domingo, 4 de enero de 2015

Un siglo trascendental

En el anterior artículo planteé la tesis de que la Revolución Industrial es una consecuencia del desarrollo de los imperios ultramarinos europeos entre los siglos XV y XVIII, que estos son a su vez hijos del descubrimiento de América por parte de los españoles, que si el pueblo que hubiera protagonizado ese encuentro intercontinental hubiera sido otro el resultado hubiera sido completamente distinto, y que la explicación del formidable impacto que el descubrimiento colombino tuvo en la Historia de la Humanidad sólo puede hallarse después de hacer un análisis profundo del proceso histórico precursor de ese acto: La Edad Media de la Península Ibérica.

Hace ya mucho tiempo que llegué a una conclusión que, con toda probabilidad le sorprenderá y que -desde luego- no es para nada evidente: Uno de los momentos más trascendentales de toda la Historia Universal es... … … ¡¡El siglo XI español!! Durante esa centuria, en el reducido espacio que ocupa este país, sucedieron cosas que han condicionado el resto de acontecimientos que han venido sucediendo en el mundo desde entonces y que nos han traído hasta aquí. Si nuestra pequeña historia, en aquella coyuntura, se hubiera dado de otra manera, no habría habido cruzadas, el descubrimiento de América hubiera tenido después un “perfil bajo” y no se hubiera producido más tarde el desembarco masivo de europeos en América ni en el Extremo Oriente; la Revolución Industrial estaría todavía en una fase embrionaria de desarrollo, no se habría producido en Europa el fuerte enfrentamiento entre fe y ciencia, ni hubieran tenido lugar las oleadas revolucionarias que han caracterizado a la Europa contemporánea, que después exportamos al resto del mundo y que constituyen uno de los signos más característicos del siglo XX.

Como estoy seguro de que el lector no aceptará por las buenas esta serie encadenada de consecuencias, llevo tres años intentando, a través de este blog, establecer algunas de las bases teóricas que nos puedan permitir plantear abiertamente esta tesis, con una argumentación en espiral que nos permita, cada vez que volvemos sobre escenarios históricos de los que ya hemos hablado, introducir una mayor cantidad de elementos a considerar que no estaban presentes en la explicación anterior. Al abordar el siglo XI español por segunda vez (la primera fue en febrero de 2012 a través del artículo “La génesis de nuestra identidad”[1]) cerramos el primer ciclo que comenzó en ese punto y cuyo desarrollo nos fue llevando primero por la Plena y Baja Edad Media peninsular, después vimos el despliegue del Imperio Español en sus tres escenarios diferentes: el continental europeo, el mediterráneo y el americano. Abordamos más tarde “La crisis de la conciencia europea”[2] y “La crisis de la identidad española”[3] y sus consecuencias filosófico-religiosas[4], así como políticas[5]. También esbozamos el comienzo del duelo cultural americano entre dos proyectos de civilización alternativos: el hispano y el anglosajón[6], que poseen una lógica interna de desarrollo muy diferentes y que vienen sosteniendo un pulso que presenta ya un recorrido de varios siglos y un horizonte de futuro tan dilatado como su pasado.

Antes de volver al siglo XI nos hemos dado una vuelta por el Imperio Romano, los orígenes del cristianismo, por la España visigoda y por los primeros siglos de la “Reconquista” española, para situar adecuadamente a los protagonistas de nuestra historia. En esa exposición hemos descubierto en los últimos artículos a los “santiaguistas” españoles que, como dijimos hace tres años, sostuvieron un pulso claramente cismático con el cristianismo romano-trinitario, algo que la historiografía oficial nos viene ocultando desde hace mil años.

La ciudad de Santiago aspiró a rivalizar con Roma y Jerusalén, no sólo como meta de peregrinación mayor. Si Roma poseía los cuerpos de san Pedro y san Pablo, si el Islam que había sumergido a la España cristiana combatía bajo el estandarte de su profeta-apóstol, la España del siglo IX, desde su rincón gallego, desplegaba la enseña de una creencia antiquísima, magnificada en un impulso de angustia defensiva, y sin cálculo racional alguno. La presencia en la casi totalidad de España de una raza poderosa e infiel avivaría, necesariamente, el afán de ser amparados por fuerzas divinas en aquella Galicia del año 800.[7]
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“Durante el obispado o pontificado de Diego Gelmírez (1100-1140), período de máximo esplendor para Santiago, aquel magnífico personaje instauró en su corte pompa y honores pontificiales; muchos lo censuraban, y le recordaban “que algunos de sus antepasados habían pretendido nada menos que equiparar su iglesia con la de Roma”[8]. Gelmírez nombró cardenales, que vestían paños de púrpura; recibía a los peregrinos Apostolico more, como si fuera, en efecto, el Papa”[9]
“Santiago y Roma eran dos islotes de la cristiandad que durante el siglo X se ignoraron uno a otro”,[10]
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“Yo, Ordoño [se trata del rey de León Ordoño III (951-956)], príncipe y humilde siervo de los siervos del Señor, a vos, ínclito y venerable padre y señor Sisnando, obispo de nuestro patrón Santiago y pontífice de todo el orbe, os deseo eterna salud en Dios nuestro Señor”[11].

