En el artículo
anterior vimos como el Imperio español se desintegró de manera
brusca durante el primer cuarto del siglo XIX y, también, como el
advenimiento de esta centuria le sorprendió en su momento de mayor
extensión territorial, así como con la mayor población absoluta
que nunca tuvo y con el mayor nivel tecnológico y científico de su
historia.
Sin embargo, era obvio
que, en términos relativos, era mucho más vulnerable que en 1700 o
en 1600 por la sencilla razón de que sus adversarios habían estado
creciendo a mayor velocidad durante los doscientos años que
precedieron a esa fecha y, por tanto, la correlación global de
fuerzas le resultaba mucho más desfavorable.
Que el tiempo corría a
favor de sus adversarios políticos era evidente, al menos, desde los
tiempos de Felipe II, por eso sorprende la pasividad de sus
gobernantes durante todo ese tiempo para frenar dicho proceso. De
manera reiterada hemos venido señalando a través de las páginas de
este blog que los reinos ibéricos siempre tuvieron una gran
debilidad estratégica: la demografía.
“Lo
que hay que explicar no es por qué los franceses terminaron
reemplazando a los españoles en el liderazgo europeo sino por qué
tardaron tanto en hacerlo, por qué permitieron que España, entre
1500 y 1640, fuera la primera potencia del mundo.”1
Lo que resulta
sorprendente es que las tropas españolas fueran capaces de batirse
victoriosamente con las francesas durante 150 años, teniendo en
cuenta que la población francesa triplicaba a la española, que los
galos jugaban a la defensiva (el que defiende necesita menos hombres
que el que ataca para poder mantener sus posiciones) y que lo tenían
mucho más fácil que los españoles para poder coordinar sus tropas,
dada su posición central, la contigüidad, unidad política y
lingüística de su territorio y la ausencia de relieves interiores
que obstaculizaran sus movimientos.
Los españoles eran
inferiores en número, atacaban y tenían que desplegarse por medio
continente para poder cubrir sólo
los frentes franceses (además tenían frentes alternativos en
Holanda, Alemania, Inglaterra y el Mediterráneo), teniendo que
atravesar para conseguirlo el Mediterráneo (desde Barcelona hasta
Génova), la cordillera de los Alpes y países que, desde el punto de
vista formal, eran independientes (como la república de Génova,
algunos principados alemanes y enclaves suizos).
Era evidente que en
cuanto franceses e ingleses movilizaran de manera óptima sus propios
recursos humanos y materiales podrían batir a los españoles con
relativa facilidad. Necesitaban para ello crear un ejército de
tierra (en el caso francés) o una armada (en el inglés)
consistentes para poder expulsar a estos de los escenarios europeos,
en los que los ibéricos eran verdaderos intrusos e, incluso, un
elemento exótico, relativamente ajeno al medio físico en el que
estaban actuando.
Lo que explica la
hegemonía militar española en los escenarios continentales europeos
durante los siglos XVI y XVII es la fuerte polarización mental de
sus combatientes, que contrastaba de manera significativa con la
actitud psicológica de sus adversarios y, también, su capacidad de
adaptación a casi cualquier posible escenario de lucha. Esto era
consecuencia directa del intenso adiestramiento recibido durante los
800 años que precedieron a ese período en los frentes ibéricos y,
en especial, durante la Era de las invasiones
africanas (1086-1344).
Es cierto que no todos
los hombres que combatían en los tercios españoles eran
peninsulares y, también, que estamos hablando, básicamente, de
tropas mercenarias. Aún así la impronta española era evidente en
todos ellos. Español era el fermento que los movía y que irradiaba
en todas las direcciones, modificando los comportamientos de amigos y
de enemigos, lo que iba paulatinamente elevando el listón del nivel
que había que mantener para poder, simplemente, sostener las propias
posiciones.
Los Habsburgo, cuando
llegaron a España eran aquí un elemento tan extraño como podían
serlo los españoles en los escenarios centroeuropeos. Nunca
entendieron las causas profundas que impulsaban a los nativos a
actuar en la forma en que lo hacían. Pero en un mundo tan conflictivo como
era la Europa del siglo XVI las virtudes militares de los hispanos
eran un regalo del cielo, así que se dispusieron a
aprovechar la fuerza de lo que habían recibido en
herencia y decidieron practicar un juego arriesgado pero fructífero:
montarse en la cresta del emergente poder español e intentar ponerlo
al servicio de sus propios intereses dinásticos que, como dijimos el
último día, habían sido trazados por el duque de Borgoña Carlos
el Temerario (1467-1477).
