“En
política todos los vacíos se cubren, más bien pronto que tarde, y aquél que se
produjo en España (el de 1808 fue político, pero era consecuencia de otro
intelectual muy anterior a él) lo cubrieron las clases populares en unos
lugares y las oligarquías locales en otros. Y en la América española tuvieron
como consecuencia la aparición de las actuales repúblicas hispanoamericanas.”[1]
La mayor
consecuencia que tuvo el vacío de poder creado en la España imperial por el
tándem Carlos IV-Godoy, que condujo a la invasión de la Península Ibérica por
las fuerzas napoleónicas fue, sin duda, la independencia de las repúblicas
iberoamericanas, que se irían consumando entre 1810 y 1825.
La invasión
napoleónica en la Península Ibérica guarda una gran cantidad de paralelismos
históricos con la de los árabes del 711. En ambos casos los invasores
cuentan con importantes apoyos indígenas situados en la estructura de poder del
estado que entregará éste, casi sin lucha, a las fuerzas invasoras. En ambos
casos la resistencia contra el invasor es articulada por un sector de las
clases populares cuando la invasión ya se ha consumado, en el extremo del país
opuesto a la zona por la que éste llegó, y va creciendo, de manera
descentralizada y difusa, produciendo al hacerlo una transmutación del tejido
social.
Lo que diferencia
a ambas resistencias fue el “tempo” de despliegue de las mismas (ocho siglos en
la más antigua, seis años en la más moderna), también, el hecho de que Napoleón
estaba siendo combatido por toda Europa, mientras que la resistencia contra los
árabes en el siglo VIII sólo se desplegó en esta parte del mundo y, por
supuesto y sobre todo, que la Península Ibérica en 1808, a diferencia de la del
711, se había convertido en el núcleo duro desde donde se dirigían dos imperios
ultramarinos de ámbito planetario. La invasión napoleónica se encontrará con un
pueblo que tiene consciencia de sí, tendrá por esto, como consecuencia,
repercusiones mundiales y cambiará la correlación de fuerzas global de manera
irreversible y de una forma más rápida de lo que lo hizo la musulmana. Durante
once siglos los ibéricos habían estado acumulando fuerzas, se habían convertido
en los actores globales por antonomasia y su nivel de “anticuerpos” había
crecido exponencialmente. Golpear a los españoles, en España, generaba ecos en
el resto del mundo civilizado.
En una de
nuestras referencias a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648)
dijimos:
[Éste] “fue
un conflicto que nació alrededor de Alemania, inscrito en una lógica
centroeuropea, que no alteró excesivamente la correlación de fuerzas
preexistente en el lugar de origen, pero cambió para siempre la Historia de la
Humanidad. Esos cambios globales no los introdujeron los que comenzaron la
guerra (alemanes y pueblos limítrofes) sino los periféricos que nos
incorporamos a ella y que teníamos multitud de frentes alternativos (además de
los centroeuropeos) donde devolver los golpes recibidos en el frente alemán. Y
esos contragolpes (como el español contra los magrebíes a finales del siglo XV,
que derivó finalmente en el Descubrimiento de América) sí que han cambiado la Gran
Historia.”[2]
Pues algo así ocurrió con las guerras napoleónicas. Me
estoy refiriendo, claro está, en lo que al foco de origen se refiere, a los cambios
políticos inmediatos en las fronteras que separaban a los diferentes estados
europeos. A medio plazo, desde luego, las unificaciones alemana e italiana, que
se consumaron en la segunda mitad del siglo XIX, no pueden entenderse desde
luego sin el precedente de éstas. En tal sentido, las consecuencias políticas
que tuvieron dichos conflictos fueron mayores y más tangibles que las de las
guerras de religión europeas del siglo XVII.
Con los ejércitos napoleónicos avanzó todo el
complejo cultural asociado a la Revolución Francesa, que no se replegó
cuando los soldados lo hicieron y que siguió extendiéndose, después de
Waterloo, a través de las fuerzas nacionalistas, del liberalismo, del
parlamentarismo burgués y, más adelante, del anarquismo y del socialismo. La Edad
Contemporánea estaba, por tanto, haciendo acto de presencia en cualquier
lugar de la Tierra donde los europeos o su influencia ya hubieran llegado.
