La Península Ibérica en 1150
La semana pasada les mostré la tesis de Américo Castro de que los cluniacenses fueron los “ingenieros sociales” que diseñaron, en el siglo XI, el modelo de relaciones que la Península Ibérica mantendría, desde entonces, con el resto de la cristiandad o, lo que es lo mismo, con el resto de Europa.
También les hablé de la fuerte penetración de la nobleza borgoñona en los reinos occidentales peninsulares, a finales del siglo XI y principios del XII, de la mano de los monjes cluniacenses y de que, valiéndose de la excepcional coyuntura histórica en la que la citada penetración se produjo, pudieron protagonizar, en muy pocos años, un verdadero golpe de estado político, tanto en el reino castellano-leonés como en Portugal (país que obtiene su independencia gracias al fuerte liderazgo que ejerce sobre él la recién llegada nobleza borgoñona que formaba parte del séquito de Enrique, el consorte de la Princesa Teresa).
Esa toma del poder de los borgoñones-cluniacenses y de sus aliados en el país, en los reinos occidentales ibéricos -que también comparé con el proceso histórico que permitió, en Inglaterra, alcanzarlo a los normandos- no fue un episodio meramente local, sino que estuvo teledirigido desde Roma y precisamente por ello pudo alcanzar buena parte de sus objetivos, algo que hubiera sido inimaginable en cualquier otro contexto. Hay gran cantidad de anécdotas y episodios que lo prueban de manera fehaciente.
El puesto de “Cardenal Primado de España” fue creado por el Papa para coordinar esa penetración católico-romana-cluniacense-borgoñona y entregado al más furibundo defensor de la causa –Bernardo de Salvitat-, un personaje al que el calificativo de “integrista” le cuadra perfectamente. No hay más que comprobar quienes fueron, desde su llegada, blanco de sus iras: los musulmanes, por supuesto, pero aún más los mozárabes (cristianos en tierra árabe y, por extensión, ellos mismos o sus descendientes en los momentos posteriores a la conquista debido a que, obviamente, ni sus ritos, ni sus costumbres, vestimentas o, incluso, su lengua eran las mismas que las de los cristianos del norte). Para este señor los cristianos no sólo tenían que serlo, sino también parecerlo. Por eso en cuanto apareció por la zona de Toledo (donde en ese momento los norteños eran claramente minoritarios, ya que la ciudad se conquistó a los musulmanes en 1085) envenenó el ambiente de tal manera que consiguió que llegaran a producirse enfrentamientos armados entre castellanos y mozárabes a cuenta del rito romano versus toledano y de otros asuntos más superficiales todavía.
Pero probablemente a la persona que más odiaba era a Sisnando Davídiz, que no sólo era mozárabe, culto, noble y dominaba la lengua árabe sino que, además, tenía la confianza plena del rey Alfonso VI y lideraba, en el reino castellano-leonés, el ala más dialogante con los musulmanes. Simplificando bastante la situación podemos decir que Salvitat era la cabeza visible de los “halcones”, mientras que Davídiz lo era de “las palomas”. Alfonso VI, que se autodenominaba “rey de las dos religiones”, consideraba que este último era una pieza fundamental en el proceso de integración de las poblaciones andalusíes en el reino castellano-leonés y, en consecuencia, lo nombró gobernador de Toledo cuando esta ciudad cayó en manos castellanas, considerando que este nombramiento era la mejor garantía para el cumplimiento estricto de las condiciones de rendición pactadas con los musulmanes cuando entregaron la plaza. Durante el año escaso que Davídiz la administró hubo un escrupuloso respeto a la libertad de cultos en la ciudad del Tajo, algo que, para Salvitat, era inadmisible aunque el rey hubiera empeñado en ello su palabra.
La hora de los halcones llegó tras la batalla de Sagrajas. El comportamiento de Alfonso VI dará un giro de 180 grados a partir de ese momento y la prioridad dejó de ser integrar a los andalusíes para emplearse a fondo en un proceso de acumulación de fuerzas con objeto de intentar contener a los norteafricanos. Ese fue el momento de los borgoñones. A partir de entonces comienza un proceso sistemático de ocupación del poder, tanto espiritual como temporal que, aunque catapultara a la nobleza de ese origen hasta las más altas esferas del reino castellano-leonés estaba sostenido, en realidad, desde el ámbito eclesiástico cluniacense, el único que fue capaz, en la turbulenta España de esa época, de mantener la cabeza fría y una estrategia inalterable. Su plan de acción se centró en reforzar el protagonismo del yerno real –Raimundo de Borgoña- como segundo de a bordo en el reino castellano, en previsión de que algún día se convirtiera en el consorte de la futura reina Urraca. El nacimiento de un heredero varón en 1093 –Sancho Alfónsez, fallecido en combate en la batalla de Uclés (1108)-, enfrió un poco sus expectativas, lo que no le impidió ser, mientras vivió, la cabeza visible del “partido borgoñón”, que continuó acumulando poder convirtiendo a Santiago de Compostela –sede del feudo de Raimundo y Urraca- y a Oporto –capital del de Enrique y Teresa- en dos verdaderas cortes, en las que había más lujo y riquezas que en Burgos, León o Toledo. La muerte del propio Raimundo en 1107 desbarató los planes del papado de convertir Castilla en un satélite de la Santa Sede. Durante sus últimos meses de vida, en un destello de lucidez, el rey Alfonso, barruntando la tormenta que se avecinaba, indujo a su hija Urraca –la viuda de Raimundo, convertida de nuevo en heredera tras la muerte de su hermano- a casarse con el rey de Aragón Alfonso I el Batallador. Esa decisión rompió la estrategia borgoñona al colocar a la cabeza de Castilla a un rey netamente español, popular y guerrero.
