domingo, 8 de abril de 2012

La eclosión del mundo ibérico


Entrada de Roger de Flor en Constantinopla. Cuadro de José Moreno Carbonero


Cuando -en 1344- los benimerines se retiran hacia África llegó, para los pueblos peninsulares, el momento de redefinir las estrategias. La criatura que había estado incubándose dentro del cascarón ibérico había consumido todos los nutrientes que este guardaba dentro y llegó la hora de romperlo y de salir al exterior, a explorar el mundo circundante.

Pero en el huevo, en realidad, había varias criaturas políticas, tres estados distintos que se llamaban Portugal, Castilla y Aragón, que habían ido creciendo, a lo largo de la Era de las Invasiones, desde el norte hacia el sur. El sur era el punto cardinal hacia el que todos miraban. Pero allí se encontraban los tres y era un espacio muy disputado. Por otra parte, estaban los musulmanes que, aunque habían sido derrotados en la Península, se encontraban ahora en su medio natural. Ya dije que el Islam es una religión fuertemente adaptada a los ecosistemas áridos. En África la superioridad militar ibérica ya no era tan evidente.

La dura prueba a que los norteafricanos sometieron nuestro país durante dos siglos y medio fue determinante para la formación de la fisonomía definitiva que caracterizaría a la España moderna. Durante ese período se consolidarán las tres grandes formaciones políticas bajomedievales ibéricas, cada una de las cuales se proyectará hacia el futuro y hacia el exterior con una estrategia diferente.

Cada una de estas tres volcará sus energías en una dirección distinta, encarnando tres proyectos, tres sensibilidades complementarias. Se repartirán pacíficamente el trabajo y las zonas de influencia. Cuando el duelo ibérico entre cristianos y musulmanes cesó, todas las naciones peninsulares miraron hacia el exterior. Portugal, que controlaba la mayor parte de la fachada atlántica, situada en el extremo más occidental del mundo conocido -en el Fin de la Tierra- con las espaldas guardadas, pero también contenidas, por Castilla, dirigió su mirada hacia el infinito. Sus habitantes se hicieron a la mar, se adentraron en la inmensidad y le arrancaron sus secretos. Desvelaron los misterios de los vientos atlánticos, descubrieron la razón por la que el Cabo Bojador devoraba a los hombres que osaban ir más allá. Abrieron los caminos del Océano. Exploraron la costa africana hasta alcanzar sus límites meridionales. Doblaron el Cabo de Buena Esperanza, se adentraron en el Índico y alcanzaron las costas de la India en 1498.

Aragón se volcó sobre el Mediterráneo creando un verdadero imperio marítimo en dura competencia con Francia. Sus ejércitos se adentraron en territorio galo y durante generaciones se establecieron en él. También disputará con esta nación las islas del Mediterráneo Occidental. Conquistará Sicilia y Cerdeña, y sus fuerzas de élite -los almogávares- saltarán después al territorio bizantino, batiéndose en Asia Menor y en Grecia, donde fundarán los ducados de Atenas y de Neopatria. Sus comerciantes harán acto de presencia en todos los puertos del Mediterráneo, en abierta competencia con los de las repúblicas italianas.

Castilla, más extensa y poblada que los reinos vecinos, más centrada en la Península, con más frentes abiertos en sus fronteras y con grandes espacios vacíos que repoblar, evoluciona durante estos siglos finales del Medievo con mayor lentitud. Combatirá en Andalucía y en el Estrecho con sus tradicionales adversarios andalusíes y magrebíes y se prepara para la futura unión con sus vecinos -tanto orientales como occidentales- y el ulterior cruce del Estrecho. Su mirada es la que apunta más directamente hacia el sur, hacia la prolongación de la "Reconquista" en territorio norteafricano, aunque también toma posiciones en el Atlántico, donde compite con Portugal y se abre al comercio, tanto mediterráneo -con las repúblicas italianas- como atlántico -con Francia, Inglaterra y Flandes-.

