martes, 19 de enero de 2016

Un desenlace inesperado

En el artículo anterior vimos como el Imperio español se desintegró de manera brusca durante el primer cuarto del siglo XIX y, también, como el advenimiento de esta centuria le sorprendió en su momento de mayor extensión territorial, así como con la mayor población absoluta que nunca tuvo y con el mayor nivel tecnológico y científico de su historia.
Sin embargo, era obvio que, en términos relativos, era mucho más vulnerable que en 1700 o en 1600 por la sencilla razón de que sus adversarios habían estado creciendo a mayor velocidad durante los doscientos años que precedieron a esa fecha y, por tanto, la correlación global de fuerzas le resultaba mucho más desfavorable.
Que el tiempo corría a favor de sus adversarios políticos era evidente, al menos, desde los tiempos de Felipe II, por eso sorprende la pasividad de sus gobernantes durante todo ese tiempo para frenar dicho proceso. De manera reiterada hemos venido señalando a través de las páginas de este blog que los reinos ibéricos siempre tuvieron una gran debilidad estratégica: la demografía.

Lo que hay que explicar no es por qué los franceses terminaron reemplazando a los españoles en el liderazgo europeo sino por qué tardaron tanto en hacerlo, por qué permitieron que España, entre 1500 y 1640, fuera la primera potencia del mundo.”1


Lo que resulta sorprendente es que las tropas españolas fueran capaces de batirse victoriosamente con las francesas durante 150 años, teniendo en cuenta que la población francesa triplicaba a la española, que los galos jugaban a la defensiva (el que defiende necesita menos hombres que el que ataca para poder mantener sus posiciones) y que lo tenían mucho más fácil que los españoles para poder coordinar sus tropas, dada su posición central, la contigüidad, unidad política y lingüística de su territorio y la ausencia de relieves interiores que obstaculizaran sus movimientos.
Los españoles eran inferiores en número, atacaban y tenían que desplegarse por medio continente para poder cubrir sólo los frentes franceses (además tenían frentes alternativos en Holanda, Alemania, Inglaterra y el Mediterráneo), teniendo que atravesar para conseguirlo el Mediterráneo (desde Barcelona hasta Génova), la cordillera de los Alpes y países que, desde el punto de vista formal, eran independientes (como la república de Génova, algunos principados alemanes y enclaves suizos).
Era evidente que en cuanto franceses e ingleses movilizaran de manera óptima sus propios recursos humanos y materiales podrían batir a los españoles con relativa facilidad. Necesitaban para ello crear un ejército de tierra (en el caso francés) o una armada (en el inglés) consistentes para poder expulsar a estos de los escenarios europeos, en los que los ibéricos eran verdaderos intrusos e, incluso, un elemento exótico, relativamente ajeno al medio físico en el que estaban actuando.
Lo que explica la hegemonía militar española en los escenarios continentales europeos durante los siglos XVI y XVII es la fuerte polarización mental de sus combatientes, que contrastaba de manera significativa con la actitud psicológica de sus adversarios y, también, su capacidad de adaptación a casi cualquier posible escenario de lucha. Esto era consecuencia directa del intenso adiestramiento recibido durante los 800 años que precedieron a ese período en los frentes ibéricos y, en especial, durante la Era de las invasiones africanas (1086-1344).
Es cierto que no todos los hombres que combatían en los tercios españoles eran peninsulares y, también, que estamos hablando, básicamente, de tropas mercenarias. Aún así la impronta española era evidente en todos ellos. Español era el fermento que los movía y que irradiaba en todas las direcciones, modificando los comportamientos de amigos y de enemigos, lo que iba paulatinamente elevando el listón del nivel que había que mantener para poder, simplemente, sostener las propias posiciones.