Multitud de historiadores se han encargado de trazar los hitos de este avance
por el mundo y nos han hablado del tremendo impacto que han tenido sobre el
resto de la Humanidad. Pero muy pocos se han percatado de que para que esta
transmisión haya sido posible hacía falta crear una infraestructura previa, que
era la labor que los pueblos ibéricos habían venido desempeñando durante los
trescientos años anteriores. La contemporaneidad se montó sobre la
modernidad y se apoyó en ella para crecer y desarrollarse. Españoles y
portugueses pusieron las carreteras y los que vinieron después los vehículos
que las recorrerían.
Es cierto que los imperios ultramarinos europeos
surgidos o desplegados durante el siglo XIX (Inglaterra, Francia, Holanda,
Alemania, Italia, Bélgica) imponen su autoridad en áreas geográficas que, en su
mayor parte, nunca habían estado sometidas formalmente a ningún otro estado
europeo anterior, y en ese sentido podemos considerar que su acción política,
en dichas zonas, es continuadora de la que los ibéricos habían comenzado
trescientos años antes en las suyas. Pero las rutas de acceso a tales
territorios, en su mayor parte, ya habían sido trazadas, bien por los
españoles, bien por los portugueses. El
modelo de dominación desplegado es más rápido e improvisado que el de los
imperios precursores y se ajusta, en
buena medida, a la estructura de capas
que ya describimos para el Imperio Británico en los siglos XVII y XVIII[3]
que, como dijimos otro día, tiene fecha de caducidad y funciona a medio plazo
como una auténtica bomba de relojería.
Como el despliegue de los imperios ultramarinos del
siglo XIX lo llevan a cabo media docena de estados en abierta competencia entre
ellos, llevan consigo, allí donde llegan, un sentido de urgencia que no es el
más adecuado para construir una nueva civilización. El economicismo más ramplón
y el espíritu imperialista que le acompaña hace que la relación con los pueblos
indígenas en tales zonas se desarrolle siguiendo el modelo más productivo a
corto plazo, que deja sin resolver el sistema de relaciones sociales que debe
regir a largo plazo entre las diferentes etnias presentes en el lugar.
El sistema de
capas crea una estructura de castas o estamentos, al estilo del Antiguo
Régimen europeo, que utiliza a grupos étnicos minoritarios del lugar o -en su
defecto- importados como mandos intermedios que permiten a la insignificante
minoría blanca imponer su dominación a los nativos:
Estructura de dominación colonial
Siguiendo este esquema vemos actuar como auxiliares de los blancos a los chinos en
Malasia, los bramanes en la India, boers e hindúes en Sudáfrica, tutsis en Ruanda y Burundi, judíos en Palestina... prefigurando así
en buena medida, como estamos viendo, los conflictos sociales que tendrán lugar
en esos mismos lugares uno o dos siglos después. Por eso dije que este sistema
es una bomba de relojería.
Desde que los españoles
y los portugueses se hicieron a la mar en el siglo XV y abrieron la época de
los Descubrimientos Geográficos,
convirtiéndose así en actores políticos globales, introducen en la Historia de
la Humanidad un sentido de irreversibilidad que no tenían los procesos históricos
medievales.
“Las
sociedades humanas son ecosistemas sociales cuyos procesos sólo pueden
entenderse dinámicamente, teniendo en cuenta el entorno natural en el que se
desenvuelven, y responden a unos patrones evolutivos prefijados que tienen una
doble direccionalidad: o se avanza o se retrocede, es decir, o se evoluciona o
se involuciona.
Evolución significa
intensificar la productividad global del
modelo, crecimiento de la población, incremento en el número y en el tamaño de
las ciudades que forman parte del mismo, en la complejidad de su sistema
político y social, en el ámbito geográfico que forma parte del mismo, en el
desarrollo científico, técnico y artístico, una mayor integración entre las
partes que forman parte del sistema...