Parecía evidente, a la altura del siglo XV, que el impacto fundamental del expansionismo ibérico iban a sufrirlo los pueblos del Magreb, salvo que algún acontecimiento externo consiguiera desviar in extremis este impulso hacia otras áreas geográficas distintas.

Y no será un suceso inesperado el que consiga finalmente desviar las inercias medievales ibéricas en otra dirección, sino dos. Tras la unión política de Castilla y de Aragón, durante el reinado de los Reyes Católicos (1479), se fusionarán –igualmente- las estrategias y la política exterior de ambos estados. Y de cada uno de ellos surgirá, como efecto colateral de alguno de los viejos litigios que el estado unificado ha heredado, un nuevo acontecimiento que cambiará el curso de la historia.

El primero de ellos surge en el contexto de la rivalidad entre castellanos y portugueses en el Atlántico y, si bien no podía haber sido previsto por sus protagonistas, formaba parte, en cierta medida, de la lógica interna de los acontecimientos. Se trata del Descubrimiento de América por una expedición castellana en 1492. América existía, aunque los europeos no tuvieran consciencia de ella. Está a suficiente distancia del Viejo Continente como para hacer inviable su descubrimiento por cualquier pueblo de la antigüedad o incluso medieval, que practicaban la navegación de cabotaje. Pero en el siglo XV se había puesto a tiro de los navegantes ibéricos, capaces de adentrarse en el mar y mantenerse en él sin divisar la costa durante meses. En el transcurso de sus incursiones marítimas los portugueses –primero- y los castellanos –después- habían ido descubriendo los secretos de los vientos atlánticos y comprobando como era más rápido navegar tanto hacia el hacia el norte como hacia el sur -partiendo desde las regiones tropicales y ecuatoriales- si se adentraban bastante hacia el oeste. Y en el transcurso de dichas expediciones a veces tuvieron que pasar muy cerca del continente americano. De hecho el Brasil será descubierto por Álvarez Cabral en 1500 en sus maniobras de aproximación hacia el Cabo de Buena Esperanza cuándo se dirigía hacia la India. América estaba condenada a ser descubierta por navegantes portugueses o castellanos a finales del siglo XV o, como muy tarde, los primeros años del XVI y, si bien la secuencia de descubrimientos y conquistas se hubiera visto alterada en función de cuál de estos dos estados hubiera sido protagonista del hecho, está claro que los castellanos no hubieran aceptado sin más el monopolio portugués en un momento político que les resultaba favorable -superada ya la crisis de 1475-79 que fue el contexto que precedió a la firma del Tratado de Alcaçovas-Toledo- ni la potencia colonizadora de su pueblo lo hubiera consentido. El guión del acontecimiento estaba ya escrito, a grandes rasgos, aunque sus protagonistas lo ignoraran, y sólo admitía variaciones menores. Pero está claro que este descubrimiento desviaría, en cualquier caso, buena parte de la energía colonizadora de los castellanos, que en su ausencia se habría dirigido hacia África y, en este sentido, alteró las inercias bajomedievales ibéricas.

El segundo suceso inesperado que haría cambiar la Historia surge como efecto colateral de la rivalidad entre franceses y aragoneses que hereda la España unificada. Como consecuencia de la política matrimonial seguida por los Reyes Católicos -en su intento de aislar a Francia- y el fallecimiento de los herederos mejor situados en la línea sucesoria, termina siendo coronado Carlos I -un Habsburgo-; un rey extranjero, no ya por razón de nacimiento o de parentesco sino por su mentalidad.

Carlos I es extranjero porque así se siente. Por primera vez desde la penetración de los visigodos gobierna el país un monarca que no tiene su cabeza, sus aspiraciones, ni su universo mental situado en España. Antes que él hubo reyes mejores o peores, más aristocráticos o más sensibles a las aspiraciones populares, pero todos ambicionaban gobernar España o parte de ella. En su geografía encontraban –prácticamente- la culminación de sus aspiraciones[1]. Eran reyes que miraban al mundo desde España.

