viernes, 27 de abril de 2018

Los antecedentes del proyecto europeo


El proyecto europeo viene de muy lejos, nada menos que de los tiempos de Carlomagno. Es la germanización del concepto de Imperio que intenta replicar, desde el corazón de las zonas continentales del extremo occidente euroasiático, lo que los romanos habían construido varios siglos antes en las orillas del Mar Mediterráneo.
Ningún gran proyecto político surge de la nada. Cada nueva fase histórica es una consecuencia de las anteriores, y construye nuevas realidades con la materia prima que ha heredado de las precedentes. Para Carlomagno y sus herederos políticos Roma es el referente previo, el modelo a imitar, la cantera donde obtienen los materiales para edificar su propio proyecto. Pero ni su realidad sincrónica ni la diacrónica tienen mucho que ver con aquella en la que Roma nació ni, tampoco, en la que creció y, en consecuencia, es un proyecto hasta cierto punto anacrónico. Parte de elementos conceptuales que no se integran bien ni en su entorno geográfico ni en su momento histórico.
El instante de máxima expansión territorial del Imperio Romano se alcanza durante el mandato del emperador Trajano (98-117). Ese es el momento que podemos decir que marca el punto de inflexión de la fase histórica que nosotros hemos llamado el “Imperio Mediterráneo”, un proyecto político multiecológico que se asienta sobre el límite que separa a los ecosistemas frescos y húmedos continentales europeos de los cálidos y secos norteafricanos y que usa al Mare Nostrum como eje desde el que se despliega. El mar será el medio a través del cual se expande y desde donde distribuye los flujos comerciales, se mueven los ejércitos y los funcionarios imperiales; el sistema nervioso que conecte y articule las provincias que lo integraron.
Lo que viene después del punto de inflexión que hemos citado es un proceso involutivo que conducirá desde el momento de máxima integración, que alcanzó su cénit en ese momento histórico, hasta el de máxima degradación institucional, al que se llega varios siglos después, en los albores de la Edad Media, tras las invasiones de los pueblos germánicos en la mitad occidental del Imperio Romano.
Imperio Carolingio. Los territorios sometidos a su autoridad son los representados en color rosa y en color verde. Los amarillos son estados aliados, pero independientes.
El proyecto carolingio es el primer intento serio de reconstrucción de la vieja estructura imperial romana, que parte del universo cultural que se desarrolla como consecuencia de las invasiones germánicas que pusieron fin al Imperio Romano de Occidente. Parte de un medio ecológico diferente al que dió origen al “Imperio Mediterráneo” y las fuerzas que lo impulsan son, precisamente, las que pusieron fin a aquél, pero tres siglos después.
En varios artículos de este blog he puesto de relieve que en nuestro ámbito geográfico se ha ido produciendo, a lo largo de la historia, una alternancia de ciclos mediterráneos y continentales. Al ciclo mediterráneo que el Imperio Romano encarnó le reemplazó el continental germánico, al norte de este mar, que es contemporáneo al continental árabe, que se despliega al sur del mismo. Los ciclos mediterráneos son multiecológicos y buscan una integración de los diferentes, de los complementarios. Los ciclos continentales, por el contrario, buscan crear una estructura política vinculada a un ecosistema concreto, en este caso el fresco y húmedo europeo occidental, y optimizar esa relación. Dentro de esa lógica, la integración de los diferentes no es, en absoluto, una prioridad. Desde el punto de vista étnico hay una tendencia a la pureza, tanto racial como cultural, y en espacios multiétnicos suelen segregar a sus diversos componentes, desarrollando un sistema social por capas, que ya hemos descrito en varios de nuestros artículos y que crea una estructura social de castas o estamentos que rechaza la posible mezcla entre miembros de los diferentes grupos que la componen.
En la Alta Edad Media se produce, a nivel europeo, el macro encuentro violento entre los invasores germanos, procedentes del corazón del continente, y las sociedades romanizadas que habían formado parte del Imperio y que, aunque habían sido sometidas militarmente, estaban más avanzadas desde el punto de vista social, cultural y tecnológico. Ese choque tiene lugar a lo largo de una extensión territorial amplísima y genera multitud de episodios de tensiones y de enfrentamientos que se alargan en el tiempo (durante varios siglos) y se subliman de diferentes maneras, dando lugar a una sociedad dual romano-germánica que va calando despacio en el subconsciente colectivo y que termina manifestando esa dualidad de multitud de formas, algunas de ellas bastante sutiles.
Hay una dualidad geográfica primaria, claramente identificable, que tiene al Rhin y al Danubio como fronteras “intangibles” entre sus componentes previos que, con el tiempo, se terminó convirtiendo en una frontera religiosa como describí en el artículo “Las fronteras intangibles”[1].
