El proyecto europeo viene de muy lejos, nada menos que de los
tiempos de Carlomagno. Es la germanización del concepto de Imperio que intenta
replicar, desde el corazón de las zonas continentales del extremo occidente
euroasiático, lo que los romanos habían construido varios siglos antes en las
orillas del Mar Mediterráneo.
Ningún gran proyecto político surge de la nada. Cada nueva fase
histórica es una consecuencia de las anteriores, y construye nuevas realidades
con la materia prima que ha heredado de las precedentes. Para Carlomagno y sus
herederos políticos Roma es el referente previo, el modelo a imitar, la cantera
donde obtienen los materiales para edificar su propio proyecto. Pero ni su
realidad sincrónica ni la diacrónica tienen mucho que ver con aquella en la que
Roma nació ni, tampoco, en la que creció y, en consecuencia, es un proyecto
hasta cierto punto anacrónico. Parte de elementos conceptuales que no se
integran bien ni en su entorno geográfico ni en su momento histórico.
El instante de máxima expansión territorial del Imperio Romano se
alcanza durante el mandato del emperador Trajano (98-117). Ese es el
momento que podemos decir que marca el punto de inflexión de la fase histórica
que nosotros hemos llamado el “Imperio Mediterráneo”, un proyecto político
multiecológico que se asienta sobre el límite que separa a los ecosistemas
frescos y húmedos continentales europeos de los cálidos y secos norteafricanos
y que usa al Mare Nostrum como eje desde el que se despliega. El mar
será el medio a través del cual se expande y desde donde distribuye los flujos
comerciales, se mueven los ejércitos y los funcionarios imperiales; el sistema
nervioso que conecte y articule las provincias que lo integraron.
Lo que viene después del punto de inflexión que hemos citado es
un proceso involutivo que conducirá desde el momento de máxima integración, que
alcanzó su cénit en ese momento histórico, hasta el de máxima degradación
institucional, al que se llega varios siglos después, en los albores de la Edad
Media, tras las invasiones de los pueblos germánicos en la mitad occidental del
Imperio Romano.
Imperio Carolingio. Los territorios sometidos a su autoridad son los representados en color rosa y en color verde. Los amarillos son estados aliados, pero independientes.
El proyecto carolingio es el primer intento serio de
reconstrucción de la vieja estructura imperial romana, que parte del universo
cultural que se desarrolla como consecuencia de las invasiones germánicas que
pusieron fin al Imperio Romano de Occidente. Parte de un medio ecológico
diferente al que dió origen al “Imperio Mediterráneo” y las fuerzas que
lo impulsan son, precisamente, las que pusieron fin a aquél, pero tres siglos
después.
En varios artículos de este blog he puesto de relieve que en
nuestro ámbito geográfico se ha ido produciendo, a lo largo de la historia, una
alternancia de ciclos mediterráneos y continentales. Al ciclo mediterráneo que
el Imperio Romano encarnó le reemplazó el continental germánico, al norte de
este mar, que es contemporáneo al continental árabe, que se despliega al sur
del mismo. Los ciclos mediterráneos son multiecológicos y buscan una
integración de los diferentes, de los complementarios. Los ciclos
continentales, por el contrario, buscan crear una estructura política vinculada
a un ecosistema concreto, en este caso el fresco y húmedo europeo occidental, y
optimizar esa relación. Dentro de esa lógica, la integración de los diferentes
no es, en absoluto, una prioridad. Desde el punto de vista étnico hay una
tendencia a la pureza, tanto racial como cultural, y en espacios multiétnicos
suelen segregar a sus diversos componentes, desarrollando un sistema social por
capas, que ya hemos descrito en varios de nuestros artículos y que crea una
estructura social de castas o estamentos que rechaza la posible mezcla entre
miembros de los diferentes grupos que la componen.
