jueves, 20 de diciembre de 2012

El despliegue continental



La aparición, en el continente americano, de la Civilización Hispana es uno de los grandes hitos de la Historia de la Humanidad. Es un acontecimiento comparable a la construcción del Imperio Romano. Como éste, incorporó a la dinámica histórica de la Civilización Occidental a una vasta región, poblada por una gran diversidad de pueblos, lo hizo a un ritmo lo suficientemente pausado como para que calara y se asentara y fue capaz de convertir a la lengua española y a la religión católica en los vehículos de integración más potentes que nunca se hayan visto en el Hemisferio Occidental.

El Imperio español en América es, junto al romano y al chino, uno de los más vastos constructores –en sentido material- que jamás haya existido en el pasado. Fundó miles de ciudades, construyó centenares de puertos, calzadas, caminos...

En 1538 se fundó, en Santo Domingo, la primera universidad del Hemisferio Occidental. Algunos años más tarde le seguirían las de Lima y México. En 1539 se inauguraría, en México, la primera imprenta del Nuevo Mundo, a la que muy pronto le seguirían otras. En 1536, Fray Bernardino de Sahagún, fundará el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, con la misión de educar a los jóvenes pipiltin (nobles aztecas). Esta institución se convertirá, muy pronto, en un centro de investigación de la lengua y de la cultura nahualt. Una parte de sus investigaciones terminaron plasmándose en la obra Historia general de las cosas de Nueva España, del autor ya citado. En 1546 verá la luz el primer libro publicado en la lengua de los aztecas: Doctrina cristiana breve traducida en lengua mexicana, de Juan de Zumárraga, primer obispo de Tenochtitlán.

Y algo parecido sucedió en el antiguo imperio de los incas. Uno de los individuos más representativos del proceso que siguió a la conquista de éste por parte de Pizarro y sus hombres fue el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616). Hijo de Sebastián Garcilaso de la Vega -miembro destacado de la primera expedición de conquista del Perú- y de Isabel Chimpu Ocllo, nieta del Inca Túpac Yupanqui y sobrina de Huayna Cápac. Este hombre es un príncipe indígena –lleva en sus venas sangre real-, pero es mestizo. Recibirá una esmerada educación en el Colegio de Indios Nobles del Cuzco, que había sido fundado en 1535. Garcilaso compartió pupitre con sus primos Paullu Inca y Tito Auquí, hijos de Huayna Cápac y, también, con los hijos naturales –mestizos como él- de Francisco y Gonzalo Pizarro. Como sabemos, el Inca Garcilaso es un referente literario del Renacimiento español y vivió la mayor parte de su vida con su familia paterna en España, donde se convirtió en el mayor divulgador de la historia y la cultura de la civilización inca.

La expansión de los españoles por las nuevas tierras descubiertas trajo consigo, desde los primeros momentos, una fuerte imbricación entre estos y los indígenas. Para los hispanos era fundamental establecer una poderosa relación con los indios porque eran conscientes de que de ella dependía su propia supervivencia en un territorio en el que eran una insignificante minoría.

Pero entre el descubrimiento de Colón (1492) y la fundación de la ciudad de Veracruz (1519) -que marca el comienzo de la conquista del primer gran imperio prehispánico- transcurrieron 27 años, es decir, una generación completa. Ese tiempo, que podemos llamar Fase de aclimatación, fue determinante para la definición de algunos de los elementos que después caracterizarán a los españoles de ultramar. Durante ese período se moverán con relativa lentitud –si comparamos su actuación con la de la siguiente generación-. Su cuartel general se establecerá en la ciudad de Santo Domingo, desde donde saldrán viajes de exploración hacia todos los territorios ribereños del Mar Caribe y el Golfo de México, aunque las campañas de conquista se concentrarán, durante años, en la Isla de la Española. Más adelante se producirá el salto a la de Cuba y, al final, se establecerán los primeros asentamientos continentales en el Istmo de Panamá.

Durante ese tiempo los españoles tomarán conciencia, en el reducido marco de La Española, de la problemática específica que para ellos presentaba el Nuevo Mundo. Allí tomaron contacto con el medio físico tropical, con unos pueblos que vivían en la prehistoria, con una flora y una fauna exuberantes y extrañas y con unas enfermedades desconocidas para ellos.

La relativamente elevada concentración de hispanos en la isla citada expuso a estos y a los indígenas a un alto riesgo de contagio a las nuevas enfermedades, que en el caso de los taínos –pueblo que habitaba la mayor parte del territorio que constituyen las Grandes Antillas- resultó fatal.

Se ensayaría el régimen de encomiendas, que pretendía aplicar el sistema de servidumbre feudal a los indios. La combinación de trabajos forzados, sublevaciones indígenas y enfermedades víricas europeas llevaron a su casi extinción a los nativos de La Española. Entre los blancos la mortalidad también fue bastante elevada, pero el hecho de poseer una posición social más preeminente, un mejor acceso a los remedios conocidos contra las enfermedades del país, así como la continua afluencia de nuevos inmigrantes, hizo crecer bastante sus efectivos, al igual que el de los negros africanos que empezaron a aparecer en la zona para reemplazar las bajas que se estaban produciendo entre los indígenas.

La disminución drástica de las poblaciones indias en La Española provocará un vivo debate entre sus habitantes. Pronto destacará, entre las voces que clamaban contra el sistema de encomiendas, la de Fray Bartolomé de las Casas (1484-1566), que había sido, de hecho, un encomendero más[1]. En 1510 se ordenará sacerdote. Poco a poco se va enfrentando de forma cada vez más abierta a ese sistema y termina viajando a España, donde se entrevistará con Fernando el Católico y con el Cardenal Cisneros, que lo nombrarán “protector de los indios” en 1516. Desde entonces intentará poner en marcha una especie de misión, en Cumaná –actual Venezuela-, en una zona que el rey le cedió en exclusiva. El experimento resultó un fracaso porque los indios se rebelaron. No obstante, el movimiento en defensa de los indígenas siguió adelante e inspiró las nuevas propuestas sobre el Derecho de gentes, de Francisco de Vitoria (1486-1546) y terminó influyendo en la redacción de las Leyes Nuevas de Indias (1542), según las cuales los indígenas fueron definidos como “súbditos libres” del rey de España y puestos bajo la protección de la corona.

En 1552 se publicará en Sevilla la obra “Brevísima relación de la destrucción de las indias”, del citado Fray Bartolomé que será, desde entonces, la obra básica de referencia para todo aquél que quisiera entrar en el debate y suministrará bastante munición a todos los adversarios de España. Desde entonces se han vertido ríos de tinta sobre este asunto y se han publicado infinidad de libros al respecto. Cada cual, obviamente, ha “arrimado el ascua a su sardina”, como diría un castizo, pero lo que sí ha quedado meridianamente claro es que el tema de los derechos de los indios era una preocupación para los españoles del siglo XVI que provocaba apasionados debates “en la plaza pública”. En ningún otro país estos asuntos han levantado una polvareda tan notable y mucho menos en una época tan temprana. El debate en España se planteaba, evidentemente, sobre los indios que dependían de su propia corona, sobre cuya condición era posible hacer algo; no como en Holanda o Inglaterra que hablaban de los indios que dependían de su enemigo. En el primer caso estamos ante un debate ético, en el segundo, obviamente, ante uno político en el que toda la argumentación que podía utilizarse tenía que basarse necesariamente en fuentes españolas y que -más que ayudar a los indígenas- lo que pretendía era debilitar a su adversario. Cuando ellos llegaron a desempeñar –con respecto a los nativos de sus territorios de ultramar- papeles comparables a los de los españoles, pasaron de puntillas sobre todos estos asuntos.

Pero éste es tan sólo el primer capítulo del despliegue de la civilización hispana en el Hemisferio Occidental. El proceso adquirirá caracteres épicos cuando sus hombres se adentren en la tierra firme y se enfrenten a los grandes imperios prehispánicos. Durante la primera generación, en las Antillas, se había empezado a forjar el tipo humano que después “asaltaría” el Nuevo Mundo. Allí se familiarizaron con aquél espacio geográfico, con los hombres y con el clima. Y también murieron gran cantidad de individuos que no pudieron adaptarse a las circunstancias, desarrollándose el tipo “mutante” de seres que aquél medio seleccionó. A la altura de 1519 ya estaban listos para protagonizar la gran epopeya.

Ese año comenzaron dos grandes empresas que cambiarían el curso de la Historia. En el puerto de Sevilla cinco naves se hacían a la mar, comandadas por Fernando de Magallanes, con el propósito manifiesto de encontrar un paso, al sur del continente americano, que franqueara una ruta hacia Asia por el oeste. Tres años después, la única nave superviviente de aquellas cinco –la nao Victoria- arribaba de nuevo a Sevilla, después de haber completado la primera vuelta al mundo. Por el camino había muerto Magallanes, lo que obligó a tomar el mando a uno de sus contramaestres –Juan Sebastián Elcano-. Habían descubierto el Estrecho de Magallanes, la Tierra del Fuego, las islas Filipinas, etc. y atravesado el Océano Pacífico –al que ellos bautizaron con ese nombre- por su parte más ancha.