Carlos I miraba el mundo desde Centroeuropa. En el corazón del continente estaban puestas sus ambiciones, sus anhelos. España sólo era para él un instrumento, una herramienta que podría facilitarle sus aspiraciones imperiales como cantera de soldados y fuente de dinero. Su militancia cristiana tradicional casaba bien con el concepto de Imperio Cristiano que habían encarnado históricamente los Habsburgo como cabezas políticas de la cristiandad. Los españoles serían siempre leales a cualquier monarca que se presentara como campeón de la fe, habida cuenta de que llevaban casi un milenio haciendo de ésta su seña de identidad. Pero el Emperador nunca fue leal con España, la gobernó como un dominio patrimonial, como parte de su hacienda, sin llegar a imaginar siquiera que ésta, como cualquier otro pueblo, tuviera intereses, necesidades, proyectos, identidades distintas y distantes a los de la dinastía que la gobernaba.

Y la política exterior de la nueva España imperial dio literalmente un giro de 180 grados porque sus estrategas dejaron de mirar hacia el sur y hacia el oeste para hacerlo hacia el norte y hacia el este, hacia Centroeuropa. Toda la fuerza que iba a ser dirigida hacia el Magreb y el Mediterráneo irrumpió de pronto en los escenarios alemanes, del oriente francés y de la Italia del Norte (los frentes tradicionales del viejo reino de Borgoña).

Carlos I es un individuo muy especial. Es el único ser humano, del que tengamos noticia, que heredó reinos de cada uno de sus cuatro abuelos, acumulándolos todos. Cada uno de los cuales era a su vez una amalgama de territorios diversos en proceso de integración. De su abuelo paterno, Maximiliano, heredaría el reino de Austria, junto con todas las posesiones que sus reyes habían ido incorporando a su patrimonio dinástico a lo largo del Imperio Germánico y regiones adyacentes durante la Edad Media, junto con el derecho a ser elegido Emperador del mismo. Debemos recordar que Austria ha sido tradicionalmente el estado más poderoso, con diferencia, del universo germánico, que sus reyes han ejercido además una cierta tutela sobre el resto de los estados alemanes a través de la dignidad imperial que, aunque teóricamente electiva, había sido acaparada de facto por la dinastía durante la Baja Edad Media, asociándose de manera definitiva con los Habsburgo.

De su abuela paterna, María de Borgoña, heredó un conglomerado de estados, situados todos en el oriente francés (el viejo reino de los borgoñones, del que venimos hablando desde hace un par de meses), que desempeñarán la función histórica de dique de contención de la que estaba llamada a ser la primera potencia continental. El núcleo duro de esta monarquía estará situado –a la altura del siglo XVI- en el norte, en los territorios que entonces se conocían como Flandes y hoy componen el Benelux (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo). Allí nació Carlos y allí vivió su infancia y su primera adolescencia. Después, sus obligaciones políticas le harán deambular durante cuarenta años por todo el continente, hasta su postrero retiro monacal en tierras de Extremadura.

El resto de la herencia del primero de los Habsburgo españoles ya la conocemos, se trata de la Castilla de Isabel y el Aragón de Fernando -Los Reyes Católicos- con sus anexos extra peninsulares. Unos reinos en ebullición que están, en esos precisos momentos, protagonizando un salto de gigante a escala planetaria sin que en Europa haya clara consciencia de la magnitud y la trascendencia histórica de lo que está aconteciendo al otro lado del mar. Baste decir que mientras Carlos consigue -a base de dinero- ser coronado Emperador de Alemania, Hernán Cortés está conquistando el Imperio Azteca de Moctezuma y Fernando de Magallanes junto a Juan Sebastián Elcano están llevando a cabo la primera vuelta al mundo.

