martes, 29 de marzo de 2016

El sentido de un cambio dinástico


Carlos II



¿Fue el testamento de Carlos II (el último Habsburgo español) la verdadera expresión de la última voluntad del monarca? O, por el contrario, ¿Pudo ser éste -el monarca o el testamento- manipulado o sustituido por algún grupo de poder que actuaba en la corte?

Desde principios de 2012 vengo exponiendo, a través de este blog, mi particular visión de los procesos históricos, que he etiquetado como “Dinámica Histórica”. No le llamo “Historia” -a secas- porque hay una serie de criterios a los que los historiadores le dan normalmente un gran valor y que, para mí, son secundarios. No estoy en posición de poder entrar en un debate acerca de la autenticidad del documento que cité más arriba. Vengo reflexionando, desde hace años, acerca de la lógica interna de los procesos históricos, no sobre la legitimidad de las pruebas o de las razones que los historiadores aducen para sostener sus versiones de cómo sucedió éste o cualquier otro acontecimiento.

Si observamos los procesos históricos desde una cierta distancia intelectual constatamos que, cuando se produce un cambio dinástico, el replanteamiento de las estrategias políticas siempre es mucho más patente que cuando un hijo reemplaza en el trono a su padre. Es tan evidente que si hiciéramos una valoración global de la actuación política de las cinco dinastías que se han ido sucediendo en el reino castellanoleonés y en España desde el año mil, comprobamos que cada una de ellas ha tenido una impronta particular que la ha distinguido de manera nítida -desde el principio hasta el final de su propio reinado- de las demás.

 Hasta 1126 reinó en Castilla la dinastía Navarra, que protagonizó el desplazamiento del eje de poder desde el reino leonés hacia el castellano, que internacionalizó el Camino de Santiago, introdujo en la Península Ibérica a los monjes cluniacenses, estableció una alianza internacional con los borgoñones, erosionó de manera brutal el poder de los califas de Al Ándalus hasta disolver el califato en aquella estructura política que recibió el nombre de “reinos de taifas” y contuvo después, con gran entereza, la embestida de la primera de las grandes invasiones africanas: la de los almorávides. Como vemos mantuvieron siempre un programa político bastante coherente. La lista de sus monarcas es una relación de guerreros o de consorte de guerreros, desde el principio hasta el final.

La dinastía borgoñona (1126-1369) romanizó nuestro país, mantuvo un programa que buscó -en todo momento- reforzar el papel de la aristocracia dentro del reino y la importación de los valores morales y los conceptos sociológicos asociados al feudalismo europeo y frenó, en cierta medida, el impulso expansivo que habían heredado de la dinastía anterior.

La Casa de Trastámara (1367-1516) lleva a cabo una reorientación completa de la política exterior castellano-leonesa buscando la unidad política con sus vecinos, tanto aragoneses como portugueses, refuerza la marina, tanto la de guerra como la mercante, convirtiendo a Castilla en una potencia marítima, y establece la norma -no escrita- de buscar consorte dentro de la Península Ibérica.

La Casa de Austria (1517-1700) pone los imperios americano y mediterráneo (consecuencia de la acción política de los Trastámara castellanos y aragoneses, respectivamente) al servicio del Imperio europeo (al que llamé la “Camisa de fuerza francesa”), buscando frenar el avance de los procesos históricos que estaban teniendo lugar en la Europa moderna para defender a las fuerzas que históricamente habían sostenido el orden social medieval, que descansaba sobre dos pilares: el Papado y el Imperio. En esa estrategia política Francia es el adversario principal. Los casi doscientos años que esta dinastía lideró el mundo occidental -desde España- vienen a ser un período que guarda grandes paralelismos con la Guerra Fría (1945-1989), en el que España y Francia juegan, respectivamente, los roles políticos que en la segunda mitad del siglo XX desempeñaron los Estados Unidos y la Unión Soviética.