Involución significa justo lo contrario. La
tendencia general de las clases dirigentes dentro de esa estructura es a frenar
su desarrollo, porque al crecer se vuelve menos abarcable, menos previsible,
menos manejable y esto les infunde miedo.”[4]
Pero cuando los
españoles anuncian al mundo que han descubierto América, cuando en el segundo
viaje colombino se hacen a la mar diecisiete naves, con soldados, campesinos
cargados de semillas, ganaderos con sus animales domésticos, carpinteros,
herreros, albañiles..., cuando personas que no eran súbditas de los Reyes
Católicos, como Fernando de Magallanes o Américo Vespucio, se incorporan a los
viajes de exploración a las órdenes de la corona castellana, cuando los libros
que narran lo que está pasando en el Nuevo Mundo se publican más allá de los
confines de los reinos ibéricos, se está
haciendo la más firme apuesta por el futuro que ningún otro estado había hecho
nunca antes sobre La Tierra. El proceso se vuelve inevitable e irreversible.
Para bien o para mal ya nunca nada volvería a ser igual:
“Hace ya
tiempo que se dio a conocer la famosa saga vikinga de Erik el Rojo,
uno de cuyos hijos, Leif Eriksson, parece que estuvo en América –en el año
1001-, a la que llamó Vinland. En algún lugar de la costa noreste de
Norteamérica hubo, durante algunos años a principios del siglo XI, una colonia
vikinga. Recientemente se ha publicado una obra que habla de un hipotético
descubrimiento chino del continente americano en 1421. Hay, además otros muchos
libros que hablan de otros posibles descubrimientos de América con una base
argumental mucho más endeble, internándose algunos claramente en el terreno de
la ficción más o menos literaria.
Admitamos,
por un momento, la posibilidad de que todas y cada una de estas propuestas fueran
ciertas y que América haya sido un continente bastante visitado por todo tipo
de “turistas” a lo largo de la Edad Media e, incluso, la Edad Antigua. ¿Qué
diferencia al descubrimiento español de los demás? ¿Qué es lo que hace que
sigamos hablando del “Descubrimiento”, con mayúsculas, cuando nos referimos al
de 1492 y releguemos los demás a la categoría de “curiosidades”? Pues,
sencillamente, que éste fue el único que tuvo verdaderas consecuencias
históricas. Colón, cuando volvió, hizo exactamente lo mismo que Leif Eriksson y
que el general chino que comandaba la flota descubridora: contar lo que había
visto y decir donde estaba. La diferencia la marcaron los que escucharon esa
noticia. Los españoles fueron los únicos que se pusieron inmediatamente en marcha.
Las dos naves supervivientes del primer viaje colombino regresaron en marzo de
1493, en abril sería recibido Colón en audiencia por los reyes en la ciudad de
Barcelona y el 25 de septiembre partía de nuevo, con 17 naves y el mandato de “explorar, colonizar y predicar la fe católica por los
territorios que habían sido descubiertos en el primer viaje”. La diferencia no la marcó Colón, la marcó España.”[5]
¿Se imagina que mañana
el presidente de los Estados Unidos, de Rusia o de China, en una rueda de prensa,
comunique al mundo que su gobierno ha contactado con los extraterrestres, que
ha llegado a acuerdos con ellos y que a partir de entonces va a interactuar con
los mismos de alguna manera? Ese hecho marcaría, indudablemente, un antes y un
después en la Historia de la Humanidad ¿verdad? Lo que cambiaría nuestra
historia no sería la existencia de los extraterrestres que, si han contactado
con los terrícolas es que existían previamente ¿verdad? Sino la toma de
conciencia, por parte de los humanos, de dicha existencia y el establecimiento
de relaciones reconocidas con ellos.
Pues bien, lo que marca
la diferencia entre el descubrimiento de América por parte de los españoles y
el resto de descubrimientos anteriores es que
se pusieron en marcha inmediatamente, que lo anunciaron a todos y que actuaron
después en consecuencia. Aunque la autoría fuera española, el anuncio de la
misma lo convierte en un hecho universal. Ningún estado, antes que la España de
los Reyes Católicos, había actuado antes así. El secretismo y la ocultación de
los diversos descubrimientos, tanto geográficos como de cualquier otro tipo
(pensemos en la ocultación de la rutas del estaño por parte de los
fenicio-cartagineses, la ciencia de los alquimistas, la tecnología de los
autómatas griegos, los conocimientos de las diversas sociedades secretas, etc.)
permitieron en el pasado, multitud de veces, el comienzo de procesos
involutivos después de haber descubierto algo que hubiera hecho posible que la
humanidad diera un salto hacia adelante.