Todas estas citas proceden del libro de Américo Castro España en su historia, un clásico dentro de nuestra historiografía que invito a leer con detenimiento, ya que sienta las bases para un replanteamiento sustancial de nuestra visión de la Edad Media española y, en consecuencia, de los elementos precursores que terminarían dando origen al proyecto político que hoy llamamos España.
Durante los siglos IX y X los obispos de Santiago, respaldados por los reyes de León, libraron un pulso cada vez más abierto con el Papa, que amenazaba convertirse en un verdadero cisma. El desenlace de ese enfrentamiento comenzaría a producirse cuando el conde de Castilla -Fernando I- se anexione el reino de León (1037). Pero no precipitemos acontecimientos y recordemos lo que dijimos hace tres años en nuestro artículo de referencia[12]:

“Tras doscientos años de hostilidad mutuas, Roma decidió cambiar de táctica. A los aguerridos y testarudos españoles por las malas no se les puede imponer nada. ¿Y si lo intentaran por las buenas? ¿Qué tal si prepararan un detallado plan de infiltración paulatina con objeto de “convencerlos”? 

Y se trazó el correspondiente plan. Y se designó al agente que tenía que ponerlo en marcha: La orden cluniacense. Paso a paso, por fases, como los romanos mil años antes. […] Se eligió para […introducirla] al Duque Guillermo V de Aquitania (969-1030), […] Este hombre se dedicó a cultivar su amistad con los reyes de Navarra (Sancho III) y de León (Alfonso V). En esa auto-asumida función mediadora entre los dos polos opuestos, se dedicó a difundir en Francia el culto a Santiago y la peregrinación a la sede compostelana y, en España, las virtudes de la renovación religiosa que encarnaba la orden cluniacense.

En ambas direcciones cosechó un éxito notable. Conforme los reyes españoles vieron aumentar el flujo de peregrinos franceses en la ruta jacobea vieron una oportunidad de hacer negocios, incrementar su prestigio e, incluso, reclutar soldados para luchar contra los musulmanes y colonos para sus repoblaciones en las fronteras meridionales. Pronto descubrieron que los cluniacenses podían ser el vehículo indicado para hacer todo esto posible. Estos monjes llegaron a la corte navarra de la mano de nuestro citado duque y pronto recibirían una primera donación (a modo de experiencia piloto): los monasterios de San Juan de la Peña y de San Salvador de Leire (año 1022), a los que siguió –en 1033- el monasterio de Oña. Cuando el rey Sancho donó este último afirmó que "era entonces desconocido en toda nuestra patria el orden monástico, el más excelente de los órdenes de la Iglesia"[13].

A partir de ese momento los cluniacenses se despliegan por toda la España cristiana, de la mano de los hijos y herederos de Sancho III (que acabaron gobernando en todas partes, excepto en Cataluña). Sobre este asunto recurrimos de nuevo a la mirada de Américo Castro, que nos ilustra con nitidez el sentido estratégico de la operación:

“Para los monarcas hispanos la peregrinación... [a Santiago de Compostela se convirtió pronto en] ... una fuente de santidad, de prestigio, de poderío y de riqueza, que el monacato nacional no estaba en condiciones de aprovechar suficientemente. Fue preciso traer "ingenieros" de fuera para organizar un adecuado sistema de "do ut des" entre España y el resto de la cristiandad, y realzar así la importancia de los reinos peninsulares frente al Islam y respecto de Europa.” [14]

Los cluniacenses como estrategas, como “ingenieros sociales” (esas son sus palabras), que diseñan el modelo de relación que España mantendrá con el resto de la cristiandad a partir de ese momento. Son, en definitiva, los cerebros que articulan la relación entre España y Europa desde entonces.”.

Ese momento histórico constituye el nudo gordiano de la Historia de España, el punto de inflexión de nuestra relación estratégica con el papado, con el resto de la cristiandad y, en consecuencia, con el resto de pueblos europeos. No voy a continuar describiéndolo porque ya lo hice en el artículo citado, que les invito a releer.

El culto al apóstol Santiago pasó de ser el elemento de fricción más importante con el catolicismo romano a convertirse en la principal vía de integración en el mismo por obra y gracia de los monjes cluniacenses, los “ingenieros sociales” que rediseñaron nuestra relación con el resto de la cristiandad europea.

Pero nuestra reconversión al catolicismo romano también tendrá hondas consecuencias históricas inmediatas fuera de España, porque tras los monjes vendrán una multitud de nobles de toda Europa -especialmente borgoñones- que serán incorporados inmediatamente a la línea del frente, y que darán un salto, tanto cualitativo como cuantitativo, a partir de la invasión de los almorávides (1086). Y las noticias acerca del formidable choque armado que se estaba produciendo en España alcanzaron a todos los confines de la aguerrida sociedad feudal europea, que no fue consciente hasta ese momento de la magnitud del mismo y que encendió todas las alarmas. Creo que, para situarnos adecuadamente en contexto, debemos echar una ojeada a este mapa:


Lo verde es el Imperio almorávide. (Mapa procedente de Wikipedia).

