viernes, 13 de julio de 2012

Las otras transversalidades

Hace un par de semanas estuvimos hablando del concepto de transversalidad, aplicado al desarrollo de la estructura imperial española en América, en contraste con la horizontalidad de los desarrollos imperiales anteriores. Hoy matizaremos ambos esquemas, que entonces presentamos como alternativos, y veremos que la realidad es algo más compleja de lo que se deduce de aquél planteamiento original.



Si observamos el mapa físico del complejo continental euroasiático vemos como la mayor parte de las cordilleras que encontramos en él tienen orientación este-oeste. También posee ese sentido el mayor mar interior que existe en nuestro planeta -el Mar Mediterráneo- que se encuentra flanqueado por todas las masas terrestres que forman parte del Viejo Mundo. Este complejo posee, en conjunto, más de 80 millones de kilómetros cuadrados, en su mayor parte atravesado por franjas climáticas horizontales, perfectamente delimitadas por los elementos más característicos de su relieve, que han funcionado históricamente como pasillos que han facilitado el movimiento de los diferentes pueblos en ese sentido horizontal y han dificultado, en cambio, los verticales.



En la composición de mapas que presenté entonces (y que vemos ahora) podemos observar como los dos primeros conjuntos, el Imperio persa y el griego de Alejandro Magno son, en realidad, la misma estructura política, cuya dirección se transfirió tras las campañas del macedonio desde la meseta iraní hasta... Babilonia, en Mesopotamia, por más que nominalmente fueran griegos los que se situaran a la cabeza de esa organización. Era obvio, incluso para Alejandro, que ese imperio no podía dirigirse desde Grecia, como la propia evolución histórica ulterior terminó demostrando. La conquista del Imperio persa por los greco-macedonios fue una operación que sirvió para elevar a éste hasta el Olimpo de los dioses y a convertirlo en fuente de inspiración para literatos y ególatras diversos, pero no era algo que sirviera a los intereses del pueblo griego. Unas conquistas más modestas, desde el punto de vista territorial, hubieran sido más útiles para sus impulsores en el plano estratégico y le hubieran dado a los griegos la centralidad política que finalmente asumirían los romanos.
 
El Imperio persa (incluyendo en él su fase final “alejandrina”) es la culminación de un proceso histórico que empezó mucho antes y que tuvo por protagonistas previos a babilonios, asirios, hititas... Todos estos pueblos actuaron, cada uno en su propio tiempo político, como facciones que pelearon por el liderazgo de una ecúmene suroccidental asiática que, finalmente, se fragmentaría.
 
A la siguiente fase histórica le podríamos llamar “El Imperio Mediterráneo”, por el que estuvieron luchando, durante un milenio, fenicios, griegos, cartagineses y romanos, culminando históricamente con estos últimos. Con Roma la iniciativa política se desplaza desde el suroeste de Asia hacia el centro del Mar Mediterráneo. Cuando este proceso alcanza su punto álgido tiene -necesariamente- que romper al anterior porque hay una importante área de solape entre ambos: todas las tierras situadas al oeste de Mesopotamia. La estructura política persa sobrevivió porque estaba muy alejada de ese eje mediterráneo, pero a la defensiva.

El viejo Imperio persa y el más reciente Imperio romano estuvieron situados en la misma latitud pero, en rigor, no podemos decir que tuvieran el mismo clima aunque ambas zonas eran contiguas, dada la fuerte continentalidad del primero, en contraste con el marcado carácter marítimo del segundo. El Mediterráneo (el “Mare Nostrum”, es decir “Nuestro mar”) es el eje que vertebra toda la estructura política del Imperio romano. De ese mar extrae su fuerza. Sus aguas engrasan toda la maquinaria romana y hace fluir su proyecto de sociedad.

Fue el arqueólogo Gordon Childe quien puso en conexión el confinamiento que se establece en los “oasis” del Próximo Oriente con la aparición del Estado y de la ciudad, a través de su “teoría del oasis”:

“Las condiciones de vida en un valle fluvial o en un oasis ponen en mano de la sociedad un extraordinario poder coercitivo sobre sus miembros; la comunidad puede negar al rebelde el acceso al agua y cerrar los canales que riegan sus campos. La lluvia cae sobre el justo y sobre el injusto por igual, pero las aguas de riego llegan a los campos por los canales que la comunidad ha construido. Y lo que la sociedad ha facilitado, la sociedad puede retirárselo al injusto y reservarlo para el justo sólo. La solidaridad social necesaria para los regantes puede así ser impuesta dejando obrar a las mismas circunstancias que la exigen. Y los jóvenes no pueden escapar a la autoridad de sus mayores fundando poblados nuevos si todo en torno al oasis es un desierto sin agua. Así, cuando la voluntad social llega a expresarse a través de un jefe o de un rey, lo inviste no sólo con autoridad moral, sino también con fuerza coercitiva: y puede aplicar sanciones contra el desobediente.”[1]

El punto de arranque de todas las civilizaciones originarias (es decir, no importadas) se dio en lugares donde se concentraba el agua, pero que estaban rodeados por el desierto: Mesopotamia, Egipto… Un gran río que atraviesa un desierto. Por eso los primeros conatos de civilización arrancan siempre en zonas áridas. Es lógico que conforme el proceso va ganando envergadura y las estructuras políticas trascienden los valles originarios, las primeras formas imperiales anden siempre cerca de los desiertos, flanqueándolos. Por eso la ecúmene del suroeste de Asia, que culmina con el Imperio Persa, se extendió desde el Valle del Nilo hasta el del Indo y estuvo limitada por mares, desiertos e imponentes cordilleras.

Pero conforme la agricultura se fue extendiendo por el área peri-mediterránea, fue desplegando en esa zona una mayor potencialidad, porque el agua abundaba más y permitía, en consecuencia, mayores concentraciones de población. Al final el asunto es una cuestión demográfica: donde hay más habitantes puede haber también más soldados, y el ejército más grande termina derrotando al más pequeño.

Esta área es muy variada y, como vimos en artículos anteriores, marca el límite de las tierras húmedas del norte con las áridas del sur. El Imperio Mediterráneo es un experimento multi-ecológico. Pone en contacto directo a pueblos que viven en hábitats muy diferentes, con formas de vida muy distintas.
 
Nos podemos imaginar que el comercio se multiplicó por un espacio tan vasto, diverso y bien comunicado, incrementando los niveles de riqueza material, entendiendo esta como la posibilidad de adquirir bienes exóticos que estaban antes fuera del alcance de la mayor parte de sus habitantes. El deseo de adquirir tales bienes puede actuar de acicate para incrementar la producción de aquellos otros en los que cada cual posee una ventaja comparativa –para potenciar así los intercambios- y también para mejorar las infraestructuras, empezando por las vías de comunicación, siguiendo con la distribución de aguas, etc.

Todo esto traerá consigo mejoras tecnológicas, incrementos de población, fortalecimiento de las estructuras políticas, desarrollo urbano, artístico, científico y cultural. Los fuertes contrastes entre los niveles de vida de los pueblos de la zona en sus fases iniciales se irán paulatinamente amortiguando. Las costumbres se irán homogeneizando y la forma de vida romana se expandirá por doquier.
 
Y en ese proceso llega un momento en el que los pueblos más periféricos alcanzan un punto de madurez histórica en el que la estructura imperial se ha vaciado de contenido, perdiendo su razón de ser originaria. Cuando se ha transmitido a través de sus estructuras todo lo que había que transmitir, cuando se ha difundido todo lo que había que difundir.
 
Hay historiadores que opinan que no fueron los bárbaros los que acabaron con el Imperio Romano, sino que éste -sencillamente- se derrumbó porque ya no había nadie dispuesto a defenderlo. El colapso de Roma fue interno. A su alrededor, por supuesto, había multitud de enemigos, pero eso no era ninguna novedad para ellos, que hasta entonces los habían mantenido a raya en los diferentes “limes”. La novedad era que sus habitantes ya no veían razón para defender el proyecto que Roma encarnaba.
 
Tras la implosión romana se extienden por el área mediterránea los adversarios que hasta entonces no habían podido franquear sus fronteras. Los relevos vienen desde el corazón de los continentes que rodean al Mare Nostrum. Y, como dije en artículos anteriores, fuertemente vinculados con las franjas climáticas de sus países de procedencia: germanos por el norte, árabes por el sur. Nos adentramos así en los tiempos medievales, tiempos de aislamiento, de repliegue, de redefinición moral, de particularismos. Tiempo también de “choque de civilizaciones”. El Mediterráneo dejó de ser un puente para convertirse en una frontera, en un inmenso campo de batalla entre hombres que veían al diferente como una amenaza.
 