Los Habsburgo, cuando llegaron a España eran aquí un elemento tan extraño como podían serlo los españoles en los escenarios centroeuropeos. Nunca entendieron las causas profundas que impulsaban a los nativos a actuar en la forma en que lo hacían. Pero en un mundo tan conflictivo como era la Europa del siglo XVI las virtudes militares de los hispanos eran un regalo del cielo, así que se dispusieron a aprovechar la fuerza de lo que habían recibido en herencia y decidieron practicar un juego arriesgado pero fructífero: montarse en la cresta del emergente poder español e intentar ponerlo al servicio de sus propios intereses dinásticos que, como dijimos el último día, habían sido trazados por el duque de Borgoña Carlos el Temerario (1467-1477).
Carlos I heredó, por vía paterna, un conglomerado de pequeños estados y de señoríos que se estaban derrumbando ante el empuje de las grandes fuerzas sociales y políticas que estaban forjando el mundo moderno en el corazón de Europa y, por vía materna, un proyecto de civilización que estaba eclosionando en ese preciso momento.
El plan de los Habsburgo consistió en desviar el impulso vital español para sostener los decadentes estados centroeuropeos que estaban a punto de sucumbir ante el avance francés. Las mentes más conservadoras de aquél universo político se pusieron al mando de la fuerza más innovadora de su tiempo mientras -en América- miles de individuos se desplegaban por el territorio actuando por su propia cuenta y forjando un imperio que no obedecía a ningún diseño trazado desde el poder político sino que, por el contrario, era el resultado del desarrollo de las inercias históricas medievales de la sociedad española cuando se proyectaron sobre el Nuevo Mundo que acababa de ser descubierto. El Imperio americano no fue obra de la Monarquía Católica sino de la vanguardia militar de la sociedad española.
La España de los austrias se proyectó sobre el exterior a través de tres áreas geográficas perfectamente delimitadas. Construyó tres imperios diferentes que se solapaban en la Península Ibérica: el americano, el mediterráneo y el que llamé “la Camisa de Fuerza francesa”. Los dos primeros son frentes heredados que hunden sus raíces en la Edad Media española y son la consecuencia del desarrollo del impulso vital de los pueblos ibéricos. Son dos proyectos nacionales que contaban con un gran consenso social por detrás y que fortalecieron políticamente a nuestro país.
El tercero, en cambio, es un proyecto dinástico que recoge las inercias medievales... de los flamenco-borgoñones y, parcialmente, de la superestructura política del Sacro Imperio Romano Germánico. Son fuerzas políticas que se hayan, en ese momento, en abierto declive, que retroceden en todos los frentes. El engendro de los Habsburgo consiste en apuntalar lo viejo aunque para ello tuvieran que sacrificar lo que los había hecho fuertes. Fue ese modelo el que quebró en la Guerra de los Treinta años como dijimos en nuestro anterior artículo. A través de las paces de Westfalia (1648) y de los Pirineos (1659) los Habsburgo empiezan a reconocer, de manera confusa y por la fuerza, que sostener el proyecto flamenco-borgoñón desde España es un error estratégico de primera magnitud, aunque seguían sin saber exactamente por qué, sencillamente se rinden ante lo que es evidente ya para todos.
El modelo político de los Habsburgo españoles es, como todos los del Antiguo Régimen europeo, oligárquico y dinástico. Sacrifica (igual que sus adversarios de otros países) los intereses nacionales ante los dinásticos y corrigen sus errores más graves cuando se dan cuenta de que seguir insistiendo en ellos tendrá como consecuencia final la pérdida del poder político que habían venido detentando hasta entonces.
Dije más arriba que el tiempo corría en contra de España, de manera evidente, al menos desde los tiempos de Felipe II (1556-1598). Hay multitud de síntomas que lo evidencian, de orden político desde luego pero, también y sobre todo, de orden económico. Debemos tener en cuenta que durante el reinado del monarca en cuyos dominios “no se ponía nunca el Sol” España suspendió pagos nada menos que tres veces (1557, 1575 y 1596), a pesar del flujo constante de oro y de plata americanos que llegaban a la metrópoli, la primera de las cuales tuvo lugar cuando apenas llevaba un año gobernando (lo que evidencia que el problema venía del reinado de su padre -Carlos I-, por tanto debemos pensar que estamos ante un fallo estructural del modelo político de los austrias). Es evidente que en el momento histórico que la mayoría de historiadores consideran la cumbre del poder político español las partidas de gasto del estado estaban desbocadas y superaban ampliamente los ingresos.2
Pero otro problema bastante serio de la economía española era lo que los historiadores han llamado “la revolución de los precios”, un proceso inflacionario largo que debilitó profundamente a las fuerzas productivas de nuestro país y que es consecuencia del extraordinario incremento de la liquidez en los mercados españoles debido a la abundancia de metales preciosos de origen americano que no se tradujo en inversiones productivas dentro del mismo, lo que provocó una subida generalizada de los precios y, como consecuencia, un aumento de las importaciones de manufacturas extranjeras, tanto legales como ilegales. Si un armador necesitaba un barco para hacer la carrera de indias podía comprarlo mucho más barato en Holanda que en un astillero español.