Simultáneamente Hernán Cortés desembarcaba en el actual territorio mexicano, con 550 hombres -más 200 auxiliares nativos y africanos- con el propósito manifiesto de conquistar nada menos que el Imperio Azteca. El primer acto de aquella campaña militar fue la fundación de la ciudad de Veracruz, desde donde se pondrán en marcha en dirección a la capital –México-Tenochtitlán-, desplegando por el camino una gran actividad encaminada a recabar el apoyo de todos aquellos pueblos que estaban enfrentados con el poder azteca. Cuando se presentaron a las puertas de Tenochtitlán su ejército –que se había ido engrosando con la incorporación de los totonacas y los tlaxcaltecas- superaba ampliamente los cuatro mil hombres.

Tras una gran cantidad de vicisitudes, entre las que hubo multitud de enfrentamientos armados y en las que los españoles fueron diezmados y recibieron también nuevos refuerzos desde los puertos antillanos hispanos, Cortés pondrá finalmente cerco a la capital azteca –en mayo de 1521- con un ejército que, según la Tercera carta de relación que el propio conquistador remitió a Carlos I, estaba compuesto por unos 900 españoles y 75.000 indígenas –más de la mitad de los cuales eran de etnia tlaxcalteca-. El asalto se produciría durante el mes de agosto y los combates fueron de una gran dureza.

Desde los últimos meses de 1521 la ciudad de México se convirtió en la gran capital del norte del Imperio continental español. En 1535 todos estos territorios se convertirán en el Virreinato de Nueva España, que integró a todos los dominios españoles de América del Norte, central y de las Antillas, así como los de Asia y Oceanía. Un espacio geográfico que, en 1790, tenía una extensión territorial de 7 millones de km2 y una población estimada de 6 millones de habitantes.

Inmediatamente después de la conquista de México, Francisco Pizarro –que era pariente de Cortés y alcalde de la ciudad de Panamá-, comienza a recabar apoyos para conquistar otro imperio cuyos informadores situaban mucho más al sur. Se trataba del Imperio Inca.

Tras constituir una sociedad con Diego de Almagro y Hernando de Luque –a la sazón cura de Panamá y persona con influyentes contactos-, obtener el apoyo financiero del licenciado Espinoza –que pidió expresamente mantenerse en el anonimato-, conseguir el visto bueno de la corona y llevar a cabo algunos viajes de exploración para localizar el citado imperio, por fin cruzará los límites septentrionales de éste y se adentrará en dicho territorio -con un ejército de 180 hombres y 37 caballos- en 1531.

El plan era reproducir exactamente el guión de la conquista de México, para ello debía intentar aprovechar los enfrentamientos indígenas y tomar partido por algún grupo que estuviera siendo acosado por el núcleo dominante, debía hacer un alarde de fuerza -¡con 180 hombres!- y de audacia, capturar al emperador y utilizarlo como prenda para someter al país con ayuda de los partidarios que se le fueran uniendo.

Providencialmente –para ellos- el Imperio Inca estaba en ese momento sufriendo una crisis sucesoria. Se hallaban en plena guerra civil entre dos aspirantes a la corona, Huáscar y Atahualpa. Cuando aparece Pizarro el conflicto está ya terminando, con la victoria de las huestes de Atahualpa. Después de morir Huáscar sus partidarios estaban siendo perseguidos por los vencedores. Esta situación militar permitirá a los conquistadores seguir el guión preestablecido sin alterar ni una coma. Para colmo, los ejércitos del Inca, en su campaña de hostigamiento a sus adversarios, estaban combatiendo precisamente en las regiones del norte; muy cerca, por tanto, del lugar por el que Pizarro había penetrado.

Pronto contactan los conquistadores con algunos de los partidarios de Huáscar, que se hallan en plena desbandada. Estos les ponen al tanto de la coyuntura política que atraviesa el Imperio y les guían por el país, informándoles de las posiciones del ejército del Inca y del número de efectivos con que cuenta. Con una temeridad rayana en la inconsciencia se dirigen hacia el lugar donde se encuentra el núcleo central del ejército imperial. Pizarro y Atahualpa se intercambian embajadas y conciertan una cita en la Plaza Mayor de la ciudad de Cajamarca el 16 de noviembre de 1532, encuentro al que los españoles llegarían primero, lo que les permitiría preparar el escenario para recibir adecuadamente a su interlocutor. Allí, ante la atónita mirada del monarca, en unos pocos minutos los hombres de Pizarro escenifican una audaz operación de “comandos” que tenían ensayada, en la que capturan a éste, en medio de la sorpresa causada por las maniobras de distracción desplegadas por la acción combinada de la caballería, un pequeño cañón y varias trompetas que habían preparado al efecto.

A partir de la captura de Atahualpa el sometimiento de la mayor parte del territorio fue relativamente fácil, lo que no impidió que un sector de la nobleza “atahualpana” continuara la resistencia durante cuarenta años más, replegándose hacia las zonas más agrestes de la cordillera andina, donde hay constancia de ella hasta la década de los setenta del siglo XVI.

Siguiendo el modelo mexicano, en 1542 se constituyó el Virreinato del Perú, que tendría como núcleo originario a los territorios que habían formado parte, previamente, del Imperio Inca. La capital se estableció en Lima, ciudad fundada por Pizarro en 1535, cerca de la costa del Océano Pacífico, a una altitud de 100 metros sobre el nivel del mar. La histórica capital de los incas –Cuzco- fue descartada como sede por su elevada altitud –3.400 metros- y por sus dificultades de acceso.

Al igual que había sucedido en el norte con la ciudad de México, Lima se convierte pronto en la gran capital del sur de los dominios españoles, extendiendo su autoridad mucho más allá de los confines del territorio inca. Desde allí el Virrey del Perú impondrá su jurisdicción por la totalidad de las posesiones españolas de América del Sur, incluyendo la actual República de Panamá y excluyendo a la de Venezuela. Un vasto espacio geográfico que pronto se estructurará como un verdadero imperio, subordinado a las autoridades peninsulares pero con un grado notable de autonomía.

México y Lima, desde entonces, se transforman en los dos núcleos que articulan y administran el despliegue continental de los españoles por el Nuevo Mundo, constituyéndose en las metrópolis del Hemisferio Occidental.

El Imperio español en América se superpone, como una nueva capa geológica que sepulta a las más antiguas, sobre los dos grandes imperios prehispánicos; que se convierten así en la plataforma sobre la que se sustenta la nueva superestructura. Los españoles se sitúan en la cúspide de la pirámide social. Pero son muy pocos[2]. La clave de su dominación hay que buscarla en el mantenimiento de las inercias previas. Por todo esto podemos afirmar que el Imperio español es una estructura mestiza, no ya por la composición étnica de su población –que también-, sino porque su dinámica histórica es un injerto de la española sobre troncos americanos y porque la fusión de ambas ha creado una aleación nueva que presenta unas propiedades diferentes a las de sus elementos constitutivos originarios[3].

El primer contacto de los españoles con el continente americano se produjo en las Antillas, desde allí se saltó hacia Centroamérica y México, también hacia las costas antillanas de Colombia y Venezuela. Pero, una vez asentados en Mesoamérica y en el Istmo de Panamá, las siguientes fases de su despliegue usarán al Océano Pacífico como canal de penetración en el resto del continente –incluyendo las colonias atlánticas vertebradas por el Río de la Plata-. Eso significa que buena parte de su proceso expansivo se efectúa “por detrás” de la fachada más visible para los demás europeos; de tal forma que durante generaciones el Pacífico fue un mar español -porque sólo lo surcaban naves de esta nacionalidad- y cuando sus competidores lo alcanzaron siguió siendo predominantemente español durante varias generaciones más. Hay territorios, como por ejemplo las islas Filipinas, que más que colonias españolas lo fueron de sus virreinatos americanos.

Si observamos un mapa físico del Hemisferio Occidental nos percataremos rápidamente de que estamos ante el continente más alargado –en el sentido de los meridianos- del planeta Tierra; que ese conjunto es atravesado, desde un extremo hasta el contrario, por una inmensa cordillera que lo vertebra y que lo hace muy cerca de sus costas occidentales. En dos puntos de esta serie de cadenas montañosas estuvieron situados los núcleos originarios de los imperios azteca e inca. Desde ellos se articuló la expansión terrestre de los españoles, que se sustentó, desde el primer momento, en los grupos étnicos de esas zonas y que, con su ayuda, sometió al resto. Un imperio que se expandió a través de una orografía a la que el hombre europeo se adaptaba con dificultad.[4] Estas dificultades son un obstáculo importante para la expansión física del hombre blanco[5], lo que obliga a los hispanos a transformarse para poder adaptarse a esos nuevos territorios.