En ese contexto surge Europa: un mundo estanco que defiende su diferencia de las oleadas de invasores que se suceden unos a otros. En ese contexto crece el Islam con su “yihad” (su guerra santa) y ese mandato divino que obliga a imponer la religión con la punta de la espada.
 
Y la yihad llegó a España, y los españoles devolvieron el golpe creando su anti-yihad. Observen este mapa físico de la Península Ibérica:


La Península Ibérica posee una gran profundidad estratégica que es hija de su compleja orografía. Tiene varias cordilleras paralelas que discurren de este a oeste. Una que aísla del conjunto al sector más oriental (La Ibérica). Multitud de valles y de mesetas escalonados, que conducen a las aguas y a los vientos cada uno de diferente manera. Observe cómo los valles entre cordilleras van ganando altitud conforme nos desplazamos hacia el norte, amplificando así las diferencias climáticas que ya imponen la latitud y la dinámica atmosférica. Sumen a estos factores la invisible presencia, al oeste, del anticiclón de las azores durante los meses estivales, que actúa como barrera que frena la entrada de los vientos del oeste, dominantes por estas latitudes.
 
Hace tiempo que Hollywood descubrió la mina cinematográfica que hay en España, donde se pueden rodar escenas ambientadas en casi cualquier lugar de la Tierra… y de otros planetas, desplazándose sólo unos centenares de kilómetros. Las escenas siberianas de Doctor Zhivago se filmaron en la provincia de Soria (el “alto llano numantino” de Antonio Machado). Las del suroeste americano, ambientadas en el desierto de Nuevo México se ruedan en el desierto de Tabernas, en Almería. En Lawrence de Arabia vimos a la Plaza de España, de Sevilla, presentada como la ciudad de El Cairo, y después la volvimos a ver como capital del Planeta Naboo en el Episodio II de la Guerra de las Galaxias.
 
Así de diverso es este país. Atacar un territorio de esas características puede terminar convirtiéndose en una pesadilla para el agresor, como amargamente comprobaron los musulmanes y, también, las fuerzas napoleónicas. Cada región reacciona de manera diferente.
 
¿Cómo se fabrica un cristal blindado? Pegando finas láminas una junto a la otra. El cristal es un material muy quebradizo que con un golpe preciso puede quedar hecho añicos. Pero si pegamos diez cristales muy finos, uno junto a otro, comprobamos como el conjunto es capaz de resistir lo que no podría uno sólo que tuviera la misma anchura. ¿Por qué? Porque el golpe quiebra la capa más externa, pero la transmisión del impacto a la siguiente pierde buena parte de su fuerza y el proceso se repite con la tercera. Como siempre hay varias capas que resisten y están pegadas con las primeras, terminan sosteniendo a las que se han roto y al final el conjunto aguanta bastante bien. Algo parecido sucede en España. Cómo cada región tiene una personalidad marcadamente diferente a la vecina, cuando una fuerza exterior ataca al conjunto se encuentra con una respuesta diferida, escalonada y múltiple, que necesita su tiempo para articularse pero que cuando se pone en pie ha integrado una cantidad de facetas y de modulaciones diversas que nadie es capaz de frenar, porque nadie posee la acumulación de elementos diversos en su propuesta original que posee la respuesta española. Paradójicamente este mecanismo sólo funciona como respuesta secundaria a una agresión. No es capaz de articularse sólo sin estímulo exterior, de manera primaria.
 
La “Reconquista” española forjó el tipo humano -y también la sociedad- que se necesitaba para protagonizar la epopeya americana. La transversalidad de la que hablé en los dos artículos anteriores ya estaba prefigurada en la España medieval y sus elementos también estaban presentes, incluso, en el Imperio Romano, que supo vincular durante siglos a los habitantes de las tierras húmedas europeas con los de las áridas del norte de África y de Asia suroccidental.
 
El Imperio Transversal posee un dinamismo interno muy superior al de ninguna otra formación política anterior, algo que quizá no se perciba con claridad debido a que la presencia física de los españoles en unos espacios tan vastos fue bastante minoritaria dentro del conjunto de la población total americana. Cuando vemos que desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego se habla español estamos contemplando el final de una historia que tiene quinientos años, e inconscientemente proyectamos esta imagen hacia atrás y nos imaginamos que al día siguiente de que llegara Cortés a México o Pizarro al Perú los mexicanos o peruanos ya hablaban castellano. Por eso dije la semana pasada que los españoles heredaron las estructuras políticas prehispánicas y se pusieron a trabajar desde ellas, recalcando el carácter mestizo (Restall dice que era un imperio indio) de esa organización.
 