Hay una dualidad social, en los países que habían formado parte del Imperio Romano, entre la aristocracia germánica invasora y el pueblo, culturalmente romano. Esa dualidad presenta, durante varios siglos, una vertiente lingüística y otra religiosa que distingue a los germanos arrianos de los romanos trinitarios, y que la refuerzan.
A lo largo del siglo VI se va superando esa divergencia religiosa en la mayoría de los reinos germánicos del Occidente Europeo. En el artículo “El pacto fundacional de la iglesia española”[2] vimos, en concreto, el caso español. El proceso que tuvo lugar en la mayoría de los países fue similar. Como vimos entonces, cuando la aristocracia germana se “convirtió” al cristianismo trinitario estableció un pacto con las cúpulas dirigentes de las iglesias “nacionales”, y esa alianza pasó a vertebrar la precaria estructura política de los reinos germánicos altomedievales, en un momento en el que el obispo de Roma, es decir el Papa, se encuentra sometido a la tutela política del emperador de Bizancio.
Cuando el Imperio Carolingio reemplaza al Bizantino como fuerza política hegemónica en Italia, en el tránsito del siglo VIII al IX, se repite, a escala “europea” el pacto que había ido teniendo lugar a lo largo de los siglos VI y VII en las diferentes entidades políticas germánicas. El pacto entre el rey franco y el obispo de Roma convierte al primero en “Emperador” y al segundo en “Papa” (en el sentido que se le da a esa palabra en la actualidad). La esencia de ese acuerdo era que el prestigio histórico de la sede episcopal romana se pone al servicio de la propaganda política del rey de los francos, convirtiendo a los sectores de la Iglesia Trinitaria sometidos a la influencia de Roma en difusores de esa campaña que consiste en anunciar a todos que Carlomagno es el Emperador Romano de ese tiempo político.
A cambio, el obispo de Roma, es decir el Papa, recibe el espaldarazo del “Emperador” como máximo referente del cristianismo trinitario, convertido ahora en el embajador oficial de Dios en la Tierra. De esta manera la alianza entre clérigos y soldados convierte a los estados mayores de las dos instituciones en la dirección bicéfala de un proyecto “europeo”, entendiendo aquí la palabra “Europa” como el área geográfica sometida a la influencia de ese tándem, que los historiadores llaman “los dos poderes universales”, es decir, el Occidente Cristiano Medieval.
El modelo cristalizó y funcionó, con algunos retoques, durante casi mil años. Como sabemos, tras la muerte de Carlomagno su imperio se fragmentó y, poco después, el título de “Emperador” será patrimonializado por el “Primus Inter Pares” de los germanos, en el momento álgido del feudalismo europeo, es decir, en un momento político en el que lo que quedaba de la estructura del estado eran los lazos de vasallaje interpersonales que se establecían entre los diversos jefes militares locales, es decir, los señores feudales, que intentaban ocultar la precariedad de su poder con un pomposo ceremonial en el que la complicidad de los clérigos era esencial, pues eran “los representantes de Dios” en la localidad correspondiente y, por tanto, la fuente simbólica última del poder. Los señores, para deslegitimar las ambiciones políticas de los advenedizos, desarrollan una estructura de castas, de base étnica, en la que la “sangre” recibida de sus respectivos progenitores establece la posición que cada uno ocupa en la estructura social.
La alianza estratégica entre el “Papa” y el “Emperador” representó, durante la Plena y la Baja Edad Media, la fuente primaria del poder simbólico en Europa. Los dos “poderes universales” eran la base de sustentación ideológica del Feudalismo.
Pero la estructura social europea medieval funcionó como una especie de confederación informal de pueblos en la que el elemento estructural más sólido con el que contó fue la superestructura ideológica, es decir, la Iglesia, el auténtico vértice superior de su sistema. El “Imperio” medieval europeo, es decir, el Sacro Imperio Romano Germánico no fue más que una operación de propaganda política, más aparente que real. Una cáscara vacía ceremonial que sólo servía para coronar el discurso legitimador del sistema social feudal europeo.
Conforme avanzaron los siglos medievales, el desarrollo histórico de los pueblos europeos va haciendo aparecer nuevas fuerzas sociales que van sentando las bases que permitirán la aparición de la nación-estado moderna y toda la constelación de elementos que la acompañan (la burguesía, un naciente funcionariado, ejércitos profesionales pagados, universidades...). Será dicha constelación la que termine enterrando al feudalismo y a su mundo.
