viernes, 15 de junio de 2018

Diplomacia e inteligencia en el Equilibrio Europeo


En el artículo anterior vimos como los diferentes proyectos hegemonistas europeos, a lo largo de la historia, han ido modulando su estrategia en función de los acontecimientos. Cuando tales proyectos han podido poner a sus vecinos ante hechos consumados y obligarlos a entrar en ellos, lo han hecho sin la más mínima reserva moral. Cuando, por el contrario, la correlación de fuerzas les impedía forzar el proceso, entonces han atemperado sus discursos y se han vuelto “tolerantes” de la noche a la mañana. Esto es algo que ya vimos cuando hablamos de las guerras de religión entre católicos y protestantes a lo largo de los siglos XVI y XVII.
“Siempre hay agazapado, detrás de los discursos europeístas, algún proyecto hegemonista”, dijimos hace poco[1], que se plantea de manera pragmática y posibilista porque las circunstancias han vuelto inviable el sometimiento directo, por la vía militar. En los procesos de unificación política de ámbito regional que han ido teniendo lugar en la ecúmene europea a lo largo de los últimos siglos (Alemania, Italia, Yugoslavia...) siempre ha habido un estado (Prusia, Piamonte, Serbia...) que ha arrastrado al resto de formaciones políticas menores y ha impuesto la unidad, aunque esgrimiera para ello un discurso pan-nacional. Cuando se han encontrado con una estructura política lo suficientemente potente como para poder frenar el proceso (Austria en el caso alemán, el reino de las Dos Sicilias en el italiano) la han laminado. Por tanto podríamos aventurar una primera hipótesis de trabajo: Para conseguir la unidad política hace falta construir un discurso que sea congruente con ese objetivo y, además, una estructura que lo lidere y que se imponga a las demás. ¿Hay alguna excepción a esta regla?
Pues sí. Se me ocurre una... ¡¡España!! España aparece cuando dos estados bajomedievales consolidados (Castilla y Aragón) deciden, de manera libre y pacífica, unirse en un plano de igualdad. Algo relativamente raro en la Historia Universal.
Bueno. En realidad no es tan raro, al menos en la Península Ibérica, ya que cada uno de esos dos estados había surgido, a su vez, de la misma manera (los reinos de Castilla y de León se unieron para dar lugar al castellano-leonés en 1230. El Reino de Aragón y el Condado de Barcelona se unieron en 1164, manteniendo el nuevo estado unificado la denominación del primero). Se ve que las dinámicas históricas peninsulares se rigen por unas reglas diferentes a las que lo hacen las continentales. Por eso los españoles, cuando actúan en el ámbito europeo, han pecado siempre de una gran ingenuidad política, atribuyéndoles a los otros unas actitudes mucho más altruistas y generosas de las que en realidad tenían. Por eso cuando un poder extranjero se extiende por España se encuentra frente a la respuesta multimodal española, de la que ya hemos hablado en muchos de nuestros artículos, que le rompe todos sus esquemas.
Hace tiempo que vengo hablando del desarrollo diferencial de las dinámicas históricas que han tenido lugar en la Península Ibérica, si las comparamos con sus equivalentes de otros espacios geográficos (no sólo europeos), y de la relación que esa dinámica guarda con las variables ecológicas, orográficas, climatológicas y geoestratégicas. La Península Ibérica es un territorio muy compacto, que ocupa una posición única en el mundo: Es uno de los tres cruces de caminos más importantes del planeta (junto al Istmo/canal de Panamá y el Istmo/canal del Sinaí/Suez. Pero, sin embargo, está muy fragmentada desde el punto de vista ecológico, lo que provoca una reacción “diferida, escalonada y múltiple”[2] de los agentes sociales frente a las agresiones externas, que llamé “respuesta multimodal española”. También hablé hace tiempo de la “profundidad estratégica”[3] que convierte a la Península en un subcontinente desde el punto de vista subjetivo[4], y de que eso es perfectamente constatable históricamente: como continente respondió cuando fue atacada por los romanos, por los árabes o por las fuerzas napoleónicas.
Esa reacción “diferida, escalonada y múltiple” hace que cuando un agresor destruye o somete a la estructura política del país se termine encontrando con la realidad subyacente del mismo, ecológicamente diversa, muy poco estructurada y, desde luego, absolutamente ajena a las dinámicas continentales. El poder político español ha venido actuando históricamente como una especie de “interfaz” que ha traducido el “software” de alto nivel de la alta política europea al “hardware” singular de la Península, que funciona con un “sistema operativo” diferente al europeo, aunque casi transparente desde fuera, cuando el “software” funciona, claro. El problema surge cuando éste deja de funcionar.
Hace tiempo les hablé de mi particular interpretación de la estructura del sistema europeo, que plasmé interpretando la realidad política de Europa tras la Paz de Westfalia (1648), uno de los momentos más cruciales de la historia europea. Difícilmente podremos entender nuestra realidad presente sin saber de dónde venimos:

