martes, 24 de abril de 2012

La historia de Colón



“Y Colón descubrió América”. Llevamos quinientos años escuchando esta historia y atribuyéndole a Cristóbal Colón el mérito de haber cambiado la Historia de la Humanidad. Todos hemos visto, oído y/o leído narraciones sobre la gran cabezonería de Colón, su firme convencimiento acerca de la existencia de tierras al otro lado del mar, la obcecación de sus interlocutores y su empeño en mantener posturas medievales obsoletas.

¿Cuántas veces hemos oído el cuento de Colón discutiendo con los sabios de Salamanca acerca de si La Tierra era plana o redonda? El problema que tiene esta versión es que es sencillamente falsa. Ese debate nunca se dio. La mayoría de la gente de cierto nivel cultural conocía la redondez de nuestro planeta ya desde la antigüedad y, aunque en la Edad Media proliferaron leyendas de todo tipo que intentaban infundir temor entre los hombres acerca de los peligros que acechaban a los navegantes en el Atlántico, esas leyendas eran interesadas, propagadas por gente que quería eliminar competidores de rutas que guardaban en secreto, para garantizarse el monopolio de las mismas. En cualquier caso sólo servían para engañar a los más crédulos y a los más ignorantes. Los inteligentes sabían leer entre líneas cuando las escuchaban y adivinar el verdadero objeto de las mismas.

En realidad el gran debate entre Colón y los sabios de Salamanca fue acerca del diámetro de La Tierra. Y los sabios tenían razón. Cada parte usó como argumento una edición diferente del mismo libro que, en su versión original, asignaba a nuestro planeta unas dimensiones bastante cercanas al tamaño que en realidad tiene. Pero la versión que Colón manejaba estaba mal traducida y reducía bastante su diámetro, colocando así al continente asiático a una distancia de Europa, por el oeste, parecida a la que se encuentra América en realidad.

Es bastante probable que, en su fuero interno, Colón ya supiera que sus interlocutores tenían razón (en que la versión que él manejaba estaba mal traducida). Lo que su comportamiento demostró en todo momento era que -para él- los argumentos eran algo secundario. En realidad “sabía” que había tierras al oeste, a una distancia aproximada a la que realmente se encuentra el Nuevo Mundo.

Pero si Colón ya “sabía” que había tierras al oeste es que alguien (tal vez él mismo) ya había estado allí. Lo que nos mete de lleno en la teoría del “predescubrimiento”, con su multitud de variantes.

“Desde los antiguos griegos (Eratóstenes) se conocía la medida de la circunferencia de la Tierra. Al parecer, la hipótesis de Colón sobre la posibilidad del viaje se basaba en cálculos erróneos sobre el tamaño de la esfera, ya que suponía que era más pequeña de lo que realmente es.

Otras teorías sostienen que Colón había oído datos, por habladurías de marinos, sobre la existencia de tierras mucho más cercanas a Europa de lo que se suponía científicamente que estaba Asia, y que emprendió la tarea de alcanzarla para comerciar sin depender de Génova ni de Portugal. Una de ellas, conocida como la teoría del prenauta, sugiere que durante el tiempo que Colón pasó en las islas portuguesas del Atlántico, se hizo cargo de un marino portugués o castellano moribundo cuya carabela había sido arrastrada desde el golfo de Guinea hasta el Caribe por las corrientes. Para algunos investigadores podría tratarse de Alonso Sánchez de Huelva aunque según otras fuentes podría ser portugués o vizcaíno. Esta teoría sugiere que el prenauta le confió a Colón el secreto. Según algunos estudiosos, la prueba más contundente a favor de esta teoría son las Capitulaciones de Santa Fe, ya que hablan de las tierras "descubiertas" al tiempo que otorgan a Colón una serie de privilegios no otorgados hasta entonces a nadie.”[1]