La Casa de Borbón (Desde 1701) es, probablemente, la dinastía que más veces haya sido depuesta en ningún país (tres veces: 1808, 1868 y 1931) y, posteriormente, restaurada (otras tres: 1814, 1875 y 1975). Por tanto habría que subdividir su reinado en cuatro épocas claramente diferenciadas: 1701-1808, 1814-1868, 1875-1931 y 1975 hasta la actualidad. El denominador común de las cuatro es su extraordinaria capacidad de maniobra para asegurarse la supervivencia y su apuesta por un modelo político centralista y radial que encuentra, desde el principio, una potente contestación social. También la interiorización de que el papel que España debe desempeñar en el ámbito geopolítico es el de fuerza auxiliar de la potencia que en cada momento ejerza el liderazgo político en Europa Occidental.

El cambio dinástico que tuvo lugar en España a la muerte de Carlos II representa, de manera inmediata, una reorientación total de su política exterior, algo que se sabía que iba a pasar si éste se llevaba a cabo; era algo así como “la crónica de una muerte anunciada”. Un par de párrafos más arriba, cuando caractericé la estrategia de gobierno de los austrias, dije que, para ellos, “Francia es el adversario principal”, por tanto no parece tener mucho sentido designar como heredero precisamente a un Borbón a la extinción de aquella dinastía. Todo apunta a la intervención en la corte de un pequeño grupo situado alrededor del monarca durante los últimos momentos de su reinado que tenía línea directa con la corte de París y que trabajó activamente para que este giro político pudiera darse.

Una dinastía no es sólo una lista de monarcas que gobiernan en un país, emparentados entre sí, durante un período de tiempo determinado. Los reyes de la casa gobernante representan, tan sólo, el hilo conductor de la misma. A su alrededor hay multitud de cortesanos en una interacción continua con el soberano, una estructura política, un discurso legitimador, una visión del mundo determinada y un modelo de relaciones sociales que se desenvuelve en torno suya, que posee un nivel tecnológico determinado y una vinculación concreta con el medio físico y ecológico en el que se desenvuelve. El príncipe heredero es socializado en ese ambiente y asume, desde su más tierna infancia, dicho modelo. Conforme va creciendo va interiorizando que el poder que ejerce es la contrapartida por su compromiso con la causa. Un rey absoluto se supone que es omnipotente y que tiene derecho de vida o muerte sobre sus súbditos; pero siempre hay personas a su alrededor que le ponen la comida por delante varias veces cada día, centinelas que protegen su palacio, su despacho y su alcoba, cortesanos que ejecutan sus órdenes, que le informan de lo que está pasando en el mundo y que están filtrando -de hecho- su relación con el exterior para “protegerlo” de los peligros que le rodean y del exceso de información, que deberá ser canalizada, seleccionada y estructurada convenientemente para que pueda ser digerida.

Todas esas personas que se desenvuelven en el entorno del monarca tienen, de una o de otra manera, la vida o la opinión de éste en sus manos. Y el conjunto es muy difícil de cambiar desde dentro. Sólo puede tener lugar un cambio político brusco si otro grupo de poder sustituyera en bloque al anterior, algo que suele suceder durante los cambios dinásticos.

El paso de la dinastía navarra a la borgoñona fue violento. Una guerra civil en la que el reino castellano-leonés se dividió en cuatro trozos: el primero, Galicia, se subleva -en 1111- “obedeciendo” a un monarca que era un niño de 7 años (El futuro Alfonso VII Raimúndez), que estaba siendo tutelado por el obispo de Santiago -Diego Gelmírez- y por un sector de la nobleza gallega.

En el segundo, Portugal, también otro niño -Alfonso I Henriques- manipulado por otro obispo -el de Braga, Paio Mendes- y por el correspondiente sector de la nobleza portuguesa se levanta (con 11 años) contra su madre -Teresa de Portugal- e inicia un proceso que culminará con la independencia de este reino.

El tercero, los concejos de la frontera castellano-leoneses, fieles a Alfonso I el Batallador de Aragón, consorte de la reina Urraca, cuyo matrimonio había sido anulado por la Santa Sede a iniciativa del arzobispo de Toledo -Bernardo de Salvitat, también conocido como Bernardo de Sedirac o de Sahagún- y después se le había ordenado a la reina que debía separarse de su esposo -de hecho, puesto que ya lo estaba de derecho- y alejarlo del trono. Pero los mejores guerreros de Castilla se negaron a obedecer las órdenes de los obispos y prefirieron ser leales al rey guerrero.