Durante la Edad Moderna el paradigma económico dominante en toda Europa fue el mercantilismo, que consiste en que los gobiernos intentan poner todos los obstáculos posibles a las importaciones y facilitar las exportaciones, para tener superávit en la balanza de pagos. La abundancia de moneda fuerte en España y la gran cantidad de gastos militares que generaban nuestros tercios convirtieron a nuestro país en la fuente suministradora de oro y de plata más importante del continente. Había un flujo constante de dinero desde España hacia el resto de países, que se compensaba, en parte, con importaciones de manufacturas que procedían de los mismos (la otra parte servía para pagar –in situ- a proveedores, soldados y los intereses de los prestamistas centroeuropeos).
Los fabricantes de manufacturas en España lo tenían mucho más difícil que sus colegas extranjeros y les resultaba muy complicado competir en precios con ellos. Por eso dije hace tiempo que la existencia del Imperio español estuvo en la base de la posterior revolución industrial, ya que estimuló el desarrollo de las ventajas comparativas en los distintos países. Lo más eficiente que había en España era el ejército, y por eso nuestro país se convirtió en el gran sostenedor de la estructura político-militar intercontinental que dio origen al mundo moderno.
Inglaterra y Holanda (pese a su creciente rivalidad marítima con España) surgen como meros contratistas, como suministradores de bienes y de servicios que, poco a poco, van descubriendo las rutas del comercio español y se aprestan a sustituirnos en ellas de manera paulatina. Aún así, durante los siglos XVI y XVII sólo pudieron arañar una parte modesta del negocio intercontinental. Su crecimiento económico, durante ese tiempo, se basó sobre todo en los flujos que se estaban dando en Europa.
El incremento de la productividad global estimuló el desarrollo tecnológico y el crecimiento demográfico. Este último factor debilitaba la posición española en términos relativos, porque nuestro país era más árido que los ultrapirenaicos, dado que era más seco y más montañoso. Por esto último presentaba –además- una serie de obstáculos naturales interiores que hacían mucho más difícil el comercio terrestre entre sus distintas regiones.
España hubiera necesitado que buena parte de esos recursos monetarios que fluían desde el continente americano se hubieran invertido en el desarrollo de infraestructuras de tipo hidráulico que hubieran permitido la conversión de millones de hectáreas de secano en regadíos e, igualmente, en carreteras, drenaje de ríos y construcción de canales para facilitar el transporte de mercancías por el interior peninsular. Muy poco fue lo que se hizo al respecto, en comparación con lo que estaban haciendo nuestros adversarios (recordemos el ingente esfuerzo que los holandeses hicieron en la construcción de polders y los miles de hectáreas que le arrancaron al mar). Todos los poderes políticos que fueron capaces de hacer valer su autoridad de forma clara sobre amplias regiones del este o del sur de nuestro país antes del 1500 (los romanos, los califas andalusíes, los reyes nazaríes...) hicieron grandes inversiones en infraestructuras de tipo hidráulico y de comunicaciones terrestres. Es una necesidad estructural de nuestro país. También fue una obsesión para una parte significativa de los arbitristas de la Edad Moderna y para los regeneracionistas de los siglos XIX y XX. El medio físico en el que vivimos nos empuja a actuar de una determinada manera, como sucede en Egipto o en Mesopotamia, países que fueron la cuna de grandes civilizaciones cuando sus respectivos poderes políticos se pusieron a trabajar para satisfacer las necesidades más imperiosas de sus habitantes.