Imagínese que un día, un astrónomo, en un rutinario recorrido telescópico por los cielos de nuestro planeta, detecta un objeto dirigiéndose hacia nosotros. Una vez medida la distancia, la velocidad y la trayectoria que sigue el mismo llega a la conclusión de que pasará junto a nuestro mundo un día determinado, a una hora concreta y podrá decir, incluso, en que zonas de La Tierra será visible. Toda esa información la obtendrá nuestro científico haciendo un mero cálculo matemático de la trayectoria que sigue el objeto. No necesita más pruebas. Aunque esa cosa no haya pasado jamás cerca de La Tierra ni vuelva a hacerlo en el futuro. Aunque no haya ningún registro suyo en los anales históricos. Con el cálculo de su trayectoria ya tiene suficiente. A veces no es necesario que haya precedentes para saber que algo va a pasar. Basta considerar la lógica interna de los propios acontecimientos para percatarse del asunto.

Para dibujar una recta sólo necesitamos dos puntos. Para una figura más compleja algunos más. El astrónomo citado manejará, en sus cálculos, no sólo la inercia del objeto que se dirige hacia aquí sino, también, todas las fuerzas gravitatorias con las que se encontrará por el camino. En cualquier caso una cantidad finita de elementos, que ya estaban localizados antes de que éste surgiera en los confines de nuestro Sistema.

Los historiadores siempre han dado un valor extraordinario a los documentos del pasado que han llegado hasta nosotros. Es cierto que, con frecuencia, es lo único seguro que tenemos, pero todo suceso histórico se haya inscrito en un proceso, que tiene su propia lógica interna, su propia trayectoria. Como el objeto espacial del que les hablé más arriba. Hay unos modelos de desarrollo, unos patrones de despliegue cultural que pueden suplir, en un momento dado, la gran cantidad de lagunas con las que el historiador se enfrenta por falta de pruebas concretas.

Hacer descansar buena parte de nuestros conocimientos históricos sobre la base de los documentos que han llegado hasta nosotros tiene el inconveniente de que nos estamos haciendo eco de la propaganda de los poderosos del pasado, que se han encargado de filtrar esos documentos para que su versión se impusiera sobre las tradiciones alternativas. Y como los imperios y las ideologías se han ido turnando entre sí a través de los tiempos, imagínense qué porcentaje del reflejo documental que originalmente existió (que sólo recogía una parte de la realidad de su tiempo) ha llegado hasta nosotros. ¿Cuántos libros, de los que circulaban en tiempos de Roma, pudieron pasar los filtros de los invasores germanos, más los musulmanes, más los medievales cristianos, más los del Antiguo Régimen europeo, más los de la Ilustración, más los contemporáneos? En cada una de estas fases se perdió un tipo de libros determinado. ¿Qué es lo que ha podido sobrevivir a todos estos filtros? Obviamente lo más inofensivo, trivial e insípido, lo menos polémico, lo más conformista. Y la visión que lo que sobrevivió nos aporta del pasado se simplifica notablemente, se homogeniza, desaparecen buena parte de las minorías que existieron realmente y que tuvieron cierta incidencia histórica. Desaparecen grandes escuelas de pensamiento, como por ejemplo la potente tradición arriana española de la que les vengo hablando desde hace meses y que el discurso oficial lleva un milenio sepultando.

Ya les hablé la semana pasada de la famosa “Donación de Constantino”, un documento atribuido a este emperador romano, que en realidad era una falsificación del siglo VIII fabricada por los papas de esa época para hacer valer su primacía, incluso política, sobre los poderes terrenales. Que el documento era falso era una sospecha muy extendida desde el principio (los hombres medievales no eran tan tontos como muchas veces suponemos) hasta que finalmente pudo demostrarse a través de un minucioso análisis filológico.

En realidad muy pocas de las obras escritas por los antiguos ha llegado directamente hasta nosotros. La inmensa mayoría lo ha hecho a través de copias de copias. La labor de los copistas medievales ha sido imprescindible para garantizar la supervivencia de las mismas. Pero claro, esos copistas eran monjes, es decir, los individuos más ideologizados de su tiempo. Ellos tuvieron que tomar decenas de miles de decisiones acerca de qué libro merecía ser copiado y difundido y cual no. Y en la siguiente generación volvía a plantearse de nuevo el asunto. Así un siglo detrás de otro. Es poco probable que una obra que no cumpliera los estrictos criterios de moralidad que los monjes tenían pasara el filtro de ese milenio medieval y llegara hasta nosotros.

