domingo, 18 de septiembre de 2016

Una carrera milenaria





“En política todos los vacíos se cubren, más bien pronto que tarde, y aquél que se produjo en España (el de 1808 fue político, pero era consecuencia de otro intelectual muy anterior a él) lo cubrieron las clases populares en unos lugares y las oligarquías locales en otros. Y en la América española tuvieron como consecuencia la aparición de las actuales repúblicas hispanoamericanas.”[1]

La mayor consecuencia que tuvo el vacío de poder creado en la España imperial por el tándem Carlos IV-Godoy, que condujo a la invasión de la Península Ibérica por las fuerzas napoleónicas fue, sin duda, la independencia de las repúblicas iberoamericanas, que se irían consumando entre 1810 y 1825.

La invasión napoleónica en la Península Ibérica guarda una gran cantidad de paralelismos históricos con la de los árabes del 711. En ambos casos los invasores cuentan con importantes apoyos indígenas situados en la estructura de poder del estado que entregará éste, casi sin lucha, a las fuerzas invasoras. En ambos casos la resistencia contra el invasor es articulada por un sector de las clases populares cuando la invasión ya se ha consumado, en el extremo del país opuesto a la zona por la que éste llegó, y va creciendo, de manera descentralizada y difusa, produciendo al hacerlo una transmutación del tejido social.

Lo que diferencia a ambas resistencias fue el “tempo” de despliegue de las mismas (ocho siglos en la más antigua, seis años en la más moderna), también, el hecho de que Napoleón estaba siendo combatido por toda Europa, mientras que la resistencia contra los árabes en el siglo VIII sólo se desplegó en esta parte del mundo y, por supuesto y sobre todo, que la Península Ibérica en 1808, a diferencia de la del 711, se había convertido en el núcleo duro desde donde se dirigían dos imperios ultramarinos de ámbito planetario. La invasión napoleónica se encontrará con un pueblo que tiene consciencia de sí, tendrá por esto, como consecuencia, repercusiones mundiales y cambiará la correlación de fuerzas global de manera irreversible y de una forma más rápida de lo que lo hizo la musulmana. Durante once siglos los ibéricos habían estado acumulando fuerzas, se habían convertido en los actores globales por antonomasia y su nivel de “anticuerpos” había crecido exponencialmente. Golpear a los españoles, en España, generaba ecos en el resto del mundo civilizado.

En una de nuestras referencias a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) dijimos:

[Éste] “fue un conflicto que nació alrededor de Alemania, inscrito en una lógica centroeuropea, que no alteró excesivamente la correlación de fuerzas preexistente en el lugar de origen, pero cambió para siempre la Historia de la Humanidad. Esos cambios globales no los introdujeron los que comenzaron la guerra (alemanes y pueblos limítrofes) sino los periféricos que nos incorporamos a ella y que teníamos multitud de frentes alternativos (además de los centroeuropeos) donde devolver los golpes recibidos en el frente alemán. Y esos contragolpes (como el español contra los magrebíes a finales del siglo XV, que derivó finalmente en el Descubrimiento de América) sí que han cambiado la Gran Historia.”[2]

