domingo, 3 de febrero de 2019

Una partida de ajedrez global





La misión de un ejército, en tiempo de paz, consiste en prepararse para la guerra, para cualquier guerra potencial hipotética; pero empezando, lógicamente, por las más probables. Debe prevenir todos los escenarios posibles para que, cuando se dé la situación para la que fue creado, pueda estar a la altura de las circunstancias y demostrar que su existencia estaba justificada, que los gastos militares eran, en realidad, una inversión, una apuesta de futuro. Recordad las palabras de Julio César: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”.
Y fue otro general, Karl von Clausewitz, el que dijo: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. La guerra es la fase de la acción política a la que se llega cuando han fallado las otras opciones, cuando se han roto todos los puentes. Es fundamental por tanto, para evitar guerras futuras, que nuestro sistema educativo sea capaz de transmitir los valores de la tolerancia, de la empatía... que se nos forme para ser capaces de entender las razones de los otros, para comprender los motivos que guían su acción. Los que alimentan, con argumentos fútiles, polémicas estériles entre colectivos distintos, los que rompen los puentes, están, de alguna manera, preparando el camino para conflictos futuros.
La preparación de un ejército para hacer frente a las guerras futuras consiste, por supuesto, en adiestrar a sus miembros para que, cuando llegue el momento, puedan estar a la altura de las circunstancias, y en dotarse de las capacidades materiales y tecnológicas correspondientes para prever cualquier escenario potencial de lucha.
Pero también debe guardarse algunos ases bajo la manga, para elevar el nivel de incertidumbre de cualquier agresor hipotético. Todo ejército que se precie debe saber jugar, cuando llegue el momento, con el factor sorpresa, debe ser capaz de romper los esquemas de su adversario, debe saber actuar de una manera que éste no haya sido capaz de prever, para poder así tomar la iniciativa en el conflicto. Llevar la iniciativa no es una garantía de victoria pero, al menos, nos brinda la oportunidad de seguir combatiendo, de poder impedir la aniquilación.
Todos los ejércitos de las grandes potencias, a lo largo de la Edad Contemporánea, han ocultado siempre a sus adversarios algún arma secreta o algún avance tecnológico que su enemigo desconocía: los tanques, las armas químicas, el principio de estanqueidad en los buques, el radar, las investigaciones sobre la bomba atómica... Las armas secretas tienen que seguir siéndolo hasta que su utilización se vuelva absolutamente necesaria, hasta el momento en el que puedan romper la lógica del adversario. No pueden mostrarse en el primer intercambio de disparos que se produzca, porque inmediatamente harán que el estado mayor del ejército enemigo asigne recursos a la tarea de replicar y/o neutralizar la ventaja adquirida. Por tales razones los ejércitos de los países más avanzados guardan en la recámara una serie de mejoras que son prototipos de armas futuras, y tienen asignados recursos para garantizar que la estructura productiva pueda responder en caso de necesidad en la implementación de tales mejoras.
Los ejércitos de los países menos avanzados también tienen sus ases bajo la manga, aunque estos no hagan tanto hincapié en las mejoras tecnológicas. Su debilidad relativa en este campo es suplida por un desarrollo táctico más intenso, apoyándose mucho más que los primeros en las características de su propio país, para hacer valer su vinculación con el territorio que deben defender. En ese sentido, a lo largo del siglo XX hemos visto como las fuerzas armadas de algunos países modestos han sido capaces de derrotar a ejércitos que, a priori, parecían invencibles. Lo vimos en Vietnam durante los años 60 y 70, lo vimos en Líbano en los 80, con la guerrilla de Hezbolá...