¿Qué podemos hacer para impedir que esa visión tan parcial de nuestro pasado sea la que se imponga? Pues lo primero es, obviamente, tomar conciencia del sesgo oligárquico inducido que arrastra la historiografía oficial por las razones que acabo de exponer, e intentar compensarlo a través de un análisis crítico de los elementos a nuestro alcance. Ya habrá observado que los artículos que vengo publicando en este blog los vengo denominando globalmente como “Dinámica Histórica”, porque pretendo poner el énfasis en las trayectorias, en los procesos, las inercias, las dinámicas en definitiva.

Con el mayor respeto hacia la Historia concebida al modo más tradicional, que sigue siendo absolutamente necesaria, sólo pretendo reforzar la perspectiva general de nuestro pasado incorporando un nuevo ángulo de visión.

Pero volviendo a la historia del descubrimiento de América, dijimos que Colón ha sido presentado desde hace quinientos años como un individuo que cambió la Historia de la Humanidad, aunque después insinué que, tal vez, se podía haber hecho eco de alguna tradición anterior. En el texto que reproduje, su autor refleja la tesis del prenauta (tesis que comparto en buena medida), pero hay autores mucho más “esotéricos” que van más allá y encuentran conexiones templarias u otras semejantes.

La verdad es que la personalidad del “descubridor” y el halo de secreto que le acompaña se prestan a todo tipo de especulaciones y fantasías que han dado pie a la creación de multitud de auténticos best sellers que son devorados por un público ávido de historias sorprendentes.

Pero el descubrimiento de América debe ser enmarcado dentro del proceso histórico del que forma parte, que no es otro que la Era de los Descubrimientos Geográficos que protagonizaron los pueblos ibéricos durante los siglos XV y XVI y que otros continuarían durante las centurias siguientes.

Una vez concluida la “Reconquista” en la Península, sus habitantes, que llevaban ya muchos siglos embarcados en una dinámica expansiva desde el punto de vista demográfico y ofensiva desde el militar, necesitaban nuevas áreas geográficas sobre las que proyectarse. Su mirada apuntaba hacia el sur, es decir, hacia el Magreb, y la imagen que se habían construido de sí mismos como vanguardia de la cristiandad les hacía priorizar, en cualquier caso, la conquista de los territorios habitados por infieles, antes que las áreas situadas en Europa.

Agotados pues los espacios peninsulares, que se habían ido conquistando con fuerzas fundamentalmente terrestres, los extra peninsulares requerían la construcción previa de una marina adecuada. Y a eso se dedicaron los primeros trastámaras castellanos durante el tramo final del siglo XIV. Los aliados franceses de Enrique II estaban muy interesados en la ayuda que este les podía prestar a ellos en la Guerra de los Cien Años en los frentes atlánticos contra Inglaterra. Y desde luego no salieron decepcionados:

“Castilla intervino en la guerra de los Cien Años, ante todo, en el terreo naval. Hay que señalar, a este respecto, que el fin principal que habían buscado los franceses al firmar con Enrique de Trastámara el tratado de Toledo era asegurarse el dominio del mar. El ataque al puerto de La Rochela, que en aquellas fechas se hallaba bajo el dominio de los ingleses, concluyó, el 23 de junio del año 1372, con un sonoro éxito naval franco-castellano. El gran protagonista de aquel combate, por lo que a la marina castellana se refiere, fue el almirante Ambrosio Bocanegra, pero también destacaron otros hombres de la mar, como Pedro Fernández Cabeza de Vaca, Fernando de Peón y Ruy Díaz de Rojas. El conde de Pembroke, dirigente de la flota inglesa fue hecho prisionero y enviado a Castilla, en donde pasó algún tiempo en el castillo de Curiel. Pedro López de Ayala relata, en su Crónica de Enrique II, como «llegado el dicho conde de Pelabroch a la villa de La Rochela ( ... ) las doce galeras de Castilla pelearon con él e le desbarataron e prendierónle a él e a todos los caballeros e omes de armas que con él venían, e tomaron todos los navíos e tesoros que traían». Por su parte el cronista francés Jean Froissart pone de relieve la importancia de la colaboración castellana al afirmar que «no pudo escapar nadie, de modo que los ingleses y pictavinos con todas sus gentes fueron capturados o muertos por los españoles». La principal consecuencia de la victoria obtenida en La Rochela, desde la perspectiva de la corona de Castilla, fue la conversión del canal de la Mancha en un espacio marítimo de proyección libre para los marinos cántabros y vascos. El triunfo de La Rochela había sido tan importante que, como ha señalado Luis Suárez, «venía a establecer la superioridad naval de los castellanos, superioridad que no se vería comprometida seriamente hasta los tiempos de La Invencible».
[…]
Pero a finales de junio de 1377 los navegantes de Castilla, a cuyo frente se encontraba Fernán Sánchez de Tovar, colaboraron, una vez más, con el almirante francés Jean de Vienne en un nuevo ataque lanzado en esta ocasión contra la costa sur de Inglaterra. Durante cerca de un mes la flota franco-castellana llevó a cabo las más despiadadas operaciones que imaginarse puedan. Las ciudades de Rye, Portsmouth, Darmouth y Folkstone fueron testigos, entre otras muchas, de la furia desatada de los marinos franco-castellanos […] había quedado plenamente demostrada la espectacular fuerza naval que tenia, en aquellas fechas, la corona de Castilla. Pero, al mismo tiempo, e1 reino de Enrique II aparecía en el horizonte de la Cristiandad europea como una potencia de primera magnitud, con la que había que contar.”[2]

Castilla, por tanto, era ya una potencia naval a la altura de 1377 y no digamos la corona de Aragón:

“La corona de Aragón se había proyectado, desde tiempo atrás, tanto en términos militares como económicos, sobre el ámbito del Mediterráneo. Fernando I, consciente de la importancia de este ámbito de actuación, no dudó desde el primer momento en prestarle una atención especial. […] puso los cimientos de la espectacular ofensiva que, años más tarde, iba a protagonizar su hijo Alfonso V el Magnánimo sobre el reino de Nápoles.” [3]
[…]
“Alfonso V, desde el momento de su acceso al trono, se mostró decidido partidario de alentar las rutas comerciales de los catalanes en el Mediterráneo Oriental. En el transcurso de su reinado, por acudir a un ejemplo significativo, se establecieron consulados catalanes en Modó, localidad de Morea (año 1416), en Candía, que estaba situada en la isla de Creta (1433), y en Ragusa, ciudad de la costa adriática (1443). Paralelamente mantuvo el Magnánimo relaciones diplomáticas nada menos que con el Negus de Abisinia, al tiempo que establecía un protectorado sobre las islas de Rodas y de Chipre, ocupaba diversas plazas fuertes en Albania y negociaba con el sultán de Egipto. Su preocupación por proteger la navegación catalana que se dirigía hacia el Mediterráneo oriental le llevó, en el año 1453, a edificar un castillo en el puerto de Bengazi. La antigua Berenice, localidad de la costa africana, situada en el Golfo de la Gran Sirte. Allí se instaló un gobernador, el cual tenía la misión de proteger los navíos que hacían escala en dicho puerto. […] Alfonso V se mostró un indiscutible adalid en la lucha contra los turcos, lo que se plasmó en el tratado que firmó, en 1443, con el emperador de Constantinopla y con el déspota de Morea en 1451.”[4]

También los portugueses trabajaban en la misma dirección:

“Durante el reinado de don Fernando [I (1367-1383)] se favorecieron también las relaciones comerciales, constando la presencia de comerciantes internacionales en Lisboa durante su reinado. La navegación vive también una época dorada, permitiéndose la tala de bosques reales para la construcción de navíos, y concediendo importantes exenciones fiscales en actividades navieras. Destaca especialmente la creación de la Compañía Naviera, en la que tienen obligación de registrarse todos los navíos y disponía de un fondo común para reparación de buques.”[5]

Pero la rivalidad atlántica entre castellanos y portugueses se desencadena ya en el siglo XV. A partir de 1402 comienza la conquista de las Islas Canarias por la expedición de los franceses Jean de Bethancourt y Gadiffer de Lasalle, en nombre del rey de Castilla. La noticia actuará como un revulsivo en Portugal, cuyos dirigentes empiezan a temerse que Castilla les cierre las rutas marítimas del sur. Entre 1402 y 1405, los castellanos se habían anexionado las islas canarias de Lanzarote, Hierro y Fuerteventura (tres de siete); y tenían planes de anexión sobre las cuatro que quedaban. Había que ponerse en marcha pronto.