Pues algo así ocurrió con las guerras napoleónicas. Me estoy refiriendo, claro está, en lo que al foco de origen se refiere, a los cambios políticos inmediatos en las fronteras que separaban a los diferentes estados europeos. A medio plazo, desde luego, las unificaciones alemana e italiana, que se consumaron en la segunda mitad del siglo XIX, no pueden entenderse desde luego sin el precedente de éstas. En tal sentido, las consecuencias políticas que tuvieron dichos conflictos fueron mayores y más tangibles que las de las guerras de religión europeas del siglo XVII.
Con los ejércitos napoleónicos avanzó todo el complejo cultural asociado a la Revolución Francesa, que no se replegó cuando los soldados lo hicieron y que siguió extendiéndose, después de Waterloo, a través de las fuerzas nacionalistas, del liberalismo, del parlamentarismo burgués y, más adelante, del anarquismo y del socialismo. La Edad Contemporánea estaba, por tanto, haciendo acto de presencia en cualquier lugar de la Tierra donde los europeos o su influencia ya hubieran llegado. Multitud de historiadores se han encargado de trazar los hitos de este avance por el mundo y nos han hablado del tremendo impacto que han tenido sobre el resto de la Humanidad. Pero muy pocos se han percatado de que para que esta transmisión haya sido posible hacía falta crear una infraestructura previa, que era la labor que los pueblos ibéricos habían venido desempeñando durante los trescientos años anteriores. La contemporaneidad se montó sobre la modernidad y se apoyó en ella para crecer y desarrollarse. Españoles y portugueses pusieron las carreteras y los que vinieron después los vehículos que las recorrerían.
Es cierto que los imperios ultramarinos europeos surgidos o desplegados durante el siglo XIX (Inglaterra, Francia, Holanda, Alemania, Italia, Bélgica) imponen su autoridad en áreas geográficas que, en su mayor parte, nunca habían estado sometidas formalmente a ningún otro estado europeo anterior, y en ese sentido podemos considerar que su acción política, en dichas zonas, es continuadora de la que los ibéricos habían comenzado trescientos años antes en las suyas. Pero las rutas de acceso a tales territorios, en su mayor parte, ya habían sido trazadas, bien por los españoles, bien por los portugueses. El modelo de dominación desplegado es más rápido e improvisado que el de los imperios precursores y se ajusta, en buena medida, a la estructura de capas que ya describimos para el Imperio Británico en los siglos XVII y XVIII[3] que, como dijimos otro día, tiene fecha de caducidad y funciona a medio plazo como una auténtica bomba de relojería.
Como el despliegue de los imperios ultramarinos del siglo XIX lo llevan a cabo media docena de estados en abierta competencia entre ellos, llevan consigo, allí donde llegan, un sentido de urgencia que no es el más adecuado para construir una nueva civilización. El economicismo más ramplón y el espíritu imperialista que le acompaña hace que la relación con los pueblos indígenas en tales zonas se desarrolle siguiendo el modelo más productivo a corto plazo, que deja sin resolver el sistema de relaciones sociales que debe regir a largo plazo entre las diferentes etnias presentes en el lugar.
El sistema de capas crea una estructura de castas o estamentos, al estilo del Antiguo Régimen europeo, que utiliza a grupos étnicos minoritarios del lugar o -en su defecto- importados como mandos intermedios que permiten a la insignificante minoría blanca imponer su dominación a los nativos:
Estructura de dominación colonial

Siguiendo este esquema vemos actuar como auxiliares de los blancos a los chinos en Malasia, los bramanes en la India, boers e hindúes en Sudáfrica, tutsis en Ruanda y Burundi, judíos en Palestina... prefigurando así en buena medida, como estamos viendo, los conflictos sociales que tendrán lugar en esos mismos lugares uno o dos siglos después. Por eso dije que este sistema es una bomba de relojería.
Desde que los españoles y los portugueses se hicieron a la mar en el siglo XV y abrieron la época de los Descubrimientos Geográficos, convirtiéndose así en actores políticos globales, introducen en la Historia de la Humanidad un sentido de irreversibilidad que no tenían los procesos históricos medievales.

“Las sociedades humanas son ecosistemas sociales cuyos procesos sólo pueden entenderse dinámicamente, teniendo en cuenta el entorno natural en el que se desenvuelven, y responden a unos patrones evolutivos prefijados que tienen una doble direccionalidad: o se avanza o se retrocede, es decir, o se evoluciona o se involuciona.

Evolución significa intensificar la productividad  global del modelo, crecimiento de la población, incremento en el número y en el tamaño de las ciudades que forman parte del mismo, en la complejidad de su sistema político y social, en el ámbito geográfico que forma parte del mismo, en el desarrollo científico, técnico y artístico, una mayor integración entre las partes que forman parte del sistema...