Pero los monarcas españoles de los siglos XVI y XVII tuvieron otras prioridades. Estaban en buena medida absorbidos en la tarea de sostener la infraestructura militar de la “Camisa de Fuerza Francesa”, para mantener sus posiciones desde el Mediterráneo hasta el Mar del Norte.
Unas potentes inversiones en infraestructuras en nuestro país hubiera multiplicado la población del mismo (situándola al nivel que se estaba dando en ese momento en Holanda o en Inglaterra) y esto hubiera ayudado a evitar o retrasar la sustitución de los comerciantes españoles por los extranjeros en la Carrera de Indias, alargando así en el tiempo la hegemonía española en el Hemisferio Occidental. Pero esa política hubiera fortalecido a las clases burguesas y medias, hubiera reducido de manera importante el número de jornaleros sin tierras y el poder de los aristócratas y terratenientes, es decir, hubiera acelerado el fin del Antiguo Régimen. En consecuencia, los oligarcas de nuestro país no estaban interesados en absoluto en desarrollar ese modelo, aunque fuera el que más nos convenía en términos colectivos. 
Durante el siglo XVII los países que estaban creciendo a mayor velocidad eran Holanda e Inglaterra. En Holanda la lucha contra España había actuado como un catalizador de la conciencia nacional que había provocado una importante movilización social y la transformación de sus estructuras sociopolíticas. En paralelo a su guerra contra los españoles desarrollan otra contra su medio natural y, a través de la construcción de los polders, ganan al mar miles de hectáreas que estimulan el desarrollo agrícola y el crecimiento demográfico y que utilizan como palanca para incorporarse de manera paulatina a las redes del comercio intercontinental que los ibéricos habían abierto, convirtiéndolos así en los “carreteros del mar”.
Inglaterra fue, junto con Holanda, la pionera de las revoluciones sociales que en el resto de Europa se desencadenarían mucho más tarde. La Revolución inglesa (1642-1689) se anticipó en más de un siglo a la francesa y, en consecuencia, tuvo un perfil menos “moderno”, lo que hizo que su proceso fuera también menos abrupto, más gradual.
Pero la percepción que el poder tenía era que nuestro gran enemigo era Francia. La obsesión de los austrias siempre fue nuestro enemigo del norte. El modelo político francés anterior a la Revolución (1789) era tan oligárquico como el nuestro, aunque mucho más centralista, lo que le permitía obtener mayores sinergias a las inversiones que hacían que el español. La creciente concentración del poder de los reyes franceses fue elevando la tensión militar por toda Europa, preparando las condiciones para el estallido de un conflicto global, que se concretó en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y en su prórroga de la Guerra franco-española (1635-1659). A través de ellos los borbones franceses doblaron el pulso a los austrias españoles y se presentaron ante el mundo como los que estaban llamados a reemplazarlos en el liderazgo europeo.
Los frentes de lucha continentales europeos debieran haber sido para los españoles, como mucho, frentes secundarios a los que nuestro país debiera haber vigilado desde la distancia, como después hicieron los ingleses. Nuestros verdaderos adversarios, en realidad, siempre fueron las potencias marítimas, no las continentales. Algo que ni los austrias ni los borbones fueron capaces de captar adecuadamente. Mientras nos desgarrábamos luchando contra Francia por toda Europa, Inglaterra y Holanda crecían y preparaban nuestro relevo en la Carrera de Indias. El primer gran aviso de lo que estaba por venir fue la independencia de Portugal (1640), que sólo pudo ser posible gracias, precisamente, al apoyo recibido por parte de las potencias marítimas, mientras en paralelo las tropas españolas recuperaban el territorio catalán, que estaba siendo defendido por el ejército francés.