América siempre
estuvo ahí, pero lo que cambió la
Historia (con mayúsculas) no fue
su descubrimiento por parte de algún navegante procedente del Viejo Mundo (algo
que ya ocurrió con los vikingos en 1001 y con los chinos en 1421) sino lo que vino después de ese primer contacto.
Los españoles se movilizaron inmediatamente, impelidos por algún resorte de
tipo socio-cultural que marcó la diferencia con todos los descubrimientos
geográficos anteriores (conocidos o no) que se habían producido desde los
orígenes de las diversas civilizaciones antiguas. Fue una espectacular
superación histórica de la política del
sigilo portuguesa o del secretismo habitual en las cortes del resto mundo
conocido en este tipo de temas.
Una vez puesto en marcha ese tren ya no había quien lo parara. Los
estados que crearon los imperios ultramarinos de la segunda generación
(ingleses, franceses y holandeses) tardarán más de un siglo en reaccionar, y
los de la tercera (alemanes, italianos, belgas) ¡¡trescientos cincuenta!!
Y estos eran los países de la vanguardia
europea. Cuando se firmó el Acta General de la Conferencia de Berlín (1885) la mayoría de las repúblicas
hispanoamericanas y el Imperio del Brasil ya eran independientes de facto desde
hacía tres generaciones. Cuando alemanes, italianos y belgas empezaban su
aventura imperial España ya había cerrado prácticamente su propio ciclo, que
había durado nada menos que trescientos años. Los que madrugaron a la hora de forjar un imperio, también lo hicieron
a la hora de perderlo pero, desde luego, habían tenido tiempo sobrado para
desarrollar, paso a paso, su propio proceso.
Como el proceso
globalizador fue desencadenado por los españoles, mientras fueron hegemónicos
mantuvieron el control del mismo y, en consecuencia, el modelo social
desarrollado dentro de sus estructuras políticas se despliega con la suficiente
lentitud como para que las diferentes piezas fueran encajando dentro del mismo
con relativa naturalidad. Era, por supuesto, una sociedad jerarquizada, como el
resto de las del Antiguo Régimen europeo, pero imbuida por los valores morales
del humanismo renacentista. Jamás pusieron en duda la condición humana de los
habitantes de los pueblos conquistados ni, en consecuencia, la aplicabilidad en
el Nuevo Mundo del mensaje de redención evangélico. Los indios eran personas y,
por eso, debían conocer el mensaje “liberador” que Cristo había venido a traer
para todos los hombres. Hoy podemos hacer las valoraciones morales que nos
apetezcan al respecto, pero el evangelio que los españoles enseñaban en América
era el mismo que enseñaban en España. Si creían que tenían la obligación moral
de hacer eso en su propio país, fueron congruentes con esa convicción
trasladando al resto del mundo conocido la fe por la que llevaban casi un
milenio combatiendo. No había doble moral en su discurso y hasta tal punto era
así que el mensaje de Fray Bartolomé de las Casas contra la hipocresía de los
encomenderos no sólo se abrió paso “en la plaza pública” sino que llegó hasta
la corte donde se le nombró “Protector
universal de indios” (“cargo similar
al de Ombudsman de Suecia que fue instituido a principios del siglo XIX”[6])
en 1516.
Cuando los ingleses
fundaron su primera colonia americana estable (Jamestown, 1607), los franceses
(Quebec, 1608) o los holandeses (Nueva Ámsterdam, 1625) las suyas, el camino ya
estaba trazado y tenía unas reglas de juego muy claras. Los imperios
ultramarinos de la segunda generación sabían que jugaban en un mundo exótico,
donde los ibéricos les llevaban varios cuerpos de ventaja.
Dichas reglas no habían
sido trazadas por ellos sino por los pueblos que les habían precedido y tenían
que aceptarlas si querían incorporarse al juego. La publicidad de los
descubrimientos geográficos era una obligación si querían que los demás se los
reconocieran y respetaran su derecho. De
esta forma reforzaron, de manera obligada, el esquema expansivo ibérico. La
expansión multimodal ibérica se transformó en la expansión multimodal europea,
más adelante en la expansión multimodal occidental. ¿Acabará convirtiéndose en
la expansión multimodal terrestre?