El cuarto bando era el de la reina Urraca, teledirigido desde Roma a través del arzobispo de Toledo y de los monjes cluniacenses. Al final se impusieron los gallegos-borgoñones, leales a Alfonso Raimúndez, cuando su madre abdicó y el Batallador decidió abandonar territorio castellano. Portugal siguió siendo independiente.

Dos siglos y medio después, el cambio dinástico entre borgoñones y trastámaras se produce a través de la guerra civil castellana de 1366-1369 entre los seguidores de Pedro I el Cruel y los de Enrique II de Trastámara y sus “compañías blancas”, guerra que acabó con la muerte del primero en los “Campos de Montiel” (1369).

En el cambio dinástico de los Trastámara a los Habsburgo (1516-1517) los distintos grupos de conspiradores tuvieron que ver mucho más de lo que las versiones oficiales transmiten. Recordemos que Isabel la Católica murió en 1504 y que su heredera en Castilla era Juana la Loca o, lo que es lo mismo, su consorte flamenco Felipe I el Hermoso. Fernando el Católico se retiró a sus dominios de Aragón, después de haber conocido personalmente a su yerno, con el que no conectó en absoluto.

Poco después Fernando contraerá matrimonio con Germana de Foix, con la intención manifiesta de buscar un heredero varón al que poder transmitirle sus propios dominios y volver a separar así nuevamente a Aragón de Castilla, antes que permitir que los flamencos se adueñaran de todos los reinos peninsulares. El potencial heredero del Trastámara morirá al nacer mientras, en Castilla, Felipe el Hermoso fallece de una forma sumamente sospechosa. Tan sospechosa que los flamencos nunca más enviarán a Castilla a ningún miembro de su casa real sin que agentes suyos hubieran –previamente- inspeccionado el terreno y llenado de leales la corte.

Tras la muerte de Felipe I (1506) y la declaración de la enajenación mental de Juana la Loca tocaba coronar al primogénito de ambos, Carlos I, que entonces tenía 6 años. Lo lógico habría sido que se nombrara un regente en Castilla por parte de las instituciones competentes –lo que efectivamente tuvo lugar, en la persona de su abuelo, Fernando el Católico- y que el niño se desplazara a su nuevo reino para ir identificándose con él, dado que estaba llamado a gobernarlo en cuanto se le declarara mayor de edad. Pero los flamencos consideraron que Carlos estaba más seguro en su país natal que en Castilla, donde podría ser adoctrinado de una manera no congruente con su estrategia política o, por el contrario, enfermar “repentinamente”, como ocurrió con su padre.

Muerto Fernando el Católico (1516), asume la regencia el Cardenal Cisneros hasta que el nuevo monarca tuviera a bien desplazarse a su nuevo país para que pudiera ser coronado. Pero en vez de Carlos se presenta Adriano de Utrecht, para crear un entorno seguro que hiciera posible que su llegada tuviera lugar con el mínimo peligro.

El resto de la historia es bien conocida. El rey, cuando llega, aún no sabe español y sólo se relaciona con personas de origen flamenco, que filtran toda la comunicación entre él y sus nuevos súbditos. Poco después abandona de nuevo la Península para dirigirse a Alemania, donde se hará cargo del legado de su abuelo Maximiliano de Austria. Mientras tanto tiene lugar el levantamiento de los comuneros de Castilla contra los flamencos que administran nuestro país en nombre de un  rey que reside a miles de kilómetros de distancia y que nos ha convertido –de facto- en una colonia flamenca.