En la Alta Edad Media se produce, a nivel europeo, el macro
encuentro violento entre los invasores germanos, procedentes del corazón del
continente, y las sociedades romanizadas que habían formado parte del Imperio y
que, aunque habían sido sometidas militarmente, estaban más avanzadas desde el
punto de vista social, cultural y tecnológico. Ese choque tiene lugar a lo
largo de una extensión territorial amplísima y genera multitud de episodios de
tensiones y de enfrentamientos que se alargan en el tiempo (durante varios
siglos) y se subliman de diferentes maneras, dando lugar a una sociedad dual
romano-germánica que va calando despacio en el subconsciente colectivo y que
termina manifestando esa dualidad de multitud de formas, algunas de ellas
bastante sutiles.
Hay una dualidad geográfica primaria, claramente identificable,
que tiene al Rhin y al Danubio como fronteras “intangibles” entre sus
componentes previos que, con el tiempo, se terminó convirtiendo en una frontera
religiosa como describí en el artículo “Las fronteras intangibles”[1].
Hay una dualidad social, en los países que habían formado parte
del Imperio Romano, entre la aristocracia germánica invasora y el pueblo,
culturalmente romano. Esa dualidad presenta, durante varios siglos, una
vertiente lingüística y otra religiosa que distingue a los germanos arrianos de
los romanos trinitarios, y que la refuerzan.
A lo largo del siglo VI se va superando esa divergencia religiosa
en la mayoría de los reinos germánicos del Occidente Europeo. En el artículo “El
pacto fundacional de la iglesia española”[2]
vimos, en concreto, el caso español. El proceso que tuvo lugar en la mayoría de
los países fue similar. Como vimos entonces, cuando la aristocracia germana se
“convirtió” al cristianismo trinitario estableció un pacto con las cúpulas
dirigentes de las iglesias “nacionales”, y esa alianza pasó a vertebrar la
precaria estructura política de los reinos germánicos altomedievales, en un
momento en el que el obispo de Roma, es decir el Papa, se encuentra
sometido a la tutela política del emperador de Bizancio.
Cuando el Imperio Carolingio reemplaza al Bizantino como fuerza
política hegemónica en Italia, en el tránsito del siglo VIII al IX, se repite,
a escala “europea” el pacto que había ido teniendo lugar a lo largo de los
siglos VI y VII en las diferentes entidades políticas germánicas. El pacto
entre el rey franco y el obispo de Roma convierte al primero en “Emperador” y
al segundo en “Papa” (en el sentido que se le da a esa palabra en la
actualidad). La esencia de ese acuerdo era que el prestigio histórico de la
sede episcopal romana se pone al servicio de la propaganda política del rey de
los francos, convirtiendo a los sectores de la Iglesia Trinitaria sometidos a
la influencia de Roma en difusores de esa campaña que consiste en anunciar a
todos que Carlomagno es el Emperador Romano de ese tiempo político.
A cambio, el obispo de Roma, es decir el Papa, recibe el
espaldarazo del “Emperador” como máximo referente del cristianismo trinitario,
convertido ahora en el embajador oficial de Dios en la Tierra. De esta manera
la alianza entre clérigos y soldados convierte a los estados mayores de las dos
instituciones en la dirección bicéfala de un proyecto “europeo”, entendiendo
aquí la palabra “Europa” como el área geográfica sometida a la influencia de
ese tándem, que los historiadores llaman “los dos poderes universales”, es
decir, el Occidente Cristiano Medieval.
El modelo cristalizó y funcionó, con algunos retoques, durante
casi mil años. Como sabemos, tras la muerte de Carlomagno su imperio se
fragmentó y, poco después, el título de “Emperador” será patrimonializado por
el “Primus Inter Pares” de los germanos, en el momento álgido del
feudalismo europeo, es decir, en un momento político en el que lo que quedaba
de la estructura del estado eran los lazos de vasallaje interpersonales que se
establecían entre los diversos jefes militares locales, es decir, los señores
feudales, que intentaban ocultar la precariedad de su poder con un pomposo
ceremonial en el que la complicidad de los clérigos era esencial, pues eran “los
representantes de Dios” en la localidad correspondiente y, por tanto, la
fuente simbólica última del poder. Los señores, para deslegitimar las
ambiciones políticas de los advenedizos, desarrollan una estructura de castas,
de base étnica, en la que la “sangre” recibida de sus respectivos progenitores
establece la posición que cada uno ocupa en la estructura social.