Involución significa justo lo contrario. La tendencia general de las clases dirigentes dentro de esa estructura es a frenar su desarrollo, porque al crecer se vuelve menos abarcable, menos previsible, menos manejable y esto les infunde miedo.”[4]

Pero cuando los españoles anuncian al mundo que han descubierto América, cuando en el segundo viaje colombino se hacen a la mar diecisiete naves, con soldados, campesinos cargados de semillas, ganaderos con sus animales domésticos, carpinteros, herreros, albañiles..., cuando personas que no eran súbditas de los Reyes Católicos, como Fernando de Magallanes o Américo Vespucio, se incorporan a los viajes de exploración a las órdenes de la corona castellana, cuando los libros que narran lo que está pasando en el Nuevo Mundo se publican más allá de los confines de los reinos ibéricos, se está haciendo la más firme apuesta por el futuro que ningún otro estado había hecho nunca antes sobre La Tierra. El proceso se vuelve inevitable e irreversible. Para bien o para mal ya nunca nada volvería a ser igual:

“Hace ya tiempo que se dio a conocer la famosa saga vikinga de Erik el Rojo, uno de cuyos hijos, Leif Eriksson, parece que estuvo en América –en el año 1001-, a la que llamó Vinland. En algún lugar de la costa noreste de Norteamérica hubo, durante algunos años a principios del siglo XI, una colonia vikinga. Recientemente se ha publicado una obra que habla de un hipotético descubrimiento chino del continente americano en 1421. Hay, además otros muchos libros que hablan de otros posibles descubrimientos de América con una base argumental mucho más endeble, internándose algunos claramente en el terreno de la ficción más o menos literaria.

Admitamos, por un momento, la posibilidad de que todas y cada una de estas propuestas fueran ciertas y que América haya sido un continente bastante visitado por todo tipo de “turistas” a lo largo de la Edad Media e, incluso, la Edad Antigua. ¿Qué diferencia al descubrimiento español de los demás? ¿Qué es lo que hace que sigamos hablando del “Descubrimiento”, con mayúsculas, cuando nos referimos al de 1492 y releguemos los demás a la categoría de “curiosidades”? Pues, sencillamente, que éste fue el único que tuvo verdaderas consecuencias históricas. Colón, cuando volvió, hizo exactamente lo mismo que Leif Eriksson y que el general chino que comandaba la flota descubridora: contar lo que había visto y decir donde estaba. La diferencia la marcaron los que escucharon esa noticia. Los españoles fueron los únicos que se pusieron inmediatamente en marcha. Las dos naves supervivientes del primer viaje colombino regresaron en marzo de 1493, en abril sería recibido Colón en audiencia por los reyes en la ciudad de Barcelona y el 25 de septiembre partía de nuevo, con 17 naves y el mandato de “explorar, colonizar y predicar la fe católica por los territorios que habían sido descubiertos en el primer viaje”. La diferencia no la marcó Colón, la marcó España.”[5]