Carlos I heredó, por
vía paterna, un conglomerado de pequeños estados y de señoríos
que se estaban derrumbando ante el empuje de las grandes fuerzas
sociales y políticas que estaban forjando el mundo moderno en el
corazón de Europa y, por vía materna, un proyecto de civilización
que estaba eclosionando en ese preciso momento.
El plan de los
Habsburgo consistió en desviar el impulso vital español para
sostener los decadentes estados centroeuropeos que estaban a punto de
sucumbir ante el avance francés. Las mentes más conservadoras de
aquél universo político se pusieron al mando de la fuerza más
innovadora de su tiempo mientras -en América- miles de individuos se
desplegaban por el territorio actuando por su propia cuenta y
forjando un imperio que no obedecía a ningún diseño trazado desde
el poder político sino que, por el contrario, era el resultado del
desarrollo de las inercias históricas medievales de la sociedad
española cuando se proyectaron sobre el Nuevo Mundo que acababa de
ser descubierto. El Imperio americano no fue
obra de la Monarquía Católica sino de la vanguardia militar de la
sociedad española.
La España de los
austrias se proyectó sobre el exterior a través de tres áreas
geográficas perfectamente delimitadas. Construyó tres imperios
diferentes que se solapaban en la Península Ibérica: el americano,
el mediterráneo y el que llamé “la Camisa
de Fuerza francesa”. Los dos primeros son
frentes heredados que hunden sus raíces en la Edad Media española y
son la consecuencia del desarrollo del impulso vital de los pueblos
ibéricos. Son dos proyectos nacionales que contaban con un gran
consenso social por detrás y que fortalecieron políticamente a
nuestro país.
El tercero, en cambio,
es un proyecto dinástico que recoge las inercias medievales... de
los flamenco-borgoñones y, parcialmente, de
la superestructura política del Sacro Imperio Romano Germánico.
Son fuerzas políticas que se hayan, en ese momento, en abierto
declive, que retroceden en todos los frentes. El engendro de los
Habsburgo consiste en apuntalar lo viejo aunque para ello tuvieran
que sacrificar lo que los había hecho fuertes. Fue ese modelo el que quebró en la Guerra de
los Treinta años como dijimos en nuestro anterior artículo. A
través de las paces de Westfalia
(1648) y de los Pirineos
(1659) los Habsburgo empiezan a reconocer, de manera confusa y por la
fuerza, que sostener el proyecto flamenco-borgoñón desde España es
un error estratégico de primera magnitud, aunque seguían sin saber
exactamente por qué, sencillamente se rinden ante lo que es evidente
ya para todos.
El modelo político de
los Habsburgo españoles es, como todos los del Antiguo
Régimen europeo, oligárquico y dinástico.
Sacrifica (igual que sus adversarios de otros países) los intereses nacionales ante los dinásticos y
corrigen sus errores más graves cuando se dan cuenta de que seguir
insistiendo en ellos tendrá como consecuencia final la pérdida del
poder político que habían venido detentando hasta entonces.
Dije más arriba que el
tiempo corría en contra de España, de manera evidente, al menos
desde los tiempos de Felipe II (1556-1598). Hay multitud de síntomas
que lo evidencian, de orden político desde luego pero, también y
sobre todo, de orden económico. Debemos tener en cuenta que durante
el reinado del monarca en cuyos dominios “no
se ponía nunca el Sol” España suspendió
pagos nada menos que tres veces (1557,
1575 y 1596), a pesar del
flujo constante de oro y de plata americanos que llegaban a la
metrópoli, la primera de las cuales tuvo lugar cuando apenas llevaba
un año gobernando (lo que evidencia que el problema venía del
reinado de su padre -Carlos I-, por tanto debemos pensar que estamos
ante un fallo estructural del modelo político de los austrias). Es
evidente que en el momento histórico que la mayoría de
historiadores consideran la cumbre del poder político español las
partidas de gasto del estado estaban desbocadas y superaban
ampliamente los ingresos.2
Pero otro problema
bastante serio de la economía española era lo
que los historiadores han llamado “la
revolución de los precios”, un proceso
inflacionario largo que debilitó profundamente a las fuerzas
productivas de nuestro país y que es consecuencia del extraordinario
incremento de la liquidez en los mercados españoles debido a la
abundancia de metales preciosos de origen americano que no se tradujo
en inversiones productivas dentro del mismo, lo que provocó una
subida generalizada de los precios y, como consecuencia, un aumento
de las importaciones de manufacturas extranjeras, tanto legales como
ilegales. Si un armador necesitaba un barco para hacer la carrera de
indias podía comprarlo mucho más barato en Holanda que en un
astillero español.