Si hacemos un rápido recorrido por la historia de los conflictos bélicos, deberemos reconocer que el nivel de incertidumbre que rodea a cualquier agresión militar es bastante alto. Si los ejércitos que desencadenaron las dos guerras mundiales hubieran sabido como acabarían ambas es seguro que no las hubieran desatado. Los agresores, antes de dirigirse a la lucha, saben cómo va a comenzar ésta, pero no como va a terminar. La cantidad de cosas que pueden salir mal es superior, empíricamente, a todo cálculo racional previo. El agresor suele pecar, generalmente, de prepotencia, y esta actitud lo suele llevar, con relativa frecuencia, a sufrir derrotas que no habían sido previstas. Las sociedades humanas son mucho más complejas de lo que cualquier dirigente puede llegar a imaginar, y los terceros que contemplan la agresión suelen extraer, igualmente, las conclusiones pertinentes y, aunque no entren formalmente en el conflicto, tampoco suelen quedarse cruzados de brazos. Un agresor que se sale con la suya suele ser muy mal presagio para los terceros que rodean a los países en conflicto, y las “victorias” suelen llevar asociados otros costes que la mayoría no ve: de entrada, habrá cambios en la percepción que los demás tienen del “vencedor”, y esos cambios suelen tener consecuencias.
Hace tiempo que venimos comparando a las sociedades humanas con los ecosistemas naturales. La biología nos ha enseñado que todos los ecosistemas poseen sus propios mecanismos de compensación. Cuando el equilibrio natural se rompe, se desencadenan una serie de sucesos que, con el tiempo, terminan volviendo a establecer un nuevo equilibrio. Lo mismo ocurre con las sociedades humanas. 
La Historia está llena de grandes “conquistadores” que terminaron viendo como sus conquistas se esfumaron en cuanto dieron una muestra de debilidad o en cuanto los “neutrales” tomaron conciencia de lo que se les venía encima. A veces descubrimos que el “malo” oficial no lo era tanto, cuando intuimos que puede haber alternativas peores. Pasó, por ejemplo, con los españoles al final de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), cuando varios de sus enemigos oficiales se dieron cuenta de que podían ser reemplazados en su función por los franceses y decidieron, finalmente, apuntalar al malo conocido y relativamente controlado, antes que abrir la nueva caja de pandora gala, por lo que pudiera pasar.
La mera amenaza de guerras potenciales a nuestro alrededor trastorna buena parte de las estrategias de los grupos de poder de nuestro mundo y los posibles avances tecnológicos que se puedan estar produciendo en la sociedad. Cualquier invento que pueda ser utilizado en combate contra el enemigo será inmediatamente canalizado hacia la esfera militar y ocultado a la población, para que no caiga en manos del adversario. Es altamente probable que los ejércitos de nuestro mundo y/o sus proveedores habituales oculten importantes avances tecnológicos que, empleados por la sociedad civil, podrían revolucionar nuestra vida cotidiana y permitirnos dar un salto de gigante en nuestra calidad de vida. Pero tales avances se mantienen en secreto para poder darle una ventaja táctica a los que los poseen, de cara a cualquier guerra potencial que se pueda dar en el futuro.
La consecuencia es que se frena la evolución tecnológica en el ámbito de la sociedad civil, que la brecha tecnológica que separa a los grupos de poder del resto de la población se agiganta, que dicha población está cada vez más ajena y más inerme ante los cambios que están teniendo lugar realmente, y que la ciencia se escinde en dos: una ciencia oficial o de masas, que es la que se difunde por los medios y se imparte en las instituciones educativas del Sistema y una ciencia de vanguardia, que aparece ligada a los proyectos secretos y que se oculta al resto de los mortales.
Este proceso que estoy describiendo no es nuevo. Ha existido siempre. Repito: ¡Ha existido siempre! Una cosa es la historia que nos cuentan y otra, muy distinta, la real. Buena parte de esta historia real es olímpicamente ignorada por los historiadores oficiales por varias razones:
Primero porque la historia oficial debe reforzar el discurso oficial, que es un discurso legitimador del statu quo, y cualquier trabajo de investigación que lo cuestione o bien se parará, o bien se ocultará y se transferirá a los ámbitos correspondientes.
Segundo porque descubrir cosas que, en su momento, fueron secretas tampoco es fácil. Ya hubo una voluntad de ocultación en su momento y el historiador sólo conoce la punta del iceberg. Muchos de los elementos que se dieron en el pasado los tiene que deducir. A veces tiene que adivinar cómo era un ser humano del que sólo tiene algunos huesos y, además, en mal estado, como ocurrió con el descubrimiento de los denisovanos, en 2008.
Por eso vengo hablando desde los primeros artículos de mi blog de los patrones de despliegue cultural: Cada sistema forma un todo en el que cada una de las piezas que lo componen debe encajar. Para que una máquina haga un trabajo determinado tiene que tener una serie de componentes que lo hagan posible, y si no conozco esos componentes debo inferirlos a partir del análisis de los procesos que tuvieron lugar.