¿Se imagina que mañana el presidente de los Estados Unidos, de Rusia o de China, en una rueda de prensa, comunique al mundo que su gobierno ha contactado con los extraterrestres, que ha llegado a acuerdos con ellos y que a partir de entonces va a interactuar con los mismos de alguna manera? Ese hecho marcaría, indudablemente, un antes y un después en la Historia de la Humanidad ¿verdad? Lo que cambiaría nuestra historia no sería la existencia de los extraterrestres que, si han contactado con los terrícolas es que existían previamente ¿verdad? Sino la toma de conciencia, por parte de los humanos, de dicha existencia y el establecimiento de relaciones reconocidas con ellos.
Pues bien, lo que marca la diferencia entre el descubrimiento de América por parte de los españoles y el resto de descubrimientos anteriores es que se pusieron en marcha inmediatamente, que lo anunciaron a todos y que actuaron después en consecuencia. Aunque la autoría fuera española, el anuncio de la misma lo convierte en un hecho universal. Ningún estado, antes que la España de los Reyes Católicos, había actuado antes así. El secretismo y la ocultación de los diversos descubrimientos, tanto geográficos como de cualquier otro tipo (pensemos en la ocultación de la rutas del estaño por parte de los fenicio-cartagineses, la ciencia de los alquimistas, la tecnología de los autómatas griegos, los conocimientos de las diversas sociedades secretas, etc.) permitieron en el pasado, multitud de veces, el comienzo de procesos involutivos después de haber descubierto algo que hubiera hecho posible que la humanidad diera un salto hacia adelante.
América siempre estuvo ahí, pero lo que cambió la Historia (con mayúsculas) no fue su descubrimiento por parte de algún navegante procedente del Viejo Mundo (algo que ya ocurrió con los vikingos en 1001 y con los chinos en 1421) sino lo que vino después de ese primer contacto. Los españoles se movilizaron inmediatamente, impelidos por algún resorte de tipo socio-cultural que marcó la diferencia con todos los descubrimientos geográficos anteriores (conocidos o no) que se habían producido desde los orígenes de las diversas civilizaciones antiguas. Fue una espectacular superación histórica de la política del sigilo portuguesa o del secretismo habitual en las cortes del resto mundo conocido en este tipo de temas.
Una vez puesto en marcha ese tren ya no había quien lo parara. Los estados que crearon los imperios ultramarinos de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses) tardarán más de un siglo en reaccionar, y los de la tercera (alemanes, italianos, belgas) ¡¡trescientos cincuenta!! Y estos eran los países de la vanguardia europea. Cuando se firmó el Acta General de la Conferencia de Berlín (1885) la mayoría de las repúblicas hispanoamericanas y el Imperio del Brasil ya eran independientes de facto desde hacía tres generaciones. Cuando alemanes, italianos y belgas empezaban su aventura imperial España ya había cerrado prácticamente su propio ciclo, que había durado nada menos que trescientos años. Los que madrugaron a la hora de forjar un imperio, también lo hicieron a la hora de perderlo pero, desde luego, habían tenido tiempo sobrado para desarrollar, paso a paso, su propio proceso.
Como el proceso globalizador fue desencadenado por los españoles, mientras fueron hegemónicos mantuvieron el control del mismo y, en consecuencia, el modelo social desarrollado dentro de sus estructuras políticas se despliega con la suficiente lentitud como para que las diferentes piezas fueran encajando dentro del mismo con relativa naturalidad. Era, por supuesto, una sociedad jerarquizada, como el resto de las del Antiguo Régimen europeo, pero imbuida por los valores morales del humanismo renacentista. Jamás pusieron en duda la condición humana de los habitantes de los pueblos conquistados ni, en consecuencia, la aplicabilidad en el Nuevo Mundo del mensaje de redención evangélico. Los indios eran personas y, por eso, debían conocer el mensaje “liberador” que Cristo había venido a traer para todos los hombres. Hoy podemos hacer las valoraciones morales que nos apetezcan al respecto, pero el evangelio que los españoles enseñaban en América era el mismo que enseñaban en España. Si creían que tenían la obligación moral de hacer eso en su propio país, fueron congruentes con esa convicción trasladando al resto del mundo conocido la fe por la que llevaban casi un milenio combatiendo. No había doble moral en su discurso y hasta tal punto era así que el mensaje de Fray Bartolomé de las Casas contra la hipocresía de los encomenderos no sólo se abrió paso “en la plaza pública” sino que llegó hasta la corte donde se le nombró “Protector universal de indios” (“cargo similar al de Ombudsman de Suecia que fue instituido a principios del siglo XIX”[6]) en 1516.
Cuando los ingleses fundaron su primera colonia americana estable (Jamestown, 1607), los franceses (Quebec, 1608) o los holandeses (Nueva Ámsterdam, 1625) las suyas, el camino ya estaba trazado y tenía unas reglas de juego muy claras. Los imperios ultramarinos de la segunda generación sabían que jugaban en un mundo exótico, donde los ibéricos les llevaban varios cuerpos de ventaja.
Dichas reglas no habían sido trazadas por ellos sino por los pueblos que les habían precedido y tenían que aceptarlas si querían incorporarse al juego. La publicidad de los descubrimientos geográficos era una obligación si querían que los demás se los reconocieran y respetaran su derecho. De esta forma reforzaron, de manera obligada, el esquema expansivo ibérico. La expansión multimodal ibérica se transformó en la expansión multimodal europea, más adelante en la expansión multimodal occidental. ¿Acabará convirtiéndose en la expansión multimodal terrestre?
“¿Cómo se fabrica un cristal blindado? Pegando finas láminas una junto a la otra. El cristal es un material muy quebradizo que con un golpe preciso puede quedar hecho añicos. Pero si pegamos diez cristales muy finos, uno junto a otro, comprobamos como el conjunto es capaz de resistir lo que no podría uno sólo que tuviera la misma anchura. ¿Por qué? Porque el golpe quiebra la capa más externa, pero la transmisión del impacto a la siguiente pierde buena parte de su fuerza y el proceso se repite con la tercera. Como siempre hay varias capas que resisten y están pegadas con las primeras, terminan sosteniendo a las que se han roto y al final el conjunto aguanta bastante bien. Algo parecido sucede en España. Cómo cada región tiene una personalidad marcadamente diferente a la vecina, cuando una fuerza exterior ataca al conjunto se encuentra con una respuesta diferida, escalonada y múltiple, que necesita su tiempo para articularse pero que cuando se pone en pie ha integrado una cantidad de facetas y de modulaciones diversas que nadie es capaz de frenar, porque nadie posee la acumulación de elementos diversos en su propuesta original que posee la respuesta española.”[7]