Pero ahora quisiera mostrarle otro mapa físico: El del Continente americano:



En América, al contrario que en el Viejo Mundo y que en España, la gran mayoría de las cordilleras se extiende siguiendo una orientación norte-sur. Por tanto la transversalidad es algo que forma parte de la íntima estructura del Nuevo Mundo. Es una característica que el medio impone a los hombres, de hecho el Imperio Inca también es un imperio transversal y, además, por partida doble: primero por su gran longitud norte-sur y segundo por las brutales diferencias de altitud que había entre sus diversos territorios.

Cuando los españoles avanzaron por esos vastos espacios no hicieron otra cosa que seguir las rutas que la naturaleza ya había trazado hace millones de años y que todos los hombres que se habían desplazado antes que ellos por el continente también habían seguido. De esta afirmación tal vez podríamos inferir que, si de seguir un camino se trata, cualquier otro europeo hubiera valido ¿no? Como antes lo habían hecho los hombres americanos. Los españoles, desde el punto de vista racial, no son muy diferentes a sus vecinos, y buena parte de las poblaciones prerromanas de la Península Ibérica eran celtas, como las francesas, inglesas o italianas del norte.

Pero ni los franceses, ni los ingleses, ni ningún otro pueblo de la ecúmene europea tiene la historia medieval de los españoles, ni el país fragmentado, árido y diverso que constituye su hábitat, ni compartió durante tanto tiempo su condición fronteriza, tanto militar como ecológica, ni sufrieron las agresiones de 250 años consecutivos de oleadas invasoras, ni tampoco vivían en la puerta de la “Autopista de los Alisios” en la Era de la Navegación a Vela.

La conquista de los dos grandes imperios prehispánicos exigió, además, combatir en países muy cálidos y altitudes muy elevadas. No es sólo vivir a 1.000, 1.500, 2.000, 2.500 metros de altitud, es librar una guerra en ese medio y con muy pocos hombres, es sostener la logística necesaria, es asentarse después en el territorio... unos centenares de hombres rodeados de millones de indígenas que –hasta la llegada de los europeos- estaban perfectamente organizados y no los necesitaban, por tanto, para nada; es establecer una hábil política de alianzas con los nativos, hacerse un hueco en esa sociedad, hibridarse con ellos, cambiar las costumbres, la alimentación…

Desde el Estrecho de Bering -en la punta noroeste del continente americano- hasta la Tierra del Fuego -en su extremo sur- se extiende la cordillera más larga que existe sobre la Tierra, cuya línea de cumbres avanza desde el Círculo Polar Ártico hasta el Antártico, en sentido norte-sur, a unos centenares de kilómetros de distancia –por término medio- del Océano Pacífico. Esa cordillera fue el eje del Imperio Español (que ya dije que fue un imperio de tierras altas). Los navegantes se desplazaban hacia el oeste, desde España, hasta alcanzar los dos grandes puertos atlánticos de sus correspondientes virreinatos: Veracruz como puerta de la Nueva España, Portobelo como puerta del Perú. A partir de ahí las comunicaciones avanzaban por tierra hasta el Pacífico, desde cuyos puertos se redistribuían buena parte de las mercancías que habían llegado desde Europa por la mayor parte del Imperio Americano. El Océano Pacífico era el verdadero mar interior de los españoles, su “Mare Nostrum”.

La gran cordillera americana fue el esqueleto del Imperio Español, su reserva estratégica. Y el Océano Pacífico su sistema nervioso y circulatorio. La semana pasada dije que los españoles desempeñaron la función de bisagra que articuló la conexión entre América y el resto del mundo. Esa conexión necesitaba una sociedad todo-terreno, capaz de estructurarse en las Antillas, en los Llanos de Venezuela, en Mesoamérica, la zona andina, los pre-desiertos de los trópicos… Hacía falta la respuesta multimodal española. 

