Cada crisis es un reto, cada problema una oportunidad. La humanidad se enfrenta hoy a varios desafíos titánicos pero, si actuamos con inteligencia, algunos de ellos nos pueden servir de palanca para ayudar a solucionar a los otros.
Una de las dificultades mayores a la que nos enfrentamos hoy a escala planetaria es, sin duda, el cambio climático. El calentamiento global le plantea a toda la sociedad un reto histórico que va a dar al traste –inevitablemente- con el modelo de desarrollo, altamente depredador, que hemos construido a lo largo de los últimos siglos.
Para afrontarla tenemos que definir una estrategia a siglos vista. Combatir el cambio climático no es sólo cuestión de sustituir una serie de productos contaminantes por otros que no lo sean, de esa manera nunca podremos superar con éxito un proceso de deterioro del medio ambiente de la envergadura del que tenemos por delante.
Estamos en el comienzo del despliegue de una “guerra” que no debe orientarse sólo, y ni siquiera de manera prioritaria, a mitigar las consecuencias de la multitud de decisiones inadecuadas que hemos ido tomando desde hace siglos y que nos han traído hasta aquí.
Desde mi punto de vista lo fundamental, aunque hoy no sea lo más urgente, es redefinir, por completo, nuestra relación con el medio. Hasta ahora el hombre occidental –que es el que ha impuesto su modelo de desarrollo al resto de la humanidad- ha sometido a éste a sus propias exigencias, proyectando sobre el mismo su concepto de sociedad, expansivo y depredador; lo ha sometido, dando por supuesto que era infinito y que compensaría –gracias a su inmensidad- los desmanes que estábamos practicando sobre él.
El individualismo burgués y su ética, que beben en las fuentes del protestantismo de los siglos XVI y XVII, que colocaban lo subjetivo por encima de cualquier otra consideración (recordemos su frase más paradigmática: “sólo la fe nos salva”) ha construido un universo que parte de la premisa de que el mundo occidental es, de alguna forma, el nuevo pueblo elegido por Dios para dirigir a los hombres. Ha construido, conceptualmente, una torre de marfil en la que ha metido dentro al núcleo duro del occidente cristiano –que en un 80 u 85% se corresponde con la ecúmene protestante- bajo la que subyace el concepto apocalíptico (porque la idea parte del libro del Apocalipsis) de la Nueva Jerusalén, esa ciudad de oro puro con murallas de jaspe reservada para que vivan allí los elegidos al final de los tiempos.
Al establecer una relación directa con el Demiurgo, sin mediadores de ningún tipo, el protestantismo está en realidad sustituyendo al Dios de la Biblia por la propia subjetividad personal de cada individuo, por su propio ego y, como consecuencia, poniendo el Universo entero –la obra de ese Creador que se ha transformado en poco más que un colega altamente comprensivo- a sus pies, sometido por completo a las exigencias que se derivan de la satisfacción de las necesidades, incluso de los caprichos, de ese ego, cada vez más desatado, que ya no tolera que nada ni nadie le ponga límites a sus pretensiones.
Los occidentales han construido, en los últimos quinientos años, un ecosistema social en el que ellos se han encargado de ponerse en la cúspide, en el nicho de los superpredadores. Como tales han venido actuando durante todo ese tiempo, apropiándose de cualquier recurso que se pusiera a su alcance.
Pero en ese proceso expansivo indefinido han terminando encontrando el límite. El planeta es grande, pero finito; y ya nos está mostrado las consecuencias del agotamiento creciente de todos esos recursos que alegremente hemos venido dilapidando.
Hoy sabemos que nuestro actual modelo de desarrollo es insostenible. Se impone, por tanto, un replanteamiento global del mismo y su sustitución por otro más viable, que sea sostenible a largo plazo.
Para situarnos subjetivamente en la posición idónea para poder encarar con éxito esa gran empresa tenemos, primero, que tomar conciencia de los límites que el planeta, en particular, y la naturaleza, en general, nos imponen. Tenemos que interiorizar que el medio ambiente no fue creado para servirnos, sino que formamos parte de él y que, por tanto, tenemos que empezar por acatar sus reglas eternas de funcionamiento. La más importante de todas ellas es la sostenibilidad. Cualquier proceso nuevo que ideemos, cualquier innovación, tiene que estar adecuadamente dimensionado y compensado por otros, para que su impacto ambiental sea nulo.
