jueves, 5 de noviembre de 2015

La liquidación del Imperio español

En el artículo anterior presentamos el “discurso cientifista” como un intento de superación de los enfrentamientos ideológicos -de tipo religioso- que se habían estado librando en los campos de batalla de buena parte de Europa a lo largo de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Desde nuestro punto de vista este conflicto representa una brusca corrección de la trayectoria histórica que se había iniciado a finales del siglo XV y principios del XVI como consecuencia de los descubrimientos geográficos llevados a cabo por los reinos ibéricos, de la irrupción de los turcos en los Balcanes y el Mediterráneo Oriental y Central y de la reforma religiosa iniciada en Alemania por Martin Lutero.

El descubrimiento de la ruta de las especias por parte portuguesa y de América por los españoles, así como el desarrollo de un imperio marítimo y comercial por aquellos y terrestre de tipo ultramarino por estos últimos, crearon las bases materiales para que se produjera un salto tanto cuantitativo como cualitativo en los intercambios comerciales, lo que determinó que cada territorio de los que participaron en ese proceso desarrollara sus propias ventajas comparativas, incrementando así la productividad, el desarrollo tecnológico y el científico.

Ya dijimos que la iniciativa la tomaron los pueblos ibéricos[1], pero que estos tenían una gran debilidad estratégica: La Demografía. En consecuencia centraron sus esfuerzos en el sostenimiento de la infraestructura política que habían creado, lo que permitió al resto de pueblos atlánticos europeos utilizar la misma como base de sustentación sobre la que construir los pisos superiores del edificio que, entre todos, estábamos haciendo. De esta manera, los pueblos ibéricos se encargaron de levantar el esqueleto o armazón que sostenía el edificio mientras que sus socios ultrapirenaicos iban desarrollando otros órganos de aquél todo que en su día llamé “Imperio europeo”; así aquellos son vistos por ingleses, franceses y holandeses como algo previo, pasado y superado, cuando estos comienzan su propia andadura ya bien entrado el siglo XVII. Al menos esa es la forma en que los presentan a través de su propia propaganda política. La mayoría de la población no se da cuenta de que si no hubieran existido los imperios ultramarinos español y portugués, no habría habido después ningún otro. Y los duelos militares librados durante esa centuria acentuaron dicha percepción porque precipitaron el relevo político en el liderazgo europeo. Francia pasó a ser considerada como la gran potencia continental, algo que era cierto sólo hasta cierto punto.

A partir de 1659 parecía evidente que la “camisa de fuerza francesa” estaba a punto de caer y que el gobierno español poco podía hacer para impedirlo. Sin embargo, esta estructura de contención todavía aguantaría más de 40 años (en manos españolas, después pasó a ser administrada por Austria). La Paz de los Pirineos representa el reconocimiento formal de la hegemonía francesa -por parte española- ¡en Europa!, entendiendo aquí la palabra Europa en un sentido bastante restringido, referido básicamente a sus áreas más centrales desde el punto de vista geográfico. Era evidente que Francia seguía sin poder hacerle sombra a los españoles ni en América ni en el Mediterráneo ¿De qué estamos hablando entonces cuando decimos que Francia se convirtió en el país hegemónico? Es más, si tenemos en cuenta que en 1641 toda Cataluña estaba en manos francesas, mientras que en 1659 los galos sólo conservaban el Rosellón ¿Seguimos creyendo que los derrotados en aquella guerra habían sido los españoles? Yo sólo veo un reparto -limitado, además- de las esferas de influencia política de cada uno de los dos países en los escenarios continentales, compartido -también- con el resto de actores que, a partir de ese momento, constituyeron lo que ha dado en llamarse “el Sistema del Equilibrio Europeo”. En realidad los españoles, a través de las paces de Westfalia (1648) y de los Pirineos (1659) estaban explicitando sobre documentos el sistema que habían estado construyendo -de facto- durante los 150 años anteriores... Y avisando que estaban dispuestos a replegarse hacia sus cuarteles de invierno: En primer lugar porque el papel protagonista que venían ejerciendo en el continente desde 1517 presentaba unos costes económicos y humanos cada vez menos soportables, pero en segundo y fundamental porque no tenía ningún sentido político asumir tales costes para -simplemente- guardarle las espaldas a los austriacos y para garantizarle a ingleses y holandeses la contención del expansionismo francés. En la Península, catalanes, portugueses y algunos andaluces habían dicho basta y, al hacerlo, habían puesto en peligro la estructura del engendro político de los Habsburgo españoles, que alcanza su punto de inflexión en 1640. Desde ese momento entra en declive... no el Imperio español, sino el modelo político de los austrias, que es algo muy diferente.

El mayor problema que ha tenido el estado español desde 1517 es que sus dirigentes han trabajado siempre con una versión adaptada al contexto ibérico de un proyecto político que había sido diseñado para otros escenarios geográficos. Hasta 1700 con el del rey borgoñón bajomedieval Carlos el Temerario (1467-1477), adaptado al espacio ibérico por Adriano de Utrecht y retocado después ligeramente por Felipe II y sus asesores más cercanos. Desde 1701 por el proyecto de los borbones franceses, hispanizado por los cortesanos de Felipe V -fundamentalmente franceses e italianos, con alguna presencia española- y reestructurado finalmente por Carlos III, uno de los arquetipos europeos del Despotismo Ilustrado, que le dará su forma clásica (no debemos olvidar que cuando este monarca llega a España para ser coronado tenía 43 años, los últimos 25 de los cuales había estado ejerciendo como rey de Nápoles y de Sicilia).

Nunca hubo un diseño estratégico ni un proyecto de país -desde 1517- que naciera en la Península Ibérica y fuera fruto de las reflexiones de pensadores o de estrategas nativos que miraran al mundo desde España. Y no fue precisamente por falta de materia prima, pues tratados sobre propuestas políticas dirigidas a nuestros gobernantes entre los siglos XVI y XVIII hay cientos y constituyen todo un género, que contaba con miles de ávidos lectores en nuestro país. Son los textos de los arbitristas.

El problema es que nuestros gobernantes y sus cortesanos estaban abducidos por los modelos políticos surgidos en el continente, que habían sido diseñados para unas áreas geográficas, ecológicas, culturales, demográficas, económicas y geoestratégicas diferentes a las ibéricas. Borgoñones y franceses tenían unas densidades de población mucho más altas que las peninsulares, vecinos y rivales densamente poblados, físicamente muy cercanos, divididos políticamente y cristianos. Todo ello en un contexto continental, que presenta rutas de comunicación diversas que pueden utilizarse de forma alternativa, dónde ningún golpe militar puede considerarse definitivo. Países dónde la lluvia está garantizada y, con ella, la producción agraria y ganadera. En España, por el contrario, partimos de unas densidades de población muy bajas (ya hablamos de la demografía como una debilidad estratégica de los pueblos peninsulares), un país mucho más árido y seco que los de nuestros vecinos septentrionales, donde el suministro de agua no está garantizado. Vecinos con densidades de población tan bajas como las nuestras, situados a una mayor distancia, de otras culturas, unidos políticamente, algunos con estructuras imperiales capaces de devolver un golpe -como los turcos- a tres mil kilómetros de distancia del lugar dónde recibieron el nuestro. En España hace falta un diseño geoestratégico de la política exterior mucho más potente y mejor pensado que en Francia o en Borgoña. Hay puntos muy concretos en nuestro entorno que pueden ser cortados, aislando -al hacerlo- extensas áreas geográficas, como el Estrecho de Gibraltar o los estrechos que rodean Sicilia. Conquistar el Peñón de Gibraltar o la isla de Malta no es equivalente a tomar una ciudad -por muy importante que sea- en el área renana, flamenca o en el Franco Condado. Los dos puntos citados tienen -ambos- la llave del comercio mediterráneo. Es gravísimo, por tanto, tener políticos dirigiendo nuestro país tan pedestres como para ser capaces de cambiar -al mismísimo Napoleón- la Luisiana americana (dos millones de kilómetros cuadrados de praderas habitadas por indios) por el reino de Etruria, en Italia (la ciudad de Florencia y sus alrededores), como hizo Carlos IV en 1802.

