En el artículo
anterior presentamos el “discurso cientifista” como un intento de
superación de los enfrentamientos ideológicos -de tipo religioso- que se habían
estado librando en los campos de batalla de buena parte de Europa a lo largo de
la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Desde nuestro punto de vista
este conflicto representa una brusca corrección de la trayectoria histórica que
se había iniciado a finales del siglo XV y principios del XVI como consecuencia
de los descubrimientos geográficos llevados a cabo por los reinos ibéricos, de la
irrupción de los turcos en los Balcanes y el Mediterráneo Oriental y Central y
de la reforma religiosa iniciada en Alemania por Martin Lutero.
El descubrimiento
de la ruta de las especias por parte portuguesa y de América por los españoles,
así como el desarrollo de un imperio marítimo y comercial por aquellos y
terrestre de tipo ultramarino por estos últimos, crearon las bases materiales
para que se produjera un salto tanto cuantitativo como cualitativo en los
intercambios comerciales, lo que determinó que cada territorio de los que
participaron en ese proceso desarrollara sus propias ventajas comparativas,
incrementando así la productividad, el desarrollo tecnológico y el científico.
Ya dijimos que la
iniciativa la tomaron los pueblos ibéricos[1], pero
que estos tenían una gran debilidad estratégica: La Demografía. En
consecuencia centraron sus esfuerzos en el sostenimiento de la infraestructura
política que habían creado, lo que permitió al resto de pueblos atlánticos
europeos utilizar la misma como base de sustentación sobre la que construir los
pisos superiores del edificio que, entre todos, estábamos haciendo. De esta
manera, los pueblos ibéricos se encargaron de levantar el esqueleto o armazón
que sostenía el edificio mientras que sus socios ultrapirenaicos iban
desarrollando otros órganos de aquél todo que en su día llamé “Imperio
europeo”; así aquellos son vistos por ingleses, franceses y holandeses como
algo previo, pasado y superado, cuando estos comienzan su propia andadura ya
bien entrado el siglo XVII. Al menos esa es la forma en que los presentan a
través de su propia propaganda política. La mayoría de la población no se da
cuenta de que si no hubieran existido los imperios ultramarinos español y
portugués, no habría habido después ningún otro. Y los duelos militares
librados durante esa centuria acentuaron dicha percepción porque precipitaron
el relevo político en el liderazgo europeo. Francia pasó a ser considerada como
la gran potencia continental, algo que era cierto sólo hasta cierto punto.
A partir de 1659
parecía evidente que la “camisa de fuerza francesa” estaba a punto de caer y
que el gobierno español poco podía hacer para impedirlo. Sin embargo, esta
estructura de contención todavía aguantaría más de 40 años (en manos españolas,
después pasó a ser administrada por Austria). La Paz de los Pirineos representa el reconocimiento
formal de la hegemonía francesa -por parte española- ¡en Europa!,
entendiendo aquí la palabra Europa en un sentido bastante
restringido, referido básicamente a sus áreas más centrales desde el punto de
vista geográfico. Era evidente que Francia seguía sin poder hacerle sombra a
los españoles ni en América ni en el Mediterráneo ¿De qué estamos hablando
entonces cuando decimos que Francia se convirtió en el país hegemónico? Es más,
si tenemos en cuenta que en 1641 toda Cataluña estaba en manos francesas,
mientras que en 1659 los galos sólo conservaban el Rosellón ¿Seguimos creyendo
que los derrotados en aquella guerra habían sido los españoles? Yo sólo veo un
reparto -limitado, además- de las esferas de influencia política de cada uno de
los dos países en los escenarios continentales, compartido -también- con el
resto de actores que, a partir de ese momento, constituyeron lo que ha dado en
llamarse “el Sistema del Equilibrio Europeo”. En realidad los españoles,
a través de las paces de Westfalia (1648) y de los Pirineos (1659) estaban
explicitando sobre documentos el sistema que habían estado construyendo -de
facto- durante los 150 años anteriores... Y avisando que estaban dispuestos a
replegarse hacia sus cuarteles de invierno: En primer lugar porque el papel
protagonista que venían ejerciendo en el continente desde 1517 presentaba unos
costes económicos y humanos cada vez menos soportables, pero en segundo y
fundamental porque no tenía ningún sentido político asumir tales costes para
-simplemente- guardarle las espaldas a los austriacos y para garantizarle a ingleses
y holandeses la contención del expansionismo francés. En la Península,
catalanes, portugueses y algunos andaluces habían dicho basta y, al hacerlo,
habían puesto en peligro la estructura del engendro político de los
Habsburgo españoles, que alcanza su punto de inflexión en 1640. Desde ese
momento entra en declive... no el Imperio español, sino el modelo político de
los austrias, que es algo muy diferente.
El mayor problema
que ha tenido el estado español desde 1517 es que sus dirigentes han trabajado siempre
con una versión adaptada al contexto ibérico de un proyecto político que había
sido diseñado para otros escenarios geográficos. Hasta 1700 con el del rey
borgoñón bajomedieval Carlos el Temerario (1467-1477), adaptado
al espacio ibérico por Adriano de Utrecht y retocado después ligeramente
por Felipe II y sus asesores más cercanos. Desde 1701 por el proyecto de los
borbones franceses, hispanizado por los cortesanos de Felipe V
-fundamentalmente franceses e italianos, con alguna presencia española- y
reestructurado finalmente por Carlos III, uno de los arquetipos europeos del Despotismo
Ilustrado, que le dará su forma clásica (no debemos olvidar que
cuando este monarca llega a España para ser coronado tenía 43 años, los últimos
25 de los cuales había estado ejerciendo como rey de Nápoles y de Sicilia).
Nunca hubo un
diseño estratégico ni un proyecto de país -desde 1517- que naciera en la
Península Ibérica y fuera fruto de las reflexiones de pensadores o de
estrategas nativos que miraran al mundo desde España. Y no fue precisamente por
falta de materia prima, pues tratados sobre propuestas políticas dirigidas a
nuestros gobernantes entre los siglos XVI y XVIII hay cientos y constituyen
todo un género, que contaba con miles de ávidos lectores en nuestro país. Son
los textos de los arbitristas.
El problema es
que nuestros gobernantes y sus cortesanos estaban abducidos por los modelos
políticos surgidos en el continente, que habían sido diseñados para unas áreas
geográficas, ecológicas, culturales, demográficas, económicas y geoestratégicas
diferentes a las ibéricas. Borgoñones y franceses tenían unas densidades de
población mucho más altas que las peninsulares, vecinos y rivales densamente
poblados, físicamente muy cercanos, divididos políticamente y cristianos. Todo
ello en un contexto continental, que presenta rutas de comunicación diversas
que pueden utilizarse de forma alternativa, dónde ningún golpe militar puede
considerarse definitivo. Países dónde la lluvia está garantizada y, con ella,
la producción agraria y ganadera. En España, por el contrario, partimos de unas
densidades de población muy bajas (ya hablamos de la demografía como una
debilidad estratégica de los pueblos peninsulares), un país mucho más
árido y seco que los de nuestros vecinos septentrionales, donde el suministro
de agua no está garantizado. Vecinos con densidades de población tan bajas como
las nuestras, situados a una mayor distancia, de otras culturas, unidos
políticamente, algunos con estructuras imperiales capaces de devolver un golpe
-como los turcos- a tres mil kilómetros de distancia del lugar dónde recibieron
el nuestro. En España hace falta un diseño geoestratégico de la política
exterior mucho más potente y mejor pensado que en Francia o en Borgoña. Hay
puntos muy concretos en nuestro entorno que pueden ser cortados, aislando -al
hacerlo- extensas áreas geográficas, como el Estrecho de Gibraltar o los
estrechos que rodean Sicilia. Conquistar el Peñón de Gibraltar o la isla de
Malta no es equivalente a tomar una ciudad -por muy importante que sea- en el
área renana, flamenca o en el Franco Condado. Los dos puntos citados tienen
-ambos- la llave del comercio mediterráneo. Es gravísimo, por tanto, tener
políticos dirigiendo nuestro país tan pedestres como para ser capaces de cambiar
-al mismísimo Napoleón- la Luisiana americana (dos millones de kilómetros
cuadrados de praderas habitadas por indios) por el reino de Etruria, en Italia
(la ciudad de Florencia y sus alrededores), como hizo Carlos IV en 1802.
Como dijimos más arriba, 1640 marcó el punto
de inflexión del modelo político de los Habsburgo españoles, lo que ha sido
interpretado por la historiografía tradicional como el comienzo de la
decadencia española. En realidad el Imperio español seguía contando con un
formidable potencial, capaz de batir a cualquier adversario que individualmente se le pusiera
por delante, aunque se tratara de Francia o de Inglaterra. Pero la estructura
social, fuertemente oligárquica, del país y la propia interiorización por parte
de las élites españolas de la propaganda política de sus adversarios le
impidieron aprovechar todas las ventajas comparativas que éste seguía teniendo,
empezando por su extraordinaria profundidad estratégica, tanto a nivel
peninsular como en sus imperios americano y mediterráneo.
Los imperios ibéricos, ya en los siglos XVI y
XVII eran multiecológicos, condición que sus competidores septentrionales
empezaron a adquirir sólo a partir del siglo XVIII. Por eso casi todo el
comercio intercontinental durante aquellas dos primeras centurias tenía que
seguir girando alrededor de sus estructuras imperiales. Y siguió siendo así,
mayoritariamente, durante el XVIII.
Cuando los borbones se ponen al frente del
Imperio español, a partir de 1701, toma el poder una dinastía francesa que se
había ido fortaleciendo a lo largo del siglo XVII... ¡luchando contra
España! Y la estrategia que habían diseñado para enfrentarse con sus
adversarios españoles era reforzar el centralismo político en el país galo.
Lo que ha hecho fuerte a nuestro país
históricamente ha sido, precisamente, su diversidad. Algo que ha escapado
siempre a la comprensión de las mentes continentales, tanto europeas como
norteafricanas, que proceden de países monocromáticos y son incapaces de
entender cuál es la ventaja que aporta la diversidad.
Y las ventajas que aporta son,
fundamentalmente, la resiliencia y la profundidad estratégica. El
pueblo español nunca será completamente derrotado por ningún adversario
continental, proceda de Europa o de África, precisamente debido a esa
diversidad ecológica del país. Siempre habrá alguien incubando, en algún
extremo del mismo, una respuesta inimaginable para su adversario. Los continentales parten de ventajas comparativas de tipo cuantitativo,
mientras que las ventajas de los ibéricos son cualitativas, y así lo han venido
demostrando históricamente. Aquí hay muchos más disidentes per cápita
que en ningún otro lugar, mucha gente improvisando –que sirven de materia prima
a otros improvisadores- y, en consecuencia, acelerando los procesos evolutivos
aunque después no puedan rentabilizarlos por su proverbial debilidad
demográfica, es decir, cuantitativa.
En un país tan diverso las resistencias se
enquistan, se alargan en el tiempo, van paulatinamente mutando y acumulando
fuerzas hasta que se convierten en un vendaval que lo arrastra todo a su paso.
Por eso dije hace tiempo que lo temible de los españoles no son sus ataques
sino sus defensas y sus posteriores contraataques. Esa es la base fundamental
de lo que en su día llamé “la respuesta
multimodal española”.
El Imperio español en América, al que llamé
“El Imperio transversal”, ha sido el primer gran imperio multiecológico de la
Historia de la Humanidad, y precisamente por eso cambió para siempre todas las
dinámicas históricas y las correlaciones de fuerzas que había en todo el
planeta Tierra. Por eso desató un proceso de cambios sociales, políticos y
tecnológicos irreversible que no ha parado desde entonces, y por eso ha tenido
–y tiene- tantos denostadores, dado que es imposible volver a dejar las cosas
tal y como estaban antes de que los españoles se pusieran en movimiento. Pero
el primer imperio multiecológico sólo pudo ser construido por los habitantes de un país
multiecológico, y el único que reunía esas características (al menos por esta
parte del mundo) era precisamente el nuestro.
En 1701 llega al poder en nuestro país una
dinastía que procedía de la gran potencia continental europea de su tiempo, del
rival más enconado que teníamos y que había sido capaz de resistir el vendaval
español precisamente porque presentaba
ventajas comparativas ¡opuestas a las nuestras! Francia era un país llano,
sin obstáculos interiores, bien regado, densamente poblado, que desarrolló un
modelo político centralista para defenderse porque España la llegó a atacar por los cuatro puntos cardinales casi
simultáneamente. Fue esa fuerte concentración del poder la que le permitió
contraatacar algún tiempo después (cuando España ya no cubría todas sus
fronteras y sus enemigos dejaron de coordinarse).
Trasladar a España el modelo político
francés es un suicidio estratégico. Es el principio del fin. Y eso fue lo
que hicieron los borbones. Primero fueron los cortesanos de Felipe V, pero el
mazazo final lo dio el máximo arquetipo de la modernidad: Carlos III
(1759-1788).
El modelo radial y centralista diseñado por
“el rey alcalde”, aplicado al país con mayor diversidad paisajística del mundo,
donde la naturaleza se llevó millones de años esculpiendo regiones naturales
estancas, es un suicidio político, como la evolución de los acontecimientos
históricos no tardó ni una generación en demostrar. Ya les mostré hace tiempo
el efecto que tuvo esa política sobre Andalucía[2].
Estoy seguro que un estudio detallado realizado sobre cualquier otra comunidad
española (excepto Madrid) en esa misma época vendrá a reforzar las conclusiones
a las que llegué para el caso andaluz.
Carlos III murió en 1788 y fue relevado por su
hijo Carlos IV. Un año después tuvo lugar la Revolución Francesa y a
partir de ahí vamos viendo desarrollarse en España una verdadera antología del
disparate, a través de la cual los “afrancesados” españoles parece que hubieran
entrado en una competencia para ver quién desintegraba antes nuestro país.
Las medidas que Carlos III tomó en Andalucía
-a través de su plenipotenciario Pablo de Olavide- para “acabar con el
bandolerismo” tuvieron la virtud de multiplicar por varios dígitos el número de
bandoleros y convertir a éstos en verdaderas leyendas. A partir de entonces
veremos desplegarse por el territorio a Diego Corrientes, (contemporáneo
suyo, que tuvo el honor de abrir la Edad de Oro del bandolerismo andaluz
(1766-1832)), al que siguieron “Los siete niños de Écija”, José María
“el Tempranillo” y, finalmente, el más grande pero menos conocido de todos:
Juan Caballero, que fue capaz de poner de rodillas al absolutismo
monárquico de Fernando VII y obligarlo a firmar el “Indulto General” de
1832.
Después de que Carlos IV demostrara sus dotes
de estadista entregando a los turcos -en tiempo de paz- el Oranesado
(1792), que había permanecido en manos españolas desde 1509, cambiando después
a los franceses la Luisiana (actuales estados norteamericanos de
Lousiana, Arkansas, Missouri, Iowa, Minnesota, Dakota del Norte, Dakota del
Sur, Nebraska, Kansas, Oklahoma, Montana, Wyoming y el NE de Colorado) por el
reino de Etruria en Italia (la ciudad de Florencia y sus alrededores) en
1802 (para coronar allí a un sobrino suyo que reinaría hasta 1807, fecha en la
que los franceses lo vuelven a conquistar), poniendo en 1805 a la armada
española bajo mando francés en la batalla de Trafalgar, pactando con
Napoleón un reparto de Portugal (que significaba permitir que los ejércitos
franceses rodearían, a partir de entonces a España por el norte, por el este y
por el oeste) y, para rematar la faena, permitiendo que los ejércitos que debían
invadir Portugal pasaran por España y nos invadieran también a nosotros de
camino, pudimos ver -finalmente- las “virtudes” del centralismo borbónico en
acción en la Guerra de la Independencia española (1808-1814).
Como España había sido entregada a los franceses por Carlos IV y sus cortesanos -capitaneados por Godoy- serán
éstos los que utilicen la red radial de Carlos III por primera vez en tiempo
de guerra... ¡Y perdieron! El General Castaños demostró en Bailén
(1808) como se puede usar esa red contra el poder central. Bastó que sus tropas
se acercaran al Desfiladero de Despeñaperros para que sus enemigos se
dieran cuenta de que las fuerzas que tenían en Andalucía podían quedar aisladas
del resto y se precipitaran sobre el lugar donde éste los estaba esperando. Esa
acción militar no hubiera sido posible cincuenta años antes, porque entonces
había otras vías de acceso posibles hacia Andalucía, que los hombres de Carlos III se habían encargado de destruir. Los
derrotados, esa vez, fueron los invasores (algo que nadie había previsto), pero
si un grupo de separatistas andaluces se hubiera levantado en armas contra el
estado borbónico lo habría tenido mucho más fácil después del reinado de Carlos
III que antes del mismo. Y lo que decimos de Andalucía también vale para otros
territorios de nuestro país. El sistema radial es fácil de cortar...
desde luego desde el centro (que es lo que Carlos III buscaba), pero también
desde la periferia.
El siglo XVIII español es un período complejo
en el que nuestro país puso de relieve varias veces su extraordinario potencial
que, sin embargo, después no fue capaz de rentabilizar convenientemente. Tras
las significativas pérdidas territoriales sufridas en la Guerra de Sucesión
(1701-1713), poco después demuestra una importante recuperación, tanto en el
Mediterráneo como en América. La mayor parte de los choques armados librados
después de 1713 se saldan con victorias.
En el Mediterráneo pasan al ataque ya en 1717,
reconquistando Cerdeña, y en 1718 Sicilia. Las devuelven poco después tras un
acuerdo internacional, pero en 1734 retornarán, creando el estado satélite de
las Dos Sicilias, que se mantendrá en la órbita española hasta los
tiempos de Napoleón Bonaparte.
En América la Guerra del Asiento
(1739-1748), la de los siete años (1756-1763) y la de Independencia
de Estados Unidos (1776-1783) son los choques armados más importantes que
se dieron durante ese siglo. En todos ellos los españoles o bien consolidan sus
posiciones de manera bastante clara o, incluso, obtienen ventajas territoriales
importantes, Mientras tanto las misiones españolas se extienden por todo el
suroeste de los actuales Estados Unidos de Norteamérica, y también en los
actuales Paraguay y Uruguay. En las Malvinas se nombra un gobernador en 1766.
En 1789 fundan la colonia de Santa
Cruz de Nuca, en la costa del Océano Pacífico de la actual Canadá. En 1788
una expedición española, dirigida por José María Narváez contacta con
otra rusa en el territorio de la actual Alaska. La expedición Malaspina
(1789-1794) fue una de las más ambiciosas llevadas a cabo en todo el siglo
XVIII por ningún país europeo en el ámbito científico. Y en 1804 la de Francisco
Xavier De Balmis difunde por las provincias españolas de América y de Asia
la primera versión de la vacuna de la viruela.
Como podrá ver el siglo XIX sorprende al
Imperio español en la cumbre de su poder militar ultramarino, en el momento de
máxima expansión territorial de toda su historia y dando pasos firmes en el
plano de la ciencia.
Y si esto es así en el año 1800 ¿Qué fue lo
que pasó entre esa fecha y 1825? Bastó una generación para que todo aquél
impresionante edificio se derrumbara.
¿Recuerda el lector lo que le dijeron en la
escuela sobre ese período de nuestra historia? No, ¿verdad? Sólo sabemos que
los franceses invadieron nuestro país en 1808, que estalló la Guerra de la
Independencia española (1808-1814) y algunos también saben que nuestras
provincias americanas aprovecharon la coyuntura para independizarse. Y nada
más.
Hasta ese momento, nominalmente al menos,
seguían gobernando en España los borbones. Se supone que teníamos un rey
español y que éramos un país independiente. Aquella ficción saltó por los aires
precisamente ese día.
Sin embargo, los lectores de mediana edad sí
recordarán haber oído hablar en el colegio de los austrias mayores (Carlos I y
Felipe II) y de los austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II). De lo
buenos gobernantes que fueron los primeros y lo malos que fueron los segundos,
que fueron los que precipitaron la “decadencia española”. España tenía
que ser ya un país decadente cuando coronaron al primer Borbón porque si no
resulta que la culpa del hundimiento del Imperio... es de los borbones, algo que resulta obvio a la vista de los
acontecimientos históricos.
[1] http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/07/el-capitalismo-como-consecuencia-logica.html
[2] Léanse los artículos de este blog: “La
Ultraperiferia” (http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/01/la-ultraperiferia.html),
“La utopía de Pablo de Olavide” (http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/01/la-utopia-de-pablo-de-olavide.html),
“Andalucía, tierra ocupada” (http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/02/andalucia-tierra-ocupada.html), y “El bandolerismo andaluz” (http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/02/el-bandolerismo-andaluz.html).
[3] “Un momento crítico”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/05/un-momento-critico_3590.html