Hubo otros imperios ultramarinos, hubo otras “transversalidades” simultáneas o posteriores a la española, hubo otras maneras de estructurar imperios multi-continentales protagonizadas por otros pueblos de la ecúmene europea:

En paralelo al imperio español se desarrolló el portugués. Era otro imperio ibérico, que compartió buena parte de la esencia de éste. Los portugueses también sufrieron la “Era de las Invasiones Africanas”, también se estructuraron militarmente para poder romper la hegemonía islamista en la Península e, igualmente, estaban apostados en la puerta de la “Autopista de los Alisios”. ¿Qué los diferencia de los españoles? Primero que son sólo una parte del todo, que la gran variedad de paisajes ibéricos, en su caso, se ve notablemente reducida. Ellos controlan buena parte del litoral atlántico peninsular y las tierras interiores adyacentes. Son un pueblo básicamente litoral, al que le falta la dimensión continental que aporta la meseta. El clima no llega a ser tan extremo. En comparación con España les falta profundidad demográfica y estratégica. Todo esto se vio reflejado después en su desarrollo imperial: Construyeron un imperio litoral, de tierras bajas, intertropical, que evitó los países templados y fríos. Un imperio básicamente comercial que nos recuerda a algunos pueblos de la antigüedad, como los fenicios. Serían los fenicios del Atlántico y del Índico. Los españoles, en cambio, fueron los romanos de América.

Los otros imperios ultramarinos -el inglés, el francés y el holandés- son los de la segunda generación. Mientras que españoles y portugueses están inventando a cada paso su propio modelo, construyéndolo sin referentes previos y lo que les sale, por tanto, es un reflejo de su propia personalidad, de su propia manera de proyectarse sobre los nuevos territorios. Los países de la segunda generación trabajan ya con un guion de referencia y, además, compiten entre sí e intentan arrancarle trozos a los imperios primigenios. Saben que tienen que establecer algún tipo de relación con los nativos de los países de ultramar que les permita entrar en una carrera en la que los ibéricos les llevan varios cuerpos de ventaja, y han interiorizado las formas de la transversalidad.

El imperio inglés construye una falsa transversalidad. El mestizaje es algo que les repugna íntimamente, aunque saben que tienen que articular algún tipo de relación estable con los nativos de los pueblos colonizados, sobre todo en las áreas tropicales e inter-tropicales, que los vincule con la nueva estructura política que están creando; así que se inventan un modelo de relación por capas. Se trata de establecer una sociedad estratificada tanto desde el punto de vista social como desde el racial. Y montan un modelo de castas o estamentos (al estilo del “Antiguo Régimen” europeo) que conecta bien con algunas aristocracias locales pre-británicas, llegando a un pacto tácito con ellas. Es el principio del “divide y vencerás”. Se trata de encontrar un grupo étnico minoritario en cada lugar -que puede ser nativo o importado- que desempeñe la función de mandos intermedios entre los blancos y el grueso de la población autóctona, estableciendo fuertes sanciones sociales contra el mestizaje (aunque los mestizos antiguos son bien recibidos porque pueden desempeñar esa función intermediaria que hemos citado). Así se utilizan a los brahmanes en la India, los hindúes en Sudáfrica, los judíos en Oriente Próximo... como ese instrumento de dominación, en un ambiente donde los blancos son claramente minoritarios. Este es el modelo en países donde el clima no parece adecuado para organizar un proceso colonizador masivo desde la metrópoli.

Pero en las franjas templadas, tanto del Hemisferio Norte como del Hemisferio Sur, sí se organiza ese proceso colonizador. Estas zonas se convierten así en el punto de destino de los excedentes de población británica, de sus minorías religiosas, disidentes diversos e, incluso, de presidiarios de la metrópoli. Esa franja templada (las trece colonias americanas, Canadá, Australia, Nueva Zelanda) se estructuran como “nuevas inglaterras”, proyectando sobre ellas, por tanto, un modelo imperial “horizontal”, al viejo estilo de los imperios antiguos.

El modelo global inglés podemos definirlo como: horizontalidad esencial, transversalidad formal. Y denominarlo: “Estructura por capas”. Capas geográficas y capas sociales, perfectamente delimitadas.

Los modelos holandés y francés no son demasiado diferentes a éste. Podemos decir que el francés es algo más suave y el holandés menos extenso y, en consecuencia, menos variado, también podemos detectar en él algunos rasgos mercantiles y de tierras bajas que ya habíamos identificado en el portugués. En los tres casos estamos hablando de modelos reactivos, es decir: “son la respuesta a…” los modelos previos y, por tanto, digamos que juegan con unas reglas con las que no acaban de sentirse totalmente cómodos pero que tienen que aceptar para no dejarle más espacio de ventaja a sus adversarios políticos.

