lunes, 2 de abril de 2012

España: ¿Puente o frontera?

Los 150 años en los que la casa de Trastámara gobernó en los diferentes estados peninsulares (1366-1516): Castilla, Aragón y Navarra (a los habría que añadir el reino de Nápoles, en Italia), que se solapan en buena medida con los que la de Avís gobernó en Portugal (1385-1580) -ya dijimos que esta dinastía desempeña, en el país lusitano, un papel muy parecido a la de Trastámara en el nuestro-, son los de la eclosión del mundo ibérico.

Hay gran cantidad de libros que hablan de este interesantísimo período histórico, que lo despiezan y analizan desde todos los puntos de vista. Quien esté siguiendo de manera asidua mi blog se habrá dado cuenta ya que el punto de vista que vengo reflejando en él -más que propiamente histórico- está centrado en las dinámicas sociales. La Historia no es un encadenamiento de sucesos fortuitos, sino que tiene una lógica interna que es independiente de la voluntad de los individuos que la protagonizan. Varias veces me he referido a los diversos espacios geográficos a los que he hecho alguna referencia como “ecosistemas”, porque las sociedades humanas se estructuran interiormente como auténticos ecosistemas sociales y, a través de la biología, hemos aprendido que cada vez que el equilibrio interno de un ecosistema se rompe suele tener consecuencias catastróficas y desencadena una serie de reacciones y reajustes que, con el tiempo, terminan estableciendo un nuevo equilibrio, con nuevas especies ocupando los nichos que las antiguas abandonaron. Quien no tenga en cuenta esa lógica de funcionamiento de los sistemas sociales está condenado a repetir procesos históricos pretéritos que vuelven de manera recurrente, en los mismos escenarios, aunque con nuevos protagonistas.

Los ecosistemas sociales no son algo distinto de los biológicos. En realidad forman parte de ellos. Son otra dimensión de la biología. El hombre es un animal, todo lo social y tecnológico que se quiera, pero que construye sus sociedades dentro del ecosistema biológico en el que vive y, al hacerlo, lo modifica y lo hace reaccionar, sufriendo después las consecuencias de sus poco meditadas intervenciones en el mismo. Por tanto las reglas que los biólogos han establecido para sus sistemas no sólo se aplican en las sociedades por su analogía formal con ellos. No son reglas semejantes a las de los sistemas naturales. Son las mismas reglas, con ciertas especificidades, a lo sumo, que las matizarían. Biología, Ecología, Economía y Sociología, en el fondo son diferentes facetas de lo mismo. Hay una unidad troncal que las vincula y las interrelaciona.

Los meteorólogos saben perfectamente que, en el hemisferio norte, la circulación del viento en los anticiclones gira en el sentido de las agujas del reloj y en las borrascas lo hacen en sentido contrario. Observando durante años y años la evolución de la dinámica atmosférica han aprendido a anticiparse a la evolución de la misma y hoy se atreven a hacer previsiones que tienen bastantes probabilidades de cumplirse, sin tener que recurrir para ello a ninguna bola de cristal. Han descubierto la existencia de ciclos temporales secos que se alternan con otros húmedos y son capaces de calcular estadísticamente que probabilidad hay este año de que se produzcan huracanes en la zona del Caribe, por ejemplo. Probabilidad que es distinta de la del año pasado y también de la del próximo.

Pues algo parecido sucede con los procesos históricos. Tienen ciclos. A veces hay “borrascas” y otras “anticiclones” y en cada zona climática -en cada “ecosistema”- funcionan de una manera distinta pero con una lógica propia y repetitiva. Ya he mostrado, en otros artículos, la recurrencia de determinados procesos en determinados lugares. He utilizado con frecuencia los paralelismos históricos como argumento para mostrar alguna característica del “clima” local, para mostrar como lo que en un principio podría parecer anecdótico en realidad era algo estructural e impuesto por el medio a sus habitantes.

Pues bien, estos ciento cincuenta años a los que hice referencia al principio son trascendentales en la Historia de la Humanidad, y lo son porque en ellos se produce la eclosión del mundo ibérico, que es como decir el arranque de “la globalización”; cuando la débil interrelación que hasta entonces se había venido dando entre las distintas ecúmenes humanas da un salto cualitativo, por obra y gracia de los pueblos ibéricos, y se convierte en una interrelación fuerte, cuando los pueblos europeos, arrastrados por los peninsulares, toman contacto directo con el resto de pueblos de La Tierra, cuando se rasgan todos los velos que ocultaban los mundos remotos y el océano deja de ser una barrera infranqueable para convertirse en un puente hacia el infinito.