Felipe V

Pero fue la llegada de los borbones al poder en España la que cambió toda la correlación de fuerzas políticas en Europa y la que empezó a preparar las condiciones para el relevo de los españoles en las zonas geográficas en las que hasta ese momento no habían tenido verdaderos competidores. Cuando en la mayor parte de las cortes europeas se percatan de que las coronas de España y de Francia podían llegar a estar colocadas sobre las sienes de la misma cabeza un grito de alarma se extiende por doquier. Eso significaba el fin del Sistema del Equilibrio Europeo, la aparición de un imperio tan vasto y tan poderoso que ninguna otra potencia en el mundo hubiera sido capaz de desafiar. En consecuencia, se apresuraron a intentar abortar dicha operación, forjando una coalición de todos contra la alianza franco-española que conduciría, finalmente, a la Guerra de Sucesión Española (1701-1713).
Hasta aquí hemos visto como los importantes errores estratégicos cometidos por los Habsburgo habían debilitado de manera significativa la capacidad de respuesta de la Monarquía Católica ante los crecientes desafíos que los principales rivales de España habían venido presentando. No obstante, nuestro país había sido capaz de mantener sus posiciones de una manera bastante digna, dado que partía desde una posición de ventaja muy clara y que nuestros adversarios estaban cometiendo también buena parte de los mismos errores que nosotros. Las exenciones de impuestos a la nobleza lastraban la fiscalidad española, lo que limitaba bastante la capacidad inversora del estado, pero también lo hacía en Francia o en Austria. En Inglaterra y en Holanda estaban empezando a producirse cambios importantes en este sentido, que preparaban el fin de la hegemonía española, pero aún no habían alcanzado su velocidad de crucero y, de momento, estaban en fase -llamemos- “experimental”.
El desenlace se planteará en el siglo XVIII, y por eso considero que los errores estratégicos de los borbones son mucho más graves que los de los Habsburgo, porque ocurren en un momento de brutal aceleración de los procesos históricos. La pasividad y desconcierto de la monarquía española adquiere entonces un cariz de abierta traición a los intereses nacionales. La historiografía ha puesto de relieve las importantes innovaciones que la nueva dinastía introduce en nuestro país, pero lo hace de manera bastante descontextualizada. Comparativamente nuestros monarcas se mueven con mayor lentitud, si cabe, que sus antecesores Habsburgo. Pero, sobre todo, lo hacen de manera gregaria, siguiendo las líneas estratégicas que marcan nuestros adversarios.
Hemos de tener en cuenta que, en el siglo XVIII, España sigue estando entre las tres naciones más poderosas del mundo, y que una gran potencia no puede permitirse el lujo de ir a remoque de las iniciativas políticas de sus adversarios. En realidad seguía teniendo la suficiente capacidad y fuerza como para seguir ejerciendo como la primera. Fue la subordinación estratégica ante Francia la que nos convirtió en el “gregario de lujo” del Imperio francés. La derrota estratégica de España como potencia mundial no se explica desde el plano militar, ni tampoco desde el político, sino desde el psicológico. El primer Borbón español -Felipe V (1701-1746)-, un monarca que gobernó en nuestro país nada menos que 45 años (dos generaciones), siempre se comportó como un francés trasplantado al territorio español. Llegó convencido de la superioridad cultural, material y política del país galo sobre el nuestro. Recordemos el consejo que su abuelo –Luis XIV- le dio, en 1700, cuando abandonó Francia para ser coronado rey en España:

Sé buen español, ése es tu primer deber, pero acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones3

Los borbones llevaban –en 1700- algo más de un siglo gobernando en París y, durante ese tiempo, habían desarrollado una estrategia política “París-céntrica”. París era, para ellos, el “ombligo del mundo”. Durante ese tiempo empezó a forjarse el Imperio francés.
