Carlos II
¿Fue el testamento de Carlos II (el último Habsburgo español) la verdadera expresión de la última voluntad del monarca? O, por el contrario, ¿Pudo ser éste -el monarca o el testamento- manipulado o sustituido por algún grupo de poder que actuaba en la corte?
Desde principios
de 2012 vengo exponiendo, a través de este blog, mi particular visión de los
procesos históricos, que he etiquetado como “Dinámica Histórica”. No le
llamo “Historia” -a secas- porque hay una serie de criterios a los que los
historiadores le dan normalmente un gran valor y que, para mí, son secundarios.
No estoy en posición de poder entrar en un debate acerca de la autenticidad del
documento que cité más arriba. Vengo reflexionando, desde hace años, acerca de
la lógica interna de los procesos históricos, no sobre la legitimidad de las
pruebas o de las razones que los historiadores aducen para sostener sus
versiones de cómo sucedió éste o cualquier otro acontecimiento.
Si observamos los
procesos históricos desde una cierta distancia intelectual constatamos que,
cuando se produce un cambio dinástico, el replanteamiento de las estrategias
políticas siempre es mucho más patente que cuando un hijo reemplaza en el trono
a su padre. Es tan evidente que si hiciéramos una valoración global de la
actuación política de las cinco dinastías que se han ido sucediendo en el reino
castellanoleonés y en España desde el año mil, comprobamos que cada una de
ellas ha tenido una impronta particular que la ha distinguido de manera nítida
-desde el principio hasta el final de su propio reinado- de las demás.
Hasta 1126 reinó en Castilla la dinastía
Navarra, que protagonizó el desplazamiento del eje de poder desde el reino
leonés hacia el castellano, que internacionalizó el Camino de Santiago, introdujo
en la Península Ibérica a los monjes cluniacenses, estableció una alianza
internacional con los borgoñones, erosionó de manera brutal el poder de los
califas de Al Ándalus hasta disolver el califato en aquella estructura política
que recibió el nombre de “reinos de taifas” y contuvo después, con gran
entereza, la embestida de la primera de las grandes invasiones africanas: la de los almorávides. Como vemos
mantuvieron siempre un programa político bastante coherente. La lista de sus
monarcas es una relación de guerreros o de consorte de guerreros, desde el
principio hasta el final.
La dinastía
borgoñona (1126-1369) romanizó nuestro país, mantuvo un programa que buscó
-en todo momento- reforzar el papel de la aristocracia dentro del reino y la
importación de los valores morales y los conceptos sociológicos asociados al
feudalismo europeo y frenó, en cierta medida, el impulso expansivo que habían
heredado de la dinastía anterior.
La Casa de
Trastámara (1367-1516) lleva a cabo una reorientación completa de la
política exterior castellano-leonesa buscando la unidad política con sus
vecinos, tanto aragoneses como portugueses, refuerza la marina, tanto la de
guerra como la mercante, convirtiendo a Castilla en una potencia marítima, y
establece la norma -no escrita- de buscar consorte dentro de la Península
Ibérica.
La Casa de
Austria (1517-1700) pone los imperios americano y mediterráneo
(consecuencia de la acción política de los Trastámara castellanos y aragoneses,
respectivamente) al servicio del Imperio europeo (al que llamé la “Camisa de
fuerza francesa”), buscando frenar el avance de los procesos históricos que
estaban teniendo lugar en la Europa moderna para defender a las fuerzas que
históricamente habían sostenido el orden social medieval, que descansaba sobre
dos pilares: el Papado y el Imperio. En esa estrategia política
Francia es el adversario principal. Los casi doscientos años que esta dinastía
lideró el mundo occidental -desde España- vienen a ser un período que guarda
grandes paralelismos con la Guerra Fría (1945-1989), en el que España y Francia
juegan, respectivamente, los roles políticos que en la segunda mitad del siglo
XX desempeñaron los Estados Unidos y la Unión Soviética.
