Dicen que la verdadera distancia es el tiempo. Si miramos un mapa y observamos la Península Ibérica veremos que es un territorio de dimensiones medianas, con una superficie comparable a la de Francia. Si hoy pretendemos cruzar el país de sur a norte tardaremos aproximadamente lo mismo que en el país galo. Pero en el caso francés, como en el de la mayor parte de los países europeos, las carreteras y vías férreas se han construido sobre un territorio relativamente llano y no han presentado una dificultad técnica especial. En el caso español, en cambio, como en Suiza o en Italia, ha habido que perforar cordilleras, construir viaductos y salvar gran cantidad de obstáculos naturales impuestos por el relieve del país.
Si retrocedemos mentalmente mil años y nos situamos en la Alta Edad Media deberemos reconocer que el relieve debía resultar entonces un factor determinante a la hora de desarrollar cualquier tipo de actividad económica. España es el segundo país más montañoso del continente europeo, sólo superado por Suiza. Su territorio alberga media docena de cordilleras diferentes con varias decenas de picos, repartidos por todo el país, que superan los 2.000 metros de altitud, levantando verdaderas murallas naturales entre las zonas interiores que aíslan regiones claramente delimitadas. Casi la mitad de la extensión peninsular está constituida por la Meseta Central, que se alza como un imponente macizo con una superficie comparable a la de Gran Bretaña y una altitud media de más de 600 metros sobre el nivel del mar.
En resumen, un país de dimensiones medianas, con una gran cantidad de barreras interiores que obstaculizan la comunicación y compartimentan el territorio, con una elevada altitud media y una gran diversidad regional desde cualquier punto de vista: geológico, climatológico, económico y, por supuesto, histórico y cultural.
Desde el punto de vista subjetivo de un hombre medieval este espacio debía parecer inmenso y plagado de peligros. Era un país de países, un pequeño continente, un lugar donde coexistían fértiles valles con auténticos desiertos, praderas atlánticas, extensas sierras y amplias estepas, todo ello bajo un sol de justicia, que hacía vivir a sus hombres siempre pendientes del cielo, implorando el agua cuya presencia marca la diferencia entre la vida y la muerte, la prosperidad y la miseria.
Imagínese a un arriero intentando transportar, en pleno invierno, allá por el siglo XI o XII, con sus mulas, una carga voluminosa desde Madrid hasta Segovia, cruzando puertos de montaña de 1.500 metros de altitud cubiertos por la nieve –para poder salvar el Sistema Central- y compárenlo con otro colega que intentara hacer lo mismo entre París y Marsella. El segundo lo tenía mucho más fácil, porque podía usar, además, hasta carros, algo impensable para el de la meseta, y es probable que llegara, incluso, antes que él a su destino y, desde luego, con un coste económico y humano mucho menor, a pesar de que la distancia -medida en términos espaciales- multiplicaba por diez a la que tenía que cubrir el primero.
Póngase en la piel de ese arriero español e intente imaginar la percepción que tenía del mundo que le circundaba: plagado de peligros, árido, implacable, “inmenso”, a pesar de que esa distancia hoy pueda hacernos esbozar una sonrisa ya que se hace, en tren, en 27 minutos. Claro que ese tren recorre un buen tramo de ella por las entrañas de la tierra, al abrigo de los elementos que hace mil años ponían en peligro la vida y a prueba el temple de los viajeros que se atrevían a recorrerla. Sume a los desafíos que el medio imponía los que los hombres añadían, ya que hasta mediados del siglo XIII siempre existía el peligro de sucumbir ante las razias de la caballería ligera musulmana, que llegaba hasta la línea de cumbres de la citada cordillera. Y el arriero que pretendía vender aceite en Segovia podía acabar, convertido él en mercancía, en los mercados de esclavos de Túnez, de Trípoli o de El Cairo.
