miércoles, 23 de julio de 2014

El pacto fundacional de la iglesia española

La conversión de Recaredo. (Cuadro de Antonio Muñoz Degrain)

Tras la conversión masiva de la sociedad romana al cristianismo, que tuvo lugar a lo largo del siglo IV de nuestra era, este credo entraría en un proceso de depuración del dogma, para ajustarlo a su nueva función de religión oficial del estado. Y durante el mismo serán expulsados del seno de la Iglesia muchos miles de fieles que no estaban dispuestos a amoldar su fe a las necesidades ideológicas del Imperio.

El más numeroso de los grupos disidentes fue, sin duda, el de los seguidores de Arrio (256-336), Los arrianos, que no aceptaban la divinización de Cristo ni, en consecuencia, el dogma de la Santísima Trinidad. El enfrentamiento entre trinitarios y arrianos llevó a estos últimos a sufrir una nueva persecución religiosa que los devolvería a las viejas catacumbas de los cristianos primitivos y al exilio.

Y fue en el exilio donde los arrianos prosperaron y se multiplicaron. Más allá de los límites del Imperio sus misioneros difundirán este credo por las tierras de los bárbaros. Cuando los germanos hacen saltar el limes renano y avanzan por las galias, por Bretaña, Hispania o Italia, se consideraban a sí mismos más cristianos, si cabe (es decir, más fieles a la tradición del cristianismo primitivo), que los invadidos. Los nuevos señores se reúnen ante la cruz de Cristo, en sus correspondientes iglesias, de la misma manera que lo hacen sus súbditos. Lo que les diferencia es el dogma de la Santísima Trinidad y, por tanto, la creencia de los viejos romanos en la divinidad de Cristo.

Por todo el Occidente europeo se reproduce un esquema parecido: una aristocracia arriana, minoritaria desde el punto de vista demográfico, pero muy guerrera, ha sometido a un pueblo trinitario, mucho más pacífico, que acepta la autoridad de los nuevos señores. Los súbditos de las nuevas monarquías germánicas son doblemente dóciles, no sólo por la vieja tradición pacifista del cristianismo sino, también, por la disposición que habían demostrado, durante el siglo previo a la invasión, a plegarse ante la voluntad de la autoridad política.

La fe arriana, que se había extendido primero entre las capas de la población romana menos propensas a obedecer a una autoridad a la que consideraban que había traicionado al verdadero cristianismo y, después, entre los pueblos más guerreros que había más allá del limes septentrional, se había terminado identificando con lo más indómito y rebelde que había en esa nueva Europa en ciernes que se estaba forjando entre las ruinas del viejo orden imperial.

Pero cuando los guerreros se convierten en señores y se adueñan de las riquezas que venían administrando los antiguos patricios romanos, se dejan subyugar por lo que queda de aquel viejo mundo de la antigüedad tardía y de sus ecos, que resuenan desde los púlpitos de las iglesias del cristianismo trinitario a través de aquel clero que, no hacía tanto, había sabido pactar con el poder romano y que vuelve a repetir la jugada doscientos años después.

O, al menos, ese sería el resumen de la historia que nos vienen contando desde hace siglos: El cristianismo, igual que supo doblegar en la antigüedad el poder de los césares, supo después ganarse el respeto de las nuevas aristocracias germánicas en los reinos de la Alta Edad Media en el Occidente europeo. Así ocurrió por toda nuestra ecúmene. España incluida:

“Pero el momento cumbre de los seguidores de San Leandro lo constituyó el III Concilio de Toledo (589), en el que éste desempeñaría un papel estelar y en el que, según nos cuentan, abjuró del arrianismo el rey visigodo Recaredo (586-601). En este acontecimiento se convirtieron oficialmente al catolicismo, además del rey, ocho obispos arrianos, así como numerosos nobles, y el estado visigodo adoptó formalmente la fe romana.”[1]

Parece una historia con final feliz. Los arrianos, que se alejan del cristianismo trinitario en el Concilio de Nicea (año 325), vuelven al redil de la Santa Madre Iglesia, en lo que a España respecta, con la conversión de Recaredo (589) y, de nuevo, todos los cristianos vuelven a aceptar la autoridad del Papa (en el resto de países de Europa Occidental tuvieron lugar “conversiones” parecidas, más o menos, por la misma época).