El Imperio español, como ya desarrollé en otro artículo[6], ha sido el Imperio Transversal por antonomasia; el que ha sido capaz de mantener unidos durante varios siglos a pueblos que habitaban en glaciares, alta montaña, climas mediterráneos, desiertos cálidos, desiertos fríos, selvas vírgenes tropicales y ecuatoriales, etc… a pueblos volcados sobre el mar junto con otros que estaban sólidamente asentados en altas mesetas. Con todos ellos los hispanos han sido capaces de imbricarse, de hibridarse y de embarcarse en un proyecto común integrador al que hoy llamamos Hispanidad. La religión que llevaron consigo a los territorios conquistados ha demostrado, igualmente, una importante potencia sincrética, una gran capacidad de absorción y de integración de las creencias nativas. Si durante el Bajo Imperio Romano y la Alta Edad Media los cristianos crearon un verdadero panteón -que reemplazó en sus funciones a los diferentes dioses paganos- y lo integraron en el santoral, esa potencialidad volvió a revelarse preciosa, tanto en la América española como en la portuguesa, para poder crear país, para integrar a la gran diversidad de pueblos, de lenguas y de grupos étnicos que habitaban las tierras americanas. Y mientras los ibéricos estiraban dicho panteón, incluyendo nuevos santos como Santa Rosa de Lima o San Martín de Porres[7] y creaban nuevas advocaciones marianas o cristológicas que terminaban convirtiéndose en las más veneradas del orbe católico[8], mientras los antiguos incas reintroducían a la Pachamama –la Madre Tierra- en el universo de las creencias de los pueblos andinos recién cristianizados, el resto de pueblos europeos se enrocaban, de manera cada vez más intensa, en el monoteísmo semítico, en el que la divinidad se va volviendo cada vez más abstracta. Tanto que se termina perdiendo, sustituida por todo tipo de entes metafísicos.

Desde que los portugueses empezaron a tomar posiciones en África y los españoles en América, el fenómeno que hoy llamamos globalización empezó a desplegarse, fruto de la apertura de canales de comunicación y de intercambio entre los diversos ecosistemas terrestres.

El mundo hispánico, que se forjó durante el largo milenio medieval en medio de una tierra fronteriza, continuó expandiendo esa frontera por las tierras de ultramar y allí volvió a demostrar, como ya lo había hecho en la Edad Media peninsular, que sus hombres supieron encontrar su encaje particular en cada uno de los contextos sociológicos en los que se fueron insertando. Como dijo Mathew Restall actuaron como “empresarios armados” que lideraron los procesos de integración locales que tuvieron lugar en los heterogéneos hábitats existentes en el Nuevo Mundo. Además, hubo contigüidad territorial entre ellos, poderosas sinergias que reforzaron su impacto y suficiente continuidad en el tiempo como para forjar una verdadera civilización, de carácter mestizo, que ha llegado hasta nuestros días con la suficiente fuerza interior como para competir con éxito en la sociedad globalizada del siglo XXI.

Un continente americano vertebrado por una cordillera que lo atraviesa de norte a sur, poblada por grupos étnicos indígenas hibridados con los hombres de la frontera ibéricos que han sabido crear –todos juntos- un nuevo horizonte cultural con una poderosa personalidad; firmemente asentados sobre un territorio agreste –fundidos e identificados con él-. Un canal que perfora los límites que separan a todos los ecosistemas terrestres, creando un espacio privilegiado de comunicación entre ellos, que comparte lengua y creencias. Un universo ideológico que ha sabido hacer sitio a una miríada de grupos étnicos diferentes, reconociéndolos a todos como parte de un proyecto común: la Hispanidad. Un cortocircuito planetario que funde en un mismo crisol a los hombres del desierto con los de la selva, a los de la Pampa inmensa con los de la Puna, a blancos, indios y negros; aztecas, mayas, incas y españoles. Este magma que atraviesa el Hemisferio Occidental del Planeta Tierra no es otra cosa que un anticipo del porvenir, del futuro mestizo que se abre paso, cada vez más poderoso, por todo el orbe. 


[1] Recibió una encomienda en La Española en 1502 y otra en Cuba en 1514.

[2] El  número total de blancos, en el conjunto del Virreinato de la Nueva España, era de 63.000 en 1570, 600.000 en 1759 (240 años después de la llegada de Cortés a México) y de un millón en 1800. Se estima que la población indígena era de unos 10 millones de habitantes en el siglo XVI, 8 en el XVII, 7 en el XVIII y 3,5 en el XIX. Los mestizos, por su parte son 1,5 millones a principios del siglo XIX. Los negros nunca sobrepasaron la cifra de 20.000. En 1800 la población de la España peninsular era superior a la población total de este virreinato y no demasiado inferior a la suma de todos los habitantes de los virreinatos americanos del Imperio español.

Como comparación diremos que la población de las trece colonias inglesas que terminarían dando origen a los Estados Unidos de Norteamérica tenían 210.000 habitantes en 1690 y 2.121.376 habitantes en 1770 -de los cuales 1.664.279 eran de raza blanca (78,5 %) y 457.097 de raza negra (21,5 %) y esclavos en su inmensa mayoría. (http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/1637.htm 26/1/2009)-. Detrás de la poderosa expansión demográfica de este país no sólo se encuentran los disidentes religiosos ingleses de los siglos XVII y XVIII, sino buena parte de los excedentes de población de todo el continente europeo, así como gran cantidad de negros africanos obligados a cruzar el Atlántico y a trabajar para los aristócratas blancos instalados en los territorios más meridionales de aquellas colonias. Podemos decir que tenían a todo un continente detrás. Esta potencia expansiva imprimió un ritmo vertiginoso a los procesos históricos que tuvieron lugar en Norteamérica, creando una sociedad con un “tempo histórico” más acelerado.

El “choque de trenes” que se intuía, entre hispanos y anglosajones -ya a la altura de 1800-, fue entrevisto por Hegel, que dio por altamente probable la victoria anglosajona. Al fin y al cabo los españoles eran un pueblo “retrógrado” y relativamente débil para el grueso de los ilustrados y de sus herederos intelectuales. Además, la Historia parecía jugar a favor de Inglaterra y en contra de España; la Historia de los cronistas de las cortes victoriosas de la época, claro.

[3] Ver artículo: “Los imperios mestizos”, http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/los-imperios-mestizos.html

[4] La caja torácica de un europeo no está adaptada para vivir en una ciudad como Cuzco que se halla situada a 3.400 metros de altitud o La Paz, que está a 3.600 m.

[5] Aunque los españoles -buena parte de los cuales proceden de una amplia meseta que presenta una altitud media de 600 metros sobre el nivel del mar o de zonas de montaña con una altitud más elevada todavía- son uno de los pueblos europeos mejor adaptados a este tipo de orografías. La aclimatación a los entornos mexicano y colombiano no presentó para ellos ninguna dificultad especial. Por el contrario, el nombre de Nueva España con el que bautizaron a la región donde habitaban los aztecas se debe a la gran semejanza que encontraron en el clima y la vegetación imperantes en la zona con respecto al de la Meseta Central española. Cortés, que era extremeño y procedía por tanto de ella, después de vivir durante años en el húmedo clima antillano de la isla de Cuba, debió sentir -al adentrarse en Mesoamérica- que estaba, en cierto modo, volviendo a casa.

Sin embargo, los altiplanos andinos eran otra cosa. Los 3.000 y 4.000 metros de altitud tan corrientes en ellos eran excesivos incluso para los montañeses ibéricos.


[7] Primer santo negro de América.

[8] como por ejemplo la Virgen de Guadalupe.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

La Nueva Frontera



Desde 1492 los españoles se proyectaron sobre todo un continente, desplegándose por un inmenso territorio que excedía, con diferencia, las dimensiones, no ya de la Península Ibérica, sino de todo el Occidente cristiano medieval. En América los españoles descubrieron una faceta de sí mismos que ignoraban. Se encontraron situados en medio de un universo cultural que les resultaba absolutamente desconocido y que les obligó a redefinirse. Allí su experiencia acumulada de 800 años de lucha en la frontera reveló una formidable potencialidad. Digamos que América amplificó algunas de las características que singularizaban el alma española y transformó lo que hasta entonces había sido una historia local en una epopeya que tendría finalmente alcance universal.

Siguiendo el símil biológico que hemos venido utilizando con frecuencia, es como si un pequeño grupo de individuos hubiera quedado aislado durante generaciones en un hábitat singular y durante ese tiempo hubiera ido acumulando mutaciones genéticas hasta constituir una variedad netamente diferenciada del resto de su especie. Y un día, de pronto, se abre una ruta hacia un nuevo continente, sobre el que se vuelca y se multiplica. Varios siglos después resulta que aquella variedad local singular, que había permanecido tanto tiempo aislada, está tan extendida y tiene tantos individuos como la originaria de su especie.