Con la nación-estado moderna llegarán los imperios ultramarinos europeos, el comercio intercontinental oceánico y nuevos paradigmas ideológicos (el protestantismo, el racionalismo, el cientifismo...), también las grandes guerras de ámbito europeo y americano (Guerra de los Cien Años, de los Treinta Años, del Asiento, de los Siete Años...). Con ella se producirá un reajuste de todos los parámetros estructurales del sistema, al que ya podemos llamar Occidental, pues los imperios ultramarinos habían desbordado con amplitud los límites geográficos del Occidente Cristiano Medieval. La laxa e informal “Confederación Europea”, a la que hemos hecho varias veces referencia en este blog durante los últimos años, se estructura de una nueva forma, que los historiadores han bautizado como el “Sistema del Equilibrio Europeo[3].
El Sistema del Equilibrio Europeo descansa sobre la competencia entre los diferentes actores políticos europeos, que se vigilan mutuamente para impedir la aparición de ningún proyecto hegemonista en el seno de la ecúmene, al estilo de la España de los austrias. Se produce en una fase histórica expansiva en la que los pueblos europeos se están extendiendo por todo el planeta a través de los imperios ultramarinos citados, a los que en su día califiqué como “imperios eurífugos[4], es decir, los que se expanden desde la periferia europea hacia el exterior y, en consecuencia, se vuelven más fuertes conforme se vuelcan sobre los mundos remotos extraeuropeos.
Pero la nueva gran potencia europea del momento, Francia, tenía otros planes. Aunque su posición geográfica dentro de la ecúmene la convierte en un país “occidental”, es decir, atlántico, lo que le obliga a competir en este ámbito con el resto de imperios ultramarinos europeos (Inglaterra, Holanda, España, Portugal), lleva siglos estructurándose interiormente para romper la barrera oriental que le impide expandirse por el corazón de Europa desde la desintegración del Imperio Carolingio. Su verdadera vocación “nacional” consiste en expandirse... ¡hacia el este!, no hacia el oeste. Los enemigos con los que desea batirse son los austriacos y los prusianos.
Serán los ejércitos napoleónicos los que por fin consigan romper esa barrera, aunque durante un corto espacio de tiempo... ni una generación siquiera. La repetición del sueño de Carlomagno, mil años después, será aún más efímera que la primera. La reflexión acerca del fracaso de ambos intentos, que parecen tener una base estructural, me llevó a escribir el artículo “Los imperios efímeros” y a definir en él el concepto de “imperio eurípeto” (que se expande hacia el interior de Europa) como enfrentado al de “imperio eurífugo” (que lo hace hacia el exterior). Tras el fracaso del proyecto napoleónico ocurrirá algo parecido a lo que pasó tras el del Imperio Carolingio: primero vino un interregno en el que los diferentes poderes europeos de la época intentarán reorganizarse, y después vendrá la ofensiva alemana: el imperio de los otones y el Sacro Imperio Romano Germánico en la Edad Media, el II (Bismarck y sus sucesores) y el III Reich (Hitler y el nazismo) en la Contemporánea.
Tras el fracaso de los intentos violentos de crear un imperio continental europeo, tanto desde el lado francés como desde el alemán, surge el proyecto pacífico, al que hoy llamamos Unión Europea, que se aborda desde una óptica más confederal, más multilateral. Parece que los militaristas han aprendido algo: imponer la unidad por la fuerza, en Europa, no es una buena idea.
En cierto modo, y salvando las correspondientes distancias, la Unión Europea guarda multitud de paralelismos históricos con el Sacro Imperio, son sendos intentos de confederar al mundo “europeo”, vinculando a los pueblos culturalmente germánicos con los culturalmente latinos, tras el fracaso de las opciones más militaristas, aunque dicha iniciativa parta desde los mismos núcleos de poder. Al final lo que termina surgiendo es una entidad burocrática y/o ceremonial que sólo sirve para alargar la agonía del orden social que tienen que defender, para administrar su propia decadencia. Ese orden social será desafiado por las nuevas fuerzas que presionan desde sus límites ecológicos exteriores.
El proyecto europeo contemporáneo que, finalmente, se ha concretado como “Unión Europea” viene siendo teorizado desde el hundimiento del Imperio Napoleónico. De alguna manera ya flotaba en el ambiente en la Europa de Metternich, la de la Santa Alianza. Las viejas fuerzas aristocráticas europeas, vinculadas ideológicamente con los últimos restos materiales del Sacro Imperio, comienzan a reflexionar acerca de la creación de un nuevo modelo político que sea capaz de integrar los dos enfoques antagónicos que han conocido históricamente los proyectos eurípetos; hegemonismo francés versus hegemonismo alemán.
Los defensores del viejo orden europeo trazan una estrategia defensiva ante el avance de las nuevas fuerzas que lo cuestionan, e idean una estructura que debe avanzar hacia la unidad paso a paso, intentando conciliar la multitud de grupos locales y regionales, así como los diversos intereses contrapuestos que hay en Europa.