Cuando los españoles anunciaron al mundo el “descubrimiento” de América estaban universalizando dicho “descubrimiento”, le estaban implementando un plus de potencia y convirtiendo el proceso “descubridor” en un hecho irreversible. Estaban “quemando sus naves” como hizo Hernán Cortés y, también, arrojando el guante a sus competidores como un desafío. Estaban invitándolos a subirse a su tren.
La poderosa inercia desencadenada por un proceso histórico de esa envergadura exigía que todo aquél que quisiera ponerse al frente del mismo debía hacer una apuesta decidida por el modelo y mostrar una voluntad férrea para liderarlo.
Conforme fue avanzando el siglo XVIII, la rama española de los borbones fue dando síntomas de desfallecimiento, de confusión; de no tener nada claro cuáles eran las reglas del juego. Pero el reinado de Carlos IV representaría, finalmente, el colapso de su estructura política. Si el rey que estaba al frente del más vasto imperio que nunca antes hubiera existido sobre La Tierra estaba dispuesto a permitir que más de cien mil soldados extranjeros ocuparan “pacíficamente” su país y reemplazaran a las guarniciones nativas dentro del mismo, estaba lanzando al mundo la señal de que la hora del relevo en el liderazgo planetario había llegado. Y su competidora más directa en esa carrera, la armada británica, obró en consecuencia. Sus naves cubrieron el vacío que las españolas dejaron y sus políticos se aprestaron a hacer lo propio en las diferentes capitales de las provincias americanas. “Todo vacío se cubre”, dijimos al principio.
La Guerra de la Independencia (1808-1814) fue el verdadero punto de inflexión del Imperio español (no la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), como sostienen algunos). Pero este hundimiento brusco del mismo fue tan inesperado que cogió a todos, como el colapso de la Unión Soviética, con el paso cambiado, sorprendiendo a cada uno de los actores de aquella coyuntura histórica. Cuando el enemigo te derrota después de una larga guerra de desgaste en la que va destruyendo o erosionando tus defensas poco a poco, conforme va ocupando el territorio va reemplazando toda la estructura de mando previa y sustituyéndola por la propia. Pero cuando un pequeño país forja un imperio en un corto período de tiempo, la digestión del mismo se termina volviendo imposible (recordemos lo que pasó con el imperio de Alejandro Magno cuando engulló, en menos de una generación, al Imperio persa, lo que ocurrió con el Imperio napoleónico o con el III Reich en la Segunda Guerra Mundial) y tiene que apoyarse necesariamente en las autoridades locales que ya estaban allí. Una estructura política de la envergadura del Imperio español no era fácil ni de digerir ni de reemplazar. Y las inercias históricas mantuvieron su curso y arrastraron con ellas a los humanos que vivieron ese proceso.
Reemplazar a una cúpula dirigente por otra es relativamente fácil si la nueva ha tenido tiempo de desarrollar un mínimo de infraestructura. Los ingleses, durante los siglos XVII y XVIII, habían tenido tiempo de desplegar y consolidar un núcleo dirigente y una estructura comercial intercontinental lo suficientemente poderosa como para poder reemplazar de inmediato a la española en los flujos de distribución planetarios. Esto les permitió sustituirlos a corto plazo y provocó un estallido que los llevó a África, Asia y Oceanía.
Los holandeses, que presentaban un perfil parecido al de los británicos pero tenían mucho menos potencia, hicieron lo propio, dentro de sus posibilidades y de sus potencialidades. Los franceses post-napoleónicos revisaron sus estrategias eurípetas y las sustituyeron parcialmente por un proyecto eurífugo[8] que les permitiera incorporarse con rapidez al proceso. Y los flamantes y recién constituidos Estados Unidos de Norteamérica escogieron una pieza de caza mayor y decidieron, nada menos, que sustituir a los españoles en América, explicitando sus intenciones a través de la “Doctrina Monroe” (1823), que resumieron con la famosa frase: “América para los americanos” que, traducida al cristiano, significa: “América para los norteamericanos”.