La alianza estratégica entre el “Papa” y el “Emperador”
representó, durante la Plena y la Baja Edad Media, la fuente primaria del poder
simbólico en Europa. Los dos “poderes universales” eran la base de sustentación
ideológica del Feudalismo.
Pero la estructura social europea medieval funcionó como una
especie de confederación informal de pueblos en la que el elemento estructural
más sólido con el que contó fue la superestructura ideológica, es decir, la
Iglesia, el auténtico vértice superior de su sistema. El “Imperio” medieval
europeo, es decir, el Sacro Imperio Romano Germánico no fue más que una operación de propaganda política, más aparente que real.
Una cáscara vacía ceremonial que sólo servía para coronar el discurso
legitimador del sistema social feudal europeo.
Conforme avanzaron los siglos medievales, el desarrollo histórico
de los pueblos europeos va haciendo aparecer nuevas fuerzas sociales que van
sentando las bases que permitirán la aparición de la nación-estado moderna y
toda la constelación de elementos que la acompañan (la burguesía, un naciente
funcionariado, ejércitos profesionales pagados, universidades...). Será dicha
constelación la que termine enterrando al feudalismo y a su mundo.
Con la nación-estado moderna llegarán los imperios ultramarinos
europeos, el comercio intercontinental oceánico y nuevos paradigmas ideológicos
(el protestantismo, el racionalismo, el cientifismo...), también las grandes
guerras de ámbito europeo y americano (Guerra de los Cien Años, de los Treinta
Años, del Asiento, de los Siete Años...). Con ella se producirá un reajuste de
todos los parámetros estructurales del sistema, al que ya podemos llamar
Occidental, pues los imperios ultramarinos habían desbordado con amplitud los
límites geográficos del Occidente Cristiano Medieval. La laxa e informal
“Confederación Europea”, a la que hemos hecho varias veces referencia en este
blog durante los últimos años, se estructura de una nueva forma, que los
historiadores han bautizado como el “Sistema del Equilibrio Europeo”[3].
El Sistema del Equilibrio Europeo descansa sobre la
competencia entre los diferentes actores políticos europeos, que se vigilan
mutuamente para impedir la aparición de ningún proyecto hegemonista en el seno
de la ecúmene, al estilo de la España de los austrias. Se produce en una fase
histórica expansiva en la que los pueblos europeos se están extendiendo por
todo el planeta a través de los imperios ultramarinos citados, a los que en su
día califiqué como “imperios eurífugos”[4], es
decir, los que se expanden desde la periferia europea hacia el exterior y, en
consecuencia, se vuelven más fuertes conforme se vuelcan sobre los mundos
remotos extraeuropeos.
Pero la nueva gran potencia europea del momento, Francia, tenía
otros planes. Aunque su posición geográfica dentro de la ecúmene la convierte
en un país “occidental”, es decir, atlántico, lo que le obliga a competir en
este ámbito con el resto de imperios ultramarinos europeos (Inglaterra,
Holanda, España, Portugal), lleva siglos estructurándose interiormente para
romper la barrera oriental que le impide expandirse por el corazón de Europa
desde la desintegración del Imperio Carolingio. Su verdadera vocación “nacional”
consiste en expandirse... ¡hacia el este!, no hacia el oeste. Los
enemigos con los que desea batirse son los austriacos y los prusianos.