Desde que Colón volvió de su primer viaje se ha repetido hasta la saciedad la expresión “Nuevo Mundo” para referirnos al continente americano. Y es que ciertamente América no era un continente más. Era inmenso –de las dimensiones de Asia-, aislado, relativamente poblado y virgen –para los no americanos claro-, que había venido evolucionado hasta entonces por separado. Todos estos elementos le convertían, efectivamente, en otro mundo, absolutamente nuevo –para los habitantes del “viejo”- y convertía su “descubrimiento” en un acontecimiento histórico de primer orden.

No sabemos cómo podría haberse producido el encuentro entre los habitantes de los “dos mundos” sin la mediación española. Algunos escritores nos han hablado de otros contactos anteriores. Lo que está claro es que cada nuevo autor que nos muestra el posible o hipotético pre-descubrimiento de América por parte de algún otro pueblo, distinto del español, está subrayando, normalmente sin pretenderlo, el abismo que separa el comportamiento de los “hombres de la frontera” de el del resto de la humanidad medieval o, incluso, antigua.

La comparación más cabal que podemos hacer es con el imperio portugués. Recordemos que desde un siglo antes del “descubrimiento” este país se dedicó de manera sistemática a explorar la costa africana con el propósito manifiesto de encontrar una ruta de navegación hacia la India. Por el camino tuvieron que superar algunos poderosos obstáculos que se interponían en su trayectoria. El más potente de los cuales terminó siendo el misterioso comportamiento de los vientos atlánticos. Finalmente terminaron arrebatándole al Océano uno de los enigmas que mejor había guardado hasta entonces. Una vez averiguado el gran secreto, pasaron ellos a administrarlo –no iban a dárselo gratis a sus adversarios- y diseñaron lo que ha dado en llamarse la “política de sigilo”, que no era otra cosa que enseñar las artes de navegación portuguesa y el acceso a sus cartas de navegación al mínimo número de personas posible –como si de una sociedad secreta se tratase- y de obligarles a mantenerlas ocultas. Así lo harán durante generaciones, protegidos por falsas leyendas cuya misión era la de atemorizar o desanimar a cualquier potencial competidor. Y si los temores inducidos no eran suficientes para algunos, ya se encargaba la marina portuguesa de eliminar físicamente a los curiosos osados –que eran casi siempre marinos castellanos procedentes de los puertos atlánticos andaluces-.

Lo poco que sabemos acerca de la posible presencia de vikingos o chinos en tierras americanas aparece siempre rodeado de secretos, de olvidos seculares... Y si seguimos remontándonos en el tiempo y/o establecemos comparaciones con otros descubrimientos geográficos importantes –la circunnavegación de África, llevada a cabo por naves cartaginesas, por ejemplo, o el monopolio fenicio de la ruta que conducía hasta el Atlántico, así como la posterior ocultación de las rutas del estaño, una vez que se abrió el Atlántico a las naves romanas, etc.- siempre vemos repetirse la misma historia: el que descubre algo se lo calla y lo monopoliza todo el tiempo que puede, lo que retrasa bastante los ulteriores procesos históricos derivados del descubrimiento o, incluso, los frena totalmente si su conocimiento llega a perderse.

El descubrimiento de América por parte española, sin embargo, no se ajusta a ese patrón universal. Y precisamente por eso es revolucionario e irreversible. Si tuviéramos que reflejar con una frase la diferencia entre éste y los demás sólo necesitaremos tres palabras: “luz y taquígrafos”. El eco del primer viaje colombino llegó, de manera inmediata, hasta los confines de la Tierra y en el debate acerca de las posibles consecuencias de ese descubrimiento participaron todos los que estaban vivos y “conectados” a la sociedad de su tiempo. Se supone que Cristóbal Colón era italiano, e italiano también fue Américo Vespucio; Magallanes, por su parte era portugués; los tres dirigieron expediciones de exploración o de conquista en nombre de los reyes de España.

Colón le propuso su viaje, en primer lugar, al rey de Portugal. Con Magallanes sucedió lo mismo. Vespucio era un erudito que trabajaba para los Médici y que estaba al tanto de todo cuanto sucedía en su época. Los tres acabaron en España porque era el único lugar del mundo en el que, en ese momento de la Historia, podían llevar a cabo sus proyectos. Hay por tanto, en los tres casos, un aire de inevitabilidad, cierto determinismo que empuja, a las mentes que intentaban abrir nuevas rutas hacia lo desconocido, hacia el país fronterizo por antonomasia. ¿Desde dónde podrían construir si no una Nueva Frontera?

No son los únicos extranjeros que participaron en la aventura americana, aunque sí los más destacados. Américo Vespucio, abriría un debate público en el que mantuvo que los descubrimientos colombinos no tenían nada que ver con Asia -como hasta entonces se había creído- sino que el Nuevo Mundo era un continente nuevo y diferente de todos los que hasta entonces se conocían. Por esa razón diversos autores empezaron a llamar “América” –es decir, el continente de Américo- a esta nueva tierra recién descubierta. Estos datos por sí solos ilustran, con bastante claridad, lo que venimos diciendo. Lo fundamental del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo por parte española sucedió a la vista de todos. Tenemos serias dudas de que tal cosa hubiera tenido lugar si los protagonistas de esta aventura hubieran sido otros.

Y esta formidable publicidad que se le dio al descubrimiento americano no obedeció a la voluntad de los reyes –posiblemente ellos hubieran querido tener un mayor control sobre todos estos acontecimientos y administrar la información que salía hacia el exterior- sino a la idiosincrasia particular de la sociedad española, que tenía una dinámica propia y autónoma con respecto al poder político y un impulso expansivo extraordinario, que no podía pararse a analizar los pros y los contras de cada decisión a tomar, sino que actuaba primero y reflexionaba después. El español es un pueblo que huye de las abstracciones y vive sumergido en lo concreto.

Pero el descubrimiento y conquista del continente americano, por parte de los españoles, siguió dando sorpresas después de Colón y tuvo lugar de una manera muy diferente a las llevadas a cabo por el resto de pueblos colonizadores. Lo primero que hay que resaltar es que la iniciativa siempre la llevó la sociedad: Recordemos cómo se produjo éste: un individuo particular -que ni siquiera era súbdito de los reyes de España- se presenta en la corte con un proyecto que, supuestamente, abrirá a la conquista española un nuevo continente. Y pide a cambio financiación, exclusividad, respaldo político y señorío sobre las tierras que descubra y conquiste, para él y para sus descendientes. Las categorías mentales que manejan las dos partes en el proceso de negociación son las de los hombres medievales, y en él se refieren a la hipotética tierra a conquistar en los mismos términos en que lo harían si se tratara de conquistar una comarca fronteriza a los musulmanes. Con la salvedad de que aquí se está hablando de una tierra hipotética, inmensa y en la cual la persona jerárquicamente subordinada –Cristóbal Colón- pide cosas que no se le hubiera ocurrido pedir a un noble medieval, por la sencilla razón de que se siente fuerte, ya que él posee “un secreto” que es la llave de los nuevos reinos a conquistar.

Esta primera negociación colombina con los monarcas sirvió de patrón a las que vinieron después. En las siguientes, un particular propone a estos explorar y conquistar una región determinada del continente, en nombre del rey. En el compromiso quedan reflejados unos límites geográficos y también temporales para llevar a cabo la conquista. El individuo en cuestión se responsabiliza, además, de la financiación y el reclutamiento de los hombres necesarios para llevar a cabo el proyecto. La aportación económica suele correr a cargo de socios capitalistas, que asumen un riesgo elevado a cambio de una expectativa de negocio igual de elevada. A la corona le sale prácticamente gratis la conquista y libre, además, de quebraderos de cabeza. Y sin embargo obtendrá, por el hecho de haber autorizado la operación, el derecho a nombrar funcionarios que verifiquen el cumplimiento de lo pactado y cobren el “quinto real” de todos los beneficios. 

En la aventura americana la corona siempre fue por detrás, recogiendo los frutos del esfuerzo de miles de hombres de acción que vieron en ese continente una Nueva Frontera, al estilo de la que habían conocido en la Península Ibérica pero mucho más blanda y dilatada. Acostumbrados a batirse con enemigos implacables, no les resultó difícil ponerse al frente de vastas coaliciones indígenas para derribar a los grandes imperios prehispánicos. Guerreros natos, maestros de la improvisación y de la adaptación a los medios más diversos y acostumbrados a vivir sobre el terreno, parecía que la “Reconquista” hubiera sido un ejercicio de entrenamiento diseñado expresamente para preparar el asalto al Nuevo Mundo.