Pasemos a lo concreto: Sabemos que los cartagineses ocultaban a sus competidores sistemáticamente las cosas que ellos habían descubierto. Eso llevó a un faraón de Egipto a “subcontratarlos” para llevar a cabo la vuelta al continente africano. El egipcio sabía que sólo ellos podían llevar a cabo tal proyecto. Y no salió decepcionado.
Sabemos que los griegos llegaron a construir autómatas, una especie de robots mecánicos que hacían determinados trabajos rutinarios. Y, también, sofisticados mecanismos de relojería, como el “Mecanismo de Anticitera”, del siglo II a.C. Hay narraciones que nos hablan de que en el sitio romano de la ciudad griega de Siracusa (212 a.C.-214 a.C.), los defensores usaron “espejos ustorios”, que concentraban los rayos del Sol sobre las naves romanas y las incendiaban. Se afirma que fueron diseñados por Arquímedes.
Quizá el arma secreta más famosa de la Historia haya sido el “fuego griego” de los bizantinos, que empezaron a usar a partir del siglo VI, que causó una honda impresión a los cruzados medio milenio después y cuya fórmula se fue con ellos, aunque haya tenido multitud de imitadores.
La vuelta al mundo de Magallanes-Elcano, entre 1519 y 1522 no fue sólo un alarde de poder, de pericia marinera, de valor y de coraje, también de tecnología... Hemos de tener en cuenta que el Tratado de Tordesillas (1494), firmado entre españoles y portugueses, prohibía a las naves españolas adentrarse en el Atlántico Oriental al sur de las Canarias y en el Océano Índico. Cualquier barco español que los portugueses detectaran en esa zona sería hundido. Ya conocemos el extraordinario celo que los portugueses ponían en su “política de sigilo”. No estaban dispuestos a permitir que ningún extranjero descubriera ni sus rutas, ni sus técnicas, ni sus bases. Los españoles sabían esto desde que empezaron a proyectar ese viaje. Sabían que navegarían por territorio hostil desde las Molucas hasta las Canarias... ¡Medio mundo!... Y lo hicieron.
Al frente, Fernando de Magallanes, un portugués que se había puesto a las órdenes del rey de España y que, podemos suponer, pasó a los españoles toda la información que tenía, tanto tecnológica como geográfica. Los españoles tendrían cartas de navegación precisas sobre los enclaves portugueses en el Atlántico y en el Índico, así como información sobre rutas, rutinas, costumbres, etc. Pero Magallanes murió en las islas Filipinas, antes de entrar en la zona portuguesa. Quedó al mando el español Juan Sebastián Elcano, que estuvo evitando a las naves y a las bases portuguesas durante medio viaje. Dígame como habría podido hacer esto posible sin relojes de precisión a bordo para poder calcular adecuadamente la longitud geográfica, por más cartas de navegación que tuviera.
“Una flota inglesa formada por cinco naves comandada por el Almirante Clowdisley se hundió al chocar con las islas Sorlingas (cerca de Inglaterra) en el año 1707 por un erróneo cálculo de su posición. Concretamente de la longitud. Dos mil hombres perecieron. Siglo XVIII.
Y es que calcular la longitud en medio del océano era un problema para los ingleses todavía en el siglo XVIII. [...] que un marino calculara correctamente latitudes y longitudes era la diferencia entre llegar a puerto o no llegar, entre saber dónde estás o encontrarte con sorpresas desagradables y en muchos, muchos casos, entre la vida y la muerte.”[1]
Como ve, los españoles tenían resuelto, a principios del siglo XVI, un problema técnico que los británicos aún no habían sido capaces de resolver doscientos años más tarde. El cálculo preciso de la longitud geográfica pudo garantizar la hegemonía ibérica en todos los mares de La Tierra durante más de doscientos años. Alonso de Santa Cruz, cosmógrafo mayor de Castilla, en pleno siglo XVI, escribió el “Libro de las longitudes y manera que hasta agora se ha tenido en el arte de navegar”, cuya publicación fue prohibida por Felipe II por “razón de estado” (Lo será, finalmente, en 1921[2], tres siglos y medio después).