Serán los ejércitos napoleónicos los que por fin consigan romper
esa barrera, aunque durante un corto espacio de tiempo... ni una generación
siquiera. La repetición del sueño de Carlomagno, mil años después, será aún más
efímera que la primera. La reflexión acerca del fracaso de ambos intentos, que
parecen tener una base estructural, me llevó a escribir el artículo “Los imperios
efímeros” y a definir en él el concepto de “imperio eurípeto” (que
se expande hacia el interior de Europa) como enfrentado al de “imperio
eurífugo” (que lo hace hacia el exterior). Tras el fracaso del proyecto
napoleónico ocurrirá algo parecido a lo que pasó tras el del Imperio
Carolingio: primero vino un interregno en el que los diferentes poderes
europeos de la época intentarán reorganizarse, y después vendrá la ofensiva
alemana: el imperio de los otones y el Sacro Imperio Romano Germánico en
la Edad Media, el II (Bismarck y sus sucesores) y el III Reich (Hitler y el
nazismo) en la Contemporánea.
Tras el fracaso de los intentos violentos de crear un imperio
continental europeo, tanto desde el lado francés como desde el alemán, surge el
proyecto pacífico, al que hoy llamamos Unión Europea, que se aborda
desde una óptica más confederal, más multilateral. Parece que los militaristas
han aprendido algo: imponer la unidad por la fuerza, en Europa, no es una buena
idea.
En cierto modo, y salvando las correspondientes distancias, la Unión
Europea guarda multitud de paralelismos históricos con el Sacro Imperio,
son sendos intentos de confederar al mundo “europeo”, vinculando a los pueblos
culturalmente germánicos con los culturalmente latinos, tras el fracaso de las
opciones más militaristas, aunque dicha iniciativa parta desde los mismos
núcleos de poder. Al final lo que termina surgiendo es una entidad burocrática
y/o ceremonial que sólo sirve para alargar la agonía del orden social que
tienen que defender, para administrar su propia decadencia. Ese orden social
será desafiado por las nuevas fuerzas que presionan desde sus límites
ecológicos exteriores.
El proyecto europeo contemporáneo que, finalmente, se ha
concretado como “Unión Europea” viene siendo teorizado desde el hundimiento del
Imperio Napoleónico. De alguna manera ya flotaba en el ambiente en la Europa de
Metternich, la de la Santa Alianza. Las viejas fuerzas
aristocráticas europeas, vinculadas ideológicamente con los últimos restos
materiales del Sacro Imperio, comienzan a reflexionar acerca de la
creación de un nuevo modelo político que sea capaz de integrar los dos enfoques
antagónicos que han conocido históricamente los proyectos eurípetos; hegemonismo
francés versus hegemonismo alemán.
Los defensores del viejo orden europeo trazan una estrategia
defensiva ante el avance de las nuevas fuerzas que lo cuestionan, e idean una
estructura que debe avanzar hacia la unidad paso a paso, intentando conciliar
la multitud de grupos locales y regionales, así como los diversos intereses
contrapuestos que hay en Europa.
Cuando los alemanes deciden tomar la iniciativa se encuentran,
además, con un problema añadido. Su propia división política interna. Los
franceses, al menos, tenían un estado centralizado como base de partida para
intentar imponer su proyecto hegemonista. Los alemanes tenían que empezar
construyendo el suyo propio, si pretendían después aspirar a liderar el
siguiente intento.
Entre 1815 y 1870 se van poniendo en marcha diferentes proyectos
unificadores de ámbito regional, que tienen a Alemania y a Italia como sus
protagonistas principales. Pero dichos proyectos tienen, también, una vertiente
europea, no olvidemos que Mazzini, fundador del movimiento La Joven
Italia, que resultó determinante en la aparición de la Italia
contemporánea, también fundó, en paralelo, La Joven Europa, un
movimiento hermano, de ámbito europeo, que debía avanzar hacia la creación de
una Europa unificada, siguiendo el modelo del proceso unificador italiano.
Durante ese tiempo surgen diversos proyectos que aspiran a la
unidad de los pueblos europeos y que, sin embargo, compiten entre sí, ya que
parten de núcleos de poder rivales. Ya hemos hablado de Mazzini y de los
nacionalistas italianos. En paralelo está teniendo lugar, en Alemania, un
proceso semejante, que presenta un perfil mucho más imperialista.