“A lo largo de la Edad Moderna, en Europa, hubo una serie de pueblos que fueron asumiendo una cierta función de élite que maneja los hilos de la política en la ecúmene europea desde arriba. Hubo otros, más masivos y centrales, empeñados en crear un proyecto nacional desde el cual poder forjar un imperio “europeo” cuya centralidad aspiraban a tener. Hubo países cuya función consistió en mantener aislados a estos últimos para que no pudieran culminar su proyecto, Y otros que se encargaron de proteger al conjunto de las agresiones exteriores. Había, igualmente, una serie de pueblos atacando la fortaleza exterior del Sistema Europeo para intentar resquebrajarlo al menos. El esquema sería más o menos éste:



Ahora veamos un mapa de la Europa de 1648, surgida tras la Paz de Westfalia, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años:





Asignemos ahora un color a cada una de las funciones descritas en el esquema anterior:



 
Y traslademos esos colores al mapa anterior para hacernos una cabal idea de la estructura de poder europea, allá por el siglo XVII:”[5]


Europa sufrió una transmutación profunda durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). La criatura que creó los imperios globales, la Revolución Industrial, la religión laica que usa a la ciencia como argumento y a la que llamé “cientifismo”[6], vino al mundo durante esa guerra y el momento del alumbramiento fue 1648.
En el último artículo estuvimos viendo someramente la evolución de los diversos discursos “europeístas” anteriores al siglo XX. Y dijimos que siempre había agazapado tras ellos un proyecto hegemonista. También hablamos de la tensión histórica que ha habido entre imperios “eurífugos” (que se extienden hacia el exterior de Europa) y los “eurípetos” (que lo hacen hacia el interior), y de como, entre estos últimos, ha habido un cierto movimiento pendular entre las iniciativas hegemonistas francesas y las alemanas.
Si ponemos esto en conexión con la estructura que surgió tras la Guerra de los Treinta Años y que presentamos más arriba, vemos como las dos potencias continentales de las que hablamos en el artículo cuya cita hemos reproducido son los dos imperios eurípetos de los que hemos hablado y que entre ellos se han interpuesto históricamente los países de la barrera interior, que han sostenido durante siglos el “Limes Renano” y que han ejercido lo que en su día llamé “la función borgoñona”[7], cuyos últimos restos en la actualidad son los países del Benelux y Suiza.
Cuando hablamos de la Europa de Westfalia, nos referimos a las “potencias diplomáticas”; son estados con un menor poder militar que los “continentales”, pero con una extraordinaria capacidad de maniobra política. Han sido históricamente los “cerebros” del Sistema del Equilibrio Europeo, moviendo sus hilos a través de la diplomacia y el espionaje para articular alianzas que impidieran la aparición de hegemonismos continentales. Han procurado actuar como el fulcro de la balanza para mantener la rivalidad y un cierto equilibrio de fuerzas entre franceses y alemanes. En el siglo XVII esa función las ejercían el Papado, Inglaterra y Holanda. Aunque en este sentido ha habido una evolución significativa.
Durante la Edad Media sólo el Papado la desempeñó, desde los Territorios Pontificios, apoyándose en la supremacía moral que le daba su preeminencia religiosa. El Papado movió sus hilos durante mil años para mantener el equilibrio de fuerzas entre francos y germanos, apoyando a las diversas estructuras políticas que prosperaron en el Limes Renano (Lotaringia, Borgoña, Franco Condado, Milán, Confederación Helvética, Países Bajos...)
Desde la época de las cruzadas los ingleses empiezan a ganar peso específico al norte del Canal de la Mancha y, poco a poco, van ganando influencia en el continente, hasta que llegaron a controlar una parte importante del territorio francés durante la Guerra de los Cien Años (1337-1453). Durante esa guerra, además, se van tejiendo alianzas con otros señores feudales no sometidos a su influencia directa, en especial con los duques de Borgoña.
Durante el siglo XV las diplomacias pontificia e inglesa, pese a poseer agendas y prioridades claramente diferenciadas coinciden, sin embargo, en una línea estratégica fundamental: el reforzamiento del Limes Renano y, en consecuencia, ambos apuntalan el poder del Duque de Borgoña, para atar en corto al rey francés.
La unión política, ya en el siglo XVI, de la España de los Reyes Católicos con los flamenco-borgoñones y con los austriacos, en la persona de Carlos I (Carlos V para los alemanes) cambió por completo las reglas del juego. Ahora el peligro número uno para el equilibrio europeo pasa a ser la superestructura política de los Habsburgo. Hay un momento en el que el Papa, los protestantes, los franceses y los turcos llegan a coincidir en una cosa: Hay que acabar con el poder de los Habsburgo. Para encontrar una entidad política en Europa con un poder relativo comparable al imperio de Carlos I había que remontarse hasta los tiempos de Carlomagno, más de 700 años antes. Esta situación condujo al estallido de la guerra abierta entre el Papado y el Imperio (1526-1529). Es en ese contexto político en el que tiene lugar el famoso Saco de Roma (1527), en el que un ejército imperial amotinado, en el que había “unos 5.000 españoles a las órdenes de Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto, 10.000 lansquenetes [alemanes] al mando de Jorge de Frundsberg, 3.000 soldados de infantería italiana comandada por Ferrante I Gonzaga y los 800 soldados de caballería ligera [flamencos] los debía gobernar Filiberto, príncipe de Orange”[8] ocupan y saquean la ciudad de Roma, obligando al Papa Clemente VII a refugiarse en el Castillo Sant'Angelo:

“Tras la ejecución de unos mil defensores comenzó el pillaje. Se destruyeron y despojaron de todo objeto precioso iglesias y monasterios (excepto las iglesias nacionales españolas), además de palacios de prelados y cardenales. Incluso los cardenales proimperiales tuvieron que pagar para proteger sus riquezas de los victoriosos soldados.”[9]

Más de una vez me he preguntado si no fue la unión política de flamenco-borgoñones, austríacos y españoles, que se produjo tras la Coronación del primer Habsburgo español y que coincidió en el tiempo con la difusión de las “95 tesis de Lutero”, la que provocó la conversión masiva al luteranismo de los príncipes del norte de Alemania, dando alas así a la Reforma Protestante, pues necesitaban un marcador ideológico que estableciera la diferencia entre unos y otros y permitiera cerrar filas a los disidentes políticos, convertidos entonces -también- en disidentes religiosos. Probablemente nunca lo sabremos, aunque creo que puede ser un buen motivo para la reflexión.
¿Fue el hegemonismo hispano-flamenco-borgoñón-austriaco, concretado en la persona de Carlos I, el que desencadenó la reacción ideológico-política que se plasma en la Reforma de Lutero y en la consecuente alianza de los príncipes del norte de Alemania? La acumulación de poder no siempre es garantía de unidad o de victoria. A veces actúa como el catalizador de una alianza entre sus adversarios que no se hubiera producido de otra manera; el desencadenante de un proceso reactivo. Un rápido proceso de unidad política que no respete los tiempos de las diferentes partes que se están integrando puede ser contraproducente.
El Carlos I que se retira a Yuste, cansado y decepcionado, ha empezado a comprender algunas cosas: Primero que el avispero alemán posee una naturaleza política muy diferente a la unión de los pueblos ibéricos y que, en consecuencia, debe ser administrado por personas distintas, que apliquen principios de gobierno diferentes. Por eso entrega Austria y el Imperio Alemán a su hermano Fernando y España a su heredero principal (Felipe II).
En segundo lugar también descubrió, demasiado tarde, que gobernar es algo más que ponerse al frente de sus ejércitos para aplastar a sus enemigos; que también hay que saber administrar. La España que Carlos I entrega a Felipe II está en bancarrota económica. El nuevo rey tendrá que lidiar con un tipo de problemas que su progenitor no había sido capaz de valorar adecuadamente, o que no había querido afrontar. Dichos problemas, sumados a la amenaza militar otomana que se estaba desplegando por Centroeuropa en ese momento, le hicieron comprender que su tiempo político ya había pasado y que tocaba pasar el testigo a la siguiente generación. No era muy habitual que un rey abdicara voluntariamente. Este hecho pone en evidencia varias cosas:
1) Que la alianza política que Carlos I personificaba era contra natura y que la percepción de ese hecho era algo generalizado.
2) Que la labor erosiva o de zapa que sus diferentes y heterogéneos adversarios habían puesto en marcha desde el minuto uno de su reinado fue alcanzando sus objetivos de manera lenta pero inexorable y que a mediados del siglo XVI ya estaban apuntadas las líneas maestras del despliegue estratégico de los diferentes actores que se enfrentarían en la Guerra de los Treinta Años y que un siglo después de su abdicación forjarían el Sistema del Equilibrio Europeo.
Hace tiempo que dije que “El equilibrio de fuerzas es una característica intrínseca de la europeidad”[10]; Cuando ese equilibrio se rompe, se pone en marcha el dispositivo de relojería que termina enterrando a las fuerzas hegemonistas que atentaron contra él. Cada ecosistema tiene sus propios mecanismos de compensación y los europeos están perfectamente caracterizados históricamente; presentando ciclos recurrentes que se mueven en espiral y reproducen parecidos escenarios políticos, con varios siglos de distancia entre un intento y el siguiente, aunque con un nivel energético y tecnológico diferente en cada uno de ellos. Es el avance o retroceso de ese nivel energético/tecnológico el que marca la direccionalidad del proceso.
