Decía el General Wellington –el vencedor de Waterloo-, que “España es el único país del mundo en el que dos y dos no son cuatro”[1]. Wellington era un hombre que conocía bastante bien España, pues aquí vivió varios años durante la Guerra de la Independencia contra las fuerzas napoleónicas, mandando al ejército inglés y coordinando al frente anti-francés en toda la Península Ibérica. De hecho dirigió a las tropas anglo-españolas en las batallas de Vitoria y de los Arapiles. Nuestro general, que era un militar de carrera de origen aristocrático, sabía de la guerra todo cuanto necesitaba saber un oficial de su tiempo, todo lo que se enseñaba en las academias militares de finales del siglo XVIII. Pero lo que vio en España le rompió todos sus ordenados esquemas, pues tuvo el privilegio de descubrir, en primera persona y sobre el terreno, el nacimiento de lo que hoy conocemos como “guerra de guerrillas”, contemplando alucinado como un puñado de hombres era capaz de mantener en jaque al ejército más poderoso del mundo de su tiempo, en un nuevo tipo de conflicto cuyo objetivo no era derrotar al enemigo, algo que se descartaba a priori dada la enorme desproporción de fuerzas, sino convertir la ocupación del territorio en un verdadero infierno, en algo tan costoso que no pudiera sostenerse de manera indefinida. Lo que a la postre terminó convirtiéndose en una sangría que condujo a Napoleón a derrotas impensables, desde el punto de vista de un frío análisis de la correlación de las fuerzas militares presentes en el país.
Para Wellington fue una lección comprobar in situ como era posible combatir –e incluso vencer- cuando todos los elementos racionales decían que era imposible. Es en ese contexto en el que llegó a pronunciar la frase que citamos al principio.
España es un país que siempre ha causado una cierta fascinación entre un sector muy determinado de la intelectualidad europea. Un país extraño e “ininteligible”[2], para usar la expresión que acuñó al respecto Julián Marías. Hay algo en la manera de ser española que parece incomprensible, algo que se escapa a la fría racionalidad continental, que les hace sentirse inseguros, como si pisaran arenas movedizas. Y esa inseguridad ante las incomprensibles reacciones de la población española -cuando se la pone en situaciones límite- también genera inseguridad entre un sector de nuestra propia intelectualidad y de nuestros propios dirigentes. En todo ese sector que se ha asimilado al pensamiento dominante en el mundo occidental. A todo aquel que se rige por los fríos y racionales esquemas de razonamiento de nuestros vecinos de allende los Pirineos.
Decían, en la Europa de los siglos XVI y XVII –y con razón- que los españoles “somos más papistas que el Papa”. Yo estaría plenamente de acuerdo con esa afirmación si la circunscribiéramos a nuestras clases dirigentes e intelectuales. En realidad nuestras élites han tenido siempre un enorme complejo de inferioridad con respecto a nuestros vecinos del continente que les ha llevado a ser “más papistas que el Papa” en la época de las guerras de religión, más fascistas que Hitler cuando les dio por el fascismo, más europeístas que nadie cuando nos integramos en Europa o los más “progres” del Universo cuando nos toca “jugar” a ser progres. Porque en realidad de lo que se trata es de “jugar” a todo eso. El objetivo último que se persigue es demostrarles a nuestros vecinos que somos gente de fiar, que somos como ellos y que se puede y se debe confiar en nosotros. Queremos hacer méritos como lo haría un matón de barrio, poniéndonos los primeros cuando intuimos que va a haber pelea.
Pero claro, tantos siglos con ese complejo, tantas centurias de desconfianza de nuestros vecinos hacia nuestras posibles e incomprensibles reacciones, tienen que obedecer a alguna razón, las cosas no pasan porque sí. Y si hubiera alguna razón que lo justificara sería absurdo intentar ocultar una realidad que nos terminaría llevando una y otra vez al mismo punto de partida, que justificara las desconfianzas de los unos y los complejos de los otros.
Y hay una razón histórica para que todo esto sea así, y es que España lleva ya 1.300 años siendo un país estructuralmente fronterizo. España ha sido, sigue siendo y no parece que vaya a dejar de serlo durante las próximas generaciones, la línea del frente del mundo occidental en el rincón oeste del Mediterráneo. Esa función fronteriza, desde luego, la compartimos con los portugueses, los italianos del sur y los griegos. Pero los griegos sólo llevan 200 años representando ese papel y los italianos han estado históricamente muy fragmentados, lo que ha hecho que sus habitantes del centro y del norte no sientan en absoluto que sean el límite de nada. Esa percepción sólo ha existido en el sur, y en esa zona han sido mandados por forasteros desde el siglo XIV, lo que les ha impedido ser plenamente conscientes de cuál era su papel en esta historia.
