domingo, 26 de febrero de 2012

La dualidad esencial de la sociedad española

El alcalde de Zalamea. Relieve en bronce, detalle del monumento a Calderón de Madrid (Juan Figueras y Vila, 1878).

En los dos últimos artículos hemos descrito el proceso histórico que permitió al complejo católico-romano-cluniacense-borgoñón alcanzar el poder en los dos grandes reinos occidentales de la Península Ibérica. A partir de ese momento comienza a producirse, en el plano estratégico, un cambio de paradigma que se concretará en una nueva dinámica histórica surgida en el seno de las aristocracias ibéricas y cuyos elementos más visibles son la voluntad de importar el modelo de relaciones sociales feudales y el reforzamiento de la alianza con la Iglesia romana. Desde el punto de vista nobiliario, la Península pasó a integrarse en la ecúmene europea. El hecho de que, de manera reiterada, los acontecimientos desmintieran ese supuesto se tornó en un acicate que convirtió la europeidad en una especie de militancia que, con frecuencia, tan sólo pretendía ocultar a los ojos de sus colegas ultra pirenaicos lo que entendían que era sencillamente inadmisible.

Pero las nuevas convicciones europeas y romanas de la aristocracia española se toparon con la dura realidad. Y es que la Península Ibérica era el mundo de la frontera, un particular ecosistema –único en el contexto europeo- en el que no era fácil introducir cambios significativos sin debilitar el frente anti-islamista. La implicación de las clases populares en la lucha contra los musulmanes era capital para la supervivencia del sistema, y este hecho alteraba, de manera radical, el modelo de relaciones que mantenían los diferentes estratos de la población hispana. La palabra “vasallo”, en boca de un castellano, tenía un significado implícito radicalmente diferente a la que tenía en la de un borgoñón. Y es que Castilla no era, obviamente, Borgoña.

Diversos historiadores vienen llamando la atención desde hace tiempo acerca de una diferencia fundamental entre las sociedades de los reinos cristianos del norte de la Península Ibérica y sus contemporáneas de más allá de los Pirineos: los campesinos, aquí, están militarizados, es decir, son capaces de empuñar una espada para defenderse en caso de necesidad, algo imprescindible en una sociedad que se encuentra situada en el límite de un frente que es estructural, que separa a dos civilizaciones antagónicas y que duró nada menos que 800 años.

Esa implicación de los campesinos en la guerra alteraba todas las relaciones sociales y los convertía en una continua fábrica de hidalgos y de caballeros, algo impensable en Alemania o en Francia, por ejemplo. Esas eran las bases materiales del mundo de la frontera.

Que la antigua Hispania es un territorio singular es algo evidente incluso hasta para los extraterrestres. El astrónomo marciano que les presenté en el artículo El occidente de Asia se ha inventado un nombre para referirse a la Península (un accidente geográfico claramente perceptible desde su planeta) y, en cambio, no lo ha hecho para referirse a otros países europeos que sabemos que poseen una fuerte personalidad pero que no están geográficamente singularizados. Por otra parte, la particular orografía de este país, así como su climatología, imprimen carácter. En el centro de una península que tiene unos 600.000 Km2 se alza una gran meseta, que acapara la mitad de esa superficie. Ésta se encuentra protegida por tres cordilleras que la flanquean por el norte, por el este y por el sur. En cambio, está abierta hacia el oeste (Es decir, hacia el Atlántico. Un océano que, hasta 1492, era el Fin de la tierra). Esas cordilleras convierten a la Meseta Central en una inmensa y compacta fortaleza, un enorme castillo. Así que Castilla no sólo es el país de los castillos. Es, además, una fortaleza gigante, algo que, de alguna manera, prefigura su función.