“¿Cómo se
fabrica un cristal blindado? Pegando finas láminas una junto a la otra. El
cristal es un material muy quebradizo que con un golpe preciso puede quedar
hecho añicos. Pero si pegamos diez cristales muy finos, uno junto a otro,
comprobamos como el conjunto es capaz de resistir lo que no podría uno sólo que
tuviera la misma anchura. ¿Por qué? Porque el golpe quiebra la capa más
externa, pero la transmisión del impacto a la siguiente pierde buena parte de
su fuerza y el proceso se repite con la tercera. Como siempre hay varias capas
que resisten y están pegadas con las primeras, terminan sosteniendo a las que
se han roto y al final el conjunto aguanta bastante bien. Algo parecido sucede
en España. Cómo cada región tiene una personalidad marcadamente diferente a la
vecina, cuando una fuerza exterior ataca al conjunto se encuentra con una
respuesta diferida, escalonada y múltiple, que necesita su tiempo para
articularse pero que cuando se pone en pie ha integrado una cantidad de facetas
y de modulaciones diversas que nadie es capaz de frenar, porque nadie posee la
acumulación de elementos diversos en su propuesta original que posee la
respuesta española.”[7]
Cuando los españoles
anunciaron al mundo el “descubrimiento” de América estaban universalizando
dicho “descubrimiento”, le estaban implementando un plus de potencia y
convirtiendo el proceso “descubridor” en un hecho irreversible. Estaban
“quemando sus naves” como hizo Hernán Cortés y, también, arrojando el guante a
sus competidores como un desafío. Estaban
invitándolos a subirse a su tren.
La poderosa inercia
desencadenada por un proceso histórico de esa envergadura exigía que todo aquél
que quisiera ponerse al frente del mismo debía hacer una apuesta decidida por el
modelo y mostrar una voluntad férrea para liderarlo.
Conforme fue avanzando
el siglo XVIII, la rama española de los borbones fue dando síntomas de
desfallecimiento, de confusión; de no tener nada claro cuáles eran las reglas
del juego. Pero el reinado de Carlos IV representaría, finalmente, el colapso
de su estructura política. Si el rey que estaba al frente del más vasto imperio
que nunca antes hubiera existido sobre La Tierra estaba dispuesto a permitir
que más de cien mil soldados extranjeros ocuparan “pacíficamente” su país y
reemplazaran a las guarniciones nativas dentro del mismo, estaba lanzando al
mundo la señal de que la hora del relevo en el liderazgo planetario había
llegado. Y su competidora más directa en esa carrera, la armada británica, obró
en consecuencia. Sus naves cubrieron el vacío que las españolas dejaron y sus
políticos se aprestaron a hacer lo propio en las diferentes capitales de las
provincias americanas. “Todo vacío se cubre”,
dijimos al principio.
La Guerra de la Independencia (1808-1814) fue el verdadero punto de
inflexión del Imperio español (no la Guerra de los Treinta Años (1618-1648),
como sostienen algunos). Pero este hundimiento brusco del mismo fue tan
inesperado que cogió a todos, como el colapso de la Unión Soviética, con el
paso cambiado, sorprendiendo a cada uno de los actores de aquella coyuntura
histórica. Cuando el enemigo te derrota después de una larga guerra de desgaste
en la que va destruyendo o erosionando tus defensas poco a poco, conforme va
ocupando el territorio va reemplazando toda la estructura de mando previa y
sustituyéndola por la propia. Pero cuando un pequeño país forja un imperio en
un corto período de tiempo, la digestión del mismo se termina volviendo
imposible (recordemos lo que pasó con el imperio de Alejandro Magno cuando
engulló, en menos de una generación, al Imperio persa, lo que ocurrió con el
Imperio napoleónico o con el III Reich en la Segunda Guerra Mundial) y tiene
que apoyarse necesariamente en las autoridades locales que ya estaban allí. Una
estructura política de la envergadura del Imperio español no era fácil ni de
digerir ni de reemplazar. Y las inercias históricas mantuvieron su curso y
arrastraron con ellas a los humanos que vivieron ese proceso.