Los "países ibéricos" han impuesto históricamente a los hombres que pusieron el pie en su suelo ritmos y tiempos continentales. Los invasores que -engañados por los mapas- esperaban una conquista rápida del territorio, han terminado siempre "empantanados" en él, culminando sus aventuras en grandes fracasos. Les pasó a los árabes, y también a Napoleón, que encontró en España otra Rusia. Los únicos conquistadores que completaron con éxito su aventura ibérica fueron los romanos, tal vez porque ellos sí asumieron desde el principio el ritmo que el país imponía; se lo tomaron con calma, desplegaron sus legiones por fases y establecieron sólidas alianzas con sectores importantes de la población autóctona para poder combatir con eficacia a los que resistían.
En el 218 a.C. pusieron por primera vez los romanos su pie en Hispania, a comienzos de la II Guerra Púnica, en pleno período republicano. En ese momento sus dominios se circunscribían exclusivamente a la península italiana y las grandes islas que la circundan (Córcega, Cerdeña y Sicilia). Las anexiones que efectuaron en esos momentos en el solar ibérico eran las primeras que llevaban a cabo lejos de su patria. En el 19 a.C. dieron por definitivamente conquistado el suelo peninsular, cuando concluyeron las guerras contra los astures y los cántabros, a principios del Imperio. En ese momento Roma había alcanzado prácticamente ya sus límites definitivos. En los doscientos años que transcurrieron entre ambas fechas le dio tiempo a este pueblo a forjar un imperio de dimensiones continentales, el mismo tiempo que necesitó para someter al "continente" ibérico.
Hoy nuestra vida es radicalmente diferente a la de nuestros antepasados de hace mil años. Pero guardamos en nuestro subconsciente todo el bagaje histórico acumulado a lo largo de los siglos. El fuerte temperamento del hombre ibérico y su actitud estoica ante el infortunio son las propias de un pueblo recio, forjado en la adversidad. Un pueblo que ha crecido en la frontera entre dos mundos. Mimetizado con su árida tierra, defendiéndose siempre de todo tipo de agresiones, tanto naturales como artificiales. Hemos sido atacados, colonizados o sometidos por fenicios, griegos, cartagineses, romanos, vándalos, alanos, suevos, visigodos, bizantinos, árabes, almorávides, almohades, benimerines, turcos, franceses… y aquí estamos, todavía resistimos. Todos esos invasores o colonizadores pasaron y nosotros no sólo sobrevivimos sino que, por el camino, hemos ido forjando nuestra identidad "fieramente existiendo, ciegamente afirmando, como un pulso que golpea las tinieblas"[1].
La Península Ibérica es un territorio que presenta una gran profundidad estratégica. Muy superior a la que le corresponde en función de su población o de su superficie. Como dije más arriba es un país de países, con una gran variedad de “ecosistemas”, tanto biológicos como culturales, que otorgan al conjunto una gran “resiliencia”[2]. Es un pueblo “correoso”[3], resistente. Hasta tal punto es así que el estado más poderoso de la Península en la Baja Edad Media, el reino de Castilla es, etimológicamente, el país de los Castillos, que es como decir el país de la resistencia. Intentar someter, sin su consentimiento, a los pueblos peninsulares ha terminado generando situaciones infernales para los aspirantes a dominadores, culminando la lucha, con frecuencia, con un fuerte contraataque desencadenado por aquellos a los que se pretendía someter. Varias veces, a lo largo de nuestra historia, un intento de invasión foránea se ha terminado convirtiendo en el catalizador de un nuevo proyecto nacional, uniendo contra el invasor a grupos que previamente actuaban dispersos o que, incluso, combatían entre sí.