Más arriba hablamos de Metternich, el canciller austriaco
que lideró la Europa de la Santa Alianza entre 1815 y 1848. Una de las
iniciativas que sacó adelante en el Congreso de Viena (1815) fue la
creación de la “Confederación Germánica”, la institución que reemplazó a
la “Confederación del Rhin” napoleónica (1806-1815), que a su vez había
reemplazado al Sacro Imperio. Esta estructura política sólo pretendía,
en un principio, reestructurar lo que quedaba del viejo orden centroeuropeo, en
una coyuntura histórica explosiva. En ese contexto se creará, en 1834, la Unión
Aduanera de Alemania, “un mercado interno unitario para la mayoría de
los Estados [alemanes, claro]”[5].
Como verán, un proceso político que guarda ciertas resonancias con el que
condujo, más de un siglo después, a la creación del Mercado Común Europeo.
El problema de la Confederación Germánica es que estaba
liderada por dos poderosos estados que eran rivales entre sí: El Imperio
Austriaco, al sur, al frente de la Alemania católica, y Prusia, al
norte, liderando la Alemania protestante. El desenlace de esta historia es el
que puede imaginar: la guerra, en este caso la austro-prusiana o
de las “siete semanas” (1866), que fue el tiempo que necesitaron los
prusianos de Bismarck para machacar a los austriacos. La Confederación
Germánica quedó disuelta y fue sustituida por la Confederación Alemana
del Norte, un verdadero estado ya, breve preámbulo de lo que en 1871 se
convertiría en Imperio Alemán, cuando incorporan a Baviera, Wurtemberg,
Baden y el Gran Ducado de Hesse, más las provincias francesas de Alsacia y
Lorena, tras la Guerra franco-prusiana, iniciando el periodo de la
historia alemana conocido como Segundo Reich (1871-1918).
Mientras tanto han estado
ocurriendo cosas en otras zonas de Europa que apuntan también hacia la unidad
de la Ecúmene, desde otros ángulos y perspectivas. Como vimos en el caso
alemán, siempre hay agazapado, detrás de los discursos europeístas, algún
proyecto hegemonista.
Tras la revolución de 1848 se proclama, en Francia, la II
República, cuyo presidente, Luis Napoleón, era sobrino de Napoleón
Bonaparte. El bonapartismo atacaba de nuevo, con una imagen un poco más light.
La ficción republicana sólo duró cuatro años; en 1852 el presidente se proclamó
“emperador”, con el nombre de Napoleón III.
El nuevo Napoleón, como veremos, se enfrentará con el emergente
poder alemán, usando la “latinidad” como argumento. Napoleón III respaldará el
proceso unificador italiano, dentro de un orden, pues desde el principio dejó
claro a los nacionalistas de este país que los Territorios Pontificios,
que ocupaban todo el centro de la Península, incluyendo a la misma Roma, eran
intocables. Sí los apoyó, en cambio, cuando entraron en guerra contra Austria
para recuperar la Lombardía, a cambio de los territorios de Saboya y Niza, hoy
franceses.
El mundo hispano, para Napoleón III, era una pieza muy importante
dentro de su proyecto estratégico, ya que aspiraba a liderar su legado. En esa
línea hay que interpretar su matrimonio con la aristócrata española Eugenia
de Montijo, en 1853, un año después de asumir la corona imperial. También
la intervención militar del ejército francés en México (aprovechando el
estallido de la Guerra de Secesión norteamericana, que se libró entre
1861 y 1865) para respaldar la creación del Segundo Imperio Mexicano
(1863-1867), cuyo monarca, Maximiliano de Austria, había sido elegido
directamente por el mismo Napoleón III.
“La invasión francesa de México fue un intento de
Napoleón III de revivir el Imperio francés, así como de prevenir el crecimiento
de los Estados Unidos a través de alguna anexión de territorio mexicano. Fue
devastadora para México, ya que sólo ayudó a incrementar el periodo de
inestabilidad y agitación durante parte del siglo XIX. Además incrementó la
deuda externa y creó una disrupción en la producción agrícola e industrial.”[6]
También hubo un proyecto, que no llegó a concretarse ya que se dio
prioridad a la intervención en México, de establecer un protectorado francés
sobre la República del Ecuador, en 1859, siguiendo el modelo británico de
Canadá.