Como dijimos más arriba, 1640 marcó el punto de inflexión del modelo político de los Habsburgo españoles, lo que ha sido interpretado por la historiografía tradicional como el comienzo de la decadencia española. En realidad el Imperio español seguía contando con un formidable potencial, capaz de batir a cualquier adversario que individualmente se le pusiera por delante, aunque se tratara de Francia o de Inglaterra. Pero la estructura social, fuertemente oligárquica, del país y la propia interiorización por parte de las élites españolas de la propaganda política de sus adversarios le impidieron aprovechar todas las ventajas comparativas que éste seguía teniendo, empezando por su extraordinaria profundidad estratégica, tanto a nivel peninsular como en sus imperios americano y mediterráneo.

Los imperios ibéricos, ya en los siglos XVI y XVII eran multiecológicos, condición que sus competidores septentrionales empezaron a adquirir sólo a partir del siglo XVIII. Por eso casi todo el comercio intercontinental durante aquellas dos primeras centurias tenía que seguir girando alrededor de sus estructuras imperiales. Y siguió siendo así, mayoritariamente, durante el XVIII.

Cuando los borbones se ponen al frente del Imperio español, a partir de 1701, toma el poder una dinastía francesa que se había ido fortaleciendo a lo largo del siglo XVII... ¡luchando contra España! Y la estrategia que habían diseñado para enfrentarse con sus adversarios españoles era reforzar el centralismo político en el país galo.

Lo que ha hecho fuerte a nuestro país históricamente ha sido, precisamente, su diversidad. Algo que ha escapado siempre a la comprensión de las mentes continentales, tanto europeas como norteafricanas, que proceden de países monocromáticos y son incapaces de entender cuál es la ventaja que aporta la diversidad.

Y las ventajas que aporta son, fundamentalmente, la resiliencia y la profundidad estratégica. El pueblo español nunca será completamente derrotado por ningún adversario continental, proceda de Europa o de África, precisamente debido a esa diversidad ecológica del país. Siempre habrá alguien incubando, en algún extremo del mismo, una respuesta inimaginable para su adversario. Los continentales parten de ventajas comparativas de tipo cuantitativo, mientras que las ventajas de los ibéricos son cualitativas, y así lo han venido demostrando históricamente. Aquí hay muchos más disidentes per cápita que en ningún otro lugar, mucha gente improvisando –que sirven de materia prima a otros improvisadores- y, en consecuencia, acelerando los procesos evolutivos aunque después no puedan rentabilizarlos por su proverbial debilidad demográfica, es decir, cuantitativa.

En un país tan diverso las resistencias se enquistan, se alargan en el tiempo, van paulatinamente mutando y acumulando fuerzas hasta que se convierten en un vendaval que lo arrastra todo a su paso. Por eso dije hace tiempo que lo temible de los españoles no son sus ataques sino sus defensas y sus posteriores contraataques. Esa es la base fundamental de lo que en su día llamé “la respuesta multimodal española”

El Imperio español en América, al que llamé “El Imperio transversal”, ha sido el primer gran imperio multiecológico de la Historia de la Humanidad, y precisamente por eso cambió para siempre todas las dinámicas históricas y las correlaciones de fuerzas que había en todo el planeta Tierra. Por eso desató un proceso de cambios sociales, políticos y tecnológicos irreversible que no ha parado desde entonces, y por eso ha tenido –y tiene- tantos denostadores, dado que es imposible volver a dejar las cosas tal y como estaban antes de que los españoles se pusieran en movimiento. Pero el primer imperio multiecológico sólo pudo ser construido por los habitantes de un país multiecológico, y el único que reunía esas características (al menos por esta parte del mundo) era precisamente el nuestro.

En 1701 llega al poder en nuestro país una dinastía que procedía de la gran potencia continental europea de su tiempo, del rival más enconado que teníamos y que había sido capaz de resistir el vendaval español precisamente porque presentaba ventajas comparativas ¡opuestas a las nuestras! Francia era un país llano, sin obstáculos interiores, bien regado, densamente poblado, que desarrolló un modelo político centralista para defenderse porque España la llegó a atacar por los cuatro puntos cardinales casi simultáneamente. Fue esa fuerte concentración del poder la que le permitió contraatacar algún tiempo después (cuando España ya no cubría todas sus fronteras y sus enemigos dejaron de coordinarse).

Trasladar a España el modelo político francés es un suicidio estratégico. Es el principio del fin. Y eso fue lo que hicieron los borbones. Primero fueron los cortesanos de Felipe V, pero el mazazo final lo dio el máximo arquetipo de la modernidad: Carlos III (1759-1788). 

El modelo radial y centralista diseñado por “el rey alcalde”, aplicado al país con mayor diversidad paisajística del mundo, donde la naturaleza se llevó millones de años esculpiendo regiones naturales estancas, es un suicidio político, como la evolución de los acontecimientos históricos no tardó ni una generación en demostrar. Ya les mostré hace tiempo el efecto que tuvo esa política sobre Andalucía[2]. Estoy seguro que un estudio detallado realizado sobre cualquier otra comunidad española (excepto Madrid) en esa misma época vendrá a reforzar las conclusiones a las que llegué para el caso andaluz.

Carlos III murió en 1788 y fue relevado por su hijo Carlos IV. Un año después tuvo lugar la Revolución Francesa y a partir de ahí vamos viendo desarrollarse en España una verdadera antología del disparate, a través de la cual los “afrancesados” españoles parece que hubieran entrado en una competencia para ver quién desintegraba antes nuestro país.

Las medidas que Carlos III tomó en Andalucía -a través de su plenipotenciario Pablo de Olavide- para “acabar con el bandolerismo” tuvieron la virtud de multiplicar por varios dígitos el número de bandoleros y convertir a éstos en verdaderas leyendas. A partir de entonces veremos desplegarse por el territorio a Diego Corrientes, (contemporáneo suyo, que tuvo el honor de abrir la Edad de Oro del bandolerismo andaluz (1766-1832)), al que siguieron “Los siete niños de Écija”, José María “el Tempranillo” y, finalmente, el más grande pero menos conocido de todos: Juan Caballero, que fue capaz de poner de rodillas al absolutismo monárquico de Fernando VII y obligarlo a firmar el “Indulto General” de 1832.

Después de que Carlos IV demostrara sus dotes de estadista entregando a los turcos -en tiempo de paz- el Oranesado (1792), que había permanecido en manos españolas desde 1509, cambiando después a los franceses la Luisiana (actuales estados norteamericanos de Lousiana, Arkansas, Missouri, Iowa, Minnesota, Dakota del Norte, Dakota del Sur, Nebraska, Kansas, Oklahoma, Montana, Wyoming y el NE de Colorado) por el reino de Etruria en Italia (la ciudad de Florencia y sus alrededores) en 1802 (para coronar allí a un sobrino suyo que reinaría hasta 1807, fecha en la que los franceses lo vuelven a conquistar), poniendo en 1805 a la armada española bajo mando francés en la batalla de Trafalgar, pactando con Napoleón un reparto de Portugal (que significaba permitir que los ejércitos franceses rodearían, a partir de entonces a España por el norte, por el este y por el oeste) y, para rematar la faena, permitiendo que los ejércitos que debían invadir Portugal pasaran por España y nos invadieran también a nosotros de camino, pudimos ver -finalmente- las “virtudes” del centralismo borbónico en acción en la Guerra de la Independencia española (1808-1814).

Como España había sido entregada a los franceses por Carlos IV y sus cortesanos -capitaneados por Godoy- serán éstos los que utilicen la red radial de Carlos III por primera vez en tiempo de guerra... ¡Y perdieron! El General Castaños demostró en Bailén (1808) como se puede usar esa red contra el poder central. Bastó que sus tropas se acercaran al Desfiladero de Despeñaperros para que sus enemigos se dieran cuenta de que las fuerzas que tenían en Andalucía podían quedar aisladas del resto y se precipitaran sobre el lugar donde éste los estaba esperando. Esa acción militar no hubiera sido posible cincuenta años antes, porque entonces había otras vías de acceso posibles hacia Andalucía, que los hombres de Carlos III se habían encargado de destruir. Los derrotados, esa vez, fueron los invasores (algo que nadie había previsto), pero si un grupo de separatistas andaluces se hubiera levantado en armas contra el estado borbónico lo habría tenido mucho más fácil después del reinado de Carlos III que antes del mismo. Y lo que decimos de Andalucía también vale para otros territorios de nuestro país. El sistema radial es fácil de cortar... desde luego desde el centro (que es lo que Carlos III buscaba), pero también desde la periferia. 