Tras la muerte de Alfonso VI la Iglesia apostó por romper el reino en cuatro trozos diferentes. El arzobispo de Toledo –el ya citado Bernardo de Salvitat- consiguió que el Papa anulara el matrimonio entre Urraca y Alfonso y, como a pesar de ello la pareja seguía sin romperse, se les amenazó con la excomunión si no se separaban de hecho y después se encargaron de que esa separación conyugal se convirtiera también en separación política, obligando a Alfonso a volver a Aragón. Es significativo el hecho de que la mayoría de los concejos de la frontera (los ayuntamientos de la línea del frente con los dominios almorávides) se mantuvieron leales al Batallador a pesar de ser, sobre el papel, un rey aragonés (formalmente extranjero en Castilla, por tanto). Para los guerreros castellanos los únicos extranjeros que había en su reino eran los borgoñones, no los aragoneses.
Al final el asunto acabó en enfrentamiento armado (con los almorávides enfrente, lo que era un verdadero suicidio). Pero el asunto no se quedó ahí, vean lo que estaba pasando en Galicia:
“Entre los contrarios a este enlace matrimonial [el de Urraca con Alfonso] se destacaron los nobles gallegos, debido a la pérdida del entonces infante de cinco años Alfonso Raimúndez de los derechos al trono del Reino de León y Castilla tras el pacto matrimonial firmado entre Urraca y Alfonso I de Aragón, que estipulaba que los derechos de sucesión pasarían al hijo que pudieran tener. La nobleza gallega encabezada por el obispo de Santiago de Compostela, Diego Gelmírez, y el tutor del infante, Pedro Froilaz, el conde de Traba, se rebelarán y el ayo del joven príncipe proclama a Alfonso Raimúndez con siete años de edad «rey de Galicia» el 17 de septiembre de 1111.” (Wikipedia: Alfonso VII de León).
El hijo de Urraca y de Raimundo de Borgoña fue… ¡¡secuestrado!! por el arzobispo de Santiago (con 7 años) y el núcleo duro de la nobleza gallega, con la sana intención de “defender” los intereses del niño ¡contra su madre! Y se levantan en armas “obedeciendo” las órdenes de un “rey” de 7 años cuyo trono “peligraba”. Y la rebelión no se detuvo cuando Urraca y Alfonso se separaron (garantizando así la sucesión de Alfonso Raimúndez), sino que siguieron sosteniéndolo ya como simple rey de Galicia.
Eso era en Galicia, pero en Portugal:
“Alfonso [se trata de Alfonso I Enríquez, primer rey de Portugal, nacido en 1109] era hijo de Enrique de Borgoña, conde de Portugal y de la infanta Teresa de León (hija bastarda de Alfonso VI de León). […] En 1112, con apenas tres años de edad, Alfonso quedaba huérfano de padre y heredaba el condado, mientras que su madre tomaba las riendas del gobierno en minoría de su hijo. Ya en 1120 Alfonso había tomado una posición política opuesta a la de su madre (que apoyaba al partido de los Trabas), bajo la dirección del arzobispo de Braga. Cuando el arzobispo fue forzado a emigrar, se llevó consigo al infante quien, en 1122, fue armado caballero en Tuy.” (Wikipedia: Alfonso I de Portugal).
La misma historia. Con 11 años (bajo la protección del arzobispo de Braga) se enfrenta con su madre y huye con su querido obispo a Galicia, donde es armado caballero ¡con 13 años!
Si esto no es romper un país, díganme entonces que es. Como comprenderán es muy difícil creer que los tres obispos (los de Toledo, Santiago y Braga), actuando simultáneamente con la misma intención manifiesta, no contaban con el visto bueno del Papa.
Y el Papa ordenó romper en cuatro el reino de Castilla. Cuatro ejércitos diferentes peleando entre sí en plena ofensiva almorávide (eso sí que era patriotismo). Tres de aquellos trozos –después- se volverían a unir. El cuarto se llama Portugal.