Sólo en la Península Ibérica ha habido consciencia plena de nuestra posición fronteriza. Sólo aquí ha existido históricamente esa sensación de peligro permanente que lleva implícita esa función, aunque en el caso portugués de manera más atenuada porque, desde el siglo XIII, han estado cubiertos de cualquier posible contragolpe de las fuerzas exteriores por el reino castellano-leonés –primero- o por el estado español –después-.
Dicen los historiadores que la Castilla medieval era un inmenso campamento militar. Un país que se había estructurado como una verdadera máquina de hacer la guerra. La Castilla medieval era una enorme barrera montada para frenar las incursiones musulmanas que, como dirían los más futboleros, jugaba al contraataque. La técnica era la siguiente: en lo más duro de las oleadas ofensivas de los omeyas, amiríes, almorávides, almohades o benimerines (las sucesivas oleadas que los musulmanes lanzaron contra los cristianos) se “encastillaban” (de ahí el nombre que tomó el país), es decir, se atrincheraban para resistir como podían la furiosa embestida del enemigo, limitándose a esperar a que se debilitara. Cuando veían que sus enemigos empezaban a aflojar un poco la presión iniciaban ellos el proceso de desgaste y de hostigamiento, hasta que conseguían que comenzara a retroceder. Entonces llegaba la contraofensiva cristiana que terminaba arrollando las líneas de vanguardia de sus adversarios, sometiendo a las zonas limítrofes con sus fronteras meridionales y lanzando “cabalgadas” por toda la geografía andalusí, hasta que los musulmanes conseguían reestructurar sus fuerzas, reorganizarse y lanzar la siguiente oleada. Cada una de estas fases ocurría más al sur que la anterior y movilizaba a más contingentes norteafricanos y a menos andalusíes –en términos proporcionales-. El mecanismo estaba tan interiorizado que los comportamientos de los distintos actores de este drama eran casi automáticos. Si nos paramos a analizar cada uno de estos episodios, por separado, y lo comparamos después con los anteriores y con los posteriores, adivinamos la existencia de un guión, de un hilo conductor que hacía actuar a los hombres de manera casi instintiva, de una especie de subconsciente colectivo que le va diciendo a cada individuo que es lo que hay que ir haciendo en cada momento.
Formamos parte de un pueblo que nació y creció combatiendo a poderosos enemigos exteriores y que guarda esa experiencia oculta entre los pliegues de su corteza cerebral y la transmite a las siguientes generaciones a través de las interpretaciones que hace de cada circunstancia de la vida cotidiana, a través de las frases hechas, de los refranes, incluso del tono con el que se transmiten sus palabras, de su visión conceptual del mundo en el que vivimos, a través de los gestos y de las miradas…
Hay un poderoso subconsciente colectivo oculto bajo una apariencia tranquila, que algunos autores han detectado y transmitido de manera poética. Acordaos de los “soliloquios” de Machado, el que vivía “en paz con los hombres y en guerra con sus entrañas”. Hay una dramática tensión interior en el hombre español que ha sabido “atravesar el tiempo”, como dijo Labordeta y que desencadena reacciones atávicas en determinados momentos de la vida colectiva, inesperadas, imprevisibles. Y que, sin embargo, obedecen a un patrón histórico que se ha repetido decenas de veces. Es imprevisible tan solo porque el resto del mundo reacciona de manera diferente, pero no lo sería en absoluto para alguien que conociera bien a este pueblo y a su lógica de funcionamiento interna. Tan racional como la de cualquiera. Pero es una racionalidad que parte del interior de nuestro mundo, no del de los mundos ajenos. Una racionalidad derivada de nuestra propia experiencia histórica, no de la experiencia de los otros.
Y nuestra historia es la de un pueblo guerrero que ha interiorizado esa circunstancia y la ha aplicado a todas las facetas de su vida. Un pueblo que ha vivido militarizado durante siglos y que, aunque a algunos les pueda sorprender porque rompe algunos estereotipos interesados, es muy ¡¡dis-ci-pli-na-do!! Dice Harold Raley:
“Persiste la visión equivocada de España como país destruido por las guerras y la violencia social. Naturalmente, España ha experimentado tales desgracias en ciertos momentos de su historia, pero probablemente menos que la mayoría de las grandes naciones.”[3]
Los españoles son muy disciplinados porque su ética, en buena medida, es una trasposición de las virtudes y de los defectos castrenses. Obedece sin rechistar… mientras confíe en quien lo está mandando, mientras esté convencido de que sus dirigentes toman las decisiones buscando servir a los intereses generales. El problema surge cuando empieza a intuir que eso no es así, que el político de turno actúa, no ya al servicio de sus propios intereses (algo que puede disculpar, siempre que respete ciertas formas) sino al de intereses ajenos, al servicio de nuestros competidores o de nuestros adversarios.
