domingo, 12 de febrero de 2012

La Génesis de nuestra identidad

En el año 813 de nuestra era se “descubrieron”, en un lugar de Galicia llamado Compostela, los restos mortales del apóstol Santiago. El rey Alfonso II de Asturias decidió levantar en el lugar una iglesia, sobre la que después se construyó la actual catedral, para venerar a uno de los apóstoles más importantes de los que acompañaron a Jesús.

¿Qué sentido tiene que, a principios del siglo IX, en el corazón de la Galicia celta, aparezcan nada menos que los restos del apóstol Santiago? Todo el mundo sabe -y sabía- que Santiago murió en Jerusalén. Y además ¿Por qué precisamente Santiago y no cualquier otro de los discípulos de Cristo?

Todas esas incógnitas fueron investigadas y analizadas detenidamente por uno de nuestros mejores historiadores: Américo Castro. Y llegó a algunas conclusiones sorprendentes que nos ayudan a entender no sólo aquél suceso aislado de nuestra historia, sino el sentido completo de la misma. Nada menos que los orígenes de nuestra conciencia como pueblo.

Santiago (San Jaime para los catalanes, San Jacobo o San Diego como versiones alternativas, pues en todos estos casos se trata de la misma persona) no es el patrón de España por casualidad. Es un pilar fundamental de nuestra identidad colectiva. Lugar de peregrinación continental, santo guerrero que se apareció a los combatientes en el corazón de batallas medievales míticas -como la de Clavijo- al frente de los ejércitos cristianos; revulsivo que catalizaba, en lo más duro del combate, toda la rabia del que veía que la lucha se perdía. ¡Por Santiago! Era el grito de guerra que precedía a la carga de la caballería cristiana contra las fuerzas musulmanas. Después de oírlo lo que seguía era el fragor sangriento del choque entre dos ejércitos decididos a aniquilarse.

Algo muy poderoso se esconde detrás de ese “descubrimiento” medieval, detrás de esa fe ingenua pero poderosa, capaz de conducir a la muerte a miles de hombres decididos y valientes, dispuestos a luchar hasta el último suspiro, hasta el último latido de su corazón.

Aquellos hombres no eran suicidas, pero tenían una fe ciega en su propia causa. Tenían muy claro lo que querían, quienes eran y que estaban haciendo allí. Eran hombres libres defendiendo su propia forma de vida, su identidad y su libertad.

Frente a ellos un ejército decidido a imponer unas creencias y un modo de vida con la punta de la espada. No fue una buena idea esa de imponerle nada a un pueblo guerrero. 

La gente cree que los musulmanes invadieron España una vez (en el 711). Sólo cuentan las campañas de Tarik y de Musa. Se olvidan de los almorávides (siglo XI), de los almohades (siglo XII) y de los benimerines (siglo XIII). Se olvidan nada menos que de la Era de las Invasiones Africanas completa (1086-1344), que va desde Sagrajas (1086) hasta El Salado (1340), pasando por Uclés (1108), Alarcos (1195), Las Navas de Tolosa (1212)… batallas en las que combatieron decenas de miles de hombres en cada una de ellas, batallas en las que murieron decenas de miles de combatientes. Los cálculos más reducidos que hacen los historiadores para Las Navas de Tolosa es de 60.000 hombres en el lado musulmán y 40.000 en el cristiano, cuando el reino de Castilla (León en ese momento no formaba parte de él, ni participó en esa batalla), que aportó –al menos- las ¾ partes de los combatientes cristianos, podía tener una población aproximada de 2 millones de habitantes. Hagan ustedes los cálculos de lo que eso significaba y se darán cuenta de que cerca del 10% de su población masculina adulta tomó parte en esa batalla. Y no era el 10% más marginal de la población precisamente, allí estaba toda la aristocracia y todas las clases medias del país (los hidalgos, literalmente “hijos de algo”, es decir, todo el que tenía algo que defender, algo por qué luchar). Buena parte de esos contingentes lo componían las milicias ciudadanas, reclutadas y encuadradas por los concejos municipales (los ayuntamientos). Al olvidarnos de la Era de las Invasiones estamos ignorando dos siglos y medio de nuestra historia, de la época en la que se forjó nuestra identidad colectiva, en la que cristalizó nuestro pueblo y se polarizaron nuestras mentes. Si nos olvidamos de esto, entonces no entenderemos nada.

Pero vayamos al principio. ¿Por qué Santiago? Pues porque Santiago era, para los cristianos españoles del siglo IX, literalmente, el hermano de Cristo. Hermano carnal, de padre y de madre. Una tradición que se fue perdiendo a partir del siglo XI. De esta carnalidad podrán ya deducir, de manera clara, la fuerte componente arriana de las creencias de los cristianos españoles altomedievales, contemporáneos de los adopcionistas mozárabes (arrianos versión 2.0) que seguían al arzobispo Elipando de Toledo (fallecido el año 808) y al obispo Félix de Urgel (muerto el 818).

Y ¿Qué pintaban los restos de Santiago en Galicia? En principio puede que nada, aunque una tradición medieval, algo más antigua, venía afirmando que unos discípulos suyos, de origen gallego, trajeron los restos después de su muerte. Pero mírenlo de otra manera y ahora lean lo que escribió al respecto Américo Castro:

Los musulmanes habían extendido sus dominios desde Lisboa hasta la India impulsados por una fe combativa, inspirada en Mahoma, apóstol de Dios. Los cristianos del Noroeste poseían escasa fuerza que oponer a tan irresistible alud, y millares de voces clamarían por un auxilio supraterreno que sostuviera sus ánimos y multiplicara su poder. Cuando las guerras se hacían más con valor y unidad de decisión que con armamentos complicados, el temple moral del combatiente era factor decisivo.”.... “Desde hacía siglos corría por España la creencia de que Santiago el Mayor había venido a predicar allá la fe cristiana”.... “Más en el siglo IX, no sólo era urgente la predicación de Santiago vivo, sino además la presencia de su sagrado cuerpo”.... “Santiago se irguió frente a la Kaaba mahomética como alarde de fuerza espiritual”[1]

Santiago (basílica) como anti-Kaaba. Santiago (apóstol) frente a Mahoma. Peregrinación a Santiago frente a peregrinación a La Meca. Esa es la idea. Y tiene todo el sentido del mundo. Está plenamente contextualizada. Formas de culto cristianas con lógica interna musulmana. Si los musulmanes se cargan las pilas (espiritualmente hablando) cada vez que peregrinan a La Meca, los cristianos lo harán peregrinando a Santiago. Se está montando un juego de oposiciones (tal y como hablé hace varias semanas en el artículo “las fronteras intangibles”) para articular la resistencia frente al Islam, para defender la identidad propia frente a las agresiones ajenas. Y la propuesta resultó un éxito rotundo. Fue esa construcción ideológica, adecuadamente interiorizada y articulada, la que puso los cimientos de nuestra identidad colectiva, la roca sobre la que se asentó el edificio que hoy llamamos España.

Y los españoles construyeron su propia Meca... Hasta que el Vaticano se dio cuenta de lo peligrosa que era esa idea. Podía saltar por los aires todo el castillo de naipes europeo. La España cristiana podía convertirse en una nueva Arabia que extendiera una nueva religión, asentada sobre el sustrato del arrianismo visigodo y remozada con influencias musulmanas. Una nueva religión guerrera, que replicaba, en versión cristiana, la yihad musulmana y veía a los santos combatiendo en el campo de batalla. Si esta propuesta tenía éxito, el Papa podía terminar pidiendo asilo político en Bizancio. El culto al apóstol Santiago, en Compostela, llevaba rumbo de colisión directa con el catolicismo romano. Durante doscientos años se sucedieron las llamadas al orden por parte de Roma, las excomuniones de obispos (Cresconio, año 1049) y las condenas a esos clérigos guerreros que vestían y vivían como soldados.

La ciudad de Santiago aspiró a rivalizar con Roma y Jerusalén, no sólo como meta de peregrinación mayor. Si Roma poseía los cuerpos de san Pedro y san Pablo, si el Islam que había sumergido a la España cristiana combatía bajo el estandarte de su profeta-apóstol, la España del siglo IX, desde su rincón gallego, desplegaba la enseña de una creencia antiquísima, magnificada en un impulso de angustia defensiva, y sin cálculo racional alguno. La presencia en la casi totalidad de España de una raza poderosa e infiel avivaría, necesariamente, el afán de ser amparados por fuerzas divinas en aquella Galicia del año 800.[2]
….
“Durante el obispado o pontificado de Diego Gelmírez (1100-1140), período de máximo esplendor para Santiago, aquel magnífico personaje instauró en su corte pompa y honores pontificiales; muchos lo censuraban, y le recordaban “que algunos de sus antepasados habían pretendido nada menos que equiparar su iglesia con la de Roma”[3]. Gelmírez nombró cardenales, que vestían paños de púrpura; recibía a los peregrinos Apostolico more, como si fuera, en efecto, el Papa”[4]
“Santiago y Roma eran dos islotes de la cristiandad que durante el siglo X se ignoraron uno a otro”[5]
….
“Yo, Ordoño [se trata del rey de León Ordoño III (951-956)], príncipe y humilde siervo de los siervos del Señor, a vos, ínclito y venerable padre y señor Sisnando, obispo de nuestro patrón Santiago y pontífice de todo el orbe, os deseo eterna salud en Dios nuestro Señor”[6].

Tras doscientos años de hostilidad mutuas, Roma decidió cambiar de táctica. A los aguerridos y testarudos españoles por las malas no se les puede imponer nada. ¿Y si lo intentaran por las buenas? ¿Qué tal si prepararan un detallado plan de infiltración paulatina con objeto de “convencerlos”? 

Y se trazó el correspondiente plan. Y se designó al agente que tenía que ponerlo en marcha: La orden cluniacense. Paso a paso, por fases, como los romanos mil años antes. Es la única manera de enfrentarse con los españoles con ciertas posibilidades de éxito, la única forma de derrotarlos. Claro que hay que tener un temple de acero, una claridad meridiana en las ideas y una fría inteligencia para llevar adelante ese plan. Está claro que sólo la Iglesia de Roma reúne esas características.

Desde principios del siglo XI, se va desplegando el plan, que debía iniciarlo “una mano inocente”, que no despertara suspicacias. Se eligió para ello al Duque Guillermo V de Aquitania (969-1030), vecino y amigo personal de Sancho III el Mayor de Navarra, cuya tercera esposa (la de Guillermo) fue Inés de Borgoña, hija de Otto-Guillermo, duque de Borgoña. En Borgoña estaba situada la casa central de la orden de Cluny, que se construyó sobre un solar donado un siglo antes por otro duque de Aquitania (Guillermo I). Los cluniacenses tenían línea directa con Guillermo y también con el Papa. Igualmente tenían monasterios en Aquitania.

Nuestro duque era un hombre muy piadoso: “desde su juventud acostumbraba a visitar todos los años la morada de los apóstoles en Roma, y el año que no iba a Roma, sustituía aquella devota peregrinación por la de Santiago de Galicia”[7]. Había un señor feudal -en el sur de Francia- empeñado, a principios del siglo XI, en conciliar los dos polos enfrentados de la cristiandad europea de su tiempo, alternando las peregrinaciones a Roma y a Santiago. Este hombre se dedicó a cultivar su amistad con los reyes de Navarra (el ya citado Sancho III) y de León (Alfonso V). En esa auto-asumida función mediadora entre los dos polos opuestos, se dedicó a difundir en Francia el culto a Santiago y la peregrinación a la sede compostelana y, en España, las virtudes de la renovación religiosa que encarnaba la orden cluniacense.

En ambas direcciones cosechó un éxito notable. Conforme los reyes españoles vieron aumentar el flujo de peregrinos franceses en la ruta jacobea vieron una oportunidad de hacer negocios, incrementar su prestigio e, incluso, reclutar soldados para luchar contra los musulmanes y colonos para sus repoblaciones en las fronteras meridionales. Pronto descubrieron que los cluniacenses podían ser el vehículo indicado para hacer todo esto posible. Estos monjes llegaron a la corte navarra de la mano de nuestro citado duque y pronto recibirían una primera donación (a modo de experiencia piloto): los monasterios de San Juan de la Peña y de San Salvador de Leire (año 1022), a los que siguió –en 1033- el monasterio de Oña. Cuando el rey Sancho donó este último afirmó que "era entonces desconocido en toda nuestra patria el orden monástico, el más excelente de los órdenes de la Iglesia"[8].

A partir de ese momento los cluniacenses se despliegan por toda la España cristiana, de la mano de los hijos y herederos de Sancho III (que acabaron gobernando en todas partes, excepto en Cataluña). Sobre este asunto recurrimos de nuevo a la mirada de Américo Castro, que nos ilustra con nitidez el sentido estratégico de la operación:

“Para los monarcas hispanos la peregrinación... [a Santiago de Compostela se convirtió pronto en] ... una fuente de santidad, de prestigio, de poderío y de riqueza, que el monacato nacional no estaba en condiciones de aprovechar suficientemente. Fue preciso traer "ingenieros" de fuera para organizar un adecuado sistema de "do ut des" entre España y el resto de la cristiandad, y realzar así la importancia de los reinos peninsulares frente al Islam y respecto de Europa.” [9]

Los cluniacenses como estrategas, como “ingenieros sociales” (esas son sus palabras), que diseñan el modelo de relación que España mantendrá con el resto de la cristiandad a partir de ese momento. Son, en definitiva, los cerebros que articulan la relación entre España y Europa desde entonces.

El proceso de romanización del cristianismo español siguió avanzando. El siguiente paso consistió en presionar a los reyes para que adoptaran el rito romano en la liturgia peninsular, algo que consiguieron en 1076 en Navarra y Aragón y en 1080 en Castilla y León. Después el Papa reivindicará la supremacía de su poder temporal sobre los reinos ibéricos, basándose en la falsa “Donación de Constantino”, lo que tensará extraordinariamente la relación con el reino de Castilla e influirá bastante en el proceso de consolidación de la independencia del reino portugués, etc. Como curiosidad historiográfica hay que decir que al papado le costó más de 350 años conseguir que los reinos españoles adoptaran, para medir el tiempo, la Era Cristiana. Establecida -en Castilla- en las cortes de Segovia ¡de 1383! (Y en Portugal en 1422). Hasta entonces había estado vigente la Era Hispánica, con la misma secuencia mensual que la cristiana pero que empezaba a contar el tiempo a partir del año 38 a.C.

Y de la mano de los cluniacenses llegaron los nobles borgoñones. Alfonso VI de León y de Castilla les abrió la puerta de par en par. Primero contraerá –él- matrimonio -en 1079- con Constanza de Borgoña (hija del duque Roberto I de Borgoña y tía de los duques Hugo I y Eudes I de Borgoña). Después vendrán los matrimonios de sus hijas Urraca (futura reina de Castilla) con Raimundo de Borgoña (hijo del conde Guillermo I de Borgoña y hermano del papa Calixto II) en 1090 y de Teresa (madre del futuro rey de Portugal Alfonso I Enríquez) con Enrique de Borgoña (nieto del ya citado Roberto I, sobrino -por tanto- de Constanza y primo-hermano de Raimundo). Cuando Urraca y Raimundo se casaron recibieron, como dote, nada menos que el reino de Galicia, en calidad de feudo. Cuando Teresa hizo lo propio con Enrique recibieron el norte de Portugal, embrión del reino que fundará su hijo algunos años después.

Estos matrimonios y donaciones son sólo la punta del iceberg que nos ilustran la fuerte penetración extranjera, fundamentalmente borgoñona, en todo el occidente ibérico, de tal manera que durante los primeros años del siglo XII se produce, tanto en el reino castellano-leonés como en el nuevo estado portugués (que aparece en ese momento) un verdadero golpe de estado borgoñón-cluniacense que durará, en Castilla, hasta la muerte de Pedro I el Cruel (1369). En ambos reinos (el castellano-leonés y el portugués) se instaurarán dinastías que la historiografía denomina sin tapujos como “borgoñonas”. Es un proceso histórico muy parecido al de la toma del poder por los normandos en Inglaterra, con la diferencia de que en Inglaterra existe una clara conciencia de que tal proceso existió (y se percibe, consecuentemente, como una imposición extranjera. Todos estamos hartos de ver películas de Robin Hood en las que los normandos se enfrentan con los sajones) y en la Península Ibérica no hay conciencia alguna de ello. Un ejemplo que nos ilustra esto con meridiana claridad es que la primera persona que el Papa nombró como Cardenal Primado de España (un cargo que se creó a finales del siglo XI), Bernardo de Salvitat, no era español, sino cluniacense y borgoñón.

¿Cómo fue posible este golpe de estado? Pues, la verdad es que los musulmanes ayudaron bastante. En realidad Alfonso VI abrió las puertas de Castilla de par en par a cualquier guerrero que viniera dispuesto a unirse a las mesnadas castellanas, para poder hacer frente a la terrible invasión de los almorávides (1086). Podría intentar explicarles lo serio de esa amenaza con palabras, pero lo comprenderán mejor con un mapa:


Lo verde es el Imperio almorávide. (Mapa procedente de Wikipedia).

La batalla de Sagrajas (1086) fue un choque frontal de dos trenes que circulaban en dirección contraria: una Castilla que avanzaba hacia el sur a toda velocidad y un imperio musulmán que avanzaba hacia el norte, más rápido todavía… ¡¡desde las orillas del río Senegal!! (Sí, lo más oscuro es donde todo empezó. Las flechitas, como podrán ver, arrancan desde ahí).

El choque fue tan brutal que cambió la Historia de la Humanidad, pero en Europa no se han enterado bien todavía de lo que pasó y siguen considerándolo un conflicto menor a pesar de que, desde ese momento, ya nada sería igual.

¿Por qué cambio todo a partir de ese momento? El “encontronazo” hispano-almorávide no pasó desapercibido en Europa. Durante el siglo XI se había producido un intenso proceso de integración de la Península Ibérica en la misma. Los peregrinos de Santiago difundían por ella gran cantidad de noticias procedentes de nuestro país. Los cluniacenses tenían su principal fuente de ingresos económicos en España y el Papa estaba intentando crear una especie de federación teocrática de reinos, concebida al modo feudal, en la que todos los reyes europeos fueran vasallos suyos y él acumulara, no sólo el poder espiritual que, como líder religioso ya tenía sino, también, el poder temporal. Pero es muy difícil liderar un mundo de guerreros si tú no eres uno de ellos.

Los españoles aguantaron, a pie firme, la tremenda embestida almorávide y mostraron al mundo, de esa manera, cuál era el camino a seguir. Una gran cantidad de nobles, grandes y pequeños, de más allá de los Pirineos, se incorporaron a las mesnadas peninsulares y aprendieron, en el campo de batalla, como se peleaba por estas latitudes. Fueron encuadrados en ellas como uno más y, cuando tenían oportunidad de hablar con los suyos, no dejaban de contar, con todo lujo de detalles, las características del enfrentamiento entre moros y cristianos. El Papa comprendió que era el momento de dar un paso al frente, pues la relativa “docilidad” reciente de los “bárbaros” españoles ante la Santa Sede tenía mucho que ver con la situación de emergencia nacional que estaban viviendo en ese momento concreto. Cuando pasara el peligro no habría nadie en Europa capaz de contenerlos. Así que era el momento de abrir frentes alternativos de lucha contra el Islam en los que los ibéricos no estuvieran implicados. Frentes que sirvieran de entrenamiento al resto de pueblos europeos y que, de camino, convirtieran al Papa en el estratega supremo de la Cristiandad.

Y el Papa se inventó las cruzadas. En 1099 (trece años después de Sagrajas) los cruzados entraban en Jerusalén. Es altamente probable que si no hubieran existido los almorávides tampoco habría habido cruzadas. Los musulmanes, que carecían (desde varios siglos atrás) de la unidad de mando que los cristianos del siglo XI tenían, no podían imaginar que una agresión musulmana en una punta del Mediterráneo podría provocar una respuesta idéntica, por parte cristiana, en la punta contraria. Tampoco que sus llamadas a la yihad, podrían provocar en los “infieles” una anti-yihad más fuerte todavía. En cualquier caso, como las guerras suelen terminar beneficiando siempre a los más fuertes, resultó que el más fuerte en ese momento era el Papa, y que la guerra le sirvió para reforzar su papel dentro de la cristiandad, aunque también para acelerar los procesos históricos y desencadenar nuevos desarrollos que, a la postre, lo terminarían debilitando.

¿En que desembocaron los procesos históricos que se habían ido desarrollando en la Península Ibérica a lo largo del siglo XI? Pues en que fue el punto de arranque de una relación subordinada, desde el punto de vista estructural, de los españoles con respecto a las grandes fuerzas que lideraron el proyecto europeo desde entonces. Cómo tuvo lugar ese proceso lo veremos la semana que viene.


[1]CASTRO, AMÉRICO: España en su historia. Editorial Trotta. Madrid. 2004.
[2] Américo Castro. Ibid. P. 242-243
[3] A. López Ferreiro, Historia de la Iglesia de Santiago, III, p. 274.
[4] Américo Castro. Ibid. p. 230.
[5] Américo Castro. Ibid. P. 229.
[6] Citado por Américo Castro. Ibid. p. 229
[7] Ademar de Chabannes, en Patrologia, P.L., 141, col. 56.
[8] A. de Yepes, Crónica general de la orden de San Benito, 1615, fol. 467.
[9] Américo Castro. Ibid. P. 256.

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