Por todo ello podemos, por tanto, afirmar que los ibéricos marcaron el camino y establecieron las reglas del juego, crearon la dinámica y luego los “especialistas” se subieron al tren, que ya estaba en marcha, con objeto de luchar, dentro ya, para adueñarse de la locomotora.


[1] VERE GORDON CHILDE: Qué sucedió en la historia. 1946.

miércoles, 4 de julio de 2012

Los imperios mestizos

“La Nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas.”

El párrafo con el que abrimos nuestro artículo de hoy forma parte del artículo 2 de la actual constitución mexicana en la que, como vemos, reconoce la vinculación entre el actual estado y los pueblos indígenas prehispánicos, quinientos años después de su conquista por los ejércitos que comandaba Hernán Cortés.

A lo largo del siglo XX han ido desarrollándose, por toda Iberoamérica, una serie de corrientes políticas y de movimientos culturales conocidos genéricamente como “indigenistas”, empeñados en recuperar y poner en valor las diferentes tradiciones indígenas, convirtiéndolas en una prioridad política que se integre en el cuerpo normativo de los diferentes estados de esta región.

Estos elementos y otros muchos que también podríamos citar, dibujan un panorama en el que se hace evidente que los elementos indígenas poseen actualmente un extraordinario vigor entre los pueblos de Hispanoamérica que ha resistido todos los procesos de aculturación que se han ido poniendo en marcha a lo largo del último medio milenio. Y si esta es la situación actual es obvio que, a lo largo de los siglos precedentes, la presencia indígena, más o menos visible, nunca ha dejado de formar parte de la manera de ser de los pueblos de esta ecúmene.


Virreinato de Nueva España

La semana pasada les contamos como la presencia de los españoles en la conquista de México significó que 900 de ellos participaron en el cerco a la ciudad, formando parte de un ejército de 75.000 hombres. También explicamos como en el Virreinato de la Nueva España, con una superficie que no debía andar muy lejos de los 7 millones de kilómetros cuadrados, tan sólo vivían un millón de blancos a la altura de 1800. La mayor parte de la población de esa zona era india o mestiza y las cifras de los demás virreinatos españoles nos debían presentar también una proporción de habitantes blancos muy minoritaria, dentro del total de la población general. Esto significa que, por más que disimularan los europeos, en sus relaciones oficiales o en sus comunicaciones internas, la presencia indígena en la parte americana del Imperio Español, éste debe ser considerado, por lo menos, como un imperio mestizo.

Ya explicamos como el núcleo duro de ese imperio se situaba, en realidad, en los lugares que habían formado parte de las dos grandes formaciones políticas prehispánicas (azteca e inca) que los españoles encontraron a su llegada, y como éstos, desde 1492, se dedicaron a buscar adrede, por todo el continente, esas organizaciones imperiales. Su programa político, antes incluso de descubrir al Imperio Azteca, era buscar estructuras políticas y sociales consistentes, someterlas militarmente y expandirse después desde ellas. 

La colonización con agricultores blancos no era algo que quedara descartado a priori pero tampoco constituía, en absoluto, una prioridad. En la España medieval había una gran tradición colonizadora, pero eso no era lo que los conquistadores buscaban en América, porque en España seguía habiendo extensas regiones necesitadas de brazos que las labraran y siguió habiéndolas, por lo menos, hasta finales del siglo XVIII. Ni las autoridades españolas estaban interesadas en potenciar ese tipo de emigración hacia el Nuevo Mundo, ni los campesinos se lo podían –normalmente- permitir porque tenían que pagarse ellos mismos el pasaje que, como pueden imaginar, solía quedar fuera de su alcance. Con lo que el viaje les costaba se podían comprar tierras en España que les permitieran ganarse sobradamente la vida.

El grupo más nutrido de los españoles que fueron emigrando hacia el Nuevo Mundo a lo largo de los trescientos años que duró el Imperio era el de los hidalgos que, por lo menos durante las primeras generaciones, llegaban a América con una mentalidad  semi-feudal y buscaban constituir allí verdaderos señoríos, pretendiendo alcanzar así un estatus social que les estaba vedado en España.

Por tanto los indígenas eran, para ellos, una parte esencial de su proyecto de sociedad. No estaban interesados en su desaparición, no pretendían desplazarlos del territorio conquistado -como harían después otros pueblos europeos- porque los necesitaban para que trabajaran la tierra y sostuvieran todo el sector primario de la economía de la sociedad americana.