Detrás de cada proyecto imperial siempre hay una idea motriz que lo justifica. Cada imperio que ha tenido éxito a lo largo de la historia ha sido capaz de mantenerlo mientras pudo encarnar dignamente la idea motriz que lo hizo nacer. Los romanos crearon el Imperio Mediterráneo, los árabes el que llamé el de las Tierras Áridas, los españoles el Imperio Transversal... Los franceses llevan más de un milenio (Desde la llegada al poder de la dinastía Carolingia) persiguiendo el sueño del Imperio Europeo, pero para poder hacerlo posible en la Europa del siglo XVII tenían que darse dos condiciones previas: primero había que romper la “Camisa de Fuerza francesa” (en manos españolas hasta 1700) y -segundo- había que mantener a Alemania dividida políticamente. El Imperio francés es, por tanto, un proyecto de imperio continental que, sin embargo, nace –en el siglo XVII- rodeado por imperios o por proyectos de imperios marítimos (España, Inglaterra, Holanda) y se ve obligado, en parte, a actuar en ese ámbito. La vocación francesa es continental, aunque su gran fachada atlántica y su creciente rivalidad con los otros “atlantistas” le obliguen también a cubrir ese frente que se le abre por el oeste.
Con esa mentalidad continental arriba Felipe V en el corazón de la Meseta Central española, es decir, en el centro del Subcontinente Ibérico. Los poderosos del lugar, que en otros tiempos habían conectado ya con las dos oleadas de borgoñones (la del siglo XI, que acompañó a los monjes cluniacenses y a Raimundo de Borgoña y la del XVI, que lo hizo con Carlos I), se sienten más cómodos y más legitimados cuando se mueven en los ámbitos europeos que cuando lo hacen en los “exóticos” espacios americanos. Fue esa actitud la que iría paulatinamente preparando el proceso político disgregador que terminaría dando origen a las guerras de independencia de las repúblicas americanas.
Las clases dominantes españolas se embarcan en un proyecto político que consiste en replicar en nuestro país el modelo francés, que es continental, eurocéntrico y centralista y dejan de aprovechar, de esta manera, las ventajas comparativas que presenta el hispano. Hay, por tanto, un distanciamiento con respecto a la idea motriz que dio origen al Imperio ultramarino español.
Desde los comienzos de su reinado Felipe V fue, en cierto modo, tutelado desde Francia, y en buena parte de las decisiones tomadas en política exterior por él se precibe la presión de la diplomacia francesa.
Si comparamos los vínculos de las dos dinastías que gobernaron España a lo largo de la Edad Moderna con sus “primos” de otros países a través de los llamados “pactos de familia” vemos como, en el caso de los Habsburgo, en la relación entre la rama española y la austriaca, es la primera la que ejerce como rama mayor o tutelar, mientras que, en el caso de los borbones, la que ejerce esa función es la rama francesa, lo que convierte a nuestro país en una potencia auxiliar con respecto al país galo, el “gregario de lujo” del Imperio francés como dije más arriba.
Lo que en el caso de Felipe V es una dependencia personal o psicológica con respecto a su patria de origen, en el de Carlos III (1759-1788) es de tipo intelectual. Está convencido de la gran superioridad cultural y política del país galo y lo que trasplanta a nuestro país es su modelo de organización territorial que, como dije hace tiempo, había sido diseñado -precisamente- para combatir a los españoles.
El modelo de comunicación radial de Carlos III produce el efecto contrario de lo que se supone que pretendía. Hunde a las grandes ciudades de la Meseta, en beneficio de Madrid, y crea un desierto demográfico entre la capital y las regiones más periféricas de la España peninsular. De esta manera siembra la semilla de los nacionalismos periféricos, de los cantonalismos y de todo tipo de localismos. Es en ese momento histórico cuando nace la “España Invertebrada” de la que habló Ortega y Gasset. En el caso andaluz, además, importa poblaciones extranjeras para que vigilen los caminos que conectan el centro con la periferia, creando así un choque cultural añadido al que ya produce el desierto demográfico inducido.
Los medios físicos sobre los que asientan los estados francés y español son tan diferentes que lo que fortalece a uno debilita al otro y viceversa. Intentar imponer desde el poder central, en España, un modelo uniformador es abrir la Caja de Pandora en un país en el que lo que lo hizo grande fue precisamente lo contrario: la complementariedad de sus regiones. Esto es algo que los Habsburgo siempre supieron o, al menos, intuyeron, pero que los borbones percibieron como una muestra de primitivismo cultural y de retraso político. Ya dije que bastó una generación para que el problema aflorara, pero lo hizo en unas circunstancias en las que otros factores vinieron a complicar el proceso histórico, y fueron ocultados por el resto elementos que precipitaron el fin del Antiguo Régimen.