Visto el proceso desde arriba, los españoles habían sido estrepitosamente derrotados. La visión que el Foreign Office tenía del mismo era triunfalista y superestructural. Inglaterra estaba canalizando buena parte de los flujos comerciales planetarios y los beneficios económicos que éstos generaban. Eso era lo que habían estado buscando y podían sentirse plenamente satisfechos por todo lo que habían podido conseguir. Las clases populares anglosajonas colonizaban el Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Pero en el resto del Imperio Británico los ingleses que habían hecho acto de presencia se habían constituido en la aristocracia dirigente del Sistema de capas o castas que hemos descrito y que, como dijimos, era una bomba de relojería y tenía fecha de caducidad.
Los norteamericanos, por su parte, con un triunfalismo equivalente al de los británicos, se aprestaban, en Hispanoamérica, a recoger la cosecha que otros habían sembrado. A corto y medio plazo (estamos, no lo olvidemos, a principios del siglo XIX) el futuro se presentaba brillante. En ambos casos –tanto en el británico como en el norteamericano- el recuerdo del trabajo que los españoles habían venido llevando a cabo durante los trescientos años anteriores resultaba molesto y había que reescribir la historia para eliminar cualquier sombra que oscureciera la apoteosis anglosajona. Y de esta manera sus libros de texto recuperan la figura de Colón, que se enfrentó al “oscurantismo español” y nos presentaron al descubridor explicándole a unos monjes fanáticos que la Tierra era redonda. Algo que nunca ocurrió: Ningún hombre medieval suficientemente culto afirmó nunca que la Tierra fuera plana. El conocimiento de la esfericidad de la Tierra viene de la Edad Antigua y nunca llegó a perderse. El famoso debate entre Colón y los monjes fue sobre el diámetro de la Tierra, y los monjes llevaban razón, Colón afirmaba que la distancia entre el occidente europeo y el oriente asiático era de 2.400 millas marinas, cuando en realidad hay 10.700 (Recordemos que la longitud de la circunferencia de la Tierra fue calculada por Eratóstenes (276 a.C.-194 a.C.), con un margen de error del 15%. Según sus cálculos era de 46.200 km., cuando las últimas mediciones vía satélite nos dan 40.008 km.)[9].
En esa labor de llenar de sombras el pasado español reescribiendo la historia se le imputó, por ejemplo, a la Inquisición española, que venía a ser algo así como la policía política de los regímenes no democráticos del siglo XX pero con muchas más garantías jurídicas, los crímenes de la Inquisición francesa de la Baja Edad Media, que se despliega en un contexto socio-político radicalmente diferente y en un mundo mucho más oscurantista y, también, los de las autoridades civiles y políticas del resto de la Europa del Antiguo Régimen. Debemos recordar como la “caza de brujas”, pese a lo que la propaganda anglosajona nos cuenta, fue bastante marginal en España. Joseph Pérez afirma: "en España no encontramos nada parecido a la fobia que se apoderó de Europa en los siglos XVI y XVII, y que llevó a la hoguera a cientos, y hasta a miles de desgraciadas"[10] y Henry Kamen: "España se salvó de los furores de la histeria popular contra las brujas, y de la quema de estas en una época en que esto prevalecía en Europa"[11]. No hay, en España, ningún episodio comparable al de histeria colectiva conocido como las “brujas de Salem” (Massachusetts, 1692-1693) en el que se produjeron 150 encarcelamientos, 31 juicios colectivos, 29 condenados, 19 ahorcados, 1 lapidado y 5 muertos en la propia cárcel[12].
En lo que respecta a las persecuciones religiosas se calcula que en un período de 356 años (1478-1834) pudieron ser ejecutadas entre 3.000 y 10.000 personas, siguiendo un proceso judicial reglado. Hoy podemos revisar muchos de los expedientes de los diversos procesos seguidos por este tribunal. En el peor de los casos (si consideramos la mayor de las cifras de la horquilla en la que nos movemos) son menos víctimas que las que se produjeron en Francia en las matanzas de San Bartolomé (1572), en las que nadie se preocupó ni siquiera de apuntar los nombres de los ejecutados por orden del rey (querían acabar con todos los hugonotes –protestantes- de Francia), por parte de las autoridades civiles ordinarias del estado francés, sin procedimiento ni garantías jurídicas de ningún tipo.