Es en ese contexto histórico en el que aparece, en Portugal, la figura de Enrique el Navegante (1394-1460). Él será el estratega que diseñe el plan de la expansión marítima portuguesa a través del Océano Atlántico, el agente globalizador por antonomasia. Los miles de exploradores, de descubridores, de conquistadores que se desparramarán por el mundo a partir del siglo XV desde el continente europeo primero, desde las nuevas europas después y desde las alter-europas más adelante, no han hecho más que continuar el camino que él emprendió. Hoy a ese proceso le llamamos “globalización”.


“En 1414 [Enrique el Navegante] convence a su padre para montar una campaña en conquista de Ceuta. [Esta tuvo lugar] en agosto de 1415, otorgando al reino de Portugal el dominio del comercio que ostentaba.”[6]
[…]
“En 1416 inicia la construcción de la “Ciudad del Infante” lo que hoy se conoce como Sagres, junto al Cabo de San Vicente, en el extremo sudoeste de Portugal. La ciudad creció rápidamente como polo de la más elevada tecnología para la navegación y cartografía de la época, como un arsenal naval, observatorio y escuela para el estudio de geografía y navegación (Escuela de Sagres). El mallorquín Jehuda Cresques (o Jafuda Cresques, en portugués), un famoso cartógrafo, fue invitado a Sagres para realizar un compendio del conocimiento geográfico, encargo que aceptó. Lagos, a poca distancia al Este, se convirtió en un lugar de construcción naval gracias a su puerto. Uno de los primeros resultados de esta empresa fue el descubrimiento de [las islas de] Madeira por João Gonçalves Zarco y Tristāo Vaz Texeira, posteriormente colonizadas.
[…]
En 1426, sus navegantes descubrían las primeras islas Azores, posiblemente por Gonçalo Velho Cabral, siendo también colonizadas por los portugueses.”[7].

Durante las primeras décadas del siglo XV tanto castellanos como portugueses toman posiciones en los archipiélagos de la Macaronesia (Canarias, Madeira, Azores y, más adelante, también Cabo Verde). Ellos no lo sabían, pero acababan de convertirse en los guardianes de la puerta de la “Autopista de los alisios”.

En la era de la navegación a vela, en las inmensidades del océano no se puede navegar por cualquier ruta. A lo largo del siglo XV los marinos ibéricos fueron arrancándole poco a poco sus secretos al mar. Los secretos del mar son los caminos que los vientos han trazado sobre su superficie. El famoso “8” atlántico. El centro de ese “8”, donde las dos líneas se cruzan, es justo el punto donde África y América están más cerca, en la línea del ecuador. De tal manera que la única forma de navegar por el Atlántico, sin perecer en el intento, es dirigirse hacia el sur, desde las latitudes templadas europeas, hasta alcanzar, como mínimo, el Trópico de Cáncer. Por las latitudes tropicales hay que virar hacia el oeste para adentrarse profundamente en el océano. Sólo en esas profundidades atlánticas se pueden encontrar vientos que permitan virar tanto hacia el norte como hacia el sur. En el primer caso hay que esperar a alcanzar las latitudes de la Península Ibérica para poder girar hacia el este y así poder volver a casa. Si se escogió la ruta meridional también hay que llegar a las latitudes templadas, en este caso del sur de África, para poder hacer lo propio y, una vez alcanzadas las costas de Sudáfrica o de Namibia, se puede virar hacia el norte para tornar a las latitudes tropicales. Ese es el secreto del Atlántico. Pero no fue fácil descubrirlo. Por el camino se quedaron muchas tripulaciones. Conseguir que los marinos comprendieran que, si querían volver a casa, tenían que adentrarse profundamente en el mar y perder todas las referencias terrestres no fue nada fácil, como podrá imaginar. Pero una vez interiorizado esto el descubrimiento de América era, tan sólo, cuestión de tiempo.