El siglo XVIII español es un período complejo en el que nuestro país puso de relieve varias veces su extraordinario potencial que, sin embargo, después no fue capaz de rentabilizar convenientemente. Tras las significativas pérdidas territoriales sufridas en la Guerra de Sucesión (1701-1713), poco después demuestra una importante recuperación, tanto en el Mediterráneo como en América. La mayor parte de los choques armados librados después de 1713 se saldan con victorias.

En el Mediterráneo pasan al ataque ya en 1717, reconquistando Cerdeña, y en 1718 Sicilia. Las devuelven poco después tras un acuerdo internacional, pero en 1734 retornarán, creando el estado satélite de las Dos Sicilias, que se mantendrá en la órbita española hasta los tiempos de Napoleón Bonaparte.

En América la Guerra del Asiento (1739-1748), la de los siete años (1756-1763) y la de Independencia de Estados Unidos (1776-1783) son los choques armados más importantes que se dieron durante ese siglo. En todos ellos los españoles o bien consolidan sus posiciones de manera bastante clara o, incluso, obtienen ventajas territoriales importantes, Mientras tanto las misiones españolas se extienden por todo el suroeste de los actuales Estados Unidos de Norteamérica, y también en los actuales Paraguay y Uruguay. En las Malvinas se nombra un gobernador en 1766. En 1789  fundan la colonia de Santa Cruz de Nuca, en la costa del Océano Pacífico de la actual Canadá. En 1788 una expedición española, dirigida por José María Narváez contacta con otra rusa en el territorio de la actual Alaska. La expedición Malaspina (1789-1794) fue una de las más ambiciosas llevadas a cabo en todo el siglo XVIII por ningún país europeo en el ámbito científico. Y en 1804 la de Francisco Xavier De Balmis difunde por las provincias españolas de América y de Asia la primera versión de la vacuna de la viruela.

Como podrá ver el siglo XIX sorprende al Imperio español en la cumbre de su poder militar ultramarino, en el momento de máxima expansión territorial de toda su historia y dando pasos firmes en el plano de la ciencia.



Y si esto es así en el año 1800 ¿Qué fue lo que pasó entre esa fecha y 1825? Bastó una generación para que todo aquél impresionante edificio se derrumbara.

¿Recuerda el lector lo que le dijeron en la escuela sobre ese período de nuestra historia? No, ¿verdad? Sólo sabemos que los franceses invadieron nuestro país en 1808, que estalló la Guerra de la Independencia española (1808-1814) y algunos también saben que nuestras provincias americanas aprovecharon la coyuntura para independizarse. Y nada más.

“¿Sabe que el 2 de mayo de 1808 había 30.000 soldados franceses situados sólo en los alrededores de Madrid frente a 5.000 españoles? 30.000 soldados franceses en Madrid. Con el visto bueno de las autoridades españolas... En Roma ningún emperador permitió jamás la presencia en la capital de una sola legión de su propio ejército. Los césares tenían muy claro que un ejército en la capital era una tentación demasiado fuerte para los potenciales golpistas. Y de eso hace ya dos mil años.”[3]

Hasta ese momento, nominalmente al menos, seguían gobernando en España los borbones. Se supone que teníamos un rey español y que éramos un país independiente. Aquella ficción saltó por los aires precisamente ese día.

Sin embargo, los lectores de mediana edad sí recordarán haber oído hablar en el colegio de los austrias mayores (Carlos I y Felipe II) y de los austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II). De lo buenos gobernantes que fueron los primeros y lo malos que fueron los segundos, que fueron los que precipitaron la “decadencia española”. España tenía que ser ya un país decadente cuando coronaron al primer Borbón porque si no resulta que la culpa del hundimiento del Imperio... es de los borbones, algo que resulta obvio a la vista de los acontecimientos históricos.



[1] http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/07/el-capitalismo-como-consecuencia-logica.html

domingo, 1 de noviembre de 2015

Atardecer entre olivos


Diez mil olivos se ven desde la cima del monte
en cuya ladera vivo.
Diez mil almas atrapadas en sus retorcidos troncos
que claman desde la profundidad de la tierra y del tiempo.

Sus tortuosas formas no son más
que fiel reflejo de su atormentada vida.

Cada atardecer me cuenta cada uno su propia historia:
Y me hablan de la Atlántida, de Tartesos,
de Turdetania y de Fenicia,
de Cartago y de Roma,
de Sefarad y de Al Ándalus.

Me recitan romances de la Frontera
entre moros y cristianos,
y me cuentan historias de indianos,
de contrabandistas y de bandoleros,
de jornaleros sin tierra,
de ácratas reunidos en la Casa del Pueblo.
De cartas recibidas que “hablan de sangre
sobre el campo Ibero”.
De fusilados en la noche que son enterrados
a escondidas junto a las cunetas,
por haber cometido el horrendo crimen de
plantarle cara al tirano.

Si os acercáis y guardáis silencio
oiréis el clamor de la tierra,
los ecos del tiempo,
la llamada de la sangre,
la cercana voz del abuelo…

Y sentiréis la presencia de los millones de seres
que amaron esta tierra, que la trabajaron con sus manos,
los que lucharon por ella y los que con ella alimentaron a sus hijos
mezclando sudor, sangre, aire, tierra, sol y agua;
amor, trabajo, pasión, anhelos, esperanzas …

Cuando veáis un olivo
Preguntadle cual es su historia,
y después guardad silencio … 

domingo, 6 de septiembre de 2015

El discurso cientifista

“Sólo la fe nos salva”, dijo Martín Lutero en 1517 en la ciudad alemana de Wittenberg mientras en España estaban preparando la coronación como rey de Carlos I (el primer Habsburgo). Con esta afirmación arranca la Reforma Protestante y con ella el mayor desgarro interno, la mayor división que haya tenido lugar nunca entre los cristianos. Con ella nace -igualmente- la moral subjetiva del protestantismo que se alza frente a la moral objetiva (“nos salvan nuestras obras”) del catolicismo.


Martín Lutero

El asunto es, desde luego, algo más complejo de lo que con esta introducción hemos planteado. La división religiosa dentro de la Iglesia de Occidente se venía gestando desde varios siglos atrás a través de las “herejías” cátara, valdense y husita, que fueron duramente reprimidas durante las últimas centurias medievales. Estas propuestas heterodoxas surgieron en la periferia de la Iglesia, pero en su núcleo duro la división también alcanzó unos niveles que no se veían desde hacía casi un milenio, con el “Cisma de Occidente” (1378–1417).

Los últimos siglos medievales europeos fueron muy violentos, la Guerra de los Cien Años (1337-1453) entre Francia e Inglaterra, los combates asociados al Cisma de Occidente, la Guerra de las dos rosas (1455-1487), en Inglaterra, las inquisiciones Episcopal y Pontificia (no confundir con la española, que es posterior y que estuvo siempre sometida a la autoridad de los monarcas), que se cobraron las vidas de miles de “herejes”, especialmente en Francia. Durante los siglos XIV y XV el modelo social y político que había regido en Europa desde la caída del Imperio Romano de Occidente se caía a pedazos. El pasado no acababa de irse y el futuro no acababa de llegar. Los dos poderes universales (Papado e Imperio) eran cada vez más cuestionados, tanto desde dentro de sus propias filas (durante el Cisma de Occidente hubo dos papas disputándose -uno en Roma y otro en Avignon- la hegemonía dentro de la Iglesia) como desde los sectores más periféricos de la sociedad.