Cuando, en 1648, se restableció el equilibrio de fuerzas europeo que los Habsburgo españoles habían roto en 1517, vimos la configuración más clásica de la Estructura del Sistema Europeo y que presenté más arriba. El Papado sigue haciendo valer, en la medida que las circunstancias se lo permiten, su preeminencia espiritual, pero su influencia en este campo cada vez es menor, habida cuenta de que los protestantes han escapado ya a su autoridad y que los estados católicos actúan en el ámbito político cada vez con mayor independencia frente a él. El ejemplo más clamoroso de lo que digo lo constituye la Francia de Richeliu, un estado católico, gobernado por un cardenal católico, que se alía con los protestantes para combatir a sus correligionarios porque entiende que así defiende mejor sus intereses estratégicos.
Todavía le quedaba al Papa, y aún lo sigue haciendo, una gran capacidad de maniobra diplomática, superior al peso que le correspondería como gobernante temporal, y una poderosa red de espionaje que actúa por todo el mundo conocido. Pese a todo esto, su declive es evidente.
Pero el siglo XVII ve aparecer o fortalecerse, por el norte, a Holanda y a Inglaterra, catapultadas hacia el estrellato por obra y gracia de la Paz de Westfalia. Sus actuaciones en el ámbito diplomático, que se apoyan obviamente sobre poderosos servicios de inteligencia, suplen con holgura el retroceso que, en este sentido, ha sufrido el Papado, convirtiéndose en los apuntaladores del Limes Renano que separa a las dos potencias continentales europeas históricas: Francia y Alemania.
Al principio hablé de la tensión histórica que se ha dado en Europa entre imperios eurípetos e imperios eurífugos. Los grandes imperios eurífugos de la Europa Moderna son España y Portugal, que forman parte del Cordón Sanitario Europeo, así como Inglaterra y Holanda, que clasificamos como potencias diplomáticas. Estos dos últimos estados, cuyo poder militar terrestre no podía compararse con el de Francia, Austria o España, supieron desarrollar, como contrapartida, una poderosa marina que  usaron, además, para afianzar su poder en los territorios de ultramar. Eso los convertirá en el fulcro de la balanza, como dije al principio; rol que supieron desplegar con suma maestría y que los catapultaría, en especial a los ingleses, hacia el liderazgo político mundial.
Los conflictos entre las potencias continentales europeas a lo largo de los siglos XIX y XX, serán aprovechados por el Reino Unido para reforzar su papel de árbitro entre ellas, proyectando su creciente poder sobre los escenarios extraeuropeos y metiéndole de lleno en todas las conspiraciones, las mesas de trabajo y los tratados internacionales en los que, de una o de otra manera, se estuvieran planificando o diseñando los escenarios políticos del futuro.
Por el camino, los holandeses verán como su posición se debilitaba por momentos y acababan convertidos en un estado más del cordón interior separador europeo, como Bélgica, Luxemburgo o Suiza.
Después de la Segunda Guerra Mundial se producirá un nuevo reajuste en los roles desempeñados por los diferentes países europeos como consecuencia del nuevo liderazgo político alcanzado por los Estados Unidos de Norteamérica, la nueva potencia anglosajona extraeuropea. En ese contexto el Reino Unido se convierte en el embajador en Europa del poder anglosajón mundial, ejerciendo una función delegada, aunque autónoma, que se le asigna desde la otra orilla del Atlántico. Inglaterra ejerce también funciones de intérprete, de interfaz y de cabeza de playa que traduce las respuestas de los agentes europeos, demasiado sutiles y complejas para la mentalidad norteamericana, atemperando y modulando las intervenciones imperiales en un escenario en el que los errores de cálculo político pueden pagarse muy caros, ante la cercanía del adversario soviético.
La maestría de la diplomacia y de la inteligencia británicas, con un bagaje histórico secular, al que también habría que sumar las vaticanas, dos veces milenarias, le enseñan al tosco estado mayor del nuevo imperio anglosajón a moverse en el campo de minas europeo. Será en ese contexto en el que se concrete el último proyecto eurípeto, al que hoy llamamos “Unión Europea”. Pero de eso hablaremos en el próximo artículo.