El asunto del cálculo de la longitud geográfica es un ejemplo de lo que ocurre cuando se cubre el ciclo completo. El secreto de estado lo que hace es retrasar la llegada del conocimiento que está protegiendo hasta el resto de la población que pudiera estar interesada en saberlo. Pero hay otros ejemplos en los que el ciclo no llega a cerrarse y el conocimiento acaba perdiéndose.
Cuando hace ya varios años abordé el descubrimiento de América por parte de los españoles lo comparé con otros “descubrimientos” americanos que no tuvieron trascendencia histórica, como el de los vikingos (1001) o el de los chinos (1421). En ambos casos los “descubridores” fueron, volvieron y contaron lo que habían visto a quienes tuvieron a bien escucharlos. Pero nadie siguió después su estela. 
Lo que hace diferente al descubrimiento colombino no es el comportamiento de Colón, que es semejante al que tuvo Leif Erikson o Zheng He. La diferencia la marcaron los que escucharon la noticia. Sólo los españoles se pusieron inmediatamente en marcha. Sólo ellos llevaron el descubrimiento hasta sus últimas consecuencias. Y por eso cambiaron el curso de la Historia.
He sostenido en varios de mis artículos que este comportamiento de los españoles es insólito, que nunca antes se había producido. Hay muchos ejemplos conocidos y estoy seguro que muchos más por conocer, en los que grandes descubrimientos, tanto técnicos como geográficos, se han perdido a lo largo de la Historia porque sus descubridores los mantuvieron en secreto y, finalmente, los que guardaban ese conocimiento murieron sin poder transmitirlo. Los secretos que se mantienen dentro de un círculo reducido de personas se terminan perdiendo, porque esas personas estratifican sus círculos para protegerlo y, en algún momento, se termina rompiendo la cadena de transmisión del mismo. Por otra parte, el verdadero conocimiento sólo lo poseen los auténticos descubridores, los que sabían lo que estaban buscando y estaban dispuestos a pagar el precio correspondiente. Éste no es sólo el conocimiento, también es el espíritu que condujo hasta él. Los guardianes del saber antiguo sólo transmiten su eco, pero han perdido el impulso que lo hizo posible, la curiosidad infinita de los pioneros. Cuando éste pasa desde los que lo hicieron posible hacia los que lo administran y lo dosifican de cara al exterior, se produce el relevo de los científicos por los sumos sacerdotes, y la administración del conocimiento acaba convertida en la coartada para sostener una estructura de poder. Las estructuras de poder son conservadoras, buscan perpetuarse, mantener inalterada su ventaja. Y la evolución, a su alrededor, se ralentiza, se frena, hasta que alcanza su punto de inflexión y comienza a involucionar. La involución, a largo plazo, nos termina devolviendo a la casilla de salida.
Antes comparé el descubrimiento colombino de América con el de los vikingos y los chinos, para que viéramos que fue lo que marcó la diferencia entre ellos. La marcó el espíritu de la sociedad que tenía que gestionarlo. La sociedad española de finales del siglo XV era extraordinariamente dinámica, estaba sufriendo intensas transformaciones. Y su impronta se transmitió a todas las cosas que sus miembros hicieron, por eso fueron los artífices de la modernidad y desencadenaron un horizonte de transformaciones que nos han traído hasta aquí.
Ahora comparemos el Descubrimiento de América en 1492 con la llegada del hombre a La Luna en 1969. Colón se hizo a la mar el 3 de agosto, y pisó tierra americana el 12 de octubre, setenta días más tarde. En marzo de 1493 estaba de vuelta en España y en abril presentaba su informe a los reyes en la ciudad de Barcelona. En septiembre de 1493, 17 naves se hacen de nuevo a la mar, con 1.500 hombres (marinos, soldados agricultores, albañiles, herreros, carpinteros...), con caballos, animales de granja y semillas; con la firme voluntad de construir la primera ciudad española al otro lado del mar, de crear una nueva sociedad en el Nuevo Mundo... ¡trece meses después de que partiera, por primera vez, del puerto de Palos! Aún no había llegado la noticia del descubrimiento a muchos rincones de Europa y los españoles ya estaban construyendo su primera ciudad americana.