Cuando los alemanes deciden tomar la iniciativa se encuentran, además, con un problema añadido. Su propia división política interna. Los franceses, al menos, tenían un estado centralizado como base de partida para intentar imponer su proyecto hegemonista. Los alemanes tenían que empezar construyendo el suyo propio, si pretendían después aspirar a liderar el siguiente intento.
Entre 1815 y 1870 se van poniendo en marcha diferentes proyectos unificadores de ámbito regional, que tienen a Alemania y a Italia como sus protagonistas principales. Pero dichos proyectos tienen, también, una vertiente europea, no olvidemos que Mazzini, fundador del movimiento La Joven Italia, que resultó determinante en la aparición de la Italia contemporánea, también fundó, en paralelo, La Joven Europa, un movimiento hermano, de ámbito europeo, que debía avanzar hacia la creación de una Europa unificada, siguiendo el modelo del proceso unificador italiano.
Durante ese tiempo surgen diversos proyectos que aspiran a la unidad de los pueblos europeos y que, sin embargo, compiten entre sí, ya que parten de núcleos de poder rivales. Ya hemos hablado de Mazzini y de los nacionalistas italianos. En paralelo está teniendo lugar, en Alemania, un proceso semejante, que presenta un perfil mucho más imperialista.
Más arriba hablamos de Metternich, el canciller austriaco que lideró la Europa de la Santa Alianza entre 1815 y 1848. Una de las iniciativas que sacó adelante en el Congreso de Viena (1815) fue la creación de la “Confederación Germánica”, la institución que reemplazó a la “Confederación del Rhin” napoleónica (1806-1815), que a su vez había reemplazado al Sacro Imperio. Esta estructura política sólo pretendía, en un principio, reestructurar lo que quedaba del viejo orden centroeuropeo, en una coyuntura histórica explosiva. En ese contexto se creará, en 1834, la Unión Aduanera de Alemania, “un mercado interno unitario para la mayoría de los Estados [alemanes, claro][5]. Como verán, un proceso político que guarda ciertas resonancias con el que condujo, más de un siglo después, a la creación del Mercado Común Europeo.
El problema de la Confederación Germánica es que estaba liderada por dos poderosos estados que eran rivales entre sí: El Imperio Austriaco, al sur, al frente de la Alemania católica, y Prusia, al norte, liderando la Alemania protestante. El desenlace de esta historia es el que puede imaginar: la guerra, en este caso la austro-prusiana o de las “siete semanas” (1866), que fue el tiempo que necesitaron los prusianos de Bismarck para machacar a los austriacos. La Confederación Germánica quedó disuelta y fue sustituida por la Confederación Alemana del Norte, un verdadero estado ya, breve preámbulo de lo que en 1871 se convertiría en Imperio Alemán, cuando incorporan a Baviera, Wurtemberg, Baden y el Gran Ducado de Hesse, más las provincias francesas de Alsacia y Lorena, tras la Guerra franco-prusiana, iniciando el periodo de la historia alemana conocido como Segundo Reich (1871-1918).
 Mientras tanto han estado ocurriendo cosas en otras zonas de Europa que apuntan también hacia la unidad de la Ecúmene, desde otros ángulos y perspectivas. Como vimos en el caso alemán, siempre hay agazapado, detrás de los discursos europeístas, algún proyecto hegemonista.
Tras la revolución de 1848 se proclama, en Francia, la II República, cuyo presidente, Luis Napoleón, era sobrino de Napoleón Bonaparte. El bonapartismo atacaba de nuevo, con una imagen un poco más light. La ficción republicana sólo duró cuatro años; en 1852 el presidente se proclamó “emperador”, con el nombre de Napoleón III
El nuevo Napoleón, como veremos, se enfrentará con el emergente poder alemán, usando la “latinidad” como argumento. Napoleón III respaldará el proceso unificador italiano, dentro de un orden, pues desde el principio dejó claro a los nacionalistas de este país que los Territorios Pontificios, que ocupaban todo el centro de la Península, incluyendo a la misma Roma, eran intocables. Sí los apoyó, en cambio, cuando entraron en guerra contra Austria para recuperar la Lombardía, a cambio de los territorios de Saboya y Niza, hoy franceses.
El mundo hispano, para Napoleón III, era una pieza muy importante dentro de su proyecto estratégico, ya que aspiraba a liderar su legado. En esa línea hay que interpretar su matrimonio con la aristócrata española Eugenia de Montijo, en 1853, un año después de asumir la corona imperial. También la intervención militar del ejército francés en México (aprovechando el estallido de la Guerra de Secesión norteamericana, que se libró entre 1861 y 1865) para respaldar la creación del Segundo Imperio Mexicano (1863-1867), cuyo monarca, Maximiliano de Austria, había sido elegido directamente por el mismo Napoleón III.