También la “Reconquista” estaba, en cierto modo, prefigurada antes de que sucediera. Los musulmanes lanzaron una ofensiva general, durante los siglos VII y VIII, hacia el oeste que se detuvo en el límite de las tierras secas europeas. Su penetración careció de profundidad en cuanto alcanzaron las verdes praderas cantábricas o francesas. Y es que el Islam es una religión fuertemente adaptada a los ecosistemas áridos del norte de África y del suroeste asiático. Esa es su gran fuerza pero, también, su gran debilidad.

Los pueblos de la Meseta Central española, al quedar situados en el borde noroccidental de esa inmensa área y al tener unos límites tan marcados y tan defendibles estaban prácticamente llamados a construir un espacio político propio y diferenciado, tanto de los países húmedos del norte como de los áridos del sur. Sus señas de identidad vendrían marcadas por sus tradiciones previas -Si los agresores eran musulmanes y su tradición anterior era cristiana la resistencia tenía que articularse en torno al cristianismo nacional- y sus tácticas de guerra serían la más eficientes dentro de su peculiar ecosistema –Se “encastillaban” cuando el enemigo atacaba y después lanzaban sus contraataques en cuanto éste daba signos de debilidad. Durante los reflujos africanos –que solían coincidir con crisis sucesorias- los ibéricos protagonizaban espectaculares avances que luego consolidaban con una amplia línea de fortificaciones y repoblaban con una masa de colonos procedentes del norte y con minorías mozárabes procedentes del mismo territorio islamista.

Los musulmanes, que a partir del siglo XI ya solo procedían del inmenso mar de arena que constituye el noroeste africano, atacaban por oleadas. Imagínese el lector una tempestad batiendo una costa que, detrás de la playa, presenta una potente línea rocosa. El oleaje alcanza las rocas en cada embestida, pero después se repliega. Esta imagen puede ser una adecuada representación de la manera en que los islamistas asaltaron la Península Ibérica en la Era de las invasiones africanas.

Lo que es evidente para un extraterrestre –o para cualquier viajero extranjero- nunca lo fue para las clases dominantes ibéricas, que han hecho gala en este asunto –históricamente- de una contumacia digna de mejor causa. Siempre se negaron a aceptar lo que sus sentidos le estaban mostrando. Como Don Quijote, no podían aceptar que los vulgares molinos de viento que sus ojos estaban contemplando fueran simplemente eso y se han inventado mil historias para adornar una realidad que les parecía demasiado prosaica. El problema es que la estructura la sociedad española medieval no era feudal en sentido estricto, pero la ideología que llegaba del Continente desde la Iglesia a través de los monjes cluniacenses sí lo era, y desde entonces hubo una incongruencia fundamental entre la realidad y la imagen mental que los hombres se habían hecho de ella.

Los seis millones de habitantes que la Península tenía –aproximadamente- en la Edad Media, atrapados en el choque de dos universos culturales antagónicos que se libró en su suelo durante casi un milenio, no constituían una masa crítica suficiente como para elaborar una cosmovisión propia que pudieran ofrecer al resto del mundo, pero sí la tenían para resistir, para encastillarse en espera de tiempos mejores. De esta manera desarrollaron una actitud mental muy pragmática, enfocada directamente hacia la acción, lo inmediato, lo esencial para la supervivencia y dieron por supuesto que las cosmovisiones tenían que venir de fuera, de los pueblos de la retaguardia que eran los que estaban estructuralmente llamados a desarrollarlas.

Pero esa lógica de funcionamiento escondía su trampa: el hombre de acción que da por buenas las explicaciones del mundo que otros individuos -no directamente implicados en su lucha concreta- le están dando, en el fondo no cree en ellas, las toma simplemente como verdades provisionales porque no tiene tiempo para ocuparse de ese asunto, pero sabe que algún día tendrá que hacerlo, el día que llegue la paz y la prosperidad y pueda analizar su realidad concreta y su propia historia desde una distancia mental que en el fragor de la lucha no puede tener.