Reemplazar a una cúpula
dirigente por otra es relativamente fácil si la nueva ha tenido tiempo de
desarrollar un mínimo de infraestructura. Los ingleses, durante los siglos XVII
y XVIII, habían tenido tiempo de desplegar y consolidar un núcleo dirigente y
una estructura comercial intercontinental lo suficientemente poderosa como para
poder reemplazar de inmediato a la española en los flujos de distribución
planetarios. Esto les permitió sustituirlos a corto plazo y provocó un estallido
que los llevó a África, Asia y Oceanía.
Los holandeses, que
presentaban un perfil parecido al de los británicos pero tenían mucho menos
potencia, hicieron lo propio, dentro de sus posibilidades y de sus
potencialidades. Los franceses post-napoleónicos revisaron sus estrategias
eurípetas y las sustituyeron parcialmente por un proyecto eurífugo[8]
que les permitiera incorporarse con rapidez al proceso. Y los flamantes y
recién constituidos Estados Unidos de Norteamérica escogieron una pieza de caza
mayor y decidieron, nada menos, que sustituir a los españoles en América,
explicitando sus intenciones a través de la “Doctrina Monroe” (1823), que
resumieron con la famosa frase: “América
para los americanos” que, traducida al cristiano, significa: “América para los norteamericanos”.
Visto el proceso desde
arriba, los españoles habían sido estrepitosamente derrotados. La visión que el
Foreign Office tenía del mismo era
triunfalista y superestructural. Inglaterra estaba canalizando buena parte de
los flujos comerciales planetarios y los beneficios económicos que éstos
generaban. Eso era lo que habían estado buscando y podían sentirse plenamente
satisfechos por todo lo que habían podido conseguir. Las clases populares
anglosajonas colonizaban el Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Pero en el resto
del Imperio Británico los ingleses que habían hecho acto de presencia se habían
constituido en la aristocracia dirigente del Sistema de capas o castas que
hemos descrito y que, como dijimos, era una bomba de relojería y tenía fecha de
caducidad.
Los norteamericanos,
por su parte, con un triunfalismo equivalente al de los británicos, se
aprestaban, en Hispanoamérica, a recoger la cosecha que otros habían sembrado.
A corto y medio plazo (estamos, no lo olvidemos, a principios del siglo XIX) el
futuro se presentaba brillante. En ambos casos –tanto en el británico como en
el norteamericano- el recuerdo del trabajo que los españoles habían venido
llevando a cabo durante los trescientos años anteriores resultaba molesto y
había que reescribir la historia para eliminar cualquier sombra que oscureciera
la apoteosis anglosajona. Y de esta manera sus libros de texto recuperan la
figura de Colón, que se enfrentó al “oscurantismo español” y nos presentaron al
descubridor explicándole a unos monjes fanáticos que la Tierra era redonda. Algo que nunca ocurrió: Ningún hombre medieval suficientemente culto afirmó nunca que la Tierra
fuera plana. El conocimiento de la esfericidad de la Tierra viene de la Edad
Antigua y nunca llegó a perderse. El famoso debate entre Colón y los monjes
fue sobre el diámetro de la Tierra, y
los monjes llevaban razón, Colón afirmaba que la distancia entre el
occidente europeo y el oriente asiático era de 2.400 millas marinas, cuando en
realidad hay 10.700 (Recordemos que la longitud de la circunferencia de la
Tierra fue calculada por Eratóstenes
(276 a.C.-194 a.C.), con un margen de error del 15%. Según sus cálculos era de
46.200 km., cuando las últimas mediciones vía satélite nos dan 40.008 km.)[9].
En esa labor de llenar
de sombras el pasado español reescribiendo la historia se le imputó, por
ejemplo, a la Inquisición española, que venía a ser algo así como la policía
política de los regímenes no democráticos del siglo XX pero con muchas más
garantías jurídicas, los crímenes de la Inquisición francesa de la Baja Edad
Media, que se despliega en un contexto socio-político radicalmente diferente y
en un mundo mucho más oscurantista y, también, los de las autoridades civiles y
políticas del resto de la Europa del Antiguo Régimen. Debemos recordar como la “caza de brujas”, pese a lo que la
propaganda anglosajona nos cuenta, fue bastante marginal en España. Joseph Pérez afirma: "en España no encontramos nada parecido
a la fobia que se apoderó de Europa en los siglos XVI y XVII, y que llevó a la
hoguera a cientos, y hasta a miles de desgraciadas"[10]
y Henry Kamen: "España se salvó de los furores de la histeria popular contra las
brujas, y de la quema de estas en una época en que esto prevalecía en
Europa"[11].