El descubrimiento de América es la consecuencia lógica del fin de la “Reconquista”. Era lo que tocaba una vez que la criatura ibérica salió del cascarón y empezó a explorar el espacio circundante. Como vivimos en una península y nuestra inercia expansiva empujaba hacia el sur, había que hacerse a la mar para seguir creciendo y, aunque el primer impulso expansivo conducía directamente hacia las desérticas tierras del Magreb que, por otro lado, estaban bien defendidas, los ibéricos, poco a poco, empezaron a tomar por el camino piezas menores pero suculentas: las islas de la Macaronesia y en ese proceso descubrirían pronto la gran cantidad de alternativas que el Atlántico les ponía a su alcance, mostrándole –finalmente- un inmenso continente.

La verdad es que, visto el asunto desde esa perspectiva, la teoría del pre-descubrimiento por parte del mítico Alonso Sánchez de Huelva -o de cualquier otro- se presenta como la explicación más lógica y sencilla del descubrimiento americano. Y la tozudez de Colón adquiere un nuevo cariz mucho más razonable.

Personalmente creo que es poco probable que el prenauta fuera portugués o vizcaíno por el propio comportamiento que siguió Colón: Primero intentó convencer al rey de Portugal, un monarca que controlaba todo lo que se movía dentro de su propio reino, especialmente si tenía algo que ver con el mar, y que castigaba con dureza cualquier revelación de secretos de estado (y los descubrimientos geográficos eran en Portugal secretos de estado). Si Colón lo intentó primero en Lisboa es que la corona portuguesa no había tenido nada que ver, ni por activa ni por pasiva, con ese viaje del prenauta.

Y dentro del reino de Castilla es obvio que los más implicados en los proyectos del Atlántico “Sur” eran los marinos que cotidianamente estaban compitiendo con los portugueses en ese espacio geográfico.

Pero la presencia de Colón en el puerto de Palos y en el Monasterio de la Rábida, antes de dirigirse a la corte castellana, puede ser el dato más revelador, porque habría ido buscando a los viejos amigos y compañeros del mítico Alonso Sánchez de Huelva. Colón, para ellos, era un desconocido, pero ellos no lo eran para Colón, y eso le daba una indudable ventaja a nuestro personaje, que jugaba así con las cartas marcadas, sabiendo a priori qué argumentos podría usar y con quién. ¿Se imagina revelándole su “secreto” a Fray Antonio de Marchena o a Fray Juan Pérez en confesión? El sacerdote quedaba atrapado y obligado a defender su tesis sin poder dar una sola pista acerca de las razones que tenía. Colón jugaba con el factor sorpresa, poniendo en marcha una estrategia que había sido largamente meditada.

¿Y si Colón no hubiera existido? ¿Se habría descubierto América? Pues claro que sí. Por las razones expuestas más arriba como mucho se habría retrasado algunos años, pero no demasiados.

¿Y si la hubieran descubierto los portugueses? Pues es bastante probable que lo hubieran mantenido en secreto, para evitar la competencia castellana, hasta que los castellanos hubieran terminado enterándose, claro.

Desde que Portugal comenzó la exploración sistemática de las costas africanas al sur de Cabo Bojador el secreto fue su norma. Es lo que se conoce como “política de sigilo”. Las razones por las que en Portugal los descubrimientos geográficos eran secreto de estado son obvias: su gran rival, en esta carrera atlántica, era Castilla, cuya población multiplicaba por cinco a la portuguesa. Del secreto seguido por sus navegantes dependía la supervivencia de los propios proyectos expansivos portugueses. Los agentes de este país eran los mejores expertos de su tiempo en el arte de la desinformación (algo de lo que ahora sabemos bastante), unos auténticos fabricantes de mitos y de leyendas que buscaban atemorizar a sus competidores.