Sitúense por un momento en la posición de un soldado que está combatiendo en la primera línea del frente y que empieza a sospechar que el oficial que le está mandando trabaja en realidad para el enemigo. Habrá un momento en el que se revuelva contra él y a partir de entonces ya no habrá piedad alguna. Un traidor es algo mucho peor que un enemigo. A un enemigo se le puede respetar, se le puede admirar en secreto si nos reconocemos en él, si comprendemos que está haciendo por los suyos lo mismo que nosotros hacemos por los nuestros. Con un enemigo leal cabe la negociación y es posible incluso la paz, cuando se den las circunstancias precisas para ello. Pero con un traidor no hay nada que hablar, nada que respetar. La traición es algo que nunca se va a olvidar. Los cristianos aún maldicen a Judas, dos mil años después, que evoca más desprecio que Herodes o que Caifás, que eran los que de manera deliberada y consciente llevaron a Cristo a la cruz. Esa es la percepción de la diferencia entre un traidor y un enemigo.
Pues bien, en la ética de un pueblo guerrero, lo peor que puede haber es la traición. Un traidor es alguien que, por la razón fuera, se pone al servicio del adversario. Y para las clases dirigentes e intelectuales españolas esa tentación siempre está presente por el complejo de inferioridad del que hablamos más arriba.
Resulta que las clases populares españolas, que han representado históricamente la función del soldado del que hablamos antes, hace siglos que empezaron a sospechar que los jefes que los mandan, deslumbrados por “las luces” que vienen del continente, están dispuestos a hacer méritos con nuestros vecinos del norte, incluso aunque así perjudiquen a los intereses de España.
Esa es la línea roja que puede llegar a convertir a una persona “progre”, “moderna” o “culta” en un verdadero “traidor” a su pueblo. Esa es, en el fondo, la locura de Don Quijote. Tantos libros de caballería había leído que se terminó volviendo loco y ya no era capaz de distinguir la ficción de la realidad, no tenía manera de diferenciar a un gigante de un molino.
Pero Cervantes no podía concebir que un personaje de esas características pudiera llegar a ponerse al servicio de los enemigos de su país, porque la España de su tiempo era la primera potencia planetaria y era el foco de buena parte de las innovaciones y de los cambios que estaban teniendo lugar en el mundo. Los “quijotes” que trabajan para el adversario vinieron después, a partir del siglo XVIII, y tienen a Godoy como paradigma.
La secuencia más clara y más ilustrativa de lo que vengo diciendo la podemos documentar leyendo toda la historia previa a mayo de 1808, las conspiraciones contra Godoy, el motín de Aranjuez, los sucesos del 2 de mayo y todo lo que vino después, así como las secuelas que dejó el conflicto y el desprecio que terminaron mereciendo, entre la mayor parte de la población, los “afrancesados”, muchos de los cuales, antes de 1808, habían formado parte de la intelectualidad progresista, que pretendía traer a España los avances científicos y sociales que estaban produciéndose en otros países más avanzados que el nuestro, y que no supieron darse cuenta en qué momento su admiración por la ciencia y la cultura se estaba convirtiendo en servilismo al servicio de los nuevos opresores.
Los sucesos de 1808 constituyen la secuencia más completa del proceso de toma de conciencia y de rebelión contra las directrices emanadas del poder político, pero ese no es el único momento de nuestra historia en el que ocurre algo semejante. Ya hay antecedentes en la Edad Media, cuando Alfonso X el Sabio, obsesionado con la posibilidad de ser nombrado emperador de Alemania, empieza a gastar todas sus energías y su dinero (que era el dinero de Castilla) al servicio de ese objetivo y se encuentra con el levantamiento armado de su hijo y heredero –Sancho IV el Bravo- y del 90% del ejército castellano, que cierra filas alrededor del monarca que no se ha rendido ante los cantos de sirena que vienen de Alemania[4]. Después veremos algo parecido, pero con mucha menos amplitud, cuando Carlos I marche a Alemania para ser coronado emperador y en Castilla tenga lugar la “Guerra de las Comunidades”. A principios del siglo XVIII, en la “Guerra de sucesión Española”, las fuerzas del archiduque Carlos de Austria fueron acorralando a las de Felipe V hasta que las primeras (que tenían el apoyo de catalanes, valencianos y aragoneses) llegaron a la Meseta. La visualización de la presencia de ejércitos extranjeros en las estepas mesetarias fue el revulsivo que desencadenó la aparición de los “cuerpos francos”, un verdadero ejército popular precursor de las “guerrillas” que se verán en la guerra contra Napoleón y que conducirían a la victoria al candidato borbónico. Un siglo después sería también la visualización de la presencia de tropas francesas en la Meseta la que desencadenó el Motín de Aranjuez y todo lo que vino después.