La extraordinaria publicidad que rodeó al descubrimiento no perjudicó a la empresa de conquista porque ninguna sociedad europea estaba en ese momento en posición de volcarse sobre ese continente tal y como lo estaba la española. A los portugueses les faltaba potencia y las naciones continentales estaban demasiado ocupadas en sus propios asuntos locales. Sólo España estaba lo suficientemente cohesionada, polarizada y tenía la suficiente fortaleza como para poder rentabilizar de manera inmediata el descubrimiento. Cuando franceses, ingleses y holandeses estuvieron en posición de empezar a responder al desafío español había pasado ya más de un siglo desde el descubrimiento. El edificio que había construido España en América durante ese tiempo era ya tan sólido que atentar contra él era tarea vana. Sólo cabía arañar un poco en su superficie, buscar nuevas áreas para expandirse que estuvieran libres de hispanos y, sobre todo, intentar colarse, de la manera que fuera, en el comercio con las colonias ultramarinas, que estaban generando un volumen de negocio considerable.

Muchas fueron las críticas que recibieron los españoles, por parte de sus vecinos continentales, acerca de la supuesta barbarie que caracterizó su comportamiento con respecto a los indígenas americanos. El asunto es interesante porque, en el fondo, lo que vienen a reflejar todas las leyendas y mitos que se fueron acuñando durante ese tiempo es el sentimiento de impotencia de estos países ante el avance inexorable de los ibéricos por las tierras del Nuevo Mundo. Como no podían cambiar la realidad se dedicaron a cambiar lo que ponía en los libros de Historia. Algunas de estas manipulaciones históricas son tan burdas que no resisten la crítica más elemental y terminan provocando, en el lector inteligente, la reacción contraria a la que pretendía conseguir.

Cuenta HAROLD RALEY en su libro El espíritu de España:

“Durante siglos, España ha sido un país que a los extranjeros les gusta odiar y los españoles odian amar. No obstante, los visitantes acuden a él por millones, seducidos por las mismas cosas que públicamente critican. Tal vez sea el país más visitado y más denigrado de los tiempos modernos. Pocas naciones han sido más estudiadas y quizá ninguna tan mal comprendida de manera tan persistente.” [...] “varios de mis profesores me enseñaron que España era un país conocido por sus gloriosos comienzos y sus ignominiosos finales. Por lo que les oía, era un obstáculo para la modernidad, una mezcla de fanatismo religioso y atraso medieval.” […] “En mi ignorancia llena de sentido común, preguntaba a los profesores por qué se ocupaban de una civilización que les parecía tan deficiente.” [...] “aprendí bastantes cosas sobre España. El problema fue que más tarde muchas de ellas resultaron ser falsas o estaban integradas en un falso contexto que distorsionaba su sentido.” [...] “Descubrí que esos españoles hacían vibrar una cuerda muy profunda y sensible dentro de mí y hablaban de manera más persuasiva que los supuestamente más cercanos en lengua, nacionalidad y geografía. Quizá esto se debía a que mis compatriotas se encerraban en porciones aisladas de la corriente principal de Occidente, mientras que los grandes pensadores españoles hablaban desde su mismo centro.”[1]

Habla de... ¡grandes pensadores! Y dice que los españoles hablaban... ¡desde el mismo centro de Occidente! ¿A qué se referirá? ¿Pero no éramos un país subordinado y periférico?

Efectivamente, somos un país estructuralmente subordinado y geográficamente periférico. La centralidad de la que nos habla Raley quizá tenga que ver con el hecho de que, en cierto modo, somos la pieza constitutiva más necesaria de todo el Sistema, algo así como la clave del arco, la piedra donde confluyen todas las cargas que soporta el edificio. El hecho de que estemos apuntalando el muro nos obliga a ser conscientes de que hay muro y de que hay cargas poderosas presionándolo. En cierto modo somos los únicos que recordamos como empezó todo. No nos referimos a un conocimiento consciente, verbalizado y explícito, sino al conocimiento implícito que deriva de ciertas actitudes temperamentales profundas que se forjaron a lo largo de un milenio de lucha en la frontera. Un conocimiento, por tanto, subconsciente. 

Para los niños anglosajones, históricamente, la primera vuelta al mundo la protagonizó... obviamente Francis Drake, entre 1577 y 1580, ignorando totalmente la que llevaron a cabo Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano entre 1519 y 1522. Esta historia nos recuerda a un chiste que circuló por España a principios de la década de los setenta según el cual los astronautas del Apolo XI, después de alunizar, plantar la bandera y darse una vueltecita por la Luna, sintieron un poco de hambre y se sentaron a tomar un bocadillo, con su correspondiente refresco, en un pequeño bar que, en previsión del evento, había instalado por allí un gallego. Pues, como en el chiste, Francis Drake, cuando sentía hambre, a lo largo de su vuelta al mundo, sólo tenía que hacer escala en alguna de las innumerables colonias españolas o portuguesas que había por todos y cada uno de los países por los que iba pasando. Se ve que los ibéricos estaban bien informados y que, en previsión del viaje que iba a hacer el inglés, se aprestaron a garantizarle la infraestructura necesaria para llevar a buen puerto su misión.

Estos dos ejemplos son sólo una muestra de la cantidad de tergiversaciones que se han hecho alrededor del tema del descubrimiento y conquista de las tierras americanas por parte de los españoles. Sobre este asunto invitamos a leer el libro de Mathew Restall Los siete mitos de la conquista española[2] que, de manera sintética son los siguientes:

1- El mito de los hombres excepcionales: que, en resumen, viene a decir que toda la parafernalia de la que los conquistadores hicieron gala fue una gran operación de marketing dirigida hacia el lector europeo. El éxito que tuvieron sobre sus adversarios se debió fundamentalmente a su astucia, a su experiencia acumulada y a su capacidad para atraerse a un gran número de aliados.

2- El mito del ejército del rey: Donde sentencia que de soldados nada. “Los conquistadores eran empresarios armados”[3] y sus hombres, en palabras de James Lockhart eran “agentes libres, emigrantes, colonos, no asalariados ni uniformados, que adquirían encomiendas y parte de los botines”[4]. Es decir: se la estaban jugando por su propia cuenta.

3- El mito del conquistador blanco: Como dijo William H. Prescott (1843) “El imperio indio fue, en cierto modo, conquistado por indios”[5]. Los españoles fueron unos conquistadores que supieron explotar, hasta sus últimas consecuencias, todas las contradicciones internas que tenían las sociedades indígenas para conseguir obtener la máxima rentabilidad militar al mínimo costo posible.

4- El mito de la completitud: Usaremos aquí un párrafo de Juan de Villagutierre de Soto-Mayor (1701):

“Descubrieron tierras, conquistaron provincias, sujetaron reinos, apaciguaron y redujeron naciones bárbaras, pero en muchos de los reinos y provincias, no fue tan totalmente, ni tan por entero, que no dejasen, entre unas y otras provincias y reinos, grandes porciones de ellos mismos, sin conquistar, sin reducir, sin pacificar; y aún algunas sin llegar a descubrir”[6]

Es decir, que la conquista fue menos conquista de lo que pareció y, en cierto modo, no ha terminado todavía.

5- El mito de la comunicación y el fallo comunicativo: Ni los ultimátums que los españoles lanzaban a los indígenas antes de proceder a un ataque estaban dirigidos en realidad hacia sus interlocutores americanos –sino hacia los escribanos que verificaban así que se estaban cumpliendo las formalidades legales que los reyes habían ordenado-, ni los indios eran tan tontos que no se dieran cuenta de las intenciones reales de sus adversarios. Había, obviamente, una multitud de problemas de tipo lingüístico, ante la gran variedad de idiomas que se hablaban en el Nuevo Mundo, así como ante el desconocimiento de ellos por parte de los conquistadores. Pero los españoles no tenían más problemas que los que habían tenido antes otros conquistadores del país. En cualquier caso el lenguaje de la guerra es bastante universal. En resumen, la comunicación que había entre unos y otros era, más o menos, comparable a la que podía haberse dado en otros contextos históricos semejantes.

6- El mito de la devastación indígena: “los españoles necesitaban la supervivencia de los indígenas americanos, aunque sólo fuera para explotarlos”[7]. No hubo devastación indígena intencionada. Eran pocos y querían, además, asentar señoríos sobre el territorio conquistado. Necesitaban por tanto a los indios. No obstante, está ciertamente documentado un aumento significativo y sostenido de la mortalidad entre los indígenas durante las primeras generaciones posteriores al descubrimiento. Está ya claramente demostrado por parte de los especialistas que esta mortalidad –que también se dio entre los españoles que se instalaron en el Nuevo Mundo- se debió fundamentalmente al intercambio de enfermedades víricas entre las dos poblaciones que jamás antes habían estado en contacto y habían servido por tanto de caldo de cultivo a microorganismos netamente diferentes, lo que dejaba a cada una inerme ante los microbios de la otra.

