lunes, 14 de noviembre de 2011

Democracia y Medio Ambiente

La semana pasada expliqué como la lucha contra el cambio climático y la preservación del medio ambiente abre ante nosotros unas posibilidades inmensas de oportunidades de negocio y de generación de empleo, así como de liderazgo político[1]. Hoy me centraré en el importante papel democratizador que puede desempeñar y de cómo puede ser un potente dinamizador de las economías locales y de la autonomía política de los diversos territorios.
Hace ya más de cuarenta años que aparecieron en la prensa los primeros artículos hablándonos de la contaminación atmosférica y del negativo efecto que tenía sobre nuestra salud. Entonces –y me estoy refiriendo a los últimos años de los sesenta y los primeros de los setenta- se empezó a hablar del automóvil eléctrico –ya se veían prototipos en algunas ferias- y se supo que, tanto en Estados Unidos como en Israel, se estaba avanzando en el desarrollo de placas solares que permitirían en el futuro generar electricidad en grandes cantidades de manera no contaminante. Fue el comienzo del debate acerca de la necesidad de desarrollar la tecnología que nos permitiera avanzar en la producción de energías renovables y reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles (todavía no se sabía nada, al menos a nivel de calle, acerca del calentamiento global).
Como pueden figurarse, el desencadenamiento de la crisis del petróleo, a partir de 1973, avivó todavía más ese debate y se añadieron nuevos argumentos para justificar la necesidad de desarrollar la tecnología de las energías limpias, ahora de índole económica y geoestratégica. Estaba claro que si se avanzaba en ese campo se podría llegar a reducir bastante la factura petrolera y se fortalecería además nuestra independencia económica y, como consecuencia, también política.
Entonces la energía solar (apenas se hablaba de la eólica) todavía estaba muy verde, y no se veía como una alternativa inmediata a los combustibles fósiles, aunque sí se sentía la necesidad de seguir avanzando en ese campo. Pero en esa línea de intentar disminuir la dependencia del petróleo hubo algunas experiencias muy interesantes, como el desarrollo de motores de alcohol, que se saca de la caña de azúcar y que el gobierno brasileño viene impulsando, para los automóviles, desde 1979 (en 2009 circulaban en ese país 7,5 millones de estos vehículos). De esta manera matan varios pájaros de un solo tiro: dan salida a un importante cultivo local, impulsan la industria del país, reducen su factura energética y, con ella, su dependencia del exterior.
En los países de la OCDE, en cambio, se abrió paso la tesis de que la mejor alternativa que había a los combustibles fósiles era la energía nuclear. Los franceses impulsaron vigorosamente esa opción y arrastraron tras de sí a buena parte de sus socios europeos. También se construyeron gran cantidad de centrales en los países comunistas, en Japón y, por supuesto, en Estados Unidos. Estas instalaciones crecieron como setas en todos esos países y, como consecuencia, en algunos de ellos -con Alemania a la cabeza- apareció un potente movimiento ciudadano antinuclear (recordemos el popular eslogan “Nucleares no, gracias”, típico de los años ochenta) y el surgimiento de organizaciones como Greenpeace o los diversos partidos verdes que se extendieron por nuestro continente, algunos de los cuales llegarían a formar parte de las coaliciones gobernantes en sus respectivos países.
En los años ochenta las alternativas eran: petróleo o energía nuclear. Calentamiento global o la espada de Damocles de los posibles accidentes nucleares (recordemos el de Three Mile Island (1979) o el de Chernóbil (1986)) con sus lamentables secuelas. Incluso aunque no se produjeran tales accidentes, siempre existía el problema de los residuos generados por las centrales. Había que elegir entre la tormenta o la tempestad.
Sin embargo, la situación actual es cualitativamente distinta a la de entonces. Afortunadamente en estos últimos veinte años se ha avanzado bastante en el desarrollo de las tecnologías asociadas a la producción de energía basada en fuentes renovables, con la eólica liderando el proceso y la solar acompañándola por detrás. Además se están abriendo nuevos campos para diversificar aún más las alternativas disponibles, como la biomasa, y se investiga incluso (y España aparece bastante bien situada en este nuevo frente) en la energía mareo-motriz. Actualmente nuestro país está generando un importante porcentaje de su energía eléctrica con tecnologías no contaminantes y su cantidad aumenta cada año,
Y sin embargo, no dejan de aparecer en la prensa artículos de “expertos”, algunos de ellos de personalidades tan relevantes como Felipe González, insistiendo en la necesidad de impulsar el desarrollo de las centrales nucleares de última generación, que vendría a rescatarnos de nuestra dependencia de las energías fósiles, presentándo a la nuclear como la alternativa más seria y más viable a medio plazo para enfrentarnos con el cambio climático.
El debate, desde luego, no es inocente. Si algo hemos aprendido en los últimos años los que seguimos de manera regular la prensa escrita y nos preocupamos de contrastar -en la medida en que nos dejan- las fuentes disponibles, es que lo más volátil que hay en el mundo son las opiniones de los “expertos”, que donde ayer decían “digo” hoy dicen “Diego”. El reciente accidente de la central de Fukushima ha tenido la virtud de enfriar un debate que se venía calentando desde hacía varios años, haciendo cambiar de opinión a partidarios tan fervientes de las centrales como, por ejemplo, la señora Merkel.
Pero detrás de la opción que cada uno defiende de desarrollo energético no sólo se esconde una particular visión del asunto en cuestión sino que, por el contrario, subyace un modelo de sociedad, un proyecto de futuro que lleva implícito una manera determinada de relación entre los hombres.