Pero lo urgente, ahora, es plantarle cara a los desastres ambientales que ya están en marcha como consecuencia del insensato modelo de desarrollo económico en el que estamos instalados. En ese contexto, la brutal crisis económica que atravesamos, que para muchos representa un problema añadido, que viene a obstaculizar el proceso de toma de decisiones que deberían llevarnos a iniciar la nueva cruzada medioambiental y que detrae cuantiosos recursos que debieran estar dedicándose ya a este tema, desviándolos hacia los servicios derivados de las deudas gubernamentales o de los programas sociales dedicados a mitigar, entre las clases populares, las consecuencias de la misma, esa crisis económica –repito- si actuamos con inteligencia, puede terminar convirtiéndose en una verdadera oportunidad que facilite una adecuada respuesta al desafío que el Medio Ambiente nos plantea y viceversa, es decir, los problemas ambientales nos abren un inmenso campo de actuación que nos pueden permitir dinamizar la economía y por ende ayudarnos a salir de la crisis.
En los años treinta del siglo pasado vimos a norteamericanos y alemanes aplicar ambiciosos programas keynesianos para enfrentarse a la dura crisis del año 1929. Entonces fueron las obras públicas y, también, la industria militar los motores de un desarrollo que, por su fuerte componente belicista, nos condujo a la más terrible conflagración que la humanidad haya conocido y, después, a uno de los períodos históricos más prósperos y pacíficos de la historia. Ese período estuvo liderado por países que estaban embarcados en los citados programas desde mucho antes de que la guerra estallara, y fue ese modelo el que arrastró al resto de naciones hacia la senda de la prosperidad y del crecimiento económico, recordemos como el Plan Marshall transformó por completo el paisaje de las ciudades europeas en las dos décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
Hoy la “guerra” para la que hay que prepararse es el Cambio Climático y, como sucedió en la década de los treinta, la única salida posible a la crisis que atravesamos es un ambicioso programa de inversiones que genere actividad económica y puestos de trabajo. ¿Qué mejor momento para diseñar un plan de choque medioambiental ambicioso? Así podemos “matar dos pájaros de un tiro” y ponernos en la vanguardia del nuevo tiempo que se abre ante nosotros.
La lucha contra el calentamiento global es polifacética, afectando a una cantidad de sectores económicos importante: Hay que redefinir todos los procesos industriales para que reduzcan su impacto ambiental, hay que crear una infinidad de nuevos productos que reemplacen a los viejos que no cumplen con los nuevos estándares, hay que regenerar suelos y paisajes degradados, que cambiar nuestra manera de cultivar, de edificar, de producir energía, de transportarnos, etc. etc. En realidad casi cualquier faceta de nuestra vida en la que pensemos puede ser transformada si la observamos desde el prisma de la conservación del medio. ¿Se imaginan la cantidad de puestos nuevos de trabajo que todo esto puede generar? ¿Se imaginan la cantidad de nuevas oportunidades de negocio que se abren ante nosotros?
Estar en la vanguardia de la nueva revolución en ciernes está en nuestra mano. Ya estamos viendo como algunas empresas españolas como Gamesa, Abengoa, Indra, etc. se han situado en la primera línea de esta batalla. España, además, es un país que está situado en una zona geográfica muy sensible a los cambios ambientales y ya hemos visto como algunas tecnologías desarrolladas por empresas españolas están demostrando un potencial formidable, como las técnicas de desalación del agua, que están teniendo una gran aceptación en los países del Magreb y del Próximo Oriente. Lo mismo podríamos decir de las centrales termosolares, que tienen en la provincia de Sevilla a dos de los centros de investigación más importantes del mundo (Sanlúcar la Mayor y Fuentes de Andalucía).
La riqueza medioambiental de Andalucía, en particular, y de España, en general, así como su posición estratégica en las rutas migratorias de las aves, nos coloca, igualmente, en el punto de mira de todos los conservacionistas del mundo. La gran cantidad de parques naturales que posee nuestra región, así como la existencia de corredores ecológicos, como los que representan las viejas cañadas medievales, convierten a nuestro país en un espacio singular, único, irrepetible e irreemplazable.
Estar en la vanguardia de la nueva revolución es importante no sólo por las posibilidades de negocio y de prosperidad que se abren ante nosotros. Lo es, sobre todo, porque es ahora cuando se está definiendo el nuevo modelo de desarrollo que va a regir en el planeta durante las próximas generaciones, un modelo en el que nosotros tenemos mucho que decir, mucho que aportar; en el que nuestra visión del mundo y de la vida (tan diferente de la de los pueblos del centro y del norte de Europa) puede introducir cambios significativos en las características de ese modelo. Un modelo que, con nuestra ayuda, puede ser mucho más abierto, más inclusivo.
Démosle la vuelta al problema y convirtamos la crisis en una oportunidad.
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