 
El alma de cada hombre queda marcada de manera permanente por las vivencias de su infancia y su juventud. La infancia y la juventud de Carlos fueron flamencas y flamenco se sentirá durante toda su vida. Rodeado de flamencos se presentó en España, con 17 años de edad, para recibir las coronas de Castilla y de Aragón, países cuyas lenguas no había tenido a bien aprender, pese a que el castellano era el idioma materno de su madre y que tanto él como sus progenitores y preceptores sabían que estaba predestinado a ser rey de España. Ya habría traductores, flamencos por supuesto, que pusieran en comunicación al monarca con sus súbditos. Este hecho puede ilustrarnos un poco acerca de sus prioridades políticas y las de los consejeros que le rodeaban.

En este sentido, el comportamiento de Carlos en sus primeros años españoles reproduce, en cierta forma, el de su padre -Felipe el Hermoso- durante su época de rey consorte en Castilla (1506-1507), porque su actitud no obedece a fobias ni filias de tipo personal sino que, por el contrario, responde a una estrategia trazada en la corte flamenca durante su infancia, que regirá las líneas maestras del plan docente seguido por sus educadores que pretende, a través de una afortunada política de alianzas y de casamientos, convertir  al núcleo de poder de los reinos flamencos en la élite dirigente del continente europeo. Sus objetivos podríamos enunciarlos así: Austria pone la dignidad imperial, el poder que ejerce en el corazón de Europa, su influencia política, su proyecto de Imperio Cristiano y su prestigio acumulado. España -cuyo potencial aun no se conoce bien y se subestima en gran medida- aporta su músculo, su fuerza bruta y el frente meridional que abre al enemigo a batir -que es Francia- y Flandes se encarga de la estrategia, de los objetivos. En la apoteosis de este proyecto se perseguirá y conseguirá, aunque de manera efímera, situar en el Vaticano a un Papa flamenco -Adriano VI (1522-23)- que no es otro que Adriano de Utrecht, el ideólogo de cabecera de Carlos I mientras vivió. Se trata, en definitiva, de construir la Europa que a los aristócratas flamencos les interesa.

El giro estratégico que los Habsburgo protagonizarán en la política exterior española tendrá profundas consecuencias históricas. La asociación que los dispersos territorios que María de Borgoña transmitió a su nieto Carlos con la España de los Reyes Católicos durará doscientos años. Durante ese tiempo (1517-1713) Francia vivió rodeada por ejércitos españoles. Españoles por el norte, por el sur, por el este y por el oeste. Españoles por el mar y por la tierra. Cuando sus exploradores se hacían a la mar -para sumarse a la oleada descubridora que los ibéricos habían inaugurado- siempre encontraban algún español o portugués (cuyo país también estuvo unido con España entre 1580 y 1640) independientemente de la zona del mundo a donde se dirigieran. En todos los continentes los nativos que encontraban ya conocían a los europeos y habían tomado posición frente a ellos. Los europeos que conocían eran, en todas partes, los mismos: los españoles o los portugueses. En todos los lugares los pueblos ibéricos habían trazado el camino e impuesto las reglas de juego.

La presión de estos fue tan asfixiante y tan repentina que sorprendió a todos. Era difícil de digerir. En España se habían estado batiendo ejércitos formidables durante toda la Edad Media. Los cristianos españoles llevaban casi un milenio acumulando fuerzas, afirmando su identidad, tomando conciencia de sí; estructurándose como nación unificada, con unidad de mando y sólida disciplina. Eran pueblos militarizados, con una elevada tensión interior, muy vivos, en continua transformación, cargados de proyectos de futuro. Muy "modernos" en definitiva.

Pero todo esto había estado sucediendo lejos de los escenarios continentales, en una región periférica desde el punto de vista europeo; en cierta medida anómala, excepcional. España era europea porque era cristiana, pero vivía su fe de una manera muy poco "europea", con una pasión y una intensidad excesivas, con una ausencia de matices que le daban cierto aire bárbaro a sus habitantes. Estos, no obstante, hasta entonces habían sido buenos chicos. Toda su pasión y su fuerza la habían empleado para enfrentarse con otros pueblos más “bárbaros” todavía (desde el punto de vista centroeuropeo), para alejar del continente un peligro nada desdeñable como los cruzados y los ejércitos bizantinos habían podido comprobar. Mientras siguieron desempeñando su función y actuaron en sus áreas de acción tradicionales la situación fue perfectamente asumible.