Los españoles necesitaban un ideario formal mucho más elaborado de lo que ellos habían sido capaces de desarrollar hasta el siglo XI. En ese momento aparecen en la Península unos verdaderos especialistas: los cluniacenses, y deciden importar las soluciones que estos les presentan y que adaptan convenientemente a las condiciones locales. Es la división internacional del trabajo: los de la vanguardia pelean y los de la retaguardia piensan y organizan. El problema es que España no era Borgoña y por más que los borgoñones se adaptaran a las condiciones del país no dejaban de ser lo que eran y su pensamiento no podía sacudirse las categorías intelectuales que habían ido desarrollando durante siglos para sumergirse en el universo mental español.

La presencia de los borgoñones en España cambió, de manera permanente, la posición estructural de la Península Ibérica dentro del contexto sociológico de los pueblos europeos. Como ya dijimos, los cluniacenses articularon las relaciones entre ambos mundos y crearon fuertes vínculos de clase entre las aristocracias de los dos lados de los Pirineos. Esos lazos, que al principio eran familiares, se complementaron con los organizativos e ideológicos que se amarraron a través de la estructura interna de la Iglesia Católica, de tal manera que, desde Roma, empezó a ejercerse una vigilancia sobre los sucesos que acaecían por estas merindades mucho más estrecha de la que hasta entonces había tenido lugar y su influencia llegó a ser muy fuerte. En cierto modo España pasó a estar teledirigida desde Roma. Las consecuencias estratégicas fueron varias:

La primera fue que la unificación de los reinos cristianos peninsulares se retrasó cuatrocientos años, lo que debilitó, poderosamente, el frente anti-musulmán.

La segunda que una facción de la aristocracia peninsular se auto-asignó la misión histórica de cristianizar-civilizar-europeizar a éste bárbaro país, cuyas clases populares no acababan de captar la superioridad ética de la gran civilización occidental frente a las toscas costumbres ibéricas.

La tercera que, paradójicamente, al debilitarse el frente de lucha contra los musulmanes se ralentizó el proceso histórico que conocemos como “Reconquista”, lo que terminó teniendo un efecto boomerang. Nos explicamos: al alargarse la lucha, también se alargó en el tiempo la fase histórica asociada con ella y las bases sociológicas sobre las que se asentaba. La implicación de las clases populares en la guerra siguió siendo imprescindible, lo que las mantuvo movilizadas durante varios siglos más, alejándolas así de los modelos de relación feudales que imperaban en el continente. En definitiva, si los españoles hubieran desarrollado una secuencia histórica más autónoma es bastante probable que el frente de lucha peninsular se hubiera cerrado en el siglo XII, dejando a sus habitantes en retaguardia. Los campesinos, como consecuencia, se habrían ido paulatinamente desmovilizando, lo que hubiera permitido a la aristocracia reforzar su posición y liderar un proceso evolutivo más ajustado a los patrones europeos.

La cuarta consecuencia fue que, por todo lo que hemos visto hasta aquí, se produjo un creciente divorcio mental entre aristocracia y pueblo que iba más allá de lo que se da por supuesto en el seno de una sociedad clasista. La divergencia era de concepción del mundo. Por una parte los aristócratas interiorizan el discurso feudalizante que viene desde el continente e intentan adaptar la realidad a sus proyectos, sin conseguirlo nunca de manera satisfactoria, dada la peculiar estructura de la sociedad española; lo que se percibe como una anomalía nacional a la que hay que hacer frente. Por el otro, las clases populares asumen, de manera formal, los discursos que escuchan desde los púlpitos o a los prohombres del lugar, pero no acaban de comprender qué significado real pueden llegar a tener estos en su vida cotidiana. Cuando se sienten atacados se defienden y son capaces de percibir la utilización interesada de los conceptos feudalizantes citados a los que aprenden pronto a combatir de manera no frontal pero bastante eficiente. Es una “guerra de guerrillas” conceptual que desespera a los europeístas locales y que pasa desapercibida a los extranjeros. Este sordo enfrentamiento entre las dos españas, se enquistó y terminó convirtiéndose en algo endémico y característico de la peculiar formación económico-social ibérica bajomedieval.