El proceso de reescritura de la historia llegó al extremo de ocultar a los escolares la primera vuelta al mundo de Magallanes-Elcano (1519-1522), atribuyéndosela a Francis Drake (1577-1580) o la ocultación del descubrimiento de Hawaii por parte del español Juan Gaetano o Gaytán, en 1555, a las que llamó Islas del Rey, atribuida a James Cook (que navegaba con mapas españoles) en 1778.
Esta guerra de propaganda, comparable a cualquiera de las que hemos estado viendo a lo largo de los siglos XX y XXI para demonizar a los adversarios políticos de cada coyuntura histórica concreta (recordemos, sin ir más lejos, el caso de las “armas de destrucción masiva” de Sadam Hussein), cumplió su función histórica en su coyuntura política, pero también nos sirve hoy de termómetro que nos señala las debilidades de la superestructuras de poder anglosajonas, que se sienten amenazadas por el mero recuerdo de la labor que los pueblos precursores llevaron a cabo para poder hacer posible el advenimiento de la contemporaneidad.
Y es que los imperios y los imperialismos occidentales contemporáneos poseen una debilidad estructural de fondo, que llevan doscientos años intentando ocultar y que saben que terminará matándolos. Como hemos dicho ¡tienen fecha de caducidad! Esto es consecuencia del sistema de capas desarrollado por los imperios ultramarinos de la segunda y tercera generaciones, cuyo diseño pretendía optimizar el beneficio económico a corto y medio plazo, pero dejaba sin resolver los problemas generados por el sistema de relaciones sociales establecido entre las diferentes etnias, e incluso entre las facciones más importantes de las mismas, presentes en el lugar (recordemos como en la Guerra Civil americana (1861-1865) chocarán entre sí dos facciones de la etnia dominante, aunque uno de los motivos que la provocaron fue el sistema de relaciones que debían mantener con la más numerosa de las dominadas).
El sistema de capas de los imperios ultramarinos sólo tiene dos salidas a largo plazo: el mestizaje o la aniquilación de algunas de las capas que la componen. Y es muy difícil que el proceso completo de transformación de una sociedad multiétnica en otra mestiza pueda hacerse de manera totalmente pacífica, sin sufrir sobresaltos revolucionarios o guerras civiles. ¡Y esta es la única salida sensata!
En los últimos doscientos años hemos ido viendo surgir multitud de conflictos que podemos considerar que forman parte de ese proceso. La independencia de Haití fue el primero de ellos. Después vino la Guerra de Secesión americana ya citada, aunque la mayoría de los mismos tuvieron lugar en el siglo XX. Muchas guerras de liberación coloniales no sólo buscaban desconectar un país de su metrópoli sino, además, reorganizar las relaciones de poder entre los grupos étnicos que había dentro del mismo. Y en aquellas independencias que buscaban adelantarse al proceso para intentar evitarlo (recordemos la Rodesia de Ian Smith (1964-1979)), acabarán finalmente también de forma violenta.
Cada revolución que tiene lugar dentro de este proceso cubre una fase evolutiva dentro del mismo pero, además, modifica parcialmente las relaciones de poder que se dan en el plano internacional. Es evidente que el sistema de inserción de la Rodesia de Ian Smith en las estructuras de poder planetarias es radicalmente diferente al de la Zimbabue de Robert Mugabe y lo mismo podemos decir de la Sudáfrica del Apartheid si la comparamos con la actual. Es obvio que las estructuras de poder supranacionales forjadas por los occidentales a partir de la Revolución Francesa están siendo seriamente erosionadas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, que el proceso ha estado lleno de conflictos locales y de escaramuzas en los que las mismas vienen siendo cuestionadas desde entonces y en el que no han parado de darse multitud de soluciones temporales de compromiso que le han ido permitiendo al núcleo hegemónico anglosajón ganar tiempo y ralentizar su propio proceso de descomposición política y social, lo que no nos ha impedido constatar su inexorable declive, que tiene muchos elementos en común con el ocaso del Imperio Romano. Pero la potente emergencia de los BRICS y el cercano y previsible sorpasso de los mismos que acecha a la vuelta de la esquina nos hace sospechar que estamos a punto de contemplar un suceso semejante al que ocurrió aquella Navidad del año 406 de nuestra era en la que los vándalos cruzaron el Rhin en dirección a las Galias, iniciando el proceso de liquidación del Imperio Romano de Occidente.