En el núcleo duro del poder europeo había facciones que apostaban claramente por la superación del modelo imperante. Este sector estaba liderado por el rey de Francia y contaba con la ayuda de los de Castilla y de Aragón. Eran estos los apoyos más firmes con los que contaba el Papa de Avignon. Era el bando de los estados emergentes de Europa en la Baja Edad Media, de los que empujaban para crear un nuevo orden basado en los estados-nación, para enterrar al feudalismo que aún resistía, apoyándose en las clases burguesas de las ciudades.

Pero, como también hemos visto, había alternativas menos aristocráticas y más populares, cuya expresión ideológica se había ido concretando a través de las diferentes propuestas “heréticas” medievales y que habían sido reprimidas sin piedad. Los que aún mantenían viva la llama de la resistencia habían tenido que ocultar su compromiso con la causa para poder seguir viviendo y van estructurando un discurso que cuestiona la validez de los valores morales que sostienen al orden feudal. Conectan con Dios desde la soledad de su mundo interior, reforzando así ese discurso subjetivista que será finalmente explicitado por Martín Lutero.

Vemos, por tanto, como el asunto viene de lejos y tiene un trasfondo social indudable. ¿Cómo se estructura la resistencia contra la ética -“objetiva”- imperante? Pues desde la “subjetividad” de los sectores más combativos de la sociedad, desde la “protesta” (de ahí el calificativo de “protestantes” que le endosan los defensores del orden constituido) contra los elementos más conservadores de la misma, que se concreta en las famosas 95 tesis de Lutero.

A lo largo del siglo XVI se produce un reagrupamiento de fuerzas en toda Europa. Ya hemos dicho que hay gente cuestionando el modelo social vigente, en todos los niveles de la estructura social. Hay monarcas muy poderosos (como el francés), los burgueses de las ciudades e, incluso, un sector importante tanto de la nobleza como del clero (especialmente en Alemania), no olvidemos que quien -finalmente- construye el discurso alternativo es un monje agustino.

Los conflictos más encarnizados que tienen lugar en Europa tras la expulsión de España de los Benimerines (1344) tendrán ya lugar en suelo francés o en los alrededores de este país. La Guerra de los Cien Años, las diversas contiendas libradas (antes y después) entre Francia e Inglaterra, Francia y el Ducado de Borgoña o Francia y emperador alemán (también la guerra civil castellana de 1366-1369, que puede ser considerada como un frente secundario de la Guerra de los Cien Años) nos revelan que la emergencia de la nación gala estaba provocando terremotos intensos a su alrededor. Como consecuencia empieza a tejerse en su entorno una malla de contención a la que llamé la “Camisa de Fuerza francesa”. Los viejos defensores del orden medieval se van dando cuenta de que si desean sobrevivir tienen que forjar nuevas alianzas con algunas de las fuerzas emergentes que van surgiendo en Europa. Había que contener a Francia como fuera, y la larga serie de conflictos que enumeramos más arriba habían dejado meridianamente claro que no era suficiente con la alianza establecida entre Inglaterra, el conglomerado flamenco-borgoñón y el emperador alemán (cada vez más contestado en su propia zona de influencia política).

Durante el último cuarto del siglo XV, la unión política llevada a cabo por castellanos y aragoneses convirtió a España en un estado de primer nivel dentro del nuevo orden político europeo. El descubrimiento de América llevado a cabo por una expedición castellana y, sobre todo, los choques armados que tuvieron lugar en Italia entre españoles y franceses, pusieron claramente de relieve que nuestro país se había convertido en el adversario más temible de la nación gala en el contexto europeo. La alianza con España se revela como la apuesta más segura para la defensa de la vieja constelación de fuerzas que habían sostenido en el pasado a los dos poderes universales. El matrimonio entre Felipe el Hermoso y la princesa Juana de Castilla terminará poniendo en las sienes del hijo de ambos (Carlos I de España y V de Alemania) las coronas de España, del conglomerado flamenco-borgoñón, de Austria y también del Imperio alemán. A partir de 1517 España se dedicará, durante casi doscientos años, a contener el avance francés por sus fronteras orientales, rompiendo así la estrategia expansiva de nuestros vecinos septentrionales.

Pero, mientras se estaba coronando como rey en España al primer Habsburgo, la “herejía” protestante iniciaba su andadura -precisamente- en el corazón del Imperio alemán, lo que irá elevando la tensión en el centro de Europa y creará un nuevo frente de lucha que irá degenerando paulatinamente desde los debates de orden dialéctico y teológico iniciales hasta los choques armados que irían extendiéndose cada vez más para culminar con la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).

El protestantismo fue el más vasto movimiento social que tuvo lugar a lo largo de la Edad Moderna en el Occidente europeo. Y los oligarcas más poderosos del viejo orden medieval supieron maniobrar, durante la primera mitad del siglo XVI, con la suficiente inteligencia como para conseguir que fuera España la que parara el avance, simultáneamente, tanto del monarca francés como de la reforma protestante. Así mataban varios pájaros de un tiro y echaban a pelear a unos emergentes contra otros, en beneficio de lo más añejo que quedaba de la vieja Europa. Sobre los aspectos políticos, económicos y militares de este enfrentamiento ya estuvimos hablando en el artículo anterior. Hoy nos centraremos en sus aspectos ideológicos.

Cuando los protestantes aceptaron el desafío militar que les lanzaron los católicos cortaron, ya para siempre, su propio proceso expansivo. El protestantismo no dejó de extenderse por Europa hasta que la guerra, asociada a su propio discurso religioso, se generalizó por toda la geografía de nuestra ecúmene. Cuando los cañones se ponen a hablar, acaban con los debates ideológicos y deslegitiman a sus portavoces. Las distintas propuestas “heréticas” medievales no eran más que la rebelión de la sociedad civil contra el viejo orden feudal europeo que se va abriendo paso lentamente, de manera confusa, probando diversas alternativas. Por fin, los luteranos terminan alcanzando el suficiente apoyo social, político y militar como para poder resistir la acción represiva del universo católico bajomedieval. El mundo que surge alrededor de las ciudades planta cara, de manera cada vez más consistente, al que se apoya en el mundo rural y sus viejas relaciones de poder.

Mientras el orden social que descansaba sobre la alianza de los dos poderes universales se caía a pedazos, España emergía como la gran potencia europea del momento y sus ejércitos, que no habían dejado de fortalecerse y de crecer durante ochocientos años, eran la expresión de un modelo social triunfante, como también lo era la monarquía francesa, que llevaba siglos extendiendo su autoridad política desde el núcleo parisino originario hacia su periferia anglo-normanda y borgoñona e, igualmente, el protestantismo que, desde Alemania, se expandía subvirtiendo el discurso tradicional del Occidente Cristiano medieval y colocando al personalismo burgués en el epicentro de todos los debates de orden teológico que estaba protagonizando. Los burgueses de las ciudades ya no estaban dispuestos a soportar la tutela de los teólogos medievales y reivindican la lectura de la Biblia (la fuente última de la legitimidad religiosa) en la lengua vernácula, para poder ser interpretada en la soledad del hogar y discutida después en el templo, convertido así en la asamblea de los fieles. De esta forma la relación entre el creyente y Dios se establece de manera directa y sin intermediarios.

El modelo global se está poniendo en cuestión a diversos niveles y de diferentes maneras. En España lo que se cuestiona es la geopolítica europea. Nuestro país emerge, unido, como un bloque compacto que se expande por el mundo y que, al hacerlo, trastoca todas las relaciones de poder que se dan a su alrededor.

En Francia lo que se fortalece es el poder del monarca, apoyándose en los sectores de la población más dinámicos de entre los que le son leales. La expansión militar del estado francés encuentra resistencias muy duras en sus fronteras debido a las altas densidades de población que se dan en su área geográfica, que están entre las mayores de Europa.

En Alemania quien se fortalece es la burguesía de las ciudades, lo que provoca, al contrario que en Francia, un debilitamiento de la obsoleta estructura política del Sacro Imperio, muy vinculada con los modelos feudales, que resultan ya claramente anacrónicos a la altura del siglo XVI.