La Casa de Borbón (Desde 1701) es,
probablemente, la dinastía que más veces haya sido depuesta en ningún país
(tres veces: 1808, 1868 y 1931) y, posteriormente, restaurada (otras tres:
1814, 1875 y 1975). Por tanto habría que subdividir su reinado en cuatro épocas
claramente diferenciadas: 1701-1808, 1814-1868, 1875-1931 y 1975 hasta la
actualidad. El denominador común de las cuatro es su extraordinaria capacidad
de maniobra para asegurarse la supervivencia y su apuesta por un modelo
político centralista y radial que encuentra, desde el principio, una potente
contestación social. También la interiorización de que el papel que España debe
desempeñar en el ámbito geopolítico es el de fuerza auxiliar de la potencia que
en cada momento ejerza el liderazgo político en Europa Occidental.
El cambio dinástico que tuvo lugar en España a
la muerte de Carlos II representa, de manera inmediata, una reorientación total
de su política exterior, algo que se sabía que iba a pasar si éste se llevaba a
cabo; era algo así como “la crónica de una muerte anunciada”. Un par de
párrafos más arriba, cuando caractericé la estrategia de gobierno de los
austrias, dije que, para ellos, “Francia es el adversario principal”, por tanto
no parece tener mucho sentido designar como heredero precisamente a un Borbón a
la extinción de aquella dinastía. Todo apunta a la intervención en la corte de
un pequeño grupo situado alrededor del monarca durante los últimos momentos de
su reinado que tenía línea directa con la corte de París y que trabajó
activamente para que este giro político pudiera darse.
Una dinastía no es sólo una lista de monarcas
que gobiernan en un país, emparentados entre sí, durante un período de tiempo
determinado. Los reyes de la casa gobernante representan, tan sólo, el hilo
conductor de la misma. A su alrededor hay multitud de cortesanos en una interacción
continua con el soberano, una estructura política, un discurso legitimador, una
visión del mundo determinada y un modelo de relaciones sociales que se
desenvuelve en torno suya, que posee un nivel tecnológico determinado y una
vinculación concreta con el medio físico y ecológico en el que se desenvuelve.
El príncipe heredero es socializado en ese ambiente y asume, desde su más
tierna infancia, dicho modelo. Conforme va creciendo va interiorizando que el
poder que ejerce es la contrapartida por su compromiso con la causa. Un rey
absoluto se supone que es omnipotente y que tiene derecho de vida o muerte
sobre sus súbditos; pero siempre hay personas a su alrededor que le ponen la
comida por delante varias veces cada día, centinelas que protegen su palacio,
su despacho y su alcoba, cortesanos que ejecutan sus órdenes, que le informan
de lo que está pasando en el mundo y que están filtrando -de hecho- su relación
con el exterior para “protegerlo” de los peligros que le rodean y del exceso de
información, que deberá ser canalizada, seleccionada y estructurada
convenientemente para que pueda ser digerida.
Todas esas personas que se desenvuelven en el
entorno del monarca tienen, de una o de otra manera, la vida o la opinión de
éste en sus manos. Y el conjunto es muy difícil de cambiar desde dentro. Sólo
puede tener lugar un cambio político brusco si otro grupo de poder sustituyera
en bloque al anterior, algo que suele suceder durante los cambios dinásticos.
El paso de la dinastía navarra a la borgoñona
fue violento. Una guerra civil en la que el reino castellano-leonés se dividió
en cuatro trozos: el primero, Galicia, se subleva -en 1111-
“obedeciendo” a un monarca que era un niño de 7 años (El futuro Alfonso VII Raimúndez), que estaba
siendo tutelado por el obispo de Santiago -Diego
Gelmírez- y por un sector de la nobleza gallega.
En el segundo, Portugal, también otro
niño -Alfonso I Henriques- manipulado
por otro obispo -el de Braga, Paio Mendes-
y por el correspondiente sector de la nobleza portuguesa se levanta (con 11
años) contra su madre -Teresa de Portugal-
e inicia un proceso que culminará con la independencia de este reino.
El tercero, los concejos de la frontera
castellano-leoneses, fieles a Alfonso I
el Batallador de Aragón, consorte de la reina Urraca, cuyo matrimonio había sido anulado por la Santa Sede a
iniciativa del arzobispo de Toledo -Bernardo
de Salvitat, también conocido como Bernardo de Sedirac o de Sahagún- y
después se le había ordenado a la reina que debía separarse de su esposo
-de hecho, puesto que ya lo estaba de derecho- y alejarlo del trono. Pero los
mejores guerreros de Castilla se negaron a obedecer las órdenes de los obispos
y prefirieron ser leales al rey guerrero.