Esto no sucede por casualidad. Durante los siglos medievales asistimos en la Península Ibérica a un proceso de acumulación de fuerzas, en el corazón de la frontera, que crea una caldera a presión donde se va incubando la criatura que romperá el cascarón cuando concluya la Era de las Invasiones Africanas.

Los biólogos nos han enseñado que cada ecosistema tiene unas especies propias que lo caracterizan y posee cierto equilibrio interno que le da estabilidad. Pero en sus bordes exteriores, donde un ecosistema se encuentra con el vecino, se dan unas peculiares características que permiten la aparición de especies que aprovechan ese límite para evolucionar con más rapidez que las que viven en el corazón de los sistemas más estables.

Hay animales que buscan su alimento en un ecosistema y se refugian después en el vecino. Especies que saben aprovechar el contraste que se da entre ambos mundos para prosperar y construir una nueva relación con el medio. En los límites entre dos sistemas se aceleran los procesos evolutivos y por ello la frontera se convierte en algo vivo, en un verdadero motor de progreso, exportando nuevas especies hacia el corazón de las grandes formaciones que flanquean esas fronteras. Vienen a desempeñar el papel de los “límites divergentes” de las placas tectónicas. En cualquier caso las especies de los bordes, mucho más sensibles a los cambios que las de los grandes sistemas, están explorando continuamente los espacios circundantes y saben detectar, mejor que nadie, los nichos que han quedado temporalmente vacantes dentro de su radio de acción y desde ellos, una vez ocupados, se expanden con rapidez.

La especie humana es la demostración más palpable de lo que vengo diciendo. El hombre era un primate arbóreo que se quedó sin retaguardia cuando las selvas africanas se fueron secando. Los grandes ríos de ese continente le cortaron la retirada y tuvo que colonizar la sabana desde el borde de una selva en repliegue. El proceso duró lo suficiente como para permitir que un pequeño grupo evolucionara con rapidez (los grupos grandes evolucionan más lentamente) y ese ritmo evolutivo lo capacitó no sólo para conquistar las sabanas del África Oriental sino para saltar después desde ella a los ecosistemas que había más allá, pasando después de un continente a otro y readaptándose de nuevo en cada nueva fase colonizadora.

Ahora observen esta imagen del Mar Mediterráneo:



¿Se da cuenta por qué vengo diciendo desde hace meses que la Península Ibérica tiene un ecosistema diferente que el resto de nuestros vecinos? ¿Por qué afirmo que es un territorio fronterizo? ¿Por qué hablo de diversidad regional y de unidad del conjunto? ¿De que aquí no valen las políticas aplicadas en los países del norte ni tampoco en los del sur? ¿Se da cuenta por qué afirmo que es un subcontinente?

Mire ahora al otro extremo del Mediterráneo, a Turquía. ¿No cree que hay un gran parecido estructural entre los dos países? Reténgalo en la memoria, porque dentro de un par de meses hablaremos de esto, cuando les describa el duelo mediterráneo. Es cierto que en determinadas zonas de Italia y de Grecia nos encontramos un color que nos recuerda al nuestro -precisamente en las áreas de esos países que, históricamente, han tenido una mayor relación con España-, pero también que el paisaje predominante, pese a que estamos en la misma latitud, es mucho más verde que el de aquí. En nuestro caso habría que hablar también de la dinámica atmosférica y del famoso anticiclón de las Azores que desvía, durante varios meses cada año, los vientos atlánticos hacia el norte de nuestras latitudes, levantando una muralla de aire al oeste de nuestro país (en una zona donde los vientos dominantes proceden precisamente del oeste). De esta manera la meteorología refuerza a la orografía, acentuando la continentalidad de la Península Ibérica y acrecentando el efecto fortaleza del que ya les hablé otro día.

La invasión musulmana no se paró en España por casualidad. El Islam ha construido un universo mental que está fuertemente adaptado a los ecosistemas áridos. Su expansión militar se detuvo precisamente cuando encontró el límite de ese ecosistema. Cuando sus soluciones culturales dejaron de ser adaptativas. 