En Italia, el personalismo burgués se manifiesta, sobre todo, en el arte, a través de las diferentes expresiones estéticas antropocéntricas y neopaganas que tienen lugar durante el Renacimiento. El debate ideológico aquí queda contenido por la proximidad del papado, la creciente tutela de las fuerzas españolas sobre los principados y repúblicas independientes del centro y del norte y por el avance inexorable de los turcos por los Balcanes y por el Mediterráneo.

Los debates ideológicos, durante el siglo XVI, se manifiestan en términos religiosos y se visualizan a través del enfrentamiento dialéctico entre católicos y protestantes. Pero conforme pasan los años y estos últimos avanzan, se subdividen y toman posiciones en el ámbito político, los choques armados que utilizan a la religión como pretexto, van subiendo de nivel hasta su culminación en la Guerra de los Treinta Años, que constituye el primer ensayo de las guerras mundiales que veremos en el siglo XX.

Si vemos la Guerra de los Treinta Años como un conflicto religioso entre católicos y protestantes, su resultado acabó en tablas, pues lo que hizo fue consolidar la frontera ente ambas confesiones muy cerca de los límites que tenían cuando empezó. Y a partir de 1648 esos límites se congelaron hasta... ¡la segunda mitad del siglo XX!

¿En nuestro artículo “La sublimación del monoteísmo” dijimos:

Y puesto que se había producido una profunda división religiosa en su seno mientras se construía un nuevo edificio (una laxa confederación de estados que funcionaba como tal en todos los niveles, excepto en el político) había que construir un nuevo discurso metafísico que diera cuerpo a todo aquello. Normalmente esa función es desempeñada por la religión, pero las viejas religiones europeas se habían quedado bloqueadas y eran incapaces de dar una respuesta coherente a las exigencias de aquella sociedad fuertemente expansiva. La gran conmoción provocada por la guerra había desacreditado a los clérigos, a sus aliados y a sus discursos. Había, por tanto, que empezar a construir un nuevo entramado de explicaciones que redefinieran la posición del hombre en medio de la naturaleza.”[1]
Dijimos que, vista en términos religiosos, la guerra acabó en tablas ¿no? Pero uno de los principios fundamentales que venimos sosteniendo desde que empezamos a desarrollar nuestra serie histórica en este blog es que “los procesos históricos nunca se detienen. O se avanza o se retrocede”. Ergo si ninguno de los dos bandos avanzó desde entonces es que... ¡los dos estaban retrocediendo!... frente a un tercero, que acababa de aparecer.

¿Recuerda la ley de la doble negación? Primero surge la tesis (en este caso el catolicismo), en segundo lugar su antítesis (el protestantismo) y, finalmente, la síntesis... el cientifismo.

En realidad el cientifismo no es la síntesis sino la superación de ese enfrentamiento, es algo así como un salto energético, una subida de nivel provocada por la decepción de los humanos cuando contemplaron los desastres de la guerra que habían provocado los que habían estado luchando en nombre de Dios.

Si tanto los protestantes como los católicos lucharon en nombre de Dios y empataron (después de haber provocado, de manera directa -en combate- o indirecta -hambrunas, epidemias, etc.-, millones de muertos) es que, en realidad, Dios no estaba con ninguno de los dos ¿verdad?

Entonces ¿Con quién estaba ese Dios tan poco comunicativo? Pues, parece ser, que con los que se dedicaron a pensar por su cuenta, a juzgar por la evolución ulterior de los acontecimientos.

Y entonces... alguien dijo: “Pienso, luego existo”. A partir de esa consideración básica, enunciada por Descartes, arranca un proceso de replanteamiento global de todos nuestros conocimientos. Nada es incuestionable. Todo puede y debe ser analizado, desmenuzado, comprobado. Y sólo podremos decir que algo es verdad cuando haya sido totalmente verificado, en todas y cada una de sus diferentes facetas. Y si después de esto alguien descubriera que habíamos pasado por alto algún pequeño detalle, se impone una nueva revisión exhaustiva, de tal forma que el nuevo corpus de conocimientos que vayamos construyendo sea absolutamente seguro e irrebatible. Es el método científico, que va permitiendo al hombre avanzar con paso “lento” pero seguro.
¿“Lento” dijimos? En realidad la adopción de ese método exhaustivo de comprobaciones dio lugar al más poderoso proceso de descubrimientos científicos y de transformaciones tecnológicas que la humanidad jamás había conocido. Esos descubrimientos y transformaciones provocaron cambios muy profundos en la forma de vida de los pueblos de la ecúmene europea, replanteando por completo el modelo social, el político y, como consecuencia, el discurso ideológico que los justifica. Pero los filósofos no se detendrán ahí, sino que, acompañando a las grandes transformaciones sociales que se van produciendo, fabrican nuevos discursos a cada paso para adaptarse a ellas.”[2]


René Descartes

Una religión es un conjunto de creencias y de explicaciones de la realidad que nos envuelve, sistematizadas por un grupo organizado de personas -los sacerdotes- que buscan transmitir al resto de la sociedad un modelo de comportamiento moral o ético que haga posible la convivencia entre los hombres y que sea congruente con la estructura social, política y económica realmente existente en un momento histórico y en un espacio geográfico determinados. Siempre hay congruencia (aunque no necesariamente sincronía) entre religión y sociedad. Ambas son hijas del mismo proceso histórico, aunque la primera tenga un “tempo” de desarrollo más lento que la segunda, lo que no deja de operar como una fuente de conflictos.

Enunciada de esta manera, nos puede parecer relativamente fácil clasificar así a los sistemas de creencias que, históricamente, se han presentado como tales, entre los cuales se encuentran el catolicismo y el protestantismo. A priori, a nadie se le ocurre llamar religión al “cientifismo”. Y sin embargo se ajusta, punto por punto, a la misma definición.

El “cientifismo” no es la ciencia. Es un sistema de explicaciones de la realidad social que dice apoyarse en los descubrimientos científicos aunque, en realidad, va más allá. Un conjunto de filósofos, ensayistas e ideólogos diversos, con un nivel de conocimientos científicos superiores a la media, ante el descrédito en el que habían caído los sacerdotes de las religiones oficiales, conscientes de que cualquier edificio social mínimamente consistente necesita un código ético sobre el que sustentarse y un sistema de explicaciones que le dé sentido, elaboran un discurso que cubre el vacío que dejaron los teólogos al retirarse, pretendiendo así llenar ese hueco, algo que consiguen sólo de manera parcial, porque aquellos partían de una visión totalizadora del mundo desde la que iban bajando hasta la realidad más inmediata, presentando así un discurso global con bastante coherencia interna. El “cientifismo”, por el contrario, parte de los hechos comprobados y se va elevando hacia arriba, dejando por el camino muchos huecos sin cubrir. Esos vacíos generan inseguridad, en especial entre los sectores menos dinámicos de la sociedad. A su relato le falta ese carácter totalizador del discurso monoteísta. Como consecuencia, los vacíos se cubren con suposiciones que, en su caso, son más fáciles de detectar que en el discurso de sus adversarios porque ellos pretenden basar el mismo en los hechos comprobados y no siempre es posible hacerlo.

El choque fundamental surge cuando se niega la trascendencia vital del ser humano. La negación de la existencia del alma y del resto de entidades de orden espiritual que han formado parte siempre del sistema de creencias de todas las religiones -no sólo de las monoteístas- es algo que violenta íntimamente a todo creyente, robándole el sistema de compensaciones ultraterrenales que estas poseen para poder hacer justicia en el más allá. La negación de la existencia de una vida espiritual más allá de la terrenal deja al fiel sin justicia y sin futuro. Al hacerlo, lo que el cientifista pretende es forzar esa lucha en el más acá, es decir, que la justicia y el futuro deben ser terrenales, son nuestra responsabilidad y no la de ningún ente metafísico.

Cuando se niega la existencia de una vida ultraterrena se argumenta que ésta no ha sido demostrada y que, por tanto, es una ilusión creada por nuestra mente precisamente como mecanismo de compensación psicológico para poder aceptar así nuestra dura realidad presente, induciendo un comportamiento conservador en él. Si se neutraliza dicho mecanismo se introduce un estímulo adicional para forzar el cambio social y tecnológico, así como la investigación científica. Es un argumento que resulta perfectamente válido para los que forman parte de la vanguardia, pero desarma a los que vienen por detrás, provocando una reacción involutiva.