Durante la Edad Moderna
el paradigma económico dominante
en toda Europa fue el mercantilismo,
que consiste en que los gobiernos intentan poner todos los obstáculos
posibles a las importaciones y facilitar las exportaciones, para
tener superávit en la balanza de pagos. La abundancia de moneda
fuerte en España y la gran cantidad de gastos militares que
generaban nuestros tercios convirtieron a nuestro país en la fuente
suministradora de oro y de plata más importante del continente.
Había un flujo constante de dinero desde España hacia el resto de
países, que se compensaba, en parte, con importaciones de
manufacturas que procedían de los mismos (la otra parte servía para
pagar –in situ- a proveedores, soldados y los intereses de los
prestamistas centroeuropeos).
Los fabricantes de manufacturas en
España lo tenían mucho más difícil que sus colegas extranjeros y
les resultaba muy complicado competir en precios con ellos. Por eso
dije hace tiempo que la existencia del Imperio español estuvo en la
base de la posterior revolución industrial, ya que estimuló el
desarrollo de las ventajas comparativas en los distintos países. Lo
más eficiente que había en España era el ejército, y por eso
nuestro país se convirtió en el gran sostenedor de la estructura
político-militar intercontinental que dio origen al mundo moderno.
Inglaterra y Holanda (pese a su
creciente rivalidad marítima con España) surgen como meros
contratistas, como suministradores de bienes y de servicios que, poco
a poco, van descubriendo las rutas del comercio español y se
aprestan a sustituirnos en ellas de manera paulatina. Aún así,
durante los siglos XVI y XVII sólo pudieron arañar una parte
modesta del negocio intercontinental. Su crecimiento económico,
durante ese tiempo, se basó sobre todo en los flujos que se estaban
dando en Europa.
El incremento de la productividad
global estimuló el desarrollo tecnológico y el crecimiento
demográfico. Este último factor debilitaba la posición española
en términos relativos, porque nuestro país era más árido que los
ultrapirenaicos, dado que era más seco y más montañoso. Por esto
último presentaba –además- una serie de obstáculos naturales
interiores que hacían mucho más difícil el comercio terrestre
entre sus distintas regiones.
España hubiera necesitado que buena
parte de esos recursos monetarios que fluían desde el continente
americano se hubieran invertido en el desarrollo de infraestructuras
de tipo hidráulico que hubieran permitido la conversión de millones
de hectáreas de secano en regadíos e, igualmente, en carreteras,
drenaje de ríos y construcción de canales para facilitar el
transporte de mercancías por el interior peninsular. Muy poco fue lo
que se hizo al respecto, en comparación con lo que estaban haciendo
nuestros adversarios (recordemos el ingente esfuerzo que los
holandeses hicieron en la construcción de polders y los miles
de hectáreas que le arrancaron al mar). Todos los poderes políticos
que fueron capaces de hacer valer su autoridad de forma clara sobre
amplias regiones del este o del sur de nuestro país antes del 1500
(los romanos, los califas andalusíes, los reyes nazaríes...)
hicieron grandes inversiones en infraestructuras de tipo hidráulico
y de comunicaciones terrestres. Es una necesidad estructural de
nuestro país. También fue una obsesión para una parte
significativa de los arbitristas de la Edad Moderna y para los
regeneracionistas de los siglos XIX y XX. El medio físico en el que
vivimos nos empuja a actuar de una determinada manera, como sucede en
Egipto o en Mesopotamia, países que fueron la cuna de grandes
civilizaciones cuando sus respectivos poderes políticos se pusieron
a trabajar para satisfacer las necesidades más imperiosas de sus
habitantes.