La energía nuclear presenta demasiados peligros, como amargamente hemos podido comprobar este mismo año, y no es cuestión de seguir jugando con ella a la ruleta rusa, arriesgándonos a que la próxima vez nos suceda a nosotros y no vivamos para contarlo. Por otra parte (supongo que algo tendrá que ver con los sucesos de Fukushima) últimamente nos están bombardeando, a través de los documentales de los canales de televisión temáticos, con los importantes descubrimientos que están teniendo lugar en el campo de la fisión nuclear, la otra rama de la investigación atómica, que utiliza un combustible tan abundante y barato como es el hidrógeno. La siguiente batalla será convencernos de que la fisión nuclear es una alternativa más potente y con menos riesgos que la fusión que ya conocemos.
¿Por qué tanto insistir en la energía nuclear –de uno u otro tipo- cuando los frentes de investigación en energías renovables se multiplican y presentan cada vez mejores rendimientos?
Hay una razón fundamental: El modelo de desarrollo que subyace detrás de la investigación atómica es oligárquico. Si consiguen convencernos de su utilidad se abrirán unas inmensas oportunidades de negocio para las corporaciones capaces de acceder a esa tecnología, que es muy costosa de implementar. Grandes negocios pero sólo para unos pocos.
Observen el cinismo y la hipocresía de la que hacen gala sus defensores, pues mientras tratan de convencernos a nosotros de sus bondades, nos alertan del peligro que nos acecha si accedieran a ella países como Irán o Corea del Norte. ¿En qué quedamos, es buena o es mala? Y la respuesta es: según. Según si el que la tiene es de los nuestros o, por el contrario, milita en el bando equivocado. El asunto es que los avances tecnológicos a los que tendríamos acceso desarrollando esa energía tienen también un inmediato aprovechamiento militar. Si eres capaz de construir una central nuclear también lo eres de fabricar una bomba atómica y, claro, no es lo mismo que la bomba la tengamos nosotros a que la tengan nuestros enemigos. Ya sabemos que el mundo está dividido entre buenos y malos, y que lo que es aconsejable para los buenos está terminante prohibido para los malos.
Pero, aun admitiendo como válido, por un momento, ese repugnante planteamiento maniqueo ¿Qué garantías tenemos de que la tecnología que hoy está en manos de los buenos no acabe filtrándose, más tarde o más temprano, al bando de los malos? ¿Qué garantía tenemos de que los que hoy son buenos mañana no se vuelvan malos o viceversa? Y entonces los buenos de hoy, que pueden ser los malos mañana, ya tendrán la tecnología puesta y a ver como se la quitamos después.
Hace unos días vimos a la respetabilísima revista Forbes reconocer que no vendría mal ahora un golpe militar en Grecia, y al gobierno griego cesar a toda la cúpula militar ante el evidente ruido de sables que se oía en los cuarteles. ¿Ven lo fácil que es pasar de un régimen democrático a otro totalitario? Basta que se le crucen los cables a unos cuantos ricachones y que haya algunos aventureros en el ejército dispuestos a ponerse a sus órdenes. ¿Ven lo fácil que es perder el control del arma nuclear?
Imagínense ahora por un momento que el coste económico asociado a la puesta en marcha de una central nuclear fuera relativamente barato, lo suficiente como para que estuviera al alcance de un país mediano del tercer mundo. Al ser una tecnología de doble uso, civil y militar, los guardianes de la ortodoxia no podrían tolerar que, aunque el estado en cuestión se lo pudiera permitir, esa tecnología se difundiera por ahí, puesto que pondría en peligro la paz mundial. Le dirían que “aunque su pueblo pueda pagarlo, el mundo no puede consentirlo”. He ahí la trampa maniquea que lleva asociada esta tecnología. En realidad el peligro de las fugas radioactivas y la necesidad de reforzar con controles exhaustivos todo lo que tiene que ver con la seguridad -disparando así los costes de mantenimiento de las centrales- y el peligro añadido de su utilización militar –si cayera en malas manos- constituyen una garantía de exclusividad para los miembros del selecto club de los autorizados a invertir en este sector. Es un estímulo adicional. Es un negocio reservado para una élite muy reducida (con todo lo que eso implica de falta de competitividad, posibilidad de acordar los precios, etc.). Esa élite no sólo tendrá asegurado su negocio, también tendrá un inmenso poder de presión, político y militar, rodeándole para impedir a otros potenciales competidores industriales acceder al club. Tendrán a sus órdenes a los servicios de inteligencia de sus respectivos países porque cualquier posible filtración de una técnica hacia sus rivales comerciales se convierte automáticamente en un atentado a la Seguridad Nacional de los países de Occidente.
¿Y qué sucedería si en vez de apostar por el desarrollo de ese modelo oligárquico apostamos a fondo por las energías renovables?
Pues ya lo están ustedes viendo: para poner un molino en tu finca o una placa solar en el tejado de tu casa, o de tu nave industrial, no hay que ser Rockefeller y cualquiera puede convertirse en productor de energía eléctrica, contribuyendo así a la prosperidad general, ganando de camino algún dinero o ahorrándolo en cualquier caso. Al hacerlo está ayudando a disminuir la factura energética de su país y de paso su dependencia exterior. Por tanto está reforzando su independencia. Al debilitar el poder de las oligarquías ligadas a la producción de energía está haciéndolo también con los lobbies que someten a vigilancia a los políticos elegidos democráticamente, y al no ayudar a desarrollar una tecnología de doble uso está trabajando, además, por la paz.
¿Comprenden ahora todo lo que nos estamos jugando en el debate nuclear?



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