Pero esta historia deja demasiados hilos sueltos, demasiadas preguntas sin responder. Y el desarrollo ulterior de los acontecimientos nos hace sospechar que estamos ante una verdad a medias, cocinada a posteriori para presentarnos un pasado sin fisuras, monolítico, para que así puedan justificarse los discursos de la Iglesia de siglos posteriores en la que se presenta a sí misma como portadora de la única tradición cristiana medieval del Occidente europeo.

Cuando analizamos con cierto nivel de detalle este discurso, vemos que hace aguas por diferentes puntos y sospechamos, además, que lo que hemos averiguado no es más que la punta del iceberg. Debemos tener en cuenta que la historia que ha llegado hasta nosotros está bastante filtrada:

“Hacer descansar buena parte de nuestros conocimientos históricos sobre la base de los documentos que han llegado hasta nosotros tiene el inconveniente de que nos estamos haciendo eco de la propaganda de los poderosos del pasado, que se han encargado de filtrar esos documentos para que su versión se impusiera sobre las tradiciones alternativas. Y como los imperios y las ideologías se han ido turnando entre sí a través de los tiempos, imagínense qué porcentaje del reflejo documental que originalmente existió (que sólo recogía una parte de la realidad de su tiempo) ha llegado hasta nosotros. ¿Cuántos libros, de los que circulaban en tiempos de Roma, pudieron pasar los filtros de los invasores germanos, más los musulmanes, más los medievales cristianos, más los del Antiguo Régimen europeo, más los de la Ilustración, más los contemporáneos? En cada una de estas fases se perdió un tipo de libros determinado. ¿Qué es lo que ha podido sobrevivir a todos estos filtros? Obviamente lo más inofensivo, trivial e insípido, lo menos polémico, lo más conformista. Y la visión que lo que sobrevivió nos aporta del pasado se simplifica notablemente, se homogeniza, desaparecen buena parte de las minorías que existieron realmente y que tuvieron cierta incidencia histórica. Desaparecen grandes escuelas de pensamiento, como por ejemplo la potente tradición arriana española [...] que el discurso oficial lleva un milenio sepultando.”

[...]

“En realidad muy pocas de las obras escritas por los antiguos ha llegado directamente hasta nosotros. La inmensa mayoría lo ha hecho a través de copias de copias. La labor de los copistas medievales ha sido imprescindible para garantizar la supervivencia de las mismas. Pero claro, esos copistas eran monjes, es decir, los individuos más ideologizados de su tiempo. Ellos tuvieron que tomar decenas de miles de decisiones acerca de qué libro merecía ser copiado y difundido y cual no. Y en la siguiente generación volvía a plantearse de nuevo el asunto. Así un siglo detrás de otro. Es imposible que una obra que no cumpliera los estrictos criterios de moralidad que los monjes tenían pasara el filtro de ese milenio medieval y llegara hasta nosotros.”[2]

¿Cuáles son los elementos que nos hacen sospechar que la historia que nos han venido contando está bastante cocinada y nos oculta una parte importante de lo que pasó? Veamos: acabamos de ver como Recaredo se convirtió oficialmente al trinitarismo en el III Concilio de Toledo junto con ocho obispos arrianos y un grupo numeroso de nobles (¿?). Un concilio que, por cierto, ¡¡estuvo presidido por el propio Recaredo!! y sentaría el precedente para el resto de concilios celebrados por la iglesia visigoda desde entonces.

Como verá, Recaredo parece que se había convertido en el alumno más aventajado de la escuela de Constantino. Desde luego supo aplicar sus tácticas como nadie lo había hecho antes ni –tampoco- después, hasta los tiempos de Enrique VIII de Inglaterra. ¿Hay alguien tan ingenuo que pueda creer que cuando un jefe de estado, en pleno ejercicio de su cargo, se convierte a una religión diferente a la que tenía hasta entonces y arrastra con él a toda su corte, se está moviendo por razones religiosas? Está claro que la conversión de Recaredo fue tan política como lo había sido la de Constantino, 250 años antes, o las de Enrique VIII de Inglaterra (1509-1547) y Enrique IV de Francia (1589-1610) mil años después (la frase más recordada de éste último es bastante ilustrativa al respecto: “París bien vale una misa”).