Pero los monarcas españoles de los
siglos XVI y XVII tuvieron otras prioridades. Estaban en buena medida
absorbidos en la tarea de sostener la infraestructura militar de la
“Camisa de Fuerza Francesa”, para mantener sus posiciones desde
el Mediterráneo hasta el Mar del Norte.
Unas potentes inversiones en
infraestructuras en nuestro país hubiera multiplicado la población
del mismo (situándola al nivel que se estaba dando en ese momento en
Holanda o en Inglaterra) y esto hubiera ayudado a evitar o retrasar
la sustitución de los comerciantes españoles por los extranjeros en
la Carrera de Indias, alargando así en el tiempo la hegemonía
española en el Hemisferio Occidental. Pero esa política
hubiera fortalecido a las clases burguesas y medias, hubiera reducido
de manera importante el número de jornaleros sin tierras y el poder
de los aristócratas y terratenientes, es decir, hubiera acelerado
el fin del Antiguo Régimen. En consecuencia, los oligarcas de
nuestro país no estaban interesados en absoluto en desarrollar ese
modelo, aunque fuera el que más nos convenía en términos
colectivos.
Durante el siglo XVII los países
que estaban creciendo a mayor velocidad eran Holanda e Inglaterra. En
Holanda la lucha contra España había actuado como un catalizador de
la conciencia nacional que había provocado una importante
movilización social y la transformación de sus estructuras
sociopolíticas. En paralelo a su guerra contra los españoles
desarrollan otra contra su medio natural y, a través de la
construcción de los polders, ganan al mar miles de hectáreas
que estimulan el desarrollo agrícola y el crecimiento demográfico y
que utilizan como palanca para incorporarse de manera paulatina a las
redes del comercio intercontinental que los ibéricos habían
abierto, convirtiéndolos así en los “carreteros del mar”.
Inglaterra fue, junto con Holanda,
la pionera de las revoluciones sociales que en el resto de Europa se
desencadenarían mucho más tarde. La Revolución inglesa
(1642-1689) se anticipó en más de un siglo a la francesa y, en
consecuencia, tuvo un perfil menos “moderno”, lo que hizo que su
proceso fuera también menos abrupto, más gradual.
Pero la percepción que el poder
tenía era que nuestro gran enemigo era Francia. La obsesión de los
austrias siempre fue nuestro enemigo del norte. El modelo político
francés anterior a la Revolución (1789) era tan oligárquico
como el nuestro, aunque mucho más centralista, lo que le permitía
obtener mayores sinergias a las inversiones que hacían que el
español. La creciente concentración del poder de los reyes
franceses fue elevando la tensión militar por toda Europa,
preparando las condiciones para el estallido de un conflicto global,
que se concretó en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648)
y en su prórroga de la Guerra franco-española (1635-1659). A
través de ellos los borbones franceses doblaron el pulso a los
austrias españoles y se presentaron ante el mundo como los que
estaban llamados a reemplazarlos en el liderazgo europeo.
Los frentes de lucha continentales
europeos debieran haber sido para los españoles, como mucho, frentes
secundarios a los que nuestro país debiera haber vigilado desde la
distancia, como después hicieron los ingleses. Nuestros verdaderos
adversarios, en realidad, siempre fueron las potencias marítimas, no
las continentales. Algo que ni los austrias ni los borbones fueron
capaces de captar adecuadamente. Mientras nos desgarrábamos luchando
contra Francia por toda Europa, Inglaterra y Holanda crecían y
preparaban nuestro relevo en la Carrera de Indias. El primer gran
aviso de lo que estaba por venir fue la independencia de Portugal
(1640), que sólo pudo ser posible gracias, precisamente, al apoyo
recibido por parte de las potencias marítimas, mientras en paralelo
las tropas españolas recuperaban el territorio catalán, que estaba
siendo defendido por el ejército francés.