El cuarto bando era el de la reina Urraca, teledirigido desde Roma a través
del arzobispo de Toledo y de los monjes cluniacenses. Al final se impusieron
los gallegos-borgoñones, leales a Alfonso
Raimúndez, cuando su madre abdicó y el
Batallador decidió abandonar territorio castellano. Portugal siguió siendo
independiente.
Dos siglos y medio después, el cambio
dinástico entre borgoñones y trastámaras se produce a través de la guerra civil
castellana de 1366-1369 entre los seguidores de Pedro I el Cruel y los de Enrique
II de Trastámara y sus “compañías blancas”, guerra que acabó con la muerte
del primero en los “Campos de Montiel” (1369).
En el cambio dinástico de los Trastámara a los
Habsburgo (1516-1517) los distintos grupos de conspiradores tuvieron que ver
mucho más de lo que las versiones oficiales transmiten. Recordemos que Isabel la Católica murió en 1504 y que
su heredera en Castilla era Juana la Loca
o, lo que es lo mismo, su consorte flamenco Felipe
I el Hermoso. Fernando el Católico
se retiró a sus dominios de Aragón, después de haber conocido personalmente a
su yerno, con el que no conectó en absoluto.
Poco después Fernando contraerá matrimonio con Germana de Foix, con la intención manifiesta de buscar un heredero
varón al que poder transmitirle sus propios dominios y volver a separar así
nuevamente a Aragón de Castilla, antes que permitir que los flamencos se
adueñaran de todos los reinos peninsulares. El potencial heredero del
Trastámara morirá al nacer mientras, en Castilla, Felipe el Hermoso fallece de una forma sumamente sospechosa. Tan
sospechosa que los flamencos nunca más enviarán a Castilla a ningún miembro de
su casa real sin que agentes suyos hubieran –previamente- inspeccionado el
terreno y llenado de leales la corte.
Tras la muerte de Felipe I (1506) y la declaración de la enajenación mental de Juana la Loca tocaba coronar al
primogénito de ambos, Carlos I, que
entonces tenía 6 años. Lo lógico habría sido que se nombrara un regente en
Castilla por parte de las instituciones competentes –lo que efectivamente tuvo
lugar, en la persona de su abuelo, Fernando
el Católico- y que el niño se desplazara a su nuevo reino para ir
identificándose con él, dado que estaba llamado a gobernarlo en cuanto se le
declarara mayor de edad. Pero los flamencos consideraron que Carlos estaba más
seguro en su país natal que en Castilla, donde podría ser adoctrinado de una
manera no congruente con su estrategia política o, por el contrario, enfermar
“repentinamente”, como ocurrió con su padre.
Muerto Fernando
el Católico (1516), asume la regencia el Cardenal Cisneros hasta que el nuevo monarca tuviera a bien
desplazarse a su nuevo país para que pudiera ser coronado. Pero en vez de Carlos se presenta Adriano de Utrecht, para crear un entorno seguro que hiciera
posible que su llegada tuviera lugar con el mínimo peligro.
El resto de la historia es bien conocida. El
rey, cuando llega, aún no sabe español y sólo se relaciona con personas de
origen flamenco, que filtran toda la comunicación entre él y sus nuevos
súbditos. Poco después abandona de nuevo la Península para dirigirse a Alemania,
donde se hará cargo del legado de su abuelo Maximiliano
de Austria. Mientras tanto tiene lugar el levantamiento de los comuneros de
Castilla contra los flamencos que administran nuestro país en nombre de un rey que reside a miles de kilómetros de distancia
y que nos ha convertido –de facto- en una colonia flamenca.