No hay, en España, ningún episodio comparable al de histeria colectiva conocido
como las “brujas de Salem”
(Massachusetts, 1692-1693) en el que se produjeron 150 encarcelamientos, 31
juicios colectivos, 29 condenados, 19 ahorcados, 1 lapidado y 5 muertos en la
propia cárcel[12].
En lo que respecta a
las persecuciones religiosas se calcula que en un período de 356 años
(1478-1834) pudieron ser ejecutadas entre 3.000 y 10.000 personas, siguiendo un
proceso judicial reglado. Hoy podemos revisar muchos de los expedientes de los
diversos procesos seguidos por este tribunal. En el peor de los casos (si
consideramos la mayor de las cifras de la horquilla en la que nos movemos) son
menos víctimas que las que se produjeron en Francia en las matanzas de San Bartolomé (1572), en las que nadie
se preocupó ni siquiera de apuntar los nombres de los ejecutados por orden del
rey (querían acabar con todos los hugonotes
–protestantes- de Francia), por parte de las autoridades civiles ordinarias del estado francés, sin
procedimiento ni garantías jurídicas de ningún tipo.
El proceso de
reescritura de la historia llegó al extremo de ocultar a los escolares la
primera vuelta al mundo de Magallanes-Elcano
(1519-1522), atribuyéndosela a Francis Drake
(1577-1580) o la ocultación del descubrimiento de Hawaii por parte del español Juan Gaetano o Gaytán, en 1555, a las
que llamó Islas del Rey, atribuida a James Cook (que navegaba
con mapas españoles) en 1778.
Esta guerra de
propaganda, comparable a cualquiera de las que hemos estado viendo a lo largo
de los siglos XX y XXI para demonizar a los adversarios políticos de cada
coyuntura histórica concreta (recordemos, sin ir más lejos, el caso de las
“armas de destrucción masiva” de Sadam Hussein), cumplió su función histórica
en su coyuntura política, pero también nos sirve hoy de termómetro que nos
señala las debilidades de la superestructuras de poder anglosajonas, que se
sienten amenazadas por el mero recuerdo de la labor que los pueblos precursores
llevaron a cabo para poder hacer posible el advenimiento de la
contemporaneidad.
Y es que los imperios y
los imperialismos occidentales contemporáneos poseen una debilidad estructural
de fondo, que llevan doscientos años intentando ocultar y que saben que
terminará matándolos. Como hemos dicho ¡tienen fecha de caducidad! Esto
es consecuencia del sistema de capas
desarrollado por los imperios ultramarinos de la segunda y tercera
generaciones, cuyo diseño pretendía optimizar el beneficio económico a corto y
medio plazo, pero dejaba sin resolver los problemas generados por el sistema de
relaciones sociales establecido entre las diferentes etnias, e incluso entre
las facciones más importantes de las mismas, presentes en el lugar (recordemos
como en la Guerra Civil americana (1861-1865) chocarán entre sí dos facciones de
la etnia dominante, aunque uno de los motivos que la provocaron fue el sistema
de relaciones que debían mantener con la más numerosa de las dominadas).
El sistema de capas de
los imperios ultramarinos sólo tiene dos salidas a largo plazo: el mestizaje o la
aniquilación de algunas de las capas que la componen. Y es muy difícil que el
proceso completo de transformación de una sociedad multiétnica en otra mestiza
pueda hacerse de manera totalmente pacífica, sin sufrir sobresaltos
revolucionarios o guerras civiles. ¡Y esta es la única salida sensata!
En los últimos
doscientos años hemos ido viendo surgir multitud de conflictos que podemos
considerar que forman parte de ese proceso. La independencia de Haití fue el primero de ellos. Después vino la Guerra de Secesión americana ya citada,
aunque la mayoría de los mismos tuvieron lugar en el siglo XX. Muchas guerras
de liberación coloniales no sólo buscaban desconectar un país de su metrópoli
sino, además, reorganizar las relaciones de poder entre los grupos étnicos que
había dentro del mismo. Y en aquellas independencias que buscaban adelantarse
al proceso para intentar evitarlo (recordemos la Rodesia de Ian Smith (1964-1979)), acabarán finalmente también de
forma violenta.