Felipe V
Pero fue la llegada de los borbones al poder en España la que cambió toda la correlación de fuerzas políticas en Europa y la que empezó a preparar las condiciones para el relevo de los españoles en las zonas geográficas en las que hasta ese momento no habían tenido verdaderos competidores. Cuando en la mayor parte de las cortes europeas se percatan de que las coronas de España y de Francia podían llegar a estar colocadas sobre las sienes de la misma cabeza un grito de alarma se extiende por doquier. Eso significaba el fin del Sistema del Equilibrio Europeo, la aparición de un imperio tan vasto y tan poderoso que ninguna otra potencia en el mundo hubiera sido capaz de desafiar. En consecuencia, se apresuraron a intentar abortar dicha operación, forjando una coalición de todos contra la alianza franco-española que conduciría, finalmente, a la Guerra de Sucesión Española (1701-1713).
Hasta aquí hemos visto como los
importantes errores estratégicos cometidos por los Habsburgo habían
debilitado de manera significativa la capacidad de respuesta de la
Monarquía Católica ante los crecientes desafíos que los
principales rivales de España habían venido presentando. No
obstante, nuestro país había sido capaz de mantener sus posiciones
de una manera bastante digna, dado que partía desde una posición de
ventaja muy clara y que nuestros adversarios estaban cometiendo
también buena parte de los mismos errores que nosotros. Las
exenciones de impuestos a la nobleza lastraban la fiscalidad
española, lo que limitaba bastante la capacidad inversora del
estado, pero también lo hacía en Francia o en Austria. En
Inglaterra y en Holanda estaban empezando a producirse cambios
importantes en este sentido, que preparaban el fin de la hegemonía
española, pero aún no habían alcanzado su velocidad de crucero y,
de momento, estaban en fase -llamemos- “experimental”.
El desenlace se planteará en el
siglo XVIII, y por eso considero que los errores estratégicos de los
borbones son mucho más graves que los de los Habsburgo, porque
ocurren en un momento de brutal aceleración de los procesos
históricos. La pasividad y desconcierto de la monarquía española
adquiere entonces un cariz de abierta traición a los intereses
nacionales. La historiografía ha puesto de relieve las importantes
innovaciones que la nueva dinastía introduce en nuestro país, pero
lo hace de manera bastante descontextualizada. Comparativamente
nuestros monarcas se mueven con mayor lentitud, si cabe, que sus
antecesores Habsburgo. Pero, sobre todo, lo hacen de manera gregaria,
siguiendo las líneas estratégicas que marcan nuestros adversarios.
Hemos de tener en cuenta que, en el
siglo XVIII, España sigue estando entre las tres naciones más
poderosas del mundo, y que una gran potencia no puede permitirse el
lujo de ir a remoque de las iniciativas políticas de sus
adversarios. En realidad seguía teniendo la suficiente capacidad y
fuerza como para seguir ejerciendo como la primera. Fue la
subordinación estratégica ante Francia la que nos convirtió en el
“gregario de lujo” del Imperio francés. La derrota
estratégica de España como potencia mundial no se explica desde el
plano militar, ni tampoco desde el político, sino desde el
psicológico. El primer Borbón español -Felipe V
(1701-1746)-, un monarca que gobernó en nuestro país nada menos que
45 años (dos generaciones), siempre se comportó como un francés
trasplantado al territorio español. Llegó convencido de la
superioridad cultural, material y política del país galo sobre el
nuestro. Recordemos el consejo que su abuelo –Luis XIV- le dio, en
1700, cuando abandonó Francia para ser coronado rey en España:
“Sé buen español, ése es tu primer deber, pero acuérdate de
que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones”3
Los borbones llevaban –en 1700-
algo más de un siglo gobernando en París y, durante ese tiempo,
habían desarrollado una estrategia política “París-céntrica”.
París era, para ellos, el “ombligo del mundo”. Durante ese
tiempo empezó a forjarse el Imperio francés.