¿Qué buscaba Recaredo con su conversión? Pues lo mismo que Constantino, que Enrique VIII y que Enrique IV: la unidad política del país y el reforzamiento de la autoridad real. Recaredo, que había sido el brazo derecho de su padre, el gran Leovigildo (572-586) que, como recordaremos, fue el primer rey de la historia que gobernó sobre toda la Península Ibérica y, además, desde ella. El primer rey de la España unificada, desde el punto de vista político, legó a su hijo un país que seguía dividido, no obstante, desde el punto de vista religioso. Y éste, por tanto, lo que hizo fue terminar el trabajo que había iniciado su padre.

Pero para poder entender el verdadero significado histórico que tuvo el III Concilio de Toledo necesitamos contextualizarlo adecuadamente. Debemos recordar que durante el reinado del emperador Justiniano (527-565) tuvo lugar la formidable ofensiva militar bizantina que les hizo conquistar Italia, el Magreb, todas las islas del Mediterráneo Occidental (incluidas, por supuesto, las Baleares) y los territorios del sur de Hispania comprendidos entre las ciudades de Sevilla y Cartagena. Fue el último y supremo intento de restaurar el Imperio Romano desde la corte de Constantinopla (Desde la ciudad de Constantino). Del antiguo imperio unificado sólo habían sobrevivido a la ofensiva de las tropas de Justiniano el resto de la Península Ibérica, Francia e Inglaterra. Parecía que Roma resucitaba de nuevo en pleno siglo VI y volvía a doblegar a los reinos germánicos del Occidente europeo. Pero aquel espejismo murió con el propio Justiniano. Sus sucesores se limitaron a defender como pudieron las líneas de un frente extenso y heterogéneo que no paró de encogerse desde entonces, ante la multitud de adversarios que le combatían desde todos los rincones de sus fronteras europeas, asiáticas y africanas. No obstante, la ciudad de Roma fue una provincia bizantina durante varios siglos y los ejércitos imperiales los garantes de la integridad física de su obispo frente a los lombardos, que llegaron casi a rodearla. La autoridad del Papa durante ese tiempo era más testimonial que real. Si a duras penas podía hacerse obedecer en su propia ciudad ¿cómo podría imponerse en medio de aquella Europa dónde multitudes de facciones de germanos se disputaban el poder político?

Y fue durante esa época cuando se fueron produciendo las diversas “conversiones” de los monarcas arrianos al catolicismo. Era una manera de hacer valer su autoridad dentro de las estructuras de la iglesia trinitaria y, de esta manera, consolidar sus precarios liderazgos en medio de aquella selva anarco-feudal. Ese fue, claramente, el caso de Recaredo. Recordemos que había sido capaz de suceder en el trono a su propio padre, algo muy difícil de conseguir en la España visigoda (dónde los reyes eran elegidos en el seno de la nobleza de ese origen) y, además, transmitir el cargo a su propio hijo. La Iglesia trinitaria, tanto en la España visigoda como en el Bajo Imperio Romano, era una organización muy potente, omnipresente por todo el país, y podía convertirse perfectamente en el sistema nervioso del embrionario estado visigodo. El monarca capaz de ganársela para su causa recibía un plus de legitimidad política absolutamente necesario en medio de aquella lucha de facciones rivales.

Recordemos también que Leovigildo había expulsado a los bizantinos de la Península Ibérica (donde habían estado ocupando, hasta entonces, la mayor parte de la actual Andalucía y la provincia de Murcia). En esta región, y en ese preciso momento histórico, estaba lo más lúcido que tenía dicho imperio al oeste del Estrecho de Mesina. La Iglesia católica española del siglo VI era, de entre todas las iglesias nacionales de los reinos germánicos europeos, la de mayor nivel intelectual:

“Desde la ciudad de Sevilla la visión del catolicismo que lideraría San Leandro transformaría, desde dentro, al arrianismo visigodo, y en el eje que formaron las ciudades de Sevilla y Cartagena –los dos extremos de la Hispania bizantina- en el tránsito del siglo VI al VII de nuestra era, se producirá una verdadera eclosión cultural y religiosa, cuyos referentes más destacados serán San Leandro, San Isidoro, San Fulgencio, Santa Florentina y San Hermenegildo; una masa crítica que transformó el cristianismo medieval de manera irreversible.”