Y el Partido Borgoñón tomó el poder en Portugal –con Alfonso I Enríquez- y, unos años más tarde, también en Castilla –con Alfonso VII Raimúndez-.
¿Se acuerdan de cuando Santiago era La Meca cristiana y los españoles medio arrianos? ¿Recuerdan cuando el obispo de Santiago se autoproclamaba “pontífice de todo el orbe”? Tres siglos separan esa época de la de la España borgoñona.
Desde entonces fuimos católicos, apostólicos y romanos y nuestras clases dirigentes continuaron profundizando el proceso de “domesticación de la fiera” del que hablamos en el anterior artículo. La cúpula dirigente se dedicó, a partir de ese momento, a “normalizar” el país. “Normalizar” significa ajustarse a la norma. La norma, en el siglo XII, era el feudalismo, la obediencia a los señores feudales, de estos a su rey y de los reyes al Papa. Como los españoles eran muy “peculiares” y, además, muy guerreros y testarudos había que empezar un proceso largo y suave de “mentalización” (nada de brusquedades que pudieran echarlo todo a perder) para enseñarle lo que significaba ser cristiano en la Europa del siglo XII. Y ser cristiano significaba obedecer sin rechistar todo lo que viniera de Roma y, por generalización, de más allá de los Pirineos, aunque eso significara comulgar con ruedas de molino. Entonces empezaron a explicarnos que en España éramos poco menos que unos bárbaros, que teníamos mucho que aprender de la refinada Europa ultra-pirenaica (en eso coincidían con los musulmanes. Había una rara unanimidad en lo de nuestra barbarie. En realidad todo el que se niega a obedecer al poder establecido tiene siempre algo de bárbaro).
Pero “domesticar” a los españoles no iba a ser tan fácil como parecía. Una cosa es “convencer” a las clases dirigentes, que son un puñado de individuos y que, además, están muy jerarquizados y otra muy diferente hacerlo con el “subcontinente” ibérico[1], máxime cuando España estaba en la línea del frente más extenso, consistente e implacable que había en el mundo de su época.
Y los bárbaros españoles contagiaron su barbarie al resto de Europa. Ya vimos la semana pasada como los cruzados entraban en Jerusalén 13 años después de la batalla de Sagrajas. También dijimos que si no hubiera habido almorávides tampoco hubiera habido cruzadas. Es cierto que el papado se empleó a fondo para someter a su autoridad a los guerreros ibéricos, pero también que, como dije el otro día, si quieres liderar un mundo de guerreros tienes que ser uno de ellos. El Papa, que tenía ya un historial de enfrentamientos con los poderes temporales del resto de Europa, termina de ver, en España, cual es el camino a seguir: La Guerra Santa contra los infieles. Pero en realidad esa debiera ser la lógica interna de sus enemigos, no la suya. Al entrar en ese juego se mete en un campo minado en el que, más tarde o más temprano, acabará perdiéndolo todo. Es una lógica guerrera, no religiosa. Desde luego nada evangélica. El discurso de la Guerra Santa no puede ser sostenido, indefinidamente, por alguien que legitima su autoridad en base a las enseñanzas de Cristo. Meter en cintura a los españoles de los siglos XI y XII era como lanzar un boomerang, porque el espíritu guerrero de este pueblo era, simplemente, una necesidad de supervivencia y no podían renunciar a él sin poner ésta en peligro.
Para los ibéricos lo esencial era su independencia, su supervivencia como pueblo. Lo adjetivo era su fe religiosa. El cristianismo para ellos era, simplemente, un marcador de etnicidad frente a sus enemigos; lo que determinaba en que bando había uno quedado en aquella guerra interminable.
Para el Papa lo esencial debía ser lo religioso y la guerra algo meramente coyuntural e impuesto, derivado de los belicosos tiempos que se estaban viviendo. Pero la Guerra Santa era un salto cualitativo que desnaturalizaba su esencia cristiana. Al ponerse el Papa al frente de los guerreros estaba, de manera implícita, reconociendo la falsedad de su mensaje y poniendo en marcha un mecanismo de relojería que terminaría volviéndose contra él. Cuando convocó a todos los guerreros para la cruzada empezó la cuenta atrás para el inicio de la reforma luterana. Esa fue la venganza de los españoles. Ese fue el boomerang español. Cuando (algunos siglos después) la Reforma Protestante tuvo lugar, sólo podían salvar al Papa aquellos bárbaros a los él que quiso domar, y sobrevivirá convertido en rehén ideológico de aquellos pueblos fronterizos que eran formalmente cristianos pero tenían una lógica interna musulmana. Los híbridos de la frontera. Pero de esa historia hablaremos otro día.
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