Si la corte castellana, en el tránsito
dinástico de los Trastámara a los Habsburgo fue un hervidero de conspiradores (al servicio de las familias que pugnaban por hacerse con el poder), imagínese
lo que fue la corte madrileña durante el proceso de cambio de los austrias a
los borbones, que estaban al mando, cada una de estas casas, de una de las dos
potencias más poderosas del mundo de su tiempo. Franceses, ingleses,
austriacos, holandeses, portugueses, el papado... además de las diferentes
facciones nobiliarias españolas, actuando cada cual al servicio de sus propios
intereses...
En este tipo de coyunturas históricas nada de
cuanto ocurre es casual. Ni siquiera los posibles problemas de salud física o
mental. El “ruido de sables” se esconde detrás de cada frase pronunciada, de
cada acto que tiene lugar. La esterilidad del rey, su debilidad de carácter,
sus matrimonios, sus consejeros... Potencialmente todo puede ser
instrumentalizado políticamente. Está en juego, nada menos, que el liderazgo
político planetario.
Y
ganaron los franceses... Recordemos el consejo que Luis XIV de Francia le dio a su nieto, nuestro Felipe V, antes de partir hacia España para ser coronado: “acuérdate de que has
nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones”. Era todo un
programa político (La palabra “unión”, en este contexto, es un eufemismo que
significa subordinación de nuestro país al suyo, claro), un mandato que Felipe
cumplió y después todos sus descendientes, hasta el mismísimo 2 de mayo de
1808. Después se difuminará un poco la influencia francesa, para ser
paulatinamente sustituida por un vago paneuropeísmo provinciano que es la
continuación de la subordinación política ante Francia en un nuevo contexto
político en el que los borbones españoles, desaparecidos sus primos franceses,
se convierten en un residuo fósil de una época ya fenecida.
Los borbones, como los austrias dos siglos
antes, usan a España como una herramienta para llevar a cabo su propio programa
político, que había sido diseñado fuera de nuestro país para defender los
intereses de unas facciones de poder extranjeras. Lo que diferencia a ambas
dinastías es que para los Habsburgo España es el instrumento principal de dicha
política, mientras que para los borbones es una fuerza auxiliar, al servicio de
Francia, que es el país que asume el liderazgo del conjunto.
Todo lo que sucede en España entre 1701 y 1808
es congruente con esta explicación. La política exterior del Imperio español a
partir del cambio dinástico adopta un perfil bajo, y nuestros gobernantes con
frecuencia se limitan a decir amén a los acuerdos que la diplomacia francesa
alcanza con sus adversarios, en los que se decide el reparto de posesiones que
son nominalmente españolas en una mesa en la que no hay ningún representante
español.
Y en el interior se procede a una revisión
total de nuestra historia y de nuestra escala de valores para ponernos en la
onda correspondiente. Es muy significativo el cambio de actitud que tiene lugar
con respecto a los turcos, por ejemplo, los peores adversarios en el
Mediterráneo de la España de los Habsburgo pero aliados estratégicos de
Francia. Todo el historial de sus matanzas en las costas orientales y
meridionales de nuestro país, así como en los dominios españoles de Italia y
del Magreb, es rápidamente olvidado, como si no hubiera tenido lugar.[1]
En cuanto a la poderosa tradición militar
española hay una anécdota que resume, mejor que cualquier explicación que
podemos dar, hasta qué punto la revisión de todas las políticas que tuvieron
lugar con la llegada de los borbones afectaron seriamente a la operatividad de
sus tropas. Ésta tuvo lugar cuando el embajador español Juan Martín Álvarez de Sotomayor visitó al rey Federico II el Grande de Prusia:
“Los éxitos
fulgurantes del Ejército prusiano despertaron la atención de toda Europa. A
Prusia llegaron representantes de la mayoría de reinos europeos, interesados
por descubrir las claves que habían hecho de ese pequeño ejército una fuerza
tan temible.
España envió a Juan Martín Álvarez de Sotomayor, con
la misión de recoger todos esos datos para que pudieran ser luego aplicados al
Ejército español. Cuando Álvarez se presentó ante Federico, el monarca prusiano
evidenció su sorpresa porque fuera precisamente España quien se interesase por
sus revolucionarios métodos militares.