7- El mito de la superioridad: Más allá de la hipotética superioridad técnica, derivada de las diferencias tecnológicas, o del supuesto carácter divino atribuido a los españoles –factores cuya influencia hay que relativizar bastante-, los elementos que, según el autor, determinaron la victoria española fueron cinco:

1º) Las repentinas epidemias que se extendieron entre las poblaciones indígenas en los momentos críticos de la conquista.

2º) La gran desunión de los pueblos indígenas, que pensaban siempre en términos locales. Esto permitió a los españoles desplegar una inteligente política de alianzas que fue determinante en el resultado final.

3º) El armamento: En este punto el autor opina que la única arma que resultó eficiente en el contexto de la conquista americana fue la espada de acero. Un arma que revelaba toda su potencialidad en el combate cuerpo a cuerpo. Los caballos y las armas de fuego eran relativamente inútiles en el campo de batalla contra los indígenas americanos[8]. Por tanto la ventaja que les confería su armamento era sumamente limitada.

4º) La cultura de la guerra: Los españoles, cuando entraban en combate, eran implacables. Era el pueblo con mentalidad más guerrera de cuantos se encontraron en los escenarios de lucha del Nuevo Mundo. Ese factor fue determinante.

5º) La dinámica expansiva de los grandes imperios: Según Restall, los españoles fueron simplemente los vencedores en un proceso expansivo complejo en el que estaban implicados todos los imperios de la época, incluidos el Inca y el Mexica.

Uno de los elementos que nosotros resaltaríamos de esta exposición es el que hace referencia a la cultura de la guerra. Es el que juzgamos más determinante de todos en el proceso expansivo de los españoles por el Nuevo Mundo. Esta sería la materialización práctica de lo que hemos dado en llamar polarización mental, que descansa sobre el sustrato de la mentalidad de un pueblo estructuralmente fronterizo.

Pero los descubrimientos y las conquistas de los diversos territorios americanos representan solamente la primera y segunda fases del despliegue español en el Nuevo Mundo. La tercera no es menos importante que estas dos: Es la construcción de la Civilización Hispánica, Aunque de este tema hablaremos otro día.

[1] RALEY, Harold: El espíritu de España. Alianza Editorial. Madrid. 2003. p. 19-22.
[2] RESTALL, Matthew: Los siete mitos de la conquista española. Paidós. Barcelona. 2004.
[3] Ibid. p. 69.
[4] Ibid. p. 68.
[5] Ibid. p. 81.
[6] Ibid. p. 107.
[7] Ibid. p. 185.
[8] Los primeros porque eran muy escasos y muy vulnerables a las armas de los indígenas, lo que los convertía en las primeras víctimas caídas en la refriega. Estos animales eran un lujo como medio de transporte en el contexto americano del siglo XVI y, por tanto, eran apartados sistemáticamente de  los escenarios bélicos. Las armas de fuego eran un verdadero engorro en la fase histórica de la conquista: eran muy lentas y poco precisas, cualquier indígena con un arco era mucho más efectivo que un español con un arcabuz (necesitaba dos minutos para cargarlo), la pólvora –en unos climas tan húmedos- se deterioraba con facilidad y, en cualquier caso, necesitaba un sistema de intendencia relativamente complejo para asegurar el suministro de la munición. Por tanto la utilización de este tipo de armas en los conflictos del Nuevo Mundo fue relativamente rara.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Cambio de rumbo

 Felipe V

A lo largo del siglo XVII había ido quedando cada vez más patente el agotamiento del programa político de los Habsburgo españoles. Cada vez estaba más claro que había que cambiar de rumbo. Y la oportunidad se presentó tras la muerte -sin sucesor- de Carlos II (1700). Así pues el siglo XVIII vio la luz con una nueva dinastía instalada en el trono: La de los borbones, de origen francés, que trae con ella un replanteamiento global de todas las estrategias políticas. En ese momento asistimos a la refundación del estado español sobre nuevas bases.

Pero ¿quiénes eran los borbones? ¿Qué significado histórico tiene la llegada de esta familia al trono de España? ¿Qué podía esperarse de ella?

La Casa de Borbón -a la altura de 1700- llevaba algo más de un siglo en el trono francés. Su primer rey, Enrique IV –navarro y protestante-, tuvo que abjurar de su fe calvinista para poder acceder a la corona, practicando a continuación una política de reconciliación nacional que puso fin a los conflictos religiosos que habían azotado a Francia durante el siglo XVI. Los borbones significaron por tanto -en Francia- una solución de compromiso, la superación del problema religioso y la llegada de una nueva tolerancia ideológica que sería el preludio de la que se extendería por el resto del continente tras la Guerra de los Treinta Años. Esa tolerancia se abrió paso -por toda Europa- cuando les quedó claro a los dos bandos enfrentados que el intento de aniquilación del adversario era prácticamente imposible y que seguir insistiendo por esa vía podía tener como consecuencia inesperada la destrucción, no ya del agredido sino -más bien- del agresor. Todos nos terminamos volviendo tolerantes cuando descubrimos que los que pueden desaparecer -si continúa la violencia- somos nosotros.

La superación de los conflictos de tipo religioso tuvo, como no podía ser de otra manera, consecuencias en el terreno teológico y en la manera de vivir esa religiosidad que había conducido a los hombres a la guerra. Los monoteístas no pueden aceptar sin más que el otro tenga tanta legitimidad para existir y para expresar sus ideas como la que tienen ellos. Cuando tal reconocimiento se produce, tiene inevitables consecuencias doctrinales. La primera de ellas -y la más visible- es la relativización de la cuestión religiosa. Es evidente que, si mantenemos cotidianamente relaciones de tipo económico, social o político con personas que profesan una religión distinta de la nuestra, tenemos que establecer con ellas, de manera explícita o implícita, unas reglas de juego y unas autoridades que aceptemos todos y que obvien el hecho religioso. Esto trae como consecuencia, a largo plazo, el desarrollo de una moral no vinculada a la religión y de una ideología que niegue explícitamente ese carácter y que sustituya a las anteriores que nos condujeron al conflicto que pretendemos superar. El proceso, desde luego, no es totalmente incruento y, una vez superado el conflicto inter-confesional, es inevitable que surja otro intra-confesional entre moderados y radicales dentro de cada bando. Los primeros acusarán a los segundos de fanáticos que pretenden resucitar viejos conflictos y los segundos a los primeros de traidores que se han vendido al enemigo por puro oportunismo o interés material –como si el suyo fuera únicamente espiritual-. Son viejas historias que se repiten una y otra vez, siguiendo un guión antiguo en el que lo único que hay que cambiar, cada vez que se repiten, son los sustantivos asociados al caso concreto.

La aparición de un nuevo espacio ideológico extra-religioso es la expresión de una profunda revolución social de largo alcance que está asociada a nuevas realidades históricas. En el caso de la Europa de los siglos XVII y XVIII está inevitablemente vinculada a la nueva estructura de poder planetaria cuyos artífices primigenios son, paradójicamente, los españoles, portugueses y turcos que, sin embargo, son percibidos desde el corazón de ésta como unos elementos ideológicamente retrógrados y periféricos, lo que es una verdad a medias. Estos tres países constituyen una parte esencial de ese ecosistema. Hasta el punto de que su desaparición hubiera arrastrado tras de sí a todo el conjunto, que descansaba sobre la sólida plataforma que garantizaban. Es precisamente su consistencia la que da sensación de seguridad al resto de pueblos europeos y les permite considerarse a sí mismos “el centro del universo”. Por eso nos hemos permitido denominarlos “la torre de marfil europea”.

Pero dentro de ese contexto Francia es un país especial. Es una nación que lleva ya varios siglos cercada. Un pueblo sitiado que se ha visto obligado a transmutarse interiormente para sobrevivir a las formidables agresiones que, desde la Alta Edad Media, ha tenido que soportar y que, a partir de 1517, tienen a España como su principal agente. Francia ha madurado, ha crecido, se ha fortalecido, luchando contra España. En cierto modo es la respuesta a una agresión española.

Por todo esto es fácil comprender que la llegada de los borbones al trono español significa un replanteamiento de todas las relaciones de poder existentes en la ecúmene. Tiene hondas consecuencias históricas tanto dentro como fuera de la Península. La alarma cundió rápidamente por toda Europa en cuanto se visualizó que los dos grandes adversarios de los doscientos años anteriores podían acabar uniéndose bajo una única corona; que la camisa de fuerza francesa podía convertirse, de un día para otro, en una plataforma avanzada gala sobre territorio alemán. Si tal hecho se consumara sería el fin del equilibrio de fuerzas europeo y el comienzo de un futuro imperio continental que sometiera a los restantes países.