La Revolución Francesa (1789) tendrá lugar un año después de la muerte de Carlos III y sorprende a nuestro país con un monarca joven e inexperto empezando a gobernar, que es incapaz de entender la envergadura del proceso político que está teniendo lugar en el país vecino y que no dejará de dar palos de ciego a lo largo de todo su reinado.
Lo que no percibe Carlos IV -ni ninguno de sus cortesanos- es que el Antiguo Régimen estaba ya herido de muerte por obra y gracia de la Revolución Francesa y que la única manera de resistir el huracán francés era apoyarse en las clases populares de su propio país. Si los ejércitos franceses estaban laminando al resto de ejércitos europeos era porque en el país galo se había producido una revolución social. El Ejército Nacional, que surge entonces, se ha masificado y reforzado desde todos los puntos de vista. Esto ha sido posible, fundamentalmente, por la profunda reforma fiscal y por los cambios en la estructura de la propiedad que han llevado a cabo los revolucionarios.
Es evidente que el estado francés, a partir de 1789, administra un mayor volumen de recursos económicos que ninguno de sus adversarios. Y esto es así porque ha confiscado los bienes de la Iglesia y de multitud de aristócratas y porque ha obligado a pagar impuestos a gran cantidad de poderosos que antes estaban exentos. De esta manera puede poner en nómina a más funcionarios y a más soldados que ningún otro país y puede, además, hacer llegar la mano del estado hasta el último rincón de su geografía, localizando así nuevas bolsas de fraude fiscal y descubriendo más recursos a su alcance de los que imaginaban.
¿Cómo enfrentarse militarmente con una revolución triunfante? Los borbones y sus cortesanos eran ya, durante la última década del siglo XVIII, unos auténticos dinosaurios intentando sobrevivir en los albores de una nueva era aplicando recetas que eran ya anacrónicas en ese momento histórico. Su mentalidad oligárquica les impedía entender lo que estaba pasando delante suya. La llegada al poder de Napoleón Bonaparte los confundió: con su pompa y su parafernalia imperial hizo albergar esperanzas a una parte de la aristocracia europea de que tal vez era aún posible un retorno del Antiguo Régimen. Creyeron estar ante un déspota ilustrado cuando, lo que tenían delante, era un autócrata surgido de entre las filas de los revolucionarios que buscaba utilizar la revolución como palanca para forjar el sueño de Carlomagno: El Imperio Europeo. Dentro de ese sueño, las viejas aristocracias de los países conquistados aún tenían un papel que desempeñar: ayudar a someter a sus propios pueblos. Obligar a éstos a aceptar la hegemonía francesa. Para poder llevar a cabo este plan esperaba contar con ayuda de todos los que habían colaborado activamente con los déspotas ilustrados de la generación anterior y de los funcionarios e intelectuales que se habían ido formando en ese medio. Son los afrancesados, llamados a hacer la revolución desde arriba, la que ordena el invasor. Por eso usan unas formas y un lenguaje en los que combinan hábilmente los elementos aristocráticos heredados con los revolucionarios sobrevenidos.

Carlos IV y su familia

Desde que Napoleón toma el poder, el tandem Carlos IV-Godoy no deja de tomar decisiones cada vez más disparatadas desde el punto de vista político, que nos hace pensar que eran incapaces de hacer un análisis mínimamente realista de los procesos históricos que estaban teniendo lugar delante de sus narices (porque la explicación alternativa es la pura y simple traición). Ya hablé en el anterior artículo de la “antología del disparate” que se produjo en un período de tiempo relativamente breve y que tendría como consecuencia el hundimiento del Imperio español.
