/wiki/Prisciliano