jueves, 20 de diciembre de 2012

El despliegue continental



La aparición, en el continente americano, de la Civilización Hispana es uno de los grandes hitos de la Historia de la Humanidad. Es un acontecimiento comparable a la construcción del Imperio Romano. Como éste, incorporó a la dinámica histórica de la Civilización Occidental a una vasta región, poblada por una gran diversidad de pueblos, lo hizo a un ritmo lo suficientemente pausado como para que calara y se asentara y fue capaz de convertir a la lengua española y a la religión católica en los vehículos de integración más potentes que nunca se hayan visto en el Hemisferio Occidental.

El Imperio español en América es, junto al romano y al chino, uno de los más vastos constructores –en sentido material- que jamás haya existido en el pasado. Fundó miles de ciudades, construyó centenares de puertos, calzadas, caminos...

En 1538 se fundó, en Santo Domingo, la primera universidad del Hemisferio Occidental. Algunos años más tarde le seguirían las de Lima y México. En 1539 se inauguraría, en México, la primera imprenta del Nuevo Mundo, a la que muy pronto le seguirían otras. En 1536, Fray Bernardino de Sahagún, fundará el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, con la misión de educar a los jóvenes pipiltin (nobles aztecas). Esta institución se convertirá, muy pronto, en un centro de investigación de la lengua y de la cultura nahualt. Una parte de sus investigaciones terminaron plasmándose en la obra Historia general de las cosas de Nueva España, del autor ya citado. En 1546 verá la luz el primer libro publicado en la lengua de los aztecas: Doctrina cristiana breve traducida en lengua mexicana, de Juan de Zumárraga, primer obispo de Tenochtitlán.

Y algo parecido sucedió en el antiguo imperio de los incas. Uno de los individuos más representativos del proceso que siguió a la conquista de éste por parte de Pizarro y sus hombres fue el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616). Hijo de Sebastián Garcilaso de la Vega -miembro destacado de la primera expedición de conquista del Perú- y de Isabel Chimpu Ocllo, nieta del Inca Túpac Yupanqui y sobrina de Huayna Cápac. Este hombre es un príncipe indígena –lleva en sus venas sangre real-, pero es mestizo. Recibirá una esmerada educación en el Colegio de Indios Nobles del Cuzco, que había sido fundado en 1535. Garcilaso compartió pupitre con sus primos Paullu Inca y Tito Auquí, hijos de Huayna Cápac y, también, con los hijos naturales –mestizos como él- de Francisco y Gonzalo Pizarro. Como sabemos, el Inca Garcilaso es un referente literario del Renacimiento español y vivió la mayor parte de su vida con su familia paterna en España, donde se convirtió en el mayor divulgador de la historia y la cultura de la civilización inca.

La expansión de los españoles por las nuevas tierras descubiertas trajo consigo, desde los primeros momentos, una fuerte imbricación entre estos y los indígenas. Para los hispanos era fundamental establecer una poderosa relación con los indios porque eran conscientes de que de ella dependía su propia supervivencia en un territorio en el que eran una insignificante minoría.

Pero entre el descubrimiento de Colón (1492) y la fundación de la ciudad de Veracruz (1519) -que marca el comienzo de la conquista del primer gran imperio prehispánico- transcurrieron 27 años, es decir, una generación completa. Ese tiempo, que podemos llamar Fase de aclimatación, fue determinante para la definición de algunos de los elementos que después caracterizarán a los españoles de ultramar. Durante ese período se moverán con relativa lentitud –si comparamos su actuación con la de la siguiente generación-. Su cuartel general se establecerá en la ciudad de Santo Domingo, desde donde saldrán viajes de exploración hacia todos los territorios ribereños del Mar Caribe y el Golfo de México, aunque las campañas de conquista se concentrarán, durante años, en la Isla de la Española. Más adelante se producirá el salto a la de Cuba y, al final, se establecerán los primeros asentamientos continentales en el Istmo de Panamá.

Durante ese tiempo los españoles tomarán conciencia, en el reducido marco de La Española, de la problemática específica que para ellos presentaba el Nuevo Mundo. Allí tomaron contacto con el medio físico tropical, con unos pueblos que vivían en la prehistoria, con una flora y una fauna exuberantes y extrañas y con unas enfermedades desconocidas para ellos.