Cada revolución que tiene lugar dentro de este
proceso cubre una fase evolutiva dentro del mismo pero, además, modifica
parcialmente las relaciones de poder que se dan en el plano internacional. Es
evidente que el sistema de inserción de la Rodesia de Ian Smith en las
estructuras de poder planetarias es radicalmente diferente al de la Zimbabue de Robert
Mugabe y lo mismo podemos decir de la Sudáfrica del Apartheid si la comparamos
con la actual. Es obvio que las estructuras de poder supranacionales forjadas
por los occidentales a partir de la Revolución Francesa están siendo seriamente
erosionadas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, que el proceso ha
estado lleno de conflictos locales y de escaramuzas en los que las mismas
vienen siendo cuestionadas desde entonces y en el que no han parado de darse
multitud de soluciones temporales de compromiso que le han ido permitiendo al
núcleo hegemónico anglosajón ganar tiempo y ralentizar su propio proceso de
descomposición política y social, lo que no nos ha impedido constatar su
inexorable declive, que tiene muchos elementos en común con el ocaso del
Imperio Romano. Pero la potente emergencia de los BRICS y el cercano y
previsible sorpasso de los mismos que
acecha a la vuelta de la esquina nos hace sospechar que estamos a punto de
contemplar un suceso semejante al que ocurrió aquella Navidad del año 406 de
nuestra era en la que los vándalos cruzaron el Rhin en dirección a las Galias,
iniciando el proceso de liquidación del Imperio Romano de Occidente.
Doscientos años después del hundimiento del Imperio
Español la estructura de poder mundial anglosajona se debilita y resquebraja
por momentos. La que un día se presentó ante el mundo como heredera y portadora
de los valores del Occidente Clásico y del Cristiano ya no puede ocultar que
sólo se mantiene en pie gracias a una coalición de intereses, puramente
económicos en el sentido más crematístico del término, que sigue sin resolver
el problema de las relaciones internacionales que deben regir entre los
diversos pueblos de la Tierra y que llevaron al español Francisco de Vitoria a
escribir el libro De potestate civili,
en una fecha tan temprana como 1529, en el que estableció “las bases teóricas del derecho internacional moderno, del cual es
considerado el fundador junto con Hugo Grocio”[13].
La única salida sensata a largo plazo que la
Humanidad tiene ante sí pasa por el mestizaje racial y cultural y por
desarrollar un sistema de relaciones sociales, económicas y políticas que
garanticen la participación de todos, que sea respetuoso con la naturaleza que
nos envuelve y que esté al servicio de las personas.
Está claro que a corto y medio plazo, vamos a ver
multitud de episodios históricos de carácter xenófobo a niveles regionales y
locales que son rémoras del pasado y que provocarán el aislamiento político
temporal de importantes pueblos de nuestro entorno cercano.
Pero también está claro que en el camino del
mestizaje y de la unión cultural los pueblos de origen ibérico presentan ya un
bagaje de quinientos años de evolución que, con sus luces y
con sus sombras, que hoy vemos repetirse –amplificadas- en otras regiones del
mundo, significan varios cuerpos de ventaja en esta carrera milenaria que es la
Historia de la Humanidad.
[1]
“El comienzo de un nuevo tiempo”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/05/el-comienzo-de-un-nuevo-tiempo.html
[2]
“La exposición atlántica”:
http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/la-exposicion-atlantica.html
[3]
“Las
otras transversalidades”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html
[4]
“La conexión atlántica”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/05/la-conexion-atlantica.html
[5]
“La `patente´ del descubrimiento colombino”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-patente-del-descubrimiento-colombino.html
[7]
“Las otras transversalidades”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html
[8]
“Los imperios efímeros”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/los-imperios-efimeros.html
[10]
Pérez, Joseph (2009). Breve
historia de la Inquisición en España. Grupo Planeta (GBS).
[11]
Kamen, Henry: La Inquisición
española: una revisión histórica. Barcelona: Crítica, 1999.
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