Los cientifistas sostienen un duelo dialéctico con los defensores de las viejas religiones monoteístas en el que sólo se explicitan algunos de los términos del debate. Lo que está sobre la mesa es, tan solo, la punta del iceberg, en la parte sumergida del mismo hay un consenso implícito. Por eso hace tiempo que dije que “el cientifismo es la sublimación del monoteísmo”

A lo largo de la Historia el hombre ha ido avanzando desde el animismo hacia el politeísmo, desde éste hacia el monoteísmo, y desde él hasta el cientifismo. Su proceso mental es hacia la simplificación de los principios rectores de la naturaleza que lo envuelve. Es un camino hacia la abstracción.
Al principio fueron las fuerzas de la naturaleza. Después los dioses con apariencia humana. Más adelante el Dios único y omnipotente, que fue perdiendo su rostro poco a poco. Musulmanes y judíos prohibieron representarlo, algo parecido sucedió con algunos grupos protestantes. Algunos le llaman “El Innombrable”. El “Innombrable”, el no representable, dio, algún tiempo después, un paso más y dejó de ser Dios, para convertirse en Impulso Primigenio, principios rectores de la naturaleza, leyes que rigen el Universo… Entre el Dios de los monoteístas y el Impulso Primigenio podemos situar al “Dios de los relojeros”, ese ser cuya misión consiste en mantener la máquina del Universo en movimiento, pero que es absolutamente ajeno a los sufrimientos humanos.
La Humanidad continuó avanzando en su proceso de abstracción. En realidad lo que ha hecho es ocultar toda posible referencia al “Innombrable”, ha sublimado el monoteísmo, lo está haciendo desaparecer del campo de visión, siguiendo la doctrina de nuevos sacerdotes que no ofician en las iglesias sino en algunas aulas universitarias y los medios de “comunicación” de masas.[3]
A partir del siglo XVII se sistematiza el método de investigación científica y se desarrolla el discurso cientifista que pretende superar al religioso tradicional tachándolo de irracional. Pero toda sociedad necesita una superestructura ideológica desde la cual fluya el sistema de explicaciones que le diga al ciudadano de a pie quienes somos, qué estamos haciendo aquí, cual es nuestra relación con el medio y nuestra misión en él.

Dicho sistema, aunque tome prestado de la ciencia buena parte de su argumentario, lo que en realidad busca es la aceptación, por parte del “creyente” (aunque en este caso se niegue que lo es) de la estructura social vigente, que se presenta ahora como liberadora gracias a las transformaciones que han tenido lugar debido a las revoluciones científica, industrial y política.

Esta estructura social forma parte de un proceso evolutivo cuyas base materiales hemos ido viendo en los artículos anteriores y que recoge buena parte de los conceptos que se han venido usando en los estadios evolutivos anteriores, aunque ahora se disfracen con una nueva terminología:

“Los europeos, que estaban redescubriendo en los siglos XVI y XVII el Antiguo Testamento –la religión del “Pueblo Elegido”-, aunque rompen ese marco –porque se les queda pequeño- algún tiempo después, gracias a los filósofos, a los científicos y a los técnicos, se mantienen en esa senda, porque los nuevos descubrimientos no hacen otra cosa que visualizar esa “superioridad”. El pacto de Dios con Abraham es sepultado por nuevas capas “geológicas” que se superponen por encima pero que lo usan como roca desde la que edifican los cimientos de los nuevos edificios que están construyendo.[4]
El discurso del “pueblo elegido”, que había sido recuperado y redefinido por los protestantes a lo largo de los siglos XVI y XVII –especialmente por los calvinistas- se va convirtiendo en una narrativa racista a secas, que se plasma socialmente en las colonias a través del esclavismo, de las estructuras de castas en la India, del apartheid en Sudáfrica... pasa sin problemas hacia el cientifismo e, incluso, el ateísmo, usando a los genes como sustitutos del pacto entre Dios y Abraham. Yo puedo justificar la injusticia apoyándome en la Biblia o en la ciencia, pero está claro, en ambos casos, que es un discurso ¡ideológico!, aunque use a la ciencia para defenderlo.

En el siglo XX hemos visto desarrollarse en los Estados Unidos de Norteamérica la teoría del “Destino Manifiesto”, que es la versión 2.0 del discurso del “pueblo elegido”. También los nazis estructuraron otro que bebe en las mismas fuentes remotas. Vemos, por tanto, como el cientifismo opera como una religión vergonzante (en tanto que niega que lo sea) pero, como aquellas, construye un sistema de explicaciones que intenta situar al nuevo creyente en el nuevo contexto histórico que ha ido desarrollándose e inducir en él un comportamiento ético que sea congruente con el orden social realmente existente. Un orden social que, por cierto, cada vez es más oligárquico, es decir, que cada vez se parece más a aquella sociedad en la que surgió el auténtico monoteísmo y que analizamos en nuestro artículo “La religión del Imperio”.[5]

sábado, 25 de julio de 2015

El capitalismo como consecuencia lógica del desarrollo histórico del Imperio español

En el artículo anterior expliqué como el despliegue de los españoles en el continente americano durante la Edad Moderna responde a un patrón de desarrollo multiecológico que llevaba siglos ensayándose en la propia Península Ibérica y que denominé “La respuesta multimodal española”.

El Imperio español que se extiende por el mundo entre los siglos XV y XVIII es, en realidad, tres imperios distintos y simultáneos, cada uno de los cuales tiene su propia zona de actuación, su propia lógica de desarrollo y se inserta en un  proceso histórico, tanto previo como ulterior, diferente.

El primero de ellos es el Imperio de Poniente del Segundo Ciclo Mediterráneo, es decir, el Imperio aragonés bajomedieval, que recibe el refuerzo de las tropas castellanas a partir de la llegada al poder de los Reyes Católicos y que se proyecta sobre el occidente del Mare Nostrum librando, durante 300 años, un duelo singular con el Imperio de Levante (los turcos) que en su día llamé “el Duelo Mediterráneo”[1].

El segundo es el Imperio Transversal, que los españoles despliegan por el continente americano y que posee, incluso, sus propias colonias en el Pacífico Occidental, que llegan hasta las mismísimas puertas de los estados e imperios del Extremo Oriente asiático (India, China, Japón...) con los que se comercia activamente a través de las Filipinas. Es un verdadero imperio global (el primero de la Historia, en sentido cronológico) que conecta las regiones de nuestro mundo económica, demográfica y políticamente más potentes. Es la primera vez en la Historia en la que el hombre adquiere clara consciencia de los límites físicos de nuestro planeta, pues los marinos ibéricos (tanto españoles como portugueses) dan la vuelta al mundo, llegan hasta los confines del mismo y localizan todas las rutas marítimas posibles para alcanzarlos.

El tercero es la “Camisa de Fuerza francesa”, es decir, el conjunto de estados, señoríos y principados controlados por los Habsburgo españoles durante los siglos XVI y XVII, que se extienden desde Milán hasta Bélgica y que heredan la “función borgoñona”, es decir, el mandato de contener a Francia por el este y a Alemania por el oeste que los borgoñones habían cumplido durante buena parte de los siglos medievales y, antes que ellos, el reino de la Lotaringia, que se asentó -a su vez- sobre el viejo Limes renano que los romanos sostuvieron desde los tiempos de Julio César y que, antes que ellos, separó a los celtas de la Galia de sus vecinos orientales: los germanos.

Este tercer “imperio” es el más pequeño de los tres y, sin embargo, el que atrae hacia sí la mayor parte de los pensamientos, de los recursos humanos y materiales y las preocupaciones de los monarcas españoles durante las dos centurias citadas. Ese será nuestro “Vietnam” y la fuente principal de todas las desgracias y de los errores estratégicos cometidos por la “monarquía católica”. Es el único de los tres “imperios” que no se desarrolla como consecuencia de la evolución histórica natural derivada del proceso expansivo de los pueblos ibéricos que tuvo lugar durante la Baja Edad Media, sino que es un efecto secundario, no previsto ni buscado, de la política matrimonial seguida por los Reyes Católicos en su estrategia de neutralizar a Francia, el adversario tradicional de los aragoneses en su expansión por el Mediterráneo Occidental.