La relativamente elevada concentración de hispanos en la isla citada expuso a estos y a los indígenas a un alto riesgo de contagio a las nuevas enfermedades, que en el caso de los taínos –pueblo que habitaba la mayor parte del territorio que constituyen las Grandes Antillas- resultó fatal.

Se ensayaría el régimen de encomiendas, que pretendía aplicar el sistema de servidumbre feudal a los indios. La combinación de trabajos forzados, sublevaciones indígenas y enfermedades víricas europeas llevaron a su casi extinción a los nativos de La Española. Entre los blancos la mortalidad también fue bastante elevada, pero el hecho de poseer una posición social más preeminente, un mejor acceso a los remedios conocidos contra las enfermedades del país, así como la continua afluencia de nuevos inmigrantes, hizo crecer bastante sus efectivos, al igual que el de los negros africanos que empezaron a aparecer en la zona para reemplazar las bajas que se estaban produciendo entre los indígenas.

La disminución drástica de las poblaciones indias en La Española provocará un vivo debate entre sus habitantes. Pronto destacará, entre las voces que clamaban contra el sistema de encomiendas, la de Fray Bartolomé de las Casas (1484-1566), que había sido, de hecho, un encomendero más[1]. En 1510 se ordenará sacerdote. Poco a poco se va enfrentando de forma cada vez más abierta a ese sistema y termina viajando a España, donde se entrevistará con Fernando el Católico y con el Cardenal Cisneros, que lo nombrarán “protector de los indios” en 1516. Desde entonces intentará poner en marcha una especie de misión, en Cumaná –actual Venezuela-, en una zona que el rey le cedió en exclusiva. El experimento resultó un fracaso porque los indios se rebelaron. No obstante, el movimiento en defensa de los indígenas siguió adelante e inspiró las nuevas propuestas sobre el Derecho de gentes, de Francisco de Vitoria (1486-1546) y terminó influyendo en la redacción de las Leyes Nuevas de Indias (1542), según las cuales los indígenas fueron definidos como “súbditos libres” del rey de España y puestos bajo la protección de la corona.

En 1552 se publicará en Sevilla la obra “Brevísima relación de la destrucción de las indias”, del citado Fray Bartolomé que será, desde entonces, la obra básica de referencia para todo aquél que quisiera entrar en el debate y suministrará bastante munición a todos los adversarios de España. Desde entonces se han vertido ríos de tinta sobre este asunto y se han publicado infinidad de libros al respecto. Cada cual, obviamente, ha “arrimado el ascua a su sardina”, como diría un castizo, pero lo que sí ha quedado meridianamente claro es que el tema de los derechos de los indios era una preocupación para los españoles del siglo XVI que provocaba apasionados debates “en la plaza pública”. En ningún otro país estos asuntos han levantado una polvareda tan notable y mucho menos en una época tan temprana. El debate en España se planteaba, evidentemente, sobre los indios que dependían de su propia corona, sobre cuya condición era posible hacer algo; no como en Holanda o Inglaterra que hablaban de los indios que dependían de su enemigo. En el primer caso estamos ante un debate ético, en el segundo, obviamente, ante uno político en el que toda la argumentación que podía utilizarse tenía que basarse necesariamente en fuentes españolas y que -más que ayudar a los indígenas- lo que pretendía era debilitar a su adversario. Cuando ellos llegaron a desempeñar –con respecto a los nativos de sus territorios de ultramar- papeles comparables a los de los españoles, pasaron de puntillas sobre todos estos asuntos.

Pero éste es tan sólo el primer capítulo del despliegue de la civilización hispana en el Hemisferio Occidental. El proceso adquirirá caracteres épicos cuando sus hombres se adentren en la tierra firme y se enfrenten a los grandes imperios prehispánicos. Durante la primera generación, en las Antillas, se había empezado a forjar el tipo humano que después “asaltaría” el Nuevo Mundo. Allí se familiarizaron con aquél espacio geográfico, con los hombres y con el clima. Y también murieron gran cantidad de individuos que no pudieron adaptarse a las circunstancias, desarrollándose el tipo “mutante” de seres que aquél medio seleccionó. A la altura de 1519 ya estaban listos para protagonizar la gran epopeya.