Como consecuencia, la respuesta del resto fue unánime y desencadenó el conflicto conocido como Guerra de Sucesión española (1701-1713). Antes de que falleciera Carlos II hubo varias reuniones secretas entre los representantes de Inglaterra, Francia, Holanda, Austria y otros estados menores para decidir cuál debía ser el futuro del Imperio Español. A espaldas de los españoles los negociadores habían prácticamente decidido repartirse los trozos de aquella superestructura política que todos veían como un agregado inconexo de países sin identidad. Cuando en la corte madrileña empieza a intuirse lo que está sucediendo fuera se decide nombrar sucesor a Felipe de Anjou, pero añadiendo una cláusula según la cual éste tenía que renunciar previamente a sus derechos sucesorios en Francia. Los consejeros del rey lo habían convencido para que testara así, asumiendo que era la única manera de conservar la unidad de los estados agrupados bajo el cetro de la “Monarquía Católica”.

Cuando murió el monarca, el rey francés Luis XIV –abuelo del candidato designado-, saltándose los compromisos previos que tenía con Inglaterra, respaldó el testamento pensando, probablemente, que así obtenía una nueva ventaja de cara a futuras negociaciones. Nada era considerado definitivo por ninguna de las partes, y la prueba más patente de que esto era así la dio el propio soberano galo, primero en el discurso en el que formalmente se adhirió al testamento del español, donde le dijo a su nieto: Sé buen español, ése es tu primer deber, pero acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones. Pocas semanas después declaró que mantenía los derechos sucesorios de Felipe V a la corona de Francia e, inmediatamente, “tropas francesas comenzaron a establecerse en las plazas fuertes de los Países Bajos españoles, con el consentimiento y colaboración de las débiles fuerzas militares que las ocupaban”[1]. Estos gestos fueron considerados por el resto de países como una provocación en toda regla y desencadenaron la guerra.

El Archiduque Carlos de Austria, un Habsburgo de la rama austriaca, tenía lazos de parentesco con el fallecido comparables a los del Borbón, y fue proclamado rey de España por la coalición anti-francesa. A partir de ese momento el conflicto se extiende por Europa y pronto alcanza, también, a los territorios peninsulares, donde se transforma en una auténtica guerra civil en la que el antiguo reino de Castilla se decanta por el francés y el de Aragón lo hace por el austriaco. Los aragoneses consideraban que no sólo estaba en juego quien iba a gobernar España desde ese momento sino, sobre todo, cómo iba a gobernarse. La experiencia vivida sesenta años atrás les decía que un rey francés impondría aquí el mismo modelo centralista de gobierno que caracterizaba al país vecino y que, por tanto, corrían serio peligro sus viejos fueros y sus instituciones políticas, a los que el archiduque había jurado defender –manteniendo así las viejas tradiciones de los Habsburgo españoles-.

A finales del verano de 1706 la guerra estaba perdida en todos los frentes, hasta el punto de que Luis XIV le recomendó a su nieto que renunciara a la corona española y reconociera como vencedor al archiduque. Hasta ese momento el conflicto había sido llevado exclusivamente por militares profesionales. Pero ese fue, precisamente, el comienzo de una contraofensiva surgida desde Castilla y Extremadura y desplegada por nuevos ejércitos de voluntarios que van recuperando, de manera sistemática, todos los territorios peninsulares, infligiendo a los aliados derrotas tan rotundas como las de Almansa, Brihuega y Villaviciosa. Durante ese contraataque aparecen nuevas formaciones militares de tipo irregular, llamadas “cuerpos francos”, que son precursoras de las “guerrillas” que un siglo después articularán la resistencia contra el ejército napoleónico.

A lo largo del conflicto se fue produciendo una creciente identificación entre el joven rey y su nuevo país que llegaría a ser bastante sólida. Hasta el punto de que, amparándose en ella, éste empezó paulatinamente a desmarcarse de las directrices que su abuelo le trazaba desde Francia, y mientras en la Península los borbones llevaban la iniciativa militar, en el resto de frentes continentales la suerte les resultaba mucho menos favorable, lo que llevó a Luis XIV a iniciar una negociación bilateral de paz con Inglaterra, que condujo finalmente al armisticio entre estos dos países en abril de 1713, al que España se adhirió tres meses después. Poco después se hace extensiva la paz al resto de contendientes a través de una serie de tratados encadenados conocidos globalmente como Tratados de Utrecht y Rastadt o, simplemente, como Paz de Utrecht (1713).

Los cambios en el mapa político europeo fueron profundos. En lo que a España respecta el país salió de aquel conflicto, prácticamente, con las fronteras exteriores que aún conserva. Se había hundido toda la superestructura política extra peninsular de los Habsburgo. Las pérdidas territoriales sufridas en el Viejo Mundo pueden ser clasificadas en cuatro apartados, por el diferente significado que tienen cada uno de ellos.

En primer lugar está el conjunto de territorios que hemos dado en llamar la camisa de fuerza francesa que, básicamente, pasa a manos austriacas. Son los diferentes estados limítrofes o cercanos a la frontera oriental de Francia, que se extendían desde Milán hasta Bélgica, y cuya función era la de contener la expansión gala por el continente. La mayor parte de ellos formaron parte de la herencia borgoñona de Carlos I y constituyen la más clara demostración de la subordinación de los intereses de los pueblos peninsulares a la política dinástica de los Habsburgo. Su misión histórica, si para alguien no había quedado clara antes, se volvió evidente cuando todos descubrieron que podía ser invertida. En ese momento se visualizó que tales enclaves tenían que estar necesariamente vinculados con Austria. Mientras fueron españoles protegieron los flancos occidentales del Imperio Germánico con cargo a los presupuestos generales del estado gestionados desde Madrid, dejando las manos libres a la corte vienesa para que se empleara a fondo en Alemania y en los Balcanes. Con unos monarcas de la Casa de Borbón gobernando en la Península había que poner ya de una vez las cartas sobre la mesa y descubrir el verdadero juego de los Habsburgo. Esa vinculación política era también necesaria tanto para Holanda como para Inglaterra, pues al heredar Austria la función española liberaba a ambos países de servidumbres militares en el continente y les permitía volcar todas sus energías en su propia expansión ultramarina. En España la desvinculación de tales territorios era una verdadera necesidad nacional. No era posible construir nada serio conservándolos.

La segunda área a considerar son los territorios meridionales italianos, mucho más ligados históricamente con España que los anteriores. Son tres: el reino de Nápoles y las islas de Sicilia y Cerdeña. El primero y la última fueron anexionados por Austria mientras que Sicilia pasaba a formar parte del reino de Saboya. Los tres países formaron parte de la herencia española de Carlos I. Su relación con España se enmarca dentro del contexto de la expansión aragonesa en el Mediterráneo y del posterior duelo hispano-turco. Por tanto hay una dinámica previa a la coronación de Carlos I y una lógica no dinástica detrás de su vinculación con nuestro país, que en el caso siciliano arranca en el siglo XIII, en el sardo lo hace en el XIV y en el napolitano en el XV. España no consideró la pérdida de estas provincias como definitiva. En 1717 reconquistará Cerdeña y en 1718 Sicilia. Las dos islas serán devueltas a sus respectivos “propietarios” pocos meses después como consecuencia de un acuerdo internacional. En 1720 Austria y Saboya se intercambiarán ambos territorios. Cerdeña permanecerá ya vinculada a Saboya hasta la unificación italiana pero, tanto en Sicilia como en Nápoles, los españoles volverán a atacar, esta vez con éxito, en 1734, creando un estado satélite cuyo primer rey sería Carlos VII -hijo de Felipe V- que en 1759 abdicaría en su hijo para poder así ser coronado como rey de España con el nombre de Carlos III. La rama española de los borbones se mantendrá en el poder en el reino -que desde 1816 pasará a llamarse “de las Dos Sicilias”- hasta la invasión italiana de 1861.

La tercera zona es el Oranesado. El territorio magrebí vertebrado por las ciudades de Orán y Mazalquivir que, desde 1507, constituyó la vanguardia de las líneas terrestres españolas en el norte de África frente a los dominios turcos administrados desde Argel. Éstos, como de costumbre, supieron aprovechar los conflictos europeos en los que España estaba implicada para arrebatarle las plazas más expuestas. Hay que subrayar que tal conquista, llevada a cabo en 1708, significa la penetración de los otomanos en un territorio nuevo para ellos, porque la presencia española en esta región es anterior a la llegada de los súbditos del Sultán al Magreb. Esta provincia, al igual que las citadas en el apartado anterior, era considerada por los españoles como parte integrante de su propio país. En consecuencia, los planes para recuperarla comenzaron a trazarse desde que llegaron las noticias de su pérdida. La reconquista se llevó a cabo en junio de 1732, permaneciendo desde entonces en manos españolas hasta que sus ejércitos se vieron envueltos en otro gran conflicto europeo, con motivo de un ataque masivo de los ejércitos franceses en la frontera pirenaica en 1792.