La metedura de pata de 1802 (cambiar la Luisiana americana por el reino de Etruria, en Italia) debiera de haberlos puesto en guardia, pero no fue así. En 1805, como vimos, pondrían a la armada española bajo mando francés y el resultado fue la batalla de Trafalgar. Este acontecimiento fue, tan sólo, un presagio de lo que estaba por venir y que tendría lugar durante el infausto año de 1808.
Las negociaciones acerca del reparto de Portugal parecen auténticamente surrealistas: El Emperador propone a España invadir Portugal y repartirla entre ambos países. Esa mera propuesta significaba, ya de por sí e independientemente de como se materializara finalmente, que los ejércitos franceses, que ya estaban situados al norte de España (en Francia) y al este (en Italia), lo estarían ahora también al oeste (Portugal). Es decir, que la tenaza se iba cerrando sobre España. El sentido común hubiera aconsejado establecer inmediatamente una alianza con Portugal y con Inglaterra y prepararse para la inminente guerra que se barruntaba. Pero nuestros inguenuos y corruptos gobernantes aceptan la propuesta corrigiéndola: en vez de dos trozos (el español y el francés) había que hacer tres (el nuevo era para Godoy, el valido y primer ministro en funciones de Carlos IV). Es obvio que la visión geopolítica de estos gobernantes era nula y su visión de futuro aún peor. ¿Qué impediría a Napoleón incumplir su palabra (por enésima vez) después de la invasión portuguesa? ¿Qué le impediría, al que ya había invadido Italia, Holanda y Alemania hacer lo mismo con España?
Hasta aquí, es obvio que el comportamiento de nuestros gobernantes era absolutamente suicida, cómplice con el imperialismo bonapartista y que estaban cometiendo alta traición contra su propio país. 
Si ignominioso es el principio de acuerdo, su ejecución es peor todavía: El ejército de tierra francés cruzaría España para “invadir” Portugal. Es decir, invadió España pacíficamente, con el visto bueno del mismísimo rey y de su gobierno. Traición en toda regla. Sin paliativos de ningún tipo. Carlos IV y Godoy es obvio que eran agentes de Napoleón.
Todavía hay un detalle, poco conocido, que agrava aún más la situación. En marzo de 1808, cuando miles de soldados franceses están entrando “pacíficamente” en España, un ejército español, con 13.355 hombres, llega a Dinamarca “para protegerla de los ingleses”, a las órdenes del Mariscal francés Bernardotte. Expedición que la mayoría de los españoles ignoramos que se produjo pero que los daneses recuerdan bien:

Un buen día, me alzó un soldado español en sus brazos y apretó contra mis labios una medalla de plata que llevaba colgando sobre su pecho desnudo. Recuerdo que mi madre se enfadó mucho y dijo que eso era católico; pero a mí me habían gustado la medalla y el extranjero aquel, que bailaba girando conmigo en brazos mientras lloraba; por lo visto él tenía niños allá en España. Vi cómo llevaban a uno de sus compañeros para ajusticiarlo. Muchos años más tarde, acordándome de aquello, escribí mi poemita "El soldado" (Soldaten), que traducido al alemán por Chamisso, se hizo popular en Alemania y ha sido incluido en las canciones militares alemanas como algo original alemán".
Hans Christian Andersen: “El Cuento de mi Vida”

Es decir, que mientras los soldados franceses (en realidad reclutados en todos los países que Francia había conquistado) ocupaban España, los soldados españoles la abandonaban para ayudar al autócrata galo a defenderse de sus enemigos en el otro extremo de Europa. Allí les sorprendió el fatídico 2 de mayo que era, en definitiva, de lo que se trataba.


1 “La Camisa de Fuerza francesa”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-camisa-de-fuerza-francesa_05.html
2 No es casual que Carlos I abdicara en 1556. Moriría en el Monasterio de Yuste en 1558, llegando a ver -por tanto- la primera de estas suspensiones de pagos. Podemos pensar que el victorioso rey no estaba dispuesto a acabar su reinado de una manera tan prosaica como verse obligado a hacer una reestructuración de la deuda y prefirió pasarle el testigo y el "marrón" a la generación más joven, para no empañar su currículum.

3 “Cambio de rumbo”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/11/cambio-de-rumbo.html