El rey reconoció que buena parte de las innovaciones
aplicadas en su ejército provenían de un tratado español llamado Reflexiones militares, [del marqués] de Santa Cruz de
Marcenado. Los once tomos en que constaba
la obra los tenía en un lugar bien visible de su despacho. El representante del
monarca español, ruborizado, tuvo que admitir que no conocía la obra, ante la
sorpresa de Federico.”[2]
Pero lo que menos le gustaba de España a la
nueva dinastía era la gran variedad cultural que presentaba y la extraordinaria
autonomía de los poderes locales, algo que era impensable en el país galo.
Durante el siglo XVII habían tenido un gran
éxito dos obras literarias que se habían representado en los teatros de toda
España y que resaltan la fuerza de las instituciones municipales castellanas en
la estructura política del reino. Me estoy refiriendo, obviamente, a Fuenteovejuna, de Lope de Vega y El alcalde de
Zalamea, de Calderón de la Barca,
autores –especialmente el último de ellos- que están perfectamente alineados
con el establishment político y social de nuestro país. Para la España de los
austrias ese poder municipal era un pilar fundamental de su estructura
política, que hunde sus raíces en nuestra profunda Edad Media.
Ninguna obra comparable ve la luz en la España
del siglo XVIII. Recordemos la famosa frase que Pedro Crespo le dirige a Don
Lope (general del ejército español): “Al
rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y
el alma sólo es de Dios”, a la que éste responde: “¡Juro a Cristo, que parece que vais teniendo razón!”. Este
diálogo, que lleva siglos repitiéndose en los teatros de toda España y que
retrata como ningún otro la fuerza del municipalismo español y la supremacía de
la conciencia y del sentido del honor sobre el estatus social o las
conveniencias políticas, es una muestra de esa “insolencia” española que tanto
molestaba a los aristócratas ultrapirenaicos y que dejó de ser políticamente
correcta con el advenimiento de la nueva dinastía.
A lo largo del siglo XVIII veremos a los
borbones ir ahogando de diversas maneras a los poderes locales de la España que
habían heredado, pero al hacerlo se estaban metiendo en un berenjenal mucho
mayor. Los concejos (los ayuntamientos) formaban parte fundamental de la
estructura de un estado que había ido surgiendo muy despacio, desde abajo, a lo
largo de la profunda Edad Media peninsular. Ellos pusieron en pie las milicias ciudadanas, que resultaron determinantes en la eclosión del mundo
ibérico y en el poderoso desbordamiento social que hizo posible el
surgimiento de los tres imperios españoles (el europeo, el mediterráneo y el
americano). Los ayuntamientos canalizaron buena parte de las energías de un
pueblo guerrero y las pusieron al servicio de la monarquía católica.
La España radial y las intendencias borbónicas
pretendían meter en cintura a un país inabarcable para unos gobernantes
acostumbrados al lujo de los salones parisinos y al orden de los jardines franceses,
diseñados por expertos paisajistas, acostumbrados a trazar diseños geométricos
con escuadra, cartabón y compás, sobre un territorio llano y bien regado de
manera natural, en un país que vivía siempre pendiente del cielo, intentando
combatir el desbordamiento de los ríos o la sequía estival y donde la
naturaleza había ido esculpiendo, durante millones de años, regiones naturales
estancas, con una variedad paisajística infinita. Un país demasiado salvaje
para la mentalidad continental.
Intentaron meter en cintura a los poderes
locales y se encontraron, primero, con los bandoleros, después con los
guerrilleros, más tarde con los fueristas de derechas y los cantonalistas de
izquierdas y, al final, con los nacionalistas periféricos...
El agua siempre busca su camino. Si le cortas
su salida natural terminará encontrando otra, pero cuando los cauces se desbordan
lo que viene después es la catástrofe.
Yo, pobre de mi, un vulgar españolito y como perteneciente a la generación perdida ignorante e inculta, estoy de acuerdo con lo tratado, aunque yo, lo fui intuyendo a medida que del algo huele mal en las Españas a la España podrida. Por supuesto que, desde el 17oo en el Imperio hacia dios, no ha contado en nada para dirigir los destinos internos y externos por una menarquía hispana. Por otra parte, no creo que en la historia universal, se haya metido tan en cintura a los ayuntamientos, como durante 40 años por la dictadura nacional-católica
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