Detrás
de cada proyecto imperial siempre hay una idea motriz que lo
justifica. Cada imperio que ha tenido éxito a lo largo de la
historia ha sido capaz de mantenerlo mientras pudo encarnar
dignamente la idea motriz que lo hizo nacer. Los romanos crearon el
Imperio Mediterráneo, los árabes el que llamé el de las Tierras Áridas,
los españoles el Imperio Transversal... Los franceses llevan
más de un milenio (Desde la llegada al poder de la dinastía
Carolingia) persiguiendo el sueño del Imperio Europeo, pero
para poder hacerlo posible en la Europa del siglo XVII tenían que
darse dos condiciones previas: primero
había que romper la “Camisa de Fuerza francesa” (en manos
españolas hasta 1700) y -segundo-
había que mantener a Alemania dividida políticamente. El Imperio
francés es,
por tanto, un proyecto de imperio continental que,
sin embargo, nace –en el siglo XVII- rodeado por imperios
o por proyectos de imperios marítimos
(España, Inglaterra, Holanda) y se ve obligado, en parte, a actuar
en ese ámbito. La vocación francesa es continental, aunque su gran
fachada atlántica y su creciente rivalidad con los otros
“atlantistas” le obliguen también a cubrir ese frente que se le
abre por el oeste.
Con
esa mentalidad continental arriba Felipe V en el corazón de la
Meseta Central española, es decir, en el centro del Subcontinente
Ibérico. Los poderosos del
lugar, que en otros tiempos habían conectado ya con las dos oleadas
de borgoñones (la del siglo XI, que acompañó a los monjes
cluniacenses y a Raimundo de Borgoña y la del XVI, que lo hizo con
Carlos I), se sienten más cómodos y más legitimados cuando se
mueven en los ámbitos europeos que cuando lo hacen en los “exóticos”
espacios americanos. Fue esa actitud la que iría paulatinamente
preparando el proceso político disgregador que terminaría dando
origen a las guerras de independencia de las repúblicas americanas.
Las clases
dominantes españolas se embarcan en un proyecto político que
consiste en replicar en nuestro país el modelo francés, que es
continental, eurocéntrico y centralista y dejan de aprovechar, de
esta manera, las ventajas comparativas que presenta el hispano. Hay,
por tanto, un distanciamiento con respecto a la idea motriz que dio
origen al Imperio ultramarino español.
Desde los
comienzos de su reinado Felipe V fue, en cierto modo, tutelado desde
Francia, y en buena parte de las decisiones tomadas en política
exterior por él se precibe la presión de la diplomacia francesa.
Si
comparamos los vínculos de las dos dinastías que gobernaron España
a lo largo de la Edad Moderna con sus “primos” de otros países a
través de los llamados “pactos de familia” vemos como, en el
caso de los Habsburgo, en la relación entre la rama española y la
austriaca, es la primera la que ejerce como rama mayor o tutelar,
mientras que, en el caso de los borbones, la que ejerce esa función
es la rama francesa, lo que convierte a nuestro país en una potencia
auxiliar con respecto al país galo, el “gregario de
lujo” del Imperio francés
como dije más arriba.
Lo que en el
caso de Felipe V es una dependencia personal o psicológica con
respecto a su patria de origen, en el de Carlos III (1759-1788) es de
tipo intelectual. Está convencido de la gran superioridad cultural y
política del país galo y lo que trasplanta a nuestro país es su
modelo de organización territorial que, como dije hace tiempo, había
sido diseñado -precisamente- para combatir a los españoles.
El
modelo de comunicación radial de Carlos III produce el efecto
contrario de lo que se supone que pretendía. Hunde a las grandes
ciudades de la Meseta, en beneficio de Madrid, y crea un desierto
demográfico entre la capital y las regiones más periféricas de la
España peninsular. De esta manera siembra la semilla de los
nacionalismos periféricos, de los cantonalismos y de todo tipo de
localismos. Es en ese momento histórico cuando nace la “España
Invertebrada” de la que habló Ortega y Gasset.
En el caso andaluz, además, importa poblaciones extranjeras para que
vigilen los caminos que conectan el centro con la periferia, creando
así un choque cultural añadido al que ya produce el desierto
demográfico inducido.
Los
medios físicos sobre los que asientan los estados francés y español
son tan diferentes que lo que fortalece a uno debilita al otro y
viceversa. Intentar imponer desde el poder central, en España, un
modelo uniformador es abrir la Caja de Pandora en un país en el que
lo que lo hizo grande fue precisamente lo contrario: la
complementariedad de sus regiones. Esto es algo que los Habsburgo
siempre supieron o, al menos, intuyeron, pero que los borbones
percibieron como una muestra de primitivismo cultural y de retraso
político. Ya dije que bastó una generación para que el problema
aflorara, pero lo hizo en unas circunstancias en las que otros
factores vinieron a complicar el proceso histórico, y fueron
ocultados por el resto elementos que precipitaron el fin
del Antiguo Régimen.