El cuarto espacio a considerar es el de las conquistas británicas en el Mediterráneo, en concreto de los enclaves de Gibraltar y Menorca, que se enmarcan en la lógica de la construcción de una ruta marítima inglesa hacia el Océano Índico. Para España, que seguía siendo una potencia marítima, estas pérdidas tienen un gran valor estratégico, muy superior a su importancia económica, demográfica o espacial. La presencia de guarniciones militares de un competidor directo -en el gran enfrentamiento ultramarino- en su hinterland nacional no podía dejar de tener consecuencias en la relación entre ambos países y, de hecho, los españoles han intentado varias veces recuperarlos desde entonces; de manera infructuosa en el caso de Gibraltar, pero Menorca, tras una ocupación española de seis años (1792-1798) será recuperada definitivamente en el Tratado de Amiens (1802).

Desde el punto de vista territorial las pérdidas sufridas en la Guerra de Sucesión Española fueron más severas que las experimentadas en la de los Treinta Años. Sin embargo la percepción subjetiva de la “derrota” fue mucho más liviana que la que tuvo lugar entonces. Hay incluso una sensación de victoria porque, al fin y al cabo, se habían derrotado las pretensiones del otro candidato, aunque el coste había sido importante. Los borbones españoles, desde su particular lógica dinástica –sin vínculos previos con la superestructura política de los austrias- no habían perdido nada sino, por el contrario, ganado todo un imperio. Era lógico que afrontaran la situación con optimismo y que asumieran las pérdidas con deportividad. Habían salido del conflicto con la íntima sensación de que el país tenía un gran potencial y de que la recuperación de las provincias mediterráneas extra peninsulares era sólo cuestión de tiempo como, en cierta medida, se demostró.

El optimismo borbónico se fue irradiando a los sectores sociales que estaban en contacto con ellos y fue descendiendo por la escala jerárquica hacia abajo, creando una nueva atmósfera general mucho menos mortificante que la que había impregnado a la España del siglo XVII. 

La guerra civil que había tenido lugar como prólogo al largo reinado de la joven dinastía había servido para tejer una nueva alianza entre los nuevos monarcas y un pueblo que se movilizó siguiendo patrones atávicos para defender su país. La penetración generalizada de ejércitos extranjeros desencadenó una movilización social que no se veía desde los siglos medievales. La sensación de estar construyendo juntos -de nuevo- el país compensó con creces las pérdidas territoriales sufridas y éste ganó en cohesión interna lo que había perdido en extensión territorial. La eliminación de los viejos fueros sufrida por los antiguos reinos que conformaron la Confederación catalano-aragonesa dejó secuelas entre los habitantes de la mitad oriental del país. Pero en la occidental este hecho vino a reforzar la autoridad del rey y se vio como algo positivo.

El sentimiento de nación salió reforzado y la unificación jurídica de los diferentes reinos peninsulares agilizó el proceso de toma de decisiones y simplificó las tareas del gobierno. El país se “modernizó” -a la francesa- y asumió nuevos roles en la relación con sus vecinos continentales de subordinación estructural con respecto a una Francia que se había convertido en la potencia hegemónica a nivel continental.

Sin embargo, el nuevo tiempo también tenía sus sombras, España seguía siendo un país fuertemente oligárquico, y el modelo que pretendía imitar –Francia- no lo era menos, por tanto la capacidad de recuperación que se abría ante sí tenía sus límites. Los borbones españoles, por su parte, también tenían pactos de familia con la rama francesa de la dinastía, lo que subordinaba la política exterior de nuestro país a los intereses de una potencia extranjera que era, además, una competidora directa en varias regiones geográficas a lo largo y ancho de todo el planeta y con la que arrastrábamos, incluso, contenciosos territoriales[2].

Pero había mucho más. El largo aprendizaje de los oligarcas españoles como agentes “europeizadores”, que hundía sus raíces en la Alta Edad Media y que se había visto reforzado poderosamente durante el reinado de los austrias, con los borbones alcanza su máxima expresión y sofisticación. Tan extranjero era este modelo de relaciones sociales -que nos llegaba ahora desde el país vecino- como lo había sido antes el de los austro-borgoñones; sólo que ahora los oligarcas tenían, además, donde elegir. Podían, si querían, resistirse a los vientos de cambio que soplaban desde Francia acogiéndose a una “tradición” que, pese a ser de origen extranjero, se presentaba ahora como la quintaesencia de la españolidad o bien plegarse a los mismos y montarse en el tren de la “modernidad” y de la “ilustración”, apareciendo así como unos nuevos salvadores que nos iban a rescatar del “atraso secular” en el que nos encontrábamos. El debate entre modernos y retrógrados era, además, europeo, con lo que se terminaba de asimilar conceptualmente lo que pasaba en nuestro país con lo que estaba sucediendo en el resto de la ecúmene. La constelación de los ultramontanos seguía siendo teledirigida –como siempre- desde Roma –y de manera creciente desde Viena-. Los “modernos”, en cambio, lo eran desde París. Conforme fue avanzando el siglo fue surgiendo, incluso, una segunda alternativa “moderna” cuyo epicentro estaba en Londres. Poco a poco irán surgiendo grupos conspirativos –secretos o discretos- alentados desde todos estos centros de poder continentales, que actuarán al servicio de cada uno de ellos y que con el tiempo se entremezclarán y evolucionarán conjuntamente como un ecosistema complejo en el que cada grupo representaba un nicho diferente.

Los Decretos de Nueva Planta transforman radicalmente la estructura política del país, imponiendo uniformidad jurídica y administrativa en casi todo el territorio, eliminando las particularidades forales de los diferentes reinos pero, también, buena parte de la autonomía que aún conservaban las ciudades. Recordemos que la intensa vida municipal, de la que se hacen eco obras como Fuenteovejuna (1618) de Lope de Vega o El Alcalde de Zalamea (1651) de Calderón, no vuelve a ser retratada más, con esa fuerza expresiva, en la literatura del país. Este dato no es, en absoluto, secundario. La manera de gobernar de los monarcas que lo rigieron a lo largo del siglo XVIII entra dentro de la gran corriente europea conocida como “Despotismo ilustrado” que, como su nombre indica, no dejaba de ser “despótico” por muy “ilustrado” que se presentara.

El proceso de evolución histórica en el que el país estaba inmerso fue olímpicamente ignorado. Todas las fuerzas sociales que se resistían a los cambios promovidos por los nuevos gobernantes fueron metidas en el mismo saco y consideradas como parte integrante de la “vieja España”, que englobaba en su seno desde los concejos municipales abiertos de las ciudades de Castilla hasta las veguerías catalanas, desde los estatutos de los indígenas americanos hasta la Inquisición o la utilización de las lenguas vernáculas por las diferentes instancias administrativas a lo largo de la Península. De esta manera consiguen poner en pie una heterogénea coalición de fuerzas cuyo denominador común era la resistencia ante los cambios, en la que coexisten oligarcas de rancia estirpe junto a los sectores más indefensos de la sociedad. Un mal precedente que no dejará de tener consecuencias históricas.

Hay hechos tan paradójicos como la implantación de la Ley Sálica, típicamente francesa, según la cual los “modernos” prohíben a las mujeres acceder al trono e, incluso, transmitir los derechos dinásticos a su descendencia. Una ley que iba en contra de las tradiciones jurídicas peninsulares. La situación era tan absurda que, si tal ley hubiera estado vigente en 1700, los borbones no hubieran tenido ningún argumento jurídico para reclamar el trono español. Si Felipe V hubiera aplicado su ley con efectos retroactivos debía de haber renunciado a la corona y con él todos los borbones. Un siglo largo después la Ley Sálica entraba, también, en el interminable catálogo de normas obsoletas de la “vieja España” que había que superar para poder construir así un país “moderno” (¿?).

El dato no es tan anecdótico como parece. Tiene un hondo significado cultural que en conexión con otros, como la democracia municipal española, el Estatuto jurídico de los indígenas americanos o la utilización de las lenguas vernáculas en la administración y la enseñanza, temas todos ellos que, de una o de otra manera, han llegado hasta nuestros días, nos pueden hacer reflexionar acerca de los elementos “modernos” que ya se daban en el Antiguo Régimen. Todos estos asuntos son de ida y vuelta. En todos ellos los “modernos” del siglo XVIII sostenían posiciones que hoy son consideradas más retrógradas que las que entonces sostenían los “retrógrados” de la época, y el ulterior desarrollo histórico ha terminado desmontando sus normas, aunque sea de manera parcial.



[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Sucesi%C3%B3n_Espa%C3%B1ola  (27/5/2008).
[2] Este hecho, por ejemplo, impedía reclamar a nuestro aliado francés la provincia del Rosellón -la quinta provincia catalana-, anexionada en virtud de la Paz de los Pirineos (1659), lo que consolidaba el proceso de integración de ese territorio en el país vecino.