Ese año comenzaron dos grandes empresas que cambiarían el curso de la Historia. En el puerto de Sevilla cinco naves se hacían a la mar, comandadas por Fernando de Magallanes, con el propósito manifiesto de encontrar un paso, al sur del continente americano, que franqueara una ruta hacia Asia por el oeste. Tres años después, la única nave superviviente de aquellas cinco –la nao Victoria- arribaba de nuevo a Sevilla, después de haber completado la primera vuelta al mundo. Por el camino había muerto Magallanes, lo que obligó a tomar el mando a uno de sus contramaestres –Juan Sebastián Elcano-. Habían descubierto el Estrecho de Magallanes, la Tierra del Fuego, las islas Filipinas, etc. y atravesado el Océano Pacífico –al que ellos bautizaron con ese nombre- por su parte más ancha.

Simultáneamente Hernán Cortés desembarcaba en el actual territorio mexicano, con 550 hombres -más 200 auxiliares nativos y africanos- con el propósito manifiesto de conquistar nada menos que el Imperio Azteca. El primer acto de aquella campaña militar fue la fundación de la ciudad de Veracruz, desde donde se pondrán en marcha en dirección a la capital –México-Tenochtitlán-, desplegando por el camino una gran actividad encaminada a recabar el apoyo de todos aquellos pueblos que estaban enfrentados con el poder azteca. Cuando se presentaron a las puertas de Tenochtitlán su ejército –que se había ido engrosando con la incorporación de los totonacas y los tlaxcaltecas- superaba ampliamente los cuatro mil hombres.

Tras una gran cantidad de vicisitudes, entre las que hubo multitud de enfrentamientos armados y en las que los españoles fueron diezmados y recibieron también nuevos refuerzos desde los puertos antillanos hispanos, Cortés pondrá finalmente cerco a la capital azteca –en mayo de 1521- con un ejército que, según la Tercera carta de relación que el propio conquistador remitió a Carlos I, estaba compuesto por unos 900 españoles y 75.000 indígenas –más de la mitad de los cuales eran de etnia tlaxcalteca-. El asalto se produciría durante el mes de agosto y los combates fueron de una gran dureza.

Desde los últimos meses de 1521 la ciudad de México se convirtió en la gran capital del norte del Imperio continental español. En 1535 todos estos territorios se convertirán en el Virreinato de Nueva España, que integró a todos los dominios españoles de América del Norte, central y de las Antillas, así como los de Asia y Oceanía. Un espacio geográfico que, en 1790, tenía una extensión territorial de 7 millones de km2 y una población estimada de 6 millones de habitantes.

Inmediatamente después de la conquista de México, Francisco Pizarro –que era pariente de Cortés y alcalde de la ciudad de Panamá-, comienza a recabar apoyos para conquistar otro imperio cuyos informadores situaban mucho más al sur. Se trataba del Imperio Inca.

Tras constituir una sociedad con Diego de Almagro y Hernando de Luque –a la sazón cura de Panamá y persona con influyentes contactos-, obtener el apoyo financiero del licenciado Espinoza –que pidió expresamente mantenerse en el anonimato-, conseguir el visto bueno de la corona y llevar a cabo algunos viajes de exploración para localizar el citado imperio, por fin cruzará los límites septentrionales de éste y se adentrará en dicho territorio -con un ejército de 180 hombres y 37 caballos- en 1531.

El plan era reproducir exactamente el guión de la conquista de México, para ello debía intentar aprovechar los enfrentamientos indígenas y tomar partido por algún grupo que estuviera siendo acosado por el núcleo dominante, debía hacer un alarde de fuerza -¡con 180 hombres!- y de audacia, capturar al emperador y utilizarlo como prenda para someter al país con ayuda de los partidarios que se le fueran uniendo.

Providencialmente –para ellos- el Imperio Inca estaba en ese momento sufriendo una crisis sucesoria. Se hallaban en plena guerra civil entre dos aspirantes a la corona, Huáscar y Atahualpa. Cuando aparece Pizarro el conflicto está ya terminando, con la victoria de las huestes de Atahualpa. Después de morir Huáscar sus partidarios estaban siendo perseguidos por los vencedores. Esta situación militar permitirá a los conquistadores seguir el guión preestablecido sin alterar ni una coma. Para colmo, los ejércitos del Inca, en su campaña de hostigamiento a sus adversarios, estaban combatiendo precisamente en las regiones del norte; muy cerca, por tanto, del lugar por el que Pizarro había penetrado.