La Revolución
Francesa (1789) tendrá lugar un año después de la muerte de Carlos
III y sorprende a nuestro país con un monarca joven e inexperto
empezando a gobernar, que es incapaz de entender la envergadura del
proceso político que está teniendo lugar en el país vecino y que
no dejará de dar palos de ciego a lo largo de todo su reinado.
Lo
que no percibe Carlos IV -ni ninguno de sus cortesanos- es que el
Antiguo Régimen estaba ya herido de muerte por obra
y gracia de la Revolución Francesa
y que la única manera de resistir el huracán francés era apoyarse
en las clases populares de su propio país. Si los ejércitos
franceses estaban laminando al resto de ejércitos europeos era
porque en el país galo se había producido una revolución social.
El Ejército Nacional,
que surge entonces, se ha masificado y reforzado desde todos los
puntos de vista. Esto ha sido posible, fundamentalmente, por la
profunda reforma fiscal y por los cambios en la estructura de la
propiedad que han llevado a cabo los revolucionarios.
Es evidente que
el estado francés, a partir de 1789, administra un mayor volumen de
recursos económicos que ninguno de sus adversarios. Y esto es así
porque ha confiscado los bienes de la Iglesia y de multitud de
aristócratas y porque ha obligado a pagar impuestos a gran cantidad
de poderosos que antes estaban exentos. De esta manera puede poner en
nómina a más funcionarios y a más soldados que ningún otro país
y puede, además, hacer llegar la mano del estado hasta el último
rincón de su geografía, localizando así nuevas bolsas de fraude
fiscal y descubriendo más recursos a su alcance de los que
imaginaban.
¿Cómo
enfrentarse militarmente con una revolución triunfante? Los
borbones y sus cortesanos eran ya, durante la última década del
siglo XVIII, unos auténticos dinosaurios intentando sobrevivir en
los albores de una nueva era aplicando recetas que eran ya
anacrónicas en ese momento histórico. Su mentalidad oligárquica
les impedía entender lo que estaba pasando delante suya. La llegada
al poder de Napoleón Bonaparte los confundió: con su pompa y su
parafernalia imperial hizo albergar esperanzas a una parte de la
aristocracia europea de que tal vez era aún posible un retorno del
Antiguo Régimen. Creyeron estar ante un déspota ilustrado cuando,
lo que tenían delante, era un autócrata surgido de entre las filas
de los revolucionarios que buscaba utilizar la revolución como
palanca para forjar el sueño de Carlomagno: El Imperio
Europeo. Dentro de ese sueño,
las viejas aristocracias de los países conquistados aún tenían un
papel que desempeñar: ayudar a someter a sus propios pueblos.
Obligar a éstos a aceptar la hegemonía francesa. Para poder llevar
a cabo este plan esperaba contar con ayuda de todos los que habían
colaborado activamente con los déspotas ilustrados de la generación
anterior y de los funcionarios e intelectuales que se habían ido
formando en ese medio. Son los afrancesados,
llamados a hacer la revolución desde arriba, la que ordena el
invasor. Por eso usan unas formas y un lenguaje en los que combinan
hábilmente los elementos aristocráticos heredados con los
revolucionarios sobrevenidos.
Carlos IV y su familia
Desde que Napoleón toma el poder, el tandem Carlos IV-Godoy no deja de tomar decisiones cada vez más disparatadas desde el punto de vista político, que nos hace pensar que eran incapaces de hacer un análisis mínimamente realista de los procesos históricos que estaban teniendo lugar delante de sus narices (porque la explicación alternativa es la pura y simple traición). Ya hablé en el anterior artículo de la “antología del disparate” que se produjo en un período de tiempo relativamente breve y que tendría como consecuencia el hundimiento del Imperio español.
La
metedura de pata de 1802 (cambiar la Luisiana americana por el reino
de Etruria, en Italia) debiera de haberlos puesto en guardia, pero no
fue así. En 1805, como vimos, pondrían a la armada española bajo
mando francés y el resultado fue la batalla de Trafalgar.