¿Recuerda lo que conté sobre los bordes entre ecosistemas diferentes? ¿Qué pequeños grupos de individuos evolucionan con más rapidez que los grupos más masivos? ¿Qué la frontera actúa como motor de cambio? ¿Qué las nuevas especies surgidas en el foco de los cambios se desparraman después por los ecosistemas vecinos y los van transformando?

La Edad Media actuó, en España, como un crisol en el que se fundió –primero- y se templó –después- una nueva civilización. La Era de las Invasiones Africanas puso la línea del frente al rojo vivo y para hacer retroceder esa línea, durante 250 años, no paró de aumentar la presión de la caldera hasta que, finalmente, se obligó a los musulmanes a replegarse hasta la orilla meridional del Estrecho de Gibraltar. A los que contemplaron la lucha desde el corazón del continente (desde distancia segura) les pudo parecer algo exótico, tal vez folclórico, pero, aunque no lograran darse cuenta de ello, aquí se estaba jugando su propio futuro. En una España con una de las densidades de población más bajas de Europa (es un país semiárido) y dividido en dos por la línea del frente, se libraron batallas con decenas de miles de combatientes por ambos bandos lo que implicaba, en el lado cristiano (los musulmanes llegaron a reclutar soldados hasta las orillas de los ríos Níger y Senegal), movilizar a un elevado porcentaje de sus habitantes, lo que terminó militarizando a la sociedad entera. No es nada fácil derrotar a un pueblo que ha ido creciendo despacio y avanzando lentamente en medio de un inmenso campo de batalla. La lucha contra los musulmanes (que no acabó en 1492 como dicen los libros) duró más de mil años.

Nuestro país es un territorio fronterizo si la iniciativa política viene desde fuera. En ese caso estamos condenados eternamente a ser un campo de batalla entre civilizaciones que entran en conflicto y chocan justo en el punto donde nosotros vivimos. Ese era el papel que los musulmanes nos reservaban y nos rebelamos contra él. Si las inercias medievales se hubieran seguido manteniendo tal vez hubiéramos dejado de ser una tierra militarmente fronteriza (aunque siguiéramos siéndolo desde el punto de vista ecológico). En tiempos de los romanos formábamos parte del eje central mediterráneo. ¿Por qué no seguimos siéndolo? Pues porque caímos en el discurso maniqueo de los monoteístas (el monoteísmo casa bastante bien con los paisajes monocolores y también con las estructuras imperiales). Nos dejamos atrapar en nuestra identidad católico-romana-borgoñona e interiorizamos psicológicamente que éramos la periferia de Europa y no el oeste del eje mediterráneo. Se nos ha educado para hacer de guardaespaldas de los pueblos del norte. Ha sido un proceso sutil, fríamente planificado y ejecutado de manera sistemática a lo largo de la Edad Moderna, aunque apoyándose en las bases que sentaron los cluniacenses y borgoñones medio milenio antes.

En realidad, si observamos la imagen que les mostré más arriba e imaginamos que tomamos la iniciativa política y diseñamos ¡¡nosotros!! nuestra propia estrategia, la frontera puede automáticamente convertirse en una bisagra que articule el norte con el sur. Se trata de convertir las fronteras en puentes. Lo que hicimos con el Océano hace quinientos años.

¿Se ha paseado por las calles de Córdoba? Una ciudad que ha crecido a orillas del Guadalquivir, a la que se accede, por el sur desde su gran campiña. Pero desde el corazón de la ciudad se divisa, por el norte, la silueta inconfundible de Sierra Morena. Córdoba está en la frontera entre la campiña y la sierra. Es la bisagra que conecta los dos mundos. Lo mismo podemos decir de Granada, situada en el punto donde la Vega enlaza con las estribaciones de la Sierra. Y de Sevilla, donde en la antigüedad confluían no dos, sino tres ecosistemas: el espacio lacustre del “Lacus Ligustinus” de los romanos, la tierra alta del Aljarafe y el borde occidental de la campiña sevillana.

Todas las capitales de provincia interiores de Andalucía, así como el resto de sus núcleos de población más populosos, se encuentran en el borde de dos ecosistemas. En los puertos de mar esta afirmación tiene más sentido todavía. Y lo mismo sucede fuera, Madrid es otro ejemplo de lo que digo. Esto, como comprenderá, tampoco es casual. La ciudad es punto de encuentro, lugar de transacciones comerciales y es obvio que en la intersección de dos ecosistemas hay muchos más productos que cambiar que en el corazón de un espacio monocolor.