Pronto contactan los conquistadores con algunos de los partidarios de Huáscar, que se hallan en plena desbandada. Estos les ponen al tanto de la coyuntura política que atraviesa el Imperio y les guían por el país, informándoles de las posiciones del ejército del Inca y del número de efectivos con que cuenta. Con una temeridad rayana en la inconsciencia se dirigen hacia el lugar donde se encuentra el núcleo central del ejército imperial. Pizarro y Atahualpa se intercambian embajadas y conciertan una cita en la Plaza Mayor de la ciudad de Cajamarca el 16 de noviembre de 1532, encuentro al que los españoles llegarían primero, lo que les permitiría preparar el escenario para recibir adecuadamente a su interlocutor. Allí, ante la atónita mirada del monarca, en unos pocos minutos los hombres de Pizarro escenifican una audaz operación de “comandos” que tenían ensayada, en la que capturan a éste, en medio de la sorpresa causada por las maniobras de distracción desplegadas por la acción combinada de la caballería, un pequeño cañón y varias trompetas que habían preparado al efecto.

A partir de la captura de Atahualpa el sometimiento de la mayor parte del territorio fue relativamente fácil, lo que no impidió que un sector de la nobleza “atahualpana” continuara la resistencia durante cuarenta años más, replegándose hacia las zonas más agrestes de la cordillera andina, donde hay constancia de ella hasta la década de los setenta del siglo XVI.

Siguiendo el modelo mexicano, en 1542 se constituyó el Virreinato del Perú, que tendría como núcleo originario a los territorios que habían formado parte, previamente, del Imperio Inca. La capital se estableció en Lima, ciudad fundada por Pizarro en 1535, cerca de la costa del Océano Pacífico, a una altitud de 100 metros sobre el nivel del mar. La histórica capital de los incas –Cuzco- fue descartada como sede por su elevada altitud –3.400 metros- y por sus dificultades de acceso.

Al igual que había sucedido en el norte con la ciudad de México, Lima se convierte pronto en la gran capital del sur de los dominios españoles, extendiendo su autoridad mucho más allá de los confines del territorio inca. Desde allí el Virrey del Perú impondrá su jurisdicción por la totalidad de las posesiones españolas de América del Sur, incluyendo la actual República de Panamá y excluyendo a la de Venezuela. Un vasto espacio geográfico que pronto se estructurará como un verdadero imperio, subordinado a las autoridades peninsulares pero con un grado notable de autonomía.

México y Lima, desde entonces, se transforman en los dos núcleos que articulan y administran el despliegue continental de los españoles por el Nuevo Mundo, constituyéndose en las metrópolis del Hemisferio Occidental.

El Imperio español en América se superpone, como una nueva capa geológica que sepulta a las más antiguas, sobre los dos grandes imperios prehispánicos; que se convierten así en la plataforma sobre la que se sustenta la nueva superestructura. Los españoles se sitúan en la cúspide de la pirámide social. Pero son muy pocos[2]. La clave de su dominación hay que buscarla en el mantenimiento de las inercias previas. Por todo esto podemos afirmar que el Imperio español es una estructura mestiza, no ya por la composición étnica de su población –que también-, sino porque su dinámica histórica es un injerto de la española sobre troncos americanos y porque la fusión de ambas ha creado una aleación nueva que presenta unas propiedades diferentes a las de sus elementos constitutivos originarios[3].

El primer contacto de los españoles con el continente americano se produjo en las Antillas, desde allí se saltó hacia Centroamérica y México, también hacia las costas antillanas de Colombia y Venezuela. Pero, una vez asentados en Mesoamérica y en el Istmo de Panamá, las siguientes fases de su despliegue usarán al Océano Pacífico como canal de penetración en el resto del continente –incluyendo las colonias atlánticas vertebradas por el Río de la Plata-. Eso significa que buena parte de su proceso expansivo se efectúa “por detrás” de la fachada más visible para los demás europeos; de tal forma que durante generaciones el Pacífico fue un mar español -porque sólo lo surcaban naves de esta nacionalidad- y cuando sus competidores lo alcanzaron siguió siendo predominantemente español durante varias generaciones más. Hay territorios, como por ejemplo las islas Filipinas, que más que colonias españolas lo fueron de sus virreinatos americanos.