Doscientos años después del hundimiento del Imperio Español la estructura de poder mundial anglosajona se debilita y resquebraja por momentos. La que un día se presentó ante el mundo como heredera y portadora de los valores del Occidente Clásico y del Cristiano ya no puede ocultar que sólo se mantiene en pie gracias a una coalición de intereses, puramente económicos en el sentido más crematístico del término, que sigue sin resolver el problema de las relaciones internacionales que deben regir entre los diversos pueblos de la Tierra y que llevaron al español Francisco de Vitoria a escribir el libro De potestate civili, en una fecha tan temprana como 1529, en el que estableció “las bases teóricas del derecho internacional moderno, del cual es considerado el fundador junto con Hugo Grocio”[13].

La única salida sensata a largo plazo que la Humanidad tiene ante sí pasa por el mestizaje racial y cultural y por desarrollar un sistema de relaciones sociales, económicas y políticas que garanticen la participación de todos, que sea respetuoso con la naturaleza que nos envuelve y que esté al servicio de las personas.

Está claro que a corto y medio plazo, vamos a ver multitud de episodios históricos de carácter xenófobo a niveles regionales y locales que son rémoras del pasado y que provocarán el aislamiento político temporal de importantes pueblos de nuestro entorno cercano.

Pero también está claro que en el camino del mestizaje y de la unión cultural los pueblos de origen ibérico presentan ya un bagaje de quinientos años de evolución que, con sus luces y con sus sombras, que hoy vemos repetirse –amplificadas- en otras regiones del mundo, significan varios cuerpos de ventaja en esta carrera milenaria que es la Historia de la Humanidad.


[1] “El comienzo de un nuevo tiempo”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/05/el-comienzo-de-un-nuevo-tiempo.html
[2] “La exposición atlántica”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/la-exposicion-atlantica.html
[3] “Las otras transversalidades”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html
[4] “La conexión atlántica”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/05/la-conexion-atlantica.html
[5] “La `patente´ del descubrimiento colombino”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-patente-del-descubrimiento-colombino.html
[10] Pérez, Joseph (2009). Breve historia de la Inquisición en España. Grupo Planeta (GBS).
[11] Kamen, Henry: La Inquisición española: una revisión histórica. Barcelona: Crítica, 1999.

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