Pero la llegada de los Habsburgo a España rompió todos los equilibrios internos de la Europa medieval. De pronto los europeos continentales tienen que enfrentarse con fuerzas venidas de otro ecosistema que les resultaba ajeno. A todos sorprende la contundencia de las fuerzas ibéricas, su tremenda efectividad, su fuerte polarización mental. Parecen tener el don de la ubicuidad, están en todas partes, no hay manera de eludirlos, se implican en todos los conflictos. Y lo que es peor, son fuerzas exteriores actuando al servicio de mentes interiores. Participando en viejos conflictos, bajo las órdenes de viejos núcleos de poder que han descubierto la potencia de los nuevos guerreros. En todo el continente cuentan con partidarios, aliados, espías, intérpretes, proveedores, financieros. En todos los conflictos combaten del lado de alguien que ya estaba allí antes de que ellos llegaran, que se encarga de introducirlos, de explicarles, de ubicarlos mentalmente en el lugar. No es una vulgar invasión, es un injerto de savia nueva en el viejo tronco continental. Es, en definitiva, el fin del Medievo, los comienzos de la "modernidad".

En realidad nuestro país sólo pone el dinero y los soldados. Los proyectos los aportan los flamenco-borgoñones. Es como si los habitantes de esos viejos estados del oriente francés hubieran tomado un súper-reconstituyente, se hubieran dopado a mitad de partido, convirtiendo a los perdedores en ganadores y viceversa. Todo era artificial, antinatural, y tenía -por eso- que dejar heridas profundas en el escenario europeo. Si los españoles hubieran sido unos vulgares invasores habrían actuado siguiendo una lógica propia y extraña –por tanto- para los invadidos, provocando en ellos un cierre de filas que hubiera terminado expulsándonos de esos escenarios y retornando después la zona hacia su viejo sistema de equilibrios bajomedieval, continuando su natural proceso evolutivo. Pero la manera en que se produjo esa penetración estaba llamada a dejar profundas heridas internas (los holandeses todavía se acuerdan del Duque de Alba y los ingleses, que sufrieron la “agresión” española de manera mucho más tangencial, siguen dándole vueltas al episodio de la Armada Invencible como si fuera una verdadera epopeya –Hubiera sido increíble el juego que le hubieran sacado sus escritores a una invasión como la de los almorávides-). Las consecuencias de la alianza hispano-flamenco-borgoñona durante el reinado de Carlos I será el cambio general de todas las reglas de juego dentro del continente europeo, así como de la relación que Europa mantendrá, desde entonces, con el resto del mundo. Durante ese tiempo se produce una profunda mutación en el “código genético” del “Homo Europeo”.

El estado francés, que es el país más poblado de Europa, cuyos habitantes se estiman en torno a los veinte millones y que también ha recorrido una parte del camino que lleva al Estado-Nación durante la Edad Media, luchando por afirmar su identidad, primero contra el Imperio Germánico y después contra Inglaterra en la larga y terrible Guerra de los Cien Años, se tiene  que enfrentar ahora a su última gran prueba, con el conglomerado político que dirigen los Habsburgo. Durante dos siglos vivirán rodeados, envueltos por el huracán ibérico y tendrán que estructurarse política, social y mentalmente para poder romper el cerco. Durante ese tiempo terminarán de "aprender" las reglas de juego de la modernidad: lengua, religión, ejército y conciencia nacionales, unidad de mando, sometimiento de la aristocracia a la autoridad de la monarquía, autoritarismo político...

A lo largo de su agitada vida política, Carlos I fue descubriendo las inmensas dificultades que entrañaba el mantener unido un imperio tan heterogéneo como el que él dirigía, formado con decenas de trozos esparcidos por todo el continente, sin contigüidad geográfica, trozos a los que sólo les unía la persona del monarca que los gobernaba, separándoles todo lo demás: la geografía, la historia, la lengua, la cultura, el derecho, la organización política ... Pueblos que, de hecho, competían entre sí de manera más o menos encubierta por abrirse paso en las estructuras, tanto políticas como económicas, que se estaban formando a escala continental.