Si la corte castellana, en el tránsito dinástico de los Trastámara a los Habsburgo fue un hervidero de conspiradores (al servicio de las familias que pugnaban por hacerse con el poder), imagínese lo que fue la corte madrileña durante el proceso de cambio de los austrias a los borbones, que estaban al mando, cada una de estas casas, de una de las dos potencias más poderosas del mundo de su tiempo. Franceses, ingleses, austriacos, holandeses, portugueses, el papado... además de las diferentes facciones nobiliarias españolas, actuando cada cual al servicio de sus propios intereses... 

En este tipo de coyunturas históricas nada de cuanto ocurre es casual. Ni siquiera los posibles problemas de salud física o mental. El “ruido de sables” se esconde detrás de cada frase pronunciada, de cada acto que tiene lugar. La esterilidad del rey, su debilidad de carácter, sus matrimonios, sus consejeros... Potencialmente todo puede ser instrumentalizado políticamente. Está en juego, nada menos, que el liderazgo político planetario.

Y ganaron los franceses... Recordemos el consejo que Luis XIV de Francia le dio a su nieto, nuestro Felipe V, antes de partir hacia España para ser coronado: acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones”. Era todo un programa político (La palabra “unión”, en este contexto, es un eufemismo que significa subordinación de nuestro país al suyo, claro), un mandato que Felipe cumplió y después todos sus descendientes, hasta el mismísimo 2 de mayo de 1808. Después se difuminará un poco la influencia francesa, para ser paulatinamente sustituida por un vago paneuropeísmo provinciano que es la continuación de la subordinación política ante Francia en un nuevo contexto político en el que los borbones españoles, desaparecidos sus primos franceses, se convierten en un residuo fósil de una época ya fenecida.

Los borbones, como los austrias dos siglos antes, usan a España como una herramienta para llevar a cabo su propio programa político, que había sido diseñado fuera de nuestro país para defender los intereses de unas facciones de poder extranjeras. Lo que diferencia a ambas dinastías es que para los Habsburgo España es el instrumento principal de dicha política, mientras que para los borbones es una fuerza auxiliar, al servicio de Francia, que es el país que asume el liderazgo del conjunto.

Todo lo que sucede en España entre 1701 y 1808 es congruente con esta explicación. La política exterior del Imperio español a partir del cambio dinástico adopta un perfil bajo, y nuestros gobernantes con frecuencia se limitan a decir amén a los acuerdos que la diplomacia francesa alcanza con sus adversarios, en los que se decide el reparto de posesiones que son nominalmente españolas en una mesa en la que no hay ningún representante español.

Y en el interior se procede a una revisión total de nuestra historia y de nuestra escala de valores para ponernos en la onda correspondiente. Es muy significativo el cambio de actitud que tiene lugar con respecto a los turcos, por ejemplo, los peores adversarios en el Mediterráneo de la España de los Habsburgo pero aliados estratégicos de Francia. Todo el historial de sus matanzas en las costas orientales y meridionales de nuestro país, así como en los dominios españoles de Italia y del Magreb, es rápidamente olvidado, como si no hubiera tenido lugar.[1]

En cuanto a la poderosa tradición militar española hay una anécdota que resume, mejor que cualquier explicación que podemos dar, hasta qué punto la revisión de todas las políticas que tuvieron lugar con la llegada de los borbones afectaron seriamente a la operatividad de sus tropas. Ésta tuvo lugar cuando el embajador español Juan Martín Álvarez de Sotomayor visitó al rey Federico II el Grande de Prusia:

Los éxitos fulgurantes del Ejército prusiano despertaron la atención de toda Europa. A Prusia llegaron representantes de la mayoría de reinos europeos, interesados por descubrir las claves que habían hecho de ese pequeño ejército una fuerza tan temible.

España envió a Juan Martín Álvarez de Sotomayor, con la misión de recoger todos esos datos para que pudieran ser luego aplicados al Ejército español. Cuando Álvarez se presentó ante Federico, el monarca prusiano evidenció su sorpresa porque fuera precisamente España quien se interesase por sus revolucionarios métodos militares.