Cuando un sector significativo de la flor y nata de la nobleza borgoñona (como Raimundo o Enrique de Borgoña, casados respectivamente con las hijas de Alfonso VI Urraca y Teresa) entra en combate en territorio español, encuadrados en el ejército castellano-leonés, y descubre el frente, el volumen de combatientes que participan en él, las estrategias y las tácticas de combate del mundo de la frontera, se produce un salto en la consciencia que sitúa mentalmente -de manera brusca- a la nobleza y al clero continentales en medio del brutal choque armado que está teniendo lugar en ese momento en todo el arco mediterráneo. Y el concepto musulmán de la Yihad, que ya había sido interiorizado por la vanguardia militar española y articulado teóricamente alrededor de la concepción del mundo del “santiaguismo”, se extiende por toda Europa y se redefine a través del discurso que apunta hacia la constitución de la Primera Cruzada en la que, como recordaremos, se produjo la conquista de Jerusalén en el año 1099, trece años después de aquel “choque de trenes” que tuvo lugar en Sagrajas (1086).

Los leoneses habían convertido en el siglo IX al apóstol Santiago en el profeta de la anti-yihad, y a la basílica donde “estaba enterrado” en la anti-Kaaba. Ahora el Papa acababa de señalar una nueva tumba sagrada (el Santo Sepulcro) como objeto de peregrinación (como La Meca para los musulmanes y la basílica de Compostela para los santiaguistas) y había cristianizado el concepto de yihad, al que llamó “cruzada”. He aquí como los españoles se convirtieron en el vehículo de transmisión de la concepción militarista del Islam hacia la Europa cristiana y suministraron a esta un anti discurso para catalizar la respuesta europea a una agresión que hasta entonces sólo estaba siendo percibida de una manera vaga y difusa.

Esa será la primera vez que los españoles –el pueblo de la frontera- señalen el camino a sus vecinos del norte. Doscientos cincuenta años después el impulso de los cruzados se había agotado y los europeos continentales se replegaban de nuevo hacia sus cuarteles de invierno en medio de conflictos internos de todo tipo (Guerra de los Cien Años, Cisma de Occidente, etc.), mientras los españoles seguían batiéndose en la frontera, seguían acumulando fuerzas en ella y empezaban a preparar una nueva ofensiva, pero esta vez a través del mar.

Mientras los cruzados del Levante mediterráneo cubrían su ciclo completo en una espiral involutiva en la que iban agotando su impulso conforme el tiempo avanzaba, los ibéricos hacían lo propio en una espiral evolutiva en la que ese impulso se agrandaba en cada nueva vuelta que daba sobre su eje. Tres invasiones fueron rechazadas durante ese tiempo (almorávides, almohades y benimerines), cada una de ellas los sorprendió con un mayor volumen de combatientes disponibles, con una línea de fortalezas situada más hacia el sur y con una mayor capacidad de respuesta. Y es que España era –estructuralmente- la vanguardia europea mientras que las cruzadas fueron –simplemente- un experimento, un intento –fallido- de emulación en el este de la vanguardia del suroeste.

Durante la Era de las invasiones africanas (1086-1344) la Península Ibérica fue una caldera a presión en la que formidables ejércitos se estuvieron batiendo en la frontera y en la que se fue militarizando la sociedad entera. En la España cristiana vivían las clases populares más movilizadas probablemente de todo el planeta. Este hecho transmitió a toda la sociedad una polarización mental y una capacidad de resistencia ante la adversidad que después terminarían desplegando en los escenarios de lucha en los que se fueron repartiendo a partir del siglo XV, convirtiéndose en la vanguardia de las nuevas fronteras que se fueron abriendo en la Era de los descubrimientos geográficos.

Cuando los pueblos ibéricos superaron los límites de su península originaria y se hicieron a la mar ya nunca nada sería igual, y el formidable dinamismo de los hombres de la frontera arrastrará tras de sí al resto de pueblos europeos y los conectará con las demás civilizaciones que habitaban en los otros continentes de nuestro mundo.




[1] http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/la-genesis-de-nuestra-identidad.html
[2] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/09/la-crisis-de-la-conciencia-europea.html
[3] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/10/la-crisis-de-la-identidad-espanola.html
[7] CASTRO, AMÉRICO: España en su historia. Editorial Trotta. Madrid. 2004. P. 242-243
[8] A. López Ferreiro, Historia de la Iglesia de Santiago, III, p. 274.
[9] Américo Castro. Ibíd. p. 230.
[10] Américo Castro. Ibíd. P. 229.
[11] Citado por Américo Castro. Ibíd. p. 229
[13] A. de Yepes, Crónica general de la orden de San Benito, 1615, fol. 467.
[14] Américo Castro. Ibíd. P. 256.