El Imperio tenía demasiados frentes abiertos, demasiados enemigos repartidos por el mundo. Su excesivo poder había hecho saltar todas las alarmas por doquier y por todos los puntos cardinales se formaban extrañas coaliciones: los protestantes alemanes, los turcos, los católicos franceses y hasta el mismo Papa llegaron a ponerse de acuerdo en una cosa: había que acabar con aquel engendro político.

Cuando, al final de su vida, el Emperador reconoció que su proyecto de Imperio Cristiano Universal había fracasado, y que el tiempo que le había tocado vivir era el de la emergencia de las naciones-estado, llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era segregar el "avispero" alemán -la herencia de su abuelo Maximiliano- del resto de sus dominios.

Conforme había ido avanzando su reinado se había ido haciendo cargo paulatinamente, de los temas alemanes, su hermano español -Fernando-, que no en vano llevaba el mismo nombre que su abuelo materno -Fernando el Católico-, monarca que se había ocupado personalmente de dirigir su educación. Como éste, era experto negociador y un gran estratega, condiciones que Carlos jamás reunió y que eran imprescindibles para manejarse en el complicado universo germánico. En 1556, sintiéndose enfermo, abdicó, entregando a Fernando la doble corona de Austria y del Imperio y a su hijo Felipe todo lo demás.

Podía haber agrupado toda su herencia paterna en el mismo paquete, vinculando sus dominios flamenco-borgoñones con Austria y con el Imperio Germánico, en vez de hacerlo con su legado español. Pero esa decisión hubiera convertido a ese viejo conglomerado político en la periferia de Alemania, condenándolos a ser mandados desde Austria, e integrándolos en una estructura organizativa muy inestable y conflictiva –El Sacro Imperio- que la Reforma Protestante había dividido en dos bandos, llamados a enfrentarse en el campo de batalla. No era seguro que Flandes y Borgoña pudieran sobrevivir en el futuro, como estados independientes, ante el previsible empuje francés.

Carlos I era flamenco y la división política de sus dominios patrimoniales la hizo primando, especialmente, la seguridad y la independencia del antiguo reino de María de Borgoña. Desde ese punto de vista, su vinculación con España ofrecía muchas más ventajas que su integración en el Sacro Imperio. Porque España seguía siendo, como ya lo era en los tiempos de los Reyes Católicos, la primera potencia militar del mundo y, por tanto, el país que mejor podía garantizar su independencia frente a Francia. Un país que no amenazaba desintegrarse, como Alemania, con una extraordinaria disciplina interna y donde las clases dominantes sentían una gran admiración, desde hacía varios siglos, por el modo de vida propio de los borgoñones. ¿Quién podía ofrecer más?

Pero esa vinculación política entre España y Flandes nos metía, de cabeza, en todas las guerras de religión que se estaban preparando en el corazón de Europa. Y también nos convertía en los protectores de Flandes/Holanda frente a Francia, así como en los guardaespaldas de Alemania. Era, para España, un regalo envenenado que alejaba a nuestros ejércitos de sus escenarios naturales: la defensa de nuestras fronteras, convirtiéndonos en los guardianes del viejo orden medieval de los poderes universales frente a las emergentes naciones-estado de Europa Occidental y de la ortodoxia católica frente a las nuevas corrientes protestantes.

Todos estos eran conflictos gratuitos en los que entrábamos no para defender nuestros intereses como país sino, por el contrario, los del Papado y el Imperio, un verdadero anacronismo a la altura del siglo XVI. Significaba enterrar todos nuestros proyectos nacionales al servicio de dos cadáveres políticos anclados en la Edad Media. Todavía estamos pagando ese tremendo error.


[1] Con las salvedades que ya apuntamos en el caso de Alfonso X el Sabio.

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