El rey reconoció que buena parte de las innovaciones aplicadas en su ejército provenían de un tratado español llamado Reflexiones militares, [del marqués] de Santa Cruz de Marcenado. Los once tomos en que constaba la obra los tenía en un lugar bien visible de su despacho. El representante del monarca español, ruborizado, tuvo que admitir que no conocía la obra, ante la sorpresa de Federico.”[2]

Pero lo que menos le gustaba de España a la nueva dinastía era la gran variedad cultural que presentaba y la extraordinaria autonomía de los poderes locales, algo que era impensable en el país galo.

Durante el siglo XVII habían tenido un gran éxito dos obras literarias que se habían representado en los teatros de toda España y que resaltan la fuerza de las instituciones municipales castellanas en la estructura política del reino. Me estoy refiriendo, obviamente, a Fuenteovejuna, de Lope de Vega y El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca, autores –especialmente el último de ellos- que están perfectamente alineados con el establishment político y social de nuestro país. Para la España de los austrias ese poder municipal era un pilar fundamental de su estructura política, que hunde sus raíces en nuestra profunda Edad Media.

Ninguna obra comparable ve la luz en la España del siglo XVIII. Recordemos la famosa frase que Pedro Crespo le dirige a Don Lope (general del ejército español): “Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios”, a la que éste responde: “¡Juro a Cristo, que parece que vais teniendo razón!”. Este diálogo, que lleva siglos repitiéndose en los teatros de toda España y que retrata como ningún otro la fuerza del municipalismo español y la supremacía de la conciencia y del sentido del honor sobre el estatus social o las conveniencias políticas, es una muestra de esa “insolencia” española que tanto molestaba a los aristócratas ultrapirenaicos y que dejó de ser políticamente correcta con el advenimiento de la nueva dinastía.

A lo largo del siglo XVIII veremos a los borbones ir ahogando de diversas maneras a los poderes locales de la España que habían heredado, pero al hacerlo se estaban metiendo en un berenjenal mucho mayor. Los concejos (los ayuntamientos) formaban parte fundamental de la estructura de un estado que había ido surgiendo muy despacio, desde abajo, a lo largo de la profunda Edad Media peninsular. Ellos pusieron en pie las milicias ciudadanas, que resultaron determinantes en la eclosión del mundo ibérico y en el poderoso desbordamiento social que hizo posible el surgimiento de los tres imperios españoles (el europeo, el mediterráneo y el americano). Los ayuntamientos canalizaron buena parte de las energías de un pueblo guerrero y las pusieron al servicio de la monarquía católica.

La España radial y las intendencias borbónicas pretendían meter en cintura a un país inabarcable para unos gobernantes acostumbrados al lujo de los salones parisinos y al orden de los jardines franceses, diseñados por expertos paisajistas, acostumbrados a trazar diseños geométricos con escuadra, cartabón y compás, sobre un territorio llano y bien regado de manera natural, en un país que vivía siempre pendiente del cielo, intentando combatir el desbordamiento de los ríos o la sequía estival y donde la naturaleza había ido esculpiendo, durante millones de años, regiones naturales estancas, con una variedad paisajística infinita. Un país demasiado salvaje para la mentalidad continental.

Intentaron meter en cintura a los poderes locales y se encontraron, primero, con los bandoleros, después con los guerrilleros, más tarde con los fueristas de derechas y los cantonalistas de izquierdas y, al final, con los nacionalistas periféricos... 

El agua siempre busca su camino. Si le cortas su salida natural terminará encontrando otra, pero cuando los cauces se desbordan lo que viene después es la catástrofe.


[2] JESÚS HERNÁNDEZ: ¡Es la guerra! Las mejores anécdotas de la Historia Militar

1 comentario:

  1. Yo, pobre de mi, un vulgar españolito y como perteneciente a la generación perdida ignorante e inculta, estoy de acuerdo con lo tratado, aunque yo, lo fui intuyendo a medida que del algo huele mal en las Españas a la España podrida. Por supuesto que, desde el 17oo en el Imperio hacia dios, no ha contado en nada para dirigir los destinos internos y externos por una menarquía hispana. Por otra parte, no creo que en la historia universal, se haya metido tan en cintura a los ayuntamientos, como durante 40 años por la dictadura nacional-católica

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