Cuando una sociedad se polariza y los enfrentamientos, dentro de ella, van subiendo de tono. Cuando, además, el grado de violencia que podía llegar a darse entre los dos adversarios fundamentales no podía superar un determinado umbral –ya que ponía en peligro la seguridad de todos- la adrenalina había que descargarla sobre terceras partes cuyo debilitamiento estructural no incrementara el riesgo colectivo. Así se fueron convirtiendo, de manera paulatina, las diferentes minorías étnicas en las víctimas propiciatorias. La posición de los judíos, mudéjares, moriscos, cristianos nuevos, etc. se fue deteriorando y terminaron convirtiéndose en los pararrayos de todas las iras colectivas. La situación de los individuos pertenecientes a estos grupos humanos nos puede servir de termómetro para medir el grado de enquistamiento de los odios de clase en el seno de la sociedad general. Si nos fijamos sólo en esta faceta de las sociedades peninsulares podemos observar como el deterioro del tejido social fue en aumento hasta mediados del siglo XVII. Desde entonces empezó lentamente a remitir.

El proceso de subordinación ideológica de lo español frente a lo europeo se produce en un momento en el que el empuje militar de los pueblos ibéricos está alcanzando niveles nunca antes vistos en la historia peninsular, cuando los cristianos empiezan a recoger la cosecha de la sólida estrategia defensiva que llevan siglos desplegando y han acumulado fuerzas suficientes como para pararle los pies a tres formidables invasiones consecutivas contra la Península Ibérica. Cuando la conciencia nacional está alcanzando niveles nunca antes vistos en la España cristiana y está movilizando a capas sociales nunca antes movilizadas y que no lo están, de hecho, en ningún otro país de nuestro entorno, ni cristiano ni musulmán. Cuando ese exitoso modelo comienza a cristalizar.

De esta manera la ideología y el sistema de relaciones feudal junto con la moral cristiana tradicional y la identificación de las élites con los modelos continentales cuaja en la cúspide de la sociedad y se constituye en el modelo oficial, explícito y superestructural que rige formalmente las relaciones entre los hombres dentro de la nueva Iberia que emerge en ese momento. Mientras, por debajo, está solidificando la verdadera estructura social. Se trata del modelo real, implícito, transparente, que ha aprendido a ocultarse o a mimetizarse para sobrevivir. Es un modelo de relaciones que no se da en ninguna otra parte del mundo, que no ha sido explicitado ni formalizado, que incluso se verbaliza con categorías mentales tomadas de los modelos oficiales pero reinterpretadas para que desempeñen una nueva función.

Está surgiendo, en definitiva, el Mundo de la Frontera. Un mundo que confunde el cristianismo con la tradición, dos elementos que no necesariamente significan lo mismo. Un mundo guerrero y militarizado aunque no le resulten ajenas la piedad cristiana ni la pobreza evangélica. Un mundo muy terrenal –tanto que no hay más que tierra estéril con la que pelearse cada día-, que a duras penas puede concebir paraísos ni realidades celestes pero al que le llegan al alma las narraciones sobre la pasión y muerte de Cristo y las tribulaciones de María al contemplar el sufrimiento de su hijo. Son historias que les resultan cercanas, que le evocan imágenes muy familiares. Este mundo subyacente es cristiano a su manera –que tiene mucho del paganismo previo de los pueblos de la tierra y no se avergüenza, ni mucho menos, por ello- y no cree que tenga que recibir lecciones de fe cristiana de nadie, ya que su implicación en la causa de la defensa de la fe es más que obvia. Una implicación mucho más militar que ideológica.

Así pues la especificidad española consiste en la existencia de un modelo de relaciones sociales propio, que no llega a ser el de la Europa Moderna pero que, en cierto modo, lo anticipa, oculto tras un ropaje feudal que opera en las mentes de los individuos como modelo explícito o formal. Este último es considerado el modelo legítimo mientras que aquel se percibe como una anomalía a superar propia de una tierra coyunturalmente fronteriza, situación que se espera superar pronto y cuando tal cosa suceda España no será sino uno más de los muchos países que conformen la Ecúmene Cristiana.