Si observamos un mapa físico del Hemisferio Occidental nos percataremos rápidamente de que estamos ante el continente más alargado –en el sentido de los meridianos- del planeta Tierra; que ese conjunto es atravesado, desde un extremo hasta el contrario, por una inmensa cordillera que lo vertebra y que lo hace muy cerca de sus costas occidentales. En dos puntos de esta serie de cadenas montañosas estuvieron situados los núcleos originarios de los imperios azteca e inca. Desde ellos se articuló la expansión terrestre de los españoles, que se sustentó, desde el primer momento, en los grupos étnicos de esas zonas y que, con su ayuda, sometió al resto. Un imperio que se expandió a través de una orografía a la que el hombre europeo se adaptaba con dificultad.[4] Estas dificultades son un obstáculo importante para la expansión física del hombre blanco[5], lo que obliga a los hispanos a transformarse para poder adaptarse a esos nuevos territorios.

El Imperio español, como ya desarrollé en otro artículo[6], ha sido el Imperio Transversal por antonomasia; el que ha sido capaz de mantener unidos durante varios siglos a pueblos que habitaban en glaciares, alta montaña, climas mediterráneos, desiertos cálidos, desiertos fríos, selvas vírgenes tropicales y ecuatoriales, etc… a pueblos volcados sobre el mar junto con otros que estaban sólidamente asentados en altas mesetas. Con todos ellos los hispanos han sido capaces de imbricarse, de hibridarse y de embarcarse en un proyecto común integrador al que hoy llamamos Hispanidad. La religión que llevaron consigo a los territorios conquistados ha demostrado, igualmente, una importante potencia sincrética, una gran capacidad de absorción y de integración de las creencias nativas. Si durante el Bajo Imperio Romano y la Alta Edad Media los cristianos crearon un verdadero panteón -que reemplazó en sus funciones a los diferentes dioses paganos- y lo integraron en el santoral, esa potencialidad volvió a revelarse preciosa, tanto en la América española como en la portuguesa, para poder crear país, para integrar a la gran diversidad de pueblos, de lenguas y de grupos étnicos que habitaban las tierras americanas. Y mientras los ibéricos estiraban dicho panteón, incluyendo nuevos santos como Santa Rosa de Lima o San Martín de Porres[7] y creaban nuevas advocaciones marianas o cristológicas que terminaban convirtiéndose en las más veneradas del orbe católico[8], mientras los antiguos incas reintroducían a la Pachamama –la Madre Tierra- en el universo de las creencias de los pueblos andinos recién cristianizados, el resto de pueblos europeos se enrocaban, de manera cada vez más intensa, en el monoteísmo semítico, en el que la divinidad se va volviendo cada vez más abstracta. Tanto que se termina perdiendo, sustituida por todo tipo de entes metafísicos.

Desde que los portugueses empezaron a tomar posiciones en África y los españoles en América, el fenómeno que hoy llamamos globalización empezó a desplegarse, fruto de la apertura de canales de comunicación y de intercambio entre los diversos ecosistemas terrestres.

El mundo hispánico, que se forjó durante el largo milenio medieval en medio de una tierra fronteriza, continuó expandiendo esa frontera por las tierras de ultramar y allí volvió a demostrar, como ya lo había hecho en la Edad Media peninsular, que sus hombres supieron encontrar su encaje particular en cada uno de los contextos sociológicos en los que se fueron insertando. Como dijo Mathew Restall actuaron como “empresarios armados” que lideraron los procesos de integración locales que tuvieron lugar en los heterogéneos hábitats existentes en el Nuevo Mundo. Además, hubo contigüidad territorial entre ellos, poderosas sinergias que reforzaron su impacto y suficiente continuidad en el tiempo como para forjar una verdadera civilización, de carácter mestizo, que ha llegado hasta nuestros días con la suficiente fuerza interior como para competir con éxito en la sociedad globalizada del siglo XXI.