Si un viajero se entretuviera paseando por la ancha geografía española, recreando los itinerarios más transitados de nuestra historia, no dejaría de escuchar, por todas partes, nombres con resonancias militares: Madrid (“castillo famoso que al rey moro alivia el miedo”), León (La “Legio VII Gemina” de los romanos, es decir, el campamento de la VII legión, puesto avanzado contra los astures, Soria (“Barbacana hacia Aragón, en castellana tierra”, "Gentes del alto llano numantino / que a Dios guardáis como cristianas viejas”[4]), Sepúlveda, Medinaceli, Calatrava, Covadonga, Roncesvalles, Vitoria, Sagunto, Almansa, Bailén…. Nombres que evocan los millares de frentes de lucha que se han abierto por todo el país a lo largo de su historia y que nos recuerdan, a cada paso, nuestra sangrienta historia. Y no son sólo los topónimos de las ciudades, de los castillos, de los montes, de los desfiladeros… Son regiones enteras, algunas más grandes que países europeos, como Castilla (ya citada) o Extremadura (tierra fronteriza, entendiendo la palabra “frontera” con su significado medieval: Una amplia región en disputa, durante generaciones, entre dos ejércitos). ¿Desde donde partió Colón en su primer viaje descubridor? Desde Palos de la Frontera. La palabra “Frontera” es omnipresente en el sur peninsular (Morón de la Frontera, Jerez de la Frontera, Conil de la Frontera, Aguilar de la Frontera, Cortes de la Frontera…) Hay otras comarcas, como los Campos de Calatrava, que nos evocan a la orden de los caballeros de Calatrava, los “templarios” castellanos. No sé si ha quedado adecuadamente reflejado, en este párrafo, cual es el sustrato que sostiene nuestra identidad colectiva.
A estas alturas es posible que el lector se encuentre un poco desconcertado: La semana pasada decíamos que Europa era, simplemente, una región de Asia. Y hoy afirmamos que la Península Ibérica es un subcontinente. ¿En qué quedamos? ¿Cómo hablamos de una cuasi continentalidad en el caso ibérico y la negamos en el europeo?
La semana pasada hablábamos de realidades objetivas, geográficas. Hoy hablamos de realidades subjetivas, históricas. Obviamente hay una realidad histórica y subjetiva europea, que ya reconocí en el artículo anterior de manera implícita, lo que pasa es que habría que ponerla en pie de igualdad con una realidad equivalente árabe, hindú o china, no asiática. Los españoles compartimos con nuestros vecinos europeos una gran cantidad de valores, pero también hay otros muchos que nos diferencian de una parte importante de ellos (otro día hablaremos de esto).
¿Quién firmó la declaración de guerra contra los ejércitos de Napoleón Bonaparte en 1808? El alcalde de Móstoles. Un pequeño pueblo de la periferia de Madrid. No fue ni el rey de España, ni ningún general del ejército. Esos se habían cambiado de bando. Los que colaboraron con los invasores tuvieron que marchar al exilio 6 años después, incluso los que ostentaban una autoridad legítima anterior a la invasión. Su colaboracionismo los deslegitimó.
El pueblo en armas fue capaz de desplegar durante esos largos seis años uno de los tipos de guerra más sorprendente y más implacable que los hombres de su tiempo habían visto nunca: La guerra de guerrillas. Y fueron esas guerrillas populares las que derrotaron al ejército más poderoso del mundo de su época.
La profundidad estratégica de
la Península Ibérica, que no es más que la consecuencia de su diversidad geográfica
y ecológica y de su agreste orografía es lo que nos permite afirmar que,
subjetivamente hablando, este espacio geográfico se ha venido comportando históricamente
como un verdadero “subcontinente”.
[2] En psicología, el término resiliencia se refiere a la capacidad de los sujetos para sobreponerse a períodos de dolor emocional y traumas. Cuando un sujeto o grupo (animal o humano) es capaz de hacerlo, se dice que tiene una resiliencia adecuada, y puede sobreponerse a contratiempos o incluso resultar fortalecido por los mismos. Actualmente la resiliencia es considerada como una forma de psicología positiva no encuadrándose dentro de la psicología tradicional.
El concepto de resiliencia se corresponde aproximadamente con el término «entereza» (Wikipedia: Resiliencia (Psicología)).
[3] Correoso: Que fácilmente se doblega y extiende sin romperse. Dicho de una persona: Que en trabajos, deportes, quehaceres, etc., dispone de mucha resistencia física. (Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.
[4] “Numantino” es el gentilicio de los antiguos habitantes de la ciudad ibérica de Numancia. “Numancia”, para un español, significa exactamente lo mismo que “Masada”, para un hebreo.
Totalmente de acuerdo con la explicación de la palabra Resiliencia. Yo no tenía ni idea de que afortunadamente soy una de esas personas que se sobrepone a los peores momentos que la vida te acarrea. Lo que no tengo claro, es si esa entereza llamada Resiliencia, la traemos en los genes o es aprendida después.
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