Este acontecimiento fue, tan sólo, un presagio de lo que estaba por
venir y que tendría lugar durante el infausto año de 1808.
Las
negociaciones acerca del reparto de Portugal parecen auténticamente
surrealistas: El Emperador propone a España invadir Portugal y
repartirla entre ambos países. Esa mera propuesta significaba, ya de
por sí e independientemente de como se materializara finalmente, que
los ejércitos franceses, que ya estaban situados al norte de España
(en Francia) y al este (en Italia), lo estarían ahora también al
oeste (Portugal). Es decir, que la tenaza se iba cerrando sobre
España. El sentido común hubiera aconsejado establecer
inmediatamente una alianza con Portugal y con Inglaterra y prepararse
para la inminente guerra que se barruntaba. Pero nuestros inguenuos y
corruptos gobernantes aceptan la propuesta corrigiéndola: en vez de
dos trozos (el español y el francés) había que hacer tres (el
nuevo era para Godoy, el valido y primer ministro en funciones de
Carlos IV). Es obvio que la visión geopolítica de estos gobernantes
era nula y su visión de futuro aún peor. ¿Qué impediría a
Napoleón incumplir su palabra (por enésima vez) después de la
invasión portuguesa? ¿Qué le impediría, al que ya había invadido
Italia, Holanda y Alemania hacer lo mismo con España?
Hasta aquí, es
obvio que el comportamiento de nuestros gobernantes era absolutamente
suicida, cómplice con el imperialismo bonapartista y que estaban
cometiendo alta traición contra su propio país.
Si
ignominioso es el principio de acuerdo, su ejecución es peor
todavía: El ejército de tierra francés cruzaría España
para “invadir” Portugal. Es
decir, invadió España pacíficamente, con el visto bueno del
mismísimo rey y de su gobierno. Traición en toda regla.
Sin paliativos de ningún tipo. Carlos IV y Godoy es obvio que eran
agentes de Napoleón.
Todavía
hay un detalle, poco conocido, que agrava aún más la situación. En
marzo de 1808, cuando miles de soldados franceses están entrando
“pacíficamente” en España, un ejército español, con 13.355
hombres, llega a Dinamarca “para protegerla de los ingleses”, a
las órdenes del Mariscal francés Bernardotte. Expedición que la
mayoría de los españoles ignoramos que se produjo pero que los
daneses recuerdan bien:
Un
buen día, me alzó un soldado español en sus brazos y apretó
contra mis labios una medalla de plata que llevaba colgando sobre su
pecho desnudo. Recuerdo que mi madre se enfadó mucho y dijo que eso
era católico; pero a mí me habían gustado la medalla y el
extranjero aquel, que bailaba girando conmigo en brazos mientras
lloraba; por lo visto él tenía niños allá en España. Vi cómo
llevaban a uno de sus compañeros para ajusticiarlo. Muchos años más
tarde, acordándome de aquello, escribí mi poemita "El soldado"
(Soldaten), que traducido al alemán por Chamisso, se hizo popular en
Alemania y ha sido incluido en las canciones militares alemanas como
algo original alemán".
Hans
Christian Andersen:
“El
Cuento de mi Vida”
Es decir, que
mientras los soldados franceses (en realidad reclutados en todos los
países que Francia había conquistado) ocupaban España, los
soldados españoles la abandonaban para ayudar al autócrata galo a
defenderse de sus enemigos en el otro extremo de Europa. Allí les
sorprendió el fatídico 2 de mayo que era, en definitiva, de lo que
se trataba.
1
“La
Camisa de Fuerza francesa”:
http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-camisa-de-fuerza-francesa_05.html
2
No es casual que Carlos I abdicara en 1556. Moriría en el Monasterio de Yuste en 1558,
llegando a ver -por tanto- la primera de estas suspensiones de
pagos. Podemos pensar que el victorioso rey no estaba dispuesto a
acabar su reinado de una manera tan prosaica como verse obligado a
hacer una reestructuración de la deuda y prefirió pasarle el
testigo y el "marrón" a la generación más joven, para no empañar
su currículum.
3
“Cambio de rumbo”:
http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/11/cambio-de-rumbo.html