El 20 de julio de 1969 las televisiones de todo el mundo transmitieron en directo la llegada del hombre a La Luna por parte de una tripulación norteamericana. Ésta tardó 8 días desde que despegó en Cabo Cañaveral hasta que la recogieron en algún lugar del Océano Pacífico (los españoles tardaron 7 meses y medio entre la ida y la vuelta del primer viaje americano). Durante los siguientes tres años y medio (hasta diciembre de 1972) pusieron su pie en la Luna un total de seis tripulaciones que, básicamente, repitieron lo que había hecho la primera: darse un paseo por el lugar, recoger algunas muestras... Después nada... Nunca más un humano volvería a pisar nuestro satélite (¿?). Hasta hoy... Al menos, eso es lo que nos han contado...
Estamos en 2019. Han pasado 50 años. ¿Cómo estaban los españoles 50 años después del descubrimiento? ¿En 1542? Pues habían dado la vuelta al mundo, habían conquistado los imperios azteca e inca, habían creado los virreinatos de Nueva España y del Perú, sus hombres se desplegaban desde el sur de los actuales Estados Unidos hasta el Río de la Plata y el centro de la actual República de Chile (La primera fundación de Buenos Aires tuvo lugar en 1535 y la de Santiago de Chile en 1541). Sus naves se habían hecho visibles por la mitad de los mares de La Tierra (y en los de la otra mitad lo habían hecho las portuguesas).
¿Qué ha pasado en Estados Unidos y/o en el resto del mundo durante los útimos 50 años que nos pueda ilustrar acerca del sentido del frenazo evidente que ha tenido lugar?
Estoy seguro de que la investigación científica ha continuado, de que el gobierno ha destinado cantidades ingentes de dinero a sostenerla y que eso ha debido traducirse en descubrimientos concretos. Pero tales descubrimientos, que todo el mundo supone que se han producido, han tenido un escaso eco sobre la sociedad civil, y el americanito de a pie vive hoy peor que hace 50 años. ¿Para qué ha servido tanta investigación? Pues, obviamente, para estratificar mucho más la sociedad, para segregarla en segmentos, para romper las solidaridades sociales.
¿Y ha servido ese proceso para dar una ventaja a su ejército en el campo de batalla? Pues, de nuevo, se presume que sí, pero sus logros reales no nos impresionan demasiado. La ventaja militar americana parece haber servido para hacer retroceder a la Edad Media o al tiempo de las tribus a una buena parte de sus enemigos. Pero no serán recordados por ello, desde luego, como héroes por las generaciones venideras del resto del mundo. Y esto, a largo plazo, se terminará volviendo contra su pueblo, como ya ha ocurrido demasiadas veces a lo largo de la Historia. ¿Recuerdan lo que dije al principio?: “La Historia está llena de grandes “conquistadores” que terminaron viendo como sus conquistas se esfumaron en cuanto dieron una muestra de debilidad o en cuanto los “neutrales” tomaron conciencia de lo que se les venía encima”.
En las últimas semanas hemos leído la noticia de que una misión china, no tripulada, ha vuelto a La Luna. No sabemos muy bien eso que significa porque, teóricamente, no debía aportar gran cosa a la historia de la exploración espacial, aunque sí a la del desarrollo tecnológico chino. Se supone que tanto rusos como norteamericanos hacían esto de forma rutinaria en los años 60. Pero me da la impresión de que se puede estar rompiendo un tabú. Que detrás de ese dato aislado se esconde un desafío larvado de carácter estratégico, que los chinos parecen haber arrojado el guante a sus rivales occidentales para obligarlos a mover ficha. De hecho hace algunos meses Trump anunció la creación de un ejército espacial norteamericano. 
Da la impresión de que se está abriendo una nueva rivalidad, al menos, en el ámbito de la comunicación. Y estas cosas no suelen ocurrir por casualidad. Lo que nos pone en guardia es el contexto en el que se producen. Esto es una partida de ajedrez global que se está librando ante nosotros y el Imperio emergente está amenazando a la reina de su adversario. No lo habría hecho si no tuviera una jugada preparada. ¿Cuál será el siguiente movimiento?


[2] Alonso de Santa Cruz: Libro de las longitudes, y manera que hasta agora se ha tenido en el arte de navegar. Centro Oficial de Estudios Americanistas de Sevilla, 1921