Un continente americano vertebrado por una cordillera que lo atraviesa de norte a sur, poblada por grupos étnicos indígenas hibridados con los hombres de la frontera ibéricos que han sabido crear –todos juntos- un nuevo horizonte cultural con una poderosa personalidad; firmemente asentados sobre un territorio agreste –fundidos e identificados con él-. Un canal que perfora los límites que separan a todos los ecosistemas terrestres, creando un espacio privilegiado de comunicación entre ellos, que comparte lengua y creencias. Un universo ideológico que ha sabido hacer sitio a una miríada de grupos étnicos diferentes, reconociéndolos a todos como parte de un proyecto común: la Hispanidad. Un cortocircuito planetario que funde en un mismo crisol a los hombres del desierto con los de la selva, a los de la Pampa inmensa con los de la Puna, a blancos, indios y negros; aztecas, mayas, incas y españoles. Este magma que atraviesa el Hemisferio Occidental del Planeta Tierra no es otra cosa que un anticipo del porvenir, del futuro mestizo que se abre paso, cada vez más poderoso, por todo el orbe. 


[1] Recibió una encomienda en La Española en 1502 y otra en Cuba en 1514.

[2] El  número total de blancos, en el conjunto del Virreinato de la Nueva España, era de 63.000 en 1570, 600.000 en 1759 (240 años después de la llegada de Cortés a México) y de un millón en 1800. Se estima que la población indígena era de unos 10 millones de habitantes en el siglo XVI, 8 en el XVII, 7 en el XVIII y 3,5 en el XIX. Los mestizos, por su parte son 1,5 millones a principios del siglo XIX. Los negros nunca sobrepasaron la cifra de 20.000. En 1800 la población de la España peninsular era superior a la población total de este virreinato y no demasiado inferior a la suma de todos los habitantes de los virreinatos americanos del Imperio español.

Como comparación diremos que la población de las trece colonias inglesas que terminarían dando origen a los Estados Unidos de Norteamérica tenían 210.000 habitantes en 1690 y 2.121.376 habitantes en 1770 -de los cuales 1.664.279 eran de raza blanca (78,5 %) y 457.097 de raza negra (21,5 %) y esclavos en su inmensa mayoría. (http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/1637.htm 26/1/2009)-. Detrás de la poderosa expansión demográfica de este país no sólo se encuentran los disidentes religiosos ingleses de los siglos XVII y XVIII, sino buena parte de los excedentes de población de todo el continente europeo, así como gran cantidad de negros africanos obligados a cruzar el Atlántico y a trabajar para los aristócratas blancos instalados en los territorios más meridionales de aquellas colonias. Podemos decir que tenían a todo un continente detrás. Esta potencia expansiva imprimió un ritmo vertiginoso a los procesos históricos que tuvieron lugar en Norteamérica, creando una sociedad con un “tempo histórico” más acelerado.

El “choque de trenes” que se intuía, entre hispanos y anglosajones -ya a la altura de 1800-, fue entrevisto por Hegel, que dio por altamente probable la victoria anglosajona. Al fin y al cabo los españoles eran un pueblo “retrógrado” y relativamente débil para el grueso de los ilustrados y de sus herederos intelectuales. Además, la Historia parecía jugar a favor de Inglaterra y en contra de España; la Historia de los cronistas de las cortes victoriosas de la época, claro.

[3] Ver artículo: “Los imperios mestizos”, http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/los-imperios-mestizos.html

[4] La caja torácica de un europeo no está adaptada para vivir en una ciudad como Cuzco que se halla situada a 3.400 metros de altitud o La Paz, que está a 3.600 m.

[5] Aunque los españoles -buena parte de los cuales proceden de una amplia meseta que presenta una altitud media de 600 metros sobre el nivel del mar o de zonas de montaña con una altitud más elevada todavía- son uno de los pueblos europeos mejor adaptados a este tipo de orografías. La aclimatación a los entornos mexicano y colombiano no presentó para ellos ninguna dificultad especial. Por el contrario, el nombre de Nueva España con el que bautizaron a la región donde habitaban los aztecas se debe a la gran semejanza que encontraron en el clima y la vegetación imperantes en la zona con respecto al de la Meseta Central española. Cortés, que era extremeño y procedía por tanto de ella, después de vivir durante años en el húmedo clima antillano de la isla de Cuba, debió sentir -al adentrarse en Mesoamérica- que estaba, en cierto modo, volviendo a casa.

Sin embargo, los altiplanos andinos eran otra cosa. Los 3.000 y 4.000 metros de altitud tan corrientes en ellos eran excesivos incluso para los montañeses ibéricos.


[7] Primer santo negro de América.

[8] como por ejemplo la Virgen de Guadalupe.

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