“La invasión francesa de México fue un intento de Napoleón III de revivir el Imperio francés, así como de prevenir el crecimiento de los Estados Unidos a través de alguna anexión de territorio mexicano. Fue devastadora para México, ya que sólo ayudó a incrementar el periodo de inestabilidad y agitación durante parte del siglo XIX. Además incrementó la deuda externa y creó una disrupción en la producción agrícola e industrial.”[6]

También hubo un proyecto, que no llegó a concretarse ya que se dio prioridad a la intervención en México, de establecer un protectorado francés sobre la República del Ecuador, en 1859, siguiendo el modelo británico de Canadá.
En 1865 se creará La Unión Monetaria Latinaen un intento por unificar varias divisas europeas en una sola moneda que pudiera ser utilizada en todos los Estados miembros”[7]

“El 23 de diciembre 1865; Francia, Bélgica, Italia y Suiza se incorporan a la unión y se comprometen a cambiar sus divisas nacionales a un estándar de 4,5 gramos de plata o 0,290322 de oro (un ratio de 15,5 a 1) y hacerlas libremente intercambiables. Más tarde se unirían Grecia en 1868, y Rumanía, Austria, Bulgaria, Venezuela, Serbia, Montenegro y San Marino en 1889. En 1904 las Indias Occidentales Danesas también adoptarían ese estándar, pero no se incorporarían formalmente a la UML.”[8]

Debemos recordar que, aunque España no llegó a formar parte de este grupo, una de las primeras medidas que tomó el gobierno provisional, tras la Revolución de “La Gloriosa” (1868), fue adherirse a los acuerdos de la UML y, en consecuencia, se creó una nueva moneda que se ajustaba a sus estándares (la peseta) y se adoptó el Sistema Métrico Decimal.

“El 19 de octubre de 1868, el ministro de Hacienda del Gobierno provisional del general Serrano, Laureano Figuerola, firmó el decreto por el que se implantaba la peseta como unidad monetaria nacional, al mismo tiempo que entraba en vigor oficialmente el sistema métrico decimal en el contexto de la Unión Monetaria Latina.”[9]

Será durante la época del Segundo Imperio Francés (1852-1870) cuando se extienda el término “Latinoamérica”, inventado por el economista francés Michel Chevalier en Cartas sobre América del Norte, un libro que publicó en 1836. Napoleón III lo convertirá en la pieza maestra de su argumentario para legitimar sus proyectos imperialistas. Formó parte de la narración de los hechos históricos diseñada por los ideólogos franceses de la época, a la que se unieron entusiasmados los nacionalistas italianos, por razones obvias (también belgas y suizos en la época de la UML). En los países de Hispanoamérica el término también hizo fortuna porque ayudaba a marcar las distancias con España a dos generaciones de los procesos emancipadores y a establecer lazos con la potencia colonial francesa. También facilitaba la integración de los emigrantes italianos en los países de habla española y portuguesa. 
Los acontecimientos políticos se precipitarán durante los años siguientes, a escala mundial, frenando en seco todas las iniciativas que habían ido surgiendo en la corte de Napoleón III. El fin de la Guerra de Secesión hará que los norteamericanos volvieran de nuevo su mirada a su “patio trasero” y ayudaran a acelerar el trágico fin del Segundo Imperio Mexicano (1867). La inestabilidad política durante el período 1868-1875 impidió que España llegara a ser miembro de pleno derecho de la Unión Monetaria Latina y los prusianos, finalmente, darán el golpe de gracia al Segundo Imperio Francés en 1870 (lo que, por cierto, permitió a los nacionalistas italianos anexionarse los Territorios Pontificios y trasladar su capital a Roma). Tras la batalla de Sedán Europa entra en un nuevo período histórico que ha recibido multitud de denominaciones en función de la faceta en la que decidamos fijarnos (La Era del Imperialismo, la Belle Époque, la Paz Armada...). De la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) Alemania sale convertida en una verdadera potencial mundial y el hegemonismo germano se manifiesta ya sin complejos, lo que elevará la tensión militar por todo el mundo, sentando las bases para las dos guerras mundiales del siglo XX.

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