Sobre este asunto podemos hacer todas las valoraciones morales que nos apetezcan pero, lo que está claro, es que los conquistadores españoles no pretendían, en esencia, algo diferente a lo que, antes de ellos, habían pretendido los aztecas y los incas, sociedades que estaban fuertemente jerarquizadas y cuya estructura social descansaba sobre la base del trabajo de los campesinos. Desde el punto de vista del agricultor de Mesoamérica o de los países andinos la conquista sólo significaba un cambio de señores, pero los nuevos buscaban básicamente lo mismo que los antiguos y en este sentido no había una razón especial para rebelarse contra los españoles.

Entre los antiguos señores que habían dejado de serlo, en cambio, sí que había motivos para la rebeldía, ya que su mundo se había derrumbado para siempre. Estos, además, eran verdaderos guerreros -a diferencia de sus antiguos súbditos- y podrían haber dirigido a su pueblo en una guerra de desgaste en la que no hubiera sido demasiado complicado expulsar a los invasores, ya que eran pocos, fácilmente reconocibles y no conocían el país. Pero los españoles eran muy difíciles de batir, no sólo en el campo de batalla sino también fuera de él. Tanto en México como en el Perú supieron tejer, con gran rapidez, una hábil política de alianzas que resultó determinante en la consolidación de las conquistas.

En Mesoamérica los aztecas eran odiados y temidos por una gran cantidad de pueblos. Los españoles los reemplazarían en buena parte de los puestos que ellos no podían ocupar directamente -dado su reducido número- por sus grandes aliados los tlaxcaltecas, que vieron sobradamente recompensada su lealtad con exenciones de impuestos y con un trato preferente en la nueva jerarquía de poder que sustituyó a la de los aztecas.

A la llegada de los españoles, se unieron a ellos para poder derrotar al imperio Azteca, el cual mantenía en sitio constantemente a la altépetl de Tlaxcallan.

Su alianza con los españoles para la toma de Tenochtitlan convirtió a los tlaxcaltecas en los principales aliados de los conquistadores, acompañándolos en la mayoría de campañas militares que llevaron a cabo para conquistar a distintos pueblos, por muy diversas regiones de Mesoamérica y Aridoamérica, gracias a lo cual siempre tuvieron buenas relaciones con la corona española.

Por su buena relación con los colonos españoles, los tlaxcaltecas disfrutaron de privilegios y participaron ampliamente en el establecimiento de varias comunidades en el noreste de la Nueva España. […] existe aún la Identidad de los Nahuas de Tlaxcala, aquellos hombres que resistieron el embiste Azteca, y fueron fieles compañeros de armas de las tropas de Hernán Cortés, participando en la creación del futuro México con la fusión entre indígenas y españoles.”[1]




Virreinato del Perú

En el Perú fue directamente una facción de los propios incas la que facilitó la conquista y consolidación del poder español en el antiguo imperio del Tahuantinsuyo. El propio Pizarro y varios de los capitanes se casarían con princesas incas de la más alta estirpe, fundando familias mestizas que formarán parte del núcleo dirigente de la nueva aristocracia peruana desde su origen. Uno de sus miembros, el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), biznieto del Inca Túpac Yupanqui por vía materna se convertirá en un referente literario del Renacimiento español, transformándose probablemente en el ejemplo más conocido y temprano del mestizaje, tanto racial como cultural, que tendrá lugar a escala continental durante los siguientes siglos.

En un mundo donde los españoles blancos constituyen una exigua minoría, los mestizos desempeñan un papel fundamental y decisivo en la formación social que va naciendo y terminan formando un colchón amortiguador que rodea y protege a aquellos, ayudando a crear la estructura de poder que sostendrá al Imperio. El término “mestizo” con frecuencia termina perdiendo su significado biológico originario para terminar dando nombre a una categoría social. Con frecuencia se usa como sinónimo de “clase media”, sustituyendo el viejo significado por el nuevo, de tal manera que puede terminar recibiendo esa denominación una persona que desde el punto de vista racial es indígena pero que vive como español.

El concepto de mestizaje en Hispanoamérica ha calado tan hondo que el día 12 de octubre, en el que se conmemora el Descubrimiento de América, es una fiesta continental, que recibe el nombre de “Día de la Raza”. Si el lector no es hispanoamericano seguramente se preguntará: ¿De qué raza? Porque está claro que esta región en una de las que presentan mayor variedad de tipos humanos y de gradaciones raciales del mundo, donde blancos, indios y negros, con todos los grados intermedios imaginables, conviven en el inmenso espacio geográfico que se extiende desde el Río Grande del Norte hasta la Tierra del Fuego.