[…]

“Las Etimologías –de San Isidoro- se convirtieron muy pronto en el libro de texto por antonomasia en las escuelas europeas de la Alta Edad Media. Durante siglos fue considerada la gran obra que recogía todo el saber de su tiempo. Fue la base que se utilizó para enseñar el Trivium (Retórica, Gramática y Dialéctica) y el Quatrivium (Geometría, Astronomía, Aritmética y Música). Este texto tuvo, igualmente, una gran difusión durante el Renacimiento, a partir de la invención de la imprenta, pues hay constancia de la existencia de, al menos, diez ediciones de él entre 1470 y 1530.”[3]

Al frente de la Iglesia católica española estaba, en ese momento, una verdadera élite intelectual que poseía, además, un amplio margen de autonomía. Pero a la cabeza del estado visigodo también había una élite política excepcional. En torno a Leovigildo se había agrupado lo más lúcido del universo godo. Un núcleo dirigente con una extraordinaria visión de futuro. Las dos élites se reconocieron mutuamente como interlocutores válidos para establecer una gran alianza estratégica, mutuamente beneficiosa. La ya secular tradición pactista del cristianismo trinitario, la decadencia bizantina, la debilidad estructural del papado del siglo VI, el gran empuje militar de la España visigoda y el claro liderazgo de su monarca sobre la aristocracia que lo reconocía como el primero de entre los suyos facilitaron el entendimiento entre los dos núcleos dirigentes del mundo ibérico en aquella excepcional coyuntura histórica.

Lo que nos han vendido como una absorción de la iglesia arriana por parte de la católica fue, en realidad, un congreso de unificación entre dos tradiciones ideológicas diferentes. Un pacto entre iguales para crear una iglesia nacional española que superara el enfrentamiento histórico entre trinitarios y arrianos.

La nueva iglesia era nacional porque había sido capaz de integrar en su seno a visigodos e hispanorromanos, abriendo así el camino de la superación de los enfrentamientos que en el pasado había separado a ambos colectivos. Nacional porque la "conversión" de los grupos sociales más poderosos del reino los llevaría también a los centros de decisión religiosa, convirtiendo a la iglesia en un apéndice del estado (recordemos la presencia sistemática de los reyes en todos los concilios celebrados en España entre el reinado de Recaredo y la invasión musulmana). Nacional porque la nobleza visigoda, con su tradición arriana y con el control que ejercía sobre todos los resortes del poder estaba muy poco dispuesta a tolerar injerencias extranjeras, por muy espirituales que fueran, en un territorio que controlaba de manera exclusiva.
De esta manera, la iglesia visigoda impondría, de facto, una gran autonomía a esa nueva iglesia que la fue distanciado paulatinamente del resto de la cristiandad europea. La especificidad del cristianismo hispánico en la época de los visigodos era patente incluso en el plano litúrgico, que se regía por el “rito visigodo” y en el temporal, pues el calendario lo hacía por la “Era Hispánica”, que empezaba a contar el tiempo a partir del año 38 A. C.
Había, por tanto, un distanciamiento anímico muy significativo entre la cristiandad peninsular y la del resto del continente que era reflejo, en parte, de las características propias de una época que se regía por unas relaciones económicas de carácter autárquico, pero que -en el caso español- venía reforzado además por la distancia y por la complicada orografía del país. No olvidemos que con la monarquía visigoda el centro de decisión política peninsular se había desplazado, por primera vez en la historia, hacia el corazón de la meseta central.

Un poco más arriba comparé la conversión de Recaredo con las de otros monarcas de momentos históricos diferentes y, entre ellos, cité a Enrique VIII de Inglaterra, el fundador de la Iglesia anglicana. Pues bien, la iglesia unificada española, que surge en el III Concilio de Toledo tiene una gran cantidad de elementos comunes con el anglicanismo moderno y contemporáneo. En ambos casos el rey aparece liderando claramente una iglesia nacional que había sabido integrar en su seno a dos tradiciones religiosas enfrentadas en el resto de la Europa de su tiempo (arrianos y trinitarios en la España visigoda, católicos y protestantes en la Inglaterra del siglo XVI). En ambos casos esa solución de compromiso se abre paso como una tercera vía que busca superar ese enfrentamiento para construir una realidad nacional que se sitúe por encima de las facciones enfrentadas y obvie aquellos elementos que lo están provocando.

La pervivencia de buena parte de las creencias de la tradición arriana en la España de los siglos posteriores y la extraña reacción de la nobleza visigoda ante la invasión musulmana durante el siglo VIII nos hace pensar que el “catolicismo” de la España visigoda del siglo VII era más nominal que real. Pero de ese tema nos ocuparemos más adelante.



[1] “La Ultraperiferia”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/01/la-ultraperiferia.html

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