¿Pero que tiene todo esto que ver con nuestra vida? ¿En que se parecen todas estas historias de guerras y de sublevaciones con nuestra pacífica vida actual? Pues mucho más de lo que a primera vista pueda parecer.
De entrada porque tengo la percepción -y veo que compartida con muchas decenas de miles de personas- de que estamos viviendo, una vez más, una nueva situación límite a niveles colectivos. Una situación límite que también se siente como tal en otros muchos países, además del nuestro. Tengo la sensación de que el “gran proyecto europeo”, que ha servido a nuestros acomplejados dirigentes como banderín de enganche para conseguir esa respetabilidad internacional que llevan siglos buscando, se está convirtiendo en un agujero negro desde el que lo más reaccionario que hay en nuestro continente está actuando para producir una involución que acabe con el estado social europeo. Tengo la sensación de que nuevas legiones de “godoys”, los conversos de la nueva religión neoliberal están sufriendo un “afrancesamiento” de nuevo tipo y preparando un golpe de estado como el que intentaban cuando se produjo el Motín de Aranjuez y todo lo que vino después. En realidad ese primer motín ya se ha producido (lo conocemos como 15-M) y nos dirigimos hacia el segundo (hacia un nuevo 2 de mayo).
Las circunstancias, ciertamente, son diferentes. Nunca hay dos secuencias históricas idénticas, pero no debemos descartar a la ligera los paralelismos históricos por aquello de que “quien no conoce la historia está condenado a repetirla”.
Llevamos casi dos años escuchando la cantinela de que “hay que dar una señal a los mercados” ¿Quieren una prueba de cargo más explícita que esa de la traición de nuestros dirigentes? Tenemos a los dos grandes partidos de nuestro parlamento compitiendo para ver cuál de los dos es más servil con las instituciones que representan al gran capital internacional, unas instituciones que han decidido -a juzgar por su comportamiento- liquidar el capitalismo y matar a la gallina de los huevos de oro. ¿A quién pretenden seguir mandando una vez que hayan roto los consensos sociales en los este sistema se basaba?
¿Se acuerdan del atentado del 11 de marzo de 2004 y de las elecciones que tuvieron lugar 3 días después? ¿Recuerdan como bastaron 3 días para que unas torpes y vacilantes explicaciones de lo que la policía había averiguado generaron la sensación de que algo se nos estaba ocultando y, como consecuencia, se produjera un inesperado vuelco electoral? Bastaron 3 días para que dos millones de personas decidieran cambiar el sentido de su voto y consumar un castigo electoral que cambió la historia de este país. Bastaron 3 días para que el sexto sentido, el instinto de un pueblo que mira a los ojos a sus dirigentes cuando hablan, se percatara de que algo estaban escondiendo y decidieran apartar del poder a los “trasmisores de consignas”.
De eso no hace 200 años sino tan solo siete. No estamos hablando de la Guerra de la Independencia, sino de nuestro tiempo y también de nuestro país. Y durante el pasado mes de junio, ayer prácticamente, se le dio un histórico castigo al partido que acababa de aplicar la tijera contra los pensionistas, funcionarios y trabajadores en general.
Pero parece que nuestros políticos no han tenido bastante. Los flamantes gobiernos autonómicos han vuelto a coger la tijera con la intención de continuar por esa senda para seguir “dando señales a los mercados”…
Dicen que no hay peor ciego que quien no quiere ver y peor sordo que quien no quiere oír. Pues bien, continúen por ese camino, a ver hasta dónde llegan…
[1] Citado por RALEY, Harold: El espíritu de España (Madrid. Alianza Editorial. 2003).
[2] JULIÁN MARÍAS. 2002. España Inteligible. Madrid. Alianza Editorial.
[3] RALEY, Harold: Ibíd.
[4] Por cierto, es en ese episodio histórico en el que la ciudad de Sevilla obtiene su escudo actual y el NO8DO (no-madeja-do) que en él figura como lema, ya que Sevilla estaba entre el 10% de los que se mantuvieron fieles a su causa.
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