Es obvio que la raza a que nos referimos es la mestiza, aunque no sea la de todos si nos ceñimos a las categorías biológicas. El mestizaje al que hace referencia implícita esa denominación es cultural. Aunque no todos lo sean, sí se sienten mestizos porque esta cultura ha sabido integrar dentro de sí las diferentes tradiciones que se encontraron en este vasto territorio para forjar entre todas un mundo nuevo y, como vemos, hay mucha gente que considera que ese encuentro merece ser celebrado y así nos lo recuerdan cada año por las calles y plazas de toda América.

Pero más allá del mestizaje biológico o cultural que los pueblos de Hispanoamérica han podido protagonizar a lo largo de estos últimos quinientos años, hay una faceta que hasta ahora ha pasado desapercibida para la mayor parte de los observadores. El Imperio Español fue un imperio mestizo no sólo porque los blancos se mezclaran con los indios, ni porque hubiera indios que colaboraran con los blancos. También lo es porque su estructura, en realidad, es la de los imperios indígenas subyacentes que recibió un injerto español.

Los españoles no crearon un imperio sino que conquistaron dos y los transformaron. El tronco de esos dos imperios sigue estando ahí, escondido bajo el ramaje del injerto español y son dos, no uno, aunque las ramas de ambos hayan crecido tanto que se hayan entrelazado y desde las alturas no haya manera de distinguir las que proceden de un tronco de las que lo hacen del otro.

Después de conquistar los dos imperios se crearon los dos virreinatos originarios que llegaron, en solitario, hasta el siglo XVIII: El Virreinato de Nueva España, al norte -continuación del Imperio Azteca- y el del Perú, al sur –continuación del Imperio Inca-.

Desde México, aprovechando la vieja estructura del Imperio Azteca que seguía descansando sobre la base del campesinado indígena de Mesoamérica, con el apoyo de sus aliados tlaxcaltecas, los españoles llevaron a cabo un sistemático proyecto de expansión militar que terminará llevándolos hasta el Istmo de Panamá por el sur, la actual frontera norteamericano-canadiense por el norte, el río Mississippi por el noreste y las Islas Filipinas por el oeste, incorporando dentro de esa estructura las Grandes Antillas –Cuba, Española y Puerto Rico- y la Península de Florida. El hecho de que el virrey de México fuera designado por el rey de España y, en consecuencia, estuviera subordinado a él nos puede hacer pensar que, en el fondo, no era más que un funcionario. Pero era un funcionario que tenía más poder que la mayor parte de los reyes de la Europa de su época, claro que por un tiempo limitado, como los actuales presidentes de las modernas repúblicas americanas. El rey de España, tanto en Nueva España como en el Perú, procuraba que las personas que desempeñaran esos cargos rotaran bastante y vieran limitado su poder, que estaba muy vigilado por otros funcionarios que eran enviados para controlarlo. Está claro que el rey era plenamente consciente del inmenso poder que el virrey tenía y que podía llevarlo, si no se le vigilaba estrechamente, a crear un verdadero imperio más poderoso que ninguno de los europeos. 

El Virreinato del Perú incluía dentro de sus fronteras a las actuales repúblicas de Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Paraguay y Uruguay. Limitando al norte con el Virreinato de Nueva España, al sur con el Océano Glacial Antártico, al este con el Imperio Portugués del Brasil y el Océano Atlántico y al oeste con el Océano Pacífico.

Los dos virreinatos son, en realidad, la siguiente fase histórica de los imperios indígenas subyacentes y su lógica interna de desarrollo no es europea sino híbrida. Creo que el concepto de “injerto” es la expresión que mejor define su función.

Los españoles, dentro de de esa estructura, actúan como bisagra que articula su relación con el resto del mundo. Esa manera de funcionar hace de este mundo algo único e irrepetible, que conecta espacios y tiempos lejanos y hace fluir la energía de un extremo a otro del Hemisferio y desde las civilizaciones prehispánicas hasta los actuales movimientos indigenistas. Es el espíritu de la transversalidad del que les hablé el otro día. Es el dinamismo que esta estructura imprimió al resto del mundo desde que se constituyó, hace quinientos años, y que nos embarcó a todos en un proceso histórico irreversible, que hoy llamamos “globalización” pero mañana llamaremos –seguro- de otra manera.


[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Tlaxcalteca