El Limes renano representa, en Europa, la más potente de las “fronteras intangibles” que la atraviesan desde la Protohistoria, tal y como expresé hace  ya tiempo en el artículo que abrió la serie histórica de este blog[2]. Es una barrera que, desde hace dos mil quinientos años no ha dejado de cobrarse vidas humanas en los miles de batallas que se han venido sucediendo en ese área. Es un territorio que atrae hacía sí a los ejércitos que se desenvuelven desde el Atlántico hasta el Oder y desde el Mar del Norte hasta el Mediterráneo. La frontera que, a finales del primer milenio anterior a la Era Cristiana separó a los celtas de los germanos lo ha seguido haciendo con sus herederos desde entonces y cobrándose las vidas de sus mejores soldados.

Durante la Baja Edad Media ese área estuvo controlada por el Duque de Borgoña, que fue viendo como sus dominios iban siendo paulatinamente conquistados por el rey de Francia. Para los descendientes de Carlos el Temerario la alianza estratégica con España, a principios del siglo XVI, se presentaba como la única opción segura de supervivencia política, ante el inexorable avance francés hacia el este. La llegada al poder, tanto en el reino flamenco-borgoñón como en España, de Carlos I era la forma de revertir el desarrollo de los acontecimientos y de recuperar la iniciativa militar en su ya secular duelo con Francia. El plan estratégico fue diseñado por Adriano de Utrecht, el mentor de Carlos I, y tanto éste como sus herederos de la rama española de los Habsburgo lo aplicarían a rajatabla como verdaderos autómatas[3], por eso sostengo que la llegada de los Habsburgo al poder en nuestro país constituye un verdadero golpe de estado que termina poniendo al estado español al servicio de fuerzas extranjeras que tenían un diseño estratégico que no respondía, en absoluto, a los intereses, no ya de nuestro país sino ni siquiera de ninguna de sus facciones dominantes.

Desde 1517 la prioridad de la política exterior española fue controlar el avance francés... ¡¡por sus fronteras orientales!! (No por los Pirineos). Por tanto nos convertimos, de facto, en los guardaespaldas de Alemania. Por consiguiente, a largo plazo, nuestra “decadencia” política estaba cantada. La defensa de las fronteras de los dos “imperios” restantes (el de Poniente -en el Mediterráneo- y el Transversal -en América-), cuyas lógicas que enlazaban con nuestro proceso político previo, se subordinan a la de la Camisa de Fuerza francesa, que era algo que interesaba... a los austriacos y, paradójicamente, a holandeses y británicos, no a nosotros. Los beneficiarios más inmediatos de esa política fueron los turcos en el Mediterráneo y los ingleses en el Atlántico.

Y, sin embargo, el desarrollo histórico de cada uno de estos tres “imperios” enlazan, mil años después, con las estrategias políticas que, en su proceso expansivo, desplegó el Imperio Romano. En cada una de esas tres áreas los españoles recogen el legado de Roma y lo proyectan sobre el futuro. Esto, obviamente, no es una decisión consciente sino que -de alguna manera- son estrategias inducidas por la interacción que se establece entre el hombre y su medio. Los procesos históricos no suelen obedecer al diseño consciente de los hombres, individualmente considerados, que obrarían -como tales- con una estrategia personal, orientada hacia el corto plazo, sino que recogen las tendencias que se van perfilando a nivel colectivo y que tienen mucho que ver con factores como el clima, el relieve, la geopolítica, etc. Los hombres, en ausencia de factores mucho más vitales que condicionen sus actos, van a dónde va el agua. Por eso los castellanos y los portugueses apuntaron hacia el Atlántico y los aragoneses hacia el Mediterráneo.

En tiempo de paz o en medio de procesos expansivos los hombres, como el agua, buscan los valles y se establecen en ellos, desarrollan la agricultura y el comercio, se hacen a la mar, incrementan su población y crean estados más vastos y poderosos. En tiempo de guerra o en medio de procesos involutivos hacen lo contrario, porque en los valles es dónde se libran las batallas más masivas y sangrientas. En cierta medida los procesos históricos vienen predeterminados por los factores geográficos y -hasta cierto punto- se pueden predecir.

En el anterior artículo dije que España es el país con mayor diversidad regional del mundo en un espacio geográfico de dimensiones medias. Y les mostré las dos imágenes que ven más abajo:


Península Ibérica             Corte transversal en el sentido de los meridianos


También afirmé que es un concentrado de los paisajes que se dan en todo el ámbito peri-mediterráneo. Ahora veamos esto dinámicamente. Primero tracemos las líneas de cumbres que se dan en las cordilleras peninsulares:


Líneas de cumbres de las cordilleras ibéricas


Dichas líneas delimitan una serie de regiones naturales que vemos aquí:


Regiones naturales de la Península Ibérica


En el corazón de la Península se encuentra la Meseta Central española, una fortaleza gigante de unos 300.000 km2 aproximadamente de superficie que prefigura su función histórica. No es casual que el único estado que alguna vez se ha superpuesto sobre este área se llamara precisamente “Castilla”, identificándose así con su propia función histórico-política. Ya dije que las tácticas de guerra castellanas oscilaban, según la época, entre el “encastillamiento” (fase defensiva) y el contraataque (fase ofensiva). Como dije antes, cuando las cosas van bien se sigue el camino del agua y cuando van mal la dirección contraria.

Aunque la Península Ibérica sólo tenga 600.000  km2 el efecto psicológico que produce entre los hombres que viven en ella (y también entre los que la visitan) es que es mucho mayor. Esto es así por la cantidad de barreras naturales que la rompen y por la variedad de paisajes y de ecosistemas que se dan en ella. Por eso la llamé el “Subcontinente Ibérico”[4]. Como continente se comportó cuando los romanos la invadieron (tardaron 200 años en conseguirlo), cuando se generalizó la guerra entre musulmanes y cristianos en la Edad Media (un conflicto de -nada menos- que 800 años) y también cuando atacaron las fuerzas napoleónicas, que encontraron en España su segunda Rusia (un estado de dimensiones continentales). La historia ha demostrado que atacar a España produce efectos históricos inesperados: O el agresor tiene la implacable tenacidad y la infinita paciencia que tuvieron los romanos o se encuentra, como dije hace tiempo, con la “respuesta multimodal española”, que definí como una reacción diferida, escalonada y múltiple, que termina convirtiéndose en un infierno para el ocupante, que galvaniza la resistencia de las clases populares y provoca una desautorización de las clases aristocráticas y de las autoridades institucionales que colaboraron con el agresor.

Aunque es un país relativamente pequeño y despoblado (históricamente ha tenido la tercera parte de habitantes que Francia, con su misma superficie) crea, como acabo de decir, la sensación de que es mucho mayor. El hombre que es capaz de sobreponerse a sus implacables sequías, de derrotar a los invasores que lo han atacado desde la Protohistoria, de sacarle fruto a su pedregosa y árida tierra y de cruzar las barreras naturales que lo fragmentan, una vez que sale de ese hábitat se vuelve extraordinariamente eficaz, es capaz de adaptarse a casi cualquier medio y de improvisar sobre la marcha soluciones ad hoc porque, pese a su relativa pobreza material posee un gran bagaje histórico acumulado y una gran resiliencia, se ha visto obligado a ensayar multitud de soluciones diversas para resolver problemas de todo tipo. Ha aprendido a pegarse al territorio y a valerse de él para sobrevivir en cualquier circunstancia. También se desenvuelve con facilidad tanto en entornos cálidos como en grandes altitudes, si lo comparamos con cualquier otro europeo.

Volviendo al hilo de nuestra argumentación dijimos que España recogió, en los albores de la Edad Moderna, el legado de Roma en los tres escenarios geográficos a los que me referí:

En el Mediterráneo Occidental porque abre un nuevo ciclo político, cuyo eje se sitúa en este mar, mil años después de que cayera el Imperio Romano de Occidente, cerrando así el anterior, es decir, abren la puerta que los romanos cerraron y que había permanecido así desde entonces.