Por las mismas razones los marinos de Huelva y de Cádiz (los pinzones, Juan de la Cosa, el mítico Alonso Sánchez, etc.) eran lo más avezados, temerarios y mejor informados de todos los marinos castellanos. Eran marinos de la frontera, se jugaban la vida cada día no sólo por culpa de los peligros de la mar sino, también, por el peligro portugués y berberisco, sus más directos competidores en esa disputada zona del Atlántico. Si había alguien que no se tragaba las leyendas difundidas por el aparato propagandístico portugués eran los marinos andaluces, que les tenían bien tomada la medida a sus competidores más directos.

Hacía ya tiempo que circulaban historias por Andalucía (y también en Portugal) sobre la existencia de tierras al suroeste, porque la Corriente del Golfo tiene esa componente y arrastraba de vez en cuando restos procedentes del continente americano. Eso era algo sabido por los experimentados marinos del suroeste. La pregunta era ¿A qué distancia estaba esa tierra? Cada vez se conocía mejor la dinámica de los vientos del Atlántico y cada vez esos marinos se atrevían a hacer expediciones más lejanas.

A diferencia de Portugal, en Castilla no había un plan estatal de exploración del Atlántico, ocupados como estaban digiriendo la unificación con el reino de Aragón, en mantener la guerra con los nazaríes granadinos y atentos, también, a los conflictos que se estaban produciendo en el Mediterráneo. Los agentes más activos en la exploración del Océano eran los armadores privados del suroeste. Esto hacía que la difusión de las nuevas técnicas y conocimientos se hiciera de manera más espontánea, aunque cada patrón procuraba guardar sus propios secretos o mantenerlos al menos dentro de su círculo de confianza. Por todo ello no es nada casual que Colón aterrizara en Castilla precisamente por el Monasterio de La Rábida, a un tiro de piedra de donde se reunía la flor y nata de lo más avezado de la marina atlántica del suroeste, entre unos monjes que gozaban de la confianza de los armadores de Palos y que tenían, además, conexiones con la reina.

Portugal era un país cada vez más marinero y comerciante. Un país adecuado para fundar colonias costeras y poner en comunicación regiones lejanas. Castilla era una gran potencia terrestre, con una buena marina y una trayectoria conquistadora y colonizadora. La presencia de los portugueses solos en América hubiera significado la fundación de algunas ciudades costeras, cuya existencia hubieran intentado ocultar durante todo el tiempo que hubiera sido posible. La presencia castellana, en cambio significaba la apertura de nuevos frentes de lucha al otro lado del mar, la construcción de un imperio terrestre ultramarino. Eran el sigilo frente a la multitud, los comerciantes frente a los guerreros, el secreto frente a la luz y los taquígrafos.

América era demasiado grande para impedir la presencia en ella de Castilla a través de la “política de sigilo” o a través de bulas papales. Era imposible mantenerla apartada del Nuevo Mundo cuando, además, controlaba una de las puertas de la “Autopista de los Alisios” (las Islas Canarias). El guión del descubrimiento y de la conquista americana, por tanto, ya había sido escrito mucho antes de que Colón naciera.

España entró en tromba en el continente americano, de una manera que ningún otro país estaba en posición de emular y entonces todo cambió. Nadie podía emular a los españoles porque nadie tenía su historia, su poderosa fuerza expansiva, la capacidad de sufrimiento de sus guerreros. Nadie había movilizado a su población como lo había hecho este país durante los largos siglos medievales, nadie llevaba grabado a fuego en su subconsciente el brutal impacto de los 250 años de combate contra las formidables acometidas de los invasores norteafricanos.

El epílogo por tanto de esta historia podría ser: “los españoles atravesaron el océano y ya nunca nada volvería a ser igual”.



[2] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Los Trastámaras. Ediciones Temas de Hoy. Madrid. 2001. pp. 46-49.
[3] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Ibid Pp. 116-119.
[4] Ibid. Pp. 176-177.
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Fernando_I_de_Portugal
[6] http://es.wikipedia.org/wiki/Enrique_el_Navegante
[7] http://es.wikipedia.org/wiki/Enrique_el_Navegante

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