Los españoles empezaron a verse a sí mismos como una anomalía en trance de homologación a los estándares europeos convencionales, algo que no era más que un vulgar espejismo puesto que el viento de la Historia decidió soplar en la dirección contraria hacia la que empujaban los hombres y sostener durante siglos lo que estos percibían como mera coyuntura. Una coyuntura que dura medio milenio obviamente no tiene nada de coyuntural y los hombres de la frontera siguieron existiendo a pesar de que teóricamente tenían que haber dejado de hacerlo hacía ya tiempo, así que todos decidieron funcionar como si nunca hubieran existido, como si fueran un pueblo feudal más, es decir, como si vivieran en el corazón de Europa. La lucha contra el Islam desde finales del siglo XI es enmarcada por el papado en el contexto mucho más amplio de “choque de civilizaciones” que representan las cruzadas y durante 250 años -los mismos que dura la hispánica Era de las invasiones africanas- se establece, por decreto, desde la cúpula de los “poderes universales” de la cristiandad que España no es sino un frente secundario del gran choque global que están protagonizando las dos grandes religiones monoteístas en todo el arco mediterráneo.

Pero ni España era “Tierra Santa”, ni el conflicto que se libraba aquí tenía mucho que ver con el que se estaba librando allí más allá de los aspectos puramente formales. Individuos que decían ser cristianos se enfrentaban en ambos lugares con otros que decían ser musulmanes, supuestamente por motivos religiosos. Lo único que guardaban en común los dos conflictos eran los argumentos con que los justificaban en las diversas cortes europeas, empezando por la romana. Los separaba la naturaleza profunda de cada uno de ellos, la estructura social subyacente, las fuerzas que los sostenían, la Economía, la Historia y la Geografía. Simples matices desde luego para quienes estaban situados por encima de las miserias humanas, para quienes la búsqueda del sustento diario no representaba ningún problema.

“Toda realidad que se ignora prepara su venganza”, dijo Ortega y Gasset. La Europa feudal, los “poderes universales” y las propias élites dirigentes españolas estaban ignorando a la España real, un hecho que no podía dejar de tener consecuencias históricas. La dualidad fundamental entre España oficial y España real, entre modelos explícitos e implícitos se irá paulatinamente interiorizando por todos los estamentos de la sociedad y vendrá a reforzar, aun más, la fuerte tensión interior que ya caracterizaba a las sociedades ibéricas. El hombre español vivirá desde entonces dividido interiormente. Así fue como se puso “el desasosiego entre sus entrañas”[1], como algunos sectores de nuestra sociedad empezaron a ver gigantes donde tan sólo había molinos, como empezó a prepararse “el golpe temible de un corazón no resuelto”[3].

Esta división interior no debilitó a su sociedad sino que la contuvo, preparándola así para “atravesar el tiempo” como diría José Antonio Labordeta (ya ve como los poetas tienen una antena especial que les permite captar la sustancia de lo humano). No era una lucha entre individuos o entre grupos –aunque a veces tomara esa forma- sino algo más profundo, era una división íntima y esencial de la conciencia que su pueblo tenía de sí mismo y que abrió las puertas a las reflexiones metafísicas, a los “soliloquios”[4] sobre la vida y sobre la muerte, a los interrogantes acerca de nuestra misión en La Tierra. La inquietud interior del hombre ibérico lo irá templando y preparando para las nuevas pruebas que el destino le tenía reservadas. Y despistará por completo a los observadores exteriores que, ajenos al pulso interno que éste libra consigo mismo, les resulta difícil entender lo que está pasando en la Península. España se está volviendo ininteligible”[5], a veces incluso hasta para los propios españoles.


[1] Blas de Otero.
[3] Gabriel Celaya.
[4] Antonio Machado
[5] Julián Marías.

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