En 1865 se creará La Unión Monetaria Latina “en un
intento por unificar varias divisas europeas en una sola moneda que pudiera ser
utilizada en todos los Estados miembros”[7]
“El 23 de diciembre 1865; Francia, Bélgica, Italia y
Suiza se incorporan a la unión y se comprometen a cambiar sus divisas
nacionales a un estándar de 4,5 gramos de plata o 0,290322 de oro (un ratio de
15,5 a 1) y hacerlas libremente intercambiables. Más tarde se unirían Grecia en
1868, y Rumanía, Austria, Bulgaria, Venezuela, Serbia, Montenegro y San Marino
en 1889. En 1904 las Indias Occidentales Danesas también adoptarían ese
estándar, pero no se incorporarían formalmente a la UML.”[8]
Debemos recordar que, aunque España no llegó a formar parte de
este grupo, una de las primeras medidas que tomó el gobierno provisional, tras
la Revolución de “La Gloriosa” (1868), fue adherirse a los acuerdos de
la UML y, en consecuencia, se creó una nueva moneda que se ajustaba a sus
estándares (la peseta) y se adoptó el Sistema Métrico Decimal.
“El 19 de octubre de 1868, el ministro de Hacienda del
Gobierno provisional del general Serrano, Laureano Figuerola, firmó el decreto
por el que se implantaba la peseta como unidad monetaria nacional, al mismo
tiempo que entraba en vigor oficialmente el sistema métrico decimal en el
contexto de la Unión Monetaria Latina.”[9]
Será durante la época del Segundo Imperio Francés
(1852-1870) cuando se extienda el término “Latinoamérica”, inventado por
el economista francés Michel Chevalier en Cartas sobre América del
Norte, un libro que publicó en 1836. Napoleón III lo convertirá en la pieza
maestra de su argumentario para legitimar sus proyectos imperialistas. Formó
parte de la narración de los hechos históricos diseñada por los ideólogos
franceses de la época, a la que se unieron entusiasmados los nacionalistas
italianos, por razones obvias (también belgas y suizos en la época de la UML).
En los países de Hispanoamérica el término también hizo fortuna porque ayudaba
a marcar las distancias con España a dos generaciones de los procesos
emancipadores y a establecer lazos con la potencia colonial francesa. También
facilitaba la integración de los emigrantes italianos en los países de habla
española y portuguesa.
Los acontecimientos políticos se precipitarán durante los años
siguientes, a escala mundial, frenando en seco todas las iniciativas que habían
ido surgiendo en la corte de Napoleón III. El fin de la Guerra de
Secesión hará que los norteamericanos volvieran de nuevo su mirada a su
“patio trasero” y ayudaran a acelerar el trágico fin del Segundo Imperio
Mexicano (1867). La inestabilidad política durante el período 1868-1875
impidió que España llegara a ser miembro de pleno derecho de la Unión Monetaria Latina y los prusianos,
finalmente, darán el golpe de gracia al Segundo Imperio Francés en 1870
(lo que, por cierto, permitió a los nacionalistas italianos anexionarse los Territorios
Pontificios y trasladar su capital a Roma). Tras la batalla de Sedán Europa entra en un nuevo período histórico que ha recibido multitud de
denominaciones en función de la faceta en la que decidamos fijarnos (La Era
del Imperialismo, la Belle Époque, la Paz Armada...). De la Guerra
Franco-Prusiana (1870-1871) Alemania sale convertida en una verdadera
potencial mundial y el hegemonismo germano se manifiesta ya sin complejos, lo
que elevará la tensión militar por todo el mundo, sentando las bases para las
dos guerras mundiales del siglo XX.
[3]
“El Sistema del Equilibrio Europeo”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/08/el-sistema-del-equilibrio-europeo.html
[8]
Ibid.
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