Si dirigimos la vista hacia el oeste -hacia Estados Unidos- vemos como su ciudad más poblada -Nueva York-, que durante décadas ha sido también la más habitada del mundo se fundó, por los holandeses (su nombre original era Nueva Ámsterdam), en un lugar intermedio entre los dos primeros núcleos ingleses de Norteamérica: las colonias puritanas de Nueva Inglaterra, que la flanqueaban por el norte, y las aristocráticas de Virginia, por el sur. Cuando pasó a manos británicas se convirtió en el punto de contacto entre ambos núcleos. La estructura social de Nueva Inglaterra era muy diferente a la de Virginia (el clima también es sensiblemente distinto), y esto se traducía económicamente en un contraste significativo de sus producciones locales. Muy pronto, Nueva York se convertirá en la bisagra que articulaba los dos espacios y este hecho la terminaría convirtiendo en la ciudad más grande y cosmopolita de toda la Costa Este norteamericana. Esa supremacía, unida al hecho de que esta costa era la que comunicaba a Norteamérica con las grandes potencias del siglo XIX y principios del XX -que estaban en Europa- la convirtió también en la más poblada de todo el inmenso país.

Si echamos la vista atrás y nos remontamos hasta la protohistoria vemos como el Mar Mediterráneo fue en ese tiempo la vía de penetración de la civilización, que irradiará desde sus costas hacia el interior de los continentes que lo flanquean. Poco a poco ese espacio cultural se fue haciendo más grueso y más denso, y las formaciones políticas que acompañaron ese proceso se fueron haciendo cada vez más vastas, hasta culminar con la creación del Imperio Mediterráneo por antonomasia, es decir, el Imperio Romano.

Pero los imperios son estructuras políticas muy jerarquizadas que integran, dentro de sí, a una gran variedad de pueblos en diferentes estadios de evolución. Se legitiman porque difunden, desde las regiones más evolucionadas, los avances tecnológicos y culturales hacia las que lo están menos. Esa es la parte positiva, la negativa es que sobreexplotan a esos pueblos que están menos evolucionados. Estos tienen que aceptar su sumisión, de grado o por la fuerza, mientras carezcan de los instrumentos necesarios para plantarle cara, con unas mínimas posibilidades de éxito. La tecnología, la cultura, la identidad nacional o un proyecto político propio son esos instrumentos que podrían ayudar a los sometidos a sacudirse el yugo imperial.

El tiempo termina erosionando cualquier imperio y la difusión de la tecnología y de la cultura va rellenado el desnivel originario que separaba a los pueblos más avanzados de los más rezagados dentro de su estructura. Eran esas diferencias las que lo legitimaron, en su día, y su paulatina desaparición va eliminando las razones que lo sostenían. Por eso, cuando Roma alcanzó el punto máximo de su poder hacía ya tiempo que había empezando a desintegrarse. El proceso fue creando un vacío de poder que aprovecharán los pueblos que se movían en los límites del Imperio, convertido ahora en la frontera entre dos “ecosistemas”, no ya biológicos sino culturales. Los germanos por el norte y los árabes por el sur se repartirán la mayor parte de los territorios que habían formado parte del Imperio Mediterráneo. Pero la fuerza de estos nuevos invasores no estaba en la integración de los diferentes sino en la gran adaptación a su medio biológico, que compartían con sus vecinos romanizados. Como en los ecosistemas naturales, a una fase de transformaciones liderada por especies “oportunistas”, muy adaptables, que se instalan con facilidad en cualquier espacio nuevo -los todo-terrenos romanos- le sucede otra de grandes especialistas –árabes y germanos-, imbatibles en su medio pero incapaces de exportar su modelo más allá de su hábitat natural.

A lo largo de la Edad Media dos pueblos bisagra empiezan a crecer en ambos extremos del Mare Nostrum romano: españoles y turcos, cada uno surgido en el límite de las dos civilizaciones que habían chocado en el arco Mediterráneo. Dos pueblos que encarnaban un nuevo modelo llamado a repetir, mil quinientos años después, la historia del Imperio Romano. En el siglo XV empieza a perfilarse el nuevo duelo mediterráneo –cuya línea del frente no se iba a trazar de este a oeste como en la Edad Media sino de norte a sur- entre los dos nuevos imperios en ciernes. Los turcos siguieron inexorablemente su guión, pero algo pasó en el lado español que dio un giro inesperado a los acontecimientos y cambió el curso de la Historia. Pero esa parte la contaremos otro día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario