Cristóbal Colón en la corte de los Reyes Católicos. Cuadro de Juan Cordero (1850)
El
reinado conjunto de los Reyes Católicos marca un punto de inflexión en la
Historia de España. Esos años transformaron profundamente nuestro país y, más
aún, nuestra relación con el mundo, conectando de manera brillante el Medievo
peninsular con el mundo moderno global, cuyas características han sido
fuertemente condicionadas por el legado que ambos monarcas dejaron.
Isabel I de Castilla
y Fernando II de Aragón que, como ya
vimos, eran primos, cierran, cada uno en su reino respectivo, el período
dinástico de la casa de Trastámara, que abordamos en un capítulo anterior[1],
dinastía que llegó a gobernar simultáneamente en Castilla, Aragón, Navarra y
Nápoles.
En
sus años de gobierno (1474-1516) se unieron esos cuatro reinos, se conquistó el
último reducto musulmán de la Península Ibérica (el reino nazarí de Granada),
se terminaron de conquistar las islas canarias, se tomaron varias plazas en el
norte de África (Melilla, Mazalquivir, Orán, Bujía y Trípoli), se descubrió
América, los españoles se extendieron por las grandes Antillas (La Española,
Cuba, Puerto Rico y Jamaica), así como por el Istmo de Panamá (al que llamaron Castilla del Oro), desde donde
descubrieron el Océano Pacífico, en 1513, al que bautizaron entonces con el
nombre de Mar del Sur. También alcanzaron
un acuerdo con Portugal (el Tratado de
Tordesillas, de 1494) a través del cual los dos países ibéricos se
repartieron –literalmente- el mundo, estableciendo como línea de separación
entre ambos dominios el meridiano que pasa a 370 leguas al oeste de las islas
de Cabo Verde (y su contraparte en las antípodas).
También
se establecieron las primeras bases del cuerpo normativo que se terminará
conociendo como “Leyes de Indias”. En
ese reinado tuvo lugar igualmente el establecimiento de la Inquisición española
y la expulsión de los judíos.
Como
podemos ver se trata de un periodo histórico sumamente denso, en el que
tuvieron lugar multitud de acontecimientos de gran calado histórico y que
cambiaron toda la correlación de fuerzas a nivel planetario, desencadenando un
proceso al que hoy llamamos “globalización”.
El punto de partida
Este
es el mapa político de la Península Ibérica en 1474, que marca el punto de
partida del reinado de Isabel I en
Castilla:
La Península Ibérica en 1474. (Fuente: Wikipedia)
Como
podemos ver en él, aún coexisten cinco estados diferentes en la Península
Ibérica, el más poblado, extenso y poderoso de los cuales es el reino de Castilla y León, al que acababa de
acceder al trono Isabel. Tenía entonces una extensión territorial de 385.000
km² y una población de algo más de cuatro millones de habitantes, lo que venía a
representar aproximadamente los 2/3 de toda la población peninsular y un 64%
del territorio[2]. Esta
formación política bajomedieval era el resultado de la unión de los reinos de
Castilla y de León en 1230, que se había anexionado desde entonces el valle del
Guadalquivir y la región de Murcia, así como varias de las islas canarias (Lanzarote,
Fuerteventura, la Gomera y el Hierro). La lengua mayoritaria era el castellano,
aunque también se hablaban el gallego y el asturleonés en sus áreas
respectivas. El estado castellanoleonés había vivido en los últimos siglos
medievales un intenso proceso de unificación política y jurídica, un
fortalecimiento importante del poder real y un gran crecimiento demográfico,
económico y territorial. Había conseguido situarse entre los más poderosos de
Europa, participado en la Guerra de los Cien
Años, del lado francés, circunstancia que aprovechó para desarrollar una
importante marina de guerra que llevó a su flota a abrirse paso por el Canal de
las Mancha y alcanzar los puertos flamencos en el Mar del Norte, donde encontró
mercados para exportar sus excedentes, en especial la lana producida por la Mesta, la agrupación de los más
poderosos ganaderos de Castilla. La institución más representativa del reino -las Cortes- se reunía con regularidad y en
ella estaban representadas las ciudades más importantes del mismo, que habían
alcanzado una posición hegemónica dentro de ella, en perjuicio de la nobleza y
del clero.
El
intenso proceso de transformación social sufrido por el estado castellanoleonés
durante la Baja Edad Media no había sido demasiado pacífico, ya que se dieron
varias guerras civiles durante ese tiempo, importantes enfrentamientos armados
entre la corona y diversas facciones de la nobleza e, incluso, de estas entre
sí. También había habido estallidos de violencia antijudía, el más importante
de los cuales habían tenido lugar en 1391 y tuvo como consecuencia, además de
la pérdida de unas 4.000 vidas por todo el país, la conversión forzada de
muchos miles que, con el tiempo, terminaron dando lugar al fenómeno del criptojudaísmo, que caracterizaría a la
España del siglo XV y principios del XVI y que serviría de pretexto para fundar
la Inquisición en 1478.
“La
población de la Corona de Aragón alcanzaba los 865.000 habitantes sobre 110.000
km², esto es, 13,7% de los habitantes y 18,4% del territorio peninsular más
Baleares. […] Formaban
parte también de los dominios de los reyes de Aragón las islas de Cerdeña y
Sicilia”[3]
Las
instituciones de la corona de Aragón tenían un funcionamiento muy diferente de
las castellanas, lo que ha llevado a muchos autores a referirse a ellas como la
“Confederación catalano-aragonesa”:
“Los
tres reinos y el principado de la Corona de Aragón conservaban cada uno sus
instituciones y organización privativas, en unión perpetua dentro de la misma Corona,
con un mismo rey, lo que conllevaba una actitud común en muchas empresas
políticas, sobre todo en las exteriores, pero también la conservación de la
plena identidad de cada miembro en sus leyes e instituciones propias, e incluso
su desarrollo, puesto que esta realidad se consolidó desde fines del siglo XIII,
durante la Edad Media tardía.”[4]
Las
instituciones representativas de la Corona -las Cortes- no eran únicas, como
sucedía en Castilla, sino que había tres diferentes en Cataluña, Valencia y
Aragón respectivamente, careciendo de ellas tanto las islas Baleares como las
de Sicilia y Cerdeña, que también formaban parte de la misma. Esto convertía al
estado aragonés en un verdadero mosaico de instituciones políticas, que
caracterizaban a cada territorio, llegando hasta el extremo de que había
aduanas interiores que los separaban entre sí, lo que complicaba bastante las
tareas de gobierno y tuvo como consecuencia final la pérdida de protagonismo
político de las instituciones aragonesas dentro de la España unificada que se
abrió paso durante el reinado conjunto de los Reyes Católicos. Hay una frase
muy ilustrativa, atribuida a Fernando el Católico,
titular de la corona aragonesa precisamente, que define claramente el contraste
entre las formaciones políticas de Aragón y de Castilla: “No hay reinar sin Castilla”[5].
Portugal
en esa época tenía un millón de habitantes aproximadamente, y 89.000 km² (15,9%
de la población peninsular y 15,2% del territorio). Las cifras del reino de
Navarra eran de 120.000 habitantes y 11.700 km² [6].
El reino nazarí de Granada “contaría con
una población estimada entre 300.000 y 400.000 habitantes repartidos sobre una
superficie de 30.000 km2”[7].
La llegada al poder de Isabel I
Ya
hablamos en un artículo anterior del tormentoso reinado de Enrique IV[8]
(1454-1474) -hermano de Isabel-, y de los enfrentamientos que tuvieron lugar en
torno al problema sucesorio en los años finales del mismo. Su único hermano
varón (Alfonso) murió en 1468, y su hija Juana era cuestionada por muchos como
legítima heredera debido al insistente rumor de que su padre no era él, sino un
cortesano llamado Beltrán de la Cueva,
de donde deriva el apodo que recibió la princesa: “la Beltraneja”. El asunto alcanzó tal nivel que desembocó,
finalmente, en el acuerdo de los Toros de
Guisando, firmado el 18 de septiembre de 1468 entre Enrique y su hermana
Isabel:
“El
citado pacto reconocía a Isabel como heredera del trono de Castilla, en tanto
que Juana pasaba a un segundo plano. Aquel acuerdo se tomó, según los
argumentos esgrimidos en el texto del tratado, «por el bien y sosiego del reino»,
para «atajar las guerras», así como para «proveer como estos reinos no hayan de
quedar ni queden sin legítimos sucesores del linaje del dicho señor rey y de la
dicha infanta». La exclusión de Juana, la presunta hija de Enrique IV, obedecía
a que se consideraba ilegítimo el matrimonio celebrado por el monarca
castellano con Juana de Portugal.”[9]
…
“Por
ese acuerdo Isabel se comprometía a no contraer matrimonio sin el
consentimiento del rey, una cláusula que ella, sin embargo, no estaba dispuesta
a cumplir, cómo se puso de manifiesto muy poco tiempo después. La futura Isabel
la Católica estaba decidida a poner fin a la situación de desgobierno
generalizado que se extendía por el país y tenía sus propios planes al
respecto:
“Al
poco tiempo redactó un documento, dirigido a todas las ciudades del reino, en
el que señalaba que Fernando era, sin duda alguna, el rey más conveniente para
el futuro de Castilla.
Fernando,
por su parte, se desplazó desde tierras aragonesas, llegando a la localidad de
Dueñas el día 12 de octubre. […] el 18 de octubre de 1469, tuvo lugar el
esperado matrimonio de Isabel y Fernando.”[10]
Isabel
ponía a su hermano, de esta manera, ante hechos consumados (una forma de actuar
muy típica de aquellos tiempos convulsos), lo que ponía al país al borde de la
guerra civil. El 12 de diciembre de 1474 moría Enrique IV en Madrid y la guerra
se extendía por el reino de Castilla, entre los partidarios de Isabel y los de
Juana “la Beltraneja”.”[11]
En
la corte de Enrique IV se había estado barajando la posibilidad de casar a
Isabel con el rey de Portugal (Alfonso V), tío materno suyo y de mucha más
edad. El objetivo político último de este matrimonio era, evidentemente, unir
Castilla con Portugal. Lo que estaba en juego por tanto era con qué país se
uniría Castilla a la muerte de Enrique IV, si con Portugal o con Aragón. El
matrimonio entre Isabel y Fernando rompía esa estrategia y significaba un
importante giro en la política castellana.
La guerra civil (1474-1479)
Por
tanto, no sorprendió a nadie que Alfonso
V de Portugal, tras la muerte de Enrique IV, declarara su apoyo a la
sucesión de Juana al trono castellano, anunciara su futuro matrimonio con ella
y entrara en guerra contra los partidarios de Isabel, contando con el apoyo de
un poderoso sector de la nobleza. El ejército portugués penetró en Castilla por
el valle del Duero y su monarca firmó un acuerdo con Luis XI de Francia, que respaldaba las pretensiones del monarca
luso.
Debemos
recordar que Castilla había sido aliada de Francia desde la llegada al poder de
Enrique II (1369), pero Aragón se había convertido en los últimos siglos
medievales en su principal adversario geoestratégico en todo el Mediterráneo,
cortándole al país galo su expansión por el sur y neutralizando buena parte de
la influencia que había llegado a ejercer, tiempo atrás, sobre la península
italiana. El enfrentamiento entre Francia y Aragón había llevado a este último
país a aliarse con los adversarios europeos tradicionales del primero,
fundamentalmente el Ducado de Borgoña
e Inglaterra. Como vemos, el desenlace
de la guerra civil castellana tendría importantes consecuencias en la
correlación de fuerzas en Europa y esto era algo de lo que eran plenamente
conscientes todos los actores políticos del continente.
El
desarrollo del conflicto favoreció a las tropas de Isabel. En octubre de 1478
los reyes católicos firmaron con el rey de Francia el tratado de San Juan de Luz, lo que aislaba políticamente a los
portugueses y a sus aliados castellanos. En febrero de 1479 se libró la última
batalla de esta guerra (Albuera). Un mes antes (en enero) había muerto el rey
de Aragón -Juan II-, padre de Fernando, heredando éste así la corona del gran
estado del oriente peninsular. El 4 de septiembre de 1479 se firmaba entre
Castilla y Portugal el tratado de paz de
Alcáçovas. La guerra había terminado y comenzaba el proceso de integración
política de Castilla con Aragón.
El tratado de Alcáçovas-Toledo
Este
tratado que, en principio, debía cerrar –simplemente- la guerra civil
castellana tendría, sin embargo, una extraordinaria trascendencia histórica
como iremos viendo, ya que cerraba el camino a la expansión marítima castellana
por las costas atlánticas africanas más allá del archipiélago de las Canarias,
algo que condicionaría de manera importante el desarrollo de los acontecimientos
en la Era de los descubrimientos
geográficos. En él se resolvían las cuestiones siguientes:
·
“Declaró
la paz entre el reino de Portugal y los reinos de Castilla y Aragón y concluyó
las hostilidades tras la guerra de sucesión castellana (1475-1479). Alfonso V
renunció al trono de Castilla e Isabel y Fernando renunciaron a cambio al trono
de Portugal.
·
Repartió
los territorios del océano Atlántico entre Portugal y Castilla. Portugal
mantuvo el control sobre sus posesiones de Guinea, Elmina, Madeira, las Azores,
Flores y Cabo Verde. A Castilla se le reconoció la soberanía sobre las Islas
Canarias.
·
Reconoció
a Portugal la exclusividad de la conquista del reino de Fez.
·
En
paralelo se negociaron las tercerías de Moura, que resolvieron la cuestión
dinástica castellana a través de dos convenios: Juana la Beltraneja o Juana de
Castilla, rival de Isabel por el trono de Castilla, debió renunciar a todos sus
títulos castellanos y optar entre el casamiento con el príncipe heredero de los
reyes Fernando e Isabel, Juan de Aragón y Castilla, si este así lo decidía al
cumplir los catorce años o bien recluirse en un convento, opción esta última
que escogió.”[12]
La guerra de Granada
Una
vez concluida la guerra civil castellana, y unidas las coronas de Castilla y de
Aragón, la prioridad política pasó a ser la eliminación del último bastión
musulmán de la Península Ibérica, el
reino nazarí de Granada. Y a eso se dedicaron, fundamentalmente, los
monarcas durante el decenio 1482-1492.
El
emir granadino se había apoderado, en diciembre de 1481, del municipio gaditano
de Zahara de la Sierra, y los
castellanos respondieron con la toma de la ciudad granadina de Alhama, el 28 de febrero de 1482:
"Eran
los últimos días de febrero de 1482, cuando, caminando de noche, a pesar del
excesivo frío y ocultándose al rayar el alba llegaron los cristianos a un valle
cercano a Alhama, que hoy se llama Dona. Allí el Marqués de Cádiz reveló a los
soldados el objetivo de la expedición. Seguidamente mandó que descabalgasen
trescientos escuderos, que provistos de escalas y bajo las órdenes del
Comendador Martín Galindo siguieron a Juan Ortega de Prado, capitán de
escaladores. Al anochecido, cuando los escaladores llegaron a las murallas de
Alhama, guiados por Ortega de Prado, las tomaron al asalto y posteriormente se
precipitaron sobre la descuidada villa. Amanecía el 1 de marzo cuando los
soldados de Ortega de Prado descendieron desde las posiciones que dominaban en
la alcazaba, a la ciudad, abriendo una de sus puertas por las que entró el
ejército cristiano tomando posesión de la villa."[13]
Esta
ciudad ocupaba una posición estratégica para las comunicaciones entre Granada y
Málaga. La acción es considerada como el comienzo oficial del conflicto. Desde Alhama,
los castellanos empezaron a hostigar la Vega,
que era el corazón económico de la capital, y lanzaron ofensivas en dirección a
la comarca de la Axarquía, que rompían
la comunicación entre la misma y las zonas más occidentales del reino.
Los
granadinos respondieron atacando la comarca de la Subbética cordobesa, pero en la batalla de Lucena (abril de 1483) los castellanos los derrotaron y capturaron
a Boabdil, el príncipe heredero, lo
que aprovecharon para sembrar la discordia entre él y su padre, el emir Abū ul-Ḥasan ‘Alī, arrancándole un compromiso
que implicaba su colaboración en la conquista del reino a cambio de un
protectorado futuro en sus zonas más orientales. El heredero fue liberado
después, pero tuvo que dejar en su lugar como rehén a su propio hijo, que servía
así de garantía de cumplimiento del acuerdo.
Y,
en efecto, la liberación de Boabdil,
tal y como los Reyes Católicos habían previsto, desató una guerra civil en
Granada entre éste y su padre, que debía enfrentarse simultáneamente tanto a sus
enemigos externos como internos, y que fue permitiendo a los cristianos acorralar
a los granadinos poco a poco en la capital.
“A
comienzos de 1490 se daban la condiciones para que Boabdil cumpliera lo pactado
en 1487, pero una amplia facción de los habitantes de la capital, con sus
dirigentes religiosos al frente, obligó a que continuara la resistencia, tal
vez para obtener condiciones mejores de los Reyes Católicos que, después del
esfuerzo realizado en 1489, no podían organizar otra campaña semejante. En
efecto, durante 1490 se limitaron a ocupar los últimos puertos que permanecían
en poder de los musulmanes y a mantener las posiciones en la Vega, de modo que
los granadinos apenas podía salir de la ciudad.
El
golpe final llegó en 1491: la capital fue totalmente aislada desde abril, se
proyectó un asedio permanente, con escaramuzas de desgaste y cerco por hambre,
que incluyó la edificación de Santa Fe, a poco más de dos leguas de Granada (12
km), a manera de bastida principal. Pasaron los meses, y cuando la capacidad de resistencia se
debilitaba, Boabdil comenzó en secreto las negociaciones, que evitaron un
desenlace mucho más trágico, cruento e inexcusable, por más que pesara a los
partidarios de la resistencia. Las capitulaciones se firmaron el 25 de
noviembre, pero Boabdil no entregó la Alhambra hasta el 2 de enero de 1492, y
los Reyes Católicos entraron en la ciudad, ya inerme, el día 6, mientras el
emir marchaba al señorío que se le había otorgado, no ya en el este del país,
sino en las Alpujarras, donde no se desarrollaron acciones militares: era una
auténtica «montaña-refugio», densamente poblada y de difíciles accesos, pero casi
aislada de cualquier auxilio exterior. Boabdil no permanecería allí mucho
tiempo: en octubre de 1493 prefirió una indemnización y pasó al emirato de Tremecén,
con más de 6.000 seguidores, dentro de la corriente migratoria que padeció el
antiguo emirato, ya reino de la corona castellana, en los años que siguieron a
la conquista.”[14]
El problema judío:
“La
sociedad cristiana medieval considera la unidad de fe como su signo distintivo.
Sólo la fe da un sentido a la vida. Tolera a los judíos -que no forman parte de
ella- por un acto gratuito de benevolencia, argumentándolo a menudo con la
esperanza de que viendo a los cristianos se conviertan. Por tal tolerancia, los
judíos pagan una capitación personal, pero la provisionalidad del hecho no se
pierde nunca de vista, entre otras razones porque no hay más que un camino, el
del bautismo, para ingresar en el cuerpo social” (Luis
Suárez Fernández)[15].
Es
obvio que la expulsión de los judíos en los reinos españoles decretada por los Reyes
Católicos en 1492 ha sido la decisión más controvertida que tomaron a lo largo
de sus años de gobierno. Juzgar a personas que vivieron en el siglo XV desde la
óptica del XXI es, desde luego, un ejercicio bastante difícil. Ya he sostenido
en otros artículos que las religiones monoteístas surgidas del tronco judaico
sólo toleran las ajenas cuando no tienen más remedio:
“…los
monoteístas son intolerantes con las ideologías ajenas por definición, ya que
el Dios único y omnipotente es intrínsecamente excluyente, lo que deja pocas
salidas a largo plazo a las soluciones pactadas con los que no comulgan con los
dogmas oficiales. Toda la “libertad” religiosa que vemos en la actualidad en el
mundo es hija de la secularización y del cuestionamiento de los dogmas de las
religiones monoteístas.”[16]
Estas
son las razones de fondo que estaban detrás de esta decisión. Pero había otras
mucho más inmediatas, como pudimos ver en el artículo que le dedicamos a los Trastámara[17]:
“…
la gran tragedia se desencadenó en 1391: las persecuciones, muertes,
emigraciones y bautismos de aquel año son el verdadero punto de partida para
comprender la realidad social de judíos y judeoconversos en el siglo XV.
…
Fueron,
pues, los cambios en la realidad social y no las transformaciones doctrinales
los que actuaron sobre la situación judía en el siglo XV, y en relación con
ella, también sobre la de los judeoconversos, cuyo número aumentó mucho en los
decenios que siguieron a 1391.”[18]
Tras
las conversiones más o menos forzadas que habían ido teniendo lugar a lo largo
de los siglos XIV y XV se calcula que en la Corona de Castilla debían vivir
unos 100.000 judíos a la altura de 1492, a los que habría que sumar unos 20.000
más en la de Aragón. Ladero Quesada sostiene lo siguiente:
“El
verdadero motivo que provocó la decisión de 1492 fue el afán sin límites por
desarraigar rápidamente el problema de los conversos judaizantes, que ya había
provocado el establecimiento de la nueva Inquisición en 1478: se pensaba que
los judíos, con su sola presencia y debido a los lazos de sangre o conocimiento
que los ligaban con muchos conversos, contribuían a impedir tal propósito,
además de estar al margen, al no ser cristianos, de la acción inquisitorial.
Los inquisidores tenían, por tanto, aquella certeza y consiguieron que los
reyes la compartiesen y rompieran bruscamente la línea tradicional seguida hasta
entonces, aunque ya la expulsión de los judíos de Andalucía en 1483 -donde más
agudo era el problema converso- y el intento de hacer lo mismo en Zaragoza y
Teruel en 1486 pueden considerarse hechos premonitorios.
En
1492 se vivía, además, un momento de exaltación de la idea de cristiandad
triunfante, restaurada y expansiva, tras la reciente conquista de Granada, y
ganaba fuerza -en aquel ambiente de crecimiento del poder real- la idea de que
sólo la homogeneidad de fe garantizaría la cohesión del cuerpo social,
indispensable para el buen funcionamiento de la res
pública, cuya cabeza era la Monarquía.”[19]
Los
Reyes Católicos firmaron, el 31 de marzo de 1492, la pragmática que establecía
que los judíos tenían cuatro meses de plazo para convertirse al cristianismo o
abandonar el país; y seis meses más después de su salida correspondiente para
volver, si habían cambiado de opinión durante ese tiempo. Se calcula que se
fueron unos 80.000 (70.000 en Castilla y 10.000 en Aragón).
Los conversos
“A
fines del siglo XV, habría -según Domínguez Ortiz y otros autores- hasta 250.000
o 300.000 personas con algún o algunos antepasados judeoconversos, ya en
segunda o tercera generación. La cifra ha de considerarse como un máximo
posible, pero da idea de la magnitud de aquella realidad, que afectaba sobre
todo a lo que el mismo autor llama «clases medias» urbanas, si se piensa que,
entonces, no más de un millón de personas era población urbana en los reinos de
Castilla y Aragón.
Las
profesiones más frecuente de los conversos fueron las de artesanos del textil,
cuero y metal, escribanos públicos, mayordomos, administradores, arrendadores
de rentas, banqueros, mercaderes, oficiales públicos de la Corona o de los
municipios, médicos, sacerdotes y religiosos. Es decir, que la ausencia de distinción
religiosa les permitió ocupar parcelas profesionales vedadas a los judíos, y
también, en algunos casos, ascender en la escala social, enlazar por vía
familiar con linajes poderosos de la política local o general, o bien crear los
suyos propios. Parece que la solidaridad entre conversos fue grande, debido al
mismo aislamiento en que vivían, así como su tendencia a apoyar y apoyarse en
el poder y en su ley: monarquía y nobleza utilizaron sus servicios por motivos
de eficacia administrativa, y no fue raro que los conversos apareciesen como
correa de transmisión del mando que los poderosos ejercían sobre el resto de la
sociedad.
…
Los
sangrientos sucesos en que se vieron mezclados los conversos tuvieron, pues,
tanto de guerra de clases como de guerra de religión, pues las motivaciones
económicas y sociales son, a menudo, claras, aunque ocultas tras el argumento
religioso, «que dio al conflicto su peculiar agudeza», sobre todo en Castilla.”[20]
Son
estos conflictos sociales que fueron teniendo lugar a lo largo del siglo XV
entre cristianos viejos y nuevos los que están detrás de la
creación de la Inquisición. Hay
algunos ejemplos que pueden ilustrar bastante la situación:
“Eclesiásticos
como Pablo de Santa María, antiguo rabino mayor de Burgos, obispo de la ciudad,
y su hijo Alfonso de Cartagena, brillante diplomático, que también ocupó la
sede; de su familia eran también el cronista Alvar García de Santa María y el
escritor fray Íñigo de Mendoza. También fue de linaje converso el cardenal Juan
de Torquemada, y por lo tanto, su sobrino Tomás, el primer inquisidor general,
así como tal vez el segundo, Diego de Deza. Lo eran igualmente el general de
los jerónimos Alonso de Oropesa y su pariente Hernando de Talavera, confesor de
Isabel I y primer arzobispo de Granada. Secretarios reales como el poderoso
personaje de la corte de Juan II, Fernán Díaz de Toledo, o, en época de los Reyes
Católicos, Alonso de Aguilar y Fernán Álvarez de Toledo, los cronistas Hernando
del Pulgar y Diego de Valera, y el mayordomo Andrés Cabrera. Otro campo muy
frecuentado por los conversos fue la administración hacendística y el
arrendamiento de impuesto reales: recordemos la controvertida figura del
contador mayor de Enrique IV, Diego Arias Dávila, padre de Juan, obispo de
Segovia, y abuelo de Pedrarias Dávila y Cota, primer gobernador de Castilla del
Oro, en América. O el papel del escribano de ración de Fernando el Católico, Luis de Santángel,
que contribuyó con sus gestiones a financiar el primer viaje de Colón.”[21]
Las
acusaciones fundamentales que había contra ellos era que, a priori, se les
consideraba falsos cristianos, que se
habían convertido por puro interés, algo bastante comprensible si tenemos en
cuenta el desarrollo de los acontecimientos: si te ponen en la disyuntiva de convertirte
o morir es fácil deducir que la decisión tomada ha estado bastante condicionada
por la situación que le provocó, dando lugar al fenómeno del “criptojudaísmo”, es decir, la profesión
privada y clandestina de la fe judía mientras se actúa públicamente como
cristiano. Aunque había, obviamente, algunos criptojudíos, las sospechas que su
existencia proyectaba sobre todo el colectivo de los “cristianos nuevos” llegó a ser generalizada, dando lugar a
diversos fenómenos típicos de esta época y de otras posteriores, como la
aparición de los estatutos de limpieza de
sangre en muchas instituciones, que vetaban su acceso a personas que
tuvieran antepasados judíos en un número determinado de generaciones. Los
enfrentamientos, por tanto, entre cristianos viejos y nuevos, que
llegarían incluso hasta el siglo XVII, adquirieron el carácter de una verdadera
guerra de clases dado que, en realidad, se proyectaba sobre los sectores más
acomodados económicamente de estos últimos, habida cuenta de que siguieron
ejerciendo, tras su conversión, profesiones que antes de ella habían sido
consideradas típicamente judías (banqueros, joyeros, etc.).
La Inquisición
“La
urgencia por establecer inquisición revivió súbitamente durante el viaje de los
reyes a Andalucía, en 1477 y 1478: «Nos dijeron tantas cosas del Andalucía -escribe
el rey en 1507- que si nos la dijeran del príncipe, nuestro hijo, hiciéramos lo
mismo»”… “Los reyes obtuvieron del papa una bula que les facultaba para nombrar
dos o tres «obispos o sacerdotes seculares o regulares teólogos o canonistas»
que tendrían las mismas atribuciones que los tradicionales inquisidores de la «herética
pravedad» para llevar a cabo causas contra judaizantes, en especial (Exigit
sincerae devotionis affectus, 1 de
noviembre 1478).”
…
“Por
fin, los reyes nombraron dos inquisidores dominicos que comenzaron sus
actuaciones en noviembre de 1480. La acción inquisitorial resultó muy dura en los
primeros tiempos: muchos conversos sevillanos huyeron a los señoríos próximos,
otros se conjuraron para provocar una revuelta, pero los cabecillas (Pedro
Fernández Benadeva, Diego de Susán y Juan Fernández Abolafía) fueron
descubiertos y ejecutados en el primer auto de fe, tenido en febrero de 1481.”
…
“Al
tribunal de Sevilla se sumaron los de Córdoba (1482), Ciudad Real y Jaén (1483),
Toledo (1485), Ávila, Segovia, Valladolid, Sigüenza y, durante algún tiempo,
Guadalupe, en cuya puebla y monasterio hubo, en 1485, 52 condenas a muerte en hoguera efectivas,
2 en efigie y 46 difuntos desenterrados de lugar sagrado y quemados, lo que da
idea de la importancia del foco.
La
dureza de las actuaciones durante el primer decenio pueden cuantificarse: Pulgar
estima que en toda Castilla, entre 1481 y 1490, se condenó a muerte a 2.000
apóstatas y otros 15.000 conversos sufrieron penitencia para reconciliarse con
la Iglesia.”
…
“La
Inquisición, hay que recordar, era un tipo de procedimiento y juicio de origen
medieval, pues databa del siglo XIII, de modo que los «errores y excesos» que
se le atribuyen se refieren a una realidad anterior a 1478 y universal en la
iglesia de aquellos tiempos.” … “La novedad estriba en que, siendo la nueva Inquisición
un tribunal eclesiástico, la Corona tenía la facultad exclusiva de proponer el
nombramiento de los inquisidores, y las causas terminaban en España, salvo
alguna excepción, lo que daba a la Corona unas posibilidades de intervención
muy grandes en el funcionamiento y finalidades de la Inquisición, que venía a convertirse
en el único tribunal con jurisdicción igual y homogénea en todos los reinos de
Fernando e Isabel. Había también peculiaridades en el procedimiento procesal
que, como ha señalado Domínguez Ortiz, eran «muy desfavorables a los acusados:
el secreto absoluto de que se rodeaba y que se extendía incluso a los nombres
de los acusadores, el secuestro de bienes que automáticamente seguía a la detención
y la transmisión de la culpa a los descendientes que, además de arruinados por
la confiscación, quedaban inhabilitados para cargos y honores».
Por
todo ello la Inquisición era más temible que cualquier otro tribunal, y en sus
actuaciones cabía más la arbitrariedad y el abuso, aunque, en líneas generales,
no se puede atribuir a sus tribunales y cárceles situaciones y modos de obrar
que no fuesen frecuentes en la práctica procesal y penal de la época.”[22]
La
década de los 80 del siglo XV fue, con diferencia, la peor de toda la historia
de la Inquisición española. A principios del siglo XVI se rehabilitaría y
conmutaría penas a muchas personas que habían sido condenadas en esa época:
“…
las masivas habilitaciones de conversos que ocurrieron en toda Castilla entre 1495 y 1497 para
librarles de infamia y permitirles el ejercicio de cargos públicos, así como
las numerosas penitencias y conmutaciones de pena, que implicaban habilitación, efectuadas en aquellos años.
Sólo en la ciudad de Toledo afectaron a 1.640 personas adultas; en Sevilla y su
arzobispado, a 6.204, y en la ciudad de Córdoba, a 1.519. Las habilitaciones siguieron cobrándose durante el primer
decenio del siglo XVI -entre 1508 y 1512, siendo ya inquisidor general Cisneros-
y permitieron a muchos parientes de antiguos procesados librarse de la infamia,
recuperar su capacidad legal para ejercer cargos públicos u obtener títulos
universitarios, y pasar a las Indias. Hubo también numerosas composiciones que evitaron o limitaron la ruina de
familias de procesados.”[23]
No
obstante, esta institución había llegado para quedarse, ya que su desaparición
tuvo lugar en una fecha tan reciente como 1834. Duró, por tanto, 356 años,
tiempo más que suficiente para que haya dejado una huella profunda en la
sociedad española. Esto pudo ser posible debido al hecho de que el “problema”
converso, típico del reinado de los Reyes Católicos, enlazó, tras la coronación
de su nieto -Carlos I- con las consecuencias de la Reforma Protestante, que
sorprendió a España con una maquinaria represiva contra la disidencia religiosa
muy eficiente y bien engrasada, sustituyendo así, simplemente, a los conversos
judíos por los reformados.
El Descubrimiento de América
Pero
el acontecimiento más trascendente de todo el reinado de los Reyes Católicos
fue, sin duda, el Descubrimiento de
América, del que hemos oído hablar sobradamente y que forma ya parte
indeleble de la Historia Universal. Los hechos básicos son de sobra conocidos:
un supuesto genovés, que venía de Portugal (que es hasta dónde podemos rastrear
con certeza su biografía previa), se presenta en la corte de los Reyes
Católicos con el proyecto de alcanzar las costas orientales de Asia, pero
navegando hacia el oeste, pues estimaba que la distancia que había (2.400
millas náuticas) era muy inferior a la real (10.600) lo que, desde su punto de
vista, la ponía a tiro de las naves castellanas. Tras una larga negociación con
la Corona acerca del proyecto, que se vio ralentizada por la situación bélica
impuesta por la Guerra de Granada, y oídos los informes técnicos presentados
por la junta de expertos que se creó para evaluar el proyecto:
“Por
fin, entre el otoño de 1491 y la primavera de 1492 llegó a un acuerdo con los
Reyes Católicos cuyo resultado son las Capitulaciones de Santa Fe, cerca de
Granada, de 17 de abril de 1492, y la financiación por la Corona de buena parte
del viaje proyectado: 1.400.000 maravedíes, sobre un total de 2.000.000 (5.333
ducados), más la puesta a disposición de Colón de dos carabelas en el puerto
andaluz de Palos. Colón fletó también una nao, la Santa
María.”[24]
El
3 agosto de 1492 se hizo la mar al mando de las tres naves citadas (la Pinta,
la Niña y la Santa María), con 87 hombres a bordo, llegando a la pequeña isla
de Guanahaní, en el archipiélago de
las Bahamas, a la que puso el nombre de “San
Salvador”, el día 12 de octubre. Era la primera de las que rodean el
continente americano que alcanzaban los españoles, lo que dejaba el camino
expedito para el alud de nuevos descubrimientos que tendrían lugar
inmediatamente después. Tras explorar diversas islas a lo largo del Mar Caribe
terminó alcanzando La Española (actual
Santo Domingo) el día 6 de diciembre.
Aunque la expedición estaba explorando el entorno de un nuevo continente,
desconocido a hasta ese momento para los europeos, Colón estaba convencido de
que había llegado a Asia, por lo que denominó desde el principio, a ese
conjunto de territorios, las Indias Occidentales.
El
impacto que tuvo la noticia en la Corte y en el resto de Europa fue
impresionante. Los Reyes Católicos recibieron a un Colón que volvía triunfante,
en Barcelona, el 21 de abril de 1493. Cinco meses más tarde, el 25 de
septiembre de ese mismo año, se hacía a la mar una nueva expedición con 17
naves, 1.500 hombres, animales domésticos, semillas, soldados, agricultores,
albañiles, herreros, carpinteros… Con la
voluntad manifiesta de empezar a construir una nueva España al otro lado del
mar. Es ese segundo viaje de Colón,
como he manifestado en varios de mis artículos, el que marca la diferencia entre este descubrimiento geográfico y
el resto de los que hayan tenido lugar antes o después. La España de finales
del siglo XV era una sociedad en plena expansión que estaba, literalmente,
estallando, lo que cambiaría de manera irreversible el curso de la Historia
Universal. Nada sería igual, en el mundo, después de 1492.
La
expansión por toda la zona del Mar Caribe continuó durante el resto del
reinado. Cuando Carlos I fue coronado -en 1517- la presencia española estaba ya
firmemente asentada en las grandes Antillas (La Española, Cuba, Puerto Rico y Jamaica), así como en el Istmo de Panamá. Se había descubierto el
Océano Pacífico (1513), al que bautizaron entonces cómo “Mar del Sur” y explorado la mayor parte de las costas del Golfo de
México y de Suramérica hasta la desembocadura del Amazonas.
El
Descubrimiento de América por naves castellanas obligó a renegociar la parte
del Tratado del Alcáçovas-Toledo que
afectaba a las zonas de influencia respectivas de Portugal y de Castilla en el Océano
Atlántico, lo que terminó plasmándose en uno nuevo, el de Tordesillas (1494) que estableció el límite occidental de las mismas
a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde.
Otra
consecuencia del descubrimiento fue el desarrollo del proceso de reflexión de
carácter ético, absolutamente nuevo, acerca de los derechos de los indios y los
fundamentos del orden jurídico internacional, cuyas conclusiones finales siguen
vigentes -medio milenio después- y que marcaron el punto de arranque del cuerpo
jurídico conocido genéricamente como “Leyes
de Indias”, que recogen buena parte de las conclusiones a las que fueron
llegando los diferentes pensadores que trabajaron el asunto. El mundo en el que
hoy vivimos sería completamente diferente si no hubiera tenido lugar el
desarrollo histórico desencadenado por el Descubrimiento de América.
Las Islas Canarias
La
conquista de las Islas Canarias
comenzó en 1402, cuando el francés Juan
de Bethencourt desembarcó en la de Lanzarote,
con la autorización al rey de Castilla -Enrique III-, que le había otorgado el
señorío sobre ellas. Cuando Isabel I llegó al trono se habían incorporado
cuatro a la corona castellana (Lanzarote,
Fuerteventura, Hierro y La Gomera), pero aún resistían las tres mayores (Gran Canaria, Tenerife y La Palma). El Tratado de Alcáçovas-Toledo resolvió los
litigios atlánticos entre las coronas de Castilla y de Portugal. En él había
quedado claro que el archipiélago era territorio castellano. Desde ese momento
se pone en marcha un plan a través del que se pretende hacer efectiva la
soberanía en los lugares donde los nativos seguían resistiendo.
En
junio de 1478 se fundó el “Real de Las Palmas”
(Las Palmas de Gran Canaria), que se convertía así en la primera ciudad española
en esta isla, desde donde se organizó su conquista, que se dio por terminada en
abril de 1483.
Entre
septiembre de 1492 y mayo de 1493 tuvo lugar la anexión de La Palma, que fue dirigida por Alonso
Fernández de Lugo. El último bastión de la resistencia indígena fue la isla
de Tenerife. El asalto a la misma comenzó
en diciembre de 1493. En mayo de 1494 los guanches
derrotaron a los castellanos en la primera batalla de Acentejo, expulsándolos de ella. Fernández de Lugo contraatacó año
y medio después. Las batallas de La Laguna
y la segunda de Acentejo acabaron con
la resistencia de los nativos, que se rindieron en mayo de 1496.
El
proceso de conquista de las Islas Canarias fue una especie de campo de pruebas
en el que se ensayaron muchas de las tácticas de conquista que después los
españoles llevarían a cabo en América. También aquí se abrió el debate acerca
de los derechos de los pueblos aborígenes, lo que pone de relieve que el
compromiso evangelizador de la corona española, con todas sus luces y sus
sombras, tenía un importante contenido ético, que trascendía los propios
proyectos de expansión geográfica.
La
estratégica posición del archipiélago en las rutas de navegación atlánticas era
ya evidente antes –incluso- del descubrimiento de América. Pero éste, desde
luego, lo potenció de manera extraordinaria. Las Canarias, además,
desempeñarían un papel importante en otras misiones de exploración y conquista:
“…la
cercanía de las islas a la costa sahariana, entre el cabo de Nun, donde terminaba
el dominio efectivo de los sultanes de Fez, y el de Bojador, al sur del cual
los portugueses disponían de la exclusiva. En aquella área, además de la pesca,
se practicaba el comercio o rescates con las tribus del interior, y las cabalgadas para hacer cautivos. Con ánimo de fomentar
tales actividades y de asegurar el litoral se proyectó la construcción de
enclaves permanentes, de los que el más conocido fue el de Santa Cruz de Mar
Pequeña, establecido en 1478, y de nuevo, en 1496. Los intentos de Fernández de
Lugo para construir torres en Nun, Tagaos y Bojador, entre 1499 y 1502,
fracasaron. Además, después del Tratado de Sintra de 1509, en el que Portugal
reconoció la conquista castellana del peñón de Vélez de la Gomera, que
pertenecía al ámbito de Fez, los lusitanos obtuvieron a cambio derecho a
intervenir también en aquel sector de la costa entre ambos cabos, Nun y
Bojador, un sector que sería siempre elemento de importancia en la vecindad de
las islas.”
[…] las Canarias fueron desde el primer momento un reino más de los que
componían la Corona de Castilla, y no se estableció diferencia alguna entre sus
habitantes y el resto de los castellanos, ni matices jurisdiccionales o
administrativos semejantes a los de las Indias. Así, la alta administración del
archipiélago quedó en manos del consejo real de Castilla, y no hubo nunca
virreyes sino oficiales gubernativos de raigambre medieval y castellana […]
El régimen municipal fue el mismo que el
de las ciudades castellanas. El llamado «Fuero de Gran Canaria» es la misma
carta municipal otorgada a diversas localidades granadinas en los años finales
del siglo XV. Las ordenanzas municipales de Las Palmas y La Laguna muestran,
dentro de la singularidad propia de este tipo de textos, semejanzas e influencias
de otros peninsulares, en especial las de Sevilla, cuyo municipio, como es bien
sabido, sirvió de modelo organizativo a muchos otros. Y, en fin, los señoríos
jurisdiccionales de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro en nada difieren
de otros castellanos contemporáneos suyos. […] las islas a comienzos del siglo XVI no fueron tanto el punto inicial
del Nuevo Mundo como el enclave más extremo, en el espacio y en el tiempo, de
la Castilla medieval.[25]
Las guerras de Italia
Los
aragoneses habían incorporado a su reino la isla de Sicilia ya en el siglo XIII y la de Cerdeña en el XIV. En el siglo XV, como ya vimos en el artículo que
dedicamos a los Trastámara[26],
se anexionaron también el reino de Nápoles
en tiempos de Alfonso V el Magnánimo
(1416-1458), tío de Fernando el Católico que, no obstante, lo segregó después de
sus dominios peninsulares en su testamento, legándolo a su hijo natural Ferrante I, que abría de esta manera la
rama de los Trastámara napolitanos.
La
expansión aragonesa por los territorios del Mediterráneo central llevaron a
esta corona a un enfrentamiento directo con otros estados que aspiraban a
ejercer su influencia en esta zona, fundamentalmente con Francia, pero también con la República
de Génova, el imperio turco, el papado e, incluso, Venecia. La zona, como
vemos, estaba muy disputada.
Cuando
Castilla y Aragón se unen, en tiempos de los Reyes Católicos, las ambiciones
aragonesas sobre esta área se ven reforzadas, pues sus ejércitos cuentan ahora
con el respaldo de las tropas castellanas, lo que multiplica su influencia
directa en ella. No obstante, la Guerra de Granada absorbió, hasta 1492, la
mayor parte del esfuerzo de las dos coronas. Pero una vez concluida ésta
pudieron mirar los monarcas hacia el exterior.
Ferrante I de Nápoles,
primo de Fernando el Católico y Trastámara como él, murió en enero de 1494 y su
heredero vio poco tiempo después como los franceses aprovecharon la coyuntura
para intentar recuperar el reino del que fueron expulsados por su abuelo
aragonés medio siglo antes. Una rebelión de nobles napolitanos contra su
monarca sirvió de pretexto a Carlos VIII de Francia para invadir el país en
enero de 1495. Los Reyes Católicos reaccionaron de inmediato a la agresión
francesa enviando una armada, mandada por Galcerán
de Requesens, conde de Palamós, que transportaba a su vez un modesto
ejército de tierra (500 caballeros, 800 infantes y algunas piezas de artillería),
mandado por Gonzalo Fernández de Córdoba
(conocido más adelante como “El Gran
Capitán”), que conquistó la capital en julio de ese año. “Las últimas guarniciones francesas
capitularon en agosto de 1496”[27].
Franceses
y españoles volvieron de nuevo a enfrentarse militarmente en el reino de
Nápoles a partir de julio de 1502 y, de nuevo, Fernández de Córdoba entró en acción, derrotando a los franceses en
Ceriñola el 28 de abril de 1503:
“El
«Gran Capitán» entró en Nápoles el 16 de mayo de 1503, mientras el ejército de
Luis XII se replegaba hacia el norte, fortificándose en Gaeta a la espera de la
llegada de un gran ejército de refuerzo. Este llegó en octubre de 1503
entablándose dos meses después la batalla del Garellano que se saldó de nuevo
con una gran victoria para Fernández de Córdoba. El 1 de enero de 1504 entraba
en Gaeta mientras que las tropas francesas abandonaban el reino de Nápoles, que
sería incorporado a la Corona de Aragón.”[28]
La muerte de Isabel la Católica y sus consecuencias
Isabel
murió el 26 de noviembre de 1504 y este suceso abrió una crisis sucesoria que
pudo haber acabado con el proyecto político conjunto que los Reyes Católicos
habían encarnado hasta ese momento.
Aunque
Castilla y Aragón estaban funcionando -de facto- como un estado unificado
seguían siendo jurídicamente dos estados independientes, con un rey propio y
diferente cada uno, que habían decidido unir libremente sus propios destinos y
coordinar su acción política para reforzarse mutuamente.
Pero
esta situación no podía mantenerse tras la muerte de la reina de Castilla, que
tenía una heredera, llamada Juana,
psicológicamente inestable y casada con el príncipe heredero del conglomerado
político flamenco-borgoñón, del reino de Austria y del imperio alemán –nada
menos–. Un personaje con una mentalidad y una trayectoria vital centroeuropea
que tutelaba, de facto, a la reina Juana.
Castilla,
el más poderoso de los reinos ibéricos, con una densa, consistente y expansiva
historia reciente y una identidad muy fuerte, estaba llamada a ser “colonizada” desde arriba por una élite
que procedía de un ecosistema político diferente y cuya estrategia implicaba
meterla de cabeza en el “juego de tronos” continental europeo y, en
consecuencia, canalizar su política exterior lejos de su contexto geográfico
natural, tanto mediterráneo como atlántico. Esta situación, como nos podemos
imaginar, no podía dejar de tener consecuencias históricas profundas, que
debían cambiar las dinámicas políticas de manera irreversible. Eso era algo que
todos sabían que terminaría pasando una vez que se materializara el reemplazo
generacional. Pero, igualmente, algo inevitable en una monarquía autoritaria en
la que la soberanía del país es concebida como la herencia patrimonial de la
familia que lo dirige. El rey Fernando era perfectamente consciente de la
disyuntiva política que se abría y de los peligros que conllevaba:
“Fernando
convocó con urgencia las Cortes de Castilla, que se reunieron en Toro a
principios de 1505[29] y estas lo reconocieron como «legítimo
curador e administrador e governador destos reynos e señoríos», vista la
incapacidad de Juana. En mayo Fernando escribió a uno de sus embajadores «que
si la reina mi hija no está sana para poder gobernar… en tal caso a mí me
pertenece la gobernación» y también le comunicó su deseo de que Juana y Felipe
«enviasen acá al príncipe don Carlos, mi nieto, para que yo le hiciese criar
acá y supiese la lengua y costumbres y conociese las gentes, y al llegar a la
edad marcada en el testamento de su abuela tuviese habilidad para gobernar… y
así no entrarían extranjeros en la gobernación».[30] Por
su parte las Cortes, a petición del Consejo Real, comunicaron los acuerdos
adoptados a la reina Juana y a su esposo Felipe de Habsburgo, que se
encontraban en Flandes.
Pero
Felipe tenía unos planes diferentes: hacerse él con la gobernación de los
reinos de la Corona de Castilla, para lo que contaba con el respaldo del rey de
Francia Luis XII, gracias al «primer tratado» de Blois, y el apoyo, recabado a
través de su consejero y agente Juan Manuel, señor de Belmonte, de una parte
importante de la alta nobleza castellana —los Manrique, los Pacheco, los
Zúñiga, los Pimentel, los Guzmán, entre otros— deseosa de recuperar el
protagonismo político que ellos o sus antepasados habían tenido antes del
reinado de los Reyes Católicos. Así Felipe exigió el aplazamiento de toda
decisión hasta que él y Juana viajasen a Castilla.[31]”
De
esta manera el Rey Católico consiguió retrasar un par de años lo inevitable. La
reina Juana y su marido Felipe desembarcaron en la Coruña el 26 de abril de
1506. Pero el encuentro entre la comitiva de los herederos y el viejo rey se
fue retrasando hasta el mes de junio, tiempo que aprovecharon los primeros para
ir recabando apoyos por el reino, ante la previsible resistencia que pondría
Fernando a transferir el mando de manera efectiva. Por fin, el traspaso de
poderes tuvo lugar y, en consecuencia, el rey Católico tuvo que abandonar el
reino de Castilla. Los dos estados se volvían a separar.
Pero
el reinado de Felipe el Hermoso no
duró mucho, ya que murió, de manera inesperada, el 25 de septiembre de 1506,
sólo tres meses después de haber obtenido el mando efectivo. En 1507 Fernando
volvía a Castilla. Y, tras determinarse la incapacidad mental de Juana para
gobernar, asumía de nuevo las tareas de gobierno durante la minoría de edad del
heredero al trono, su nieto Carlos.
Conquistas en el norte de África
Tras
la conquista de Granada, como venía ya ocurriendo en Castilla desde los tiempos
de Fernando III (1230-1252), se
vuelve a retomar el viejo proyecto político que se conoció como “el fecho de Allende”, que no era otro
que el de continuar la “Reconquista” en la orilla sur del Mediterráneo. Pero en
el reparto de zonas de influencia que se había pactado con Portugal el reino de
Fez quedaba en la zona asignada al país lusitano, así que Castilla enfocó sus
proyectos anexionistas más hacia el este, hacia el Tremecén y hacia Argel. Y el
primer objetivo que se trazó fue la ciudad de Melilla:
“En
1497 partió de Sanlúcar de Barrameda la expedición de 5000 soldados y barcos
bien abastecidos del duque de Medina Sidonia para la conquista de Melilla
encabezada por Pedro de Estopiñán y Virués. Los soldados procedían de las
poblaciones de Jerez de la Frontera, Medina Sidonia, Arcos de la Frontera y
Sanlúcar de Barrameda.”[32]
La
ciudad fue tomada por sorpresa, convirtiéndose desde entonces en el puesto más
avanzado de los castellanos “allende la
mar”. Se dejó en la misma una guarnición de 700 hombres, cuya presencia
continua en ella ayudaría a neutralizar la piratería que se ejercía contra las
costas castellanas del Mar de Alborán.
El
siguiente objetivo, a partir de ese momento, fue el bastión musulmán más
potente que había al oeste de Argel: La ciudad de Orán. Pero para poder acercarse a la misma había que tomar primero Mazalquivir, que la protegía por el
oeste. Ésta cayó el 13 de septiembre de 1505, y será el preludio de la
posterior conquista de Orán, que tuvo
lugar en mayo de 1509.
En
julio de 1508, además, se ocupó por parte española el Peñón de Vélez de la Gomera. Y en 1510 se conquistaron las ciudades
de Bujía y de Trípoli. Cuando Fernando murió parecía que la futura expansión
militar española por las costas mediterráneas del Magreb estaba garantizada.
La conquista de Navarra (1512)
En
Navarra se venía librando, desde hacía bastante tiempo, un conflicto entre agramonteses y beamonteses, respaldados respectivamente por los reyes de Aragón y
de Francia. En este pequeño reino se estuvo librando durante generaciones una
verdadera guerra “proxy”, como
diríamos ahora, entre las dos grandes potencias de la época que, además, lo
rodeaban totalmente por tierra. Los reyes navarros habían sido capaces de
mantener un precario equilibrio que les garantizó durante un tiempo cierta
autonomía política. Pero debemos recordar que el futuro rey de Aragón desde
1458, Juan II, padre de Fernando el Católico, se había casado con Blanca de
Navarra en 1419, que fue coronada como reina en 1425 lo que, como consecuencia,
convirtió a Juan en rey consorte, como ya vimos en el artículo que le dedicamos
a los Trastámara[33]
y en monarca, de facto, tras la muerte de ésta en 1441. Fernando el Católico no
pudo heredar dicho reino porque no era hijo de Blanca de Navarra (él nació en 1452, 11 años después de su muerte),
sino de la segunda esposa de Juan II -Juana Enríquez- pero, como nos podemos
imaginar, no dejó de considerar Navarra como el hinterland natural del reino de Aragón. Para Francia, por su parte,
este país era una cuña entre Castilla y Aragón, a través de la cual las tropas
francesas podrían penetrar con facilidad en la Península Ibérica hasta el Valle
del Ebro. El destino político de este territorio, por tanto, estaba sentenciado
desde hacía tiempo:
“Luis
XII [rey
de Francia], Catalina y Juan de Albret [reyes
de Navarra] formalizaron su tratado de
alianza (Blois, 17 de julio). Dos días después, el Rey Católico, que estaba al
tanto de las negociaciones y preveía su resultado, ordenaba al duque de Alba la
entrada en Navarra al frente de un ejército que se había ido formando en las
semanas inmediatamente anteriores […]
Así se pudo tomar en muy pocas semanas Pamplona y el resto del reino hasta los
Pirineos, prácticamente sin resistencia salvo alguna en los castillos de
Estella y Tudela; Fernando adoptó el título provisional de «depositario de la
corona de Navarra y del reino y del señorío y mando en él» mientras llegaba la
bula pontificia (21 de julio de 1512, confirmada por otra de 18 de febrero de
1513) en la que se le abría el acceso al trono”[34]
Muerte de Fernando el Católico y
regencia de Cisneros
Fernando
el Católico murió el 23 de enero de 1516:
“El
cardenal Cisneros quedaba por gobernador en Castilla, y el hijo del rey, el
arzobispo de Zaragoza Alfonso de Aragón, por lugarteniente en Aragón; Cisneros,
a su vez, nombraría al duque de Nájera virrey de Navarra, todo ello hasta la
llegada a España de Carlos I, heredero universal de Fernando cuando cumpliera
los 20 años. Sin embargo, Carlos, todavía en Flandes, se proclamó rey efectivo
en la primavera de 1516, con el ánimo de evitar cualquier incidencia que
pudiera serle adversa, y sin tener en cuenta suficientemente que la reina
propietaria de Castilla era su madre Juana.”[35]
El
cardenal Cisneros, durante casi dos años, ejercería las tareas de gobierno, de
forma interina:
“En
esta etapa de casi dos años, Cisneros, que contaba ya ochenta años, mostró unas
dotes políticas y una habilidad para gobernar extraordinarias. Supo hacer
frente a un clima interior extremadamente inestable, con los nobles castellanos
ávidos de recuperar el poder perdido. Asimismo, logró abortar las intrigas de
los que pretendían sustituir en el trono español a Carlos por su hermano
Fernando, que había sido educado en España por Fernando el Católico,
destituyendo a todo el entorno del infante y nombrando, el 17 de septiembre de
1517, al marqués de Aguilar de Campoo como «gobernador de su persona y casa».
Los acontecimientos se desbordaron y Carlos fue proclamado en Bruselas rey de
Castilla y Aragón, en un acto que se podría asemejar a un golpe de Estado, pues
la reina legítima era Juana y nadie había declarado su destitución. Sin
embargo, Cisneros se avino a los hechos de Bruselas y envió emisarios a Flandes
urgiendo la inmediata presencia de Carlos como único medio de parar las
inquietudes de rebelión que corrían por el reino. Así pues, de facto había dos
gobiernos, el de la corte de Bruselas y el de Cisneros en Castilla. [36]”[37]
El
19 de septiembre de 1517 Carlos pisó tierra española, por primera vez en su
vida, en la playa de Tazones en la costa de Villaviciosa (Asturias) y, como
hicieran su padres 11 años antes se dirigió al encuentro con Cisneros, muy
lentamente, ya que no confiaba, en absoluto, en él y quería tomar contacto
antes con los poderosos del lugar para asegurarse los suficientes apoyos de
cara a posibles situaciones imprevistas. Tanto tardó que no llegó a ver al
cardenal, ya que éste falleció en Roa (Burgos) el 8 de noviembre.
La
coronación como rey de España de Carlos I
representa el fin de una época y el comienzo de otra nueva. El cambio de dinastía de los Trastámara a
los Habsburgo.
[2] LADERO QUESADA, MIGUEL A: La España de los Reyes Católicos. Alianza
Editorial. 2014. Madrid.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] COMELLAS, JOSÉ LUIS: Historia de España moderna y contemporánea
(1474-1975). Ediciones RIALP, S.A. Madrid. 1985.
[6] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd.
[7] https://blogs.ua.es/reinonazarigranada/category/demografia/#:~:text=Seg%C3%BAn%20las%20fuentes%2C%20El%20Reino,a%20partir%20del%20siglo%20XIV. (28/11/2024)
[9] Valdeón Baruque, Julio: Los Trastámara. El triunfo de una dinastía
bastarda. Ediciones Temas de hoy, S. A. Madrid. 2001. p. 212.
[10] Ibíd. pp. 213-214.
[13] León Villanúa Fungairiño. «Anales de la Real Academia Nacional de
Farmacia. N.º. 4 1, 2002». Dialnet. Consultado el 16 de abril de 2022.
[14] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. p. 467.
[15] SUÁREZ FERNÁNDEZ, LUIS: La expulsión de los judíos. Un problema
europeo. Ariel. Barcelona. 2012.
[18] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. pp. 368-369.
[19] Ibíd. pp. 375-376
[20] Ibíd. pp. 380-382.
[21] Ibíd. p. 383.
[22] Ibíd. pp. 390-396.
[23] Ibíd. p. 398.
[24] Ibíd. p. 499.
[25] Ibíd. pp. 494-497.
[28] Íbid.
[29] SUÁREZ FERNÁNDEZ, LUIS (2004). Los Reyes Católicos. Barcelona: Ariel.
pp. 888-889.
[30] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. pp. 545-546. ENCISO ALONSO-MUÑUMER, ISABEL: Los
Reyes Católicos. 2009. Col. Akal-Historia del mundo para jóvenes. Madrid:
Akal. p. 41. SUÁREZ FERNÁNDEZ, LUIS: Ibíd. p. 889.
[31] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. p. 546. SUÁREZ FERNÁNDEZ, LUIS: Ibíd.
[32] CASTRILLO MÁRQUEZ, RAFAELA: (2000).
«Melilla bajo los Medina Sidonia, a través de la documentación existente en la
Biblioteca Real de Madrid». Anaquel de
Estudios Árabes (Madrid: Universidad Complutense de Madrid).
[34] LADERO QUESADA, MIGUEL A: Ibíd. pp. 561-562.
[35] Ibíd. p. 566.
[36] VV. AA.: Historia de España, vol. 6, La España de los Austrias I, Madrid:
Espasa-Calpe, 2004, pp. 48–50.
No hay comentarios:
Publicar un comentario