En el Limes renano porque acuden a apuntalarlo justo en el momento en el que se está rompiendo, evitando así el enfrentamiento directo entre las dos potencias que se asoman a las orillas del Rhin.

Y en América, lo que hacen los españoles no es más que replicar el Imperio Romano, al otro lado del mar.

Pero la vinculación entre los tres “imperios” españoles modernos crea unas sinergias que provocan un salto cualitativo en el desarrollo de los procesos históricos. En política, cuando varios elementos se unen de manera voluntaria no suman, sino que multiplican. Y esto fue lo que pasó.

Si España sólo se hubiera unido políticamente con el reino flamenco-borgoñón, pero no hubiera construido en paralelo su imperio americano, ni se hubiera estado batiendo con los turcos durante ese tiempo, hubiera actuado como una potencia regional dentro de la zona y como gendarme desde la misma, pero no habría provocado un incremento tan importante en el comercio europeo como el que tuvo lugar por la aparición de los metales preciosos y los productos exóticos americanos, ni habría generado tampoco la importante demanda de productos manufacturados que las colonias españolas y portuguesas generaron -en primer lugar- y los países de Asia Oriental -después-, lo que serviría de acicate para el desarrollo del comercio, de la industria, de la tecnología y de la ciencia, que fueron las bases que dieron lugar a la Revolución Industrial y a las revoluciones políticas contemporáneas.

Si España sólo hubiera construido el Imperio Americano, pero se hubiera mantenido al margen de los conflictos europeos, habría creado una gran civilización auto-referenciada, que habría defendido el Atlántico como un espacio propio y exclusivo e impedido al resto de pueblos ultrapirenaicos participar de manera directa en el desarrollo económico generado por el Imperio español. Los aristócratas españoles hubieran sido mucho más ricos y hubieran estado más vinculados con las actividades comerciales. La economía peninsular habría sido mucho más diversificada y próspera de lo que fue, pero también menos dinámica de lo que ha sido el conjunto de la economía europea desde entonces.

Y si España sólo se hubiera hecho fuerte en el Mediterráneo Occidental, pero no hubiera actuado de manera tan directa en los otros dos escenarios, hubiera terminado construyendo algo parecido a lo que fue el Imperio Romano de Occidente, pero con la capital en España y, por tanto, más escorado hacia el Atlántico, lo que hubiera significado que Francia, las islas británicas y Marruecos habrían quedado, de una u otra manera, subordinadas políticamente a esa estructura imperial, que también habría terminado extendiéndose, más tarde o más temprano, por el continente americano.

La vinculación política de estos tres imperios convierte a los españoles de los siglos XV y XVI en los arquitectos del mundo moderno y al Imperio español en el esqueleto que lo sostiene desde entonces. La vinculación económica entre Europa, América y Asia Oriental, que españoles y portugueses establecieron durante esas dos centurias han determinado la fisonomía del mundo global que ha venido después.

Los pueblos ibéricos abrieron las rutas, establecieron los primeros contactos con los pueblos del resto de continentes y establecieron los precedentes que los que vinieron después tuvieron que imitar.

Pero España también asignó los roles que los pueblos del Occidente europeo siguieron después, insertándose en la estructura de comunicación y de poder que acababan de construir, de la manera que se les asignó desde ésta, tal y como expliqué en el artículo “La estructura del Sistema Europeo”[5].

Los españoles se autoasignaron la función de guardar y sostener el orden que ellos habían creado. Pero abrieron -de facto- las rutas comerciales asociadas a su estructura imperial a los comerciantes de los países de Europa que también estaban volcados hacia el Atlántico, en especial a ingleses y holandeses, porque hasta la Guerra de los Treinta Años los franceses fueron el enemigo principal a batir. Los italianos quedaron atrapados en la línea del frente que creó el “Duelo Mediterráneo”, lo que les dejó sin apenas margen de maniobra y los austriacos fueron protegidos de cualquier posible agresión desde el oeste, lo que les permitió hegemonizar el universo germánico hasta la emergencia política del estado prusiano.

Cuando los imperios ultramarinos de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses) consiguen introducirse en el engranaje que los ibéricos habían construido, descubren la multitud de nichos sin cubrir que había en esas estructuras. Éstos tenían una debilidad estratégica: la demografía. Dije más arriba que la población francesa ha triplicado históricamente a la española. Y la española ha cuadruplicado o quintuplicado a la portuguesa. Hay un factor que va mucho más allá del voluntarismo de los hombres: Las matemáticas. Lo que hay que explicar no es por qué Francia relevó a España en el liderazgo planetario, algo que tenía que pasar -inevitablemente- alguna vez, sino por qué tardó tanto en hacerlo.

Y también hay que explicar por qué dejaron que, cuando el monopolio español se rompió, los ingleses se les adelantaran. Esto último tiene mucho que ver con el carácter continental del estado francés frente a la insularidad británica.

La debilidad demográfica de los pueblos ibéricos fue la razón que determinó que en vez de comportarse como verdaderos imperios, en el sentido antiguo del término, que controlaban desde el ámbito político las líneas maestras de las actividades económicas de sus súbditos y defendían a estos de la competencia de comerciantes extranjeros en sus zonas de influencia económica, actuaron -simplemente- como la vanguardia de los pueblos europeos y, al hacerlo, permitieron que los mercaderes, los contrabandistas y los piratas eludieran, con relativa facilidad, el control que unos estados más fuertes hubieran ejercido sobre ellos.

Como fueron los ibéricos los que construyeron la estructura política que abriría los flujos del comercio planetario, sus dirigentes se dedicaron fundamentalmente, dada la debilidad demográfica de la que partían, a vigilar la infraestructura sobre la que todo el edificio se sustentaba, permitiendo así a sus competidores utilizarla en beneficio propio. Ingleses, holandeses y -en menor medida- franceses se irían adueñando de buena parte de los flujos y de las rutas comerciales que españoles y portugueses habían creado, usando para ello, cuando era posible, medios legales y, cuando no, ilegales. Así comercio, contrabando y piratería se confundían con frecuencia, ya que eran actividades que podían ser ejercidas por los mismos individuos en momentos diferentes.

Sobre esta base se desarrolló el capitalismo que, visto desde este particular ángulo de visión, no es algo que ingleses y holandeses desarrollaran debido a su espíritu emprendedor, como nos vienen contando desde entonces, sino que -por el contrario- eran las actividades más lucrativas que la estructura política construida por los ibéricos les brindaban. Los anglo-holandeses no se hicieron ricos y prósperos porque fueran más activos que otros pueblos (ya hemos visto que siguieron la estela de los que iban por delante), sino porque supieron cubrir los vacíos que las estructuras políticas ultramarinas ibéricas tenían y, una vez alcanzado cierto umbral cuantitativo, pudieron empezar a permitirse actuar por su propia cuenta. (Los que empiezan trabajando como contratas auxiliares terminan poniendo su propio negocio).

En realidad lo que hicieron los españoles y portugueses fue crear un imperio... ¡europeo!, en el que ellos terminan trabajando de ¡capataces![6]. Y esto fue así porque el golpe de estado que hubo en España en 1517 (La coronación del primer Habsburgo) puso a la estructura política del Imperio español (imperio de facto) al servicio del “Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico” (imperio de iure) y de las estrategias políticas diseñadas por Adriano de Utrecht, que perseguían utilizar el poder español para salvar el complejo flamenco-borgoñón y -en consecuencia- la “función borgoñona”[7].






[1]  http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-duelo-mediterraneo.html
[2] “Las fronteras intangibles”: http://polobrazo.blogspot.com/2012/01/las-fronteras-intangibles.html
[3] “Los autómatas del Escorial”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-automatas-del-escorial.html
[5]  http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-estructura-del-sistema-europeo.html
[6] “Los capataces del Imperio”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-capataces-del-imperio.html
[7] La “función borgoñona”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-funcion-borgonona.html